Content uploaded by Juan Manuel Escudero Muñoz
Author content
All content in this area was uploaded by Juan Manuel Escudero Muñoz on Jun 10, 2015
Content may be subject to copyright.
19
RReessuummeenn::
En este artículo se analizan las relaciones entre una mejora democrática de la edu-
cación y la perspectiva de la corresponsabilidad entre los diferentes actores implicados.
Más en concreto, se ofrece una lectura de los contenidos y políticas de mejora a partir
de una ética de la justicia, ética crítica, ética del cuidado, ética de la profesionalidad y
ética comunitaria democrática. Precisamente desde esos referentes éticos, que a fin de
cuentas son expresiones de una moralidad cívica, se reclama la responsabilidad compar-
tida de los centros, las familias, la sociedad civil y los poderes públicos en la tarea de
garantizar a toda la ciudadanía una buena educación.
Palabras clave: mejora democrática de la educación, moralidad, virtudes cívicas, ética
de la justicia, profesionalidad, comunidad democrática, corresponsabilidad y mejora de
la educación.
AAbbssttrraacctt::Sharing Purposes and Responsibilities Intended to a Democratic Improvement in
Education
This article focuses on the relationships between a democratic improvement in edu-
cation and the perspective of a joint responsibility among the different agents involved
in this process. More precisely, it provides the reader with the improvement contents
and policies based on the Ethics of Justice, Critical Ethics, the Ethics of Caring, the
Ethics of Professionality and Democratic Community Ethics. It is from these ethical
referents, which are, after all, expressions denoting a civic morality, that the joint res-
ponsibility of educational establishments, families, society and public powers is deman-
ded so as to secure a good education quality to all citizens.
Key words: democratic improvement of education, morality, civic virtues, justice
ethics, professionalism, democratic community, shared responsibility, education impro-
vement.
Compartir propósitos y responsabilidades
para una mejora democrática de la educación
Juan M. Escudero Muñoz
Universidad de Murcia
Revista de Educación, 339 (2006), pp. 19-41
20
INTRODUCCIÓN
Hay tres aspectos que son centrales en la mejora de la educación. El primero está rela-
cionado con sus elementos constitutivos (finalidades y objetivos de aprendizaje preten-
didos, contenidos culturales seleccionados y organizados, experiencias pedagógicas,
relaciones y oportunidades, resultados o aprendizajes que logran los estudiantes) y un
determinado sistema de valores y principios a partir de los cuales sostenemos y justi-
ficamos que una determinada educación merece ser considerada mejor que otra u
otras diferentes. El segundo concierne a la postura que se adopte respecto a las per-
sonas (estudiantes en este caso) que son consideradas como sujetos del derecho a una
buena educación o, lo que es lo mismo, a quiénes debe o no serles garantizada. La
opción que se tome al respecto –un derecho de todos o solo de algunos– es decisiva.
Marcará en realidad una línea divisoria entre lo que se ha definido como una calidad
educativa restringida, selectiva, meritocrática y excluyente, o una buena educación
democrática, justa, como un derecho esencial de todos, incluyente (Escudero, 2002).
El tercero, por su parte, concierne a un amplio abanico de factores, condiciones y
dinámicas correspondientes a las políticas sociales y educativas en muy diversos pla-
nos y asuntos: los recursos materiales y humanos y su redistribución, la ordenación,
gestión y gobierno de la educación, el currículo, la enseñanza y la evaluación, el desa-
rrollo de capacidades institucionales y profesionales, y los esfuerzos y corresponsabi-
lidades entre diferentes actores sociales y educativos, dentro y fuera de los centros.
Aunque la descripción dada es bastante esquemática, creo que recoge de manera
adecuada algunas de las cuestiones más relevantes, todas ellas esenciales y al tiempo
complementarias. Sin la referencia a un modelo ideal, valioso y legítimo, no se puede
hablar de una educación mejor o peor y, desde luego, su concurso es insoslayable para
orientar las políticas, las responsabilidades y las prácticas. Tampoco un determinado
sistema de valores ofrece criterios para enjuiciar si determinadas decisiones y actua-
ciones son coherentes con los mismos y efectivas en el logro de los fines propuestos.
Por su parte, las políticas, decisiones y prácticas son imprescindibles, pues sin ellas los
mejores modelos y aspiraciones educativas no pasarán del terreno de las intenciones,
quedarán en simple retórica. Es más, tanto la política macro como micro es la plata-
forma en la que se apuesta por un modelo educativo, y en la que se concretan o no
voluntades y dinámicas que permitan llevarlo a la práctica. Es desde luego una deci-
sión eminentemente política, la relativa a si se persigue una mejora selectiva o demo-
crática de la educación. Por eso suele decirse que en materia de educación y su mejo-
ra no se pueden separar los contenidos de los procesos, los fines de los medios.
Aquí no pretendemos hablar de la mejora en abstracto ni de cualquier tipo de
educación. Queremos referirnos a una mejora democrática y, simultáneamente,
defender la perspectiva de la corresponsabilidad para que pueda existir tanto en el
terreno de las ideas y creencias, como en los compromisos y las prácticas concerta-
das entre diversos actores. Si queremos relacionar ambos aspectos es fundamental
explorar, discutir y justificar en qué consiste una buena educación, por qué ésta ha
de ser democrática y por qué, desde ese presupuesto, es procedente reclamar
21
corresponsabilidades. Si apelamos a su necesidad e incluso urgencia, sin precisar
para qué, por qué y sobre qué tipo de contenidos, estaríamos llamando a rebato
sobre un tema de indudable resonancia social y escolar, pero poco más.
En la actualidad se está convirtiendo en un lugar común expresar la necesidad
de compartir responsabilidades educativas. Es algo que pertenece al dominio de lo
obvio, del sentido común. Nuestros centros escolares están siendo sobrepasados
por muchos cambios sociales y se extiende la conciencia de que han de ser más y
mejor respaldados por otros agentes sociales que han de asumir sus propias respon-
sabilidades en la educación de los más niños y jóvenes (Waddock, 1999). El tema sin
embargo tiene muchas aristas y dificultades. No sería difícil demostrar con eviden-
cias cotidianas que, pese a ser de sentido común la corresponsabilidad en educa-
ción, nuestras escuelas y docentes siguen desempeñando su quehacer educativo
desde una notable soledad, sea necesaria, querida y buscada por ellos en algunos
extremos, o sea forzada e impuesta en otros.
El tema de la mejora de la educación, tan cargado de excelentes deseos y prome-
sas, como urgido por un sinfín de motivos, no las tiene todas consigo tampoco. Si nos
remitimos a la opinión pública, encontraremos tantas versiones y visiones de la edu-
cación que se necesita como personas. Y no digamos si echamos una mirada a los
«actores mediáticos» que, de tiempo en tiempo, tanto se preocupan por la falta de
calidad de la educación. Si buscamos actitudes y comportamientos efectivos de res-
paldo a la educación por parte de las familias y otros agentes sociales –una cuestión
cuya deseabilidad nadie discute– no es extraño tener que concluir que, en las vidas
tan ajetreadas que tenemos, no contamos con tiempo disponible ni, tal vez, claridad
de propósitos y tareas significativas a las que aplicarlos. La distancia entre la cultu-
ra de algunas familias y la de la escuela representa un obstáculo importante para el
éxito escolar de muchos estudiantes. La presencia creciente de las nuevas tecnologí-
as en la vida de las nuevas generaciones supone, al lado de un abanico impresionan-
te de posibilidades, un espacio socializador que está poniendo en jaque no ya tan
sólo ciertos contenidos y metodologías escolares, sino la conexión de la educación
con el universo simbólico de nuestros estudiantes, sus referentes morales y sus patro-
nes de acceso y construcción de conocimiento. Ése sí que es un terreno, espinoso
donde los haya, sobre el que habríamos de replantear tareas y corresponsabilidad.
