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Vol. 18 (2) – Noviembre 2024 - http://dx.doi.org/10.21110/19882939.2024.180218
CeIR Vol. 18 (2) –Noviembre 2024 ISSN 1988-2939 – www.ceir.info
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Trenzando tradiciones: la psicología humanista norteamericana y
sus lazos con el psicoanálisis post-freudiano
Matías Méndez1
Universidad Diego Portales, Santiago de Chile.
La psicología humanista y el psicoanálisis suelen ser representados como dos corrientes teóricas
contrapuestas e irreconciliables. Ambos enfoques se presentan en forma dicotómica,
reproduciéndose un relato equivocado acerca de la relación que la segunda y la tercera fuerza han
mantenido a lo largo de su historia. Este relato tiende a omitir los numerosos lazos genealógicos que
emparentan a estas dos tradiciones a través del intercambio personal y académico entre los
fundadores del movimiento humanista norteamericano (Maslow, Rogers, May, Perls, etc.) y algunos
destacados representantes del psicoanálisis post-freudiano (Adler, Rank, Horney, Sullivan, etc.). En
este artículo se presenta un breve repaso por los principales vínculos que conectan a la segunda y la
tercera fuerza de la psicología, demostrando que las bases conceptuales y clínicas de la psicología
humanista se forjaron, en gran medida, a partir de la recepción de un conjunto de ideas provenientes
del campo del psicoanálisis post-clásico.
Palabras clave: Psicología Humanista, Psicoanálisis, Psicoanálisis Interpersonal, Carl Rogers, Harry
Stack Sullivan, Sándor Ferenczi
Humanistic psychology and psychoanalysis are often portrayed as two opposing and irreconcilable
theoretical currents. Both approaches are presented in a dichotomous manner, perpetuating a
misleading narrative about the relationship between the second and third forces throughout their
history. This narrative tends to overlook the numerous genealogical ties that connect these two
traditions through the personal and academic exchanges between the founders of the North
American humanistic movement (Maslow, Rogers, May, Perls, etc.) and prominent representatives
of post-Freudian psychoanalysis (Adler, Rank, Horney, Sullivan, etc.). This article provides a brief
overview of the main links connecting the second and third forces in psychology, demonstrating that
the conceptual and clinical foundations of humanistic psychology were largely shaped by the
reception of a set of ideas from the field of post-classical psychoanalysis.
Key Words: Humanistic Psychology, Psychoanalysis, Interpersonal Psychoanalysis, Carl Rogers,
Harry Stack Sullivan, Sándor Ferenczi.
English Title: Braiding Traditions: North American Humanistic Psychology and Its Connections with
Post-Freudian Psychoanalysis
Cita bibliográfica / Reference citation:
Méndez, M. (2024). Trenzando tradiciones: la psicología humanista norteamericana y sus lazos con
el psicoanálisis post-freudiano. Clínica e Investigación Relacional, 18 (2): 457-484. [ISSN 1988-2939]
[Recuperado de www.ceir.info ] DOI: 10.21110/19882939.2024.180218
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Dirección de correo electrónico: ps.matiasmendez@gmail.com
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Introducción.
La psicología humanista y el psicoanálisis suelen ser representados como dos tradiciones
fundamentalmente contrapuestas e irreconciliables. Los textos introductorios y de historia de la
psicología tienden a situar a estas dos corrientes en una relación de radical discontinuidad,
subrayando sus diferencias y enfocándose en las críticas formuladas por los precursores del
humanismo norteamericano al psicoanálisis freudiano y sus desarrollos posteriores. Según este
relato, la psicología humanista habría surgido como una reacción ante los excesos y las limitaciones
de la psicología experimental conductista y el psicoanálisis, definiendo su proyecto en abierta
oposición a las propuestas avanzadas por estos dos enfoques. Este relato se reproduce
incansablemente en las aulas universitarias, dando a entender –a mi juicio, erróneamente- que el
movimiento humanista y el psicoanálisis se ubican en veredas diametralmente opuestas tanto en
términos históricos como teórico-clínicos.
Si bien es cierto que el movimiento humanista surgió, al menos en parte, como un intento por
superar las limitaciones percibidas tanto en el psicoanálisis como en el conductismo (Bugental,
1964; Evans y Hearn, 1977; Maslow, 2012), cabe señalar que la división que tradicionalmente se
establece entre la “segunda” y la “tercera fuerza” de la psicología moderna dista de ser tan tajante
y absoluta como generalmente se piensa (Hoffman, 2003; Portnoy, 1999). Aun con todas sus
notables diferencias en los planos teórico y metodológico, existe un conjunto de “lazos
genealógicos” que emparentan tanto histórica como teóricamente a estas dos tradiciones
psicológicas –verdaderas “relaciones de parentesco” que, aun estando a la vista, suelen ser omitidas
por quienes hoy se identifican con la perspectiva humanista.
Por un lado, sabemos que algunos de los fundadores del humanismo norteamericano iniciaron sus
carreras en el campo del psicoanálisis (p. ej. Fritz Perls, Laura Perls, Rollo May, Andras Angyal),
realizando importantes contribuciones al desarrollo y la expansión de este enfoque tanto en los
Estados Unidos como en otras partes del mundo. Por otro lado, algunos de los precursores del
movimiento humanista (p. ej. Carl Rogers, Abraham Maslow) fueron influidos directa o
indirectamente por el pensamiento de destacados analistas post-freudianos, incluyendo a Sándor
Ferenczi, Otto Rank, Alfred Adler, Wilhelm Reich, Carl Gustav Jung, Karen Horney y Erich Fromm.
Sobre esta base, es preciso reconocer que muchas de las ideas desarrolladas por los primeros
psicólogos humanistas ya se encontraban prefiguradas, o al menos insinuadas, en la obra de
algunos notables representantes del psicoanálisis (Ansbacher, 1990; Hoffman, 2003). En este
sentido, el movimiento humanista mantiene, hasta el día de hoy, una importante deuda intelectual
con un nutrido grupo de analistas post-clásicos.
En general, los lazos que vinculan al psicoanálisis y el humanismo norteamericano comprometen a
un conjunto de autores post-freudianos cuyas propuestas se sitúan por fuera de los márgenes del
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discurso hegemónico del psicoanálisis ortodoxo (Hoffman, 2003). Se trata de analistas que
plantearon alternativas al modelo pulsional y la técnica analítica clásica, dando cuenta de una
sensibilidad diferente de la que ha primado históricamente en el seno de la tradición principal del
psicoanálisis. Autores como Sándor Ferenczi, Otto Rank, Wilhelm Reich, Frieda Fromm-
Reichmann, Erich Fromm o Harry Stack Sullivan encarnaron una aproximación a la clínica que, al
tiempo que se distanció de la ortodoxia freudiana, se acercó bastante al espíritu que anima a las
psicoterapias humanistas (Hoffman, 2003; Orange, 2012, 2013). Son precisamente estos autores y
sus vínculos con el humanismo norteamericano los que tienden a ser omitidos por los adherentes
de este enfoque, resultando en la instalación de una representación incompleta y sesgada sobre los
orígenes y la identidad teórica de la psicología humanista.
Cabe recordar que algunos de estos analistas y sus ideas fueron activamente excluidos del discurso
y la historia oficiales del psicoanálisis. Diversos autores han hecho notar que, a lo largo de su
historia, el establishment psicoanalítico ha sido implacable a la hora de castigar y marginar la
disidencia (Aron, 2013, 2016; Aron y Starr, 2012; Grosskurth, 1991; Hoffman, 2003; Orange, 2013;
Sassenfeld, 2020). En diferentes episodios de la historia del psicoanálisis, la pureza de la teoría y del
método psicoanalíticos ha sido cautelada a través de la segregación de quienes han planteado
visiones divergentes, junto con la imposición de un discurso y una práctica unívocas, hegemónicas
y excluyentes (Aron y Starr, 2012; Grosskurth, 1991; Sassenfeld, 2020). Se trata de una tendencia
que ha calado profundamente en la definición identitaria del movimiento psicoanalítico, así como
en el modo en que el psicoanálisis se ubica en relación a las demás perspectivas psicológicas y
psicoterapéuticas (Aron, 2016; Aron y Starr, 2012).
Esta veta ortodoxa acabó por consolidarse como la posición dominante a mediados del siglo XX en
los Estados Unidos, de la mano de un grupo de analistas europeos que arribaron a Norteamérica
escapando de la Segunda Guerra Mundial (Aron y Starr, 2012; Safran, 2009). Durante las décadas
de 1950 y 1960 –la misma época en que la psicología humanista se estableció como una corriente
psicológica independiente-, el psicoanálisis norteamericano, en asociación con la medicina y la
psiquiatría científicas, cerró filas en torno a un modelo marcadamente monolítico y elitista (Aron y
Starr, 2012). Fue en este periodo que el psicoanálisis norteamericano se desmarcó tajantemente de
la psicoterapia, trazando una línea divisoria y una jerarquía donde el psicoanálisis ocupaba una
posición superior, en detrimento de los demás enfoques clínicos (incluyendo a la psicología
humanista y a otras vertientes no-ortodoxas del psicoanálisis) (Aron, 2016; Aron y Starr, 2012;
Safran, 2009). Aun cuando siempre hubo otras voces y propuestas paralelas al interior de la
comunidad psicoanalítica estadounidense (p. ej. el “Psicoanálisis Interpersonal” de Harry Stack
Sullivan en Nueva York o la “Terapia de la Relación” de Otto Rank en Filadelfia), estas escuelas
representaron un contrapunto marginal, desprovistas de la autoridad, el poder, el prestigio, la
influencia y el respaldo institucional con los que estaba investido el psicoanálisis ortodoxo (Lionells
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et al., 1995; Orange, 2013). En gran medida, su estatuto marginal tuvo que ver con sus claras
diferencias con el modelo oficial, así como con su afinidad con las propuestas de ciertos enfoques
psicoterapéuticos no-psicoanalíticos (Orange, 2013).
