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Página | 1 | Rev. Geogr. Valpso. (En línea) Nº 60 / 2023 ISSN 0718 - 9877 [1 – 15]
De tejuelas y alerces: imaginación, territorios e
historias a partir de Donna Haraway
Pedro Pablo Achondo Moya 1,
1Pontificia Universidad Católica de
Valparaíso / Universidad de Chile
E-mail: pedro.achondo@ug.uchile.cl
Fecha de recepción: 20 de julio
Fecha de aceptación: 6 de
Septiembre
RESUMEN
El artículo busca explorar desde una mirada posthumanista la red de
relaciones que se establecen en torno a la tejuela de alerce. La tejuela de
alerce posee una historia interesante, desde los albores de la conquista en el
sur de Chile, donde se usaba, sobre todo, para la construcción de viviendas
e iglesias, generando un oficio, el tejueleo, y una serie de prácticas presentes
hasta el día de hoy. La mirada de Donna Haraway, en lo que respecta a la
construcción y recolección de historias, nos permite indagar en otros
territorios ligados a la tejuela. Interesa osar y tensionar la imaginación, en
vistas de descubrir la riqueza que la interacciones entre el bosque de alerce,
la tejuela y los humanos manifiestan. En tiempos de crisis ecosocial se nos
exige llevar al límite ontologías y epistemologías, de ese modo el
posthumanismo parece propicio para realizar un camino tentacular hacia un
futuro multiespecie que nos libere de la debacle del Antropoceno.
Palabras clave: Tejuela; Alerce; Historias; Donna Haraway; Posthumanismo.
Pedro Pablo Achondo Moya., Rev. Geogr. Valpso. 60 (2023)
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ABSTRACT
This article seeks to explore, from a posthumanist perspective, the network of relationships
established around alerce shingles. The alerce shingle has an interesting history, since the
dawn of the conquest in southern Chile, where it was used, above all, for the construction
of houses and churches, generating a trade, the tejueleo, and a series of practices present
to this day. Donna Haraway's gaze, in terms of the construction and collection of stories,
allows us to investigate other territories linked to shingles. It is interesting to dare and
strain the imagination, in order to discover the richness that the interactions between the
larch forest, the shingle and humans manifest. In times of ecosocial crisis we are required
to take ontologies and epistemologies to the limit, thus posthumanism seems propitious
to realize a tentacular path towards a multi-species future that frees us from the debacle
of the Anthropocene.
Keywords: Wood Schingles; Larch; Stories; Donna Haraway; Posthumanism.
INTRODUCCIÓN
El posthumanismo no solo exige revisitar nuestras miradas y conceptos respecto de la naturaleza,
los objetos y seres cohabitantes del espacio y su relación con lo humano, sino también las formas en
que dichos conceptos son construidos y representados. Así mismo se nos invita a la creatividad
metodológica, la que muchas veces excede los moldes tradicionales a los que estamos acostumbrados
en las ciencias humanas y en particular en trabajos académicos. Una de las pensadoras actuales que ha
profundizado con mayor creatividad en estos temas es Donna Haraway. Primatóloga y filósofa feminista
norteamericana, sin duda, a la vanguardia del pensamiento contemporáneo. Con sus “conocimientos
situados” (1987), pasando por las sugerentes propuestas ligadas al feminismo, los cyborgs y la
naturaleza (1995), hasta las publicaciones más recientes vinculadas al Antropoceno y las fabulaciones
sobre posibles futuros de coexistencia (2016b); su inmensa producción es reflejo de una inusitada
creatividad y de un permanente diálogo entre experiencia, política, arte y ciencias.
Uno de sus principales aportes de la reflexión posthumanista tiene que ver con las historias
(storytelling). Por un lado, con contarlas y por otro, con descubrirlas y encontrarlas. En una suerte de
recursividad narrativa, Haraway va construyendo historias como quien teje un gran telar. En un trabajo
de redes se van entrelazando miradas, pensamientos, conceptos y sobre todo experiencias de otros y
otras, construyendo una verdadera comunidad de sentido en vistas de pensar el presente y proyectar
caminos de futuro.