En la literatura especializada sobre las reformas educativas, además de versiones
y propuestas diversas sobre la mejora, hay un lamento que no cesa. Una y otra vez
se constata la existencia de una fractura manifiesta entre, de una parte, todo lo que
sabemos que habría que hacer y en lo que deberíamos concretar nuestros esfuer-
zos por mejorar la educación y, de otra, las políticas, compromisos y prácticas que
efectivamente disponemos para dicho empeño. Estamos suficientemente advertidos
acerca de qué cosas habría que hacer y cuáles evitar, pero muchos sistemas escola-
res, centros, comunidades y sociedades parecen empeñados en tropezar una y otra
vez con las mismas piedras, cometer grandes omisiones o, en ocasiones, buscar sali-
das falsas. No es fácil desde luego responder a la cuestión de por qué, en educación,
22
no hacemos las cosas que sabemos que deberíamos hacer tanto dentro como fuera
de nuestras escuelas. Es bastante paradójico reconocer que cada día se ensalza más
el valor social y personal de la educación y observar que simultáneamente se ensan-
cha la brecha entre el mundo de la escuela y el de la calle.
Al querer dar cuenta de la distancia que existe entre lo que pensamos y hacemos,
entre las teorías, las intenciones y las prácticas, es usual recurrir a una explicación
contundente. La mejora de la educación –se dice– es un asunto extremadamente
complejo. Son muchos los factores que inciden en nuestros estudiantes, y muchos de
ellos están más allá de lo que los centros pueden controlar y gobernar. Desde un
punto de vista ideológico, las ideas y medidas para mejorar la educación constituyen
motivos de discordancia y confrontación. Los intereses sociales y políticos son hete-
rogéneos, así como múltiples y contradictorias las demandas remitidas a las escuelas.
De manera que, al cruzarse en la educación tantas influencias y actores, el gobierno
razonablemente exitoso de los afanes de mejora, suele ser realmente complicado.
Algunas de esas influencias residen en la esfera de las fuerzas más poderosas y sus
políticas. Otras, aunque menos poderosas, más personales y cotidianas, también dis-
ponen de espacios propios de poder y actuación para dejar improntas decisivas sobre
qué educación se ofrece, cómo y con qué resultados. Si todas las fuerzas sociales, polí-
ticas y personales se conciertan y concentran debidamente en lo que valga la pena,
los objetivos y sueños, por ambiciosos que sean, llegarán a alcanzarse. En caso con-
trario, ni siquiera se lograrán los objetivos más elementales, los problemas se acrecen-
tarán y no será difícil que se quiebren compromisos o que surja el desencanto.
Los niveles de complejidad, controversia y difícil gobierno son todavía superio-
res, cuando lo que queremos proponernos es una mejora democrática de la educa-
ción. Una mejora a lograr con todos los estudiantes, a lo largo y ancho de todo el
sistema escolar y todos los centros, sean cuales fueren sus contextos sociales y rea-
lidades personales. El valor de la mejora y la calidad tiene mucho eco en la socie-
dad y la cultura actuales, pero, a la hora de la verdad, las fuerzas más poderosas que
lo enarbolan fruncen el ceño si lo que se plantea es el objetivo de crear una buena
educación para todo el mundo. De manera que, aunque se han cubierto algunos
tramos importantes del camino, esa aspiración sigue perteneciendo todavía al reino
de las mejores utopías sociales, culturales y educativas, todavía por realizar. No es
una realidad de este mundo ni, por lo que parece, el mundo que se está construyen-
do da muestras de querer incluirla en un lugar preferente de su agenda de priori-
dades. Así y todo no nos vamos a centrar aquí en describir lo que pasa, sino en
recordar, una vez más, algunas de las cosas que deberían ocurrir, por qué habría-
mos de hacerlo y cómo. En suma, lo que nos proponemos es ofrecer algunas consi-
deraciones sobre lo que debería ser una buena educación, sobre algunos de los
referentes éticos que es preciso tomar en consideración para definir una mejora
democrática, y poner a su disposición las responsabilidades pertinentes. En los
apartados siguientes hablaremos de la mejora de la educación –en su acepción sus-
tantiva y política (compromisos, decisiones y prácticas)– como un bien común que
23
concierne a todos. Un bien que se ha de asumir y perseguir, en esencia, por razo-
nes y motivos éticos, por imperativos de moralidad cívica. Sucesivamente incidire-
mos en el significado e implicaciones de una concepción de la mejora vinculada a
diversas éticas –justicia, crítica, cuidado, profesionalidad– en tanto que imperati-
vos morales asumidos en el seno de «comunidades educativas democráticas» abier-
tas a toda la ciudadanía. Para evitar algún posible malentendido –sobre todo en
tiempos con tendencia a hacer del llamado tercer sector un pretexto para la ausen-
cia injustificable de los poderes públicos– terminaremos recordando que a ellos
también les siguen tocando sus propias e intransferibles responsabilidades, por más
que hayan de situarlas en un nuevo escenario de corresponsabilidad.
LA MEJORA DEMOCRÁTICA DE LA EDUCACIÓN COMO UNA CUESTIÓN DE
MORALIDAD CÍVICA
Solo desde un discurso que justifique y legitime diversas esferas públicas como
espacios sociales responsables de la provisión efectiva de bienes comunes a toda la
ciudadanía, es posible exigir las responsabilidades que los poderes públicos, las ins-
tituciones, los profesionales y la ciudadanía en general han de compartir. Una de
las esferas políticas e institucionales más relevante es la representada por el siste-
ma educativo en su conjunto. Más en concreto, por la red de centros y profesiona-
les que constituyen la educación pública. Como un espacio de provisión del bien
público de la educación, está formalmente constituido en distintos niveles, desde
la política e instituciones nacionales a las autonómicas, dentro de las que, a su vez,
hay otras todavía más próximas a la ciudadanía, como los centros, las zonas o distri-
tos escolares y los diferentes servicios sociales.
Elaborar un tipo de argumentos que redunde en la idea de que todos esos espa-
cios han de velar por la mejora del bien común que es la educación y responsabili-
zarse de proveerlo según valores y principios democráticos, es algo necesario al
menos para dos propósitos. En primer término, para sostener palabras y discursos
que han de seguir recordando, defendiendo y actualizando ideales educativos que
la voracidad cambiante de los tiempos corrientes tienden a usar con la misma faci-
lidad que desechan. Sin tales discursos, los bienes comunes encontrarán problemas
de supervivencia añadidos a los ya bien conocidos. En la cultura de la individuali-
zación, fragmentación y des-socialización (Bauman, 2001; Touraine, 2005), los len-
guajes y argumentos en defensa de lo público tienen que hacer acto de presencia
en nuestro universo social y simbólico. En caso contrario, no sólo puede suceder
que los bienes colectivos y sus instituciones sufran erosiones, sino que incluso lle-
guen a salir de la escena de lo que consideremos valioso y que es preciso seguir
buscando. En segundo lugar, parece evidente que lo público –en particular la edu-
cación pública– sólo podrá ser un espacio social y democrático real, coherente y
digno, con la fortaleza, la vitalidad, el reconocimiento y los respaldos que exigen sus
cometidos, si, desde la Administración y sus servicios hasta los centros y los docentes,
24
las familias y la comunidad se exige el cumplimiento aceptable de derechos, sin
olvidarnos de asumir al tiempo, deberes, compromisos y responsabilidades por
unos y otros de forma integrada, coordinada, en definitiva, desde una perspectiva
de la corresponsabilidad. Sólo de ese modo será posible, tal vez, recuperar, recons-
truir y llenar de contenido y posibilidad un proyecto social y educativo efectiva-
mente vertebrado en torno a la utopía de perseguir una buena educación para
todos, de calidad, justa e incluyente.
Al igual que la democracia política, el sostenimiento y la revitalización de la edu-
cación pública y democrática requiere, además de un entramado de leyes y estruc-
turas formales acordes, también valores interiorizados, deberes y responsabilidades
practicadas, virtudes institucionales, profesionales y ciudadanas, en suma, morali-
dad cívica. En el prólogo a un libro reciente que lleva por título Democracia y virtu-
des cívicas, su coordinador, Cerezo Galán (2005, pp. 12 y 14), ha escrito, refiriéndo-
se explícitamente a nuestro país, lo siguiente:
La democracia está establecida como un régimen político a la altura de nues-
tro tiempo y con un alto rendimiento en la pacificación de la convivencia, pero
hay escasa conciencia de que se trata de una forma de vida moral, que lleva apa-
rejados, además de derechos, deberes y responsabilidades muy exigentes.
