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© UNED. Revista Signa 33 (2024), pp. 689-709
DOI: https://doi.org/10.5944/signa.vol33.2024.36605
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SINFONÍA DE LA VIDA (OUR TOWN, SAM WOOD, 1940):
DESVELAMIENTO DEL ACTO DE NARRAR CLÁSICO
SAM WOOD’S OUR TOWN (1940):
REVEALING THE CLASSIC ACT OF NARRATION
Pedro POYATO SÁNCHEZ
Universidad de Córdoba
aa1posap@uco.es
Resumen: Aun cuando el sistema de representación fílmico clásico de Hollywood se
quería tan sólido como uniforme y bien definido, no por ello dejó de incorporar películas
alternativas a ese modelo. Una de ellas es Sinfonía de la vida (Our Town, Sam Wood,
1940), una cinta que, además de movilizar rasgos estéticos vinculados a las vanguardias
cinematográficas, introduce un dispositivo narrativo pilotado, como en la obra teatral que
sirve al filme de punto de partida, por la figura de un narrador básicamente destinado a
sacar a la luz los mecanismos del acto de contar, velados en el clasicismo. El presente
trabajo se ocupa de dar cuenta de tales cuestiones que convierten a Sinfonía de la vida en
un filme singular por este modo de tensionar el paradigma clásico.
Palabras clave: Our Town. Sam Wood. Cine. Acto de narrar. Narrador. Mundo narrado.
Sinfonía.
Abstract: Even when Hollywood’s classical cinema representation system was aimed to
be as solid as homogeneous and well defined, alternative films continued to be
incorporated to that model. One of them is Our Town (Sam Wood, 1940), a film that, in
addition of working aesthetic features linked to the avant-garde cinema, introduces a
narrative device led, as in the theatrical work that the film uses as a starting point, by the
figure of a narrator basically devoted to reveal the mechanisms of the act of narration,
which are veiled in Classicism. This article tries to disclose the essentials that turns Our
Town in an unconventional film due to its capacity of extending the classical paradigm.
Keywords: Our Town. Sam Wood. Film. Act of Narration. Narrator. Narrated world.
Symphony.
1. INTRODUCCIÓN
Si bien el llamado enfoque en profundidad suele asociarse con Gregg Toland y
Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), la irrupción de este filme en abril
de 1941 vino precedida de otros que ya utilizaban este mismo recurso. Uno de ellos fue
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Sinfonía de la vida (Our Town, Sam Wood, 1940), estrenado en mayo de 1940 y diseñado
por William Cameron Menzies, donde “muchos [de sus] planos tienen una puesta en
escena de profundidad extraordinaria, con objetos amenazantes en primer término y una
gran profundidad de campo”, a la vez que en otros el trabajo en profundidad se descubre
como “una variante del plano / contraplano” (Bordwell, 1997: 385). El propio Bordwell
añade que tanto en un caso como en otro ese rodaje en profundidad solía pasar
desapercibido, dado que encajaba perfectamente en el modelo clásico, por mucho que
concluyera que “el trabajo de Menzies anticipó la profundidad monumental y grotesca de
Ciudadano Kane” (Bordwell, 1997: 385), filme claramente situado en los márgenes del
clasicismo.
Por otra parte, reparó Bordwell (2017: 250-251) en que las imágenes de Sinfonía de
la vida rompían frecuentemente la llamada cuarta pared como consecuencia de que los
personajes no sólo miraban directamente a cámara, sino que interpelaban al espectador,
quien advertía así que se hallaba ante una representación. Este recurso acababa por ello
con la ilusión que animaba a los relatos clásicos donde el espectador no era sino un voyeur
que miraba los modos de actuación de los personajes sin que éstos lo advirtieran. Pero
tampoco este rasgo separaba al filme del paradigma clásico por cuanto si ya el “dirigirse
a cámara es algo que puede encontrarse a lo largo de toda la historia del cine” (García y
Guiralt, 2019: 13), en el cine americano de la década de los cuarenta ello era todavía más
habitual (Bordwell, 2017: 250-251), al localizarse en esos años una gran cantidad de
filmes —el que nos ocupa, entre otros— que rompen la cuarta pared (García y Guiralt,
2019: 14).
Sin embargo, olvida Bordwell que estos dos rasgos, el trabajo en profundidad y la
mirada a cámara, aparecen en Sinfonía de la vida combinados a su vez con otros, así el
primero de ellos con el del par luz / sombra —según una dialéctica emparentada al
expresionismo, cuando no al caligarismo—, mientras que la quiebra de la cuarta pared se
enmarca en un singular dispositivo narrativo que, bien próximo al del reportaje, no sólo
introduce la figura de un narrador primero del relato, sino que, corporeizándolo, lo
convierte en un auténtico director de escena, en un stage manager, como se indica en los
propios títulos de crédito. Es ese par de dualidades, la segunda de ellas directamente
tomada, como se verá a continuación, de la obra teatral que sirve al filme de punto de
partida, lo que convierte a Sinfonía de la vida en una película única por su modo de
tensionar, sin romperlo, el paradigma clásico. De todo ello pretende ocuparse este trabajo
según una metodología de análisis que, siguiendo la estela de Emile Benveniste sobre la
enunciación y de las fértiles aportaciones narratológicas de Genette adaptadas al cine por
André Gaudreault y François Jost (1995), así como lo establecido por Robert Stam,
Robert Burgoyne y Sandy Flitterman-Lewis (1999), presta atención no sólo a las
dialécticas anteriores sino a las derivadas de la segunda de ellas, así los pares presente de
la enunciación / pasado del enunciado, y discurso fílmico / hechos narrados, sino
también a las filiaciones estéticas de determinadas imágenes woodianas que se remontan
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hasta Wiene, Stiller o Sjöstrom, entre otros cineastas, y que dan ya buena cuenta de la
desviación del filme del modelo clásico.
2. TÍTULO(S) Y COMIENZO. EL NARRADOR
La película parte de la obra teatral del mismo título, Our Town, en la que su autor,
Thornton Wilder, insatisfecho con el teatro de su tiempo, visibiliza la figura del traspunte.
Haciendo las veces de director de escena, el traspunte se dirige directamente a los
espectadores para presentar la obra, hace las veces de narrador1, trae conferenciantes
invitados, responde a las preguntas de la audiencia, completa alguno de los roles y, de
cuando en cuando, se une a la acción encarnando papeles como los del dueño de una
tienda de helados, de un ciudadano local, etc.
