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Naturaleza y Libertad. Número 17, 2023. ISSN: 2254-9668
soBRE EL pRoBLEmA DE LA LIBERTAD EN LA
moDERNIDAD: DEL DETERmINIsmo hoBBEsIANo A
LA posTULAcIóN KANTIANA
Javier Leiva Bustos
Investigador posdoctoral «Margarita Salas» de la Universidad
Complutense de Madrid1
Resumen: Con el auge y desarrollo de la revolución científica europea a partir
de los siglos XVI y XVII, que terminaban por liquidar la física y teleología aris-
totélicas para reducir la visión del mundo a una relación eficiente entre causas
y efectos, entraba también en crisis uno de los presupuestos fundamentales en
la metafísica y ética occidentales: la cuestión de la libertad humana. Al fin y al
cabo, si toda la naturaleza física estaba sometido a causas necesarias, universales
e inquebrantables, a las que nada puede escapar, y el ser humano era también un
cuerpo inserto dentro de esa naturaleza, ¿por qué no iba a estar él igualmente
determinado? A lo largo del presente artículo trataremos de presentar lo que la
irrupción de la modernidad supuso a propósito del debate acerca de la libertad
de la voluntad —comúnmente denominada «libre arbitrio»—; cómo la figura
de Hobbes, a raíz de la filosofía cartesiana, se erige como un representante del
determinismo materialista —aunque no el único—; y la solución al dilema que
ofrece Kant con el conocido postulado de la libertad.
Palabras clave: arbitrio; determinismo; Hobbes; Kant; libertad; voluntad.
ON THE PROBLEM OF FREE WILL IN MODERNITY: FROM HO-
BBESIAN DETERMINISM TO KANTIAN POSTULATION
1 Este artículo se enmarca dentro de la concesión de una «Ayuda Margarita Salas para la
formación de jóvenes doctores» (Ref.: CA1/RSUE/2021-00517) por parte de la Universidad
Autónoma de Madrid, de la que son entidades financiadoras, además de la misma, el Minis-
terio de Universidades y el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. La labor
investigadora y docente se realiza en el Departamento de Lógica y Filosofía Teórica de la
Universidad Complutense de Madrid, dentro del Proyecto de Investigación «Esquematis-
mo, teoría de las categorías y mereología en la filosofía kantiana: una perspectiva fenome-
nológico hermenéutica» (MINECO PID2020-115142GA-I00), con Alba Jiménez Rodríguez
como Investigadora Principal.
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Summary: With the rise and development of the European scientific revolution
since Sixteenth and Seventeenth centuries, which eventually finished Aristo-
telian physics and teleology to reduce the worldview to an efficient relation
between causes and effects, one of the fundamental assumptions in Western
metaphysics and ethics entered into crisis too: the question of free will. After
all, if the whole physical nature was submitted to necessary, universal and un-
breakable causes, from which nothing can escape, and the human being was
also a body within that nature, why should they not be equally determined?
Throughout this article I will try to present what the irruption of Modernity
meant about the debate of «free will»; how the figure of Hobbes, due to carte-
sian philosophy, became a representative of materialist determinism —althou-
gh not the only one—; and the solution to the dilemma offered by Kant with
his well-known postulate of freedom.
Keywords: free will; determinism; Hobbes; Kant; freedom; will.
Recibido: 30 de abril de 2023
Aceptado: 11 de mayo de 2023
DOI 10.24310/NATyLIB.2023.vi17.16716
1. Una aclaración terminológica
Los orígenes y debates en torno al problema filosófico de la libertad son
verdadera-mente antiquísimos; por este motivo, antes de sumergirnos en
profundidad en el presente objeto de estudio, se torna necesario abordar
una aclaración terminológica del propio concepto «libertad», dado su abun-
dante uso y polisemia. No quiero decir con ello que se trate de una palabra
«gastada», sino que puede utilizarse en diferentes contextos con diversos
significados, de modo que hay que delimitar a cuál me refiero en este caso
para evitar confusiones o discusiones infructuosas.
A día de hoy nos podemos remitir a varios significados del vocablo «li-
bertad». Por ejemplo, la distinción que en 1958 ya realizaba Isaiah Berlin
(2008: 47-65) entre libertad negativa — ausencia de constricciones, coaccio-
nes y limitaciones al actuar — y libertad positiva — capacidad de autodeter-
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minación y autorrealización, dar condiciones para posibilitar las cualidades
de una persona y emprender un curso de acción—. También podríamos
hablar acerca de las libertades civiles o políticas, como las tratadas por John
Stuart Mill en Sobre la libertad (2007: 68-72), que versan sobre la legitimi-
dad de la coerción y entre las que podemos encontrar libertades de concien-
cia, expresión, asociación, gusto e inclinaciones, etc. O también otro tipo
de libertades como la de credo, la sexual, la psicológica, la económica… Sin
embargo, en última instancia, todas estas definiciones acaban dependiendo
o remitiendo a una noción fundamental: la libertad metafísica o la libertad
desde el punto de vista metafísico. Esto es, lo que proverbialmente se ha
denominado como el libre arbitrio o «la libertad de la voluntad». Así, la cues-
tión o el problema que cabe plantearse es: ¿somos libres a la hora de tomar
nuestras decisiones y hacer nuestras elecciones, o, por el contrario, esto no
es más que una ilusión y nuestra voluntad está previa-mente determinada a
escoger una opción concreta?
Si reparamos atentamente en la pregunta, en modo alguno resulta bala-
dí. Para empezar, rebasa inmediatamente el plano metafísico para afectar
de manera directa a otros como la moral, la política o la legalidad: ¿tiene
sentido el elogio, la censura, la recompensa, el castigo o siquiera enjuiciar a
alguien, si no fue libre a la hora de determinar sus actos o el curso de estos?
Y, seguidamente, también nos conduce al interrogante de qué distingue al
hombre de los animales: si ninguno es un agente libre, de manera que el
ser humano no goza de libre arbitrio para elegir y autodeterminarse, ¿qué
hace de este algo diferente, con una dignidad propia y distinta? Semejantes
preguntas son las que trataremos de dilucidar a continuación.
2. La irrupción de la modernidad en el debate losóco acerca de la libertad
En lo que respecta al problema de la libertad, a partir de la Modernidad
su plantea-miento adquiere un enfoque diferente al de épocas anteriores.
Si bien en el mundo antiguo las diferentes corrientes habían abordado el
problema, en su mayoría no lo habían hecho de una forma sistemática. Para
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Platón (2007: 430d-435c, 441d-e, 591c-592a) tenía que ver con una suerte
de justicia o armonía entre las diferentes partes del alma, de manera que
remitía a un autodominio, a la autoimposición de límites a impulsos, de-
seos, etc. —supeditación a la parte racional del alma—. Aristóteles (2007a:
1102b37-45, 1114b25-1115a2, 1223a8-1228a22) adoptaba un planteamien-
to similar, centrándose en el cultivo de las virtudes éticas y dianoéticas para
moldear el carácter moral; así, dado que a diferencia de otros seres —como
los animales—, la mayoría de las acciones del hombre son voluntarias, este
puede poner coto a sus impulsos y deseos. Por su lado, a raíz de los diferen-
tes avatares históricos, la filosofía helenística problematizó algo más la cues-
tión, teniendo, así, a los estoicos, que asumían un fuerte determinismo, de
tal forma que todo lo que sucedía estaba causalmente previsto por el fatum
y la libertad consistía en el conocimiento de este (Marco Aurelio, 2009: IV,
40, 49; V, 8; VII, 57; X, 28) —fórmula similar a la que empleará posterior-
mente Spinoza en su Ética (2007: 83, 157; 1988: 336)—; o a los epicúreos,
que habían heredado la concepción atomista de la realidad —materialista y
mecanicista—, donde el único resquicio de libertad era la idea de «clinamen»
(Epicteto: 2000: 53; Lucrecio, 2008: II, 253, 292).