Las críticas establecidas por los primeros humanistas al psicoanálisis apuntaban a las premisas
filosóficas, metodológicas y teóricas sustentadas por esta vertiente ortodoxa estadounidense
(Ramey y Leming, 2022). Los fundadores del movimiento humanista articularon sus propuestas en
contraposición a este discurso psicoanalítico dominante (Maslow, 2012), reconociendo las
diferencias que existían entre esta visión ortodoxa –más próxima los planteamientos originales de
Sigmund Freud- y las ideas promovidas por los analistas disidentes. En este contexto, muchos de
los cuestionamientos planteados por los psicólogos humanistas resultaban congruentes con las
modificaciones introducidas por diversos analistas post-freudianos al modelo oficial, existiendo una
clara afinidad entre las propuestas de dichos autores y algunos de los principios teórico-clínicos de
la tercera fuerza. Como veremos, esta afinidad puede entenderse como el resultado de la
transmisión de un conjunto de ideas, conceptos e intuiciones clínicas desde el ámbito del
psicoanálisis post-clásico (no-ortodoxo) hacia el campo de la psicología humanista durante la
prehistoria y las etapas formativas del movimiento humanista norteamericano.
En este trabajo me propongo dar cuenta de la importante influencia ejercida por el psicoanálisis
post-freudiano sobre el surgimiento y el desarrollo del enfoque humanista estadounidense. Mi
principal intención consiste en demostrar hasta qué punto el relato que contrapone al humanismo
y el psicoanálisis se sustenta sobre una serie de malos entendidos y omisiones que limitan nuestra
comprensión sobre los lazos que vinculan a estas dos perspectivas psicológicas. En primer lugar,
propondré que dicho relato se basa en una interpretación equivocada del proyecto original de la
tercera fuerza, así como en una representación errónea del psicoanálisis como una corriente
unitaria y homogénea. En segundo lugar, haré un breve repaso por los “lazos genealógicos” que
emparentan al psicoanálisis post-freudiano con el humanismo norteamericano, recapitulando
algunas de sus conexiones personales y teóricas más relevantes. Finalmente, concluiré este ensayo
resumiendo y complementando los principales puntos expuestos con algunas observaciones
adicionales acerca de la relación histórica entre la segunda y la tercera fuerza.
Algunos malos entendidos.
Debemos a Abraham Maslow (2012) la ya clásica distinción de las “tres fuerzas” de la psicología
moderna: psicología experimental/conductismo (primera fuerza), psicoanálisis (segunda fuerza) y
psicología humanista (tercera fuerza). Se trata de una demarcación disciplinar que ha influido
profundamente en la representación que hoy tenemos del movimiento humanista norteamericano,
así como de la relación que este enfoque mantiene con las otras dos corrientes troncales de la
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psicología. A partir de esta distinción se ha construido un relato erróneo que representa a la
psicología humanista como un enfoque que no sólo se diferencia de, sino que se opone
abiertamente a los aportes teóricos y clínicos del psicoanálisis. Este relato tiende a reproducirse en
diversos espacios de formación profesional, resultando en la socialización de una imagen parcial y
sesgada sobre la identidad del movimiento humanista y del psicoanálisis.
Cuando Maslow identificó al movimiento humanista como la “tercera fuerza” de la psicología
moderna, su intención no era renegar del valor o la importancia de las contribuciones realizadas por
los otros dos enfoques. Antes bien, su objetivo consistía en demostrar en qué medida los aportes
de la psicología humanista podían corregir y complementar las ideas avanzadas por las otras dos
corrientes, apuntando a “la construcción de una psicología y una filosofía generales, comprensivas,
sistemáticas y de base empírica, que comprendan las cimas y las profundidades de la naturaleza
humana” (Maslow, 2012, pp. 17-18). Maslow deseaba integrar los aportes de estas tres grandes
fuerzas en un único modelo comprehensivo, una estructura teórica supraordenada que pudiera
hacer justicia a la enorme complejidad y la riqueza del fenómeno humano y que trascendiera toda
clase de reduccionismo. En palabras del autor, su proyecto se orientaba a “levantar sobre las bases
psicoanalítica y científico-positivista de la psicología experimental, la superestructura Eupsíquica,
de la psicología del Ser y metamotivacional de que carecen estos sistemas, rebasando sus
limitaciones” (Maslow, 2012, p. 18).
Maslow fue enfático a la hora de reconocer el valor de algunos de los aportes del psicoanálisis y la
psicología experimental a la comprensión del ser humano. Paralelamente, lamentó que muchos de
sus colegas humanistas optaran por descartar dichas contribuciones en favor de sus propias teorías
y modelos (cf. Carpintero et al., 1990; Maslow, 2012). El proyecto de Maslow se encontraba
animado por un claro espíritu de integración teórica, contrario a la actitud que tendió a prevalecer
en ciertos círculos académicos a medida que la psicología humanista expandía su influencia tanto
en los Estados Unidos como en el resto del mundo. El autor dio cuenta de su frustración en más de
una ocasión:
“Aún entre los psicólogos humanistas hay algunos que se oponen al conductismo y al psicoanálisis
en lugar de incluir estas dos psicologías en una estructura de rango superior y más amplia.” (cit. en
Carpintero et al., 1990, p. 72)
“He descubierto que es muy difícil hacer comprender a los demás mi posición, que supone un
respeto y a la vez una impaciencia frente a estas dos psicologías comprensivas. Son muchos los que
insisten en el dilema de ser o bien pro-freudianos o bien anti-freudianos, de estar a favor de la
psicología científica o en contra de ella, etc. En mi opinión, todos estos lealismos son estúpidos.
Nuestro trabajo consiste en integrar estas diversas verdades en la verdad total, que debe ser nuestra
única lealtad.” (Maslow, 2012, p. 18)
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James Bugental, quien fuera uno de los principales artífices de la tercera fuerza, sostuvo una visión
bastante similar a la de Maslow respecto del psicoanálisis, el conductismo y sus contribuciones a la
psicología, así como sobre el papel que le tocaría desempeñar a la psicología humanista frente a los
aportes de estas dos corrientes. En uno de los textos fundacionales del movimiento humanista,
Bugental (1964) escribe:
“A veces denominada ‘la tercera fuerza’, la orientación humanista se esfuerza por ir más allá de los
puntos de vista del conductismo y el psicoanálisis, las dos perspectivas más dominantes
actualmente discernibles dentro del amplio campo de la psicología. La psicología humanista
generalmente no se percibe a sí misma como competitiva con las otras dos orientaciones; más bien,
intenta complementar sus observaciones e introducir perspectivas e ideas adicionales.” (p. 22, cursivas
agregadas)
Un poco más abajo dentro del mismo texto, Bugental cita un reporte de Anthony Sutich (1962)
donde se ofrece una breve definición del entonces naciente campo de la psicología humanista. En
dicho documento, Sutich declara que el enfoque humanista puede ser caracterizado “por los
escritos de Allport, Angyal, Asch, Bühler, Fromm, Goldstein, Horney, Maslow, May, Moustakas,
Rogers, Wertheimer, etc., así como por ciertos aspectos de los escritos de Jung, Adler, los
psicólogos psicoanalíticos del ego y los psicólogos existenciales y fenomenológicos” (cit. en
Bugental, 1964, p. 22). Como puede apreciarse, el listado provisto por Sutich incluye a un conjunto
de autores que provienen del ámbito del psicoanálisis post-freudiano: Andras Angyal, Erich Fromm,
Karen Horney, Rollo May, Carl Gustav Jung y Alfred Adler. Los cuatro primeros desarrollaron una
prolífica carrera en los Estados Unidos, vinculados con la tradición interpersonal inaugurada por
Harry Stack Sullivan y Clara Thompson en Nueva York. Los otros dos restantes formaron parte de
la primera camada de disidentes psicoanalíticos, expulsados tempranamente del círculo de
confianza de Sigmund Freud (cf. Grosskurth, 1991; Sassenfeld, 2020). Como veremos en el próximo
apartado, todos estos autores desempeñaron un papel en la creación de la psicología humanista
estadounidense, contribuyendo directa o indirectamente con sus ideas a la articulación de las bases
conceptuales de la tercera fuerza.
