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Revista inteRnacional de Pensamiento Político - i ÉPoca - vol. 19 - 2024 - [217-240] - issn 1885-589X
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LA COSMÓPOLIS EN GUERRA. LAS
PROMESAS INCUMPLIDAS DEL IDEAL
COSMOPOLITA EN TIEMPOS DE
BARBARIE
COSMOPOLIS AT WAR. BROKEN PROMISES OF THE
COSMOPOLITAN IDEAL IN TIMES OF BARBARISM
Jesús Ignacio Delgado Rojas
Universidad de Sevilla, Sevilla, España
jdrojas@us.es
Recibido: septiembre de 2024
Aceptado: octubre de 2024
Palabras clave: Democracia, ciudadanía, cosmopolitismo, universalismo, derechos humanos.
Keywords: Democracy, citizenship, cosmopolitism, universalism, human rights.
Resumen: El presente artículo tiene por objeto insistir en la inevitable conexión
entre la democracia como sistema de gobierno y la idea de ciudadanía como
vínculo de pertenencia a un Estado. Se quiere poner de relieve como el modelo
de ciudadanía actual demanda nuevos elementos para garantizar la plenitud
e igualdad de derechos de los ciudadanos, para evitar exclusiones injustas y
avanzar hacia fórmulas de integración en el actual contexto de la globalización.
Se plantea la noción de la ciudadanía cosmopolita como corolario necesario de
la universalidad de los derechos humanos y se examinan algunas propuestas
contemporáneas para discutir los desafíos a los que se enfrenta el ideal cos-
mopolita ante los presentes escenarios internacionales de conflicto bélico y
riesgo global.
Abstract: This paper aims to insist on the inevitable connection between
democracy as a system of government and the idea of citizenship as a bond of
belonging to a state. It aims to highlight how the modern model of citizenship
demands new elements to guarantee fullness and equality of citizens’ rights,
to avoid unjust exclusions and to advance towards formulas of integration
1 Este artículo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación “Constitucionalismo
multinivel y gobernanza mundial. Fundamentos y proyecciones del cosmopolitismo en la sociedad
del riesgo global” (PID2020-119806GB-100), nanciado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y
Universidades.
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1. Introducción
La relación entre los conflictos bélicos
armados y los postulados de una ciuda-
danía entendida en clave cosmopolita evi-
dencia una profunda tensión quizás irre-
soluble. La idea de un individuo sometido
a las imposiciones humillantes que pro-
duce la guerra, la exclusión, la pobreza
y las discriminaciones de diversa índole,
es incompatible con la vocación de unos
derechos humanos universales e iguales
para todos y todas. Derechos que consi-
derábamos inamovibles y consolidados
han pasado a convertirse en privilegios de
unos pocos y en preocupación para mu-
chos. El problema de la guerra y las vías
de la paz —tema que en la historia del
pensamiento filosófico-político es «recu-
rrente», por decirlo con Bobbio (1979) y
usando un título de una obra del maestro
turinés— ocupa hoy, ante la persistencia
de la ya longeva duración del conflicto
bélico ucranio o del palestino-israelí, la
centralidad de la agenda política interna-
cional. Deseo aquí retomar algunas bre-
ves notas sobre estas cuestiones —no de-
berían pasar más que por eso: sencillos
comentarios que no aspiran a ser algún
estudio exhaustivo— con la sola preten-
sión de poner de manifiesto algunos ries-
gos y retrocesos que estas graves situa-
ciones de conflicto armado suponen para
los Estados de Derecho en términos de
ciudadanía y democracia.
Precisamente ambas nociones —«ciuda-
danía» y «democracia»— aparecen en la
actualidad entre las ideas más pujantes y
aclamadas tanto en el ámbito académico
universitario como en la práctica de la
política profesional a nivel nacional e in-
ternacional. En cambio, pareciera que no
soplan vientos favorables para ninguno de
esos conceptos.
Por lo que se refiere al ideal de «ciudada-
nía» me temo que su realización efectiva
dista mucho de ser hoy un canon univer-
sal. Son, por el contrario, las situaciones
de pobreza, exclusión y discriminaciones
de todo tipo las que parecen marcar el rit-
mo de los tiempos. La sociedad del riesgo,
como la llamara Ulrich Beck, «a la vista
de los potenciales escenarios catastrófi-
cos y de las incertidumbres que se están
desplegando en la actualidad» (2016: 62-
63), nos desafía diariamente y nos somete
a los oscuros designios de la inseguridad,
del miedo y la vulnerabilidad. Creo que el
actual homo deus —en la acertada expre-
sión de Harari (2016)— poco tiene que
ver con aquel valeroso individuo que sa-
lía triunfante de las revoluciones liberales
dieciochescas ni con el ciudadano com-
prometido con las proclamas sociales,
económicas y laborales decimonónicas.
Andando el siglo XXI, tampoco creo que
la barbarie totalitaria del XX nos haya ale-
jado demasiado de aquel hobbesiano es-
tado de naturaleza —en el que la vida es
«solitaria, pobre, asquerosa, bruta, y cor-
in current context of globalization. The notion of cosmopolitan citizenship is
contemplated as a necessary corollary of the universality of human rights, and
some contemporary proposals are examined to discuss challenges facing the
cosmopolitan ideal in present international scenarios of war conflict and global
risk.
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ta» (Leviatán, capítulos XIII-XIV)— al que
parecemos irremediablemente abocados.
De la «democracia», como segundo tér-
mino del binomio señalado, sobreviven
elementos fundamentales de esta forma
de gobierno que posibilitan y potencian
la realización de una vida libre y autóno-
ma. Piénsese en el valor de la tolerancia,
en el pluralismo, en el reconocimiento y
garantías al ejercicio de ciertos derechos
humanos o en las instituciones del Estado
de Derecho. Cuestiones todas ellas que
emparentan a la democracia con el libera-
lismo, siendo el modelo de la democracia
liberal una de las formas más acabadas,
y de las mayores conquistas políticas (y
éticas), para el gobierno de las cosas hu-
manas. Aunque no siempre haya sido así
y puedan existir, y existen, y no solo sobre
el papel, liberales no demócratas y demo-
cracias de fachada que no respetan los
principios liberales.
Sin embargo, esas mismas características
constitutivas, esenciales, para reconocer
a un régimen como democrático convi-
ven hoy por doquier con elementos que
la atacan y perturban. Son acciones y
comportamientos que, en la terminología
de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, sue-
len dar positivo en una prueba de tornasol
para detectar el autoritarismo y vaticinar
la muerte de una democracia (2018: 32).
También puede causar cierta perplejidad
la comprobación de que, en nuestra his-
toria europea más reciente, parecen pesar
más las derrotas democráticas que sus
avances y realizaciones efectivas. Han
quedado promesas incumplidas por el
camino y el anhelo por un horizonte más
libre e igualitario se encuentra hoy más
alejado que nunca. El caso de las guerras
de Rusia contra Ucrania o de Israel contra
Palestina así lo atestiguan de forma impla-
cable con toda su dureza y crueldad.
Pero si nos alejamos de fatalismos quizá
quede aún lugar para reflexionar crítica-
mente sobre las posibilidades de un me-
jor futuro tanto para la democracia como
para una idea generosa de ciudadanía leí-
da en clave cosmopolita. Probablemente
sigamos estando de acuerdo con Bobbio
cuando señalaba, en su Introducción a
la primera edición de 1984 de El futuro
de la democracia, que «en el mundo la
democracia no goza de óptima salud, y
por lo demás tampoco en el pasado pudo
disfrutar de ella, sin embargo, no está al
borde de la muerte» (1986: 7).
Aunque las injusticias, catástrofes y gue-
rras se imponen despiadadamente como
formas de barbarie y hacen peligrar la bue-
na salud de cualquier democracia, el con-
formismo no es buen compañero de viaje
y el mejor o peor futuro que le espere a
la democracia depende, en gran medida,
del papel que los demócratas cumplamos
en ella. Esos demócratas —ciudadanos
comprometidos con la democracia— tie-
nen que desatender la falta de confian-
za que en ellos tenía Rousseau, cuando
lamentaba que «si hubiera un pueblo de
dioses, se gobernaría democráticamente.
Mas un gobierno tan perfecto no es propio
para los hombres» (1969: 63). Los seres
humanos quizás no se ajusten al ideal de
perfección de los dioses en los que el gi-
nebrino estaba pensando, pero tampoco
—y la historia nos asiste— son tan incom-
petentes como para no saber regirse de-
mocráticamente.