Ya en el mundo medieval, el cristianismo cambió la manera de abordar el
problema introduciendo la concepción del «libre albedrío». Sin ir más lejos,
Agustín de Hipona incorporó a la religión el brazo filosófico del platonismo,
originando una serie de tensiones —verdades de razón versus verdades de
fe— donde la libertad no podía tratarse sin asumir previamente determina-
dos compromisos de carácter teológico. De este modo, el gran di-lema pasó
a ser cómo compatibilizar o articular filosóficamente el libre albedrío con la
omnipotencia y omnisciencia divina: si Dios ha creado el mundo y sus leyes,
sabe lo que voy a hacer y mi elección está determinada, por lo que no sería
libre; y si puedo elegir, Dios no sabe mi elección, por lo que no sería omnis-
ciente ni omnipotente. Igualmente, en De libero arbitrio San Agustín (2009)
planteaba otro dilema que recorrerá la historia del pensamiento: el mal uso
de la libertad y el problema del mal. ¿Cómo puede Dios permitir el mal en
el mundo? Si es omnipotente, podría evitarlo, por lo que o no puede —no es
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omnipotente— o no quiere —es malvado—. Así las cosas, la respuesta que
predominará en el enfoque teológico tradicional es la sintetizada —ya en
la Modernidad— por Leibniz en su Teodicea (2015): vivimos en el mejor de
los mundos posibles, pues el mal es el precio a pagar por nuestra libertad de
elección. Un planteamiento que, en definitiva, ponía la fuente del mal en el
hombre, no en Dios, y hacía de la gracia divina un elemento indispensable
para la salvación.
Situándonos ahora en la Modernidad, a partir de los siglos XVI y XVII
opera un cambio de época sin precedentes que, de la mano de pensado-
res como Galileo, Kepler, Descartes, y posteriormente otros como Newton
o Laplace, modifican la manera de ver el mundo. Dicho cambio, que en-
cuentra su germen en el humanismo y en el Renacimiento, adquiere ya plena
consciencia con los primeros modernos, que advierten cómo su mundo es
diferente al de la Antigüedad y la Edad Media. Quizá el mejor ejemplo de
este inicio sea Copérnico y su propuesta helioestática —el heliocentris-
mo— (2009), que, más allá del debate freudiano (1917: 2434-2435) a pro-
pósito de si supuso una herida narcisista que arrebataba al hombre su lugar
central en el universo2, conllevaba el inicio del quiebre final de la física
aristotélica y sus implicaciones metafísicas.
2 Sin entrar a debatir por extenso este punto, por cuestiones de limitación, cabe decir al
menos que tengo mis discrepancias con la propuesta mostrada por Freud en su escrito «Una
dificultad del psicoanálisis». Para justificarlo brevemente, recordemos que según la física
aristotélica todo cuerpo tiende a ocupar su «lugar natural», siendo así que lo más pesado ocu-
pa los estratos inferiores y los más livianos, los superiores. Llevando ahora su planteamiento
al terreno cosmológico, es cierto que el Estagirita habla de un sistema geocéntrico donde
todos los astros giran alrededor de la Tierra; pero no debemos olvidar que, también acorde a
su propuesta, lo que se sitúa en el centro —esto es, nosotros—, lejos de ser lo más perfecto
es justamente lo opuesto, lo más imperfecto. Por el contrario, lo más perfecto se haya en el
mundo supralunar, siendo más excelso cuanto más alto nivel ocupa; hasta el punto de que,
trascendiendo el plano del universo físico finito, se hallaría la perfección —theos— por anto-
nomasia: el primer motor. Por este motivo, un físico aristotélico jamás podría pensar que la
propuesta heliocéntrica arrebata su lugar preminente al ser humano; simplemente porque
no lo tiene, sino que ocupa el lugar de mayor imperfección. En este sentido, las implicacio-
nes metafísicas que suponía el cambio de paradigma copernicano eran de una índole muy
distinta a las aludidas por Freud.
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Igualmente, esta revolución científica adquiere un desarrollo sin prece-
dentes gracias a la irrupción del mecanicismo, a través del cual el ser humano
comprende que el mundo en su totalidad se rige y comporta acorde a una
serie de leyes naturales, de las que nada escapa y que se cumplen siempre;
son las que indaga la filosofía natural o física. Por lo tanto, el universo físico,
material —concebido en términos de extensión, como expresa Descartes en
sus Meditaciones metafísicas (2005: 233-235)—, opera en realidad como una
suerte de enorme máquina en la que todas las piezas encajan entre sí y
provocan que unas sean la causa de movimiento —esto es, de cambio— de
otras, como si de engranajes se trataran. Se trata de la metáfora del mundo
como un «enorme reloj», en la que Dios se reduce a ser el «relojero divi-
no» que ha construido un mundo escrito en lengua matemática —Galileo,
1981: 63—, que puede explicarse con el empleo único de ecuaciones, y
que, una vez creado, se limitó a darle el primer impulso para otorgarle mo-
vimiento. En otras palabras, el descubrimiento de tales leyes universales,
que terminará plasmando Newton en sus Principia (2022), y la imposición
del mecanicismo, dentro de un contexto materialista y atomista, conduje-
ron a la quiebra definitiva del paradigma, ya moribundo, que había regido
la filosofía natural hasta el momento; era el fin de la física aristotélica y su
pensamiento teleológico.
Recordemos que en su Física (2007b: 194b23-35) y en su Metafísica
(2007c: 1013a24-35) Aristóteles había propuesto cuatro causas para res-
ponder al porqué de las cosas, que recogían todo factor necesario para dar
una adecuada y completa explicación del cambio: la material —sustrato o
materia que compone algo—, la formal —la forma que adquiere ese algo—,
la eficiente —el motor de la acción— y la final —el fin o finalidad de esa
ac-ción—. Esta última era la fundamental para el Estagirita, en tanto en
cuanto todo en la naturaleza poseía un telos al que se dirigía y en función del
cual se producía el cambio. Sin embargo, toda vez que la nueva física hubo
homogeneizado el espacio —ya no había espacios particulares a los que los
objetos tendieran «por naturaleza», como pensaba el macedonio—, y la ma-
teria y la forma dejaron de verse propiamente como causas, quedaban en
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contienda las otras dos. Es aquí donde los nuevos filósofos naturales dieron
el golpe de gracia: si el mundo es pura res extensa, sin vacío, dominado por le-
yes universales y necesarias, y acorde al principio de razón suficiente —que ya
había formulado el propio Aristóteles— nada es sin causa, la única conclu-
sión lógicamente aceptable es que solo existen causas eficientes; o lo que es
igual: en el mundo natural solo hay espacio para la causalidad —causas que
originan efectos—, no para la espontaneidad de la libertad. En este orden
de cosas, frente a la antigüedad o el medievo, durante la Modernidad las
ciencias adquieren una capacidad de precisión y de predicción más potente
y sin precedentes, lo que permite, no solo explicar hechos anteriormente
inexplicables —atribuidos al azar o al telos—, sino además remitirlos a una
regularidad y mecanicismo presentes en todos los fenómenos. Es así que,
ya en 1814, un seguidor de Newton como fue Pierre-Simon Laplace for-
mulará lo que pasó a conocerse como el «demonio de Laplace»: dado que
nada puede ocurrir sin una causa previa que lo produzca y toda la realidad
física está sujeta a leyes universales —que se pueden matematizar—, todo
el mundo natural está férrea y matemáticamente determinado. Por lo tanto,
si una inteligencia suprema, con una infinita capacidad de cálculo, tuviera
la información en un momento dado de todos y cada uno de los cuerpos del
universo —posición, masa, velocidad, etc.—, podría no solo leer el pasado,
sino también predecir el futuro (Laplace, 1985: 24-26).
Obviamente, este determinismo afecta inmediatamente al problema de
la libertad, pues de él se desprende que esta no es más que un epifenóme-
no, una ilusión. Si todo está sometido a determinación y a leyes universales,
es absurdo decir que queremos o decidimos algo; eso solo mostraría nuestra
ignorancia sobre las leyes que nos gobiernan. Sería como ignorar el mecanis-
mo de un reloj y decir que las manecillas se mueven porque quieren. Este
es el desafío que la Modernidad lanza al problema de la libertad, con sus
aporías.
