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LA PROVIDENCIA Y EL MISTERIO DEL MAL
José María Garrido Luceño
Centro de Estudios Teológicos – Sevilla
RESUMEN / ABSTRACT
Por providencia divina entendemos el cuidado y protección que ejerce
Dios sobre los hombres. Esto no resulta claro para todos, desde los
ateos hasta los deístas. La dicultad mayor está en la presencia y
la experiencia del mal en el mundo y en la historia. Este artículo se
acerca tanto a la losofía como a la revelación bíblica para ofrecer una
respuesta a la siempre difícil relación entre providencia y mal, teniendo
como punto de llegada los principios hermenéuticos de la creación.
By Divine Providence we understand the God care and protection of
human beings. That is an unclear concept for everybody, ranging from
ateism to believers. The biggest difculty rests on the presence and
experience of evil in the world and history. This paper approaches to the
philosophy and biblical revelation in order to provide an answer to the
diicult relationship between Providence and Evil, taking into account
the principles of the Creation.
El concepto providencia presupone a Dios. Arma que Dios lo
gobierna todo, el universo y la historia. La historia de la humanidad
y la historia de cada individuo humano. Este tema abarca toda la
teología.
Pero la providencia así entendida no es algo obvio para todos.
Las catástrofes naturales y las violencias de la historia parecen
ISIDORIANUM 38 (2010) 289-326
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contradecir un gobierno divino, que se supone debía ser protector y
visiblemente justo. Por otra parte, algunos pensadores desarrollan
la imagen de un mundo tan autosuciente en su funcionamiento
y dotado de leyes tan perfectas, que no deja lugar alguno para
un cuidado providencial ejercido desde fuera. Comencemos
contemplando esta negación de la providencia en nombre de la
razón.
1. MECANICISTAS ANTIGUOS Y DEÍSTAS MODERNOS.
El pensamiento presocrático fue religioso, hasta el punto de que
se ha podido escribir con rme solidez una obra sobre la teología
de los antiguos pensadores griegos (Werner Jaeger). Dentro de
esa losofía presocrática, Demócrito, el más reciente y último de
los presocráticos, constituye una excepción. Su losofía sobre los
átomos nos ofrece un modelo de cosmovisión mecanicista y simple,
en el que los átomos, el vacío y el movimiento se combinan para
tejer todo el saber sobre el funcionamiento del cosmos, sin dejar
un lugar para armar un principio unitario e inteligente ni una
teleología, que diera un sentido al torbellino cosmogónico ni al
subsiguiente movimiento del mundo. Un modelo cosmológico, que
encantaba a los materialistas dogmáticos de la Ilustración y nada
digamos a los materialistas dialécticos del marxismo.
Los dioses quedan desrealizados como las imágenes evanescentes
de un ensueño. Dado que esas imágenes pueden beneciarnos
o dañarnos, la oración consiste en desear “ensueños de buena
suerte y felices”. Esto es lo que nos trasmite Sexto Empírico sobre
Demócrito1. Resulta muy moderno eso de ponerle un origen a Dios
y de poner ese origen en el ensueño del hombre
Epicuro siguió el atomismo de Demócrito. Es cierto que negó la
providencia, como dice acertadamente Plotino, pero no lo es que
fuera un hedonista vulgar, como desacertadamente añade el mismo
Plotino en el mismo lugar (II, 9, 15). En lo que a Dios se reere,
1H. Diels, Fragmente der Vorsokratiker, Weidmannsche Verlagsbuchandlung, 1956,
II, 178,7.
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se muestra Epicuro muy alejado de Demócrito en eso de hacer de
Dios un ensueño del hombre. Dios vive eminente y feliz más allá
de nosotros y es digno de nuestra veneración totalmente gratuita.
Tenía Epicuro una religiosidad, que acentúa la liberación de todo
interés egoísta en la relación del hombre con Dios2.
Saltémonos muchos siglos y vengamos al deísmo inglés. Una
reexión sobre la providencia no puede olvidarse de los deístas
ingleses. Recordemos la situación histórica de su nacimiento. El
nal del siglo XVI y la primera parte del XVII fueron unos tiempos
convulsos por las muchas guerras de religión, que siguieron
a la implantación y ramicaciones de la Reforma protestante.