Más bien la alerta rousseauniana creo que
debe entenderse como una alusión atenta
a los riesgos de la democracia y a las difi-
cultades que ese sistema entraña. Desde
luego que no es un régimen político exen-
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to de problemas y conflictos. No cabe la
menor duda de que la democracia es un
sistema fácil de instaurar, pero difícil de
mantener. La democracia no se crea de
una vez y para siempre. Sus cimientos se
agitan ante continuas deslegitimaciones y
corrupciones. Frente a los logros definiti-
vos, la democracia en cambio se basa en
el incesante debate y en la revisión siem-
pre crítica y responsable. No hay verdad
indiscutible por lo ya alcanzado, sino que
su defensa requiere diariamente de nue-
vos consensos.
2. Una ciudadanía que avanza
de la
polis
a la
cosmópolis
Ciudadanía y democracia son dos térmi-
nos que van irremediablemente unidos.
La democracia es el único sistema políti-
co donde los ciudadanos juegan un papel
determinante en la creación y manteni-
miento de sus instituciones y formas de
gobierno. No hay verdadera democracia
sin suficiente participación de los ciuda-
danos, ni los individuos son considerados
auténticamente ciudadanos si no es en
un régimen democrático. La historia de
las organizaciones políticas, pero sobre
todo la historia de la formación del Estado
moderno (del Estado absoluto al Estado
democrático constitucional) es la historia
de los grupos humanos, de los hombres y
mujeres, para desembarazarse del papel
de súbditos y asumir el de ciudadanos. La
ciudadanía es la vinculación más fuerte
que existe entre los habitantes pertene-
cientes a un Estado y el propio Estado. La
ciudadanía expresa, mejor que cualquier
otra noción, la pertenencia real y comple-
ta de los seres humanos a una comuni-
dad política determinada (generalmente
a un Estado-nación; pero también a co-
munidades regionales o supranacionales
más amplias). Ser ciudadano significa
poder ejercer, con garantía jurídica y polí-
tica, una serie de derechos humanos bá-
sicos y fundamentales y asumir también,
correlativamente, ciertos deberes políticos
y jurídicos.
Buscar el origen de la ciudadanía mo-
derna —y prescindir, al menos en algu-
na medida, de los relatos fundacionales
que nos ofrecen Atenas y Roma— puede
resultar un ejercicio arqueológico arries-
gado. Pero, sin embargo, hay un suceso
histórico que nos permite situar, en líneas
generales, el contorno de una idea de ciu-
dadanía, y de las importantes consecuen-
cias que de ella se derivan, de la que hoy
nuestros Ordenamientos jurídicos siguen
siendo deudores. Me refiero al fin de los
privilegios y de la sociedad estamental
sobre los que se sustentaba el Ancien
Régime que acontece tras la Declaración
de los derechos —ilustrativamente distin-
guiendo— del hombre y del ciudadano
del 26 de agosto de 1789. Al hombre le
van a corresponder los derechos de liber-
tad mientras que los derechos del ciuda-
dano serán los derechos políticos. La De-
claración instaura un sistema que, a partir
de entonces, discriminará entre los dere-
chos que se reconocen a todos los indivi-
duos en cuanto personas y los derechos
que quedan reservados a las personas en
cuanto ciudadanos. Será prerrogativa de
los Estados determinar quiénes son sus
miembros, es decir, quiénes pertenecen
a su Ordenamiento jurídico en calidad
de ciudadanos. Y desde ese momento
«no existe una noción más fundamental
en política que la noción de ciudadanía»
(Shklar, 2021: 358).
El concepto nuclear de la ciudadanía apa-
rece así asociado, desde ese contexto de
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formación de los Estados-nación, con la
noción de nacionalidad. La posesión del
estatus jurídico de la ciudadanía, que
reconoce el uso y disfrute de los dere-
chos políticos, así como la pertenencia
a la comunidad jurídico-política que los
reconoce, viene emparejada con la idea
de nacionalidad. Ésta conlleva la condi-
ción de miembro de la nación, pero ello
no evita que puedan producirse situacio-
nes de privación del pleno ejercicio de la
ciudadanía en determinados supuestos
(Velasco, 2016: 42). De esta forma, pue-
de haber nacionales que no gocen de los
derechos políticos reservados a los ciu-
dadanos (por razón de edad, por senten-
cia judicial, etc.). Este paralelismo entre
nacionalidad y ciudadanía implica, a su
vez, que para ser miembro pleno de un
Estado y poder gozar del máximo de dere-
chos posibles en él no solo basta con ser
ciudadano, es necesario también ser na-
cional. Este solapamiento y dependencia
entre nacionalidad y ciudadanía testimo-
nia serios problemas a los individuos que,
habitando en el territorio de un país, no
son sin embargo nacionales suyos:
Si para ser ciudadanos de pleno derecho, es
decir, si para poder participar y pertenecer a
la comunidad política es necesaria la nacio-
nalidad, entonces aquellos individuos que
carecen de ella solo pueden ser expulsados
a sus márgenes (Ortiz Gala, 2024: 92).
En este orden de ideas, es por ello que
el modelo de ciudadanía actual demanda
más elementos para su plenitud que los
datos con que se caracterizaba en tiem-
pos pasados. Estamos muy lejos de haber
conseguido que todos los países sean de-
mocracias, que las que lo son de nom-
bre lo sean realmente y mucho más lejos
de haber logrado que los seres humanos
puedan moverse a lo largo y ancho del
mundo como ciudadanos sin trabas. Pues
el concepto de ciudadanía sigue siendo
particular y no universal. La idea de ciu-
dadano universal, o el ser humano como
ciudadano del mundo, es un objetivo mo-
ral y políticamente deseable e irreprocha-
ble, pero también sumamente complica-
do y lleno de dificultades. Sin embargo,
está llamado a ser un ideal moral y social
que sirva, al menos, para poder criticar y
transformar, por limitados e insuficientes,
los modelos de ciudadanía existentes. So-
bre los que no son ciudadanos de pleno
derecho en un país, sobre los apátridas
o los refugiados, sobre los emigrantes e
inmigrantes, los parias (Arendt, 2009) o
sobre los condenados de la tierra —por
decirlo con Fanon (1961)— recaen las
desgracias de los que son excluidos de
todos o parte de los derechos que consi-
deramos esenciales para el desarrollo de
una vida digna.
La idea de ciudadano universal o cosmo-
polita ya fue esgrimida por algunos egre-
gios representantes de la escuela estoica
y alcanzará su máximo apogeo en la Ilus-
tración (ha narrado este recorrido históri-
co recientemente De Julios-Campuzano,
2024: 541-570). Pero hoy el análisis y
discusión del concepto de ciudadanía ha
cobrado gran importancia no sólo por es-
tas menciones a la idea y objetivo de una
ciudadanía cosmopolita sino también por
la polémica entre partidarios de la filoso-
fía política de tradición liberal y la filosofía
política republicana o del republicanismo
cívico. De una forma bastante esquemáti-
ca se podría decir que la primera se dis-
tingue por acentuar más el papel del indi-
viduo y sus derechos mientras la segunda
recalca la necesidad del compromiso cívi-
co y político de los ciudadanos con la co-
munidad (por todos, Pettit, 1997 y 2009:
47-68). Se trata de dos modelos ideales
en los que caben, y ya se han ensayado,
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posibilidades que integran pautas de la
una y la otra2. También se podría añadir
que el planteamiento liberal tenderá a ser
más cosmopolita y el republicano más li-
mitado. Esta discusión actual, además, ha
servido para realzar, de parte republicana
pero también asumida por numerosos li-
berales, la necesidad de una ciudadanía
activa y de una sociedad civil participati-
va «de quienes sin formar parte de parti-
dos e instituciones se preocupan por los
asuntos públicos de su entorno» (Soria-
no, 2012: 148). A su vez, esa ciudadanía
activa pareciera que no debe guiarse ex-
clusivamente a partir de planteamientos
valorativos de tipo multiculturalista en su
versión extrema, sino que solo puede rea-
lizarse en el marco plural de una cultura
política y moral compartida que, además,
precisará de una educación ética y cívica
que responda a esos mismos principios
inspiradores (vg. los derechos humanos
fundamentales).