Sobre este trasfondo, llama profundamente la atención la reticencia y el recelo que hoy tienden a
prevalecer entre muchos colegas humanistas respecto del psicoanálisis. Aun hoy es posible
identificar la presencia de una veta “lealista” al interior del humanismo –una actitud que el propio
Maslow no dudó en calificar como “estúpida”. Del mismo modo, resulta llamativo que el relato
dominante pase por alto el reconocimiento que algunos de los fundadores del movimiento
humanista –Maslow, Bugental y Sutich, pero también Rogers (1951), May (1950) y varios otros-
hicieran de las fuentes psicoanalíticas de la tercera fuerza. Debemos tener en cuenta que los tres
textos recién citados (Bugental, 1964; Maslow, 2012; Sutich, 1962) forman parte del núcleo
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originario del canon humanista. Se trata de textos fundacionales que ayudaron a establecer las
bases programáticas de la tercera fuerza estadounidense. En este contexto, resulta claro que el
relato dominante que contrapone al humanismo y el psicoanálisis no representa en ningún caso la
“posición oficial” de la psicología humanista ni tampoco se hace cargo de los hechos históricos.
Antes bien, pareciera ser que se trata de un discurso sesgado que se funda en y que reproduce una
serie de estereotipos y representaciones equívocas sobre la corriente humanista y el psicoanálisis.
Kaufman (Grigorian y Kaufman, 2007; Kaufman, 2006) se ha ocupado en estudiar y describir las
dinámicas narrativas que participan en la construcción de los relatos identitarios en diversos grupos
culturales y étnicos. El autor plantea que la configuración de la identidad colectiva al interior de
estos grupos suele incluir la creación y la transmisión de “relatos mitologizados” que ubican a otros
colectivos sociales en una posición antagónica. Estos relatos conllevan la creación de una alteridad
cultural cuya principal función consiste en ayudar a delinear la propia identidad grupal a través de
la diferenciación y la oposición. Por lo general, estos grupos foráneos son identificados como
enemigos, victimarios o inferiores. Esta dinámica engendra en muchos casos sentimientos de
enemistad, recelo y desconfianza, los cuales suelen derivar en actitudes violentas y discriminatorias
dirigidas hacia dicha alteridad cultural y viceversa (Grigorian y Kaufman, 2007).
Algo similar parece ocurrir en nuestro propio campo profesional, particularmente en lo que respecta
a la construcción del discurso identitario del movimiento humanista norteamericano. El relato que
presenta al humanismo como un enfoque contrapuesto al psicoanálisis posee una estructura
bastante parecida a la de los “relatos mitologizados” descritos por Kaufman (2006). En lugar de
sustentarse sobre datos históricos bien establecidos, estas narrativas se nutren de una serie de
prejuicios y sesgos –culturales, raciales, de clase, etc.-, los cuales alimentan una representación
dicotómica y antagónica acerca del propio grupo cultural y su relación con otros colectivos sociales
(Kaufman, 2006). En este contexto, la distinción introducida por Maslow en torno a las “tres
fuerzas” de la psicología moderna parece operar como una especie de “mito fundante” que
determina la auto-percepción de la “tercera fuerza” como un movimiento que nace como una
reacción frente a los excesos y los peligros encarnados por las propuestas del psicoanálisis y el
conductismo. Este mito –que, como vimos, se basa en una interpretación equivocada de la
propuesta original de Abraham Maslow- convierte al psicoanálisis en una alteridad foránea sobre la
cual se proyecta toda clase de prejuicios, sesgos y estereotipos. A medida que este mito se socializa
entre los estudiantes y los psicólogos humanistas, quienes se identifican con este enfoque tienden
a adoptar una disposición negativa hacia el psicoanálisis, devaluando y relegando a un estatuto
inferior sus contribuciones a la psicología y la psicoterapia.
En el marco de este tipo de representaciones binarias, los polos culturales que componen la
dicotomía suelen plantearse en términos absolutos, borrando toda clase de matices y diferencias
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individuales. En otras palabras, cada grupo es reducido por su contraparte a una masa homogénea,
dando por hecho que todos los miembros del otro colectivo piensan, sienten y se comportan de la
misma manera (Goffman, 1970). En este caso, el mito de las “tres fuerzas” tiende a presentar al
psicoanálisis como una disciplina compacta y unitaria, una corriente fundamentalmente unívoca
tanto en términos teóricos como metodológicos. Desde esta perspectiva, la “segunda fuerza” se
vuelve equivalente al psicoanálisis freudiano ortodoxo, con lo cual se hace caso omiso de las
diversas orientaciones que siempre han convivido al interior del movimiento psicoanalítico.
Mitchell y Black (1995) escriben que esta representación reduccionista se asocia a otro mito, cuya
prevalencia en diversos contextos académicos conlleva la reproducción de una imagen errónea
acerca de la conformación disciplinar del psicoanálisis. Según este mito, el psicoanálisis sería la
creación individual de un único hombre: Sigmund Freud. En base a esta idea, se tiende a pensar que
el psicoanálisis surgió y se mantuvo como una disciplina unitaria, unívoca y compacta, donde toda
innovación no sería otra cosa más que una elaboración posterior de las ideas formuladas
seminalmente por Freud. De acuerdo con Sassenfeld (2020), esta representación errónea se
explicaría, al menos en parte, por el hecho de que “muchos teóricos analíticos clásicos presentaron
sus propias ideas, por originales que fueran, como ideas que al menos en germen ya se encuentran
en la amplia obra freudiana” (p. 45). Sassenfeld vincula esta tendencia general con el modo en que
se organizaron las relaciones de poder al interior de la temprana comunidad psicoanalítica:
“Esta ausencia de pensamiento crítico y diferencia no puede más que hacernos cuestionar la forma
de relación que se instaló entre el ícono Freud y sus seguidores: dominación, sometimiento,
acomodación y subyugación, términos que hoy en día ocupamos en particular para comprender la
psicopatología.” (p. 45)
Lo cierto es que el psicoanálisis –así como también es el caso de la psicología humanista (cf. Totton,
2010)- nunca ha sido una perspectiva completamente unívoca (Mitchell y Black, 1995). Desde sus
orígenes, la comunidad psicoanalítica ha sido el escenario de numerosos desacuerdos, conflictos y
quiebres entre sus adherentes, tanto en el ámbito de la teoría como en el plano interpersonal
(Grosskurth, 1991). A pesar de los esfuerzos realizados por Freud por mantener la unidad –y la
obediencia- entre sus colaboradores más cercanos, siempre existieron voces disidentes que
promovieron otras formas de entender y de practicar el psicoanálisis. Entre los apóstatas y
disidentes más notables podemos contar a Alfred Adler, Carl Gustav Jung, Sándor Ferenczi y Otto
Rank, quienes habiendo sido parte de la primera generación del psicoanálisis no tardaron mucho
tiempo en expresar su desacuerdo con la ortodoxia freudiana (Grosskurth, 1991; Hoffman, 2003;
Mitchell y Black, 1995; Sassenfeld, 2020).
En el caso de Ferenczi, muchas de sus ideas implicaron un viraje hacia una práctica analítica que se
asentaba sobre un conjunto de premisas teóricas y técnicas muy próximas a las ideas desarrolladas
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posteriormente por los autores humanistas norteamericanos (Hoffman, 2003; Kahn, 2011). Y lo
mismo puede decirse de Otto Rank, Erich Fromm, Karen Horney y varios otros analistas post-
freudianos: todos ellos impulsaron nuevos métodos y teorías psicoanalíticas cuyos principios
fundamentales resuenan con algunos de los planteamientos que dieron forma a la corriente
humanista en los Estados Unidos (Ansbacher, 1990; Hoffman, 2003; Orange, 2012, 2013). Sobre
esta base, debemos reconocer que el hecho de reducir la “segunda fuerza” al modelo pulsional y a
las recomendaciones técnicas introducidas por Freud involucra una evidente sobre-simplificación
que pasa por alto la diversidad de aproximaciones que, desde una época muy temprana, han
convivido al interior del psicoanálisis y que, en algunos casos, presentan notables similitudes con
las propuestas humanistas.
En conclusión, el relato general que contrapone al humanismo y el psicoanálisis da cuenta de la
prevalencia y la reproducción de una serie de “malos entendidos” respecto de la conformación
identitaria de estas dos tradiciones psicológicas. Estos malos entendidos se sustentan, a su vez,
sobre un conjunto de “mitos” acerca de la psicología humanista y el psicoanálisis, cuya socialización
en diversos contextos conlleva la perpetuación de una representación equivocada sobre la
constitución disciplinar de ambos enfoques, así como sobre la relación que ambas tradiciones han
mantenido a lo largo de su devenir histórico. En este contexto, y con el fin de enmendar los errores
y omisiones recién descritos, resulta necesario cuestionar este relato y contrastarlo con las fuentes
históricas disponibles.
Lazos genealógicos.
Como hemos visto, el relato dominante que contrapone al movimiento humanista y el psicoanálisis
tiende a pasar por alto las numerosas relaciones de parentesco que vinculan histórica y
teóricamente a estas dos perspectivas. Si atendemos con cuidado a los datos históricos, podemos
encontrar con relativa facilidad un sinnúmero de “lazos genealógicos” que conectan estrechamente
a ambas tradiciones a través del intercambio académico y personal que diversos representantes de
estas dos corrientes mantuvieron a lo largo del siglo pasado. En esta sección presentaré tan solo
algunos de estos enlaces, demostrando en qué medida el psicoanálisis y el humanismo forman
parte de un mismo árbol familiar. En concreto, intentaré dar cuenta de cómo la conformación
identitaria de la tercera fuerza norteamericana involucró la recepción y la incorporación de una serie
de ideas provenientes del psicoanálisis post-freudiano.