En Inglaterra se encendió un vivo conicto doméstico entre el
anglicanismo dominante y el catolicismo aún no extinguido, así
como con el calvinismo del Norte y el puritanismo, tan próximo a los
calvinistas escoceses. Por otra parte, la burguesía inglesa madrugó
como clase ascendente, ejerciendo su tarea revolucionaria frente
al antiguo régimen. Pocos años después de la revolución política
(1688), encontró en John Locke su portavoz, que expondría con
claridad cartesiana el proyecto del Estado liberal. La burguesía,
aliada antaño de las nacientes monarquías autoritarias, se desliga
ahora de la monarquía absolutista y, emprendiendo su propio
camino, implanta la estructura económica y política a la medida
de sus intereses. Finalmente, los siglos XVII y XVIII contemplan la
constitución de la ciencia moderna en sus diversas disciplinas. Es
el gran triunfo de la razón moderna, el éxito, que hace de ella la luz
soberana, excluyente de toda otra fuente de verdad. Este cultivo de
la razón se llamó racionalismo y el racionalismo aplicado al saber
sobre Dios se llamó deísmo. Estos factores, que hemos enumerado
y que fueron protagonizados por la burguesía ascendente, como
guerras de religión, revolución política y constitución de la ciencia
moderna, concurren en la Inglaterra de los Estuardo, de Cromwell,
Locke y Newton y conguran el horizonte interpretativo para el
deísmo inglés.
E. Herbert Cherbury es considerado el iniciador del deísmo.
Nace el año 1583 y muere el año 1648. Este arco cronológico nos
2Ver Cicerón, De nat. deorum 41, 116 y Séneca, De ben. IV, 19.
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da el contexto de su vida ; nace y pasa su primera juventud bajo el
esplendor de los últimos años de Isabel I, poco pacícos en lo que
a los conictos religiosos se reere. Dieciocho años tenía, cuando
vio pasar a los Estuardos la corona de Inglaterra y con ello abrirse
una crisis constitucional, cuyo n no llegaría a ver, pues murió
un año antes de que fuera decapitado Carlos I. Pero vivió muy
de cerca las agitaciones religiosas fuera de Inglaterra. Militó en
Holanda bajo el príncipe de Orange, luego pasó a Francia, donde
fue embajador y donde pervivía aún fresco el recuerdo de las largas
guerras de religión, que acabaron cuando el advenimiento de los
Borbones. Luego pasó a Alemania y a Suiza y, vuelto a sus lares,
pasó los últimos años de su vida contemplando la Guerra de los
Treinta Años. Murió cabalmente el año de la Paz de Westfalia. He
tejido este esquema biográco, porque nos ayuda a comprender (lo
de la historia es posibilitar la comprensión) cuál fue el problema
dominante en la mente de E.H. Cherbury y cuál fue la solución,
que propuso. La convivencia cívica en la tolerancia religiosa fue
la tarea de aquella época y fue también la preocupación personal
de Cherbury. Pero aquella convivencia tolerante postula una base
común compartida y esa base no creía él, como otros tantos,
poderla encontrar en el cristianismo, dividido entre confesiones en
conicto y por eso precisamente el origen de las luchas religiosas.
Hay que buscar pues la base para la conciliación en una religión
natural, sencilla y asequiblemente abierta a la razón de todos los
hombres. Existe Dios, es digno de veneración y no se inmiscuye
en los litigios humanos. Aquí tenemos una base común para una
convivencia tolerante. Es esta propuesta de una religión natural,
ajena a toda revelación, la que hace de Cherbury el fundador del
deísmo.
Los pensadores de las generaciones siguientes asumen el
principio de la religión natural y completan el deísmo con otros
puntos fundamentales, John Toland escribe Cristianismo sin
misterios (1696), John A. Collins desarrolla en la misma línea una
gran abundancia de publicaciones entre 1707 y 1729, Mathews
Tindal publica en 1730 El cristianismo tan antiguo como la creación.
El cristianismo pues deja de ser “buena noticia”, deja de ser
Evangelio, para diluirse en el continuum inmanente de la historia.
Estos deístas encuentran muy pronto en la Ilustración francesa su
caja de resonancia europea.
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¿Qué proponen en suma los deístas? Ante todo dos armaciones
claras y simples sobre Dios: existe Dios y creó el mundo, dotándolo
de unas leyes perfectas para su funcionamiento. De aquí se deduce
una tercera proposición, que es la que podríamos considerar como
la más denidora del deísmo: puesto que el mundo está ya dotado
de leyes perfectas, no necesita de ninguna intervención de Dios
para su buen funcionamiento, no hay providencia.
La comparación del buen funcionamiento del mundo con el de
un reloj, de inspiración leibniziana, aclara aún más este discurso.