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3. Hobbes y el determinismo de la voluntad3
En el marco del debate moderno a propósito de la libertad, la figura de
Thomas Hobbes se alza como uno de los paradigmas del modelo del deter-
minismo materialista. Partiendo de que es necesario abolir cualquier distin-
ción escolástica, que no hace más que oscurecer la discusión, lo primero que
hace Hobbes en el escrito, a la postre titulado, Sobre la libertad y la necesidad
(1991; 2015) es enmarcar los términos. Así, cuando afirmamos que alguien
es libre de hacer algo —o abstenerse de ello—, lo que decimos es, en primer
lugar, que puede hacerlo —ejecutar la acción—; y, en segundo lugar, que tie-
ne la voluntad de hacerlo. En consecuencia, si se da la necesidad de que tenga
la voluntad de hacerlo, la acción se seguirá necesariamente; y, mutatis muntandis,
si la necesidad marca la abstención de la voluntad, se seguirá necesariamente
que no la realice. Por lo tanto, la cuestión no versa sobre si el ser humano es
un agente libre, sobre si elige o no, puesto que es evidente que lo hace —más
allá de que escoja igual o distinto en las mismas o en diferentes circunstan-
cias—. El debate surge a propósito de si la voluntad humana es libre; es decir,
si su decisión hubiera podido ser otra o si elige su propio querer al margen
de las circunstancias.
Para defender su postura, la argumentación hobbesiana pasa a susten-
tarse sobre dos pilares fundamentales, que también pasa a demostrar. El
primero de ellos es el principio de razón suficiente, por el cual todo efecto
posee necesariamente una causa. Así, lo que determina una acción concreta es la
suma de todas las cosas, existiendo en un momento concreto, que condu-
cen y concurren en la producción de la acción; de tal manera que, si faltara
una sola de esas causas, no se produciría el efecto4. Entonces, dado que la
voluntad del hombre depende de una causa suficiente, está sometida a ne-
cesidad; y, por ende, tanto la elección del efecto como el efecto mismo son
3 La siguiente reconstrucción del argumento hobbesiano se apoya en las reflexiones plasma-
das en su obra Sobre la libertad y la necesidad (1991; 2015).
4 Este concurso de causas, cada una de las cuales viene determinada por otro concurso ante-
rior, es lo que cabría denominar, dice, «decreto de Dios» (2015: 125).
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también necesarios. Por su parte, el segundo pilar consiste en que la elección
y la necesidad están unidas entre sí; o lo que es igual, son compatibles, de tal
manera que una persona puede elegir algo y, simultáneamente, no poder
hacer otra cosa que elegirlo. Ello se debe a que nuestras elecciones se pro-
ducen necesariamente por elementos ajenos a nuestra voluntad, tales como
miedos, esperanzas, consecuencias esperables, concepciones del bien y el
mal, etc.
Partiendo de estas consideraciones, Hobbes empieza su análisis por lo
más básico: definir qué es una acción. Tanto si hay tiempo para deliberar,
como si no, una acción no es más que un balance entre lo que una persona
juzga bueno o malo, mejor o peor, para sí mima; esto es, es un cálculo de con-
secuencias, donde la deliberación solo amplia y complejiza los elementos de
dicho cálculo5. En consecuencia, todas las acciones humanas son acciones
voluntarias, pues siguen inmediatamente al último apetito —pensamiento,
inclinación— que tiene la persona a propósito del bien o del mal que se
derivará de ella. Un último apetito que se puede seguir de dos formas: o
bien inmediatamente, sin deliberar, en cuyo caso la acción se sigue necesaria-
mente del pensamiento presente sobre las buenas o malas consecuencias
previstas; o bien mediatamente, por deliberación, analizando los pros y los
contras de las opciones. Así, incluso las acciones precipitadas o repentinas
son voluntarias porque, aunque no haya una deliberación presente, su autor
ha tenido tiempo a lo largo de su vida para reflexionar sobre ellas. Es por ello
que resulta razonable castigar incluso las acciones irreflexivas, pues siguen
siendo voluntarias. Igualmente, una deliberación consiste únicamente en la
consideración por parte del agente acerca de si resulta mejor para él realizar
una acción o abstenerse de ella, donde «considerar» se entiende como la
imaginación alternativa de las buenas y malas consecuencias de la acción;
es decir, es una sucesión alternante de apetitos contrarios, que nos atraen y
5 Obviamente, como plasmará en obras como De Cive (2000) o Leviatán (2009), esto tiene
inmediatas consecuencias de carácter ético-político, como el egoísmo moral, la ausencia de
altruismo o el nacimiento del pacto social, el Estado y la ley positiva para defendernos de ese
bellum omnium contra omnes que es el «estado de naturaleza».
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repelen. Además, al no basarse en el raciocinio, es común tanto a hombres,
como niños, locos, animales…
En cualquier caso, en este conflicto de intereses o apetitos, el último
de ellos, el que terminan triunfando y dilucida una opción como preferible,
prioritaria o deseable, poniendo fin a la sucesión, es lo que denominamos
«voluntad». Por ende, la voluntad no es una facultad misteriosa del sujeto,
sino tan solo el resultado de una ponderación, lo que más acaba pesando en
su reflexión; simplemente es el apetito que cierra el proceso deliberativo
y precede inmediatamente a la realización u omisión de la acción. Además,
como ese interés es el último, solo cabe hablar de una única voluntad, mien-
tras que el resto de apetitos pueden ser múltiples y cambiantes, y reciben
el nombre de «intenciones» o «inclinaciones». De esta forma, lo crucial del
planteamiento hobbesiano es que no niega o ignora la complejidad de los
procesos deliberativos —dudas, tensiones, reconsideraciones, etc.—; sen-
cillamente, muestra cómo se produce la voluntad trasladándola al territorio
de las causas y los efectos y, por tanto, haciéndola compatible con la necesidad,
con la determinación necesaria del proceso de deliberación. Atendiendo a
la experiencia que cada uno tiene de sí mismo, cuando alguien decide algo,
no percibe una capacidad no condiciona-da; al contrario, es el agente quien
quiere y quien elige, no la «voluntad». Esta es solo la victoria de una incli-
nación o apetito interior, por lo que no es independiente de estados previos.
Lo que conforma, entonces, esa voluntad son nuestros valores, miedos, ex-
pectativas, condiciones, ideas de lo bueno y lo malo, etc.; elementos todos
ellos integrados en un orden general de concatenaciones causales. Por lo
tanto, la voluntad es el efecto necesario de esa serie de causas; y, en conse-
cuencia, la causalidad necesaria no fuerza a la voluntad, sino que la configura.
Esto convierte en un absurdo hablar tanto de «libertad de la voluntad»
como de «agente libre», en el sentido de que pueda suspender una ac-
ción en la que concurren todos los elementos necesarios para producirla.
Semejante afirmación quebrantaría tanto el principio de razón suficiente
—nada es causa sui— como el principio de causalidad —el encadenamiento
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o continuidad entre causas y efectos—; sería como decir que un efecto no
se sigue de su causa necesaria, lo que, en última instancia, pone en juego
la consistencia misma del mundo. En conclusión, la libertad solo se puede
predicar del agente, en el sentido de que agente libre es lo mismo que agen-
te voluntario; esto es, un sujeto que ejerce su voluntad, su último apetito.
