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ANALES DE LITERATURA CHILENA
Año 24, diciembre 2023, número 40, 307-312
ISSN 0717-6058
LA HIJA DEL SILENCIO
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tatiana.calderon@uai.cl
La silenciosa oscuridad y la luminosa música me forjaron. En esta sombra,
también existía una ternura inmensa y, en esta luz, también yacía una dureza. Soy la
hija de un silencio fenomenal, de una negación formidable, de una autocensura que
permanece en el espacio de mi padre al que llegué a vivir.
Al mirar La cordillera de los sueños de Patricio Guzmán, me senté a escribir.
Vi La batalla de Chile en mi adolescencia y me acuerdo de que me había conmovido,
sin entender mucho, esta articulación de una fuerza utópica que quedó enterrada en
las grietas de la cordillera, aspirada por la impasibilidad mineral o bien sumergida en
y Chile, entre mi madre y mi padre, entre la inercia y la lucha.
Mi padre falleció a los 68 años de un cáncer al pulmón que no lo dejaba res-
pirar, un país que nunca lo acogió realmente de vuelta, un sueño interrumpido y un
cansancio milenario. Exiliado político a los 24 años, miembro de un partido diminuto
y solidario, la izquierda cristiana, nunca pudo terminar su carrera de derecho en la
1 Tatiana Calderón Le Joliff (Paris, 1979). Doctora en Literatura Comparada
asociada (Universidad Adolfo Ibáñez, UAI). Directora del Magíster en Literatura Comparada
(UAI). Su campo de investigación corresponde a las literaturas contemporáneas francófonas,
hispanófonas y anglófonas, los estudios literarios fronterizos y migratorios, la poética
frontera en la literatura hispanoamericana contemporánea. Chile-México” (2012-2014) y el
Butamalón de E. Labarca,
Señales que precederán al n del mundo de Y. Herrera, Waiting for the Barbarians de J.M.
Coetzee y Le Rivage des Syrtes de J. Gracq” (2015-2019). A raíz de este proyecto, crea la
2000-2020” (2022-2025). Co-edición del libro Afpunmapu / Fronteras / Borderlands. Poética
de los connes: Chile-México
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Universidad de Chile y, luego, en la Universidad Católica de Valparaíso. Al llegar a
y partidos políticos sentían frente a la desilusión de la derrota de Salvador Allende.
Reconstruyendo los retazos de historias que recuerdo, residió varios meses en un
centro de refugiados en París, aprendiendo lentamente el idioma francés. Luego siguió
por el estudiantado, hijos de poderosos políticos africanos, destinados a perpetuar el
nepotismo en su propio país.
literalmente en el sótano, con su coterráneo Luis. Quien fuera torturado por la junta
militar, así como su exmujer, sufriéndolo ella de manera más violenta. Aun así, no se
hablaban de estos temas. Nunca supe si mi padre fue torturado, nunca lo dijo, nunca
pero desconozco las condiciones de su detención y el impacto en su vida. También sé
obras del Museo Salvador Allende, con el auspicio del ministerio de la cultura francés
liderado por Jack Lang. O también cuando se fue, yo siendo una niña, a Nicaragua a
me contó que todas las noches de esta ausencia, quedaba ansiosa, junto a la puerta,
esperándolo. De mis primeros años, asocio a mi padre con las rutinas infantiles, mi
madre con los horarios tardíos del trabajo y los viajes permeados por las sorpresas y
las añoranzas.
El encuentro de mis padres fue primero de orden político. Mi madre, muy
conmovida por la causa chilena, venía de una familia muy comprometida. Mi abuelo
materno había sido resistente durante la Segunda Guerra mundial y, luego, estalinista
hasta la negación. Así, su primera conversación los ensimismó durante horas sobre
la geopolítica, espacio recurrente y familiar a lo largo de sus vidas, aun cuando di-
vergían. Pero fueron los ojos tristes de mi padre los que terminaron conquistando esa
fuerza potente e inestable conformada por mi madre. Él, en forma paradojal, derribó
su ansiedad y ella le traspasó savia y pasión. Esta mezcla de intereses y naturalezas dio
y hospitalario.
Nuestra casa era, muchas veces, el hogar de las personas en tránsito, de los chi-
conversaciones acaloradas en un idioma que no entendía y que no entendí hasta llegar
a vivir a Chile. La cerrazón del lenguaje era la cerrazón de mi padre. Asimilarse a toda
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físico y su acento siempre lo delataron, pero sus hijos tenían que sentirse plenamente
parte del país de su madre, para no sentir la desazón o la nostalgia inventada del otro
lugar. Esta enajenación de su origen aniquiló mi identidad chilena hasta tal punto que
yo era solo francesa y mi integración, al llegar a Chile, fue ardua.
Desprovista del lenguaje y de los códigos culturales, experimenté un repudio
deseante. Representaba, creo de manera inconsciente, un ente neocolonial y a la vez el
blanqueamiento que tanto anhelan ciertos chilenos. Mi padre no me había preparado
para este desafío, pero tampoco él estaba listo para su retorno, 17 años después de
1993, en plena transición democrática, en el auge del crecimiento económico, mi padre
Chile y en la reinvención de la familia.
