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En 1925, algunos artistas y escritores franceses que firmaban en nombre de la "revolución surrealista", dirigieron a los directores de hospitales psiquiátricos un manifiesto que terminaba con estas palabras: "Mañana, a la hora de la visita, cuando ustedes intenten sin la ayuda de léxico alguno comunicarse con estos hombres, podrán ustedes recordar y reconocer que sólo tienen sobre ellos una superioridad: la fuerza". Cuarenta años más tarde –sometidos como estamos, en la mayoría de los países europeos, a una antigua ley, aún dubitativa, entre la asistencia y la seguridad, la piedad y el miedo-, la situación no es diferente: limitaciones, burocracia y autoritarismo regulan la vida de los internados para los cuales ya había reclamado Pinel en su momento el derecho a la libertad… El psiquiatra parece que aún no ha descubierto que el primer paso hacia la curación del enfermo es el retorno a la libertad, de la cual él mismo le ha privado hasta hoy. En la compleja organización del espacio cerrado, donde el enfermo mental se ha visto reducido durante siglos, las necesidades del régimen, del sistema, sólo han exigido del médico un papel de vigilante, de tutor interior, de moderador de los excesos a los cuales podía abocar la enfermedad: el sistema tenía más validez que el objeto de sus cuidados.