De varios relojes, el que mejor funciona no necesita que el relojero
fabricante del mismo intervenga en él a cada instante para
mantenerlo en hora. Lo fabricó bien y lo dejó a su suerte. La relación
de Dios con el mundo se limitó al acto de la creación. Ahora “se
pasea por la órbita del cielo, sin interesarle nuestros asuntos” (Job
22, 14).
La esencia del deísmo está en que rompe toda relación de Dios
con el mundo y con la historia. Existe Dios y por eso los deístas se
llamaron así a sí mismos, para no ser confundidos con los ateos.
Este Dios creó el mundo y es digno de respeto y veneración mediante
la religión natural sin misterios y patente a todo ser racional. Pero
si religión es el modo humano de relacionarse existencialmente con
Dios, resulta que la presunta religión natural de los deístas no es
religión, por racionalista y abstracta. Descartada la vivencia del
misterio fascinante y tremendo, se trata de una fría representación
del intelecto, en la que Dios no habla al hombre, no cambia al
hombre, en la que Dios no es el origen vivicante de la moral ni de
la oración ni del culto. Además de abstracta, la religión natural de
los deístas es una religión muda, un círculo cuadrado.
Aparte de todo esto el deísmo ejerce una crítica implacable
contra la religión revelada, que en este caso es el cristianismo.
El cristianismo pretende imponer dogmáticamente una doctrina
religiosa revelada, lo que conlleva una violencia dogmática
deshumanizadora. La fe es una atadura, que contradice la libertad
de la razón soberana. Por esta soberanía de la razón hay que someter
a crítica los dogmas cristianos; cuanto nos diga la Biblia resultará
aceptable, si concuerda con las verdades naturales y morales. Pues
la religión natural debe ser una religión moralmente útil.
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Finalmente, hemos relacionado el nacimiento y el desarrollo
del deísmo con la constitución de la ciencia moderna. No es que
el deísmo se identicara con la ciencia, pero sí se apoya en ella,
hasta usando una terminología marcadamente sicalista. Habla
de la máquina del mundo, del encadenamiento causal de los
procesos naturales, de la regularidad perfecta de las leyes físicas.
Una cosmovisión mecanicista cerrada, apoyada en la razón físico-
matemática, paradigma de todo otro uso de la razón, medida
adecuadamente mensuradora de la realidad. Dios y el mundo del
espíritu quedan desrealizados, esfumándose en una evanescencia
inoperante. Así nació en Occidente la “falla cultural”, la falla que
rompió la unidad de la razón entre la razón cientíca y la razón
propiamente humana, histórica, ética y religiosa. Así se consolidó
la cultura de los que “sueñan con el espíritu” (F. Ebner).
Naturalmente esta observación no alcanza a todo el ideario
de la Ilustración, que junto con la investigación de la naturaleza
proyectó un orden racional para la convivencia de los ciudadanos.
Alcanza al materialismo, al racionalismo y al deísmo, alcanza al
posterior positivismo del siglo XIX, que arrastró hasta el siglo XX la
enfermedad de la falla cultural.
Y sin embargo, ha sido en el siglo XX, cuando unos grandes
físicos han realizado el giro hacia una ciencia, que queda abierta a
los valores humanos transcendentes. Este giro comienza con una
preocupación epistemológica. Einstein, Heisenberg, Schrödinger,
Jeans, Planck, Pauli, Eddington y otros llegan a la conclusión de
que su investigación cientíca con sus instrumentos materiales y
sus fórmulas simbólicas, interpone un espacio sospechosamente
deformante entre el sujeto investigador y el objeto investigado. Esto
los lleva a barruntar que sólo captan la apariencia de la realidad,
no la realidad misma. Piensan que sólo captan las sombras
proyectadas sobre el muro de la caverna, no la realidad proyectora,
la cual está fuera de la caverna.
Si pues la realidad está fuera, hay que salir de la fórmula
cientíca en busca de la realidad. Es esta voluntad de realidad la
que lleva a estos grandes cientícos más allá de la ciencia a la
metafísica. La razón sicomatemática tiene que dejar de tejer un
mundo totalmente cerrado, cobrando conciencia de sus límites.
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Como escribió Sir Arthur Eddington, “hoy en día se reconoce
generalmente la naturaleza simbólica de la física y sus esquemas
se formulan de tal forma, que resulta casi evidente por sí mismo
el hecho de constituír un aspecto parcial de algo más amplio. No
obstante, según los mismos físicos, la física no nos dice nada sobre
ese “algo más amplio”. Justamente esta incapacidad de la física
y no su supuesta semejanaza con la mística, fue la que condujo
paradójicamente a tantos físicos a una visión mística del mundo3.