En todo caso, y sin dejar de tomarse en
serio todas estas disquisiciones, de lo que
no cabe duda es que el núcleo básico de
todo el sistema liberal democrático sigue
girando alrededor del individuo como su-
jeto moral y jurídico, convertido, en el pla-
no político estatal, en ciudadano. Como
ha recalcado Salvador Giner:
La condición de ciudadano es el mayor lo-
gro de la civilización moderna. Todos los
demás empalidecen ante él. Muchos otros,
desde el acceso universal a la educación
hasta la asistencia médica y sanitaria a toda
la población, tienen su fundamento moral y
jurídico en la entronización de la ciudadanía
2 El modelo de comunidad liberal de Dworkin
(1989) puede ser interesante por tratarse de una
propuesta que conjuga de forma equilibrada am-
bas sensibilidades políticas. Me he ocupado de
ello en Delgado Rojas (2021: 522-527).
como principio. La condición ciudadana es
la que permite a los humanos, sin distinción,
hacer valer su humanidad. La ciudadanía es
el espinazo del orden social democrático de
la modernidad (2005: 15).
Sin embargo, la raíz de muchos proble-
mas actuales, incluidas numerosas injus-
ticias, es que todos los modelos existen-
tes de ciudadanía, desde la democracia
ateniense hasta las democracias actuales
más desarrolladas, en mayor o menor
grado, mantienen algún tipo de exclusión.
Ello contradice la característica de la uni-
versalidad como rasgo más distintivo hoy
de los derechos humanos. La vocación de
universalidad, es decir, de hacer de cada
exigencia ética un derecho que puede ser
universalizable y no algo sometido a cual-
quier elemento o dato parcial, fruto de la
identidad de una cultura particular o de
una adscripción individual concreta, es
una conquista heredada del programa de
la modernidad ilustrada a la que no po-
demos renunciar (De Julios-Campuzano,
2024: 561). La exigencia ética derivada,
hoy por hoy, del respeto al valor o dignidad
de cada persona humana (individualismo
moral o primacía moral de cada individuo
singularmente considerado, infra) nos
traslada irremediablemente a un nuevo
marco donde la universalidad de los dere-
chos significa una ciudadanía integral que
no puede ser excluyente ni exclusiva de
un grupo social, sino solamente universal,
una igualdad básica en la conformación
del hecho de ser miembro de pleno de-
recho en una comunidad que también
precisa ser concebida a escala univer-
sal. El derecho a tener derechos (Arendt,
1998: 247)3, que es el primer requisito
3 El famoso dictum tiene una versión más tem-
prana –y menos conocida– en la obra de Fichte.
Agradezco a Germán J. Arenas Arias esta ob-
servación. Precisamente Johann Gottlieb Fichte
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para proteger el valor del ser humano o su
dignidad, precisa de un sujeto universal
y de una igualdad en cuanto a los dere-
chos que han de ser reconocidos. Tiene
razón Javier de Lucas cuando ha insistido
en que:
La igualdad es igualdad plena, o no es igual-
dad. Por eso, la idea de igualdad o integra-
ción debe significar también la integración
política porque la plenitud de derechos in-
cluye los derechos políticos, el status de ciu-
dadanía o su equiparación a él (2005: 56).
Cualquier ventaja en el ejercicio de los
derechos para un grupo social del tipo
que sea, significa un paso atrás en la uni-
versalidad. El cosmopolitismo no puede
sustentarse más que en una concepción
universalista de los valores. De ahí que si
una exigencia moral no pudiera cumplir la
máxima de la universalización, nunca po-
drá pertenecer a la categoría de los dere-
inscribe su idea en el contexto del “Derecho Cos-
mopolita”, especícamente, en el escenario de
un ciudadano extranjero que visita un territorio
distinto al de su Estado: “Todos los derechos po-
sitivos, los derechos a algo, se fundan en un con-
trato. Ahora bien, el extranjero recién llegado no
tiene a su favor absolutamente ningún contrato
con el Estado que visita, esto es, ni un contrato
que hubiera suscrito personalmente, ni un contra-
to al que pudiera remitirse y que su Estado hubie-
ra suscrito por él; pues, según el presupuesto, o
bien él no es de ningún Estado, o bien el Estado
que visita no conoce su Estado, y no tiene con
él ningún contrato. ¿Carece, por consiguiente, de
derechos o los tiene a pesar de todo? Y en ese
caso, ¿cuáles y por qué motivos? Tiene el dere-
cho originario del hombre, que precede a todos
los contratos jurídicos y únicamente él los hace
posibles: el derecho a presuponer que todos los
hombres pueden establecer con él, mediante con-
tratos, una relación jurídica. Sólo éste constitu-
ye el único verdadero derecho del hombre, que
corresponde al hombre como hombre: la posibi-
lidad de adquirir derechos” (Fichte, 1994: 424;
cursivas en el original).
chos humanos. Valga aquí la apreciación
de A.E. Pérez Luño cuando ha señalado
que:
Desde la génesis de los derechos humanos
en la Modernidad o su actual significación
que se desprende de la Declaración de la
ONU, la universalidad es un rasgo decisivo
para definir a estos derechos. Sin el estatuto
de la universalidad nos podemos encontrar
con derechos de los grupos, de las etnias,
los estamentos, de entes colectivos más o
menos numerosos, pero no con derechos
humanos (…). Los derechos humanos o son
universales o no son derechos humanos, o
podrían ser derechos de grupos, de entida-
des o de determinadas personas, pero no
derechos que se atribuyan a la humanidad
en su conjunto. La exigencia de universali-
dad, en definitiva, es una condición necesa-
ria e indispensable para el reconocimiento
de unos derechos inherentes a todos los se-
res humanos, más allá de cualquier exclu-
sión y más allá de cualquier discriminación
(2000: 39 y 40).
Es éste reconocimiento de la universali-
dad de los derechos el que se dirige a la
construcción de una sociedad cosmopo-
lita, una comunidad política formada por
ciudadanos del mundo que, levantando el
vuelo hacia lo universal no renuncian, en
cambio, a sus raíces (Muguerza, 2007:
542). Éste es uno de los retos morales
y políticos más importantes que tienen
planteadas las democracias actuales: el
de cumplir la promesa de la universalidad
de los derechos, esto es, el compromiso
de la plena integración del hasta ahora
excluido por algún tipo de diferencia. Es-
tamos —nada menos— ante el «gran de-
safío de la primera década del siglo XXI»,
como lo ha descrito A.C. Wolkmer, que es:
Organizar una vida en común, enfrentando
la explosión de las desigualdades en un es-
cenario neoliberal con las singularidades de
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los países periféricos. Se trata de pensar en
un proyecto social y político contrahegemó-
nico, capaz de reordenar las relaciones tra-
dicionales entre Estado y sociedad, entre el
universalismo ético y el relativismo cultural
(2023: 167).
La puesta en práctica de esa integración
—se podría objetar desde las filas del co-
munitarismo más relativista y las filosofías
de la posmodernidad— no puede ser si-
nónimo de una uniformidad que ahogue el
irreducible e inconmensurable pluralismo
cultural bajo la bandera de un soberbio
imperialismo eurocéntrico, pero tampo-
co puede dar la razón a «todo relativismo
que, amparándose en la preservación de
tradiciones culturales propias, pretenda
negar la universalidad de los derechos
humanos» (Mesa León, 2024: 206). Tam-
poco puede recorrerse el camino de la
integración cosmopolita desconociendo
que siguen quedando problemas socia-
les, culturales y económicos pendientes
de resolver y que demandan una urgente
y pronta solución con la mayor justicia po-
sible, pero también con grandes dosis de
prudencia. Precisamente «la mirada cos-
mopolita —como señala Nuria Belloso—
permite visualizar en toda su dimensión
la vulneración sistemática de derechos
humanos para buena parte de los ciuda-
danos del planeta» (2024: 553 y 559). Sin
embargo, sí conviene tener presente que
se puede ir avanzando ya en muchos as-
pectos de necesaria mejora y que el obje-
tivo final no debe hacernos olvidar que sin
igualdad plena de derechos el programa
político de la democracia siempre estará
incompleto.
3. Individualismo moral,
derechos humanos y
ciudadanía democrática
El concepto de ciudadano que hoy ma-
nejamos en los Estados democráticos se
asienta sobre el dato inequívoco de la
construcción histórica de la tesis del in-
dividualismo moral, es decir, la defensa
clara de la superioridad axiológica de las
personas individualmente consideradas.
La democracia quedaría justificada, en
última instancia, por ser el sistema de
gobierno que mejor articulación hace de
esta idea del individualismo moral:
No encuentro otro fundamento de la de-
mocracia que este solo que ahora expongo.
Solo, pero grande: el respeto de uno mismo.
La democracia es la única forma de régi-
men político que respeta mi dignidad en la
esfera pública, me reconoce la capacidad
de discutir y decidir sobre mi existencia en
relación con los demás. Ningún otro tipo de
régimen me da este reconocimiento, ya que
me considera indigno de autonomía fuera
de mi estrecho círculo de relaciones pura-
mente privadas (Zagrebelsky, 2010: 113).