Wilder apuesta de este modo por un enfoque metateatral de la obra, que se desarrolla
en el teatro real donde se realiza, el año 1938. Sirviéndose de la figura de un director de
escena plenamente consciente de su relación con el público, Our Town rompe la cuarta
pared, según un dispositivo hasta entonces insólito. Estrenada en el Teatro McCarter de
Princeton, Nueva Jersey, el 22 de enero de 1938, la obra se presentó tres días después en
el Teatro Wilbur en Boston, Massachussetts, y luego, el 4 de febrero, en el Teatro Henry
Miller de Nueva York, recibiendo Wilder el Premio Pulitzer de Drama ese mismo año.
Los grandes éxitos cosechados en todos los casos animaron a Hollywood a llevar Our
Town al cine, tarea por ello que en este caso no responde, o al menos no del todo, a lo
argumentado por buena parte de la crítica allí donde apunta que la única razón que
justifica “el acudir al teatro en busca de argumentos para la pantalla es la de la divulgación
de unos textos que, de otro modo, quedarían relegados al disfrute de un público
extraordinariamente minoritario” (Pérez Bowie y González García, 2010: 233).
La empresa de llevar Our Town a la pantalla fue acometida por el productor Sol
Lesser, quien, de acuerdo con el propio Wilder, optó por mantener las conquistas
metanarrativas de la obra teatral, en una operación sin precedentes que supuso la
renovación de los medios expresivos del cine. Este tratamiento de lo teatral en la pantalla
es parte, por lo demás, de un conjunto de propuestas muy diversas realizadas a partir del
trasvase entre ambos medios, teatral y cinematográfico. Siguiendo a Julio L. Moreno y
Emir Rodríguez Monegal, José Antonio Pérez Bowie se ha referido a este movimiento
renovador en el que “participan a la vez creadores cinematográficos que se interesan por
filmar teatro y hombres de teatro como Laurence Olivier o Marcel Pagnol que se acercan
al cine […]; además de directores como Elia Kazan provenientes de la escena” (Pérez
Bowie, 2009: 64). En el caso de Sinfonía de la vida, el trasvase se sustancia en la
participación de Frank Craven, intérprete del director de escena, en la elaboración, junto
con Wilder y Harry Chandlee, del guion que Sam Wood llevó finalmente a la pantalla, en
1 Sobre el narrador en el teatro, puede consultarse Abuín (1997).
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1940, además de en la intervención en el filme de una buena parte de los actores de la
obra teatral2.
En palabras de Gianfranco Bettetini, el teatro puede ser considerado de este modo
como “el lugar originario de una nueva forma comunicativa”, pues es en él donde,
“cualquiera que sea la tipología de la manifestación escénica, se constituye un sistema de
convenciones que el consumidor reconoce y acepta” (Bettetini, 1984: 184). Una forma
que el cine hace luego suya, reviviéndola en el interior de su propia producción
significante. Pero del mismo modo que el filme asumió el trasplante de la forma
enunciativa, optó por modificar otros aspectos de la obra teatral, así la creación de
escenografías —Wilder había apostado por un escenario minimalista, sin set y con
accesorios mínimos, dado que los alrededores de los personajes se creaban solo con sillas,
mesas y escaleras—, con el fin de contrarrestar en parte el principio distanciador generado
por el trabajo de la forma enunciativa. Anxo Abuín se ha referido a esta cuestión:
Es frecuente atribuir a la teatralidad cinematográfica una “iconicidad baja” típicamente
brechtiana, que se refleja a menudo en la presencia escénica de decorados esquemáticos.
De este modo, un filme como Dogville (2003), o su continuación Manderlay (2005), de
Lars von Trier, puede relacionarse con la teatralidad épica de Bertolt Brecht: las casas y
las calles (e incluso algunos animales y objetos) del decorado se marcan con tiza en el
suelo, dentro de un escenario vacío, que evoca el Our Town de Wilder (Abuín, 2009: 15).
Las costuras del clasicismo habrían saltado por los aires si el filme, siguiendo la obra
teatral, hubiera apostado también por un decorado esquemático, con lo que este conlleva
de teatralidad cinematográfica brechtiana. Los efectos distanciadores habrían sido
entonces inasumibles por el canon clásico. En este mismo sentido hay que entender el
cambio de la muerte del personaje de Emily por un sueño del que finalmente despierta
para recuperar su vida normal; cambio motivado, como más adelante veremos con detalle,
por el “happy end” exigido por los relatos clásicos.
Para su distribución en España, el título original de la película, Our Town (‘Nuestra
ciudad’), fue cambiado por el de Sinfonía de la vida. Si aquel refiere el marco espacial
donde se desarrolla la narración, Grovers Corner, en New Hampshire, una ciudad de
provincias americana, este va a centrarse en la vida de una pareja de habitantes de esa
ciudad, George (William Holden) y Emily (Martha Scott), primogénitos de dos familias
vecinas, los Gibbs y los Webb. El título original presenta así una ciudad de la que vamos
a conocer desde su geografía, clima, historia o monumentos, hasta los acontecimientos
vinculados a quienes la habitan —ese nosotros implícito en el título—, todo ello
ordenado, relatado y jerarquizado por un narrador un tanto especial que, como antes se
dijo, hace las veces de director de escena. El título en español alude, por su parte, a una
representación del transcurso vital de esa pareja de vecinos, George y Emily, concebida
2 Véanse también los resultados de uno de los seminarios internacionales del Centro de Investigación de
Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías, editado por su director, José Romera Castillo (2002):
Del teatro al cine y la televisión en la segunda mitad del siglo XX.
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a modo de sinfonía, esto es, de composición desarrollada en una serie de cuatro
movimientos —declaración de amor, boda, nacimiento de los hijos y muerte— con cierta
unidad de tono y desarrollo e introducidos todos ellos por el director de escena. Es verdad
que, en relación con la novela del mismo título, Our Town de Thornton Wilder, que sirve
de punto de partida, la película opta por cambiar la muerte de Emily por un sueño, pero
ello en nada cambia la estructura por cuanto los eventos referidos a ese sueño giran todos
ellos en torno a la muerte del personaje —que se torna así muerte soñada—. De este
modo, Emily acaba despertando para proseguir su vida en familia, según un desenlace
acorde con los finales felices frecuentados por los relatos clásicos. El resultado de todo
ello es en cualquier caso un filme cuyas forma narrativa e identidad visual son de las más
singulares y atrevidas del cine de Hollywood.