No cabe duda de que, en cuanto pionera de una forma de acceder al conocimiento y construirlo a
partir de las ficciones con las que contamos, Donna Haraway ha impulsado a que muchas pensadoras y
pensadores en América Latina y otras latitudes sigan estas formas enmarañadas de comprender la
realidad. Esta manera “taxidérmica” (Haraway, 1995, 2019) de hacer, pensar y crear nos permite
acceder de una manera nueva al territorio.
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En el presente artículo/ensayo quiero presentar un territorio propio del sur de Chile, territorio
generado en torno al oficio del tejueleo de alerce y que en la actualidad se encuentra si bien no extinto,
efectivamente en un horizonte complejo y comprometido. Esto, dado a que la tala de alerce está
prohibida, sin importar el motivo. El alerce (Fitzroya cupressoides) es una especie longeva de la familia
Cupressaceae, caracterizada por alcanzar grandes tamaños, con árboles de hasta 45 metros de altura y
5 metros de diámetro. Es un árbol de crecimiento muy lento y tiene una madera especialmente
resistente al ataque de insectos y hongos, lo que constituye la base para que sea una especie muy
longeva (Chilebosque, 2016). El árbol más antiguo fechado es un individuo de 5.484 años, lo que
determina que, eventualmente, el alerce sea la especie más longeva del planeta (Barichivich, 2022),
desplazando dataciones anteriores (Lara, 1998). Este gigante fue declarado Monumento Natural el año
1976 (DS 490) y con ello especie protegida.
Durante más de un siglo (s. XIX y primera mitad del s. XX) y antes incluso con la llegada de los
colonizadores al sur de Chile, los bosques de alerce fueron explotados para el uso de su madera llegando
a constituir el principal recurso de la economía de aquellas regiones del país. Gran parte siendo
exportada al exterior y otra parte usada para la construcción de viviendas e iglesias, principalmente en
el archipiélago de Chiloé. Iglesias que hoy son grandes atractivos turísticos y hermosas obras de la
arquitectura. La madera en general y la madera de alerce, en particular, era el único recurso para la
construcción. Sin duda apreciada por su durabilidad (más de 250 años a la intemperie), hermosa veta,
colorido y facilidad para trabajar (Lara, 2016). Ello generó un oficio ─el tejueleo: la fabricación artesanal
de tejuelas de alerce. Pero también una forma de habitar y una multiplicidad de relaciones ligadas a
esta especie. Los artesanos ligados a la tejuela de alerce continúan trabajando, pues la extracción del
“alerce muerto” está permitida; muchos de ellos trabajan reciclando tejuelas y manteniendo viva una
tradición cultural, arquitectónica y territorial.
Una perspectiva posthumanista, interesada en los vínculos entre el bosque, la tejuela y los humanos
puede permitirnos comprender el territorio de otra manera o, al menos, encontrar en él, en cuanto
espacio de representaciones y relaciones enmarañadas, otras formas de habitarlo. Más aún, una lectura
posthumanista puede conducirnos al territorio que alberga la tejuela. Siguiendo a Donna Haraway, sus
ficciones y fabulaciones especulativas, y asumiendo la importancia de las historias que contamos y los
conceptos que usamos para contarlas (2016b, siguiendo la expresión de Marilyn Strathern), se presenta
una posible manera de contar la historia de la tejuela de alerce. O, para ser justos, una de las posibles
historias que la tejuela me permite contar (Achondo, 2021a). O una versión de esa historia. A la usanza
de Haraway, me interesa desentrañar los otros territorios presentes en la tejuela.
El artículo es presentado como un relato etnográfico breve en dos actos, siguiendo los entuertos
espacio-temporales ligados a la tejuela y rompiendo las barreras tradicionales sujeto-objeto y
naturaleza-cultura para adentrarnos en otra forma de pensamiento y conocimiento. Al final ofrezco una
breve relectura, a modo de epílogo, del relato especulativo y situado de una tejuela de alerce.
1. La tejuela en mis manos
Tengo una tejuela de alerce en mi mano. Trato de entenderla, de descubrirla. Ella está ahí
descansando, durmiendo en su pasividad de tejuela. Quizás extrañando su espacio. Sus espacios. ¿De
dónde eres, tejuela? ¿Por qué lugares has pasado?