De las palabras de Eddington se desprende que la voluntad
radical de realidad de aquellos físicos no se contentaba con ampliar
su campo de búsqueda limitándolo a una ontología, en cuanto ésta
es logos del ser. Quiere ir más allá de la ontología, aprehender la
realidad más allá del logos. Quiere ir a la mística, en cuanto ésta
aprehende directa e inmediatamente la realidad. Hay que ir pues a
los místicos, al mundo del espíritu, hay que ir a los Upanisads, a los
místicos persa-islámicos del medioevo, a los diálogos de Platón etc...
La religión, que antaño parecía un límite ilegítimo puesto a la razón,
vuelve esta vez postulada por la razón misma, que se ha hecho más
exigente y vivencial, es decir, más auténticamente racional, como
llave para abrir la puerta a una mayor libertad.
En Cuestiones cuánticas nos dice Ken Wilber que la incapacidad
de la física para el contacto inmediato con la realidad fue lo que
llevó a tantos físicos a la mística. Séanos lícito añadir que, dada
la noche incontrolable en que se mueve la mística, además del
apremio epistemológico, tal vez fuera otra instancia más honda la
que suscitara la búsqueda. ¿No pudo ser la experiencia original del
“instante”?
En el umbral de la falla cultural, Pascal, sin negarle un ápice de
cienticidad a la geometría, comprendía desde sí una “geometría
cristiana”. Reexionaba viviendo su nitud situada entre dos
innitos, el innito rumbo a lo pequeño de la micromateria, que
se le escapaba hacia lo inasible, y el innito hacia lo grande de los
espacios silenciosos dcl universo. En el siglo XX escribió el premio
Nobel de física Erwin Schrödinger: “El mundo es grande, magníco
3Citado por Ken Wilber, Cuestiones cuánticas, Ed. Kairós, Barcelona 2.000, p 26.
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y hermoso. Mi conocimiento cientíco de cuanto ha sucedido en él
comprende cientos de millones de años. Y sin embargo, visto desde
otra perspectiva, todo eso se contiene en los setenta, ochenta o
noventa años, que puedo tener garantizados (una motita de polvo
en medio del tiempo inconmensurable, en medio incluso de los
millones y miles de millones nitos de años, que he aprendido a
medir y a determinar). ¿De dónde vengo y adónde voy? Esa es la
gran cuestión insondable, la misma para cada uno de nosotros. La
ciencia es incapaz de responderla4. Agradecemos a los físicos del
siglo XX que nos hayan ayudado a tantos a mirar el mundo con
ojos pascalianos.
No participamos de la demasía valorativa, con la que algunos
predicadores ingleses aclamaron la física moderna como “un
apoyo al cristianismo en todos sus aspectos esenciales”. Bástenos
constatar que esta física está lejos de negar la providencia, como
hacían los deístas, que deja un espacio libre para el misterio, un
espacio, en el que resulta razonable no sólo que digamos que Dios
existe, sino también que es amorosamente providente hasta con
cualquier gorrión, que caiga al suelo (Mt 10, 29).
2. ACEPTAMOS AL DIOS PROVIDENTE
Cuando hablamos de providencia, estamos hablando de una
verdad central de la teología, sea de la teología natural de origen
griego, sea de la teología bíblica. Dos tradiciones, que mediante los
representantes del encuentro entre la tradición bíblica y el logos
griego, como fueron los Setenta traductores, el autor del libro de la
Sabiduría, Filón de Alejandría y los teólogos de la Patrística cristiana
acabaron fundiéndose en el ancho río de una tradición unitaria. El
enfoque de nuestra reexión es pues un enfoque hermenéutico:
esto, que nos dice la tradición, ¿cómo heredarlo hoy?
La doble tradición pagana y bíblica nos dice que Dios es
providente respecto al mundo y respecto a los asuntos humanos.
Pero, dado que la presencia desgarradora del mal contradice esa
4En ¿Charlamos sobre física? Ken Wilber obr. Cit. Pp 131.
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armación, dicha doble tradición tiene que elaborar una respuesta
a tan grave objeción, tiene que desarrollar una teodicea.5
Nos ocuparemos de los dos puntos indicados, atendiendo a lo
que nos dice la losofía antigua por una parte y a lo que nos dice
la revelación bíblica por otra, pues dentro de un ámbito temático
común, debemos respetar las diferencias.
Finalmente intentaremos responder a esta pregunta: ¿cómo
heredar hoy esta tradición sapiencial?