Así ligaba también Bobbio el fundamen-
to ético de la democracia con la tesis del
individualismo moral en la conferencia
Democrazia ed Europa que el turinés im-
partió en Bogotá en 1987:
El fundamento ético de la democracia es el
reconocimiento de la autonomía del indivi-
duo, de todos los individuos, sin distinción
de razas, de sexo, de religión, etcétera. En
este presupuesto reside la fuerza moral de
la democracia, lo que hace idealmente —in-
sisto sobre el idealmente— de la democra-
cia la forma más alta, humanamente más
alta, de convivencia (2003: 455-456).
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El individuo es, en definitiva, el funda-
mento ético de la democracia. Esta con-
cepción radica en la consideración de un
individuo que no detenta su dignidad por
pertenecer a un grupo social, clase o raza,
país o religión particular, sino que su valor
moral implica un atributo que le es propio
con independencia de reconocimientos o
causas externas. Esta es la conquista ilus-
trada, encabezada por la filosofía práctica
kantiana, que concibe la dignidad huma-
na como un imperativo según el cual cada
ser humano es un fin en sí mismo que,
por ende, no puede ser instrumentalizado
para ningún otro fin ni sustituido por nin-
guna otra cosa, que tiene valor y no precio
(Delgado Rojas, 2018).
Este individualismo debe concebir-
se —para evitar malentendidos y vacías
abstracciones— tan solo como un ideal
normativo: no se trata de describir cómo
son las personas en sí mismas, sino cómo
deberían ser tratadas dada su condición
de sujetos morales únicos e insustituibles
(Vázquez, 2001: 121). No cabe duda de
que las personas «de carne y hueso» tie-
nen una raza, hablan una lengua, prac-
tican unas costumbres y están insertas
en una u otra cultura, pero esas circuns-
tancias no tendrían que determinar cómo
deben ser tratadas. Ese es el valor de la
propuesta individualista: no definir des-
criptivamente a la persona, sino, norma-
tivamente, apuntar cómo debe ser tratada
con independencia de dichas adscripcio-
nes.
Está bastante claro que los derechos hu-
manos responden a esta concepción in-
dividualista, cuya idea nace al inicio de la
Edad Moderna y encuentra su fundamen-
tación en las doctrinas iusfilosóficas del
contractualismo. Esta visión individualista
significa que «primero está el individuo,
se entiende, el individuo singular, que tie-
ne valor por sí mismo, y después está el
Estado, y no viceversa. Que el Estado está
hecho para el individuo y no el individuo
para el Estado» (Bobbio, 1991: 107)4.
Quienes poseen dignidad son única y ex-
clusivamente los individuos. Como decía
Javier Muguerza, «no hay otros sujetos
morales que los individuos» (2002: 19).
Cada sujeto, titular de derechos funda-
mentales, es el punto de partida y la finali-
dad de toda forma de organización social.
Ningún tipo de pertenencia, ninguna en-
tidad colectiva, tiene prioridad axiológica
sobre cada uno de los individuos que la
integran:
Hay que poner atención a cuándo se reifi-
can las producciones humanas por encima
de los propios seres humanos o cuándo son
realmente los seres humanos el referente de
cualquier tipo de emancipación y liberación.
Desde el derecho se puede y se debe lu-
char contra cualquier expresión de subin-
tegración o subvaloración de las personas
(p.e., en materia de subciudadanía o de mi-
gración en situaciones precarias) (Sánchez
Rubio, 2011: 32).
Optar por la tesis del individualismo moral
es el salvaguarda que impide que puedan
imponerse sobre el individuo privaciones
de bienes de manera no justificada, o que
una persona pueda ser utilizada como
instrumento para la satisfacción de los
deseos de otra, o que la autonomía indi-
vidual quede supeditada a algún tipo de
interés general de una colectividad (me
he referido a estas cuestiones en Delga-
do Rojas, 2023). En este sentido, dicho
principio cierra la puerta a las versiones
del utilitarismo que estarían dispuestas,
4 Sobre la noción de derechos humanos como
concepto histórico de la modernidad, ver también
Peces-Barba (1995: 115-144).
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por una mayor cantidad de felicidad para
muchos, a sacrificar la felicidad de unos
pocos. Cierra el paso también a cualquier
expresión paternalista o perfeccionista
que suplantara la autonomía del individuo
por decisiones ajenas a él e impuestas
para mejorar su vida sin su consentimien-
to. E, igualmente, reconocer este principio
significa renunciar a las políticas públicas
u objetivos sociales fuertemente colecti-
vistas —aunque se adoptaran por mayo-
ría— que restringen los intereses de los
sujetos individuales5. Cuando se prefieren
estos intereses colectivos o, lo que es lo
mismo, cuando no goza de prioridad axio-
lógica el individuo, nos encontramos ante
visiones del mundo en las que el déspo-
ta, el tirano o algún líder mesiánico serían
sus mejores representantes.
Se trata de poner de relieve que es la
concepción individualista la que sirvió de
fundamento para inventar —en el senti-
do de Hunt (2009)— los derechos huma-
nos. La justificación de la democracia o,
mejor dicho, la razón principal que nos
permite defenderla como la mejor forma
de gobierno o la menos mala es precisa-
mente su respeto a esa tesis del indivi-
dualismo moral. Cualquier otra forma de
gobierno que no parta de esa centralidad
del individuo, del reconocimiento de su
dignidad y la protección de sus derechos,
podrá ser considerada, en consecuencia,
despótica.
5 En este sentido los derechos individuales fun-
cionan como un límite al poder de la mayoría,
algo así como un coto vedado al que ni siquie-
ra democráticamente se podría rebajar su pro-
tección, una esfera de lo indecidible en el que
“ninguna mayoría política puede disponer de las
libertades y de los demás derechos fundamenta-
les” (Ferrajoli, 2005: 36; Garzón Valdés, 1989:
143-164).
4. La ciudadanía universal
necesita de derechos
igualmente universales
Cada momento histórico ha significado
un nuevo capítulo de la historia de los
derechos humanos, que ha extendido
su alcance a los aspectos más determi-
nantes de la vida humana. Unas nuevas
fases han complementado las ya existen-
tes, en un proceso sin duda acumulativo
y progresivo aunque en ningún caso li-
neal. Estos momentos sucesivos, según
ha enunciado Peces-Barba (1995: 183 y
ss.), corresponden a las cuatro fases de
positivación de los derechos, generaliza-
ción de los derechos (en relación tanto a
los titulares como al contenido de los de-
rechos), proceso de internacionalización y
proceso de especificación.
A partir de los primeros derechos, en los
albores del mundo moderno, que surgen
como un perímetro de seguridad y au-
tonomía frente al poder político estatal
(piénsese en la libertad religiosa o en el
habeas corpus), ha tenido lugar una am-
pliación y acumulación en el contenido
de los derechos. Ante la continua evolu-
ción en las necesidades sociales, fruto
a su vez de transformaciones históricas
en el ámbito religioso, cultural, político o
económico, el Derecho estatal ha ido su-
mando nuevos derechos positivos cuya
fuente de legitimidad se encontraba en
nuevos contenidos éticos. Hoy el campo
de los derechos humanos refleja esa ins-
titucionalización de todos los procesos de
lucha en el orden social que han tratado
de hacer realidad la existencia humana
en condiciones de dignidad (Herrera Flo-
res, 2005: 246). Los derechos humanos,
incorporados actualmente en las Consti-
tuciones nacionales y en diversos textos
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internacionales, representan esa ética de
mínimos, o mínimo moral, que por uni-
versalista es común a toda sociedad, que
intenta respetar las básicas exigencias éti-
cas de una vida digna, las libertades cívi-
cas y políticas, la seguridad, la autonomía
y la pretensión de crear garantías eficaces
que actúen como respuestas reparadoras
ante los atropellos de las desigualdades
sociales y económicas.
Está bastante claro que, como indicó hace
unos años Norberto Bobbio, los derechos
humanos se han convertido actualmente
en «uno de los indicadores principales del
progreso histórico» (1991: 14) y que son
«el banco de pruebas para una teoría de
la justicia», en palabras de Liborio Hie-
rro (2016: 21 y ss.) o que «la conciencia
creciente de la autonomía de la persona
como valor irrenunciable y la extensión de
la dignidad a todos», elementos intrínse-
cos de la idea de derechos humanos, son
evidencias de la existencia de un progreso
moral que afecta a la historia de la ética
(Camps, 2013: 14). Sin embargo, todas
esas apreciaciones y auténticos logros no
son suficientes para asegurar y mantener
la práctica cotidiana en la realización y
protección de los derechos humanos. La
realidad social, en sus contextos políticos
y económicos, nacionales y a escala mun-
dial, en tiempos de barbarie como los que
nos azotan, se aleja cada vez más de los
buenos propósitos incorporados a decla-
raciones y convenios de derechos huma-
nos.