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Me gustaría que me acompañara en mis expediciones. Que los expertos y expertas de la tejuela
pudieran también conocerla, admirarla. Porque mi tejuela es hermosa. Fue extraída de la antigua casa
donde vivió varios años el cura obrero Mariano Puga, en la localidad de Colo, Provincia de Quemchi,
Chiloé, Región de los Lagos de este país llamado Chile.
Yo mismo la saqué de ahí el pasado domingo 16 de febrero del 2020. Sí, hace ya algunos años. Poco
antes que la pandemia nos arrojara hacia un adentro. Hacia refugios que, con seguridad para muchos,
están cobijados por tejuelas. Fui a Colo a visitar la Iglesia y encontrarme con Mariano, con quien somos
─más bien fuimos, pues se le ocurrió fallecer el pasado 14 de marzo de ese mismo año─ muy grandes
amigos.
Me gustan las tejuelas de alerce y en realidad, el único motivo de llevármela era porque estaba en
la casa donde vivió Mariano y porque la casa se está destruyendo de a poco. Va camino a constituirse
en ruina. Ya nadie la habita y el paso del tiempo, quizás su antigüedad, la tienen bastante deteriorada.
De alguna forma decidí adoptar esa tejuela abandonada y llevarme un trozo de aquel territorio-cuerpo.
La casa en vías de ser ruina también posee una historia. Pertenecía a los papás de Urbano, esposo
de la Martita. Ambos son el matrimonio que reside y está, como se usa, a cargo del recinto. Son los
cuidadores del territorio. Lo que no es poco: Iglesia, casa del Mariano, entorno, cementerio,
medioambiente, y todo lo que dentro de ese espacio podamos encontrar. La casa de los papás de
Urbano, como decía, se encontraba abandonada. Difícil datarla, escuché que podría tener unos 80 años
de antigüedad. Y eso para el 2002, año en que arribó Mariano a Chiloé. En fin, todo coincidió. En 2002
tuvo lugar la restauración de la iglesia de Colo, a la que se sumó la casa de la familia de Urbano, que
desde ese momento cobijaría al cura. Pero no solo a él, sino también a los cientos (y aquí no hay ninguna
exageración) de personas que en los años en que Mariano vivió allí pasaron por esas tierras.
La Iglesia de Colo que lleva por nombre San Antonio, fue levantada por los habitantes del territorio
a mediados del siglo XIX, en 1858 para ser precisos. Toda ella construida con tejuelas de alerce. Al igual
que la casa de los padres de Urbano. En 1999 fue declarada Monumento Histórico y más tarde, en 2013,
Monumento Nacional. Ella y sus tejuelas, ella y el entorno, ella y el cementerio donde reposan los
muertos a su costado. Ella y las historias. Ella.
Y la tejuela en mis manos…
La tejuela viajó conmigo a Valparaíso, importante puerto de la zona central de Chile, ya que allí es
donde resido. Pensé, al llevármela, en ponerla en algún lugar significativo. Casi como una reliquia. Todo
eso cambió cuando caí en la cuenta de que podía ayudarme en mi trabajo de investigación. Así mismo
como suena. Ella, la tejuela, en su materialidad añosa, antigua, gastada, podría transformarse en una
puerta de entrada al mundo de los tejueleros.
Hola ¿cómo está? ¿Qué le parece esta tejuela? ¿Cuántos años le pone? ¿Así por el corte, la forma y
la madera, de dónde diría que proviene? ¿Y será posible llegar a decir de qué bosque?
No sé si ella quiere volver a ser árbol, ni siquiera conozco su origen, familia, tronco de nacimiento.
Mucho menos quién o quiénes la trabajaron, en qué bosque, con cuáles herramientas. Tampoco si fue
un grupo de tejueleros independientes o vinculados a alguna empresa extractiva. Solo me enfrento a
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ella así tal cuál se me presentó en la casa de Colo, botada en el suelo, pegada a un trozo de pared
abandonado y hoy entre mis manos a cientos de kilómetros de donde, en algún momento del
Antropoceno, vino a la existencia.
La tejuela, esta tejuela, representa dos cosas: las ruinas de un bosque y las huellas de un oficio.
Eso es lo que quiero escudriñar.