En primer lugar, debemos recordar que algunos de los precursores del movimiento humanista
iniciaron sus carreras en el campo del psicoanálisis, viéndose tempranamente expuestos a las ideas
de importantes analistas post-freudianos. Fritz Perls se formó como psicoanalista primero en Berlín
y posteriormente en Viena (Wulf, 1996). Durante su entrenamiento, Perls estudió y se analizó con
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Karen Horney y Wilhelm Reich, dos autores cuyas propuestas fueron clave en la consolidación de su
propio pensamiento (de Araújo y Holanda, 2018; Peñarrubia, 1998). Karen Horney desarrolló una
aproximación al psicoanálisis que enfatizaba el papel desempeñado por las variables sociales y
culturales en la conformación de la personalidad (Castaño y Ávila, 2013; de Araújo y Holanda, 2018;
Horney, 1991). La autora sostuvo que “la neurosis no es tan sólo el resultado de la supresión de algún
impulso instintivo, sino principalmente de dificultades relacionadas con las demandas
[socioculturales] que se imponen sobre el individuo” (de Araújo y Holanda, 2018, p. 251). En este
sentido, Horney planteó que “la angustia no resulta solo del temor del individuo a sus propios
impulsos, sino más bien del temor al peligro que acarrea expresar impulsos reprimidos que pudieran
ser peligrosos en una sociedad determinada” (Castaño y Ávila, 2013, p. 232). Horney (1991) pensaba
que en todo individuo existe una tendencia natural hacia el desarrollo de su pleno potencial (auto-
actualización), un impulso innato cuya expresión se vería obstaculizada por los mandatos y valores
culturales que se imponen sobre la persona en desarrollo. Esta idea plantea una alternativa a la
noción freudiana tradicional según la cual el desarrollo psicológico del individuo se encuentra
determinado por el despliegue, la expresión y la gestión de un conjunto de impulsos endógenos de
origen biológico. Horney criticó el esencialismo y el determinismo biologicista e intrapsíquico
inscritos en la obra de Freud, adoptando una orientación que enfatizaba el rol formativo de los
vínculos sociales en la organización del carácter (de Araújo y Holanda, 2018).
Este interés por los factores culturales y su relación con la psicopatología también se encuentra
presente en la obra de Wilhelm Reich, para quien la conformación del carácter se funda en la acción
de las restricciones sociales que se oponen a la libre expresión de la emocionalidad y la sexualidad
humanas (Reich, 1957; 1989, 2023). Reich se apartó de la tradición troncal del psicoanálisis de su
época al introducir una serie de revisiones a la teoría pulsional, además de innovar en el ámbito de
la técnica al incluir activamente el trabajo sobre el cuerpo del paciente en el análisis. Consciente de
la resistencia que sus planteamientos –y sus convicciones políticas marxistas- despertaban tanto en
Freud como en el resto de sus colegas vieneses, Reich decidió trasladarse a Berlín con la esperanza
de hallar un terreno más fértil para el desarrollo de sus ideas. Su contacto con Karen Horney, Erich
Fromm y Otto Fenichel en el instituto de Berlín lo motivó a perseverar en su proyecto, percibiendo
en estos jóvenes analistas una sensibilidad teórica, social y política similar a la suya (Frigola, 2015).
Perls se interesó en las ideas de Horney acerca de la influencia de los condicionamientos sociales
sobre la conformación de la personalidad y la psicopatología. Para Perls, el carácter neurótico se
organiza en gran medida a partir de la introyección de normas y criterios externos al individuo, los
cuales interfieren en la libre expresión de la agresividad necesaria para satisfacer las necesidades
del organismo (Perls, 1990). En la neurosis, el individuo encarna un conflicto entre la sabiduría de
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su organismo y las demandas del mundo exterior, de tal suerte que “no nos permitimos –no se nos
permite- ser enteramente nosotros” (Perls, 1990, p. 23):
“Todas las perturbaciones neuróticas surgen de la incapacidad del individuo por encontrar y
mantener el balance adecuado entre él mismo y el resto del mundo... Su neurosis es una maniobra
defensiva para protegerse a sí mismo de la amenaza de ser aplastado por un mundo avasallador. La
neurosis es su técnica más efectiva para mantener su balance y su sentido de autorregulación en
una situación en la cual siente que la suerte no le favorece.” (Perls cit. en Peñarrubia, 1998, p. 119)
Por otro lado, algunas de las innovaciones de Reich fueron acogidas por Perls durante su paso por
Berlín, incorporándolas posteriormente a su propio enfoque, la Terapia Gestalt. Entre otros
elementos reichianos, Perls rescató la importancia de abordar la dimensión corporal en el
tratamiento, así como ciertos aspectos de su teoría caracterológica. Según sostiene Peñarrubia
(1998), “la gestalt es una de las heredaras espirituales de las teorías de Reich por su acento en la
sensación, la experiencia organísmica y la expresión inmediata y directa” (p. 47). La recepción de
estos elementos ayudó a forjar el estilo terapéutico de Fritz Perls, infundiendo en la teoría de la
Terapia Gestalt un claro énfasis organísmico/corporal. De acuerdo con de Araújo y Holanda (2018),
“estos temas, y también la relación entre cultura e individuo como un elemento que determina la
salud y la enfermedad, permea todo el camino teórico y práctico de Perls” (p. 215).
Durante su paso por Berlín y Viena, Perls mantuvo contacto con otras importantes figuras del
psicoanálisis de su época, como fueron Otto Fenichel, Helene Deustch y Anna Freud (de Araújo y
Holanda, 2018). Peñarrubia (1998) también menciona a Alfred Adler como una influencia relevante
en la trayectoria profesional del autor. En vista de esta marcada raigambre psicoanalítica,
Peñarrubia afirma que “sería más certero considerar a Perls como un neofreudiano que como un
seguidor de la Gestaltpsychologie” (p. 36); aun cuando la Psicología de la Gestalt (Wertheimer,
Katz, etc.) desempeñó un papel preponderante en la creación de la teoría de la Terapia Gestalt
(principalmente a través del intercambio de Laura Perls con Wertheimer y otros representantes de
esta escuela), resulta claro que muchos de los conceptos y propuestas que conformaron el núcleo
teórico y técnico de este enfoque provinieron del campo del psicoanálisis post-clásico.
Laura Perls también estudió psicoanálisis en los institutos de Berlín y Viena. Frieda Fromm-
Reichmann –quien más tarde se convertiría en una de las figuras clave del Psicoanálisis
Interpersonal en Norteamérica (Castaño y Ávila, 2013)- fue una de sus analistas didactas y una
importante influencia en el desarrollo de su carrera profesional (de Araújo y Holanda, 2018).
Fromm-Reichmann (1989) sostuvo que la salud mental depende del tipo de relaciones
interpersonales que traba el individuo con su entorno humano, así como del grado en que la persona
es capaz de ser consciente de dichos vínculos y de los efectos que éstos tienen sobre su experiencia
y su conducta. Su estilo de trabajo se desvió notablemente de las recomendaciones técnicas de
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Freud, desarrollando una aproximación al tratamiento que subrayaba la importancia de la cercanía,
la espontaneidad y el compromiso emocional del terapeuta (Buechler, 2016; Orange, 2013). Todos
estos elementos marcaron profundamente la trayectoria intelectual de Laura Perls, incidiendo en
lo que más tarde sería el método de la Terapia Gestalt.
Una vez finalizado su entrenamiento psicoanalítico, el matrimonio Perls se trasladó a Sudáfrica
donde fundaron el Instituto de Psicoanálisis de Johannesburgo, para luego radicarse
definitivamente en los Estados Unidos hacia 1946. Según relata Peñarrubia (1998), las ideas de Fritz
Perls no fueron bien recibidas por los psicoanalistas norteamericanos, a excepción de Karen Horney
(ahora radicada en Nueva York), Harry Stack Sullivan y Clara Thompson del Instituto William
Alanson White de Nueva York (la cuna del Psicoanálisis Interpersonal). Su cercanía con Horney –
quien por aquel entonces se desempeñaba como docente en el instituto White- lo llevó a trabar
lazos con la tradición interpersonal norteamericana, compartiendo con algunos de los principales
representantes de dicha corriente psicoanalítica. Sin embargo, el rechazo de sus propuestas por
parte del establishment psicoanalítico estadounidense lo motivó a frecuentar otros círculos
intelectuales y a romper definitivamente con el psicoanálisis. En base a todo lo anterior, de Araújo
y Holanda (2018) concluyen que “no sería una exageración decir que la Terapia Gestalt es ‘hija’ del
psicoanálisis –si bien una hija rebelde” (p. 251).
Otro importante precursor de la psicología humanista que forjó una prolífica carrera en el campo
del psicoanálisis fue el psicólogo estadounidense Rollo May. May participó activamente en la
creación de la Asociación Americana de Psicología Humanista y del Journal of Humanistic
Psychology, su principal medio de difusión académica. Si bien su obra tiende a asociarse con la
perspectiva existencial, lo cierto es que su contribución al movimiento humanista fue fundamental
a la hora de articular las bases filosóficas, teóricas e institucionales de la tercera fuerza
norteamericana.