Conviene advertir que esta historia expan-
siva y acumulativa de los derechos huma-
nos va construyendo diferentes modelos,
también expansivos y acumulativos, de
ciudadanía que caminan convergiendo
hacia ese ideal cosmopolita anhelado.
T.H. Marshall, en su conocido texto Ciu-
dadanía y clase social, señaló que «la ciu-
dadanía es aquel estatus que se concede
a los miembros de pleno derecho de una
comunidad. Sus beneficiarios son iguales
en cuanto a los derechos y obligaciones
que implica» (1998: 37). Queda clara-
mente reflejado en esta definición el nexo
entre ciudadanía y derechos. El ciudada-
no es el que tiene derechos y, además, el
máximo número de derechos que se pue-
de tener. Por ello cualquier exclusión en
la ciudadanía significa disminución de los
derechos reconocidos a los que quedan,
en consecuencia, relegados a ser otredad.
T.H. Marshall propuso tres tipos de ciu-
dadanía o una división de la ciudadanía
en tres partes, que viene dada no por «la
lógica sino por la historia». Es decir, la ciu-
dadanía es una convención, un construc-
to o artificio creado por el hombre:
Llamaré —escribe Marshall— a cada una
de estas partes o elementos, civil, política y
social. El elemento civil se compone de los
derechos necesarios para la libertad indivi-
dual: libertad de la persona, de expresión,
de pensamiento y religiosa, derecho a la
propiedad y a establecer contratos válidos y
derechos a la justicia. Este último es de ín-
dole distinta a los restantes, porque se trata
del derecho a defenderse y hacer valer el
conjunto de los derechos de una persona
en igualdad con los demás, mediante los
debidos procedimientos legales. Esto nos
enseña que las instituciones directamente
relacionadas con los derechos civiles son
los tribunales de justicia. Por elemento po-
lítico entiendo el derecho a participar en el
ejercicio del poder político como miembros
de un cuerpo investido de autoridad política
o como elector de sus miembros. Las insti-
tuciones correspondientes son el parlamen-
to y las juntas de gobierno local. El elemento
social abarca todo el espectro, desde el de-
recho a la seguridad y a un mínimo bienes-
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tar económico al de compartir plenamente
la herencia social y vivir la vida de un ser
civilizado conforme a los estándares predo-
minantes en la sociedad. Las instituciones
directamente relacionadas son, en estos
casos, el sistema educativo y los servicios
sociales (1998: 23).
Es necesario tener en cuenta que este
texto aparece en la obra de T.H. Marshall
bajo el título «El desarrollo de la ciudada-
nía hasta finales del siglo XIX». Con ello
se pretende hacer notar que los tres ele-
mentos de la ciudadanía —civil, política
y social— siendo los básicos e impres-
cindibles, deben ser complementados
con nuevos elementos, es decir, también
nuevos derechos, aparecidos en el siglo
siguiente y que no encajan parcial o to-
talmente en el ámbito de los derechos
cívicos, políticos y sociales. Si nos ciñé-
ramos únicamente a esa división tripartita
de la ciudadanía nos encontraríamos hoy
con resultados de exclusión para no po-
cos individuos, que no verían reconocida
su ciudadanía plena ateniéndose al mero
reconocimiento de derechos civiles, políti-
cos y sociales. Y ello porque el «dispositi-
vo inmunitario» de la ciudadanía funciona
según la lógica binaria ciudadano-extran-
jero que «implica siempre –ha señalado
Esposito– un elemento excluyente»: entre
quienes disfrutan de derechos políticos
y quienes no los disfrutan o los disfrutan
solo en parte (2024: 15 y 16)6. De hecho,
6 El Derecho expresa su vertiente inmunitaria
al denir los requisitos que deben satisfacer los
destinatarios a los que se dirigirán su protección
y sus normas. Una vez que han sido identicados
aquellos miembros que forman parte de la comu-
nidad, se hacen visibles, por exclusión, aquellos
que no forman parte y que son, por tanto, extra-
ños –extranjeros– a la comunidad política. El
Derecho conserva y excluye: “Conserva la vida
en el interior de un orden que excluye su libre de-
sarrollo porque la retiene en el umbral negativo
uno de los desafíos más imperiosos que
tiene ante sí la teoría contemporánea de
los derechos humanos es la de hacer
frente a las injusticias que generan las
situaciones de exclusión y negación del
status de ciudadano para muchos de los
miembros de una comunidad política.
Con razón ha afirmado Danilo Zolo que
la respuesta, en forma de expulsiones y
persecuciones, o a través de la negación
de la calidad de sujetos a los inmigran-
tes, por parte de las «ciudadanías ame-
nazadas» por la presión migratoria, «está
escribiendo y parece destinada a escribir
en los próximos decenios las páginas más
luctuosas de la historia civil y política de
los países occidentales» (1999: 42).
Cabría preguntarse entonces si, frente a
la exclusión en el ejercicio de determina-
dos derechos ligados a la idea de ciuda-
danía, resulta en cambio más promisoria
la universalización de la pertenencia a
una comunidad política con vocación
cosmopolita. Conviene caer en la cuenta
de que derechos proclamados universa-
les precisan, también, instituciones po-
líticas y jurídicas que los reconozcan y
garanticen y que actúen en un marco de
vigencia y efectividad universal. El sujeto
de los derechos humanos, convertido en
ciudadano del mundo, precisa institucio-
nes igualmente cosmopolitas. No trato
denido por su opuesto (…). La gura dialéctica
que de este modo se bosqueja es la de una in-
clusión excluyente o de una exclusión mediante
inclusión” (Esposito, 2005: 18 y 20). Como al
respecto aclara García López, “el carácter inmu-
nitario del derecho hace que se excluya a la vez
que se privilegia a quien lo tiene. (…). Se incluye
por medio de la exclusión. Quienes llegaban a
estar incluidos en la categoría persona lo estaban
porque precisamente otros estaban excluidos, o,
incluso, sustraídos. Solo a partir del contraste era
posible. El proceso de personicación coincide
con el de despersonicación” (2023: 251 y 275).
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ahora de recorrer la vía y la propuesta de
una ciudadanía cosmopolita stricto sensu,
sino más bien cuestionar si la realización
de aquella universalización del postulado
de la ciudadanía ha de pasar por la cons-
trucción de un Estado mundial, si quedan
disipados los riesgos de que algún tipo
de gobierno de semejante tamaño no pu-
diera actuar despóticamente o si, por el
contrario, hay otras alternativas que no
pongan el acento universalizador en el
Estado sino en el ciudadano. La pregunta
sería algo así: ¿una unión de Estados o de
individuos?
5. La sociedad global es
una unión de individuos
cosmopolitas
Los derechos humanos universales preci-
san un régimen político y jurídico igual-
mente universal para su protección. Tene-
mos la suerte de contar con un magnífico
autor que explicitó tempranamente estas
cuestiones. Las enseñanzas que Kant nos
ofreció en Hacia la paz perpetua siguen
siendo pistas muy válidas para pensar
hoy estos problemas. Kant proclamó, en
dicha obra, un Segundo artículo definitivo
para la paz perpetua que preceptúa que
«el derecho de gentes debe fundarse en
una federación de Estados libres». Para
el filósofo de Königsberg, del que este
año 2024 estamos celebrando el tercer
centenario de su nacimiento, la paz pasa
irremediablemente por un pacto entre los
pueblos:
Los Estados con relaciones recíprocas entre
sí no tienen otro medio, según la razón, para
salir de la situación sin leyes, que conducen
a la guerra, que el de consentir leyes públi-
cas coactivas de la misma manera que los
individuos entregan su libertad salvaje (sin
leyes) y formar un Estado de pueblos (ci-
vitas gentium) que (siempre, por supuesto,
en aumento) abarcaría finalmente a todos
los pueblos de la tierra (1985: 24-26).
No olvidemos que para Kant la constitu-
ción a la que alude en el Primer artículo
definitivo que debe poseer todo Estado
debe ser republicana. Esa forma republi-
cana sería algo semejante a lo que hoy se
entiende por Estado de Derecho. Por tan-
to, la federación a instaurar es una unión
de Estados republicanos o Estados de De-
recho. En todo caso, la federación, como
mantiene independencias y separaciones
entre los Estados que la conforman, es
mejor que la unión o fusión de todos ellos
en un único gobierno o potencia mundial
«que se convirtiera en una monarquía
universal, porque las leyes pierden su efi-
cacia al aumentar los territorios o gobier-
nos y porque un despotismo sin alma cae
al final en anarquía, después de haber
aniquilado los gérmenes del bien» (Kant,
1985: 40).