La tejuela en cuestión está rallada y quizás ya lo estuvo antes con otras inscripciones, como
anudándose con otras historias y personas. Esta vez fui yo quien, al llegar a Valparaíso, la marqué
escribiendo en ella “Parcela 34”. Esto se debió a que el lugar escogido para su permanencia sería un
terreno que lleva por número el 34. Terreno que por mera coincidencia queda en las cercanías de
Quemchi, Chiloé.
Figura 1: Fotos de la tejuela.
Hoy creo que su destino ya no será ese, en realidad ignoro cuál será, ignoro si la tejuela, incluso,
algún día podría volver a ser bosque.
Caí en la cuenta de que dije “la marqué”, como apropiándomela. ¿Con qué derecho? Tejuela
indefensa, ¿cómo devolverte a ti misma? ¡Pero qué digo, si con certeza ya fuiste barnizada quién sabe
cuántas veces, martillada, cortada, pintada! Y luego el clima vino a erosionarte, mojarte, limarte. Más
parece que eres el conjunto de todo eso, una suma de tiempos, fenómenos y acciones.
Hoy la tejuela está en un no-lugar, fuera de su territorio, lejos de sus parientes, intentando, quizás
a la fuerza, establecer otros parentescos, entre ellos, conmigo. La tejuela establece un territorio
alternativo, invisible, inimaginado, memorial y afectivo (Achondo y De la Sotta, 2023).
Mirando la tejuela me pregunto por su edad: ¿300, 800, 1000 años? ¿Cómo entender esa presencia
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(in)memorial en mis manos? ¿Cómo saber si antes fuiste techo, estuviste en una iglesia, abrigaste una
leñera? Eres continuidad material de algún alerce, pero también continuidad memorial, albergas el paso
del tiempo.
El tiempo materializado en tus vetas y líneas, en tus colores y matices. Algún día fuiste semilla y raíz;
escuchaste el canto de algún pájaro que jamás llegamos a conocer y que, incluso, nunca llegó a formar
parte del catálogo de aves tan propio de la modernidad. Eres un ser premoderno, medieval, testigo de
épocas antiguas, guardián del tiempo. Frágil ser dependiente de otras especies para crecer, vivir,
permanecer. ¿Quiénes permitieron tu presencia hasta hoy? ¿Cuántos han sido vehículo de tu existencia,
transportándote por el cielo y el suelo?
Francisco Ramos (2018) dice que las tejuelas duran unos 100 años. No entiendo esa temporalidad.
Luego, ¿qué pasa? ¿Te desvaneces? ¿Te desintegras sin más? ¿Cómo podemos ponerte fecha si ni
siquiera conocemos el tronco que te trajo al mundo? Nos encanta a los humanos datarlo todo,
especificarlo, clasificarlo, marcarlo, encasillarlo, definirlo. Hemos construido aparatos, herramientas
precisas y toda una ficción científica para saber. Eso nos desvela, el saber. Pero esas barreras, a fin de
cuentas, se difuminan en una multitud de relaciones. La tejuela, esta misma que tengo en mis manos,
ha sido albergue de arañas e insectos, ha permitido que el musgo crezca sobre ella y el agua corra como
por su cauce propio venido de las nubes.
Las ideas del perspectivismo amerindio me hacen mirarte de otra manera, tejuela. Según las
investigaciones de Viveiros de Castro (2013), todos los seres, absolutamente todos, compartimos la
humanidad. Fuimos humanos y devenimos en plantas, animales, rocas. Esta idea metafísica, diría un
occidental, invierte las tesis darwinianas. No solo son las perspectivas las que se modifican, sino y sobre
todo, el punto de partida. El inicio es lo humano. Dicho así, la tejuela, esta tejuela que sostengo en mis
manos, no solo tal vez quiere volver a ser alerce, sino que busca volver a ese estado primigenio anterior
al alerce que es su humanidad. Hay una humanidad escondida en la tejuela de alerce. Por las venas de
la tejuela corre aún el sueño, la ensoñación, de su ser humana. Comparto, entonces, esa condición
primigenia con la tejuela. Mientras la sostengo ella me piensa, probablemente. Y yo la pienso, la imagino
también en su estado anterior anterior anterior.