El primer contacto de May con el psicoanálisis ocurrió en 1932, año en que se inscribió en un
seminario impartido por Alfred Adler en Viena (Ansbacher, 1990; Pitchford, 2009). En su primer
libro publicado, “The Art of Counseling” (May, 1939), el autor reconoció abiertamente la influencia
ejercida por las ideas de Adler sobre su propia aproximación a la psicología y la psicoterapia. Más
adelante, de vuelta en los Estados Unidos, May completó su entrenamiento psicoanalítico en el
instituto William Alanson White. En dicho lugar, el autor tuvo contacto con Harry Stack Sullivan y
Clara Thompson, así como con los analistas culturalistas Karen Horney y Erich Fromm (Hoffman,
2003). May (1950) dio crédito a Horney y Sullivan por su influencia sobre su propia concepción
acerca de la angustia, así como también reconoció públicamente la deuda contraída con Carl Gustav
Jung y Otto Rank en lo relativo al papel de la empatía y la autenticidad del terapeuta en el
tratamiento analítico (Hoffman, 2003).
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Del mismo modo, la obra de May demuestra una gran afinidad con algunas de las ideas
desarrolladas por Erich Fromm –también vinculado al instituto White. Por un lado, los rastros del
humanismo existencial de Fromm, incluyendo la importancia que el autor atribuyó a la libertad y la
auto-determinación del individuo (Fromm, 2016), se perciben claramente en las propuestas de May
sobre la condición existencial del ser humano y los objetivos de la terapia (May, 1939, 1950). Por
otro lado, May subrayó el papel desempeñado por la “comprensión” por sobre la “explicación” en
el campo de la psicología y la psicoterapia, adoptando una postura filosófica y epistemológica muy
próxima a la que encarnara Fromm (cf. De Castro y García, 2011). Finalmente, May compartió con
Erich Fromm y Karen Horney una constante preocupación por los factores culturales que inciden en
la formación de la personalidad y la psicopatología, dando cuenta de una sensibilidad social y
política muy cercana a la de estos dos autores (cf. May, 1968). Luego de graduarse del instituto
White, May pasó a formar parte de su equipo docente y en 1966 fue nombrado Presidente de la
Sociedad Psicoanalítica de dicha institución.
Ligado también al Psicoanálisis Interpersonal, el psiquiatra húngaro Andras Angyal formó parte del
grupo fundador de la Asociación Americana de Psicología Humanista, contribuyendo de manera
contundente a consolidación de las bases teóricas de la tercera fuerza estadounidense. A lo largo
de su carrera, Angyal mantuvo una relación muy estrecha con los analistas del instituto White,
supervisándose y trabajando con Izette de Forest y colaborando activamente con Erich Fromm
(Hoffman, 2003). A través de su contacto con de Forest, el autor se expuso a las ideas y los métodos
de su compatriota Sándor Ferenczi, quien había analizado a de Forest y también a Clara Thompson,
otra de las docentes del instituto (Hoffman, 2003).
A partir de la década de 1940, Angyal trabó una larga amistad con Abraham Maslow, demostrando
un profundo interés en sus investigaciones sobre las “experiencias cumbre” (Stern, 1992). Maslow,
a su vez, colaboró en la organización de un seminario a cargo de Angyal en la Universidad Brandies,
el cual sirvió como una plataforma para la difusión de sus ideas en los Estados Unidos. Por medio
de su asociación con Maslow, Angyal se vinculó personal y profesionalmente con varios de los
pioneros del movimiento humanista, incluyendo a Carl Rogers, Rollo May, Kurt Goldstein, Anthony
Sutich, Clark Moustakas y Lewis Mumford, entre varios otros. Producto de este intercambio, y en
el marco de su participación en las reuniones que dieron origen al movimiento humanista durante
la década de 1950, el autor se incorporó al primer equipo editorial del Journal of Humanistic
Psychology (Aanstoos et al., 2000).
En su libro “Client-Centered Therapy” (Rogers, 1951), Carl Rogers cita extensamente el trabajo de
Andras Angyal, recurriendo a las propuestas del psiquiatra húngaro para dar sustento a sus propios
planteamientos. Rogers (1951) sostuvo que en el ser humano existe un impulso natural hacia la
expansión y el crecimiento. Esta “tendencia actualizadora” sería una de las principales fuerzas que
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animan el desarrollo integral del organismo, impulsándolo a desplegar sus potenciales innatos de
manera creativa y constructiva (cf. Dartevelle, 2010). Angyal (1941) planteó una idea similar,
afirmando que el organismo humano tiende naturalmente hacia la consecución de niveles cada vez
mayores de complejidad e integración. En relación a este concepto, Rogers (1951) también cita el
trabajo de Karen Horney y Harry Stack Sullivan (cf. Gondra, 1978), quienes identificaron como un
importante atributo del ser humano su tendencia a expresar libremente sus afectos, experiencias y
necesidades en el marco de sus relaciones interpersonales. Sumado a lo anterior, Angyal (1941)
desarrolló una teoría sobre la personalidad que la presenta como una totalidad integrada, holística,
en lugar de consistir en un mero agregado de partes diferenciadas y discretas (Lester, 1995; Stern,
1992). Esta concepción holística sobre la personalidad, cuyos fundamentos se encuentran ligados a
los aportes de Jan Smuts y Kurt Goldstein, está presente en las teorías de prácticamente todos los
principales precursores del humanismo norteamericano (Maslow, Rogers, Perls, Bugental, etc.).
Carl Rogers también tuvo contacto directo con otros dos connotados analistas post-freudianos:
Alfred Adler y Otto Rank. El autor conoció personalmente a Adler a fines de 1927 durante una visita
que el analista vienés realizó al instituto donde Rogers trabajaba como terapeuta de niños
(Ansbacher, 1990). Según relata Ansbacher (1990), Rogers se sintió profundamente sorprendido
por su forma de trabajar, acostumbrado como estaba al rigor freudiano que primaba en dicha
institución. Recordando su breve encuentro con Adler, Rogers escribió varias décadas más tarde:
“me tomó algún tiempo darme cuenta de cuánto había aprendido de él” (cit. en Ansbacher, 1990,
p. 48).
Las ideas de Adler también ejercieron una importante influencia sobre Abraham Maslow, quien
asistió regularmente a los seminarios que el analista impartía en la ciudad de Nueva York
(Ansbacher, 1990). Maslow tomó de Adler una serie de ideas que luego fueron integradas a sus
propias teorías, incluyendo la noción de que en el ser humano se percibe una tendencia pro-social
que lo impulsa a desarrollar un interés positivo por sus semejantes (Ansbacher, 1990) –una
tendencia que, según Maslow (2012), se expresaría especialmente en las personas “auto-
realizadas”. En este contexto, resulta interesante constatar que al menos tres de los “padres” del
humanismo norteamericano (Rogers, Maslow y May) fueron influidos de manera directa por uno de
los pioneros del psicoanálisis, lo cual da clara cuenta del alcance y la profundidad de los lazos
genealógicos que emparentan a ambas tradiciones.
Volviendo a Rogers, su vínculo más fuerte y significativo con el psicoanálisis post-freudiano
consistió en su exposición a las ideas de Otto Rank (Gondra, 1978; Hoffman, 2003; Kramer, 2019).
Rank fue durante muchos años uno de los colaboradores más cercanos de Sigmund Freud,
desempeñándose como el Secretario del “Comité Secreto” establecido por el padre del
psicoanálisis con el fin de defender la integridad de su modelo (Grosskurth, 1991; Wadlington,
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2011). Si bien sus primeras ideas se hallaban estrechamente emparentadas con las teorías
freudianas, con el tiempo su pensamiento se desvió de la ortodoxia encausándose en una dirección
marcadamente diferente. En gran medida, la fría recepción que su libro “El trauma del nacimiento”
(Rank, 2010) tuvo por parte de Freud y sus seguidores marcó el inicio de su alejamiento del
establishment psicoanalítico. Rogers conoció personalmente a Rank en los Estados Unidos y
admitió abiertamente la influencia que el analista ejerció sobre su propio pensamiento,
especialmente durante las etapas iniciales de su obra (Gondra, 1978; Rogers, 1951). Algunos
componentes de su Terapia No Directiva –que más tarde derivó en la Terapia Centrada en la
Persona- son un eco directo de los fundamentos teóricos y técnicos de la Terapia de la Relación
desarrollada por los seguidores norteamericanos de Otto Rank –conocidos como “el Grupo de
Filadelfia” (Gondra, 1978). Según afirma Gondra (1978), “el paralelismo entre la ‘terapia de la
relación’ y las ideas de Rogers relativas a la terapia es sorprendente” (p. 25).
