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Delgado López, Enrique
Los aires, aguas y lugares en las Antigüedades de la Nueva España
Fronteras de la historia, Vol. 13, Núm. 2, sin mes, 2008, pp. 241-258
Ministerio de Cultura
Colombia
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241
Los aires, aguas y lugares en las Antigüedades de la Nueva España
Enrique Delgado López
Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México
enrique.delgado@uaslp.mx
Resumen
Francisco Hernández protagonizó, hacia 1570, una de las empresas cientícas
más importantes de la época moderna. Como parte de esta expedición recogió
información sobre aspectos aparentemente ajenos a su formación cientíca; ob-
servó con peculiar maestría hechos que hoy reclamarían la historia o la antropo-
logía. En su observación a la cuenca de la Ciudad de México, plasmada en sus
Antigüedades de la Nueva España, dejó un peculiar legado sobre los conceptos
que la época le dictó, vigentes de alguna manera, acerca de la inuencia del me-
dio físico sobre el hombre.
Palabras clave: Francisco Hernández, México, historia de la ciencia, siglo
XVI.
Abstract
Francisco Hernández was a protagonist, around 1570, of the most important
scientic Enterprise of the modern epoch. During his expedition obtained infor-
mation different to his scientic aim totality. Fact related to modern history and
anthropology. His observation of México City basin was wrote in Antigüedades
de la Nueva España are very interesting today, the ideas about the relationship
between the physical environmental and society are current.
Key words: Francisco Hernández, Mexico, history of science, 16th century
Introducción
1
Las Antigüedades de la Nueva España es un texto que forma parte de la extensa
y sólida obra escrita por Francisco Hernández, quien protagonizó una de las
1
El presente trabajo forma parte del proyecto Naturaleza y Cultura en la obra de Francisco Her-
nández, que fue posible gracias al apoyo que recibí de mi Universidad, por medio del programa
del Fondo de Apoyo a la Investigación (FAI) 2006.
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empresas cientícas más célebres y más fructíferas del periodo colonial, con
resultados verdaderamente sorprendentes en el campo de la historia natural,
pero que, como es evidente, no descuidó aspectos históricos o culturales, pre-
cisamente de las “antigüedades”, del mundo que le tocó observar.
La aparición de un nuevo continente dejó de lado la concepción del mundo me-
dieval, tripartita y cristiano, para concebir una cuarta parte, con enormes riquezas
materiales y con otras formas de vida. El afán por conocerla guarda en sí mismo
un tesoro de modernidad, expresado en el deseo por conocer los ricos y vastos
lugares que ofrecieron a la Corona innidad de recursos minerales, vegetales y
animales, pero, sobre todo, humanos; además de innovar conceptos y métodos
para estudiarla, los cuales se basaron, según All en G. Debus (18), en la obser-
vación directa.
Para ello, por una parte, el Estado moderno incentivó el conocimiento y las prác-
ticas en torno a la naturaleza, de tal forma que comenzó a ser factor social y
necesario en el aanzamiento y la consolidación del poder monárquico, principal
articulador del control del territorio y de sus recursos naturales y demográcos.
La idea era simple: para controlar un territorio es indispensable conocerlo, in-
ventariar sus recursos naturales, experimentar nuevas técnicas para su aprove-
chamiento y aplicarse a la puesta en marcha de mecanismos de explotación que
garanticen un rendimiento adecuado a los intereses del poder que quiere ejercer
dicho control (Pardo Tomás 8 y ss.). Se abordó el mundo de la naturaleza viva
mediante el cultivo de la entonces llamada historia natural. Se trataba principal-
mente de historiarla; es decir, de describir, catalogar y clasicar animales, plantas
y piedras con un objetivo ambicioso y globalizador, preñado de interés por lo que
el entorno inmediato ofrecía, pero también, de un modo inédito hasta entonces,
por lo nuevo, lo raro, lo exótico (Pardo Tomás 8 y ss.).
Por otra parte, el humanismo europeo, en palabras de Ascención Hernández (8),
trató de rescatar las ideas del mundo grecorromano buscando hacer de él el cen-
tro y medida universal, y valorar, a la vez, la perspectiva de cada ser humano.
Es así como, habla la misma autora, en el encuentro de ambos mundos también
coincidieron historias y culturas que se compartieron, como es propio del que-
hacer histórico. Culturas del Nuevo Mundo, en especial las de los Andes y de
Mesoamérica, fueron estudiadas como realidades comparables, y en muchos ca-
sos comparadas, con las antiguallas de griegos y romanos. Al mismo tiempo que
se llevaba un proceso de catequesis y cristianización de las naciones del Nuevo
Mundo, se emprendía una singular tarea abierta a la comprensión integral de la
naturaleza y el hombre de América (Hernández 8). José Pardo Tomás dice que
“los europeos de nales del siglo XV y principios del XVI habían desarrollado
una cultura cientíca basada esencialmente en los saberes losóco-naturales
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procedentes de la Antigüedad clásica” (17), así como en la elaboración y transmi-
sión del conocimiento acerca de la naturaleza, marcadas ambas por el escolaticis-
mo universitario, ya que “la constante incorporación de los textos de los clásicos
contribuyó a una profunda renovación, derivada esencialmente de la puesta en
marcha —con apreciable y casi generalizado éxito— del programa humanista”.