Intento elaborar esa línea, de la que sugerentemente habla Tim Ingold (2018), que juega y se mueve,
formando figuras en el tiempo hacia un porvenir desconocido. Si desde el perspectivismo amerindio el
humano es la condición de partida (Viveiros de Castro, 2013), quizás yo también, entonces, algún día
llegue a ser una tejuela. Una tejuela que cobijará las techumbres de casas humanas. Una tejuela
pequeña en una iglesia chilota.
Según Deleuze y Guattari (2002, 2005), las distinciones son unilaterales; cuando la materialidad
(forma) cambia, esta se distingue de la anterior, pero la primera no lo hace. Ingold (2018) sigue la misma
idea explicando que la línea se distingue del suelo, sin que el suelo se autodistinga de la línea. Entonces,
es posible que el alerce que te dio la vida, tejuela, te siga viendo como un árbol, como un alerce más,
como una continuidad de su forma. Pero para la tejuela el alerce es otra cosa que ella. Ella ya no es eso
de dónde vino. Se establece una continuidad y una ruptura, una semejanza y una discontinuidad. Las
formas van cambiando en el espacio y el tiempo, más aún, en palabras de Emanuele Coccia (2020), las
formas hacen el espacio. Ellas no están en el espacio solamente; en ese espacio abstracto e imaginario.
Son las formas las que construyen el espacio, hacen que sea. Son las tejuelas las generadoras de un
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espacio nuevo, distinto del espacio de los alerces que van conformando un bosque. Son los alerces en
el bosque los que hacen que exista el bosque de alerces. Son las tejuelas arropando el hogar las que
hacen que aquello sea más que un simple cubo de paredes frías. Son ellas las que van configurando la
piel del territorio (De la Sotta y Lares, 2019; Ramos, 2018).
La tejuela es tantas cosas, alberga tantos espacios, cuenta tantas historias. ¿Cuál de ellas me quieres
contar? ¿Qué otras manos te sostuvieron al martillarte en esa casa de Colo? ¿Cuántas fiestas y
celebraciones presenciaste? ¿De dónde venían esas personas que al ritmo del acordeón bailaban sin
percatarse de tu alegría, tejuela?
Y de súbito me pregunto por tu actualidad, por el presente de tu existencia en mis manos. ¿Cómo
saber si te estás muriendo? ¿Cómo entender cuándo dejas de ser sintiente y ya no eres más que un
cadáver con forma de tejuela, o acaso entre ustedes no hay algo como un cadáver? ¿Cenizas?
¿Desaparición? ¿Tierra? ¿Cómo nombrarte en tus distintos estados sin manipular lo que eres, sin
robarte la belleza?
2. El bosque lejano
Figura 2: Entrada al Parque Nacional Alerce Costero. La Unión, Región de los Ríos. Fotografía: Pedro Pablo
Achondo M.
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No estoy en el bosque. He estado, varias veces. Sé lo que es un alerce, sé lo que es un bosque
húmedo del sur de Chile, lleno de frescor y vida. El bosque está lejos de la tejuela; más bien ella se ha
alejado transportada por mí como una inmigrante ilegal. Escondida en el asiento trasero pasaba de
ciudad en ciudad cada vez más lejos de su tierra, de su bosque; de ese lugar inmemorial donde miles
de años tuvieron que transcurrir para llegar a ser, para llegar a estar.
Quiero volver al bosque de alerce. Al bosque bosque, como se usa en Chile para relevar la verdad
de lo que se está diciendo. Como al decir café café o muy muy. Quizás es un resabio del mapudungún
que al repetir aumenta. Nosotros certificamos. En fin, quiero volver al bosque real y no a ese que me
muestran en fotografías de páginas de ecoturismo, ni caminar como en esas experiencias artificiales
donde pareciera que nada pica, nada pincha, nada molesta ni nada duele. Quiero ir al bosque a sentir
cómo la temperatura cae abruptamente al esconderse el sol. Quiero ir al bosque como quien recorre el
territorio familiar; como quien vuelve a un espacio denso en memoria y cargado de recuerdos. Solo que
esta vez son los recuerdos de la tejuela.
Quiero enfrentarme fenomenológicamente a esas torres enormes de madera, a esos recovecos
“naturales” entre árbol y árbol, transitar los no-caminos que el bosque en su autoorganización
simpoiética va generando. Quiero mirar hacia arriba y no alcanzar a asimilar esas escalas no humanas,
esas perspectivas otras que no me pertenecen y que desconozco.