Ahora bien, pese a todo lo dicho, prosigue Hobbes, alguien podría re-
plicar que, aunque dichas causas sean suficientes para producir el efecto —la
voluntad—, no tienen por qué provocarlo necesariamente. Es aquí donde el
británico vuelve a hacer uso de su hábil argumentativa para demostrar que
toda causa suficiente es causa necesaria y viceversa. Ciertamente, si una causa
suficiente es aquella a la que no le falta nada de lo requerido para produ-
cir un efecto, sino que basta que se dé para ello, hemos de admitir que,
simultáneamente, también es una causa necesaria. En efecto, si la causa
pudiera no producir el efecto, significaría que le falta algo que necesita para
ello, por lo que ya no sería suficiente. Como no puede ser que se dé todo lo
necesario para producir el efecto y este no suceda —ya que, en ese caso,
no se habría dado todo lo necesario—, toda causa suficiente para producir el
efecto también será causa necesaria, pues lo causará necesariamente. Por tanto,
como todo lo que ocurre y es producido —que son efectos que se siguen de
causas— lo es necesariamente, pues de lo contrario no hubiera llegado a ser,
también las acciones voluntarias están sometidas a o se integran en el orden
de la necesidad. Es más, incluso los eventos más fortuitos y azarosos están
bajo este dominio. Por contingentes o accidentales que parezcan, poseen
un inicio, de modo que también tienen una causa suficiente a la que nada
le faltó; por tanto, se dieron necesariamente. Por ejemplo, si tuviera todos
los datos necesarios en un lanzamiento de dados —superficie del dado y la
mesa, peso, fuerza y ángulo del lanzamiento, etc.—, podría determinarse
el resultado final antes de que el objeto terminase su recorrido (Hobbes,
2015: 184). Apelar, pues, al azar, a la suerte, etc. únicamente es un error que
denota nuestra ignorancia a propósito de las causas suficientes —y nece-
sarias— que concurren en ese fenómeno. Y no solo eso, sino que, en tanto
en cuanto Dios ha creado el mundo y le ha impreso movimiento, conoce la
concatenación de causas y ha previsto todo lo que ocurrirá, por lo que debe
aceptarse la necesidad absoluta de todo; afirmar lo contrario supondría de-
fender que la voluntad humana es superior a la divina —pues Dios prevería
cosas que nunca ocurrirían—.
Por supuesto, todo esto se aplica también al determinismo de la volun-
tad y a nuestras decisiones: que no conozcamos sus causas no implica que
procedan de una elección libre y espontánea, y que escapen a leyes uni-
versales y racionales. Hablar de un «agente libre» como aquel que puede
impedir una acción donde están presentes todas las causas necesarias sería
como afirmar la contradicción de que de una causa suficiente y necesaria
puede no seguirse el correspondiente efecto.
Asumida, entonces, la necesidad de los acontecimientos, estamos ya en
condiciones de aclarar o de atender a qué es lo que Hobbes entiende por
«libertad» y cómo podemos hablar de «libertad del agente», aspecto que
nunca ha negado. Según el filósofo británico, «libertad» es, simplemente,
«la ausencia de cualquier impedimento para la acción que no esté conte-
nido en la naturaleza y en la cualidad intrínseca del agente» (2015: 178);
dicho más brevemente, es la ausencia de coacción por parte de un tercero,
ya sea un individuo, una autoridad o un Estado. Por lo tanto, un «agente
libre» será aquel que quiere algo y puede realizarlo, mientras que no será
libre quien quiere algo, pero se le impide realizar aquello que quiere. En cam-
bio, cuando el impedimento está en la naturaleza o en la constitución del
agente, de lo que hablamos es de una «falta de poder» o de «facultad». Por
tanto, es crucial diferenciar entre la «falta de libertad», según la cual existe
un impedimento externo que impide realizar la acción —por ejemplo, estar
encadenado, encarcelado, etc.— y la «falta de poder», donde el impedimen-
to es interno —por ejemplo, el cojo que no puede andar, el hombre no puede
volar, etc.—
Lo importante aquí es que, a través de este planteamiento, Hobbes ex-
plicita que la libertad nunca se puede predicar de la voluntad, sino únicamen-
te del agente. «Libertad» es un poder hacer sin obstaculizaciones externas; y,
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por ende, «libre» es quien puede hacer lo que quiere. Pero ese querer viene
determinado por causas ajenas a la voluntad. Es decir, antropológicamente
una persona no puede producir o evitar los deseos que tiene, sino que se
le imponen; podría decirse que, en cierto modo, «no le pertenecen» y que,
por ello, no es libre en su querer —no puede elegir si quiere o no quiere algo—.
Por ello, afirma Hobbes, la voluntad no es libre, sino que se encuentra de-
terminada. La persona solo puede ser considerada como «libre» en el sen-
tido de si puede «gestionar» ese apetito; esto es, emprender acciones que
le permitan alcanzar su objetivo, siendo esto lo que hace que cada uno sea
responsable de sus acciones y omisiones.
De hecho, el ejemplo que emplea en el §29 resulta bastante ilustrativo
a propósito de su concepción de la libertad, elaborando una analogía con el
agua que discurre libremente por un cauce. Si nos fijamos, Hobbes no hace
sino comparar al ser humano con un proceso mecánico, lo cual no es en
modo alguno baladí ni casual. A su juicio, en nuestra vida ordinaria podemos
elegir entre diferentes opciones, de tal manera que cuando deliberamos
valoramos las consecuencias determinadas de cada una de ellas y estable-
cemos una jerarquía entre esas alternativas; así es como llegamos a la con-
clusión de cuál será la mejor opción, que será lo que decidamos hacer y que
constituye nuestro último apetito. Pero esas vías o cauces posibles ya están
previamente determinados. En este sentido, si existe algún impedimento
externo o extrínseco para llevar a cabo la acción decidida, para tomar uno de
esos cauces prestablecidos, podremos decir que no somos libres; y si no la
hay, que sí lo somos.
Con todo esto, Hobbes mostraría que no existe la libertad de necesidad: si
hablamos de un «agente», hablamos de una persona que puede «obrar»; y
si obra, no le falta nada de lo requerido para producir la acción, por lo que
la causa de dicha acción será suficiente y, por tanto, también necesaria. En
síntesis, la cuestión de la libertad no se jugaría ya en el plano de la decisión,
sino en el terreno de la física mecánica, de los cuerpos en movimiento, don-
de lo decisivo es poder moverse acorde a lo deseado.
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4. La postulación kantiana de la libertad
La cuestión de la libertad y, por extensión, de la imputabilidad de acciones,
constituye uno de los ejes del proyecto crítico kantiano, siendo la clave
de bóveda que corona y sostiene el edificio de la razón pura y de la moral.
Por este motivo, conocedor del debate metafísico que durante siglos había
estado rodeando a la cuestión, el pensador de Königsberg se ve obligado a
encontrar algún tipo de explicación para esta «piedra del escándalo de la
filosofía», como la define en la Crítica de la razón pura (2010: 410), a fin de
salvaguardar el sentido de las acciones y el valor tanto de la esfera moral
como de la jurídica.
Como bien es sabido, la exposición inicial del problema se describe en
la tercera antinomia de la citada Crítica, donde queda plasmado que, en su
puro uso especulativo, la razón es capaz simultáneamente de argumentar la
existencia de la libertad y del determinismo (2010: 407-412). De un lado,
de no haber una causa libre y primera, la serie causal sería infinita, por lo
que la causa y el efecto existirían desde siempre; y como esto no puede
ser, porque impediría las leyes naturales, debe admitirse una espontanei-
dad absoluta, capaz de iniciar por sí misma una serie de fenómenos. Pero
de otro lado, si hubiese una causa que aconteciera fuera de las leyes de la
naturaleza, dichas leyes se romperían, por lo que todo sería caos y no habría
modo alguno de obtener conocimiento. Así las cosas, el «problema metafísi-
co de la libertad» consiste para Kant en cómo conciliar ambos aspectos: las
leyes físicas naturales —que percibimos y a las que estamos sometidos— y la
libertad —que sentimos—. O, dicho de otro modo: responder a la pregunta
de cómo es posible la libertad en ese mundo determinado que se nos ofrece
a través de la experiencia. Mientras en el ámbito sensible encontramos la
predominancia de la causalidad, formando el universo un «entramado cau-
sal» conectado, cerrado y determinado, nuestra comprensión y sentimiento
de libertad, nuestra concepción causal de ella, nos lleva a que esta no es una
causa natural, no es parte de un entramado; esta «causa libre» es una causa
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Sobre el problema de la libertad en la modernidad
sui generis, de carácter espontáneo, que está al inicio de una serie causal nue-
va, no vinculada a ninguna otra causa precedente.