Los encuentros de nuevos mundos y culturas y la presencia de tendencias de
pensamiento heredadas del mundo grecolatino y medieval forman el contexto
en que está inmersa la gura de Francisco Hernández. Alumno de la Universi-
dad de Alcalá de Henares, semillero de sólidas personalidades de la España del
siglo XVI, tales como Bartolomé Carranza, Ignacio de Loyola, Tomás López
Medel y Benito Arias Montano, se ha pensado que por su amistad, precisa-
mente, con este último, su viaje a América no obedeció a razones estrictamente
cientícas, pues “bien pudo ser que, encubierto por las causas conocidas (deseo
de exploración, curiosidad cientíca), exista una especie de exilio enmasca-
rado provocado por su heterodoxia ideológica que lo hacía sospechoso (como
a Sigüenza) a los ojos de la Inquisición; y si Sigüenza no pudo eludir el ser
procesado, Hernández posiblemente soslayó con su viaje un destino similar”
(Pardo Tomás 233)
2
.
Es sabido que la Complutense incorporó el pen samiento renacentista a la vida
intelectual de la península. Hernández perteneció a esas primeras generaciones de
jóvenes médicos españoles que conocieron, traducidos al latín, las obras de Hipó-
crates, Galeno y Avicena (tres hombres, tres épocas, tres culturas), cuyas ideas
sobre la salud y la enfermedad estaban vigentes en la medicina renacentista.
Su estancia en la Nueva España abarca desde 1570 hasta 1576, años en los que
se abrió camino para generar más de 15 volúmenes con diversos temas; particu-
larmente, de historia natural, donde incluye pinturas de la herbolaria mexicana.
A ello suma, además de las Antigüedades, la traducción de la Historia natural de
2
Trabulse habla de las simpatías de Hernández por el grupo de la familia del amor o familia
charitatis, que “ocialmente pertenecía a la iglesia que imperaba en la región donde vivieran
sus miembros”, aunque “indiferentes a toda clase de dogma eclesiástico”. Este grupo no era
partidario de “los extremismos fanáticos de católicos, protestantes o calvinistas”, y se dedicaba
al “estudio y eran dados a experiencias devotas profundas. No buscaban prosélitos y se alejaban
de las mayorías. Era un grupo selecto, neo-estoico y de proclividades quietistas” (231-232).
El tema también es tratado por Germán Somolinos, su principal biógrafo, al decir que “de ser
cierta la hipótesis anterior, de la que como decimos no podemos hacernos solidarios por no
poseer un solo dato concreto que haga pensar así, tendríamos entonces que admitir que el viaje
de Hernández a México y su fructífera expedición enmascaraban la realidad de uno de tantos
exilios de españoles como ha tenido que acoger la generosa tierra de América y que, desde
entonces hasta hoy, se han venido repitiendo entre los naturalistas y cientícos españoles con
dolorosa periodicidad” (147-148).
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Plinio, unos Trabajos losócos y un Método cristiano, así como un estudio Del
Cocoliztli y otro De Peces, más una descripción de Asia
3
.
El libro de las Antigüedades de la Nueva España, según Ascensión Hernández,
“constituye tema principal de descripción y análisis” en el que el médico plasma
sus “recuerdos de experiencias personales, aquello que contempló o supo de pri-
mera mano”; y en él deja testimonio de su aprendizaje “sobre la historia y la cul-
tura de los aztecas o mexicas y de sus vecinos”. Expresa también sus reexiones
de corte histórico, hasta hoy relativamente poco tomado en cuenta a la par con
otras crónicas de América y, en particular, de México; acentúa su misión como
cientíco en el deseo por conocer “lo más detalladamente posible la realidad geo-
gráca, histórica, social y económica” de los enormes territorios españoles (16).
Por su parte, Miguel León Portilla, en otro estudio introductorio, este en el marco
de la edición de las Obras completas
4
, respecto al texto que nos ocupa, dice que,
en conjunto, la obra del protomédico del rey Felipe II “fue concebida con hondo
sentido a la vez cultural e histórico” (39), visto por el aprecio de Hernández a la
obra del fraile Bernardino de Sahagún, sirviéndose de ella a tal grado que incluso
“llegó a copiar y traducir al latín algunas secciones completas de lo elaborado”
por el franciscano. Pero si bien es cierto que en algunos casos transcribió pá-
rrafos, como era frecuente en la época, también hay dignos aportes que deben
valorarse (León Portilla 40).
Los escritos “sobre antigüedades indígenas y acerca de la Conquista constituyen
aportaciones hasta hoy poco tomadas en cuenta”, aunque es necesario aceptar
3
A pesar de su variada obra, los escritos sobre ella son más bien escasos. Desde luego que esto
no se aplica a su historia natural, que desde su concepción ha sido tratada por diversos autores
a lo largo del tiempo, sin dejar de recordar que su obra, en ocasiones mutilada, pero siempre
valorada por su erudición, peregrinó durante siglos, penuria que nalizó con el proyecto de
las Obras completas de Francisco Hernández, protomédico e historiador del rey de España,
don Felipe II, en las Indias Occidentales, Yslas y Tierra Firme del mar Océano, encabezado
por Germán Somolinos y Efrén C. del Pozo. En la actualidad, José María López Piñero y José
Pardo Tomás han contribuido al estudio de la obra de Hernández con varios textos; destaco sólo
los siguientes: Nuevos materiales y noticias sobre la historia de las plantas de Nueva España,
de Francisco Hernández y La inuencia de Francisco Hernández (1515-1587) en la constitu-
ción de la botánica y la materia médica modernas. Por su parte, Raquel Álvarez Peláez hace
una importante contribución al estudio del proyecto encabezado por Hernández en el ámbito de
la ciencia española, particularmente enfocada al conocimiento de la naturaleza Americana. El
nombre de su texto es más que elocuente.