Algo más abajo, para precisar el sentido de esa vida moral a la que se refiere en
la cita anterior, sigue escribiendo:
La moral cívica es la moral del «civis» o ciudadano, y abarca tanto el compor-
tamiento propiamente intersubjetivo, pero con alcance social, como aquel otro
que se produce en la esfera de lo público institucional.
Aunque el autor tiene una mirada mucho más amplia que la que corresponde al
sistema educativo e instituciones escolares en particular, se puede decir de nues-
tros centros algo similar. Tras la restauración democrática se ha ido creando un sis-
tema educativo a la altura de los tiempos, particularmente en lo que se refiere al
acceso y permanencia de todos nuestros niños y jóvenes durante más tiempo en las
escuelas. Ha sido, qué duda cabe, la conquista apreciable de un derecho social bási-
co que, dicho sea de paso, logramos satisfacer con bastante retraso en comparación
con otros países de nuestro entorno. Podemos presumir de un sistema que respon-
de de modo aceptable a criterios formales de democratización de la educación,
pero no tanto de su reconocimiento público y social, con los respaldos y lealtades
que son inexcusables. No está tan claro si en nuestro trayecto democrático en mate-
ria de educación, en la actualidad y en el futuro previsible, tienen vigor y extensión
los valores y las exigencias de una verdadera y efectiva democracia educativa, o si
hemos interiorizado y practicamos la moralidad cívica y las virtudes que conlleva y
que son precisas para garantizar a todos el bien común de una buena educación.
25
Ésta es, por lo tanto, nuestra gran cuestión nacional en materia educativa en la
actualidad y probablemente lo va a seguir siendo en el futuro.
El balance que puede hacerse de nuestros progresos o estancamientos en mate-
ria de democratización escolar y mejora educativa habría de ser ponderado. Lo que
está fuera de toda duda a mi entender, es que o vinculamos los retos educativos
pendientes a los imperativos de una moralidad cívica, que tenga presencia en las
ideas y sea trasladada por nuestras instituciones y ciudadanía a ciertos comporta-
mientos y prácticas (virtudes cívicas), o la escuela pública perderá, como dice
Postman (2002), su alma constitutiva. Este riesgo puede estar ahí, incluso en el caso
de que nuestro sistema educativo y nuestras escuelas respondan a criterios de la
legalidad democrática, cuestión ésta que, por lo demás, podría ser hasta discutible
en determinados extremos que tenemos la ocasión de observar a diario.
Algunas de las cuestiones que surgen de las consideraciones previas son las
siguientes: ¿qué significa entender la mejora de la educación en clave de morali-
dad cívica? ¿sobre qué tipo de contenidos y procesos han de proyectarse virtu-
des profesionales y cívicas? ¿de qué sujetos cabe exigir la asunción de ciertas cre-
encias e ideas, el compromiso de trasladarlas a responsabilidades que han de
coordinarse con las de los demás?
DOMINIOS Y CRITERIOS PARA LA MEJORA DE LA EDUCACIÓN COMO
EXPRESIÓN DE UNA MORALIDAD CÍVICA
Situar la discusión acerca de la mejora de la educación en ese marco de referencia
y responsabilidades, lleva a sostener sin reservas que tanto la educación como los
esfuerzos y dinámicas que se apliquen para mejorarla, pueden y deben ser valora-
dos, establecidos y reclamados en razón de ciertos criterios éticos. No procede des-
conocer la realidad de las situaciones en curso, así como tampoco las fuerzas que
puedan estar en contra de cambiarlas. Cuando se pone el énfasis, sin embargo, en
los principios y referentes éticos, la mirada se fija más en la transformación de la
realidad que en la mera descripción.
No es raro encontrar análisis y discursos sobre la educación y los centros, la
escuela pública, los cambios, las reformas, la renovación pedagógica, en suma, la
mejora escolar, que encaran estas cuestiones bajo el prisma de los derechos de la
ciudadanía, la justicia y la ética (Goolad y McMannon, 1997; Gimeno, 2001;
Escudero, 2002, 2003, 2005a; Bolívar, 2004; Meirieu, 2004; Dubet, 2005, entre
otros muchos). Por la relevancia y el significado humano y social de la educación,
ese marco de referencia es ineludible. No siempre se pone el acento debido en el
concierto necesario que ha de establecerse entre derechos, deberes y responsabili-
dades. En educación, por razones que sería prolijo explicar, caemos con frecuencia
en reclamaciones legítimas de derechos (por los alumnos, familias, docentes, etc.) y
dejamos aparcada la cara de los deberes. Si asumimos la osadía de reclamar el prin-
cipio de la moralidad cívica a lo largo y ancho de la educación y su mejora, tenemos
26
que precisar como es debido las dos cuestiones de fondo que venimos conside-
rando: en qué debe consistir una educación para que pueda ser considera buena
desde un punto de vista ético, y qué responsabilidades o virtudes cívicas han de
ser asumidas por los distintos actores y con qué criterios. Al explorarlas a conti-
nuación, nos vamos a referir a un conjunto de virtudes cívicas como la justicia,
la denuncia y la crítica, la profesionalidad y la esperanza, el sentido de la alteri-
dad y el respeto constructivo al otro, la responsabilidad y la solidaridad. Son
algunas de las que corresponden a la idea de moralidad cívica, tal y como apare-
ce, entre otra muchas referencias, en el texto ya citado de Cerezo Galán (2005).
Aquí vamos a ofrecer una conexión de las mismas con la mejora democrática de
la educación.
Una de las aportaciones más integradora y explícita que conozco para hacer una
lectura ética del gobierno de los centros públicos ha sido elaborada por Furam
(2004). Aunque su intención específica es proponer un marco de referencia para la
Administración escolar y el liderazgo democrático dentro de los sistemas escolares,
apunta una serie de principios éticos que son pertinentes con el tema que aquí nos
ocupa. También, como hemos hecho en otro caso (Escudero, en prensa), constitu-
yen un marco de referencia para responder a la cuestión de qué tipo de docente y
de formación exige una educación de calidad para todos, asunto que, desde luego,
es imprescindible en cualquier acercamiento a la mejora.
En concreto, la autora citada nos ayuda a precisar el significado e implicacio-
nes de la moralidad cívica argumentando la necesidad de tomar en cuenta distin-
tas éticas complementarias: una ética de la justicia, una ética de la crítica, una
ética de la profesionalidad, una ética del cuidado personal y una ética comunita-
ria democrática.
Un par de precisiones previas. Primera, que cabe entender la ética en este con-
texto con una doble acepción: a) como un conjunto de principios guía del razona-
miento moral a la hora de tomar decisiones en situaciones en que hay que afrontar
cuestiones dilemáticas (por ejemplo, una buena educación selectiva o una demo-
crática); b) como algo que informe las percepciones, las creencias, el carácter y las
virtudes, que es lo mismo que decir la vida moral en una determinada situación,
actividad o práctica social. De modo que la ética de la mejora cubre un doble fren-
te, el de las ideas y creencias y el de los compromisos y las prácticas. Segunda, que,
de acuerdo con la propuesta de Furam (2004), puede atribuírsele a la ética comu-
nitaria democrática un lugar central: es la expresión propia de ciertas virtudes cívi-
cas y, simultáneamente, un espacio compartido –si se quiere, institucional y colec-
tivo, no individual– donde las restantes éticas han de validarse, comprometerse y
ser debidamente articuladas. La propuesta que vamos a comentar se representa en
la Figura I.
27
FIGURA I
Veamos, pues, qué nos ofrece cada una de esas éticas para definir los conteni-
dos, los procesos y las responsabilidades de la mejora de la educación.
MEJORA DE LA EDUCACIÓN Y ÉTICA DE LA JUSTICIA
Una buena educación que al mismo tiempo sea justa implica el objetivo de que
todos los estudiantes, en su paso por la escuela, adquieran aquellos aprendizajes
considerados esenciales para poder desenvolverse en la vida y llevarla con dignidad,
así como que la educación sea considerada una de las necesidades básicas de todas
las personas. Contar con una buena educación y poder aprender es, por lo tanto,
un derecho básico que cualquier sociedad buena ha de reconocer y garantizar
como tal a toda la ciudadanía, haciendo lo que sea menester para ello. En sentido
fuerte, ese derecho adquiere un valor singular en la escolaridad obligatoria donde
ha de garantizarse a todos un currículo básico y común, que no de mínimos. De este
modo, la mejora de la educación no puede limitarse sólo a garantizar el acceso y la
permanencia en los centros, sino que ha de consistir en la provisión de oportuni-
dades efectivas para que todos y cada uno de los y las estudiantes logren los apren-
dizajes necesarios para estar en condiciones –capacitados diría Sen (2001)– de ele-
gir y proseguir trayectos posteriores de formación y desarrollo, en los que, sobre
una base educativa sólida, ya entrarán en juego otros criterios como la diferencia-
ción, las opciones personales, los intereses y las propias habilidades y motivaciones.