El exilio y el retorno conforman dos fases extremadamente dolorosas. El exilio,
por su carácter arrasador de la infancia, los orígenes, el corte tajante en el desarrollo
de un individuo que deja una marca indeleble en sus afectos, su desenvolvimiento y
su seguridad. El retorno, por la desoladora pena del desfase, del desencuentro, del
desengaño de encontrar un país no solo distinto al ideado en el rincón amoroso de
la nostalgia, sino que un país que no quiere volver a ver al que partió. El espejo del
retornado es la herida de los que quedaron y tuvieron que acomodarse al miedo, con-
ciliar lo impensable, callarse lo abyecto o, simplemente, colaborar con una realidad
ineludible. El retornado remueve, con sus ideas importadas, su vida fuera, su nueva
familia, los escombros de un sueño. Mi padre logró encontrar en el afuera un resguardo,
construir esta familia que cobijó con recelo. Retornó con ambivalencias, reticencia e
ilusión, idealismo y cinismo.
La vuelta a Chile fue violenta, no en el ámbito económico, porque mi madre
logró adaptarse muy rápidamente y hasta mejoramos nuestras condiciones vitales, sino
más bien lo fue en el universo afectivo y político de mi padre. Este hombre parco,
salvo excepciones, y poco propenso a la ostentación de sus emociones, recibió un golpe
ensordecedor. Sus antiguos amigos no perduraron, sus amigos del exilio, retornados
antes, muchas veces oportunistas, tampoco estuvieron. Tardó muchos años en reunirse
con su espacio y con la gente. No fue un reencuentro armonioso, sino que más bien
paradojal nostalgia del país de refugio, dando lugar a malentendidos –lo llamaban
afrancesado–, a estallidos de indignación o momentos de resignación.
Nuestra familia aprendió una cierta noción de la precariedad en Chile. Nunca
experimentó la pobreza, pero sí estuvo bordeando el declive. El ascenso social pro-
vocado por la llegada a Chile, desde una clase media francesa a una clase acomodada
chilena, se emparentaba con la incertidumbre y la inseguridad laboral. Dos mundos
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Aprovechar esta oscilación fue nuestro objetivo, y funcionó en cierta medida, para mi
madre y para mí. Aprendimos de los dos mundos, negociamos nuestras identidades y
nos volvimos observadoras inquietas de cada lugar. Para mi padre y mi hermano, el
experimento fue más sombrío.
En algún momento de decadencia económica familiar, mi madre regresó a
orden sus papeles y volver con la certeza de quedarse en Chile. Esta situación permitió
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de mi madre, reencontraron un equilibrio y construyeron un espacio más apaciguado
y desligado de cierta vertiginosa velocidad que experimentaba Chile.
El campo fue el último refugio de mi padre, allí cultivaba su jardín, en el sen-
tido volteriano, y practicaba la contemplación rousseauista. Decía que no necesitaba
leer más porque había leído todo, lo que me parecía un cierto abandono emocional.
En este refugio llegaba también el mundanal ruido. Su vecindad rural mostraba, a
pequeña escala, las tensiones de un Chile irreconciliable. Las mezquindades, la au-
sencia de responsabilidad individual y la desfachatez cohabitaban con una apetencia
la perseverancia del esfuerzo comunitario.
A los 57 años, se le detectó un cáncer al pulmón. Mi padre solía fumar dos
diagnóstico fue bueno porque, gracias a un rutinario chequeo de salud, vislumbraron un
tumor diminuto. Sin embargo, una buena parte de su pulmón fue extirpada y enfrentó,
psicológica y silenciosamente, la muerte. Luego de este proceso y de todo lo que lo
rodeaba, volvió la rabia y volvió la pérdida. Por supuesto permanecía el amor a la
sus afectos. 11 años más tarde, en plena pandemia, sucumbió a la enfermedad fulmi-
nante. Hoy, su lugar de descanso está en la tierra de su jardín. Lo acompaña un colibrí,
Congruente y tenaz, no quiso más
No quiso más de una vida donde no podría anhelar caminar con soltura por el
jardín hermoso que imaginó
No quiso más de un lugar dónde no pueda querer con todo su vigor a sus seres
No quiso más de una existencia sin poder respirar por su propia cuenta y pa-
searse con la cabeza en alto
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Mi viejo, tan silente y ruidoso a la vez
Tan perseverante en sus afanes y resiliente
Sigiloso, deambuló con gracia en esta vida
De Santiago de Chile a Paris, volviendo en las últimas vueltas de su vagabundeo
al mismo espacio de ensueño, Venecia, su ciudad favorita, entre pantanos y
palacios, oscura y luminosa, plasmando ese claroscuro barroco que lo envolvió
en su recorrido sinuoso
El exilio pareció enseñarle el don de la invisibilidad, de la humildad, así como
la posibilidad de reinventarse con su familia
El retorno le dolió y le dio a la vez la posibilidad de la ira, de nitidez en la
expresión de su desencanto con su propia utopía
El cultivo de su jardín le dio sosiego y amor por las cosas simples
Amó a mi madre con política, con peleas sin importancia, con ternura, con una
y constancia
me enseñó a observar el mundo con meticulosidad y ubicarme en él. Me retaba,
un poquito, cuando era pequeña pero inmediatamente intentaba hacerse perdonar
con su mirada tierna, su modo un poco abrupto y torpe de querer
Me ayudó a construir un hogar para compartir con él e idear otros jardines
anudadas, expresando lo que la palabra no alcanza a traspasar
Pudimos acompañar a mi padre hasta el sueño que tanto codiciaba, el reposo
valiente que hoy alcanzó
Un día de naranja, mi padre se durmió
El colibrí, voluble, revolotea por el campo y su movimiento permanece en mi
del silencio y del cariño, de la oscuridad luminosa del desarraigo de donde emerge la
búsqueda que sustenta mi quehacer cotidiano, mi camino y mi fortaleza.