2.1. Existe la providencia
2.1.1. La tradición de la losofía antigua
La palabra providentia es la traducción latina de la griega προνοια.
En su signicación original designa una conducta humana. Es la
previsión de lo que va a venir y la adopción de las medidas prácticas
correspondientes. Cuando Ulises navega en su balsa y sufre la
tormenta, que le envía Posidón, se dice a sí mismo: “mientras las
tablas sigan unidas, aguantaré. Luego me echaré a nadar, pues ·
nada hay mejor que prever” (επει ου µεν τι παρα προνοησαι αµεινον).
En el siglo V a. C. debido a una profunda crisis cultural, la losofía
abandona Jonia y la Magna Grecia y se domicilia en Atenas atraída
por una demanda de educación en pleno proceso democratizador.
El hombre veía hundirse sus seguridades tradicionales, comenzó
a sentirse en la intemperie y por eso tuvo que preguntarse por el
hombre (Martín Buber). El giro antropológico cambió la concepción
del principio, de la αρχη, por la que se venían preguntando los
pensadores presocráticos. No se concibe un principio divino carente
de lo mejor del hombre, que es el intelecto, el νους. El principio
tiene que ser un espíritu inteligente. Esta fue la aportación de
Anaxágoras, que abrió un nuevo horizonte insospechado. W. Jaeger
dice que Anaxágoras, atribuyendo al espíritu divino la conducción
del torbellino cosmogónico en una dirección intencionada, dio a
5Od. 16, 256.
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la física un giro nuevo hacia la teleología. Sin duda estaba esto
implícito en lo que escribió Anaxágoras, pero éste lo dejó sin escribir.
Fue su coetáneo y seguidor Diógenes de Apolonia el que explicitó el
contenido del “nus”, atribuyéndole el gobierno de los hombres y del
mundo: “el espíritu los gobierna a todos, lo domina todo, inmanente
en todo, sin que haya cosa alguna, que no participe de él”6. Al decir
que el principio gobierna con ecacia y desde dentro, Diógenes
de Apolonia anuncia el nacimiento del pensamiento teleológico y
providencialista.
Sócrates desarrolla la intención teleológica del primer principio
y la aplica a los fenómenos concretos. En los Memorabilia nos
muestra Jenofonte la aplicación de esa intención teleológica a los
órganos sensoriales del hombre, perfectamente diseñados para su
función propia. Los construyó la mente (Jenofonte la llama γνωµη)
para el bien del hombre y además dispuso todo lo demás con una
intención claramente antropocéntrica: nos da agua, alimentos y
fuego, que es la energía para la técnica. La mente es además la
consejera ética para nuestra conciencia, cosa convergente con lo de
la “voz interior” de la Apología de Sócrates (Mem I, 4, 5 y ss.).
Platón por su parte nos presenta a un Sócrates crítico con
Anaxágoras por un doble motivo: no dedujo del espíritu su valor de
nuevo criterio en orden a la verdadera realidad, tampoco su valor
cosmológico en orden al gobierno de las cosas (εις το διακοσµειν τα
πραγµατα Fed. 98b – c). Dando un paso más, nos presenta Platón
el mundo como un ser vivo “hecho así por la providencia de Dios”
(Tim 30c).
Pero es en Leyes, X, donde Platón nos ofrece una exposición
elaborada sobre la providencia. Se trata del principio divino, que
vela por todo y debe presuponerse como la fundamentación de una
legislación racional y vinculante.
Ante todo hay que demostrar la existencia de Dios por mor de los
sostas. Pero lo que en realidad demuestra Platón es la existencia
6Werner Jaeger, Die Theologie der fruhen grichischen Denker, Kohlhammer Verlag,
Stuttgart, 1964, p190.
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del Alma del mundo, principio del movimiento cósmico. Ese es el
sujeto activo de la providencia y no el Bien de modo inmediato,
el cual es el principio absoluto más allá del alma y más allá del
intelecto. Es la vía que seguirá la tradición platónica.
Para Platón hay cosas grandes: el orden cósmico, el movimiento
perfecto de los astros, con el que medimos el tiempo. Y hay también
cosas pequeñas, cosas sublunares, como la vida de plantas y
animales y los avatares de los hombres. Pues bien, Platón arma
que la divinidad tiene por las cosas pequeñas mayor cuidado que
por las cosas grandes. Las cosas pequeñas pertenecen al todo de la
obra bien hecha y no las descuidan el médico ni el albañil. ¿Será
Dios más incapaz que estos demiurgos humanos? La providencia
es para Platón algo tan denidor de Dios, que negarla sería caer en
el ateísmo.