En la actualidad, los aprendizajes básicos son más amplios que antaño, más integra-
les (conocimientos, capacidades, desarrollo personal y social) y requieren, por lo
tanto, mejores contenidos, metodologías más acordes con lo que sabemos sobre el
aprendizaje escolar, un mejor reconocimiento de la diversidad, relaciones sociales
28
y personales más cálidas al tiempo que exigentes, resultados no estandarizados pero
sí equivalentes en su valor y en las ventanas que abran a la formación de por vida.
Aunque represente un reto titánico por conseguir, seguramente también titánico de
cara a su interiorización en las creencias, la mejora de la que estamos hablando no
tiene que hacerse depender, por principio, de las capacidades, intereses y motiva-
ciones que llevan consigo, desarrollan o pierden los estudiantes al entrar y perma-
necer en la escuela. Aunque también a ellos les corresponde la responsabilidad de
formarse y aprender, una institución que quiera ser justa y garantizar el bien común
de la educación, tiene que trabajar sobre el principio de ampliar capacidades y
hacer las cosas de tal modo que surjan y se cultiven los intereses y motivaciones allí
donde no existan (Meirieu, 2005).
Aunque este tipo de discurso y exigencias éticas de justicia puedan parecer extra-
ñas, deben estar avaladas por razones poderosas. En reformas que están en curso en
diferentes países con gobiernos de signos políticos distintos, se declara entre sus
propósitos «Que nadie se quede fuera» (EEUU), «El éxito de todos los alumnos en la
Escuela» (Francia), o «Una calidad para todos», como es en nuestro caso.
La mejora sustantiva de la educación, por lo tanto, es democrática y justa, o
no será una mejora que merezca tal nombre según estos criterios éticos elemen-
tales de justicia. La moralidad cívica precisa para ello tiene que expresarse a tra-
vés de ciertas virtudes cívicas que han de ser compartidas por las instituciones
educativas y sus profesionales, por las políticas y la Administración de la educa-
ción, las familias, los servicios sociales y la sociedad civil (asociaciones, redes en
sus distintas formas y espacios, fuerzas sociales y económicas). El establecimien-
to de las leyes que gobiernen la educación y sus respaldos sociales, políticos y
económicos, el diseño de un currículo que responda debidamente al rigor cultu-
ral y a la relevancia formativa, la gestión de los centros o las relaciones pedagó-
gicas dentro de las aulas, así como la participación de las familias y del resto de
la sociedad civil en la educación, serán otros tantos ámbitos en lo que debieran
regir criterios éticos de justicia. Tanto las creencias como las políticas y las prác-
ticas, por razones de justicia, debieran encarnar la fortaleza moral suficiente y
precisa para que el orden social y escolar no refleje estructuras, decisiones y
mecanismos que excluyan a algunos del bien básico de la buena educación.
He aquí, pues, un primer imperativo moral para los docentes, también para los
profesionales del asesoramiento o la inspección de la educación, así como para las
instituciones escolares. La disposición a revisar y, cuando sea preciso, reconstruir
la cultura institucional de los centros, sus estructuras, relaciones y procesos, inclui-
da la dirección y el liderazgo, la responsabilidad y la «responsabilización» (Del Águi-
la, 2005) habrían de ser cuestiones no ya gerenciales, sino, en esencia, imperativos
éticos constitutivos de una mejora justa de la educación. De la sociedad civil y las
familias, así como también de las fuerzas sociales, políticas y económicas, incluyen-
do singularmente las más poderosas, la ética de la justicia reclama una disposición
a defender esos propósitos y actuar en consecuencia.
29
Casi es innecesario recordar que los discursos y declaraciones son insuficientes
para promover un determinado tipo de mejora. Pero, así y todo, son necesarios. Y
todavía más, si valores y principios éticos como los comentados no resultan letra
muerta, sino que anidan en palabras sentidas y en creencias imprescindibles para
movilizar actuaciones y comportamientos. El reto que la ética de la justicia nos
plantea es integrar sus dos caras antes comentadas, como principios guía y como
prácticas y formas de vida consecuentes. Ambos aspectos han de circular por la red
de responsabilidades compartidas que son necesarias.
MEJORA DE LA EDUCACIÓN Y ÉTICA DEL CUIDADO
Una ética del cuidado comporta la virtud cívica de poner a otros, a sujetos concre-
tos y singulares, en el centro de las propias decisiones y prácticas, hacerse cargo de
ellos, asumir responsabilidades de sus destinos y proveerles, centrándonos en nues-
tro tema, con el bien común de la educación, tomando en consideración la singu-
laridad de cada uno, su diversidad, sea del género que fuere, con sus fortalezas y sus
necesidades. Bauman (2001), en línea con una tradición ética bien reconocida,
hace de la alteridad, del sentido del otro, del reconocimiento de dependencias y la
responsabilidad en relación con el prójimo, el germen básico de la ética. La prime-
ra manifestación de lo contrario, de una sociedad o aquellos de sus miembros que
se desentienden de los demás fue, dice él, la actitud de desentendimiento que Caín
adoptó cuando se le pidió cuenta de lo que había hecho con su hermano.
Para las instituciones y profesionales legalmente habilitados por la sociedad
para la gestión de bienes públicos, la ética del cuidado tiene mensajes claros y exi-
gentes. Requiere dar un paso que vaya más allá de tener que ajustar sus actuacio-
nes a un contrato legal, aunque, desde luego, no lo desprecia. Irradia además, como
bien lo expresa Cortina, la convicción y el compromiso de actuar según «un contra-
to moral, nacido del reconocimiento de la dignidad de las personas» (Cortina, 2005,
p. 374). Comporta el reconocimiento de los estudiantes, de «su valor intrínseco, de
forma que las relaciones que se establezcan con ellos estén fundadas en virtudes
como el cuidado, el respeto y el amor» (Furam, 2004, p. 219).
La mejora como ética del cuidado no se conforma sólo con una justicia que garanti-
ce igualdad de oportunidades, sino que reclama una justicia equitativa que se haga
cargo de las necesidades singulares de cada estudiante y se esfuerce en disponer las res-
puestas necesarias a sus necesidades (Bolívar, 2004; Dubet, 2005). Exige, como recor-
dábamos antes, no sólo que se tomen en consideración las realidades sociales y perso-
nales de cada estudiante, sino también, y sobre todo, crear y expandir capacidades y
motivaciones donde no las haya. De ese modo, la integración de la ética de la justicia y
el cuidado es uno de los mejores anclajes educativos para promover políticas activas que
combatan la exclusión educativa y la atención responsable a los más desfavorecidos.
La ética del cuidado exige de las instituciones, de los profesionales y de otros
actores sociales una moralidad cívica donde ocupe su lugar propio la solidaridad
30
(Vargas Machuca, 2005). Las distintas modalidades de personalización y apoyo ten-
dentes a fortalecer los vínculos entre profesores y alumnos dentro de los centros, la
creación de entornos de enseñanza y aprendizaje donde las relaciones sostenidas
sean coherentes con los principios y las formas de vida democrática trasladadas al
plano de lo cotidiano, pueden ser otras tantas manifestaciones de esta faceta de la
mejora. Asimismo, la creación de redes sociales, proyectos municipales como muchos
de los que se están promoviendo bajo la advocación de proyectos educativos de ciu-
dad, la creación de servicios sociales integrales y bien coordinados, pueden ser expre-
siones positivas de esta ética del cuidado que, en esos términos, viene a ser una buena
muestra de lo que significa la idea de compartir responsabilidades en asuntos que
conciernen tanto a principios generales, como a las relaciones y prácticas cotidianas.