¿Cómo resolver, entonces, este problema? La curiosa respuesta que ofre-
ce Kant es que ambas posturas —tesis y antítesis— resultan correctas; pero
para entender cómo, o por qué, es preciso distinguir entre lo en sí, donde
tiene cabida y sentido la libertad; y lo fenoménico —mundo sensible, natu-
ral—, donde predomina la causalidad. En primer lugar, y atendiendo a lo
que sucede, podemos concebir solo dos clases de causalidad. Por una parte,
la de la naturaleza, que conecta de forma necesaria —acorde a una regla—
un fenómeno o estado con otro anterior y que está vinculada al tiempo; es
la causalidad vista desde la óptica sensible, como concepto empírico que
atiende a los efectos en el mundo. Por otra parte, la de la libertad, la capaci-
dad de iniciar por sí misma un estado o proceso, ajena al tiempo o cualquier
determinación temporal; es la causalidad vista como concepto intelectual
que atiende a la acción. Esto último es lo que el regiomontano entiende
como libertad «en sentido cosmológico» (2010: 463), caracterizada por ser
absoluta espontaneidad —no se explica como resultado de ningún influjo
anterior, sino que su efecto es totalmente libre— e Idea pura trascendental
—no contiene nada tomado de la experiencia, de manera que solo puede
mostrarse su posibilidad, ser pensada sin contradicción, no su realidad—.
Asimismo, esta Idea trascendental de libertad sirve de fundamento y
presupuesto para el «sentido práctico» de libertad, que se define como la
independencia de la voluntad respecto de su inclinación sensible, de la
determinación —que no influencia— de los impulsos de la sensibilidad;
esto es, la capacidad del agente racional de autodeterminarse a través de la
ley moral (Vigo, 2010:171; 2021: 123). Es lo que Kant también denomina
«autonomía», la capacidad de «autolegislación» de la voluntad —Wille—; por
tanto, se mueve en un ámbito que no se halla presente en la naturaleza, el
del deber ser, el cual presupone que algo ha debido suceder, aun cuando no
lo haya hecho. Sin embargo, la consciencia de esa ley moral también parece
dar lugar a un círculo vicioso sin escapatoria (Kant, 2008: 149 y ss.): nos
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consideramos libres en el orden de causas eficientes, pero bajo leyes morales en
el orden de los fines; y nos pensamos sometidos a esas leyes porque pensamos
que nuestra voluntad es libre.
La salida a este problema es la misma que a la disyuntiva de si todo
efecto en el mundo deriva, o bien de la naturaleza, o bien de la libertad. Es
decir, en realidad semejante dilema se debe a una confusión, pues ambas
alternativas son simultáneamente posibles; pero lo son desde diferentes
perspectivas. El núcleo de este enigma es que muchos consideran los fe-
nómenos como cosas en sí mismas; pero si los consideramos como lo que son,
representaciones vinculadas conforme a reglas empíricas, concluiremos que su
fundamento último se encuentra en algo que no es fenoménico, es decir, en
la cosa en sí. Dado que esta se encuentra fuera de la causalidad fenoménica,
aunque sus efectos sí se manifiesten en el mundo sensible, encontramos
que desde el punto de vista trascendental el efecto es libre, pero desde la
óptica física será resultado necesario de los fenómenos anteriores y las leyes
—causales— de la naturaleza. Dicho con otras palabras, la solución kantia-
na al problema de la libertad consiste en la distinción de dos perspectivas
diferentes respecto a un mismo acto: la del mundo sensible o fenómeno,
diferente en función de la sensibilidad del espectador, pero donde rige la
causalidad y el determinismo, y en la que el hombre aparece bajo las leyes
y la necesidad natural —heteronomía—; y la del mundo de lo en sí, siempre
idéntico, fundamento del anterior, el ámbito de la libertad y donde el hom-
bre está bajo la ley moral, fundada en su razón, que se da a sí mismo —au-
tonomía—. Ha de admitirse que, de un lado, el ser humano es fenómeno, se
adscribe al mundo sensible con respecto a la percepción y receptividad de
las sensaciones, las cuales son espaciotemporales. Pero, de otro lado, como
inteligencia y ser racional, dotado de razón y entendimiento, pertenece pri-
mera y principalmente a la dimensión inteligible. En consecuencia, como
concepto, el hombre no es espaciotemporal; y, por extensión, sus decisiones
tampoco, su causalidad no está en la serie de condiciones empíricas. De tal
modo que cuando atenemos a las decisiones y elecciones humanas, debe-
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Sobre el problema de la libertad en la modernidad
mos pensar su libertad en ese mundo en sí, ya que no podemos percibirla
en el sensible.
Sobre todas estas bases, la doble perspectiva que hemos de tener pre-
sente es la siguiente. En el mundo natural atendemos no solo a que la li-
bertad no se advierte por los sentidos, sino también a que esta resultaría
imposible, ya que convertiría al ser humano en un constante agente de caos
que imposibilitaría toda ciencia o conocimiento; por el contrario, lo que
observamos es que opera nuestra categoría de causalidad, de tal manera que
aquello que percibimos son cadenas causales, determinación. Sin embargo,
esa clase de causalidad, válida para el mundo físico, no lo es para el mundo
en sí, ya que no tenemos forma de saber si esa categoría, propia de nuestro
entendimiento, opera en él. Por ende, cuando hablamos de las decisiones y
elecciones humanas, en tanto en cuanto pertenecientes a un ámbito inteli-
gible, son vistas como libres; pero si observamos su reflejo o representación
en el mundo fenoménico, nos aparecerán como determinadas, producto de
la necesidad de la naturaleza. Igualmente, también queda resuelto el círcu-
lo vicioso que se planteaba anteriormente: como pertenecientes a la dimen-
sión inteligible, nos pensamos como libres, reconociendo la autonomía de la
voluntad y su corolario, la moralidad; pero como pertenecientes al mundo
sensible —aun ligados a lo en sí—, nos pensamos como sometidos al deber.
Llegados a este punto, Kant es consciente de que lo único que ha lo-
grado es establecer un marco dentro del cual puede darse y postularse la
libertad; pero, más allá de eso, aún no ha aclarado en qué consiste, por qué
dicha postulación es necesaria ni cómo llegamos hasta ella, si pertenece al
incognoscible e inexperimentable terreno de lo en sí. Por ello, ve necesario
seguir desgranando el concepto de libertad para distinguir dos sentidos. El
primero sería su sentido o concepto negativo, identificado con la libertad
del arbitrio, la independencia de la determinación por parte de impulsos
sensibles y causas empíricas. Pero solo esta definición no bastaría para ago-
tar y recoger todo el significado de la libertad. Por ello hace falta un segundo
sentido o concepto, el positivo, que sería la facultad de la razón pura para
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ser por sí misma práctica; es decir, su capacidad de autonomía o autodermi-
nación para su «absoluta espontaneidad», para iniciar por sí misma una serie
de acontecimientos —Kant, 2010: 476; 2005: 17—.
Esto nos lleva a puntualizar una crucial distinción kantiana entre la Wi-
lle —voluntad— y la Willkür —arbitrio—, si bien es cierto que el propio
autor muchas veces emplea el primer término de un modo genérico, dando
ocasionalmente lugar a ambigüedades. En cualquier caso, de una manera
técnica y rigurosa, y tal y como establece en La metafísica de las costumbres
(2005: 16-17), o como han resaltado autores como Alejandro Vigo (2020:
226-227), la Wille es la facultad legislativa del desear según conceptos —de
ser causa de las representaciones o fenómenos—, siendo universal, así como
fundamento del arbitrio la acción; esto es, se refiere a la legislación de las
máximas, es la razón práctica misma, sin ningún otro fundamento que la
determine, sino que se autodetermina en tanto en cuanto ella provee la ley
moral misma para obrar. Por este motivo, no tiene sentido llamarla «libre»
o «no libre»; ella misma es necesaria y no es susceptible de ningún tipo de
coerción por parte de una ley externa. De otro lado, la Willkür es la facultad
ejecutiva del desear según conceptos, fuente de la elección y de la decisión,
por lo que se refiere ya propiamente a la acción, ya que provee las máximas
de esta; igualmente, es individual y también determinable, ya sea por la
razón pura o por los condicionantes sensibles. Es así que, para Kant (2005:
16-17), cabe hablar de un libre arbitrio —determinado por la razón pura—,
un arbitrium brutum —determinado por la inclinación— y un arbitrio humano
—afectado por los impulsos o inclinaciones sensibles, pero no determinado
por ellos; por este motivo, no es puro por sí, una «voluntad santa» o pura-
mente racional, pero sí puede estar determinado por una razón pura—. De
este modo, así como la voluntad proporciona las leyes para el obrar —las leyes
de la libertad, emanadas de la propia razón—, el arbitrio da las máximas, las
reglas que toma el agente por razones subjetivas. Y puesto que el arbi-trio
puede estar contenido bajo la voluntad —puede hacer que las máximas
coincidan con las leyes, que la razón práctica manda perseguir—, solo cabe
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Sobre el problema de la libertad en la modernidad
denominar como «libre» al arbitrio; o, lo que es igual: el hombre posee un
arbitrio libre.