En el comienzo, la película introduce la figura visual de un narrador. Ubicado en el
promontorio más alto de la ciudad, allí donde se encuentra el cementerio, se trata de un
individuo que toma la palabra para, como en la obra teatral, dirigirse directamente al
espectador. Luego de un saludo de cortesía, el narrador presenta su ciudad, Grovers
Corner3, describiendo la geografía, el urbanismo y los pobladores de la misma,
remitiéndose incluso a los más antiguos, allí enterrados y cuyas lápidas datan del año
1670. Se diría que nos encontráramos ante un documental informativo sobre la ciudad.
Mas de súbito el narrador, siempre interpelando al espectador, dice: “Les mostraremos
un día cualquiera de nuestra ciudad, pero no como es hoy, en 1940, sino como era en
1901”. Y añade: “¡Realizador, podemos empezar!”.
Interesante comienzo este que, a la vez que introduce la figura del narrador, lo dota
de una autoridad solo superada por el enunciador del discurso, o narrador cinemático, en
los términos establecidos por Stam, Borgoyne y Flitterman-Lewis (1999: 127-128). A sus
órdenes está, pues, esa otra figura que él llama realizador, una suerte de delegado que, en
este caso ajeno a la obra teatral de Wilder, ha filmado las imágenes correspondientes a
ese pasado del año 1901 que va a ser mostrado. Apartándose de los filmes clásicos, el
discurso se desdobla de este modo (Benveniste, 1972: 183-186) en un presente de la
enunciación, donde habita el narrador, instalado en 1940, y un pasado del enunciado
cuyas imágenes, pertenecientes a 1901, van a ser mostradas por el citado delegado o
realizador. Y por lo que al enunciado se refiere, la representación de la ciudad un día
cualquiera de 1901, en primera instancia podría pensarse emparentado a los de
determinadas películas de la vanguardia de los años veinte igualmente interesadas por
mostrar la ciudad y sus avatares a lo largo de una jornada, como es el caso de Manhatta
(Paul Strand y Charles Sheeler, 1920) o Berlín, sinfonía de una ciudad (Walter Ruttmann,
1927), entre otras (Villanueva, 2008: 86-89). Sin embargo, inmediatamente después lo
mostrado se circunscribe a dos familias vecinas cuyos miembros devienen así en
3 Thornton Wilder situó la obra teatral en esta ciudad ficticia. La inspiración le vino cuando se hospedaba
en McDowell en Peterborough, un retiro para fomentar la creatividad de los escritores y artistas. Pues bien,
Wood ubicó las coordenadas de Grovers Corner muy próximas a las de Peterborough.
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personajes que son parte de una estructura básicamente narrativa. Lo mostrado se
convierte de este modo en relato (Gaudreault y Jost, 1995: 49-53).
3. LA DIÉGESIS. DELEGADOS DEL NARRADOR Y DEL NARRATARIO
Tras la introducción apuntada, el narrador da paso a un día del año 1901,
concretamente el 7 de junio, y una hora concreta, justo antes del alba. Sobre la imagen de
la ciudad que venimos divisando desde el promontorio tiene lugar entonces un
encadenado que inscribe el tránsito temporal de 1940 a 1901: irrumpe así la primera
imagen de la ciudad que va a ser narrada. Luego de referir la llegada del primer tren, el
narrador apunta que una madre está dando a luz gemelos, en un comienzo de este modo
vinculado a tres orígenes, el del día —el alba—, el del propio cine —la llegada del tren a
la estación— y el de la vida —el nacimiento de los gemelos—.
Inscrito el comienzo, enseguida las imágenes centran la acción en torno a las familias
de quienes van a constituirse en los personajes principales del mundo narrado, dos
familias vecinas inmersas en las rutinas cotidianas de primera hora de la mañana, desde
la llegada del lechero o la preparación del desayuno por las madres respectivas, hasta las
conversaciones mantenidas en la mesa con los hijos, antes de que estos partan para el
colegio. Es así como estos segmentos primeros se descubren protagonizados —y
regidos— por las madres, a quienes vemos también en la escena siguiente comentando
avatares de sus vidas. Mas he aquí que de súbito el narrador irrumpe físicamente en la
escena para, interrumpiendo la conversación que en ese momento mantienen las mujeres,
darla por concluida. “Ya está bien, señoras”, sentencia. El narrador exhibe de este modo
sus poderes, no ya dando paso a las imágenes del pasado, sino interrumpiéndolas cuando
lo considera oportuno. Sobre su gesto mismo se opera ahora la correspondiente transición
temporal: de 1901 se pasa de nuevo a 1940. El narrador se convierte de este modo en
gobernador del mundo narrado, no solo entrando y saliendo de él4, sino disponiendo qué
del mismo debe ser eliminado —elidido— y qué no, todo ello en función, no de su
capricho personal, sino de los intereses del relato, como con detalle se verá más adelante.
Instalado de nuevo en el presente de la enunciación, el narrador requiere ahora de la
presencia de dos especialistas para que hablen de la ciudad, en un segmento que cobra así
visos de documental científico5. Luego de presentar al primero de los invitados, el
profesor Willard (Arthur B. Allen), de la Universidad del Estado, este, dirigiéndose
siempre al contracampo heterogéneo, allí donde habita el espectador, ofrece algunos datos
antropológicos referidos a los primeros habitantes de la ciudad, en el siglo X, así como a
las migraciones del XVII. Si el profesor Willard es un actante extradiegético, esto es,
exterior al universo del mundo narrado, el segundo de los invitados, el señor Webb (Guy
4 Entiéndase ello en sentido literal; de ahí que las mujeres lo miren, extrañadas, cuando irrumpe en la escena.
5 Y ello porque en efecto el documental científico exige mostrar explícitamente que cuenta con la
colaboración de instituciones o expertos que participan como fuente de información o asesores de contenido
(León, Giménez y López, 2007: s.p.).
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Kibee), hace también las veces de personaje, esto es, de integrante del mundo narrado. Y
en tanto tal es presentado por el narrador, quien lo saca literalmente del pasado y lo
introduce, tal cual, en el presente —por eso, el señor Webb no cambia de aspecto físico,
aun cuando medien 39 años entre el mundo diegético, allí donde, en su papel de personaje,
encarna a un padre de familia, y este otro mundo del presente en el que va a intervenir en
calidad de invitado como especialista social y político de la ciudad6—. Desde el balcón
de su propia casa familiar, Webb, dirigiéndose directamente al espectador, informa sobre
los órganos de gobierno de la ciudad, sobre las votaciones, etc. Mas en un momento dado
el narrador da la palabra al público que le escucha. Desde el contracampo heterogéneo
emergen entonces voces que, interpelando al especialista Webb, le preguntan, entre otras
cosas, sobre los habitantes amantes del arte. Webb, por su parte, responde apuntando que
no hay tradición artística en la ciudad más allá de la lectura de Robinson Crusoe, la Biblia
y la observación del paisaje.