De forma contemporánea, dos eminentes
filósofos de la política como Michael Wal-
zer y John Rawls han alertado, en clave
kantiana, de los riesgos de un gobierno
mundial desde razones de distinta índo-
le. El primero ha objetado la inviabilidad
o imposibilidad de semejante sistema,
mientras que Rawls ha remarcado su
carácter indeseable e innecesario. Para
Walzer, los Estados en su sentido westfa-
liano siguen siendo el último reducto para
la protección de los derechos. Pero no es
menos relevante que también sean los
principales vulneradores de esa misma
protección, y «eso es igualmente cierto
con respecto a todos los demás agentes
imaginables, incluido un hipotético go-
bierno mundial» (2010: 362). Rawls, en
su rechazo del Estado mundial, se basa
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en dos argumentos: primero, retomando
la tesis kantiana de que tal Estado sería
o bien un imperio despótico, o bien un
poder inestable incapaz de contener las
demandas de independencia de los pue-
blos; y, segundo, en la afirmación de que
la pluralidad de Estados puede ser su-
ficiente para la paz bajo la asunción de
que las democracias no han entrado en
guerras abiertas entre sí (2001: 49 y ss.)7.
El contexto adecuado para pensar la uni-
versalidad de los derechos del ciudadano
cosmopolita es una sociedad de Estados
de Derecho igualmente cosmopolita. Así
también lo ha visto, desde una lectura
kantiana, el filósofo alemán Jürgen Ha-
bermas:
El modelo normativo para una comunidad
que no tiene la posibilidad de exclusión es el
universo de personas morales, el “reino de
los fines” de Kant. No es casual por lo tan-
to que en una sociedad cosmopolita sean
sólo los “Derechos Humanos” los que con-
formen el marco normativo de la misma, es
decir, las normas jurídicas con un exclusivo
contenido moral.
(…) Mientras que la solidaridad de los ciu-
dadanos de un Estado está arraigada en
una particular identidad colectiva, la solida-
ridad colectiva, la solidaridad cosmopolita
debe apoyarse exclusivamente en el univer-
salismo moral expresado en los Derechos
Humanos (2000: 140).
Es decir, es la idea de universalidad de
los derechos humanos la que gobierna la
conformación de la sociedad cosmopoli-
ta. Ello implica que la garantía universal
de los mismos derechos para todos por
igual debe ser efectiva en esa comunidad
7 Sobre los riesgos de que un gobierno mundial
se convierta en tiránico han alertado, entre otros,
Habermas (2002: 147-155), Muguerza (1996:
347 y ss.) y Lefort (2007: 325 y ss.).
cosmopolita de Estados. Ahora bien, en
un mundo cada vez más globalizado en lo
económico y más desigual en lo humano,
difícil se hace pensar en esa universali-
dad de trato que requiere la constitución
de una ciudadanía cosmopolita. Dema-
siadas evidencias desmienten hoy que la
aspiración universalista de la condición
de ciudadano llegue a ser una realidad
cercana. Por ello, en el actual contex-
to de globalización-localización y ante la
percepción de los ciudadanos sobre sus
compromisos en torno a diferentes es-
tratos de lealtades dentro y más allá de
los Estados, se produce un creciente re-
conocimiento de la necesidad de recon-
ceptualizar la ciudadanía en las diferentes
esferas, espacios y lugares en los cuales
el ciudadano interactúa, en los que la
identidad nacional es tan sólo una más de
entre las distintas formas de pertenencia
posibles. Este nuevo concepto de «ciuda-
danía global» va surgiendo de la influen-
cia que las instituciones multinacionales
e intergubernamentales ejercen sobre la
vida de los ciudadanos, que «urgen el
reconocimiento de la necesidad de forta-
lecer los derechos, las obligaciones y la
responsabilidad más allá de las fronteras
nacionales» (Lucena Cid, 2006: 253). En
los ordenamientos jurídicos de la mayoría
de los Estados del mundo seguimos ha-
llando normas que discriminan, de forma
más o menos tajante, entre ciudadanos y
extranjeros. Estas regulaciones claramen-
te apuntan a una dirección contraria del
camino que esperaríamos que recorriera
un programa político en clave cosmopoli-
ta. Como bien ha denunciado el profesor
Ermanno Vitale:
Estas leyes son contradictorias no sólo des-
de la perspectiva del universalismo cosmo-
polita, que aspira a la abolición de la dife-
rencia entre derechos fundamentales de la
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persona y del ciudadano, sino que también
privan a los migrantes, de forma absoluta-
mente incoherente, del ejercicio de los de-
rechos del individuo previstos por las mis-
mas constituciones de los Estados. De este
modo, se tiende de nuevo a transformar los
derechos universales del individuo en privi-
legios de la ciudadanía (2006: 54).
Si las ideas están, falta en cambio la vo-
luntad política de llevarlas a cabo. Aun
así, se han producido propuestas desde
las teorías de la democracia que ponen de
manifiesto que la federación de Estados
organizados por reglas cosmopolitas no es
un ideal lejano tan utópico.
6. Los fundamentos de una
democracia cosmopolita
Algunos autores han sugerido algunos
primeros pasos para repensar la demo-
cracia de base cosmopolita. David Held,
entre otros, ha estudiado ampliamente en
qué consistiría ese modelo cosmopolita
de democracia, y sostiene que sería aquél
que «promovería la creación de un poder
legislativo y un poder ejecutivo transna-
cionales, efectivos en el plano regional y
en el global, cuyas actividades estarían
limitadas y contenidas por el derecho de-
mocrático básico» (1997: 321).
No es preciso entrar aquí a debatir cues-
tiones particularmente operativas acerca
de la viabilidad y gestión de un sistema
internacional de democracia cosmopolita.
Pero creo que, al menos como ideal ilus-
trado y regulativo, una noción de ciudada-
nía universal que garantice los derechos
básicos de todas las mujeres y hombres
a vivir en paz y seguridad, a las libertades
civiles y políticas y a una igualdad basada
en una justa distribución de recursos, ne-
cesita, igualmente, un modelo de gobier-
no democrático cosmopolita. Este tipo de
gobierno, para ser estable y no opresivo,
descartada su versión despótica mundial,
no estaría alejado de una suprafedera-
ción que dejara importantes márgenes de
competencias a los distintos centros de
decisión política, ya se sitúen estos en el
nivel estatal, infraestatal o supraestatal8.
Nada de todo ello exige la extinción, a
la vista está, de los Estados nacionales
como entidades políticas básicas9. Lo que
8 No haciendo justicia al amplio y rico trata-
miento que ofrecen los siguientes autores, debo
sin embargo simplicar sus argumentos en ex-
ceso para dejar anotadas posturas similares a la
aquí mantenida: Habermas apuesta por un cos-
mopolitismo más débil que el de Held, y más cer-
cano al planteamiento kantiano que, a través de la
sociedad civil y la opinión pública y de estructu-
ras aceptadas por los Estados en un largo proceso
de democratización internacional, desembocaría
en una organización internacional aunque sin for-
ma estatal (2009: 132-134). Höe aboga por una
república mundial con parlamento bicameral, po-
der ejecutivo y poder judicial, compatible con los
Estados, pero que “no es tan mínima como pare-
ce en un primer momento” (2011: 14 y 25-28).
Jesús González Amuchastegui también defendió
la creación de instituciones legislativas, ejecu-
tivas y judiciales con competencias universales
pero compatibles con los Estados nacionales
(2004: 295). Ferrajoli, por su parte, en una pos-
tura intermedia entre las dos anteriores, propone
desarrollar sobre todo las instituciones globales
de garantía, especialmente las judiciales, y no
tanto las instituciones puramente gubernamenta-
les (2011: 118-133). Isabel Turégano, tras armar
categóricamente que “todo Estado mundial se-
ría, ipso facto, tiránico”, propone un pluralismo
constitucional sin prioridad del legislativo, a lo
que llama democracia postrepresentativa para el
orden mundial (2010: 99).