Ahora bien, para comprender qué es lo que Kant quiere significar con el
término «libertad» es preciso aclarar primeramente lo que esta no es. La
libertad no es hacer lo que uno quiera o desee en cualquier momento o
lugar —eso sería capricho—, como tampoco la capacidad de elegir a favor o
en contra de la ley moral, pues la libertad solo comparece en nosotros como
una propiedad negativa; es decir, no estar constreñidos por causas sensibles
que determinen la voluntad (Kant, 2005: 26; Vigo, 2020:190, 226). Así las
cosas, la libertad es un ejercicio de la razón para hacer lo que un ser racional
está llamado a hacer; o, dicho de otro modo: la capacidad de ser libres es
poder obrar según lo que prescribe la razón. Por tanto, consiste en una ca-
pacidad del ser racional para referirse a la legislación interior que emana de
su interior; mientras la posibilidad de apartarse de dicha legislación es una
incapacidad, en sentido privativo —no sería un ser racional— (Kant, 2005:
34).
Partiendo de aquí, la manera que tenemos de pensar esta idea de liber-
tad no es otra que el reconocimiento en nuestro interior de un deber o ley
moral incondicionado que impele o determina a nuestro albedrío a obrar
de un determinado modo. Si hacemos introspección, si reflexionamos ínti-
mamente sobre nosotros mismos y nuestros actos, hallaremos aquella «ley
moral dentro de mí» que Kant mencionaba en su Crítica de la razón prác-
tica (2011: 293). Sin embargo, la conciencia de esa ley moral todavía no
permite deducir la libertad, sino que hace falta algo más. Sabemos que el
deber manda incondicionalmente cumplir determinados propósitos; y aun-
que nadie sabe si, llegado el caso, vacilaría o no a la hora de hacerlo (Kant,
2009: 72; 2011: 96-97), lo que sí sabe es que debe poder hacer aquello que
el deber le manda (Kant, 2011: 97; Reyna, 2021: 213). Por ende, en la me-
dida que tenemos la posibilidad de llevar a término aquello que el deber
nos llama a hacer, hemos de concluir que nuestro arbitrio es libre. Si la ley
moral ordena que debemos ahora ser hombres mejores, se sigue ineludible-
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mente que tenemos que poder serlo (Kant, 2009: 73); y aunque no podamos
convencernos plenamente de ello, dado que lo más profundo de nuestro ser
nos resulta insondable, cabe esperar que, con nuestro esfuerzo, nos conduz-
camos a ello. Después de todo, no tendría sentido que una facultad como
la razón mandase algo que no se puede cumplir. En síntesis, es la ley moral,
el uso práctico de la razón, lo que nos hace conscientes de la libertad, de la
independencia de nuestro arbitrio respecto de la determinación sensible de
otros motivos impulsores más allá de la legislación propia de la razón.
Dicho esto, todavía queda por saber cómo podemos caracterizar esa «li-
bertad» consistente en seguir una ley prescrita por la razón; y para ello Kant
traza una equivalencia entre racionalidad, moralidad, autonomía y libertad —en
su sentido positivo— (Sánchez-Ostiz, 2008: 195-197, 212). En otras pala-
bras, la libertad resulta indisociable de la autonomía de la voluntad o razón
práctica; esto es, de la capacidad de «autolegislación» de la Wille, la propie-
dad constitutiva de la razón para darse la ley a sí misma. En su uso práctico,
la razón atiende a las leyes de la libertad, pertenecientes al ámbito de lo
en sí y, por tanto, ajena a todo condicionamiento sensible —empírico—; de
manera que esta Wille obra conforme a la máxima de que esta —la máxi-
ma— pueda convertirse en una ley universal, válida para todo ser racional.
O lo que es igual: un arbitrio libre —actuar libremente— y un arbitrio bajo
la observancia de la ley moral son las dos caras de una misma moneda (Kant,
2008: 141). Como la persona, por medio de su razón, se ha dado a sí mismo
esa ley, puede cumplirla; por tanto, la autonomía de un agente, en tanto en
cuanto se le presupone agente racional, consiste en que puede —y debe—
actuar acorde a las leyes morales que, como sujeto moral, se ha dado a sí
mismo. Es el dominus de sí mismo, no ya un eslabón de la cadena causal del
mundo físico; con su obrar, inicia una nueva sucesión de acontecimientos
que se retrotraen a él mismo. En otras palabras: es libre.
Queda, entonces, por comprender por qué esos dictados de la razón,
procedentes de las leyes de la libertad, se nos aparecen como imperativos. Y
es aquí donde debemos recordar que, si bien el ser humano es primeramen-
te un miembro del mundo en sí, también pertenece, por su corporalidad, al
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dominio de lo sensible, de modo que su arbitrio se ve afectado por condicio-
namientos empíricos y no se adecua plenamente a una voluntad pura —de
hecho, a menudo la contradice—. En consecuencia, se ve obligado a consi-
derar las leyes del mundo inteligible como imperativos, y a ver las acciones
adecuadas a este principio como deberes. Ello es lo que le lleva a establecer,
en su Fundamentación, el conocido «imperativo categórico» —en sus dife-
rentes formulaciones—. Si el ser humano fuera puramente inteligible, sus
acciones siempre serían, de suyo, conformes a la autonomía de la voluntad;
pero como también pertenece al orden físico, deben ser conformes a dicha
autonomía (Kant, 2008: 152). En síntesis, la ley universal que supone el
imperativo categórico no es una ley del ser, de lo que efectivamente sucede;
es una ley del deber ser, de lo que debe suceder, aun cuando esto no suceda
efectivamente en el mundo (Kant, 2010: 465; 2008, 152-153; Vigo, 2020:
195). Es así que este tipo de legislación solo cabe ser dirigida a seres racio-
nales, dotados de Wille, de la capacidad de obrar acorde a leyes universales
que se han dado a sí mismos y que pueden cumplir. O lo que es igual: solo
puede aplicarse a personas, en el sentido de seres racionales susceptibles de
imputación (Kant, 2017: 137-138; 2005: 30)6.
Sin embargo, pese a todo lo dicho hasta aquí, pese a que la libertad
sea una exigencia necesaria para la existencia de la moralidad y pese a que
todos nos pensemos a nosotros mismos como libres, el propio Kant admite
que nada de su reflexión demuestra la libertad. Efectivamente, esta solo es
una Idea cuya realidad objetiva nunca pueda ser probada teóricamente por las
leyes de la naturaleza, pues no es, ni puede ser, un concepto de la experien-
cia (Kant, 2008: 153; 2005: 26). Nuestra única manera de pensarla viene
de la mano del uso práctico de la razón, pero ello hace que la libertad sea
únicamente un postulado necesario de la razón para dar cuenta de sus actos.
Es decir, para que las acciones del ser humano tengan algún sentido y valor,
para poder atribuirles imputabilidad, es preciso que aquel postule que puede
6 Para este propósito, imposible de desarrollar por extenso aquí, véase también: Jiménez,
A. (2022); Marey, M. (2017); Reyna, R. (2021); Sánchez-Ostiz, P. (2008). Vigo, A. (2020;
2021).
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obrar acorde a leyes universales que emanan de su razón independiente-
mente de sus instintos naturales y sus impulsos sensibles.