Pero al margen de estas indicaciones, lo realmente interesante del segmento es su
singular dispositivo narrativo. Pilotado por un narrador, su presencia implica ya, por
simetría, la de un narratario, inscripción en términos discursivos del espectador en el
filme. A su vez, presenta a delegados, esto es, especialistas que, en calidad de tales,
informan sobre diferentes aspectos de la ciudad. Y finalmente, su actuación abriendo un
turno de intervenciones, al hilo de las explicaciones de los delegados, conlleva a su vez
la activación de delegados del narratario, encarnados por esas voces que, emanando del
contracampo heterogéneo, formulan preguntas. He aquí un amplio abanico de lugares de
subjetividad que podemos entender mejor si lo ponemos en relación con, por ejemplo, el
del informativo televisivo, y más concretamente el telediario. Si este presenta un narrador,
encarnado por el/a presentador/a, y unos delegados, los corresponsales o los enviados
especiales al lugar del acontecimiento del que se va a dar cuenta, no hay, más allá del
narratario al que apunta la interpelación, inscripción de delegado alguno de este. Y así,
mientras que en el telediario la relación entre campo y contracampo heterogéneo es
unívoca, por cuanto el flujo informativo circula del primero al segundo, en el segmento
fílmico de Sinfonía de la vida esa relación es biunívoca, en tanto en cuanto los delegados
del narrador, con presencia y voz, dialogan con los delegados del narratario, intervinientes
solo como voces en el discurso.
Y al igual que hiciera en la escena narrada donde las mujeres-madres conversaban, el
narrador interviene ahora en el segmento anterior para cortar el diálogo entre los
especialistas y el público que los escucha: “No hay tiempo para más preguntas; tenemos
que seguir con la película”, advierte. Una vez más, el narrador diferencia entre el mundo
narrado, el referido a la ciudad, en 1901, esto es, el del pasado, al que no por casualidad
llama película, y este otro, circunscrito al presente de 1940, exterior por tanto a la
película, y donde se aportan informaciones sin cabida en ella. He aquí otra manera de
nominar las dos componentes del discurso: por un lado, la película, donde las imágenes
6 De manera que no sólo el narrador entra y sale de la diégesis, sino también los personajes. En este caso,
se trata de un personaje que sale de ella para convertirse en invitado especialista.
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se interesan por lo narrado o mundo habitado por los personajes; por otro, un mundo
exterior a la película protagonizado por el narrador y sus invitados, y donde las imágenes
se interesan por el acto de narrar. A diferencia del relato clásico, interesado sólo por la
película, esto es, por lo narrado (Bordwell, 1997: 26-27), Sinfonía de la vida lo hace, al
igual que la obra teatral de partida, también por el narrar, visibilizando así un dispositivo
velado en el clasicismo.
4. PROFUNDIDAD DE CAMPO (WYLERIANA)
E ILUMINACIÓN (EXPRESIONISTA)
Prosigue el filme con el narrador dando paso al siguiente segmento del mundo
narrado. El mismo se circunscribe ahora a la tarde, concretamente a la salida del colegio,
para atender al encuentro entre George y Emily. En la escena, que tiene lugar a las puertas
de la vivienda de ella, George reconoce sus pocas habilidades para los estudios y sus
ardientes deseos de convertirse en granjero. El encuentro es presenciado por la madre de
Emily, la señora Webb (Benlah Bondi), como de ello da cuenta la profundidad de campo.
En efecto, cuando George se despide de Emily, la profundidad de campo introduce al
fondo del plano a la madre, su presencia reencuadrada por el marco de la ventana (Imagen
1). George salta entonces la valla y sale de cuadro por el segmento inferior del encuadre,
permaneciendo en este Emily, que mira cómo George se aleja, y su madre, que sigue
desde la ventana el desarrollo del acontecimiento (Imagen 2). El corte de montaje
posterior nos lleva hasta un primer plano de Emily inmersa en sus pensamientos, pero
disponiéndose ya a entrar en la casa. Cuando lo hace, su movimiento es seguido por una
panorámica que se detiene justo cuando ella pasa por la ventana donde está asomada su
madre: el plano deja salir de cuadro a Emily para centrarse sólo en la madre, a quien
vemos inclinarse ligeramente hacia delante para seguir así a su hija con la mirada (Imagen
3).
Imagen 1. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
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Imagen 2. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
Imagen 3. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
La intervención de la profundidad de campo como alternativa al montaje, similar a la
que venía practicando por aquellos mismos años William Wyler en algunas de sus
películas (Bazin, 2020: 46-63), posibilita introducir a la madre en el interior mismo del
plano donde ha tenido lugar la declaración de George potenciando así su papel de testigo
mudo de la misma. Esta estructuración encuentra su prolongación en lo que sigue, en el
interior de la casa, cuando, a partir de la conversación entre madre e hija mientras devanan
una madeja de lana, constatemos hasta qué punto la declaración de George ha conmovido
a Emily.
A la escena anterior, desarrollada durante la tarde, le sigue otra que tiene ya lugar por
la noche. También a ella da paso el narrador, ubicado ahora en el interior de una tienda
de la ciudad. “El día se ha desvanecido, ya es de noche, y puede oírse el coro cantando en
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el interior de la iglesia”, advierte para introducir una nueva escena a la que en este caso
accedemos a través del sonido. Si el trabajo de la profundidad de campo se descubría
fundamental en la estructuración del segmento anterior, en este lo va a ser el de la
iluminación. Y esto puede advertirse ya en su comienzo, donde, nada más situarnos en el
interior de la iglesia, llama poderosamente la atención la sombra en extremo alargada que
el organista, el pastor Simon Stimson (Philip Wood), proyecta en la pared (Imagen 4). De
claras influencias expresionistas, esta sombra se presenta amenazante, como en ello
trabajan los planos posteriores, desde contrapicados focalizando el rostro de Simon
bañado en sombras inherentes, hasta contraplanos mostrando sus ojos desorbitados
mientras se dirige a las mujeres del coro. Sin duda nos encontramos ante un personaje
desequilibrado.
Imagen 4. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
Y así lo confirma el siguiente segmento, donde la iluminación expresionista es otra
vez el elemento plástico fundamental. Mientras dos vecinos charlan sobre los modos de
comportamiento tan extraños del propio Simon, este irrumpe en la escena, al fondo del
plano. Mas lo llamativo es que su presencia tiene lugar con él avanzando tan pegado a las
fachadas de las casas, que pareciera reptar por ellas. Este modo de irrupción de Simon en
un mundo lleno de sombras —estamos en plena noche— reptando por una pared, unido
a una interpretación que se quiere patentemente condicionada por su estado mental,
encuentra un antecedente (Poyato, 2006: 185) en el Cesare (Conrad Veidt) de El gabinete
del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), en lo que puede entenderse como incursión
vanguardista en el relato, por mucho que este tenga buen cuidado en crear las condiciones
adecuadas para diegetizarla. Mas no se trata de una referencia puntual del filme, como lo
demuestra el hecho de que las influencias caligaristas vuelvan a ponerse de manifiesto
más adelante, como se verá.