Los centros, las aulas, las relaciones de la escuela con las familias y con otros agentes
(asesores, formadores, inspectores, etc.), realmente inspirados por la ética del cuida-
do, habrán de ser espacios y modelos de vida en común más cálidos y acogedores, tan
preocupados por enseñar y exigir lo que sea preciso, como sensibles a su conexión y
sentido con la vida personal y social de cada estudiante, no para quedarse en ella sino
para contribuir a que se expanda y crezca. La mejora no puede ser, entonces, un asun-
to de gestión fría ni de profesionales que pongan en primer lugar su condición de fun-
cionarios, olvidándose de la faceta más humana, personal y moral de sus actuaciones.
Someter a los centros, al currículo, al profesorado y a los estudiantes a fórmulas rígi-
das e inflexibles de administración, es algo que vulnera el establecimiento de relacio-
nes de confianza, respeto y responsabilidad acordes con una ética del cuidado, que
también ha de regir los vínculos entre las administraciones y las instituciones educa-
tivas. Pero, lo mismo que una ética del cuidado no ampara ningún género de paterna-
lismo hacia los estudiantes, ni invita a que nos olvidemos de ciertas virtudes cívicas
que les son exigibles (esfuerzo, perseverancia, respeto a los otros, incluidos sus profe-
sores, responsabilidad), una buena interpretación de la misma en lo que atañe a las
relaciones entre Administración, centros y docentes ha de significar algo bien dife-
rente al
laissez-faire,
a mirar hacia otro lado, a la ausencia de las rendiciones de cuen-
tas precisas y bidireccionales (Sirotnik, 2002). En resumidas cuentas, la ética del cui-
dado tiene muchos mensajes para las instituciones, la Administración, los estudiantes
y, desde luego, también para las familias y la sociedad en su conjunto, cuyas tareas
pendientes en materia de cuidado, respeto y consideración de sus maestros o profe-
sores no precisan demasiados argumentos en su defensa.
MEJORA DE LA EDUCACIÓN Y ÉTICA DE LA CRÍTICA
La mejora sería una fantasía fuera de lugar, si las dimensiones propias de la ética de
la justicia y el cuidado no fueran acompañadas de una
ética de la crítica.
Su apor-
tación sustancial es la denuncia y el cuestionamiento de situaciones educativas
injustas, despersonalizadas, atentatorias contra la dignidad de los estudiantes o de
otros protagonistas educativos, irresponsables, frías o carentes del sentido de aco-
gida y solidaridad.
31
Desde este referente ético, han de ser comprendidos, sacados a la luz y denun-
ciados los factores y dinámicas sociales y educativas que fabrican la privación de
una buena educación. Ya se trate de formas de exclusión en sentido fuerte (cada
vez, por fortuna, menos frecuente en las sociedades democráticas, al garantizar a
todos el acceso y permanencia en el bien público de la educación) o de otras for-
mas y dinámicas más sutiles que provocan exclusiones quizás atenuadas, pero que
dejan fuera de la buena educación a contingentes importantes de estudiantes y
familias, a centros o a comunidades y barrios.
Al recabar datos, sacarlos a la luz y denunciar lo que proceda, la ética de la crí-
tica aporta a la mejora una contribución fundamental y fundamentada: que no sea
sólo una proyección idealizada hacia el futuro, hacia la utopía, sino también un
reconocimiento, comprensión y cuestionamiento del suelo que estamos pisando,
pues eso es una condición necesaria para cualquier propósito transformador.
La ética de la justicia, del cuidado y de la crítica bien armonizadas son esenciales
para armar las políticas escolares y sociales destinadas a combatir la exclusión o los ries-
gos de llegar a ella (Escudero, 2005b). Justifican y nutren ciertas virtudes cívicas. Por
ejemplo, asumir el compromiso de no mirar para otro lado allí donde se esté vulneran-
do el derecho básico a la educación; denunciar factores y dinámicas políticas, sociales
y educativas de exclusión y discriminación en contextos globales y locales; denunciar la
inmoralidad de los guetos sociales y escolares, urgiendo medidas de lucha contra la dua-
lización escolar y educativa; persistir en la creación de discursos que, sin dejar de lado
los esfuerzos y la condición de los estudiantes como actores de sus destinos personales
y escolares, desvelen que una parte sustancial de sus éxitos o fracasos está fuertemente
construida por un orden escolar, y también social, que no son inapelables, sino el resul-
tado, calculado o no, de fuerzas e intereses que dejan de lado el bien común.
MEJORA DE LA EDUCACIÓN Y ÉTICA DE LA PROFESIONALIDAD
Si la ética de la justicia y el cuidado confieren contenidos, orientación y destino a
la mejora de la educación, y la de la crítica desvela cómo y por qué se produce la
realidad que estamos pisando, la ética de la profesionalidad incide de lleno en las
capacidades y las responsabilidades que han de poseer los profesionales al desem-
peñar su trabajo, sobre todo aquellos que lo hacen en instituciones que velan por
los intereses comunes.
Al referirse a esta ética específica, Furam (2004, p. 219), pensando en los docen-
tes, la cifra en el «imperativo moral de servir lo mejor posible a los estudiantes».
Implica asumir códigos éticos en el ejercicio profesional que habrían de incluir
tanto los demás referentes morales que estamos comentando, como los conoci-
mientos, capacidades y compromisos profesionales para ejercer con eficacia, rigor
y consistencia la propia práctica. A la ética de la profesionalidad corresponden, asi-
mismo, las decisiones y actuaciones que se lleven a cabo, así como también la adqui-
sición y el desarrollo de las bases de conocimiento y el dominio de capacidades para
32
tomarlas. Por ello, la preparación y el buen ejercicio de la profesión no son tan sólo
unas cuestiones técnicas o un aditamento discrecional, una vez que se han superado
los requisitos establecidos para el acceso a ella. Es una cuestión ética, algo a plantear
en claves de moralidad cívica, de virtudes cívicas. Adela Cortina habla precisamente
de la profesionalidad como una de las virtudes cívicas que son imprescindibles en un
sistema democrático que quiera garantizar con eficacia los bienes comunes.
La profesionalidad es una virtud moral indispensable para que una sociedad
funcione de acuerdo con la dignidad humana que es a lo que debería tender una
buena sociedad, una sociedad democrática (Cortina, 2005, p. 362).
Exige de los profesionales conocimientos, capacidades y responsabilidad que, como
ingredientes de carácter, conformen y sostengan el desempeño profesional habitual.
Como las demás virtudes, requiere esfuerzo, persistencia, búsqueda de la excelencia en
el trabajo bien hecho, actualización permanente de las propias metodologías , así como
apertura para revisar y mejorar los objetivos y tareas, de modo que puedan garantizar-
se con éxito razonable el encargo que la sociedad les hace (proveer bienes comunes) y
por los que, a su vez, les ha de valorar como es debido, reconocer, incentivar y respal-
dar. La profesionalidad, insiste la autora, debe ser asumida como un rasgo ético, en sí
mismo valioso. De quienes la ejerzan cabe reclamar que pongan por delante de cual-
quier forma de corporativismo los intereses de los ciudadanos, que sean honestos y efi-
caces hasta el punto de infundir credibilidad y confianza social. Pero, también en este
terreno, la idea de las corresponsabilidades es digna de mención. A la sociedad, a la
Administración, a los servicios de asesoramiento, formación o inspección, les corres-
ponde proveer condiciones y reconocimiento que contribuyan a que el buen ejercicio
profesional no tenga que situarse en el plano de la heroicidad. La perspectiva de la
corresponsabilidad ofrece coberturas sustantivas para reclamar también una ética de
la profesionalidad a los administradores y otros profesionales ya mencionados, así
como sensibilidad y compromisos suficientes a las familias, a las redes sociales o profe-
sionales y a otros servicios sociales y municipales; han de aportar lo que es preciso para
que los docentes realicen su profesión en condiciones materiales y sociales favorables,
hasta el punto de que quienes se esfuercen en encarar éticamente la enseñanza pue-
dan sentirse realizados en esta profesión y ser razonablemente felices al ejercerla.
Esta virtud que cabe exigir a los profesionales de la educación es un ingredien-
te también esencial de la moralidad cívica que se precisa para que sea posible una
mejora democrática inspirada por la ética de la justicia y del cuidado.