En conclusión, lo que hace Kant, por vía de la razón práctica, es abrir o
conceder espacio a la libertad para poder pensarla desde el mundo natural o
sensible; pues, desde su uso especulativo, la razón no puede explicar cómo
el principio por el cual todas sus máximas son universalmente válidas como
ley se convierte en motivo impulso y móvil de la acción. En otras palabras,
no sabemos por qué la voluntad se funda así o por qué somos seres mora-
les; solo tenemos conciencia de nuestra obligación moral, de que somos
seres racionales y de que la razón lleva aparejada una ética. Pero, en última
instancia, desconocemos el por qué último. Es algo insondable para el ser
humano; por eso es un Faktum de la razón (Kant, 2011: 56, 99).
5. Determinismo vs libertad. En defensa de la postura kantiana
Ciertamente, existen algunos puntos o ámbitos donde la filosofía de Ho-
bbes y Kant convergen. Así, por ejemplo, frente a la postura del «buen sal-
vaje» del ginebrino Rousseau, ni el británico ni el regiomontano eran parti-
cularmente optimistas respecto a la naturaleza humana; solo que, mientras
para el primero la sociedad civil terminaba siendo un fruto lógico, necesario
y determinado, para el segundo constituye un «deber moral». Igualmente,
en lo que respecta a la cuestión de la libertad, ambos analizan y acuden
también a nociones comunes, tales como «voluntad», «coacción» o «nece-
sidad». Sin embargo, las similitudes llegan poco más lejos de ahí, puesto
que la óptica desde que la abordan es práctica y diametralmente opuesta.
Ahora bien, la ventaja que presenta Kant en este debate es que, de un lado,
cuenta con siglo y medio más de tradición a sus espaldas, lo que le permite
recoger mejores razonamientos y posturas; y, de otro lado, un abordaje más
pormenorizado y sistemático de la problemática. Pasemos, pues, aunque
sea de manera breve y sinóptica, a ver los resultados de esta confrontación.
En primer lugar, aunque este argumento no es recogido por el prusiano,
resulta obvio que Hobbes es un virtuoso de la palabra, lo cual le permite un
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uso de la retórica que, si bien resulta bello y enormemente explicativo, no
está exento de puntuales falacias. Tal es el caso de su equiparación entre
causa «suficiente» y causa «necesaria». Para ilustrarlo, permítaseme a con-
tinuación un jocoso ejemplo. Indudablemente, si yo quisiera elaborar un
plato tan típico como es la paella, el arroz sería un ingrediente necesario para
ello; sin embargo, me permito poner en duda que ningún valenciano juzgase
suficiente que tan solo un puñado de arroz hervido conforme aquella exquisi-
tez tan típica de su tierra. Retomando ahora la seriedad, lo mismo ocurriría
con las causas: que una sea necesaria para producir un efecto, no implica que
ella, por sí sola, sea suficiente para la causación del mismo, pues bien pudiera
ocurrir que requiera de la concurrencia de otros factores.
Centrándonos ahora en los aspectos que ambos discuten, la respuesta
kantiana a los de-terministas materialistas, como Hobbes, viene a dirimir en
qué terreno ha de jugarse la cuestión de la libertad. Recordemos que para
este último era una problemática que no se resolvía ya en el ámbito de la
decisión, sino en el de la física mecánica, lo que le hacía contemplar la liber-
tad —recordemos, del agente, nunca de la voluntad— como una «capacidad
para»; en cambio, Kant deja bastante claro que esta no sería la esfera ade-
cuada para tratarla. Efectivamente, Hobbes llevaría razón en muchas de sus
afirmaciones, pero ello se debería a que únicamente ha depositado su aten-
ción en lo sensible fenoménico, dada su postura materialista y mecanicista,
cuando las disquisiciones a propósito de la libertad han de situarse en otro
plano. De hecho, todavía en el debate actual a propósito del libre arbitrio, la
postura materialista, si bien ofrece argumentaciones sólidas e interesantes,
se enfrenta a dificultades, de momento insalvables, tales como explicar el
origen de la conciencia a partir de la simple materia —esto es, porque el ser
humano posee autoconciencia, mientras que un ser inerte, compuesto por
prácticamente los mismos tipos de átomos y elementos, no la tiene—.
Pero, retornando propiamente a Kant, si para él la libertad juega un pa-
pel tan determinante en su sistema crítico se debe a que es ella, y no la
razón —que, para este caso, actuaría como mero medio—, la que confiere
dignidad al ser humano, en tanto en cuanto es lo que le convierte en un fin
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en sí mismo (Marey y Sánchez Madrid, 2016: 405-406); una faceta que Ho-
bbes nunca tomaría en consideración, no solo por su renuncia a cualquier
tipo de teleología —sin con esto querer decir que Kant incurra en ella—,
sino porque para él el ser humano no es más que un animal dotado de técni-
ca y lenguaje articulado (Hobbes, 2015: 143; ver nota al pie del traductor),
de manera que, a la luz de lo que se desprende de su juicio, tampoco ocupa-
ría un lugar tan preeminente en el cosmos. No es este, sin embargo, el caso
del filósofo de Königsberg. En efecto, tal y como expone en escritos como la
«Introducción» de las Naturrecht Feyerabend:
La naturaleza entera —nunca otros seres humanos y seres racionales— está
sometida a la voluntad del ser humano, hasta donde la fuerza de éste lo per-
mita. Consideradas desde la razón, las cosas en la naturaleza sólo pueden ser
consideradas como medios para fines, pero el ser humano es el único que puede
ser considerado propiamente como fin (Marey y Sánchez Madrid, 2016: 402).
Y aunque, por cuestiones de limitación, no podamos desarrollar por ex-
tenso todas las implicaciones de su postura, en su enfrentamiento contra el
determinismo sí que podemos enunciar, al menos, lo siguiente. Para Kant
el problema metafísico de la libertad se torna crucial en lo que atañe a su
doctrina de la imputación, tanto a nivel ético como jurídico; es decir, para la
atribución de responsabilidad, mérito, culpa, etc. de una persona por sus ac-
tos (Kant, 2005: 29-30). Para decirlo sintéticamente, Hobbes había resuelto
este problema sosteniendo que, en la medida que la voluntad no era otra
cosa que el último apetito o inclinación del agente, se le podían atribuir
las consecuencias de sus actos —si era libre de llevarlo a cabo, esto es, si
no tenía impedimentos para ello—, por mucho que la necesidad de dicha
voluntad estuviese previamente determinada. Cualquier otra postura signi-
ficaría atentar contra el principio de razón suficiente. Evidentemente, esto
resulta exiguo a ojos de Kant, pues, en última instancia, semejante proceso
mecánico volvería a un ser como el humano en una suerte de autómata. De
tal manera que, en este sentido, no solo sería indiscernible de cualquier
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otro ser vivo de la naturaleza, lo que, por ende, le arrebataría cualquier clase
de dignidad propia —ya no sería un fin en sí mismo—; además, resultaría in-
congruente atribuirle cualquier tipo de responsabilidad —moral o de iure—
por-que, a fin de cuentas, tampoco habría dispuesto de otro curso posible
de actuación. Desde este punto de vista, el ser humano estaría sujeto úni-
camente a condicionantes sensibles y empíricos, careciendo de cualquier
tipo de autonomía, autodeterminación o espontaneidad para emprender
sus propias series de acontecimientos; una conclusión que, por supuesto,
se niega a aceptar, dado que anularía todo sentido de la ética y el derecho7.
Asimismo, como encontramos en la argumentación kantiana, resultaría falaz
aceptar que únicamente la posición hobbesiana respeta el principio de ra-
zón suficiente, en la medida que la libertad tiene propio tipo de causalidad,
si bien diferente a la que rige en el mundo físico natural.