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Mientras tanto, Frank Gibbs aguarda la llegada de su esposa leyendo el periódico. El
plano se estructura a partir de un punto de vista ligeramente picado que muestra al
personaje de espaldas y muy próximo a cámara, la sábana del periódico desplegado tapa
el espacio en profundidad (Imagen 5a). Mas cuando Gibbs advierte la llegada de su mujer,
baja el periódico, en un movimiento que activa un espacio en profundidad que permite
ver, al fondo, a Julia (Fay Bainter) conversando con su vecina Louella (Doro Merande)
(Imagen 5b). Esta formalización anticipa, lo apuntábamos al principio, la profundidad de
significativas escenas de Ciudadano Kane, donde un personaje, próximo a cámara, baja
el periódico para abrir espacio a una nueva porción del campo visual que permanece ya
conectada a ese personaje a lo largo de toda la escena. Y como en el caso de la incursión
caligarista, no será la única vez que ello suceda: otros planos de Sinfonía de la vida
incorporarán igualmente este tipo de profundidad de campo, así en una de las muchas
escenas que se desarrollan en la cocina de los Gibbs (Imagen 6).
Imagen 5a. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
Imagen 5b. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
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Imagen 6. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
En su cierre, el segmento anterior vuelve sobre la felicidad de una Emily enamorada
saludando a su padre. Pero ahora la noche no es ya de sombras amenazantes, como en el
transcurso de la presencia del organista, sino una hermosa noche bañada por la luz lunar.
Este trabajo de la iluminación, como antes lo era el de la profundidad de campo, convierte
a Sinfonía de la vida en un filme cuyas imágenes invocadas por el narrador primero, vale
decir, aquellas que arman el relato, tensionan las estructuras visuales clásicas, por mucho
que, como venimos anotando, no supongan, por su perfecto encaje, una ruptura del
modelo hollywoodiense.
5. ORDEN DE LOS ACONTECIMIENTOS. CONEXIÓN
DE EXTRADIÉGESIS Y DIÉGESIS. VOCES INTERIORES
Concluido el segmento anterior, el narrador irrumpe de nuevo en la imagen para
apuntar un tránsito de tres años, situándonos exactamente en el día 7 de julio de 1904.
“Los jóvenes acaban sus estudios y se casan” advierte para dar paso así al siguiente
segmento del relato cuyo desarrollo tiene lugar en tan señalado día: la boda de George y
Emily. Y tal como viene siendo habitual, el discurso retorna al pasado para invocar las
imágenes correspondientes. Comparecen entonces el lechero y las madres preparando los
desayunos, en unas escenas en todo equivalentes a las que abrían, tres años antes, este
mismo mundo de la diégesis. El tiempo pasa, pero ellas continúan ahí, pilotando el hogar.
Mientras que los padres del novio recuerdan anécdotas vividas por ellos el día que se
prometieron compartir sus vidas, el padre de la novia aconseja a su futuro yerno sobre la
nueva vida que va a iniciar…
Pero lo más significativo desde el punto de vista discursivo es la irrupción del narrador
en la escena, interrumpiéndola: colocando su mano en el objetivo de la cámara, tapa de
este modo la visión, llenando de negro la imagen. El relato clásico, que, como venimos
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diciendo, mantiene velada la zona habitada por el narrador, habría dado cuenta de esa
interrupción mediante un fundido en negro, signo de puntuación en este sentido
equivalente al gesto anterior del narrador. Nos encontramos así con un discurso que no
solo da cuenta de lo narrado, sino que explicita sus mecanismos de puesta en escena a
partir de la introducción de la figura que lo gobierna, una figura por ello exterior al mundo
narrado. Haciendo gala una vez más de su autoridad, dice el narrador: “Pero antes de
seguir con la boda, deberíamos saber cómo empezó todo”, dando paso de nuevo al pasado
donde se fraguó la declaración amorosa de los futuros esposos. Una declaración que tiene
lugar mientras los jóvenes enamorados, George y Emily, comparten un helado —George
confirmará a Emily lo que en su momento le planteó, a saber: su deseo de ir a la Escuela
de Agricultura para ser un buen granjero y poder regir así la granja de su tío—. Mas esta
anécdota del helado es importante por cuanto la heladería a la que acuden los enamorados
está regida por el señor Morgan (Frank Craven), el mismo actor que encarna al narrador.
Si en un segmento anterior constatábamos que el padre de la novia, además de personaje
de la historia relatada, era a su vez invitado del narrador para describir aspectos de la
ciudad, ahora descubrimos que un personaje secundario, el heladero, es también narrador
primero del relato. Y como antes sucedía, el señor Morgan y el narrador no sólo son la
misma persona, sino que tienen la misma edad, aun cuando sus apariciones en la imagen
pertenezcan a unos tiempos distantes entre sí casi cuatro décadas. Y es que, como ya
señalábamos, estas figuras bifrontes transitan de un mundo, el del presente, a otro, la
diégesis, como si no hubiera fronteras entre ellos. Algo que puede percibirse muy bien en
lo que sigue, cuando el heladero, el señor Morgan, una vez que la pareja de enamorados
ha abandonado la heladería, mute de personaje a narrador sin más formalismos que el de
orientar su mirada hacia el contracampo heterogéneo. Es verdad que estos mismos
dispositivos narrativos estaban ya presentes, lo venimos repitiendo, en la obra teatral, pero
lo importante es cómo el cine hollywoodense, movido por el éxito popular de aquella,
posibilita su incorporación. Pues son los efectos de esta incorporación lo que a nosotros
interesa precisamente por lo que de tensionado supone del canon clásico.
Mirando al espectador, desde ese mismo espacio de la heladería, el director de escena-
narrador advierte: “Bien. Y ahora volvamos a la boda”. Puede constatarse aquí cómo el
narrador tiene la facultad de alterar el orden temporal de los acontecimientos con vistas a
una mayor rentabilidad narrativa y dramática de lo narrado, que era uno de los objetivos
del relato de Hollywood (Bordwell, 1997: 14-18). Quiere esto decir que su modo de
actuación está guiado por los mismos presupuestos del paradigma clásico. El filme
apuesta, pues, por revelar el acto de narrar un relato (Gaudreault y Jost, 1995: 49-50) que
sigue las estructuras del clasicismo.