Pienso el bosque como un revoltijo de seres, como un enmarañado biodiverso de actantes. Todos y
todas y todes allí influyéndose. Generando las líneas de Ingold y las huellas de Tsing. Así los veo, en esa
mixtura de temple y tiempo, de clima y atmósfera, de ambiente y sentimiento. ¿Me permiten
entrelazarme con ustedes? ¿Podré entrar un poco en esos nudos del sentipensar del bosque de alerce?
¿Me contarán también ustedes algo de esas historias inmemoriales? ¿Cuándo padecieron por vez
primera el fuego? ¿Qué especies ya se han ido y ni siquiera dejaron rastro? ¿Qué humanos pasaron por
aquí ─un aquí que sin problemas puede ser geolocalizado en el momento en que se leen estas líneas─
cuando 3000 años atrás, en Atenas, moría el rey Arquipo, o los fenicios comenzaban sus primeros viajes
por el mar Mediterráneo? En realidad, qué digo, si ya en la misma Región de los Lagos, en Monte Verde
a orillas del río Maullín, se han encontrado vestigios de comunidades humanas de hace 14 000 años
(UNESCO World Heritage Convention, S.f.).
¿Qué es el tiempo si al decirlo ya no lo comprendemos? ¿Qué son 14.000 años atrás? ¿Había un
bosque anterior de alerces que a su vez ya había desaparecido y dado paso a estos que a su vez
desaparecieron y dieron paso al que tal vez hoy día podemos visitar? Las escalas y temporalidades, los
territorios móviles que mutan y se transforman y nos transforman con ellos, y nosotros y la técnica los
transformamos, a su vez, en una simbiosis permanente (Achondo, 2021b).
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Figura 4: Bosque de alerce después de incendios forestales. Cordillera Pelada, Región de los Ríos. Fuente:
Külawen.
Pero hoy el bosque está herido y moribundo (Lawner, 2019). Los árboles como gigantes calcinados,
quemados, en algunos sitios, por un rayo antiguo y, en otros, por incendios forestales con el propósito
de arrancarlos de sus raíces y venderlos como madera, tablas, tejuelas y leña. ¿Qué hay del
Antropoceno en ti? Le pregunto a la tejuela en mi mano. Sin llorar sé que lo hace, sin decir sé que
recuerda, sin gritar sé que me mira.
Tejuela del Antropoceno, del Capitaloceno, del Chthuluceno y del Plantropoceno, como lo nombra
Natasha Myers (2017b) queriendo empujar a los humanos hacia el mundo de las plantas. Como vía de
escape, tal vez. Como redescubrimiento de nuevos territorios, sí. Como invitación simbiótica de nuevos
relatos, también. Apodos, nominaciones, narrativas, culpables…
Hemos devastado los bosques. Hemos generado una perturbación sin precedentes. Donna Haraway
prefiere hablar del Chthuluceno (2016b). Un Antropoceno con esperanzas, la cola del Antropoceno en
vistas de otro habitar multiespecie. Un Antropoceno pequeño, local, territorial (Ulloa, 2017). Una ficción
para ironizar con las narrativas aun modernas del Antropoceno y del Capitaloceno. Anna Tsing et al.
(2019) proponen algo similar. Hablar de Antropoceno con un pero. Antropoceno sí, pero. La
antropóloga seguidora de huellas es crítica del concepto, como concepto. Pero acepta que hay una idea
detrás que puede ser útil. Una idea que debe comprenderse en plural, en cuanto antropocenos. Hay
uno grande y hay otros pequeños, locales, situados, territorializados. La idea se concreta en el habitar
real de las comunidades. No es lo mismo una nominación abstracta que otra encorporizada. El
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Antropoceno son los múltiples y diversos antropocenos. Allí es donde hay que mirar. Las grandes
historias toman su forma de las pequeñas y sus ritmos particulares. De lo contingente y de los eventos
asimétricos, dirán Tsing et al. (2017). Allí es donde queremos mirar. Para Tsing et al. (2019), lo
importante son las historias que nos cuentan territorios específicos. Se trata de poner en puntos
suspensivos la vida humana en espacios más-que-humanos. El Antropoceno debe ser comprendido en
su irregularidad.