Uno de los aspectos del pensamiento de Rogers que se encuentran prefigurados en la obra rankiana
consiste en la idea de la “auto-determinación”. Tanto Rank como Rogers sostuvieron que el ser
humano es capaz de definir sus propias metas y objetivos, y que la psicoterapia debiese aportar a la
libre expresión del potencial de crecimiento del individuo (Gondra, 1978; Kramer, 2019). En este
contexto, Rank planteó que el terapeuta no debiese “guiar” activamente el tratamiento, sino
entregar tanto el ritmo como el curso de la terapia a la propia auto-dirección quien consulta
(Gondra, 1978). De igual modo, Rank y Rogers propusieron que la cualidad del vínculo terapéutico
era el principal factor que contribuye a la promoción del cambio en el paciente (Kramer, 2019) –una
idea que tiende a aparecer una y otra vez en los escritos humanistas. Ciertamente, muchas de estas
ideas fueron planteadas en forma paralela por ambos autores. Sin embargo, el reconocimiento
explícito que Rogers hace de la influencia de Rank sobre su propio pensamiento da clara cuenta del
grado en que las contribuciones de Rank ayudaron a forjar su propio enfoque.
Previo a migrar a los Estados Unidos, Otto Rank colaboró estrechamente con su colega y amigo,
Sándor Ferenczi. Ambos autores compartieron su interés por reformar la manera en que se
practicaba el psicoanálisis en los inicios de la disciplina, introduciendo diversas modificaciones tanto
a la teoría freudiana como a la técnica analítica estándar (cf. Ávila, 2013). El trabajo de Ferenczi es
una pieza clave en la historia compartida del psicoanálisis y el humanismo norteamericano.
Hoffman (2003) ha demostrado en forma convincente hasta qué punto la transmisión de las ideas
de Ferenczi desempeñó un papel de central relevancia no solo en el desarrollo del Psicoanálisis
Interpersonal en Norteamérica, sino también en la articulación de la tercera fuerza.
Ferenczi se mostró insatisfecho con el modo en que sus colegas concebían y estructuraban la
situación analítica, criticando algunas de las premisas básicas del método analítico freudiano. Por
un lado, tomó distancia de la orientación cientificista que caracterizaba el trabajo de algunos de sus
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colegas –Freud incluido-, quienes parecían estar más interesados en descubrir los misterios del
inconsciente que en realmente curar a sus pacientes (Coderch, 2010; Orange, 2013). Por otro lado,
cuestionó el valor terapéutico de la actitud analítica clásica, marcada por los ideales de neutralidad,
abstinencia y anonimato, inclinándose por el cultivo de una disposición más cercana, transparente,
espontánea y honesta hacia sus pacientes, tendiente a una mayor horizontalidad (Ávila, 2013; Aron,
2013; Hoffman, 2003; Méndez, 2021a, 2021b). Su trabajo se concentró en la exploración del
potencial mutativo que encerraba la relación terapéutica, derivando en la convicción de que la cura
analítica no se basaba tan solo, ni siquiera principalmente, en el insight facilitado por las
interpretaciones del analista, sino que dependía de la cualidad del vínculo que se establece entre
éste y su paciente y de las experiencias relacionales novedosas que dicho vínculo posibilita (Aron,
2013; Hoffman, 2003; Orange, 2013).
De acuerdo con Ávila (2013), la técnica ferencziana se caracterizó por “la creación de una intensa
atmósfera emocional (en el tratamiento), necesaria para revivir los traumas de la infancia” (p. 92).
Ferenczi pensaba que las raíces de la psicopatología del adulto se encontraban en las experiencias
traumáticas ocurridas durante la infancia, y con el fin de elaborar terapéuticamente dichas
vivencias, propuso que el analista debía promover en el paciente un estado regresivo que le
permitiera contactar con las experiencias infantiles para así poder descargar los afectos traumáticos
(Bromberg, 2001). Este estado de regresión sería facilitado por la actitud cálida, maternal y
relativamente permisiva del analista, contrastando con la disposición rígida, emocionalmente
distante y reservada promovida por el modelo clásico. A medida que Ferenczi avanzaba en el
planteamiento de estas y otras ideas, sus lazos tanto con Freud como con la institucionalidad oficial
del psicoanálisis comenzaron a sufrir una rápida erosión. Habiendo sido uno de los analistas más
apreciados y respetados dentro del círculo más próximo a Freud, sus propuestas innovadoras lo
llevaron a sufrir el mismo destino que les tocó a Jung y a Adler antes que él (Aron, 2013; Sassenfeld,
2020).
La gran mayoría de los autores citados en esta sección fueron influidos directa o indirectamente por
los planteamientos de Ferenczi. Como acabamos de ver, Otto Rank trabajó codo a codo con
Ferenczi en la articulación de nuevas formas de entender y practicar el psicoanálisis, propuestas que
fueron plasmadas en su libro conjunto “The Development of Psychoanalysis” de 1924 (Ferenczi y
Rank, 1956). Las ideas de Ferenczi acerca del poder curativo de la relación terapéutica y sobre la
autenticidad y la honestidad del terapeuta reverberan en la Terapia de la Relación desarrollada por
Rank en los Estados Unidos. En la medida que Carl Rogers incorporó los aportes de Rank en la
formulación de su propio modelo de terapia, podemos asumir que el pensamiento de Ferenczi
desempeñó un papel –si bien indirecto- en la creación de la Terapia Centrada en la Persona. Varias
de las ideas rogerianas acerca del poder mutativo de la relación terapéutica resuenan
profundamente con los planteamientos originales de Ferenczi (Kahn, 2011). Edwin Kahn (2011) se
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ha referido a los interesantes paralelos que existen entre las propuestas de Ferenczi y las de Rogers,
incluyendo la centralidad de la empatía en la promoción del cambio terapéutico y la importancia de
proveer a quien consulta un clima relacional cálido, amable y amoroso que favorezca el despliegue
de la experiencia del paciente. Sobre esta base, el autor llega incluso a identificar a Sándor Ferenczi
como un verdadero “proto-rogeriano”.
Si bien Andras Angyal no conoció personalmente a Ferenczi, Hoffman (2003) lo identifica como uno
de los principales difusores de sus ideas en los Estados Unidos –junto con Izette de Forest (cf. de
Forest, 1984)-, sirviendo como un puente a través del cual se transmitieron las propuestas del
analista húngaro hacia la primera generación del humanismo norteamericano. En palabras de
Hoffman, “el linaje de estas ideas se vuelve cada vez más claro: Sándor Ferenczi analizó a Izette de
Forest, quien luego colaboró estrechamente con Andras Angyal, quien se volvió muy cercano a
Abraham Maslow, uno de los cofundadores de la psicología humanista” (p. 75). De igual modo, la
recepción del pensamiento de Angyal por parte de Rogers también podría considerarse como una
de las vías a través de las cuales el pensamiento de Ferenczi impactó sobre la conformación de la
tercera fuerza (Hoffman, 2003).
El legado de Ferenczi también se encuentra presente en el campo del Psicoanálisis Interpersonal.
Tal como mencioné anteriormente, Ferenczi analizó a Clara Thompson, una de las fundadoras del
instituto William Alanson White. Harry Stack Sullivan había conocido a Ferenczi durante una
conferencia en Nueva York, quedando gratamente sorprendido por su manera de pensar y por su
afinidad con sus propias ideas. Fue entonces que Sullivan sugirió a Clara Thompson que iniciara un
análisis con el psiquiatra húngaro, afirmando que se trataba del “único analista que le parecía
confiable” (Ávila, 2013, p. 101). Una vez concluido su análisis, Thompson transmitió lo aprendido a
Sullivan y al resto de los integrantes del instituto, incorporando las ideas de Ferenczi a la formación
analítica ofrecida en dicho espacio. Fue así que las propuestas de Ferenczi llegaron a impactar sobre
un grupo de analistas post-freudianos vinculados no solo a la escuela interpersonal de Sullivan, sino
también al naciente campo de la psicología humanista: Karen Horney, Erich Fromm y Rollo May
(Hoffman, 2003). Asimismo, considerando la cercanía de Fritz Perls con Karen Horney y su breve
paso por el instituto White en Nueva York, podemos suponer que el creador de la Terapia Gestalt
estuvo expuesto en algún grado a las propuestas de Ferenczi.
Sobre el trasfondo recién esbozado, Hoffman (2003) concluye que
“las ideas de Ferenczi sobre el estilo terapéutico, las técnicas de la psicoterapia, su actitud de
aceptación amorosa, el reconocimiento de la sabiduría innata de sus pacientes y su meta hacia la
psicoterapia colaborativa, se convirtieron en algunos de los principios básicos de la psicología
humanista.” (p. 83)
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Conclusiones.
Jonathan Shelder (2023) escribe que “el psicoanálisis tiene un problema de imagen. La narrativa
dominante en las profesiones de salud mental y en la sociedad es que el psicoanálisis está obsoleto,
desacreditado y desprestigiado” (p. 295). De acuerdo con Shelder, este problema tendría que ver
con que “lo que la mayoría de las personas [muchos psicólogos incluidos] sabe de él son
estereotipos peyorativos y caricaturas que datan de la era de los cochecitos a caballo” (p. 295). La
prevalencia de estos estereotipos en diversos ámbitos culturales daría cuenta de un
desconocimiento generalizado sobre los fundamentos teórico-clínicos del enfoque y de su historia
como movimiento al interior de la psicología. Según explica el autor, esta imagen caricaturesca que
no logra hacer justicia de la riqueza y la actualidad de los aportes del psicoanálisis proviene de
fuentes muy diversas, “incluyendo a las compañías de seguros de salud y los defensores de otras
terapias” (p. 295).