Una vez que ha dado paso de nuevo a la escena de la boda, el narrador advierte que
los distintos implicados piensan mucho sobre ella. Y así, vemos en primer lugar al
sacerdote que va a hacer las veces de oficiante, sus pensamientos referidos a los
protocolos que conlleva toda boda. Sobre el plano posterior de la madre de Emily oímos
sus cavilaciones, referidas en este caso al vacío que en la casa va a dejar su hija —“pienso
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en las mañanas que no volveré a vivir con Emily…”—. Y luego, la propia Emily, cuya
voz interior refiere su deseo de seguir como hasta ahora al menos por un tiempo —“todos
nos resistimos a cambiar…”—. Finalmente, oímos los pensamientos de George
manifestando su temor ante lo que le espera —“me estoy haciendo viejo; no quiero
hacerme viejo; no quiero responsabilidades…”—. Pero más allá de estas resistencias, lo
interesante —y novedoso— del segmento es la inscripción en el relato de estas voces
interiores que enriquecen considerablemente el abanico de sonidos que estructura el
filme, así a los no-diegéticos emanados de las voces del narrador, de sus delegados
—esos que hemos llamado invitados— y los correspondientes narratarios de estos, y a
los diegéticos simples —sonidos emanados de fuentes interiores a la historia y
simultáneos con la imagen que acompaña— y externos —sonidos que surgen de fuentes
interiores a la historia y de los cuales asumimos que los personajes son conscientes—, se
unen ahora los sonidos diegéticos internos surgidos de la mente de los personajes y de los
que, en tanto tales, somos conscientes nosotros, espectadores, pero no los otros personajes
(Stam, Burgoyne y Flitterman-Lewis (1999: 82).
6. CUARTO MOVIMIENTO DE LA SINFONÍA: LA MUERTE
El siguiente movimiento comienza como el primero, con la imagen del narrador en la
cima de la colina, junto al cementerio de la ciudad. Al fondo, puede apreciarse ahora un
cielo con nubes. Enseguida el narrador toma la palabra para dar cuenta en primer lugar
del tiempo elidido: “Han pasado nueve años; es el verano de 1913”. Introduce luego
algunos comentarios sobre el lugar, que en este caso tacha de idóneo para el
enterramiento. Y allí, en efecto, están enterrados desde los más antiguos pobladores de la
ciudad, como ya advertía en la introducción, hasta los fallecidos en los últimos años, así
la señora Gibbs, muerta de pulmonía, según adelantaba el propio narrador al comienzo
del filme, el señor Stimson, el organista, que se colgó de un árbol, y el pequeño de los
Webb, Wally, que sufrió un accidente con los boy-scout. Al hilo de este escrutinio de
personas desaparecidas, el narrador se interroga y nos interroga a nosotros espectadores:
“¿Qué persiste cuando el recuerdo desaparece?” Él mismo se responde: “Presten
atención… Hay algo eterno en el interior del alma de todo ser humano”. He aquí otra
función asumida por el narrador: hacer las veces de pensador que reflexiona sobre la
muerte y la eternidad. Este rasgo de escritura emparenta el filme a algunas de las primeras
películas de Jean-Luc Godard, así Vivir su vida (Vivre sa vie, 1963), donde el cineasta
francés introduce a un filósofo, Brice Parain, para disertar sobre el valor de la palabra y
el silencio. Por mucho que en Vivir su vida ese invitado —“presencia viva” lo nomina
Román Gubern (1974: 49)— habite el interior de la diégesis, y en Sinfonía de la vida sea
exterior a ella, lo cierto es que en ambos casos ello supone “una buena aplicación de los
principios distanciadores al cine”, tal cual señala Abuín (2009: 15).
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Imagen 7. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
El narrador da entonces un giro brusco a su discurso para orillar el tema de la muerte
y dar paso al de la vida: “El segundo hijo de Emily va a nacer…”, mas enseguida matiza:
“…pero esta vez está enferma. El doctor Gibbs tiene cara de preocupación”, palabras que
dan paso a las imágenes del acontecimiento introducido. En ellas, un plano de punto de
vista exterior muestra una de las ventanas de la mansión familiar a través de la que vemos
a George paseando nerviosamente. En el plano siguiente tiene lugar el tránsito al interior,
concretamente al dormitorio. En él aparece Emily postrada en la cama, junto a ella el
doctor Gibbs, y, en primer término, muy próxima a la cámara, en el borde izquierdo de la
imagen, una de las asistentas. Pero lo más interesante del plano es la amenazante, por su
desmesura, sombra proyectada en la pared, en el centro mismo de la composición, así
como el trazo de dos líneas oblicuas conformando una zona picuda, a la derecha (Imagen
7). Sin duda, nos encontramos ante un plano caligarista, tanto por esta forma puntiaguda
dibujada en su interior como por la desproporcionada sombra proyectada en la pared. Lo
amenazante (Sánchez-Biosca, 1985: 69) se inscribe de nuevo en este plano para hacerse
eco de la situación por la que pasa Emily, prendida todavía a la vida, pero con la muerte
pisándole los talones.
Y así lo confirma un plano extraordinario en el que un movimiento autónomo de
cámara entra por la ventana para proseguir su recorrido por el interior de la casa hasta
detenerse en la pared de un salón donde están expuestos los retratos de los miembros
fallecidos de la saga familiar. La muerte se hace así presente mediante esta panorámica
que, tras entrar por la ventana, pareciera arrastrar a Emily hacia esa pared de los
desaparecidos. En uno de sus relatos literarios sobre el mundo rural, Alejandro López
Andrada ha descrito admirablemente estos retratos de los muertos, todavía expuestos en
las casas humildes de los campesinos:
Los sobrios y humildes retratos de los muertos que miran el mundo desde su atalaya gris,
como reos pacientes esperando […] poder reencontrarse con los suyos […] La quietud de
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los muertos, sus ojos de berilio observándolo todo desde un hueco intemporal,
enmarcados en óvalos tristes de madera (López Andrada, 2021: 90).
De ese reencuentro se ocupan, precisamente, las imágenes que siguen, donde lo
narrado deviene en una historia de fantasmas. En efecto, arrastrada por ese movimiento
panorámico anterior, Emily se dispone a entrar en el mundo de los muertos. Y así, el
plano de los retratos enmarcados en rectángulos y “óvalos tristes de madera” que dice
López Andrada, se yuxtapone al de los muertos del cementerio conversando, sus palabras
encarnadas en sonidos de ultratumba: “¿Quién viene ahora, Julia?”, “Mi nuera. Estaba
esperando un niño, pero el embarazo se complicó”. Es así como los muertos aguardan la
inminente llegada de Emily. Las imágenes del entierro preceden a este reencuentro de
Emily con los suyos, en palabras de López Andrada, en una interesante escena en la que
merece la pena detenerse.