Y, así como la virtud de la profesionalidad es una contribución ineludible al hacer el
camino de la mejora democrática de la educación, la corrupción profesional (en el sen-
tido de no virtud, entiéndase bien) es, seguramente, una piedra pesada en el camino.
La corrupción de las actividades profesionales se produce cuando los que par-
ticipan en ellas no las aprecian en sí mismas, porque no valoran su bien interno
33
y las realizan exclusivamente por los bienes externos que por medio de ellas se
pueden conseguir (Cortina, 2005, p. 373)
Es decir, cuando se ejerce la profesión más que nada como una forma de ganar-
se la vida, no se cree en el valor de la educación como un derecho de las personas,
o se arroja la toalla refugiándose en la cultura del lamento y la impotencia, la vir-
tud de la profesionalidad se debilita o, acaso, puede llegar a desaparecer.
El mejor antídoto contra los déficit de esta virtud –garantizadas las condiciones
justas y dignas que han de respaldar a los docentes– es su formación y desarrollo
profesional; antes de entrar en la profesión y durante el tiempo de su permanencia
en ella. Podemos entenderla como un resorte y un conjunto de oportunidades para
generar y fortalecer el carácter profesional, para expandirlo y desarrollarlo. Si la for-
mación del profesorado es relevante y de calidad, –no pasemos por alto que tam-
bién procede exigir esta virtud a quienes trabajan en las instituciones de formación
inicial y permanente del profesorado o en otros servicios de apoyo e inspección–,
podrá ser una oportunidad para crear capacidades, libertad de acción, autonomía.
Todo ello tiene mucho que ver con el cultivo de la virtud de la esperanza, que es la
virtud que mejor puede ayudar a resistir aquellas situaciones en las que lo más fácil
sería caer en la tentación de tirar la toalla y refugiarse equivocadamente en los bra-
zos de la impotencia (Escudero, en prensa).
Como las virtudes de que estamos hablando deben ser, además de personales,
institucionales, la profesionalidad en particular también concierne a los centros
como instituciones pues dentro de ellos, como un todo, se dilucidan aspectos
esenciales de la mejora democrática de la educación. Bajo este prisma, el tan
reclamado gobierno y desarrollo de los centros escolares como organizaciones
que aprenden (con metas valiosas compartidas acerca del aprendizaje de los
estudiantes, colaboración estrecha y efectiva, indagación, rendición de cuentas y
apoyo mutuo) no consistiría tan sólo en condiciones y procesos institucionales
para gestionar la mejora de la educación, sino también en ámbitos concretos de
moralidad cívica exigible a las organizaciones que deben ser competentes en
hacer bien su trabajo al servicio de causas justas. De ahí emana que la dirección
de los centros, las estructuras escolares, las relaciones y los procesos que ocurran
dentro de ellas hayan de asumir sus propias lecciones a partir de la ética de la
profesionalidad. A los centros les exige alguna contribución sustantiva a suturar
en cierta medida, por mínima que sea , esa brecha que persiste entre lo que deci-
mos que habría de ser una escuela que persigue la mejora democrática de la edu-
cación y lo que seguimos haciendo al margen de ese referente moral. Pero, a fin
de cuentas, nada de lo que se está comentando es novedoso. Lo que sí supone,
creo yo, es situar muchas de las cosas que sabemos y hacemos al respecto en cla-
ves éticas, bajo imperativos de moralidad cívica. Y en ese ámbito sí tenemos cosas
por hacer y, sobre todo, algunos motivos distintos y más exigentes que los que
suelen considerarse al reclamar que se hagan.
34
MEJORA DE LA EDUCACIÓN Y ÉTICA COMUNITARIA DEMOCRÁTICA
En tiempos de individualización, pérdida de anclajes, del sentido de pertenencia, y
desocialización, pocos términos como el de comunidad son capaces de despertar
tantos imaginarios de nostalgia y calidez, aunque también amenazas que pueden
minar la libertad y autonomía de las personas, así como poner en cuestión los mis-
mos bienes e intereses colectivos. Bauman (2003) ha analizado magistralmente sus
significados y posibilidades ambiguas tanto para los individuos como para la socie-
dad. Cuando Furam (2004) propone precisamente una ética de la comunidad
democrática como otro de los referentes éticos de la mejora y la corresponsabilidad
de diferentes actores, invita a entenderla con esa doble cara antes mencionada (rea-
lización de ciertos valores éticos y como un espacio donde construir los otros refe-
rentes morales). El énfasis en su carácter democrático es esencial.
Los equipos directivos, los profesores y las familias -escribe- están llamados a
construir centros escolares como comunidades éticas que se impliquen en pro-
cesos conjuntos para perseguir el propósito moral de la educación y afrontar los
retos de la vida escolar cotidiana (Furam, 2004, p. 222).
Aunque la propuesta no es ajena a esa visión ya extendida de los centros esco-
lares como comunidades de profesionales que aprenden, la trasciende claramente.
Así es por los actores cuya presencia y voces son convocadas, y también por el énfa-
sis explícito que se pone en su necesario compromiso con valores democráticos,
con una serie de principios consecuentes con la noción de comunidades éticas.
La expresión y el intercambio libre y pleno de ideas, al tiempo que la disposición
a contrastarlas de acuerdo con valores democráticos; erigir el bien común como
núcleo central de los propósitos y las responsabilidades que hayan de asumirse; la
valoración de los sujetos y el reconocimiento de su dignidad y participación; la adop-
ción de valores democráticos que refuercen lo que es común sin pasar por alto la
diversidad; la disposición a escuchar con esmero voces diferentes y no sólo de quie-
nes cuenten con más capacidades y recursos para hacerse oír e influir; el cultivo de
procesos de deliberación e indagación acerca de en qué ha de concretarse el bien
común perseguido conjuntamente y qué hacer para garantizarlo; el establecimiento
de responsabilidades y también dispositivos que den cuenta de las mismas, tanto
antes y durante como después de las actuaciones (Del Águila, 2005); son, entre una
posible relación todavía más larga, algunos de los valores y principios éticos de una
comunidad democrática responsable de velar y promover la mejora de la educación.
Al colocarla en el centro de las demás éticas -justicia, crítica, cuidado, profesio-
nalidad- lo que se está queriendo significar son dos asuntos importantes. Uno, que
la mejora de la educación debe entenderse como un bien que colectivamente ha de
ser discutido, concertado, justificado y perseguido. No es algo que concierna sólo
a individuos particulares (desde luego que sí), sino también a la institución en su
conjunto. Dos, que, entonces, la creación y el sostenimiento de comunidades edu-
35
cativas democráticas ha de ser un espacio fundamental para deliberar, validar y
comprometer los contenidos y los procesos de la mejora (estructuras, relaciones,
responsabilidades distribuidas y mecanismos de rendición de cuentas de las mis-
mas). Se reclama, por lo tanto, participación, pero no formal e irrelevante, sino la
que es necesaria para el bien común, para enunciarlo, defenderlo y promoverlo. Se
apela a la deliberación, pero en particular a aquélla que se atenga, en sus conteni-
dos y formas, a valores y principios éticos para resolver cuestiones dilemáticas,
poniendo en relación los puntos de vista e intereses particulares con los de los
demás, con los bienes colectivos. Una comunidad donde no se oculten los conflic-
tos ni las discrepancias, donde se tomen en consideración voces diferentes, pero
donde el eje rector de las decisiones sea, al mismo tiempo, aquello que mejor pueda
garantizar el bien común. Una comunidad en la que se distribuyan y compartan res-
ponsabilidades, pero donde, además, no se anulen las responsabilidades de cada
cual ni se oculte la rendición de cuentas justa y democrática.
Esta idea de la comunidad ética no se reduce a los confines materiales y orgáni-
cos de las instituciones escolares, aunque eso no supone, desde luego, desconside-
rar el lugar central de las mismas, en concreto para pensar y promover una mejora
que garantice una buena educación democrática. Puede decirse, así, que una
comunidad educativa ética es una comunidad donde se establecen y comparten
responsabilidades procurando ajustarlas a la virtud de la solidaridad. Dice al res-
pecto Vargas Machuca (2005, p. 317):
La solidaridad, como compromiso con la promoción de los bienes públicos y
la protección de los intereses grupales que configuran un determinado modelo
de sociedad, implica, en primer lugar, la existencia de normas de equidad –cum-
plir los propios deberes, asumir una parte justa de las cargas, rendir al máximo
en pos de los objetivos comunes–en segundo, precisa de relaciones de confian-
za y necesita, en última instancia, el establecimiento de mecanismos de control
que disuadan y prevengan las violaciones de las propias normas.