Los psicólogos humanistas hemos contribuido –muchas veces sin siquiera darnos cuenta- a la
perpetuación de este problema. Por un lado, fascinados con los modelos teóricos y terapéuticos de
la “tercera fuerza”, tendemos a subestimar las contribuciones realizadas por la “segunda”,
descartando sus propuestas por considerarlas excesivamente miopes, reduccionistas y
deshumanizantes. Solemos pensar que nuestra perspectiva provee una visión más completa y
comprehensiva acerca de la condición humana y que nuestros tratamientos proporcionan mejores
y más rápidos resultados en comparación con lo que ofrece el psicoanálisis. Por otro lado, nos
decimos que el psicoanálisis es una disciplina unívoca y homogénea, desatendiendo la inmensa
variedad de enfoques que dan vida a esta tradición teórica. Olvidamos con demasiada facilidad que
el movimiento psicoanalítico convoca a un sinnúmero de perspectivas y escuelas diferentes,
muchas de ellas presentando una notable afinidad con las ideas que sustenta nuestro propio
enfoque. Por último, olvidamos que los cimientos teóricos y clínicos del humanismo
norteamericano se forjaron a partir de la recepción del pensamiento de un conjunto de autores
psicoanalíticos post-freudianos, y que algunos de los fundadores del movimiento humanista fueron
ellos mismos destacados psicoanalistas. De este modo, los psicólogos humanistas solemos
quedarnos con una imagen parcial –una mala caricatura- del psicoanálisis, convencidos de que sus
ideas nada tienen que aportar a nuestro entendimiento sobre la persona, los orígenes del
sufrimiento humano y el abordaje terapéutico del malestar.
La instalación de esta caricatura entre los adherentes del humanismo bien puede interpretarse
como el resultado de una reacción adaptativa y complementaria (Benjamin, 2004) frente a la
devaluación que el psicoanálisis ortodoxo ha promovido en relación a los demás enfoques
psicoterapéuticos. En la medida que el psicoanálisis ha subestimado las contribuciones de las otras
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perspectivas, planteándose como un enfoque superior a los demás (Aron, 2016; Aron y Starr, 2012),
los humanistas nos hemos visto en la necesidad de “defender” nuestro propio enfoque ante las
críticas, denostaciones y caricaturas que provienen desde el ámbito del psicoanálisis oficial. Como
yo lo veo, esta reacción defensiva ha promovido una actitud del tipo “ellos-o-nosotros” que empaña
nuestra percepción general del psicoanálisis, quedando atrapados en una estructura dicotómica y
complementaria que nos impide reconocer e integrar la riqueza, el valor y la vigencia del
psicoanálisis tanto para la psicología en general como para nuestra propia perspectiva en particular.
Si bien es cierto que la psicología humanista surgió como un movimiento que intentaba superar las
limitaciones del psicoanálisis ortodoxo, también es cierto que la articulación de la tercera fuerza
involucró la participación de destacados analistas post-freudianos cuyas críticas y modificaciones al
modelo clásico desempeñaron un papel central en la conformación de la identidad teórica del
humanismo norteamericano. Andras Angyal, Karen Horney, Rollo May y Erich Fromm formaron
parte del círculo intelectual que impulsó la creación de la psicología humanista, sin por ello
renunciar a su compromiso con el avance del psicoanálisis. Sándor Ferenczi, Otto Rank, Alfred
Adler, Wilhelm Reich, Harry Stack Sullivan y Clara Thompson, entre muchos otros, aportaron con
sus ideas –si bien en forma más indirecta- a la construcción de las bases conceptuales y terapéuticas
de la tercera fuerza. Todos estos analistas encarnaron una aproximación al psicoanálisis muy
diferente de la que fuera promovida inicialmente por Sigmund Freud y más tarde por los analistas
ortodoxos en Norteamérica. Sus diferencias con el modelo oficial condujeron a que sus respectivos
proyectos fuesen marginados por la corriente ortodoxa que acabó por instalarse como el discurso
dominante en los Estados Unidos (Aron, 2016; Aron y Starr, 2012).
Como vimos, en la “época dorada” del psicoanálisis norteamericano (1950-1960), los psicoanalistas
optaron por desmarcarse radicalmente del campo de la psicoterapia. Por aquél entonces, el
psicoanálisis comenzó a ser percibido por sus partidarios como un enfoque superior a los demás
modelos clínicos existentes (Aron, 2016; Aron y Starr, 2012). La psicoterapia y los psicoterapeutas
fueron degradados a un estatuto inferior al no contar con las credenciales científicas –ni los
contactos y conexiones institucionales- del psicoanálisis ortodoxo y hegemónico (Aron y Starr,
2012). A partir de esta diferenciación, los analistas norteamericanos no sólo trazaron una línea
divisoria y una jerarquía entre el psicoanálisis y la psicoterapia (incluyendo a los enfoques
humanistas), sino que también escindieron su propia comunidad al separar al psicoanálisis
“propiamente tal” de las demás “psicoterapias psicoanalíticas”.
Este cisma al interior de la comunidad psicoanalítica –cuyos orígenes se remontan a la época de
Freud (cf. Aron, 2016)- dio pie para la instalación de un discurso y una actitud abiertamente
discriminatorios en relación a aquellos analistas que plantearon alternativas al modelo oficial (Aron
y Starr, 2012; Orange, 2013) –los mismos analistas cuyo pensamiento influyó en la creación de la
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psicología humanista en Norteamérica. Su claro distanciamiento respecto del canon ortodoxo los
condenó a una especie de ostracismo intelectual, convertidos en parias y extranjeros,
representantes de una alteridad psicoanalítica subalterna y devaluada. En palabras de Orange
(2013),
“desde sus inicios, el psicoanálisis ha incluido una hebra, a veces oculta, con frecuencia
violentamente silenciada, que ofrecía una alternativa a sus elementos ‘investigativos’, ‘científicos’
y más desapegados y protectores de la institución. Esta voz, el contrapunto terapéutico, a veces
condenada como el furor sanandi (pasión del curar), quedó enterrada bajo el desprecio y la
vergüenza.” (pp. xi-xii, cursivas en el original)
Lewis Aron (2016) plantea que la marginalización de estos autores y de sus ideas daría cuenta de
una tendencia general –tanto en el psicoanálisis como en la cultura patriarcal de Occidente- a
discriminar y denostar aquellos rasgos que tradicionalmente se han asociado con lo “femenino”:
vulnerabilidad, dependencia, pasividad, irracionalidad, subjetividad, etc. El psicoanálisis se ha
definido, desde sus inicios, en contraposición a estos atributos, identificándose con otra serie de
valores típicamente “masculinos”: inviolabilidad, autonomía, agencia, racionalidad, objetividad,
etc. De acuerdo con Aron (2016; Safran, 2009), estos rasgos “femeninos” fueron luego atribuidos
(proyectados) a la psicoterapia, lo cual condujo a que ésta fuese prontamente percibida y tratada
como una disciplina subalterna, inferior al psicoanálisis.
En términos generales, los modelos avanzados por los representantes del “contrapunto
terapéutico” del psicoanálisis (Rank, Sullivan, Horney, Fromm, Fromm-Reichmann, May, etc.) se
inclinaban hacia el polo “femenino” (relacional, vulnerable) de la ecuación, alejándose
decididamente de la orientación “masculina”, cientificista y falocéntrica de la ortodoxia
norteamericana. Estos autores enfatizaron el papel desempeñado por los vínculos tempranos y
actuales en la conformación de la personalidad (Coderch, 2010; Sassenfeld, 2022), subrayando
además la dimensión relacional del tratamiento y la cura psicoanalíticas (Aron, 2013; Coderch, 2010;
Sassenfeld, 2019, 2020). Sus propuestas supusieron una puesta en valor de la dependencia y el
apego en el desarrollo humano, distanciándose de la primacía de la autonomía defendida por los
analistas ortodoxos (Aron y Starr, 2012; cf. Mitchell, 2015). Sumado a lo anterior, estos autores
propusieron que no era el insight cognitivo, sino la cualidad del vínculo terapeuta-paciente –los
“elementos humanos de la psicoterapia” (Elkins, 2016)- el principal factor involucrado en la
promoción del cambio terapéutico (Coderch, 2010; Sassenfeld, 2019, 2020).
Una orientación similar se percibe en las propuestas del humanismo norteamericano. El punto de
vista holístico que prevalece en las teorías psicológicas de la tercera fuerza subraya la profunda
interdependencia del ser humano con su ambiente material e interpersonal (Elkins, 2016; Schneider
y Krug, 2010; Yontef, 1995). El desarrollo de la personalidad y el carácter es entendido como un
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proceso que se despliega en el marco de las relaciones que mantiene el individuo con sus
semejantes, destacando el papel formativo desempeñado por los primeros vínculos de cuidado
(Mearns y Cooper, 2011; Rogers, 2007, 2011). En este contexto, la psicopatología se concibe como
el resultado de un proceso de adaptación y supervivencia psicológica ante contextos
interpersonales formativos (familiares, sociales, etc.) sub-óptimos, hostiles o traumatizantes
(Elkins, 2016; Moreira, 2001). En el plano terapéutico, los modelos humanistas sustentan la idea de
que el vínculo terapeuta-paciente constituye el principal vector de cambio, estableciendo como una
condición para la transformación del paciente la provisión de un clima emocional y relacional de
aceptación, respeto y seguridad psicológica (Elkins, 2016; Mearns y Cooper, 2011; Rogers, 2011).