Es aquí donde la argumentación kantiana comienza a hilar muy fino,
partiendo de la ya citada distinción entre Wille —voluntad— y Willkür —ar-
bitrio—. Curiosamente, así como Hobbes defiende que no se puede pre-
dicar la libertad de la voluntad, sino únicamente del agente, el regiomon-
tano también afirma que tampoco tendría sentido hablar de la libertad de
la Wille, sino tan solo de la perteneciente a la Willkür del agente, pero por
razones muy distintas. Y es también aquí donde van a jugar un rol muy dis-
tinto las nociones de «coacción», o, mejor dicho, de «autocoacción». Efec-
tivamente, en tanto en cuanto se identifica con la razón práctica misma,
y, en consecuencia, como facultad legislativa, la Wille se provee a sí misma
de la ley moral para obrar, sin ningún tipo de coacción heterónoma; pero,
simultáneamente, el ser humano se reconoce a sí mismo como libre por-
que su Willkür reconoce, respeta y venera esa ley moral, aun cuando no
la lleve a término —por sucumbir a sus inclinaciones sensibles—. Es el
7 Si bien, en este aspecto, una persona como Hobbes tendría fácil respuesta. Puesto que
para él la única ley natural es la que dispone al ser humano a emplear cualquier medio para
la supervivencia propia, lo que en primera instancia le lleva a velar por la consecución de la
paz —abocando, así, necesariamente, al «pacto social»—, la moral y el derecho no son más que
constructos artificiales, positivos, para lograr la consecución de este fin.
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ámbito del «deber ser». Pero con ello nos encontramos ante una aparente
paradoja: somos libres… pero solo en tanto en cuanto estamos obligados,
coaccionados, sometidos o necesitados a una ley. Una ley que, además, desde
la óptica fenoménica, tampoco parece que sea necesario cumplir, porque en
el ámbito de «lo que es» no rige necesidad alguna de cómo debe un agente
comportarse, sino cómo de hecho se comporta —y esa actuación aparecerá
como necesaria, tal y como había establecido Hobbes—. ¿Cómo resolver
entonces este dilema? ¿Cómo vincular «libertad» y «coacción», sin dar la
razón al determinismo?
Como he mencionado al comienzo de este apartado, Kant cuenta con la
ventaja de siglo y medio más de pensamiento filosófico, y es de esto de lo
que se vale para responder a través de una noción que, si bien no es harto
conocida ni ha recibido la atención que mereciera, y no cabe discurrir aquí
mucho acerca de ella, se torna crucial para la cuestión que nos ocupa: ha-
blamos de la Nöthigung o necessitatio8. Tomada de la Metafísica de Baumgarten,
este término encuentra su origen último en Leibniz, quien, no por casua-
lidad, la empleaba en su Teodicea en el contexto de cómo pensar como libre
una sustancia finita; pues, si todo lo que acontece en el mundo está pres-
tablecido por Dios, a fin de lograr el mejor de los mundos posibles, ¿cómo
puede aquella sustancia actuar libremente? La respuesta que ofrece es que
Dios crea estas sustancias finitas libres, pero sabe que escogerá un curso
de acción determinado, de manera que configura un mundo que contenga
a esa sustancia y su curso de actuación libremente elegido, de tal forma
que, en dicho mundo, dicha acción no tenga más opción que ocurrir. Este
sería el significado de nécessitation, que recorre la modernidad hasta llegar
hasta Kant, quien lo modifica sutilmente para emplearlo en el estudio de
cómo tiene lugar la determinación de la voluntad para la acción. En este
marco, el prusiano discierne entre las leyes objetivas de la voluntad —reglas
de una voluntad buena en sí misma, puramente racional— y las leyes sub-
8 Para una mayor profundización de esta noción, véase, a modo preliminar: Barreyro, 2016;
Consolo, 2016; Marey y Sánchez Madrid, 2016; Marey, 2017; Moledo, 2015; y Moledo, 2016.
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jetivas —reglas con las que, de hecho, procede la voluntad—. Ahora, dado
que la voluntad humana es «imperfecta», en el sentido de que no es santa
o puramente inteligible, sino que está también afectada por condicionantes
sensibles, de tal modo que sus elecciones no son necesarias sino contingentes,
aquellas primeras leyes toman en él la forma de un imperativo; esto es, de un
deber, una obligación, una coacción o una constricción para que obre como
debería obrar. Se desata, entonces, aquí la polémica, ya que en el terreno
puramente físico o sensible no rige ninguna legalidad del «deber ser», sino
tan solo de «lo que es», de manera que no puede juzgarse que el ser huma-
no obre necesariamente como le mande ley moral alguna —de hecho, como
es obvio, no lo hace—; pero, sin embargo, por su sentimiento de libertad,
reconoce en su interior un deber o ley digna de respecto y veneración, que
coacciona a su voluntad a la hora de determinarlo hacia la acción, aunque
ello no le sea de agrado o no se someta a ella por necesidad. ¿Cómo conciliar,
pues, este aparente oxímoron? ¿Cómo puede un ser racional como el huma-
no estar necesitado a hacer algo, pero no llevarlo a ejecución necesariamente?
Es en este momento decisivo donde interviene el concepto de Nothigung o
necessitatio, el cual refiere a cómo una acción subjetivamente contingente se
hace objetivamente necesaria; y ello solo puede hacerse adoptando la for-
ma de una coacción u obligación, dado que, para cumplir con su deber, el ser
humano debe hacer abstracción de todo aquello que quiere por naturaleza,
incluyendo con esto su felicidad —cosa que en modo alguno hará de buena
gana—. Es así como, en su postulación de la libertad, Kant logra salvar el
determinismo: no es que el ser humano haya de obrar necesariamente acorde a
la ley moral, sino que está necesitado por ella para actuar de un determinado
modo, aunque pueda no llevarlo a efecto.
6. Conclusión
Así las cosas, llegados a este punto podemos sintetizar a continuación las
líneas maestras que han constituido el presente artículo. En primer lugar,
la ruptura definitiva de la física aristotélica y la irrupción del pensamiento
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materialista y mecanicista propio de la Modernidad trajo consigo un replan-
teamiento a propósito de la libertad de la voluntad, en tanto en cuanto el
ser humano no dejaba de ser también un cuerpo inserto en el mundo físico
natural. En esta línea, son varios los pensadores que se posicionan en fa-
vor de un determinismo de la voluntad —que no del agente—, destacando
entre ellos, por su concisión y claridad, la figura de Thomas Hobbes, para
quien aquella no es más que el último apetito o inclinación que seguimos
tras una ponderación —muchas veces inconsciente, pero no por ello es-
pontánea— de las consecuencias beneficiosas o perjudiciales que la acción
acarreará para el sujeto. Una voluntad que, por ello, es el resultado de un
cúmulo de causas suficientes y, por extensión —a su juicio—, necesarias. De
este modo, la libertad solo puede predicarse del agente, en la medida que
no tiene impedimento externo alguno para llevar a efecto la citada volun-
tad —previamente determinada—. En este debate, ya en el epítome del
periodo moderno como es la Ilustración, surge la filosofía de Kant, a fin
de salvar la libertad y autonomía de la persona, dadas las consecuencias
que su negación o ausencia traerían, tanto a nivel moral como jurídico. Sin
embargo, el pensador regiomontano es perfectamente consciente de que
el problema metafísico de la libertad no puede solventarse al modo de las
ciencias empíricas, pues la libertad no es, ni puede ser, objeto alguno de la
experiencia, de manera que la única vía que tiene para salvaguardarla es la
de su postulación; solo esta daría sentido a nuestra esfera del «deber ser» y a
nuestro sentimiento interno de la ley moral. Ahora bien, ello conduce, como
he realizado en la última parte del artículo, a una confrontación entre ambas
posiciones —la del determinismo frente a la defensa de la libertad—9; y es
aquí donde, además de las argumentaciones kantianas para resolver las apa-
rentes aporías e irresoluciones de su postura, se torna decisivo un concepto,
no todavía lo suficientemente investigado, pero sí de progresiva relevancia,
como es el de Nöthigung o necessitatio. En efecto, a través de él Kant muestra
9 Agradezco al revisor su puntualización a propósito de la pertinencia de incorporar este
apartado.
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cómo, si bien es cierto que el cumplimiento del deber no es una necesidad
para el ser humano —en el sentido de que puede emprender otra serie de
actuación diferente—, sí que se ve necesitado, obligado o coaccionado, al menos
en una primera instancia, a respetarlo y cumplir con él. Un razonamiento
que, a buen seguro, merece la pena ser investigado y pormenorizado para
precisar todavía más la temática aquí abordada.
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