4
Miguel León Portilla. “Introducción a las Antigüedades de la Nueva España y Libro de la
conquista de la Nueva España”. En Obras completas. Op. cit., t. VI, Escritos Varios, 1984, p.
39. En esta Introducción, León Portilla hace un valioso recuento de la publicación y ediciones
del texto desde el siglo XIX hasta el proyecto que llevó a cabo la UNAM de la edición de las
Obras completas, de Francisco Hernández.
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“que ni las Antigüedades ni el libro de la Conquista pudieron ser fruto de inves-
tigaciones, detenidas y directas, como las que habían emprendido ya algunos
frailes y otros cronistas”, como el propio Sahagún, Motolinía, Pomar y López de
Gómara (León Portilla 40).
Según León Portilla, las contribuciones originales plasmadas en las Antigüedades
se encuentran en los capítulos XXI, “Cómo era la ciudad de México cuando al
principio la ganaron los españoles”; XXII, “Cómo era la ciudad de México en
el año de quincuagésimo más o menos de que fue ganada”; XXIII, “Del clima
de la ciudad de México”; XXIV, “De las cosas admirables de la Nueva España”;
XXVII, “De los mercados” y el XXVIII, “Del uso de qué cosas conocidas en el
antiguo continente carecían los mexicanos en el tiempo que se rindieron a nues-
tras armas”. En el libro segundo destacan, por su originalidad, los capítulos II,
“De los médicos que llaman Titici”; VI, “Del Nitoteliztli”; XI “Del origen de la
gente de la Nueva España”; XII, “De la ciudad y de los reyes de Tetzcoco” y XIV,
“De otras cosas que realzan el ornamento de la ciudad tetzcocana”.
Valga este momento para manifestar que el presente trabajo es un acercamiento
al estudio de esos títulos, donde, a propio parecer, conuye el cientíco con el
humanista, al dejar constancia de su observación de la relación entre la naturaleza
y la sociedad que en el tiempo y en el espacio le tocó observar, con claras heren-
cias hipocráticas. En estos capítulos cobran relevancia sus observaciones sobre
diversos aspectos de la ciudad de México, así como la inuencia del aire en el
comportamiento de los hombres, como parte de ese espíritu vital, ideas que se han
extendido aún a los tiempos recientes, sin dejar de lado la diversidad del paisaje,
la descripción que hace de los indios vivos y de su comida y costumbres.
El problema de escribir sobre las Antigüedades
En el proemio a las Antigüedades de la Nueva España, Francisco Hernández se
dirige a su monarca para indicarle que
Aún cuando me hayas comisionado tan sólo para la historia de las cosas na-
turales de este orbe, Sacratísimo Rey, y aunque el cargo de escribir sobre
antigüedades, pueda considerarse como que no me pertenece, sin embargo,
juzgo que no distan tanto de ella las costumbres y ritos de las gentes porque
aún cuando en gran parte no deban atribuirse al cielo y a los astros, puesto que
la voluntad humana es libre y no está obligada por nadie sino que espontánea-
mente ejecuta cualesquiera acciones. (57)
Con la carencia de los elementos para escribir sobre el tema, no deja de lado con-
fesar que le es “difícil” escribir:
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Los ritos de estas gentes [son] tan varios e inconstantes, que apenas algo r-
me y continuo pueda transmitirse y que esto mismo apenas pueda arrancarse
a estos hombres, porque o cuidándose ellos mismos u odiándonos a nosotros,
esconden en arcanos lo que tienen conocido e investigado, o porque olvida-
dos de las cosas de sus mayores (tanta es su rudeza y desidia) nada pueden
contar de notable. (57)
El afán y el deseo por encontrar esos secretos lo llevaron a trabajar con empeño,
a reconocer que su obra “sin esta parte no puede quedar concluida en todos sus
números”, por lo que buscó “la claridad y recreo para los nuestros que viven en
este mundo”. Debido a ello, para no faltar “completamente a esta parte y que no
había echado algunos fundamentos a una fábrica que tal vez dilataré y aumentaré
en los días futuros”, le dice a su Monarca, que el texto de las Antigüedades es
una “semilla de historia, cualquiera que sea transmitida, sí no con la facundia que
conviniera al menos con la que fue dada por mi fe y afecto no común hacia tu
Majestad” (Hernández 57).
Es necesario entender que al no escribir sobre las Antigüedades, hacer a un lado
la parte humana o moral en su obra era faltar al entendimiento del cosmos cris-
tiano del siglo XVI. La historiografía brinda herramientas para ahondar en esta
línea. Edmundo O´Gorman, en su estudio introductorio a la Historia Natural y
Moral de las Indias, de José de Acosta, clarica el tema de la conexión de ambos
mundos, el natural y el moral. Revela, para el caso de Acosta, que no explicitó
la razón de los vínculos por parecerle obvia, pues el jesuita daba por supuesto el
fundamento de aquella relación entre ellos, ya que su estudio guarda en sí mismo
una unidad. La estructura del libro “consiste en una peculiar manera de concebir
la realidad universal como dotada de una organización interna que permite redu-
cir a unidad todas sus partes o, lo que es lo mismo, a la innita variedad de los
fenómenos, cualquiera que sea su diversidad o novedad” (xxxvi).