La virtud de la solidaridad es una expresión clara de los compromisos de los
individuos con la comunidad a la que pertenecen, singularmente para favorecer el
acceso y disfrute de todos a aquellos bienes de los que no es justo privar a nadie.
Es, como puntualiza el mismo autor, una expresión de «patriotismo cívico», esto es,
lealtad con la producción y gestión de bienes comunes, pensar los propios intere-
ses en el contexto de un interés más amplio. A fin de cuentas, la virtud solidaria de
la ciudadanía y las instituciones es imprescindible para que «las referencias norma-
tivas de carácter universalizable –por ejemplo una buena educación para todos–
lleguen a anclarse en contextos determinados y resonar en la piel de sociedades y
comunidades políticas concretas» (Vargas Machuca, 2005, p. 324).
La ética de una comunidad democrática solidaria representa otro matiz relevan-
te para determinar tanto la orientación y los contenidos, como las corresponsabili-
36
dades implicadas por la mejora. Pueden desplegarse no sólo en proyectos de cen-
tro, que con toda seguridad han de ocupar un lugar central, sino también en su ver-
tebración con planes que incluyan redes de centros o de zona, iniciativas como las
que ya están ocurriendo al amparo de proyectos de ciudades educadoras, así como
otras que se activen desde movimientos de renovación y redes sociales de apoyo.
Bajo esa perspectiva ha de revisarse el asesoramiento, la formación del profeso-
rado y los cometidos de la inspección, así como estudiar aquellas propuestas que se
están formulando en el sentido de profundizar la descentralización de la educación
hasta alcanzar municipios y territorios (Subirats, 2005). El desarrollo de un sólido
tejido social con redes cívicas y profesionales, ancladas en espacios reales o virtua-
les, puede ser una forma concreta de llevar a cabo la perspectiva de las correspon-
sabilidades. Pero bajo dos presupuestos al menos: uno, que no se pierda de vista
que el propósito central de la mejora es la provisión democrática de una buena edu-
cación para todos; otro, que, sin pretender domesticar burocráticamente el tejido
de apoyos sociales, se busquen unos mínimos de coordinación integrada de actua-
ciones y propósitos. Los riesgos de fragmentación y de que, dentro de la flexibili-
dad y espontaneidad del asociacionismo, emerjan otras formas de desigualdad aña-
didas a las conocidas, son más que posibles. La yuxtaposición de agentes y actua-
ciones, sin la integración y coordinación precisa, puede arrostrar una merma nota-
ble del potencial que teóricamente pudieran tener para afrontar muchos asuntos
sociales y educativos como el abandono y absentismo, la transición al mundo del
trabajo, la prevención del riesgo de exclusión social y educativa. Ha habido, por
ejemplo, iniciativas de «partenariado» entre escuelas y empresas que han supuesto
contribuciones importantes, en concreto para la transición al mundo del trabajo.
Algunas realizaciones en un ámbito necesario y prometedor como éste, nos advier-
ten sin embargo de ciertos riesgos asociados a crear oasis de excelencia empresa-
rial y no tanto educativa, así como de su irrelevancia para la mejora escolar de los
contenidos y metodologías que, a pesar de esa ampliación de vínculos y correspon-
sabilidad, no llegan a ser substantivamente modificadas (Waddock, 1999).
LAS RESPONSABILIDADES INEXCUSABLES DE LOS PODERES PÚBLICOS Y
DE LAS ADMINISTRACIONES LOCALES DE LA EDUCACIÓN
Mala partida estaríamos jugando a la mejora democrática de la educación, si, con
esta propuesta de extender el espacio de corresponsabilidad, pasáramos por alto
una mención explícita a los poderes públicos, a la administración de la educación
por parte de los Estados u otros centros legítimos de poder constituido y de res-
ponsabilidad. Una omisión de ese tipo significaría alinearse con esa forma de rede-
finición de lo público y su gobierno que tan querida le resulta a la ideología neoli-
beral (Fitsimon, 2000). Su concepción y política respecto al «capital social» no sig-
nifica en realidad una apuesta por la revitalización de las comunidades e institucio-
nes democráticas, sino un vaciado moral de las mismas, al someterlas a la lógica de
37
desentendimiento de los poderes públicos, bajo la presión de valores como la com-
petitividad, a lo que se suma la responsabilidad «exclusiva» y reducida a lo que atañe
a sus necesidades y destinos, las iniciativas flexibles pero evanescentes, y la prima-
cía de lo particular sobre lo público y común. Nada de esto tiene que ver con lo que
hemos venido argumentando en los puntos anteriores.
Poner de relieve la virtud cívica de la solidaridad no debe servir para ofrecerles
un pretexto de escapada a los poderes públicos. Como precisa bien Vargas Machuca
(2005, p. 328), «a la comunidad política, por su preeminencia, le corresponde una
especial responsabilidad en crear condiciones que puedan predisponer a que los
ciudadanos participen en actividades y empresas solidarias». El enfoque de la cues-
tión ha de huir, por lo tanto, de cualquier visión acrítica y angelical del asociacio-
nismo cívico, así como también de la tentación de «funcionarizar» cualquier inicia-
tiva encaminada a explorar nuevas formas de apoyo social y ciudadano. El lideraz-
go de los poderes públicos tiene que coexistir con la responsabilidad de los profe-
sionales y de toda la ciudadanía, del mismo modo que la existencia de estructuras
y proyectos públicos pensados para garantizar los bienes colectivos, necesita revi-
talizarse complementariamente con responsabilidades de profesionales y de ciuda-
danos que son intransferibles.
De manera que la mejora democrática de la educación no podrá sentirse plena-
mente respaldada hasta tanto la buena educación, sus condiciones, procesos y res-
ponsabilidades se extiendan a lo largo y ancho de todo el sistema escolar, todos los
centros y aulas, y en ello las administraciones de la educación tienen cometidos
que no se pueden delegar a otros. El objetivo de lograr una buena educación, redu-
ciendo las desigualdades injustificables entre centros, o la variabilidad indebida
como dice Elmore (2000), no es alcanzable sin la cohesión por la que los poderes
públicos han de velar inexcusablemente. Su papel en proyectos educativos de ciu-
dad o redes sociales de apoyo es irrenunciable, no sólo para estimular su génesis y
desarrollo, sino también para contribuir a una coordinación deseable de iniciativas
que, en caso contrario, no pasarían de ser esfuerzos aislados y marginales.
Por ello, al poner hoy el punto de mira en reformas a gran escala, además de rela-
cionar la mejora con centros, profesores, estudiantes, familias y asesores (Fullan,
2002), es preciso conferir el lugar debido a las políticas nacionales y de distrito(en
nuestro caso autonómicas o locales). El desafío todavía más exigente puede formu-
larse de esta forma: políticas nacionales que ofrezcan marcos éticamente defendi-
bles y concertados con las Comunidades Autónomas, que a su vez tienen que hacer
otro tanto para estimular e implicarse en todos esos espacios y actores que estamos
involucrando en un escenario de corresponsabilidades. Para ser más precisos,
podemos recoger tan sólo algunas referencias sobre distritos escolares. Sin entrar
en demasiados matices respecto a sus confines territoriales, podríamos hacerlos
equivalentes, en un primer nivel, a nuestra ordenación autonómica de la educación.
En la línea razonable que sugiere Subirats (2005) en su propuesta de «territorios»,
pueden corresponder al municipio, en ocasiones a barrios de grandes urbes o, en
38
otras, a zonas o comarcas. La posibilidad de orientar, integrar y coordinar sus dife-
rentes instituciones sociales y educativas, servicios como las instituciones de for-
mación, unidades de apoyo o asesoramiento, inspección, u otros agentes y asocia-
ciones, abre modalidades de apoyo ya incipientes y otras que seguramente habrá
que explorar en lo sucesivo.