De ese modo el bosque es un bosque situado. Concreto. Con historia, rostro y transformaciones. La
tejuela en mi mano pertenece a un bosque perturbado presente en el Chthuluceno. Un bosque lejano
a mí. Ajeno a mi existencia. En un allá que, a pesar de todo, me importa, me preocupa, me interesa.
Genero una línea -afectiva- hasta ese bosque desconocido, ante esa naturaleza perturbada
antrópicamente. Pienso el bosque del pequeño antropoceno de la región de los Lagos. Alterado y
afectado, alterando y afectando. Pienso en el bosque de la región de los Ríos. Regiones inexistentes
para el bosque. Límites antrópicos invisibles para el pluriverso-bosque. En el Chthuluceno no hay tales
límites, una señalética no es nada, ha perdido su significancia. No dice, es muda. El bosque posee sus
propias reglas, ligadas al viento y la biosfera; enmarañadas de pájaros, insectos y una variada clase de
animales y espíritus que deambulan por él. El bosque posee una vida propia en las alturas de sus ramas
y copas, donde el viento mece las hojas danzando con ellos, conversando, tejiéndose con ellos. La vida
de arriba del bosque. La vida tímida de las copas.
Pero el bosque del Chthuluceno posee también una vida de abajo. Una sub-vida bajo el suelo donde
las raíces se comunican y entrelazan unas con otras comunicándose gracias a los hongos. Los hongos
poseen una red de filamentos (hifas) llamada micelio. El micelio simbióticamente es aprovechado por
los árboles para alimentarse y absorber los nutrientes allá abajo donde habitan sus raíces
(Schwartzberg, 2019). El micelio es una gran malla que conecta alerce y alerce y planta y planta por
debajo de la tierra. Un mundo fascinante se desarrolla en el subsuelo del bosque del Chthuluceno. Ese
bosque que no ha sucumbido completamente al pequeño antropoceno devastador de las forestales del
sur de Chile.
Y, era de esperar, hay también un tercer nivel en el bosque sobreviviente. El nivel del suelo. El nivel
humano. El nivel del humus, de la tierra. Allí humus y humano cohabitan con el bosque del Chthuluceno.
Dudo del medioambientalismo tradicional y desconfío del conservacionismo sin humanos. El bosque
híbrido y compostado no pretende quedarse inmaculado en su lugar. Mucho menos transformarse en
un paisaje más del capitalismo. Por esa razón, dentro de muchas otras, el bosque debe resistir la
domesticación (en cualquiera de sus formas); debe mantener esa cuota de dureza, aspereza, frialdad,
lejanía, dificultad y misterio. En otras palabras, el bosque del Chthuluceno permanece en su pathos. Es
un bosque patético que no se deja poseer. Se defiende haciendo padecer a quien lo intente. El bosque
se queda con el problema luchando contra el capitalismo y sus greenwashing, sus productos ecofriendly
y sus guardianes medioambientales. El bosque permanece bosque, lejos de las ideas conservacionistas
de quienes creen que el mejor mundo es un gran parque reservado, prístino e inviolable (Achondo,
2020). El bosque cambia, se modifica, muta, se regenera, muere y compostándolo todo da paso a otras
formas de vida. Natasha Myers cuenta como el bosque de robles necesitaba cada cierto tiempo un
incendio para continuar viviendo. Seguramente en algún momento esto sucedía gracias al clima, a una
tormenta fuerte y los rayos que caían en la zona. Luego, las comunidades indígenas de Canadá sabían
de ello debido a la experiencia territorial acumulada. Por tal motivo, ellos provocaban los necesarios
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incendios, en un actuar simbiótico con sus especies compañeras y de esa manera continuar habitando
juntos el territorio. Pero una vez que las autoridades canadienses decretaron que el bosque debía ser
protegido y las comunidades fueron expulsadas, el bosque comenzó a morir; ahogado por las propias
plantas. Los colonos orgullosos se dieron cuenta de que algo faltaba y metieron ovejas; pero con el
tiempo volvieron a fracasar pues las ovejas no solo se comían las plantas sino también los pequeños
robles que empezaban crecer (Myers, 2017a, pp. 83-85).