De esta manera, el cosmos se organizaba a base de un mundo mineral, vegetal
y animal, además del humano, por lo que hacer un tratado del nuevo mundo era
enfrentar este esquema. Hernández, en el libro de las Antigüedades, supo dar ra-
zón al enlace entre la naturaleza y el mundo moral de acuerdo con lo escrito por
O´Gorman
5
.
En el campo de la medicina se encuentra esta relación, se plantea en términos de
herencia hipocrática, “por la cual se elaboraron arquetipos geográcos a partir
5
La misma relación se encuentra, por ejemplo, en el Reportorio de los tiempos, de Enrico Martí-
nez, de 1606. En el índice de este texto se aprecia el desarrollo de ese enlace del mundo natural
con el mundo moral.
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de los que se derivaba una condición física, una condición moral y un destino
para los individuos y los pueblos” (Arismendi).
Germán Viveros (19) escribe que los hipocráticos consideraron a la naturaleza
“bajo dos facetas: una de carácter universal o macrocósmico, y la otra de índole
individual o microcósmica”. La primera, aquella que se ocupaba de su cono-
cimiento, la entendieron como un conjunto de cosas, fenómenos y fuerzas que
componen el universo; la segunda, la ocupada precisamente por la naturaleza
humana, la de cada individuo, la correspondiente al microcosmos, equivale a su
siología. Así, esta podía considerar la naturaleza de cada ser en particular, como
también la del varón y la de la mujer, en general, igual que la de los jóvenes o
viejos, o la de los miembros de razas distintas.
El mismo Viveros explica que “una y otra naturaleza eran principios actuantes
en ámbitos diferenciados y delimitados, que se hallaban en permanente relación,
sobre todo el primero respecto al segundo, al punto de que aquel determinaba,
no sólo la naturaleza correspondiente a cada ser o cosa, sino también su peculiar
índole” (19). Arismendi menciona que ambos cosmos, el micro y el macro, ex-
presaron “la inuencia del medio y sus agentes, aire, vientos, clima en el tempe-
ramento y la sanidad”.
Resulta, entonces, que la unidad cósmica es indisoluble, y un adecuado equi-
librio entre las partes es una mejor relación entre el mundo natural y el indi-
viduo, esencia del pensamiento hipocrático. El problema aquí es cómo obser-
vó Francisco Hernández la naturaleza de la ciudad de México. Lo hizo como
lo aconsejan los tratados hipocráticos, y agudizó sus sentidos en los aires,
los suelos, la forma de las casas y la orientación de los lugares. Acorde con los
consejos que Hipócrates dio a sus aprendices, pues ellos han de
…conocer los vientos, calientes y fríos, especialmente los que son comunes
a todos los hombres y, además, los típicos de cada país […] así cuando se
llega a una ciudad desconocida es preciso preocuparse por su posición:
cómo está situada con respecto a los vientos y a la salida del sol […]. Par-
tiendo de todos esos puntos hay que ocuparse de cada dato por separado,
pues si uno los conociera perfectamente —mejor todos, pero, si no, los
más posibles—, no ignoraría al llegar a una ciudad que desconoce, ni las
enfermedades locales, ni cuál es la naturaleza de las afecciones comunes.
(105-107)
Francisco Hernández no ignoró esas variables de la tradición hipocrática, y las
puso en práctica durante su visita a México; reconoció, como se verá adelante,
las aguas y los vientos de la ciudad de México y Texcoco, y advirtió que la
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“Nueva España tenía una naturaleza que predispone a la degeneración del cuerpo
y del alma” (Ramírez). Esta idea estará vigente a lo largo del virreinato y de la
historia decimonónica mexicana. Esta degeneración será, como es bien conocido,
uno de los temas del debate del siglo XVIII entre los naturalistas europeos de
escritorio, como Cornelio de Paw y el Conde de Buffon, y los estudiosos ameri-
canos, como, en el caso de México, el jesuita Francisco Javier Clavijero
6
.
La “posición” de la ciudad de México en las Antigüedades de la Nueva
España
Francisco Hernández llegó a la Nueva España en 1571 como principal
protagonista de una de las empresas más importantes, con “una misión que no
era diplomática, ni secreta, ni de estado, ni religiosa […] la misión de Hernández
era cientíca” (Somolinos, 159). Por primera vez, en sentido estricto, el paisaje
natural americano habrá de ser leído, y —parafraseando a Juan Pimentel— Her-
nández, como cientíco, desplaza no solo su cuerpo a través de mar y tierra, sino
también sus instrumentos y su conocimiento, para luego redactar su obra, “mo-
mento decisivo de poner por escrito sus relaciones, descripciones o teorías frutos
de sus viajes”.
Después de una brevísima estancia en Veracruz, el día primero de marzo de ese
año presenta a la Audiencia su título de protomédico, para, de inmediato, iniciar
sus trabajos. La capital del virreinato llama su atención, y los diversos elogios
no se hacen esperar. Somolinos, contrariado, reexiona al respecto y destaca los
pocos edicios terminados, la discontinuidad en las calles, los modestos y pocos
conventos; en n, una ciudad lejana de la denominada “de los palacios”, apelati-
vo ligado a siglos posteriores de la historia de la capital virreinal
7
. Pero aun así,
Hernández admira la ciudad, y las razones para ello, según el propio Somolinos,
son el “clima apacible, siempre en primavera, la abundancia de vegetación, la
belleza de las plantas, orecidas durante todo el año”( t. I 64).