Podemos resumir la doctrina platónica sobre la providencia en
tres principios. En primer lugar, la transcendencia divina es una
transcendencia activa para con los seres de este mundo y sobre
todo para con el hombre. Los dioses no son perezosos a la manera
del “abejorro sin aguijón”. Es la expresión con que Hesiodo dene
al zángano en Los trabajos y los días (Leyes, X, 901a).
El segundo principio lo constituye la concepción holística de la
providencia, que dispone las cosas “en orden a la conservación y
armonía del conjunto” (903b).
Finalmente, la providencia deja a la responsabilidad del hombre
la calidad moral del mundo humano. Éste puede elevarse a la virtud
o caer en el vicio (904b).
Si nos ocupamos de la tradición platónica, debemos empezar
descartando a Aristóteles, pues dada su teología de un Dios
ensimismado en la contemplación de sí mismo, no cabe aquí hablar
de providencia divina. La providencia es para Aristóteles una virtud
humana, parte integrante de la prudencia. Aquí pues regresa el uso
del término a su sentido primero: una virtud humana.
De la amplia y larga tradición platónica deseamos seleccionar
entre sus muchos representantes a Filón de Alejandría y a Plotino.
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Filón, el judío piadoso, culto y acaudalado, nace y vive en Alejandría,
la ciudad en la que se llevó a cabo de modo más intenso y fructuoso el
encuentro entre judaísmo y helenismo. Judío fuertemente helenizado,
Filón identicó el logos griego con la Ley de Moisés. Su libro Sobre la
providencia ha llegado a nosotros sólo en varios fragmentos griegos
y en una versión armenia, traducida posteriormente al latín. Los
dos libros de Filón sobre la providencia obedecen a un propósito
claramente apologético. Contra los que niegan la providencia, intenta
el autor demostrar que “Dios se ocupa de los asuntos humanos”,
empleando exactamente las mismas palabras de Platón (Leyes 899c).
Sólo que los adversarios de la providencia no son los mismos que los
del tiempo de Platón. Ahora polemiza Filón contra los epicúreos, los
escépticos, los miembros de la Nueva Academia, Carneades y sus
discípulos, contra los mecanicistas como Estratón de Lámpsaco, que
dirigió el Liceo en los tiempos de Epicuro.
Recordemos a Martín Buber o a E. Levinas, pensadores judíos
que han enriquecido la losofía del siglo XX, que han escrito mucho
sobre la Torá, pero que en sus escritos losócos se han atenido
disciplinadamente a la razón humana. Algo así hizo muchos siglos
antes el judío Filón. Su argumentación sobre la “providencia no
rebasa el horizonte del logos humano, tal como éste se expresaba
en la losofía de su tiempo. La única señal de que el que escribe es
un judío piadoso tal vez sea el uso más frecuente de los términos
“justos” o “impíos” en lugar de sabios o necios más propios del
vocabulario helenístico.
Filón participa del optimismo platónico y estoico, cimentado sobre
la imagen de un Dios bueno y providente. El mundo es bueno, viene
de un Dios bueno, que lo ha proyectado. Y tenemos aquí el mismo
argumento a fortiori, que ya vimos en Platón: el hombre fabrica
máquinas y ejerce una providencia en sus asuntos. Mucho más hace
esto “el alma del mundo” (De providentia, I, 42 – 45). Y además hace
Filón de la providencia divina el principio donador de la providencia
humana: quomodo providus es sine providentia (I, 68).
Al igual que Platón, Filón recalca la responsabilidad del hombre
libre. Y al igual que los estoicos, concibe la providencia como el
logos inmanente en el mundo, que a modo de útero congurador
modela al que nace en el mundo (I, 68).
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En denitiva, la obra de Filón sobre la providencia es un canto
de victoria a la razón contra aquéllos, que niegan la providencia en
nombre de la mucha sinrazón presente en el mundo.
En el siglo III d. C. dedica Plotino a la providencia dos tratados
de la Enéada tercera. Decimos dos tratados, porque los separó
la edición porriana, pero en realidad se trata de un solo tratado
unitario. “Es la obra de un viejo sabio, que busca razones para la
esperanza” (E. Bréhier).