9 Me parece que se produce, a diferencia de
tesis más laxas mantenidas en trabajos suyos
anteriores, una fuerte rearmación de Martha
Nussbaum, en su último libro, en defensa del
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sí exige el planteamiento cosmopolita es
prescindir, en algún grado, de la noción
de soberanía como característica depo-
sitada exclusiva y excluyentemente en el
Estado. No se trata solo de que los Esta-
dos dejen de detentar su poder soberano
en la forma clásica en que lo han venido
ejerciendo, sino en avanzar hacia fórmu-
las que rompan con la forma tradicional
de entender el Estado soberano moderno:
no se trataría tanto de reubicar hacia arri-
ba la soberanía estatal, ahora, en instan-
cias supranacionales, sino de dispersarla
en horizontal entre distintos ámbitos su-
perpuestos de decisión y, por tanto, entre
diferentes autoridades interconectadas
en distintas escalas. Y ello asumiendo
que los individuos mantenemos vínculos,
unos más fuertes y otros más débiles, si-
multáneamente con las diferentes comu-
nidades políticas a las que pertenecemos
a distintos niveles (local, nacional, supra-
nacional…). Esos diferentes estratos de
lealtades encontrarán mejor acomodo en
una pluralidad interconectada de centros
decisorios, más que pretender cobijarlos
todos ellos bajo un único centro de po-
der10. La idea ya ha sido avanzada por
Juan Carlos Bayón con la noción de go-
bierno democrático postsoberano:
Una organización política post-soberana se-
ría un sistema policéntrico basado en una
“papel moral fundamental de la nación”, pues la
nación “constituye la mayor unidad que sirve de
vehículo efectivo a la autonomía humana y que
es responsable ante las voces de las personas”
(2020: 25).
10 El planteamiento sigue la cadencia de Tho-
mas Pogge: “Los individuos deben ser ciudada-
nos de una pluralidad de unidades políticas de
varios tamaños y gobernarse a sí mismos a través
de ellas, sin que ninguna unidad política sea do-
minante y desempeñe de ese modo el papel tradi-
cional del Estado” (1992: 58).
distribución horizontal de competencias
entre distintas unidades políticas de diversa
magnitud geográfica, sin ninguna autoridad
suprema en ningún nivel (2008: 43)11.
Existen, desde luego, otras alternativas
que apuntan, más drásticamente, hacia
la desaparición del concepto mismo de
ciudadanía. Hace algunos años Luigi Fe-
rrajoli ya escribió:
La exigencia más importante que proviene
hoy de cualquier teoría de la democracia
que sea congruente con la teoría de los de-
rechos fundamentales es alcanzar —sobre
la base de un constitucionalismo mundial
ya formalmente instalado a través de con-
venciones internacionales mencionadas,
pero de momento carente de garantías—
un ordenamiento que rechace finalmente
la ciudadanía: suprimiéndola como status
privilegiado que conlleva derechos no reco-
nocidos a los no ciudadanos, o, al contrario,
instituyendo una ciudadanía universal; y por
tanto, en ambos casos, superando la dico-
tomía ‘derechos del hombre/derechos del
ciudadano’ y reconociendo a todos los hom-
bres y mujeres del mundo, exclusivamen-
te en cuanto personas, idénticos derechos
fundamentales (2010: 119)12.
11 Y ello sin optimismos desmedidos pues, al
n y al cabo, “la democracia parece exigir que
alguna unidad política tenga autoridad última y
sea por tanto soberana” y todavía hoy “tal vez la
mejor forma de mantener los valores democráti-
cos razonablemente a salvo en una época de cre-
cientes interacciones transnacionales sea reforzar
y mejorar el proceso democrático dentro de los
estados-nación” (Bayón, 2008: 45 y 46).
12 En sentido similar, Michelangelo Bovero
arma: “los derechos de ‘ciudadanía política’,
los derechos de participación en el proceso de de-
cisión política, deben ser considerados derechos
de la persona, es decir, corresponden (deberían
corresponder) a todo individuo en tanto que es
persona, en la medida en la cual la persona está
sometida a esas decisiones políticas: y no hay
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Se debe reconocer el atractivo de la pro-
puesta ferrajoliana acerca de la necesidad
de superar un concepto anquilosado de
ciudadanía, pero quizás la idea de la ex-
tinción de dicha categoría no sea por el
momento lo más propicio. En ausencia
de un Estado mundial (que tampoco es
deseable su llegada, ya vimos, por despó-
tico), la ciudadanía me temo que segui-
rá atada al marco de los Estados-nación:
ahora bien, son Estados, repito, que se
confederan y avanzan en un proyecto
cosmopolita de Estados de Derecho. Es
decir, la propuesta más razonable me
parece que pasa, no por el constituciona-
lismo mundial, sino por la confederación
de Estados constitucionales. Una vez ad-
mitida esa premisa, el mantenimiento del
Estado-nación se hace necesario. Cuando
ese Estado-nación se confedera en la so-
ciedad cosmopolita, la figura del ciudada-
no también debe superar su ligazón del
estricto ámbito nacional y ampliarse hacia
la inclusión e integración cosmopolita.
En cuanto al contenido que debe recoger
esa ciudadanía inclusiva, tras la temprana
defensa que hizo Francisco de Vitoria en
1539, en el contexto de la colonización
española, del derecho natural de tránsito
(ius communicationis) frente a la volun-
tad del soberano para negar al huésped
el derecho de hospitalidad, nuevamente
podemos hallar en Hacia la paz perpetua
algunas pistas acerca de los alcances y
límites de esa integración. Kant, en su
Tercer artículo definitivo para alcanzar la
paz, consagra que «el derecho cosmopo-
lita debe limitarse a las condiciones de la
hospitalidad universal»:
ninguna razón válida para excluir a alguno de
aquellos que están sometidos (de manera estable)
a un ordenamiento normativo del derecho a parti-
cipar en la formación de ese mismo ordenamien-
to” (2002: 24).
Se trata en este artículo, como en los an-
teriores, de derecho y no de filantropía, y
hospitalidad significa aquí el derecho de un
extranjero a no ser tratado hostilmente por
el hecho de haber llegado al territorio de
otro (…). No hay ningún derecho de hués-
ped en el que pueda basarse esta exigencia
(para esto sería preciso un contrato espe-
cialmente generoso, por el que se le hiciera
huésped por cierto tiempo) sino un derecho
de visita, derecho a presentarse a la socie-
dad, que tienen todos los hombres en virtud
del derecho de propiedad en común de la
superficie de la tierra (1985: 63 y 64)13.
Las limitaciones de este derecho de visita
se revelan evidentes. Por un lado, este de-
recho se circunscribe a la visita, a recorrer
las regiones de otros Estados como visi-
tante, pero no a «establecerse en el suelo
de otro pueblo (ius incolatus), para el que
se requiere un contrato especial» (Kant,
2005: 193). Por otro lado, este derecho
traslada el acento que recaía sobre el indi-
viduo, que se vinculaba con el Estado sin
ser ciudadano, a las relaciones entre Es-
tados. El espíritu altruista, humanitario, de
la hospitalidad, que parecía incidir sobre
el individuo que la solicitaba, se sustituye
por la prerrogativa del soberano de conce-
der el derecho de visita. Es el anfitrión, y
no el huésped, el que tiene potestad para
decidir quién y en qué condiciones se
puede visitar su territorio.
Mary Kaldor ha realizado una interesante
ampliación de este «derecho de hospita-
lidad» al que había quedado reducido el
cosmopolitismo kantiano. La internacio-
nalista británica apuesta por una «nueva
forma de movilización política cosmopo-
lita», un enfoque distinto para intentar
13 Ver, al respecto, el cap. 1, “Sobre la hospita-
lidad: una relectura del derecho cosmopolita de
Kant”, de Benhabib (2005: 29 y ss.).
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solucionar los actuales conflictos bélicos.
Lo que se necesita, apunta Kaldor, es
«una respuesta mucho más política a las
nuevas guerras». Frente a la táctica de
sembrar miedo y odio debe oponerse la
estrategia de pacificación; a la política de
la exclusión debe oponérsele la política de
la inclusión; a la criminalidad violenta de
los caudillos debe oponerse el respeto a
los principios internacionales y las normas
legales. El cosmopolitismo de Kaldor es el
de la pacificación mediante la extensión
del imperio de la ley. Es el sometimiento al
Derecho —al Derecho internacional de los
derechos humanos— la vía para alcanzar
la sociedad cosmopolita de Estados con-
federados. A la ley del más fuerte hay que
oponer la ley del Estado de Derecho:
El ‘cosmopolitismo’, usado en sentido kan-
tiano, implica la existencia de una comuni-
dad humana con ciertos derechos y debe-
res compartidos. En ‘La paz perpetua’, Kant
preveía una federación mundial de Estados
democráticos en la que el derecho cosmo-
polita se redujese al derecho de ‘hospitali-
dad’: los extranjeros y forasteros debían ser
acogidos y tratados con respeto. Yo empleo
el término de forma más amplia, para de-
signar una visión política positiva, que com-
prenda la tolerancia, el multiculturalismo, el
civismo y la democracia, y un respeto más
legalista a ciertos principios universales y
prioritarios que deberán servir de guía a las
comunidades políticas en varias dimensio-
nes, incluida la dimensión mundial. Estos
principios están ya contenidos en varios tra-
tados y convenios que componen el conjun-
to del derecho internacional (Kaldor, 2001:
147 y 149).