El bosque está lejos, en el tiempo y en el espacio, albergando una multiplicidad de tiempos en el
mismo espacio; y una variedad de espacios en el mismo territorio. Cada tronco relleno de tejuelas
milenarias, centenarias. Cada tronco como un refugio del tiempo futuro. En cada tronco una casa, una
iglesia, una pared, una pieza, una bodega… ¿Qué veo cuando veo un bosque? ¿Qué pienso cuando
imagino un alerzal? ¿Qué historias van a contarme ustedes, ancestros, abuelos del ecosistema?
Recuerdo de pronto que los mapuche los llaman lawan, que algunos traducen como abuelo, pero que
alude a la vida larga, a la vida que continúa después. Y pienso en ellos como gente de la tierra. Y luego
en los incas, no sé por qué, como gente del sol. Me pregunto, ¿habrá “gente de los árboles”, “gente del
bosque”, “gente de los alerces”? ¿Seremos nosotros los futuros y nuevos lawanche?
Figura 3: Casa en donde vivía Mariano Puga y la tejuela de alerce. Colo, Chiloé. Fotografía: Isidora Ayala C. (2020)
Pedro Pablo Achondo Moya., Rev. Geogr. Valpso. 60 (2023)
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EPÍLOGO
Una epistemología posthumanista en la línea de lo que Donna Haraway lleva realizando en sus
últimas publicaciones y conferencias nos permite pensar de otra forma y, de ese modo, comprender la
realidad a partir de otros conceptos, ideas y ficciones. Si bien nuestra autora se denomina a sí misma
como compostista y no posthumanista (Haraway, 2016b), sabemos que ella y su trabajo se comprenden
desde la crítica feminista y dentro del universo plural, amplio, creativo y desigual del posthumanismo
(Bennet, 2016). “Las historias para vivir en el Chthuluceno demandan una cierta suspensión de las
ontologías y epistemologías” (Haraway, 2016b, p. 88), en vistas de construir nuevas y experimentales
historias de la naturaleza. Así, todo trabajo de contar historias tentaculares es un trabajo de compost.
Las historias territoriales y temporales de la tejuela de alerce en su enmarañada red de relaciones,
nos permiten “aprender de nuevo” y redescubrir dimensiones de lo humano necesarias para vivir y
morir bien en los contextos de crisis ecosocial en que nos encontramos inmersos (Haraway, 2016b, p.
98). Se trata, pues, de pensar de otras maneras y dejar que las historias que vayamos construyendo nos
permitan comprender los espacios, los territorios y el habitar de una manera nueva, creativa y cargada
de esperanza. Vivir en un planeta dañado es un arte (Tsing et al., 2017; referencia citada numerosas
veces por Haraway, 2016b) para el cual las historias y la creación de nuevos mundos se hace
imprescindible. De ese modo, la tejuela de alerce, el bosque y el oficio del tejueleo pueden
comprenderse de una manera totalmente distinta si su historia es reformulada y reinterpretada en
tiempos del Antropoceno. Es lo que en otro artículo he desarrollado en términos de “Dendrografías”,
historias entre alerces, desde los bosques (Achondo, 2022). Es, particularmente, en los “pequeños” y
profundos antropocenos marcados por el extractivismo, la segregación y explotación de pueblos,
comunidades y ecosistemas en América Latina (Svampa, 2019; Ulloa, 2017) donde se encuentra narrada
la esperanza, resistencia y creatividad. Quizás el adentrarse a estas historias constituya una oportunidad
para construir nuevos parentescos y generar nuevas alianzas, multiespecie y multimaterialidades, si se
quiere, basadas en la responsabilidad y el cuidado (Haraway, 1995, 2016a, 2016b). En definitiva, en una
forma de habitar los territorios cargada de sentido y futuro. A fin de cuentas la tejuela en mis manos ha
transformado el territorio que habito y me ha permitido respirar el bosque del pasado y la memoria de
una amistad de una manera nueva: afectiva, enmarañada y cargada de esperanza.
De tejuelas y alerces
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Figura 4: Torre de la iglesia San Antonio de Colo, Chiloé.
Fotografía:
Isidora Ayala C. (2020).
Pedro Pablo Achondo Moya., Rev. Geogr. Valpso. 60 (2023)
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