En su descripción de la vía descendente, expresada mediante un
lujo de metáforas pedagógicas, el alma universal, tercera hipóstasis,
uye del nus, que sin cálculo ni raciocinio “hace cosas grandes”. Lo
mismo que en Platón, el alma universal es en las Enéadas el sujeto
agente de la providencia. De ella uyen las almas individuales,
Digno de notarse es el lugar que ocupa el logos en este tratado
plotiniano. El logos es el brillo del alma y del nus, que como un
dramaturgo distribuye los papeles entre las almas individuales,
algo muy estoico. El logos no es solamente el principio conformador
de las cosas, sino también la fuente y el lugar del conicto entre
todas ellas. Una herencia de Heráclito a través de la estoa, que
aquí asume Plotino. El logos es pues capaz de integrar el mal en el
amplio espacio de la racionalidad. Volveremos sobre esto.
Merece la pena comentar un párrafo de este tratado plotiniano
sobre la providencia, por presentarla en su acción más positiva e
interesante. Dice pues así: “Aunque el hombre no es el mejor de los
animales, sino que ocupa el rango intermedio, que él ha elegido,
sin embargo, la providencia no permite que perezca en el puesto
en que está, sino que constantemente procura elevarlo a lo alto,
empleando toda la variedad de recursos, que la divinidad emplea
para hacer que prevalezca la virtud. Por eso la estirpe humana no
ha perdido su ser racional, sino que participa, aunque no sea en
sumo grado, de la sabiduría de la inteligencia, de la técnica y de la
justicia. Todos los hombres participan al menos de la justicia, que
regula las relaciones mutuas. Además, cuando hacen mal a alguien,
piensan que se lo hacen justamente, porque se lo merece. De este
modo el hombre es una obra tan bella, como puede serlo y, aunque
está inserto en el tejido del universo, tiene un destino superior al de
todos los animales, que pueblan la tierra” (III, 2.9, 20-29).
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Este texto merece un comentario. El hombre no es el mejor de
los animales, porque están ahí los astros, corpóreos y animados y
superiores a los hombres.
El hombre ocupa el lugar intermedio, que ha elegido. Alusión a
Rep 617e, donde Platón expresa con ropaje mítico su concepción de
la libertad. Cada alma elige libremente su propio daimon, su propio
modo de ser y con ello su propia vida. Según sea esa elección, el
hombre puede encontrarse en diversos lugares de valor ontológico
y moral muy diversos. Su yo es un yo oscilante entre la materia y el
espíritu. Cualquiera que sea ese lugar, la providencia encuentra al
hombre ahí y no lo deja que perezca. Lo eleva constantemente hacia
arriba con toda suerte de recursos (παντοιαις µηχαναις). La virtud
que eleva, es esfuerzo del hombre, pero para Plotino es también
gracia de la providencia.
Así el hombre, aunque caído, no pierde su condición racional,
participa de la sabiduría, de la técnica y de la justicia. Participa
de todo esto, “aunque no en sumo grado”, pues la razón, que
sostiene la acción providencial se mueve en el espacio intermedio
de la supervivencia, de las tareas cotidianas y de las relaciones
políticas. El “sumo grado” apunta a posibilidades más allá de todo
el espacio.
Plotino añade unas armaciones antropológicas de suma
importancia. El hombre está inserto en el tejido del universo.
Plotino lo dice con un verbo difícilmente traducible y con mucha
garra expresiva: συνυϕθανθεν “entretejido con el tejido entero del
universo”. Y además está dinámicamente entretejido con el todo (εις
το παν) algo así como “arrojado al todo”, pero sin tener nada que ver
con el hingeworfen heideggeriano, porque en vez de a la muerte, la
providencia encamina al hombre a un “destino superior”.
La providencia, tal como la entiende Plotino, deja al hombre en
un estado inacabado, abierto a continuar la marcha ascendente
hacia la cumbre más alta. Podrá ser llevado el hombre hacia esa
cumple por la acción del nus y del UNO.
Pasemos de la tradición platónica a la estoa, de obligada atención,
al ocuparnos de la providencia.
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 303 -
Al parecer, la idea de un proyecto teleológico del cosmos le vino
a la estoa de Diógenes de Apamea a través de Jenofonte7.
Crisipo de Sole, la gran gura de la estoa antigua, escribió el
primer tratado Sobre la providencia, del que sólo se conservan
algunos fragmentos. Con todo parece que la conanza en la
providencia arranca ya desde el mismo Zenón, que la difundió
en el mundo grecorromano. La estoa asume el optimismo propio
del pensamiento griego, la imagen que los estoicos tienen de Dios
lo fundamenta: un viviente inmortal, perfecto en su felicidad,
inaccesible a cualquier mal, proveedor para el mundo de cuanto
hay en él.