La ciudad de México, a los ojos de Hernández, está en razón a la laguna, la que
“parece hervir con chalupas volando de aquí para allá […] llevando lo necesa-
rio para la vida de las poblaciones vecinas y limítrofes”; la ubica “en longitud
6
Para este tema véase Antonello Gerbi. La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica
1750-1900. 2ª. edición, FCE, México, 1993.
7
Una descripción de la ciudad de México, contemporánea a la que visitó Francisco Hernández,
se encuentra en Francisco Cervantes de Salazar. México en 1554 y Túmulo imperial [edición,
prólogo y notas de Edmundo O´Gorman], Buenos Aires: Porrúa, 1963. Otra edición es: Fran-
cisco Cervantes de Salazar. México en 1554: tres diálogos latinos [Introducción Miguel León-
Portilla, versión castellana de los diálogos de Joaquín García Icazbalceta], México: UNAM,
2001.
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noventa y siete grados y cuarenta y cinco minutos” del meridiano de Toledo.
Cuenta con “moradas fuertes, amplias y dignas de ser vistas”; además, destaca
con desdén las “mediocres habitadas por los indios”, que se cuentan en número
de 20.000. En esta ciudad de lagos y chalupas descansa todo lo egregio que pueda
ser encontrado en las ciudades orecientes de la Península.
Distingue una urbe indígena y otra española. Como unidad, la observa de acuerdo
con los edicios, los caminos, la calidad del agua y el clima. Comienza por cuan-
ticar y destacar la calidad de sus construcciones, que al extender el argumento
diferencia estratos sociales; dice que la ciudad, cuando fue ganada por Cortés,
tenía “sesenta mil casas o más […] fabricadas muy diestramente con piedras y vi-
gas, templos, palacios reales y casas de próceres, las demás eran bajas, estrechas
y carecían todas de puertas y ventanas”.
La ciudad funcionaba con caminos mixtos, hechos de tierra y agua, que conec-
taban las casas con el lago, en un ejemplo de convivencia entre el medio natural
y la cultura humana, que le daba uidez al intercambio de mercancías, sin dejar
de lado las tareas cotidianas de la población. Por ello, la casa, como tal, contaba
con dos puertas: “la una que daba a la vía pública por tierra y la otra a la que ba-
ñaban las aguas”; parecidas circunstancias, según Hernández, las tenían Venecia
y Amberes.
La ciudad no solo se dividía entre el agua y la tierra, sino que, al estar en razón
con la laguna, también se rompía en cuanto a lo salobre del líquido, así como a su
nominación. Es decir, al descansar en un gran valle, asiento del cuerpo lacustre,
la ciudad se alimentaba de agua salada “completamente inútil para beber, aun
cuando auyan a ella manantiales y ríos de agua dulcísima y gratísima; ya sea
por las crecientes que de los montes que rodean la ciudad se precipitan copiosas
y estancadas se pudren”. No olvida que se surte de agua dulce del manantial de
Chapultepec. Como buen cientíco dedicado a la historia natural, observa que el
agua salada abunda en nitro y en sal por la naturaleza de su álveo, y no por otras
causas inanes que algunos soñaron.
Ante la posibilidad de no contar todo cabalmente, preere la prudencia, para no
describir muchas cosas que “debían ser pasadas en silencio, tanto porque callarlas
es más seguro que decir poco de una ciudad famosísima; cuanto para que no se
considere que hablo de ella como amigo, más que describirla como equitativo
censor o juez con sus propios y merecidos colores”.
Sobre el clima de la cuenca, de acuerdo con su punto de vista, es intermedio
“entre frío y caliente, pero un poco húmedo debido a la laguna”, que por ello
se maniestan condiciones de podredumbre, tanto que “los llamados ‘puntos o
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exantemas’, que suelen acompañar a las ebres, son peculiares”, además de que
“el dolor de costado, grave en verdad en esta región, las infecciones de los ri-
ñones y de la vejiga, la disentería y la diarrea son allí generalmente mortales”.
Los alimentos, dice, son más húmedos y copiosos que agradables al gusto, aun
cuando gustan a los que se han acostumbrado, probablemente en relación con los
españoles que les encuentran sabor.
Pero a pesar de ese clima húmedo que provoca enfermedades y produce abundan-
tes, pero sugestivos, alimentos, reconoce que “apenas hay en el orbe una ciudad
que por la copia de los alimentos (para no hablar del oro, de las piedras preciosas
y de la plata), y por la abundancia de los mercados y del suelo pueda ser compa-
rada con México. ¿Qué más? Dirías estar en un suelo ubérrimo y fertilísimo de
tal manera brillan y abundan todas las cosas, con penuria de nada y con fertilidad
y abundancia de todo”.
Después de este reconocimiento acerca de una ciudad que lo tiene todo, manies-
ta una clara contradicción en relación con sus habitantes. Resalta las distinciones
en razón a “las inteligencias superiores de los españoles” que se contraponen a la
naturaleza del indio, individuos en su mayoría “débiles, tímidos, mendaces, viven
día a día, son perezosos, dados al vino y a la ebriedad, y sólo en parte piadosos
[…] de naturaleza emática y de paciencia insigne”, aunque reconoce que son
hábiles en el aprendizaje de las artes “aún sumamente difíciles y no intentadas
por los nuestros”, imitan cualquier cosa sin ninguna ayuda. Se lamenta de los que
nacen “en estos días” y que a su vez empiezan a ocupar estas regiones, pues, ya
sea que deriven su nacimiento únicamente de españoles o que “nazcan de proge-
nitores de diversas naciones, ojalá que obedientes al cielo, no degeneren, hasta
adoptar las costumbres de los indios”.