Yacente en la cama, Emily levanta su mirada. Un corte de montaje nos lleva entonces
hasta un plano cercano de la colcha sobre la que la cámara se desliza en una panorámica
que enlaza mediante un encadenado con un gran plano general del paisaje por donde
transcurre el entierro. Una larga hilera de personas sigue al féretro dirigiéndose a la colina
del cementerio. Los paraguas negros de la comitiva, a los que la intensa lluvia saca un
brillo especial, así como el punto de vista tan alejado dotan al séquito de una extraña
figuración filiforme en movimiento. Tal como está construida la escena, Emily pareciera
contemplar su propio entierro, como el protagonista de El estudiante de Salamanca
(Espronceda, 2005). Pero los intertextos no acaban aquí, dado que estas imágenes
encuentran un claro antecedente visual en El tesoro de Arne (Herr Arnes Pennigar,
Maurice Stiller, 1919), concretamente en las imágenes finales del largo cortejo fúnebre
de Elsalill (Mary Johnson) a través de los hielos (Sadoul, 2000: 82). Bien es cierto que el
hielo se torna aquí lluvia, lluvia intensa, como si el cielo quisiera abrirse así para llorar a
la fallecida.
Arribado el cortejo a la colina, se produce en lo que sigue una interesante
yuxtaposición de puntos de vista. Por un lado, el de los muertos, en torno al que se
escenifica el reencuentro: “Hola, mamá Gibbs”, saluda Emily. Por otro, el de los vivos,
en el que el sacerdote reza un responso y el doctor Gibbs deja un ramo de flores en la
tumba de su esposa, antes de que los asistentes al entierro abandonen definitivamente el
cementerio. Y luego las tumbas se metamorfosean en estrellas y los muertos se elevan
sobre sus tumbas cobrando la forma de fantasmas, esto es, de presencias sin cuerpo. Tiene
lugar entonces una larga conversación entre Emily y su suegra, la señora Gibbs. En ella,
Emily habla de los recuerdos de todos los días felices que vivió: “Yo no podré olvidarlos;
son mi vida: es todo lo que tengo”. Palabras que encuentran su réplica tanto en la propia
mamá Gibbs: “Nuestra vida aquí es para olvidar todo eso; debemos pensar en el más
allá…”, como en el organista, el señor Stimson, también presente: “No volverás a
vivirlos; te verás a ti misma vivir”. Pero, a raíz de las palabras de la señora Gibbs: “Hasta
el día menos importante de tu vida será importante si lo revives”, Emily se dispone a
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recordar. Y lo consigue: “Sí; recuerdo, recuerdo…”. Pues bien, lo que sigue se interesa
por la puesta en escena de ese recuerdo, de eso que Emily va a revivir.
7. EL RECUERDO Y SU REPRESENTACIÓN. TEMPUS FUGIT
En el corazón mismo del recuerdo comparece el fantasma de Emily, en unas imágenes
que encuentran un antecedente en La carreta fantasma (Körkalen, Victor Sjöstrom,
1921), película en la que David Holm (Victor Sjöstrom), que ha muerto el día de
Nochevieja, es llevado por el mensajero de la muerte (Tore Svennberg) ante su esposa y
contempla, impotente, cómo esta se prepara para suicidarse y matar a sus tres hijos. Esta
irrupción de Holm como fantasma en una escena de la vida real es trabajada por la
fotografía de Julius Jaenzon mediante sobreimpresiones con el fin de representar así lo
incorpóreo (Gubern, 2000: 126). Pues bien, un desdoblamiento diegético semejante acusa
Sinfonía de la vida en esta escena donde Emily irrumpe en un trozo de vida del pasado,
representación del recuerdo que ella se dispone a revivir. Pero si en la película de
Sjöstrom hay conexión entre ambos mundos, el real y el de los fantasmas —el
arrepentimiento de Holm le salva a él y a su familia—, no sucede lo mismo en la de Wood,
donde pasado recordado y presente de fantasmas se descubren incomunicados.
En efecto, Sinfonía de la vida da rienda suelta a las imágenes del recuerdo en las que
se yuxtaponen dos modos de presencia de los personajes: la corpórea, así las de los
familiares de Emily y de ella misma, aquel lejano día al que se circunscribe el recuerdo;
y la incorpórea de la misma Emily, en el presente desde el que recuerda. Se van
sucediendo los acontecimientos en torno a aquel cumpleaños, comentados, y sobre todo
añorados, por Emily: “¡Qué joven estaba mamá!”, “Todo era maravilloso entonces; ¿por
qué han tenido que hacerse viejos?”. En un momento dado, la Emily incorpórea fija su
atención en la escalera para verse ella misma descendiendo los peldaños, tan alegre, aquel
día de su cumpleaños. Cuando, poco después, se hace presente en la escena su hermano
Wally para desayunar, Emily, presa de la desesperación, habla a su madre, aunque esta,
dada la incomunicación entre ambos mundos, como antes decíamos, no pueda oírla:
“Mamá quiero que me mires solo un minuto… Han pasado doce años. Estoy muerta. Y
también Wally… Y ahora estamos todos juntos. Mamá, seamos felices durante este
instante…”. La impotencia de Emily le lleva a decir: “No puedo más. Todo va tan rápido
[…]. Nunca me di cuenta de que la vida estaba transcurriendo. Nadie se daba cuenta”.
La escena nos invita a reflexionar sobre la ontología del paso del tiempo. Frente a la
disolución de la vida en el tiempo, se alza el recuerdo. Pero este solo podemos habitarlo
como fantasmas, como testigos —ya mudos e inoperantes— de una situación que, sin que
nos diéramos cuenta, se nos escapó. Por ello, la escena nos conmueve, porque habla de
lo poco que reparamos en lo vivido mientras lo estamos viviendo7, cuando no somos
7 Luis Landero ha explicado la causa de ello al indicar que no es al vivir una situación cuando la observamos
y pensamos, sino más bien después, al recordarla, en un acto de recogimiento y concentración (Landero,
2021: 78). He ahí la gran paradoja: solo podemos observar y pensar el presente cuando es ya pasado.
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conscientes de que ese presente feliz es un regalo que no va a durar siempre. Hemos
asistido, así, a la representación de un lugar mental donde no se puede interferir, donde
nada puede ser cambiado, pero también donde nadie muere mientras se le recuerde.