Desearía ir concluyendo con dos puntos
con los que, me parece, debería ser com-
pletada la idea de democracia cosmopoli-
ta que aquí he tratado de esbozar.
En primer lugar, el cosmopolitismo no de-
bería aspirar a un consenso de máximos
en torno a valores y principios que no pu-
dieran compartirse por la mayoría de los
Estados confederados. Es un acuerdo de
mínimos el que debe animar la constitu-
ción del orden cosmopolita. Y ese acuer-
do, que por mínimo no es por ello menos
exigente, encontraría su base y contenido
en los derechos humanos fundamenta-
les. O dicho al contrario: la cultura polí-
tica cosmopolita no puede ir más allá de
aquellos valores que puedan hacerse va-
ler con vocación objetiva y universalizable.
Los derechos humanos fundamentales,
junto con los deberes inherentes exigibles
a todo individuo, serían el mejor conteni-
do —y único posible— para integrar ese
consenso mínimo pero riguroso. Fuera
de dicho consenso tendrían que quedar
aquellas opciones que, en aras también
de salvaguardar el irreducible pluralismo,
no dejarían de pasar por identidades cul-
turales y reivindicaciones colectivas que,
si bien pueden ser muy importantes y re-
querirán atención por la democracia cos-
mopolita, no se integran en ese mínimo
compartido universal. Bien lo ha expresa-
do Michael Ignatieff:
Un régimen universal para la protección de
los Derechos Humanos debe ser compatible
con el pluralismo moral. Es decir, debe ser
posible mantener regímenes de protección
de los Derechos Humanos en civilizaciones,
culturas y religiones muy diversas, cada una
de las cuales discrepa de las otras acerca
de lo que debe ser la buena vida. Otra forma
de expresarlo es la siguiente: las personas
de diferentes culturas pueden seguir estan-
do en desacuerdo sobre lo bueno, pero en
cualquier caso están de acuerdo en lo que
es insoportable e injustificablemente malo
(2003: 79).
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La segunda puntualización que no hay
que descuidar es el riesgo que corren las
instituciones supranacionales (ya no di-
gamos las universales) de convertirse en
instancias alejadas de los compromisos
que despiertan la confianza del ciudada-
no. Un concepto ampliado de ciudadanía
rápidamente se topa con esta limitación
que acertadamente constató Habermas
cuando afirmaba que «en la vida política
de un ciudadano se superponen muchas
lealtades que se pueden valorar indivi-
dualmente de forma muy diferente: entre
otras, los lazos políticamente relevantes
con la región de origen, con la ciudad o
la provincia del correspondiente lugar de
residencia, con el país o la nación, etc.»
(2012: 73). Appiah se ha referido tam-
bién a un cosmopolitismo arraigado que
comienza entablando un diálogo con el
entorno más cercano y se va abriendo y
ampliando hasta conversar imaginativa-
mente con la entera humanidad acerca
de aquello que, siendo diverso, es sin em-
bargo compartido (2007: 366-367)14. En
nuestro ámbito hispanohablante, Eusebio
Fernández ha mostrado su preocupación
por el acople de esta dualidad de lealtades
entre lo cercano y lo lejano, entre lo que
nos acerca y une universalmente y a la
vez demanda el respeto a las diferencias
que nos separan, apuntando como solu-
14 Este planteamiento está en sintonía con la
propuesta de De Julios-Campuzano de un cos-
mopolitismo gradual que, “el al legado de la
modernidad y al discurso universalista de los
derechos aspira a la realización, cada vez más
acabada, del ideal cosmopolita (…). Que trata de
crear las condiciones para la superación del viejo
paradigma estatalista de la política y del derecho,
una nueva forma de pensar la organización social
desde el reconocimiento de la globalidad crecien-
te y desde el pluralismo característico de nues-
tras sociedades, cada vez más interdependientes”
(2016: 356).
ción posible la proclamación de una doble
nacionalidad (cosmopolita y nacional) y la
defensa de un patriotismo cosmopolita
como postura más moderada ante la pro-
puesta de una ciudadanía mundial sin re-
servas, que «de solidaridades y lealtades
particulares se dirige hacia solidaridades
y lealtades cosmopolitas y que se apoyan
entre sí para evitar tanto el patriotismo ex-
cluyente e inmoderadamente nacionalis-
ta, como un cosmopolitismo insulso y sin
contenidos» (2004: 328).
Apuntaba el profesor Fernández García
que el sentimiento de pertenencia a una
sociedad cosmopolita nunca va a poder
sustituir satisfactoriamente el sentimiento
de pertenencia a comunidades naciona-
les concretas. Son necesarias ambas leal-
tades y ambos conceptos de ciudadanía.
La identidad personal va unida irremedia-
blemente a un sentimiento de pertenen-
cia a comunidades concretas, particula-
res y necesariamente cercanas por ser el
lugar propio de los afectos y vínculos de la
familia, la amistad y el vecindario. En una
sociedad cosmopolita se debe cuidar por
no desatar esos lazos. La ciudadanía cos-
mopolita, a secas, corre el riesgo —alerta-
ba Fernández García— de convertirse en
una estructura artificial y fría:
Me produce gran zozobra que se desee
crear un futuro de ciudadanos desarraiga-
dos. Los valores cosmopolitas nunca van
a sustituir al ideal de pertenencia a comu-
nidades más pequeñas, comunidades con
las que nos identificamos y que conforman
el contexto de nuestra existencia cotidiana.
Unos y otros deben complementarse en-
tre sí, pero no reemplazarse (…). La idea
de pertenencia a una comunidad política,
abarcable y diferenciada, con la que nos
sentimos identificados y comprometidos,
aunque sea de forma parcial y relativa, es
un elemento muy importante (…). El patrio-
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tismo, el amor a la patria, es un sentimiento
individual y una virtud social y política que
no puede ser impuesta y que, por tanto, di-
fícilmente puede considerarse el contenido
de obligaciones morales y jurídicas. Quizá
el equilibrio adecuado entre un patriotismo
que excluya al nacionalismo exacerbado y
una actitud cosmopolita sea lo más correcto
(2001: 13, 14 y 115).
Ante el riesgo de crear instituciones inter-
nacionales demasiado superficiales pare-
cería preferible situarse en una posición
más moderada y prudente que tuviera a
bien combinar, pero nunca sustituir, am-
bos ideales de ciudadanía. Este correcto
acomodo entre la dimensión democrática
de la ciudadanía, atada normalmente a
lealtades territoriales, y el ideal del cos-
mopolitismo, con su vocación universalis-
ta deslocalizada, es uno de los principales
retos, a mi entender, que enfrenta hoy la
teoría contemporánea de los derechos
humanos.
7. Conclusiones
De todo lo hasta aquí expuesto cabe con-
cluir que el concepto de ciudadanía es cla-
ve a la hora de analizar y valorar la calidad
de las democracias abiertas y plurales.
La consideración de ciudadano reivindica
una situación de dignidad, autonomía, li-
bertad e igualdad, base y fundamento de
los derechos humanos básicos. El univer-
salismo de los derechos humanos sería
coincidente, en su ideal regulativo, con la
aspiración de una condición de ciudada-
nía igualmente universal. Y eso solamente
es posible si nos situamos en el marco de
una democracia, como hemos definido,
cosmopolita y no excluyente.
La idea de democracia cosmopolita, que
representa el modelo de ciudadanía que
mejor responde a las exigencias —con-
vertidas en derechos— del respeto a la
dignidad humana, está llamada a funda-
mentar el ideal que debe servir para mar-
car el camino a seguir. Sin embargo, es
posible que por largo tiempo tenga que
convivir con las formas de ciudadanía de-
rivadas de relaciones de poder específi-
cas y concretas, arraigadas al marco del
Estado-nación, que no son producto de
la arbitrariedad ni del azar sino resultado
de procesos históricos ya irreversibles,
muchas veces bélicamente injustos, pero
no inmutables. Tomando en préstamo la
frecuente expresión de Sánchez Rubio
cuando aboga por «construir un mundo
donde quepan muchos mundos» (2024:
19), de lo que se trata, en definitiva, es de
construir una cosmópolis donde quepan
muchas polis, y no solo unas pocas.
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