Pero si bien desprecia la naturaleza mexicana, sucumbe inconscientemente a la
variedad y la experiencia de vivirla; particularmente, por lo diverso. En primera
instancia repudia el cielo, clima y hombres, pero pronto olvida el repudio, o lo
desconoce, y llama su atención que “en un intervalo de tres millas se encuentren
tantas temperaturas diferentes; aquí te hielas y allá te quemas; no por razón del
cielo, sino de la situación y de los valles, a los cuales toca en suerte un cielo muy
adecuado, casi templado”, condiciones que repercuten en la agricultura, ya que
“estas regiones producen dos cosechas anuales y hasta tres, porque en el mismo
tiempo que aquí domina el frío, allá el calor está en vigor y en otra parte una
temperatura primaveral acaricia a los hombres y a los otros seres vivientes”. Fi-
nalmente se pregunta:
¿Qué diré de las admirables naturalezas de tantas plantas, animales y mi-
nerales; de tantas diferencias de idiomas, mexicano, tezcoquense, otomite,
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tlaxcalteco, quexteco, michoacano, chichimeca y otros muchos que apenas
pueden ser enumerados y que varían con brevísimos intervalos de terreno; de
tantas costumbres y ritos de los hombres, de tantos vestidos con los que se
cubren y modos y maneras de otros ornamentos que apenas pudiera seguirlos
la inteligencia humana […] cuando la verdadera imagen sólo puede ser com-
prendida por los presentes por la experiencia misma y como lo mismo son
ofrecer y representar?
Describe a los indígenas mexicanos con “mediana estatura, de color rojizo, ojos
grandes, ancha frente, narices muy abiertas, nuca plana, pero ésta se debe a la
industria de los padres; cabellos negros, grasosos, exibles y largos y aquellas
partes que suelen ser cubiertas con pelo, en gran parte vellosas o completamente
lampiñas”. Los chichimecas no “admiten mercaderes extranjeros”; no soportan
el hambre y el trabajo, y, al igual que los mexicanos, son “dóciles y de toleran-
cia insigne […] son dulces aduladores, y obedientes cuando se les obliga por la
fuerza y por el miedo”. Destaca su religiosidad, pero pronto la contrapone por
ser “matadores y devoradores de hombres” y “se dan a la lujuria aun cuando sea
masculina, y ni se avergüenzan de tan portentosa libídine ni castigan un crimen
tan grande”.
Las mujeres emulan con gusto el color y el gesto de sus maridos. Se dejan crecer
el cabello, que “acostumbran ennegrecer con cierto género de lodo en gracia de
la pulcritud y para extinguir unos feos animales que nacen en la cabeza”, con los
cuales “a veces suciamente se alimentan y los engordan en la cabeza”. Tienen la
costumbre de contraer matrimonio “cuando sólo tienen diez años y son propen-
sísimas a la lujuria”; procrean a muy temprana edad y tratan “de tener los pechos
muy grandes y colgantes”, para que “los hijos puestos sobre los hombros puedan
mamar con facilidad la mayor parte del tiempo”. No tienen ación al vino y,
como acontece en otras naciones, son más temperantes que los hombres.
En todos los barrios de la ciudad, dice Hernández, “hay una plaza anexa en la cual
cada quinto día, o con más frecuencia, se celebran mercados”, hecho que se repite
“también en las otras ciudades y poblados de la Nueva España”. No hay duda de
que el más grande era el de Tlatelolco “de casi sesenta mil hombres”, y le sigue
el de Tenochtitlán, en el que “ningún día dejaba de congregarse numerosa turba
de varones y mujeres para la compra y venta de varias cosas.” Además, “también
las vías públicas cercanas hierven con mercancías”, donde se encuentran “muchí-
simas cosas sumamente variadas y a veces también muy insignicantes y de poca
importancia, según lo quiere la moda, porque en verdad así es el ingenio de los
hombres y de tal manera dispuesto por la naturaleza que lo que unos estiman de
gran valor para otros es cosa de risa y desprecio”.
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En cuanto a la comida, vale la pena reexionar sobre lo que pensaron quienes
leyeron el siguiente pasaje: si acaso los reales ojos del rey o los nobles de su cor-
te, o bien los curiosos hombres interesados por conocer más de la naturaleza del
Nuevo Mundo. Habla Hernández:
¿Y de qué cosas no extraen comida para exponerla a la venta? Son raros los
animales que perdona su paladar, puesto que se alimentan aun de serpientes
venenosísimas, después de que les han cortado y desechado las cabezas y las
colas; de perros, de topos, lirones, lombrices, piojos, ratones, musgo lacustre,
sin que quiera yo recordar el lodo lacustre y otras cosas de la clase de los
animales y plantas, hórridas y nefandas […] hay tantas tabernas que es de
admirarse que tanta mole de carne pueda ser consumida y devorada por los
ciudadanos, cuando además abunda el pescado crudo y cocido y en tortas de
maíz y tortillitas de maíz y de huevos de varias clases de aves; maíz cocido,
crudo y en mazorca en gran cantidad, así como de raíces, habas, frijoles y
legumbres. No pueden ser enumerados los géneros de frutas indígenas o de
nuestro país, secas y frescas que allí se venden, y la que es tenida en mayor
aprecio que las demás es el cacaotal, del que se habla más por extenso entre
las plantas.