Al lado de la amplia literatura sobre mejora, centros y profesores, ha ido emer-
giendo un ámbito de investigación, todavía incipiente, pero que ya pone sobre la
mesa algunas cuestiones que, cuanto menos, son dignas de atención. Pueden verse
análisis y balances realizados en otros contextos distintos al nuestro (Fullan, 2002;
McAdams, 2002; WSRC, 2003; Bergeson, 2004). Se da cuenta de algunas buenas
prácticas en la Administración local que no ofrecen, desde luego, ningún salvocon-
ducto, pero sí motivos para completar el panorama que estamos queriendo ofrecer
en este artículo.
• Adoptar políticas sistémicas: contribuir a crear una coalición social de volun-
tades para que todos los estudiantes del distrito aprendan lo que es debido,
creando y vitalizando para ello esferas diversas de poder y responsabilidad
como redes de directores escolares, redes docentes, redes sociales de apoyo,
tomando como foco y prioridad la mejora de los aprendizajes.
• Elevar las aspiraciones respecto a los rendimientos escolares y aprendizajes de
todos los estudiantes, con una atención especial a los centros y sectores más
desfavorecidos.
• Promover relaciones de colaboración entre actores escolares y sociales
(Administración, sindicatos, centros, municipios, asociaciones), basadas en la
participación, la confianza recíproca, el diagnóstico conjunto de la situación,
determinación de prioridades, previsión y distribución de recursos (financie-
ros, personal, organización del mapa escolar, políticas de escolarización, reor-
ganización de estructuras organizativas y tiempos en los centros y aulas, etc.).
• Recabar datos sobre el funcionamiento y los resultados del distrito tanto en
materia de aprendizaje de los estudiantes como respecto a la provisión de
educación, y utilizarlos para determinar líneas de actuación, prioridades edu-
cativas y redistribución de responsabilidades. El papel de la inspección edu-
cativa y la rendición de cuentas con propósitos de mejora destaca como algo
fundamental en esa tarea. Propiciar una cultura de evaluación, estudiar y
comprender en los órganos oportunos los datos disponibles, crear interés
común en torno a la mejora y centrar la atención en aquellos resultados que
pongan de manifiesto desigualdades indebidas, son algunas de las actuacio-
nes pertinentes. Como base para promover proyectos, esa cultura de evalua-
ción contribuye a tomar decisiones fundamentadas sobre políticas de forma-
ción del profesorado, de redes de apoyo y coordinación de servicios.
• Provisión de estructuras y procesos para la formación y el desarrollo profesio-
nal de todo el profesorado, empleando para ello una diversidad de contenidos
y modalidades de formación, prestando una atención singular al estableci-
miento de relaciones precisas entre datos de evaluación del distrito (o terri-
torio equivalente), proyectos de mejora y proyectos de formación docente.
• Desarrollo de liderazgo centrado en la mejora de la educación para todos,
compartido por administradores, inspectores, asesores y formadores, equipos
directivos y profesorado, dando cabida, por medio de los foros propios, a las
familias y a otros actores sociales.
• Establecer un currículo de distrito que sea coherente con las orientaciones del
currículo nacional y permitan su desarrollo contextual, flexible y equitativo en
la propia demarcación, así como elaboración de materiales de apoyo (guías
curriculares) que ayuden a visualizar, concertar y establecer el núcleo de
aprendizajes indispensables, modelos ilustrativos de planes y desarrollos meto-
dológicos para aclarar y facilitar el logro de las metas educativas establecidas.
• Propiciar y estimular redes sociales de apoyo, voluntariado, servicios sociales
y escolares integrados.
En resumen, inscribir la mejora de la educación bajo la cobertura de una mora-
lidad cívica, lo cual es esencial para que el derecho de todos a una buena educa-
ción se asuma como un valor y se adopten las políticas y prácticas precisas para rea-
lizarlo, está reclamando un escenario de corresponsabilidades en el que han de
interpretar sus papeles actores muy diferentes. Todos tienen su lugar y sus respon-
sabilidades que, a fin de cuentas, habrían de ser el imperativo y la expresión de las
virtudes que se han descrito en este texto. Con toda seguridad, no sólo son utópi-
cos los objetivos indicados. Hoy por hoy, también lo son los esquemas de pensa-
miento de los que se derivan, las políticas y las prácticas, incluido dentro de ellas
ese concierto de responsabilidades al que nos hemos referido. Pero creo que no
está mal que empecemos pensando en ello con un ojo puesto en lo que sucede y
con el otro, en lo que ha de ocurrir.
39
40
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
BAUMAN, Z. (2001): La sociedad individualizada. Madrid, Cátedra.
— (2003): Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Madrid, Siglo XXI.
BERGESON, T. (2004): Characteristics of Improved School Districts. Themes for Research.
BOLÍVAR, A. (2004): Teorías de la justicia y equidad educativa. Curso Reformas escolares y
fracaso escolar. UNIA, Baeza.
CEREZO GALÁN, P. (2005): «Prólogo», en Democracia y virtudes cívicas. Madrid, Biblioteca
Nueva.
CORTINA, A. (2005): «Profesionalidad», en P. CEREZO GALÁN, de: Democracia y virtudes cívi-
cas. Madrid, Biblioteca Nueva.
DEL ÁGUILA, R. (2005): «Responsabilidad», en P. CEREZO GALÁN, de: Democracia y virtudes
cívicas. Madrid, Biblioteca Nueva.
DUBET, F. (2005): La escuela de las oportunidades. ¿Qué es una escuela justa? Barcelona,
Gedisa.
ELMORE, R. F. (200): Building a New Structure for School Leadership. Alberta Shanker
Institute.
ESCUDERO, J. M. (2002): La reforma de la reforma. ¿Qué calidad, para quiénes? Barcelona,
Ariel.
— (2005a): «Valores institucionales de la escuela pública: ideales que hay que precisar
y políticas a realizar», en J. M. ESCUDERO y otros de: Sistema Educativo y Democracia.
Alternativas para un sistema escolar democrático. Barcelona, Octaedro.
— (2005b): «El fracaso escolar: nuevas formas de exclusión educativa», en J. GARCÍA
MOLINA, (coord.) de: Lógicas de exclusión social y educativa en la sociedad contemporá-
nea. Madrid, Instituto Paulo Freire.
— (
en prensa
) «La formación del profesorado y la garantía de una buena educación
para todos», en J. M. ESCUDERO, y L. ALBERTO, (coords.) de: Formación del profesorado
y calidad de la educación para todos. Barcelona, Octaedro.
FREIRE, P. (1975): La pedagogía del oprimido. Madrid, Siglo XXI.
FULLAN, M. (1993): Changes Forces. London, The Falmer Press. [En castellano, (2002) en
la Editorial Akal].
— (2002):
L
os nuevos significados del cambio en la educación, Barcelona, Octaedro.
FURMAN, G. C. (2004): «The ethic of community», Journal of Educational Administration, 42:
2, pp. 215-235.
GIMENO, J. (2001): Educar y convivir en la cultura global. Madrid, Morata.
HARRIS, A. (2002): School Improvement. What´s in it for Schools? London,
Routledge/Falmer.
MCADAMS, D. (2002): «Strengthening Urban Boards. Leading City Schools», Special
Report.
MEIRIEU, PH. (2005): En la escuela hoy. Barcelona, Octaedro.
POSTMAN, N. (2002): El fin de la educación. Barcelona, Octaedro.
SEN, A. (2001): «Social Exclusion: Concept, Application and Scrutiny», Social Development
Paper 1
,
Asian Development Bank.
SIROTNIK, K. (2002): «Promoting Responsible Accountability in Schools and Education»,
Phi Delta Kappan, 83, pp. 662-673.
SUBIRATS, J. (2005): «Escuela y municipio. ¿Hacia unas nuevas políticas educativas loca-
les?», en J. GAIRÍN, (coord.) de: La descentralización educativa. ¿Una solución o un pro-
blema? Barcelona, Praxis.
VARGAS MACHUCA, R. (2005): «Solidaridad», en P. CEREZO GALÁN: Democracia y virtudes cívi-
cas. Madrid, Biblioteca Nueva.
WADDOCK, S. (1999): Not by Schools Alone. Sharing Responsibility for America´s Education
Reform. London, Praeger.
WASHINGTON SCHOOL RESEARCH CENTER (2003): «A Decade of Reform. A Summary of
Research Findings on Classroom, School and Districts Effectiveness in Washington
State», Research Report.
PÁGINAS WEB
www.k12.wa.us/research
www.asbj.com
41