El desamparo de Emily al constatar que en efecto nada puede ser cambiado, la lleva
a decir finalmente: “Creo que debo volver a mi tumba… Adiós mundo. Adiós Grovers
Corner, adiós mamá, papá… Adiós al olor del café. A dormir y despertarse…” Mirando
entonces fijamente al espectador, lo interroga8: “¿Qué ocurre? ¿Es demasiado maravilloso
para que nadie se dé cuenta? ¿Algún ser humano se ha dado cuenta de lo que significa
vivir la vida, minuto a minuto?”. Y así, en una especie de coda de la escena anterior, la
película no pierde la ocasión de referir la fugacidad la vida, el tempus fugit que decían los
clásicos9. Y, como animada por sus últimas palabras, Emily, rebelándose contra la muerte
que tira de ella, proclama a viva voz: “Quiero vivir, quiero vivir”. Un encadenado nos
lleva entonces desde el primer plano de Emily, fantasma en el recuerdo, hasta un primer
plano de la propia Emily, presencia corpórea, en la cama. Un plano semisubjetivo de
George sirve entonces para abrir el campo visual y mostrar a la mujer acompañada de su
suegro, en una imagen semejante a la que abría el largo segmento (Imagen 7), pero en la
que ahora ha desaparecido la enorme sombra proyectada en la pared (Imagen 8). Ya no
estamos ante un plano caligarista: la amenaza ha desaparecido: la vida ha ganado a la
muerte.
Imagen 8. Sinfonía de la vida (1940), de Sam Wood
Y así lo pone de manifiesto el plano siguiente, donde junto al llanto del recién nacido,
vemos la sombra de su pequeño cuerpo proyectada sobre los retratos de los muertos
expuestos en la pared. La vida ha ganado la partida disputada a la muerte. Emily abre los
8 Ahora no es el narrador quien, desde su atalaya extradiegética, mira al espectador, interpelándolo, sino un
personaje de la diégesis, por mucho que se trate de un personaje convertido en fantasma. El filme rompe de
este modo la cuarta pared en su doble modalidad discursiva: la extradigética y la diegética.
9 Así Publio Virgilio: “Sed fugit interea fugit irreparabile tempus” (Virgilio, 2012: 197).
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ojos y sonríe. Y también George, que ha acudido para reunirse con madre e hijo y
compartir así la felicidad que les embarga.
Retorna entonces el narrador. Allá, en lo alto de la ciudad, junto al cementerio, el
mismo comparece para poner punto final al discurso. Interpelando una vez más al
espectador, apunta: “Casi todos están durmiendo. En la granja todavía están despiertos,
hablando del recién nacido, supongo”. Por primera vez, el narrador no sabe a ciencia
cierta lo que sucede en la ciudad. Y no quiere inmiscuirse. Su tarea está en todo caso
cumplida. Pero aun así no deja pasar la ocasión para remachar la reflexión final de Emily
de la escena anterior introduciendo una cita muy oportuna de un poeta del medio oeste:
“Tienes que amar la vida para vivir y vivir para amar la vida”. Y es que vivir no es otra
cosa que amar la vida, paladearla, y ser conscientes de su transcurrir [hacia la muerte].
Vivir, por ello, es también morir, como señalaba con lucidez José Luis Sampedro (1991:
93). Sólo queda ya la despedida que cierra el discurso: “Son las 11 p.m. en Grovers
Corner. Mañana será otro día. Todos aquí están ya descansando. Espero que ustedes
también. Buenas noches”. Y cerrando la verja del cementerio, el narrador se aleja,
abrochando la historia contada y poniendo así punto final al filme.
8. REFLEXIONES FINALES
Sinfonía de la vida despliega un discurso desdoblado en un presente habitado por un
narrador que, conformado por voz y cuerpo, relata una historia estructurada a partir de
patrones visuales clásicos, pero en cuyas imágenes resuenan ecos vanguardistas. De
cualquier modo, este desdoblamiento discursivo, que el filme retoma del teatro, posiciona
ya a aquel en un territorio separado del clásico por cuanto, además de interesarse por lo
narrado, tal cual proceden los discursos fílmicos clásicos, introduce un presente de la
enunciación que desvela el acto de narrar.
Por demás, si atendemos a la actuación del narrador y sus constantes interpelaciones
al narratario a la luz de la teoría del proceso comunicativo de Jakobson (1975: 352-358),
podemos constatar la movilización por parte de este filme de las funciones expresiva,
conativa y fática del lenguaje, eclipsadas en el relato clásico. En su estudio del discurso
televisivo, González Requena ha referido que: “las constantes interpelaciones del
enunciador al enunciatario, a la vez que actualizan de manera automática las funciones
expresiva y conativa, reactualizan el vínculo comunicativo y por tanto la función fática
que lo evidencia” (1988: 86). Pero en el relato clásico, interesado sólo por lo narrado, no
por las figuras narrador / narratario, mucho menos por el eje del contacto entre ambos,
pone entre paréntesis estas funciones para enfatizar, sobre todo, la poética y la
metalingüística, esto es, las orientadas hacia el código y el mensaje.
Nos encontramos, pues, ante un discurso que perfila la figura de un narrador que
asume la toma de la palabra para dar paso a los hechos narrados, según un dispositivo
enunciativo que aproxima la película al reportaje (González Requena, 1989: 39-49). El
propio narrador denomina película al relato de los hechos narrados, enfatizando así su
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equivalencia con la diégesis clásica, y que él en este caso gobierna, bien mediante órdenes
dadas al realizador, una suerte de delegado suyo, o interviniendo él en el hecho narrado.
De estatus superior al de la voz over —su gobernanza se extiende también al mundo
extradiegético, donde da y quita la palabra tanto a especialistas sobre el tema del que en
ese momento el discurso está informando—, este tipo de narrador hace gala de su poder,
por lo que al relato se refiere, interrumpiendo la escena que ese momento está siendo
narrada, alterando el orden cronológico de los acontecimientos, e incluso anticipando
sucesos por venir, mas todo ello según un comportamiento por lo general orientado por
el canon clásico. Pues en efecto el relato sigue una estrategia de dramatización del
material narrativo que pasa por un aumento progresivo de la tensión destinado a
desembocar en un clímax dramático en la parte final del relato.
Nos encontramos así con un narrador que, heredero del teatro wilderiano, se infiltra
en el cine hollywoodense portando todos los poderes del narrador cinemático, así
introducir los hechos, opinar sobre ellos, indagar y ceder la palabra. Un narrador al que
puede por ello aplicarse las palabras de Pascal Bonitzer allí donde este significaba que
“no es fácilmente integrado en el resto de la película, ya que proclama su independencia
y su superior conocimiento de manera demasiado agresiva” (1976: 33), todo ello en aras
del desvelamiento del acto de narrar clásico.
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Fecha de recepción: 16/01/2023
Fecha de aceptación: 15/02/2023