Según Hernández, los indígenas no conocieron “pesas ni medidas y carecían de
moneda metálica, usando el trueque o la semilla del cacaotal”. Lo mismo sucedió
con el hierro; usaban solo la madera, piedras y “a veces el bronce”. Los navíos de
gran calado estaban ausentes, exceptuando “las llamadas canoas, es decir, troncos
excavados a manera de esquifes largos”. No conocieron el vino a la manera de
los europeos, pero sí degustaron “otros muchos diversos, muy sabrosos al gusto y
que se suben a la cabeza con vehemencia”. Carecieron del caballo y su escritura
era a base de “las diversas cosas que los griegos llaman jeroglícos”.
Para él, los indígenas no usan vestidos cómodos, zapatos, calzoncillos, cáligas,
gorros, túnicas ni cualquier otra materia con que se pudiera cubrir el cuerpo,
excepto mantos, de los cuales no les estaba permitido usar todos. La lista de
carencias se extiende también a las armas arrojadizas de acero, a las que llama
defensivas: espadas, cuchillos, máquinas bélicas; y con elementos arquitectóni-
cos como puertas y ventanas. Si bien admiró la variedad de la comida, reconoce
que no tuvieron “carne de buey, de carnero y cabras de las nuestras, de jabalí y de
puerco y de casi todos nuestros frutos y legumbres”.
Juzga que no cultivaron leyes justas y estatutos útiles “para gobernar bien y regir
la república y de gran parte de las artes necesarias, y lo que era más miserable,
del conocimiento y del culto del verdadero Dios y de la doctrina y observancia
de la verdadera religión, y de otras no pocas cosas de este mismo orden, que a
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nadie puedan parecer innecesarias para pasar feliz y sin culpa la vida del alma y
del cuerpo”. Estas cosas, tan importantes en la vida europea, no estaban en la vida
indígena, por la “desidia de ellos, que después de tantos siglos de la creación del
mundo, han permanecido en tanta rusticidad”.
Hernández reere el conocimiento de los cielos, y dice que “del sol, de la luna, de
la estrella de Orión, de Venus, de las Osas, y de los otros astros en los que creían
que habitaba un numen, no sabían casi nada”; lo reduce todo a un conocimiento
vulgar, solo reverencia “los eclipses y meteoros y cualquiera otra cosa semejan-
te”. Entre sus presagios estaban los meteoros y fenómenos generados en lo más
alto del aire, pues creía “que las nubes blancas en las cumbres de los cerros presa-
giaban el granizo y las nubes densas la lluvia”. La escarcha, según el pensamiento
indígena, cayendo como rocío, anunciaba la fecundidad de tal año, y el arco iris,
un “tiempo tranquilo sereno y el término y n de las lluvias”; en cambio, las es-
trellas fugaces anunciaban “las vicisitudes de los reyes y de los reinos”.
No evita hablar sobre el origen de la gente de esta Nueva España, en aras de
encontrar un argumento para unirla al mundo europeo y, como parte de toda una
ideología, justicar la presencia española en estas partes del mundo. Hernández
enuncia que la nación más antigua es la de los chichimecas, pero su nombre
cambió “por sus matrimonios con otras razas”. Relata sus formas de vida y se
sorprende de que “hasta el día de hoy gran número que vive así y no ha movido
lo ancho de un dedo el ánimo para entrar a una vida más civilizada”, adorando al
sol “como primer numen”. No desconoce que eran eros y excelentes en “valor
guerrero, por lo que dominaron toda esa región”.
Después de ellos, bajó a esos lugares una gente fuerte y mucho más civilizada,
con el nombre de los de Aculhuacán, que “se establecieron en un lugar campestre
y llano, donde permanecieron en tiendas de campaña muchos años, aun cuando
divididos en batallones y falanges”, para luego emigrar, “por mandato de los
dioses”, hacia el Oriente y el Septentrión. Pasado el tiempo, “poco más o me-
nos ochocientos años, llegaron a estos lugares, no todos a un tiempo, sino unos
después de los otros con espacios de centenares de años”, los texcocanos, los de
atzcapotzalco y luego los mexicanos, que “se establecieron entre los de Atzca-
potzalco y los de Tezcoco en unas islas muy pequeñas de la laguna mexicana”;
Hernández dice:
Hay quienes aseguran que todos éstos vinieron de Palestina, atravesando un
angosto mar, de las diez tribus que Salmanasar, rey de los asirios, condujo
cautivos a Asiria, reinando en Israel Oseas y en Jerusalem Ezequías, como se
lee en el libro cuarto de los Reyes, Cap. Décimo Séptimo, hace más de dos
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mil doscientos años, lo cual aunque sea incierto, no me parecen conjeturas
que deben despreciarse del todo.
No duda de lo anterior, y, como en muchos otros textos, busca las explicaciones
de sus conjeturas cayendo, en un primer caso, en la lingüística, pues para él hay
palabras en los idiomas indígenas “que o son hebreas o muy semejantes a las
hebreas como si procedieran de ellas”. En segundo lugar, con base en la misma
Sagrada Escritura, llegaron al lugar adonde se dirigieron, después de caminar a
pie durante seis meses. En tercero, los nombres, no de otra manera que entre los
hebreos, se imponían por deliberación del consejo y no sin algún ethimo. Además
de semejanzas en los ritos, sacricios, vestiduras, calzado, mantos, cabello largo,
la pusilanimidad y los templos de los dioses construidos en las crestas de los ce-
rros y de las montañas. Aquello que fue predicho por los profetas de Israel parece
corresponder, de manera admirable, con los acontecimientos de estas gentes. No
hay que omitir, dice Hernández, que la prole de unos y otros es abundantísima, y
los sacricios, semejantes.