Finalmente, la psicología humanista propone que la salud psicológica involucra el desarrollo de la
capacidad del individuo para establecer y mantener relaciones saludables con quienes lo rodean,
sustentando que la persona sana es aquella que está habilitada para desplegar libre y
responsablemente su capacidad para amar y depender de otros (Bolgeri, 2007; Martínez, 1982).
En definitiva, los analistas post-freudianos anteriormente aludidos y los precursores de la psicología
humanista norteamericana compartieron una misma sensibilidad respecto de las variables
relacionales del desarrollo humano, la psicopatogénesis y la cura. Asimismo, coincidieron en su
aceptación e integración de la vulnerabilidad del psicoterapeuta en el tratamiento, proponiendo
que la subjetividad del clínico es un factor irreductible de la ecuación terapéutica (Méndez, 2021a).
Ambas tradiciones estimaron que el mundo interno del terapeuta y sus reacciones emocionales
espontáneas no debían ser tratadas como obstáculos indeseables en el tratamiento, sino como una
valiosa herramienta que puede ser puesta al servicio del proceso terapéutico (Méndez, 2021a).
Frente a los ideales analíticos de la abstinencia, el anonimato y la neutralidad, estos autores
abogaron por un enfoque donde la autenticidad y la espontaneidad del profesional son vistos como
componentes esenciales de una actitud terapéutica facilitadora (Coderch, 2010; Méndez, 2021a).
En la medida que estas dos tradiciones encarnaron un giro común hacia una clínica centrada en la
relación, el apego, la mutualidad, la vulnerabilidad compartida y la intimidad en el encuentro
terapéutico, sus proponentes tendieron a quedar del mismo lado de la trinchera instaurada por el
psicoanálisis oficial estadounidense de mediados del siglo pasado.
A partir del repaso por los lazos genealógicos que conectan al psicoanálisis post-freudiano con la
psicología humanista, podemos concluir que ambas corrientes forman parte de un mismo árbol
familiar. La perspectiva humanista se nutrió de diversas fuentes psicoanalíticas no-ortodoxas,
destacando el papel desempeñado por la tradición interpersonal inaugurada por Harry Stack
Sullivan. El grupo del instituto William Alanson White de Nueva York operó como un punto nodal
en la historia compartida de ambas tradiciones. La gran mayoría de los analistas disidentes que
influyeron directa o indirectamente en la articulación de la psicología humanista norteamericana
tuvieron un vínculo con el instituto White. Andras Angyal, Karen Horney, Erich Fromm y Rollo May
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no sólo contribuyeron activamente al desarrollo y la transmisión del Psicoanálisis Interpersonal en
los Estados Unidos, sino que también impactaron con sus ideas al grupo fundador de la tercera
fuerza. Estos autores cumplieron un importante rol en la consolidación institucional del movimiento
humanista, participando en la creación de la Asociación Americana de Psicología Humanista y en la
construcción de los fundamentos conceptuales y clínicos del enfoque. Sándor Ferenczi, por su
parte, legó una serie de ideas que fueron recibidas y transmitidas por los docentes del instituto
White, influyendo indirectamente en el pensamiento de los padres fundadores del humanismo
norteamericano (Hoffman, 2003).
Otros analistas post-freudianos (Otto Rank, Alfred Adler) también contribuyeron con sus ideas y
sus métodos a forjar la sensibilidad clínica que caracteriza a las psicoterapias humanistas. La
recepción de sus propuestas fue un elemento clave en el desarrollo del pensamiento de Carl Rogers,
Abraham Maslow y Rollo May, llegando así a impactar a numerosas generaciones de
psicoterapeutas humanistas en todo el mundo. Sobre este trasfondo, no cabe más que afirmar que
la psicología humanista debe mucho al psicoanálisis; la teoría y la clínica humanistas no serían lo
que han llegado a ser sin los aportes realizados por los analistas ya citados.
Al referirse al proyecto disciplinar de la psicología humanista, Maslow (2012) fue bastante
cuidadoso al especificar que las limitaciones que la tercera fuerza pretendía superar provenían del
campo del psicoanálisis “clásico” (el modelo pulsional freudiano defendido por los analistas
ortodoxos). En sus palabras, la psicología humanista se planteó como una “reacción contra las
limitaciones (como filosofías de la naturaleza humana) de las dos psicologías más comprensivas
actualmente a nuestra disposición: el conductismo (o asociacionismo) y el clásico psicoanálisis
freudiano” (p. 189, cursivas agregadas). Tanto Maslow como los demás fundadores del movimiento
humanista estadounidense eran conscientes de las notables diferencias que existían entre el
modelo oficial del psicoanálisis ortodoxo y aquellas perspectivas desarrolladas por los analistas
disidentes, así como de las importantes coincidencias teóricas que éstas últimas presentaban con
sus propios planteamientos.
Ahora bien, cabe señalar que algunos autores vinculados al movimiento humanista (p.ej. Moss,
2015; Yalom, 2009) han reconocido el valor de las aportaciones de Sigmund Freud, sin por ello
desatender aquellos aspectos de su teoría que limitan nuestro acceso a una comprensión más
profunda e integrada sobre el ser humano. De acuerdo con Moss (2015), Freud “estableció muchos
de los fundamentos que hoy son dados por sentado por los psicólogos humanistas” (p. 11),
incluyendo la noción de que los síntomas del paciente pueden interpretarse como fenómenos que
portan un significado en el contexto de la vida de quien consulta y que una “cura por la palabra”
puede ayudar a las personas a resolver los conflictos que subyacen a su malestar. Yalom (2009)
establece una clara diferencia entre el pensamiento original de Sigmund Freud y las versiones
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ortodoxas que más tarde se instauraron tanto en Europa como en los Estados Unidos. En sus
palabras:
“No deberíamos evaluar las contribuciones de Freud sobre la base de las posiciones promovidas por
distintas instituciones psicoanalíticas freudianas. Freud tenía muchos seguidores sedientos de una
ortodoxia ritualizada y muchos institutos analíticos adoptaron una visión conservadora y estática
de su obra, completamente en desacuerdo con su disposición siempre renovada, innovadora y
creativa.” (pp. 233-234)
Repasando algunos de los aportes teóricos y clínicos del padre del psicoanálisis, Yalom concluye
que “Freud no siempre estuvo equivocado” (p. 217).
Hoy en día existen numerosos autores humanistas interesados en entablar un diálogo entre su
propia perspectiva y los aportes del psicoanálisis contemporáneo. Estos autores (p. ej. Hycner y
Jacobs, 1995; Jacobs, 2005; Kahn, 1996; Mearns y Cooper, 2011; Méndez, 2021a, 2021b; Tobin,
1990, 1991) se han referido a las importantes coincidencias teóricas y clínicas que se perciben entre
los modelos humanistas y existenciales y los desarrollos más actuales del psicoanálisis –
particularmente la perspectiva intersubjetiva iniciada por la Psicología Psicoanalítica del Self de
Heinz Kohut (1971) y profundizada por los analistas norteamericanos Robert Stolorow, George
Atwood, Bernard Brandchaft y Donna Orange (Orange et al., 2012; Stolorow et al., 1995, 2004;
Stolorow y Atwood, 2019;). El Psicoanálisis Relacional contemporáneo, representado por autores
como Stephen Mitchell (2015), Lewis Aron (2013), Karen Maroda (2010) y Galit Atlas (2023),
también exhibe una serie de coincidencias con algunas de las premisas centrales de la psicoterapia
humanista (Méndez, 2021a; Portnoy, 1999). En la medida que la tradición relacional se nutre de las
contribuciones de muchos de los analistas post-freudianos que impactaron en la creación de la
tercera fuerza norteamericana (cf. Sassenfeld, 2019, 2020), esta corriente contemporánea del
psicoanálisis bien podría considerarse como un enfoque “primo hermano” del movimiento
humanista. En palabras de Portnoy (1999), “Mitchell y Aron han acercado aún más el psicoanálisis
a la posición humanista-existencial” (p. 32).
En base a todo lo anterior, resulta claro que la “mala caricatura” del psicoanálisis que prevalece
entre muchos psicólogos humanistas no tiene mayor asidero que un puñado de sesgos,
estereotipos, omisiones y malos entendidos, cuya reproducción solamente contribuye a perpetuar
un relato equivocado, claramente parcial, sobre la conformación identitaria de la tercera fuerza y
su relación con la tradición psicoanalítica. Ya es tiempo de reconocer nuestra deuda con el
psicoanálisis post-freudiano, a fin de restituir una parte importante de nuestra propia historia
colectiva y trascender el cisma que divide y contrapone a la segunda y la tercera fuerza. En mi
opinión, solamente de este modo podremos dejar atrás las disputas “estúpidas” (Maslow, 2012) que
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erosionan y entorpecen el intercambio entre quienes nos identificamos con una u otra opción
teórica.
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CeIR Vol. 18 (2) – Noviembre 2024 ISSN 1988-2939 – www.ceir.info
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Original recibido con fecha:
16/9/2024
Revisado:
30/10/2024
Aceptado:
30/10/2024