Francisco Hernández también habla de la vecina ciudad de Texcoco, a la cual
ubica como más antigua que la mexicana, aunque confederada del imperio mexi-
cano en el pináculo de este. Calcula que vivían en ella 100.000 varones, si se
cuentan las aldeas y los pueblos, y que su lugar era “campestre, junto a la orilla
de la laguna, dentro del valle de las montañas mexicanas, distante de la ciudad de
México por el camino del lago sólo quince millas, y por el terrestre, treinta y cin-
co”. Su cielo era “clemente y saludable y de una temperatura dulce y admirable,
inclinándose un tanto, sin embargo, a fría y húmeda”, por lo que no padece las
enfermedades de la capital mexicana.
Las casas estaban diseminadas en todas direcciones, “separadas una de las otras,
y en gran parte situadas como las de los pueblos”; llama su atención el que los
texcocanos, “alrededor y cerca de cada una de ellas, hacen sementeras de todo
lo que es en primer lugar necesario para la vida”, de tal forma “que no creerías
ver ciudades, sino los huertos de las Hespérides y campos amenísimos que se
extienden a lo lejos”.
En la región se han introducido ya “manadas de ganado caballar y lanar y de ce-
reales indígenas y de los nuestros”, y se practica la “cacería de liebres, de ciervos
y de muchas clases de aves, de la mejor carne de cuadrúpedos”, y posee también
“fuentes de aguas limpidísimas y dulcísimas”. A juicio de Hernández, no son ri-
cos por carecer de minas de oro y de plata, en tanto que “dedican todo su tiempo
al comercio, a la agricultura, al ganado lanar y a otras cosas semejantes; sobre
todo los colonos españoles, los que son poco más o menos cien”.
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Apreció la grandeza de Texcoco por medio de “dos palacios reales de los cuales
quedan hoy vestigios”. Uno de ellos, dentro de la ciudad y junto a la plaza donde
se celebran los mercados que acostumbran los indios semanariamente. La cons-
trucción era admirable:
…por la amplitud de las aulas, por el número (como indican las ruinas y vestigios
de los antiguos edicios) de los patios y arquitrabes; por la rmeza de la obra, por
lo grande de las columnas y vigas, por la consistencia, esplendor y duración de los
pavimentos de cal y piedra tezontli y además por los terraplenes y fosos revestidos de
una y otra parte de piedra y para mayor solidez construidos en talud.
El otro se ubicaba en la ladera del monte Tetzcotonci, a unas millas de Texcoco,
muy semejante al precedente, pero “digno de verse por dos mil o más escalones
de piedra”.
Como buen médico, observa la salubridad de las casas de los príncipes y de los
varones, que se construían “de piedras con junturas apenas perceptibles, escul-
turas artísticas y de guijarros de varias formas a la fábrica amplia y muy bien
forticada con árboles y selvas ceñidas”.
El pensamiento de Francisco Hernández plasmado en estos capítulos de las Anti-
güedades de la Nueva España tiene una connotación hipocrática. La descripción
que hace de esas Antigüedades, en tanto ligadas a la historia moral, encuentra
fundamento en las lecciones que el médico griego brinda a sus alumnos; como
buen discípulo, la observación que hace de los lugares la basa en el mundo físico,
y con ello busca la relación con el lado humano, aunque descaradamente, en ideas
deterministas propias de la época y vigentes hasta nuestros días, particularmente
hacia el indio vivo, con el que le toca convivir; de ahí las pormenorizadas descrip-
ciones que hace de él, pero elogia, desde luego, al indio muerto; esto, en relación
con las ruinas admirables que le toca observar en Texcoco.
La observación, como un parámetro propio de la medicina del siglo XVI, le per-
mitió a Hernández acercarse a la relación entre el mundo natural y el moral,
partiendo también de la unidad cósmica: las partes que no pueden quedar aisla-
das, y, por lo mismo, es necesario cuanticarlas, con el n de comprender a las
sociedades que están siendo vistas. La observación, en términos hipocráticos,
implicaba desmenuzar las partes del mundo natural, pero no perder de vista su
manifestación en mundo moral. Esta conexión también ocupa aspectos que la
medicina hipocrática dictaba para las enfermedades, que eran vistas como un
desequilibrio cósmico.
Ese desequilibrio le permite señalar que los indios “son de naturaleza emática y
de paciencia insigne”, y lamenta la decadencia que sufrirán los españoles en estas
tierras, por lo que implora que “obedientes al cielo, no degeneren, hasta adoptar
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las costumbres de los indios”. El concepto de “enfermedad” en el ámbito cósmico
se manifestó en ese desequilibrio. Desde luego que no se puede hablar de “in-
dios enfermos”, pero sí podemos enfatizar que el ambiente no guardó esa mesura
con el hombre americano, y, por lo mismo, no fueron favorables las condiciones
para el bienestar humano. La historia de los hombres vista en el esquema de las
Antigüedades guarda la visión de un mundo natural al que no es posible superar.
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Fecha de recepción: 17 de julio de 2008
Fecha de aprobación: 25 de septiembre de 2008