A Dios le pertenece la providencia como nota esencial, lo mismo
que el color blanco le pertenece a la nieve. Y la providencia conlleva
el cuidado por nosotros y para nuestro bien. Epicteto: “Dios desea
nuestro bien. Con nuestra disponibilidad a la voluntad de Zeus
actuamos ese bien y alcanzamos nuestra libertad” (Diatribas, IV,
1, 131).
El estoico admira la naturaleza, tan teleológicamente racional y
a la vez tan bella. En este mundo tan perfecto no hay cosa alguna,
que no tenga su destinación donadora de sentido. Crisipo sabe
encajar en su esquema teleológico hasta aquellos animales, que
representan una amenaza o una molestia para el hombre: “las
eras están ahí, para que el hombre ejercite su valor y su fuerza,
la serpiente para el antídoto del farmacéutico, los ratones, para
avispar la vigilancia del hombre y las chinches, para que no duerma
demasiado”. Comentando este texto, Karl Praechter escribe que
Crisipo cayó en la trivialidad y en el ridículo8.
Pero con las repetidas oraciones nales, Crisipo deja muy claro
que en la jerarquía de los nes, el hombre es el n último, que
fundamenta todos los demás nes. Escribe M. Pohlenz: “Le asalta
al estoico la pregunta: ¿cuál es el n último de la naturaleza?
7W. Jaeger, obr. cit. p 190.
8Überweg-Heinze, Grundriss der Geschichte der Philosophie, Benno-Schwabe Verlag,
Base –Stuttgart,1961, p 423.
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
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Si vemos una buena casa, no sólo preguntamos por quién la ha
hecho, sino también para quién. La respuesta es indudable. Los
niveles inferiores de la realidad se ordenan a los superiores. La
tierra para la planta, la planta para los animales, los animales
para el hombre. Por su razón, el hombre es el rey de la naturaleza.
El ser racional es la forma más alta del ser. Crisipo escribe: el
cosmos es un edicio de hombres y dioses y de cosas hechas para
ellos9.
Resumiendo, hemos hecho un breve recorrido por la tradición de
la losofía antigua. En su marcha hacia el monoteísmo en busca
del “Dios desconocido”, esta tradición nos ha dicho dos grandes
cosas: que Dios existe y que es providente para con el cosmos y
para con los asuntos humanos.
2.1.2. La tradición bíblica
Si de la losofía descrita pasamos a la tradición bíblica, no
podemos negar cierta coincidencia global de contenidos, cosa
que sostuvieron la patrística antigua y la escolástica medieval. Lo
mismo debemos decir respecto al sujeto pensante, pues el Dios que
inspiró a los hagiógrafos de la Biblia, es el mismo Dios que escribió
la ley moral en las conciencias de los paganos (Rm 2,14 – 16).
Pero la diferencia es patente. Dios se arma en la revelación bíblica
como el único. Aquí ya no nos entorpece la neblina terminológica
de los textos paganos, hablándonos de la divinidad o de los dioses.
Inercia del lenguaje en la oscuridad mental. En la revelación bíblica
interviene verticalmente Dios en interpelación personal y mediante
su palabra transformante del oyente y creadora de la comunidad.
El hombre pasa de su buscar a tientas al sentirse fascinantemente
atrapado por el misterio, que oscuramente buscaba. Es como
un paso de la sombra al cuerpo real y sólido. El paso a una luz,
en la que se integra superado todo lo humano valioso. Un paso,
en el que irrumpe el sentido de la historia, que deja de ser una
9Die Stoa, Geschichte einer geistigen Bewegung, Van denboeck et Ruppert Goetingen,
1948, p 99.
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 305 -
desesperante repetición cíclica, para revelarse como la ejecución
en un tiempo lineal de un proyecto de amor con la promesa de la
plenitud escatológica.
Un paso así dado por Dios y por lo mismo providencial, no podía
por menos que enriquecer hasta su perfección la concepción de la
providencia.
Ciertamente la lengua hebrea no tiene palabra para signicar
la providencia, pero el Antiguo Testamento es una narración de la
acción crecientemente providencial de Dios. Mediante esa acción,
Dios va promoviendo pedagógicamente a su pueblo, según el
modo de su condescendencia. Fue la lengua griega de los círculos
alejandrinos la que le regaló al judaísmo la palabra “providencia”.
Dios cuida del mundo (Gn 8,22 ; Sap 8,1). El salmo 104 canta
un bullicioso hervidero de vida, impulsado por el Espíritu de Dios.
Dios cuida de su pueblo. El cántico bellísimo de Moisés habla
de Israel como de la porción del Señor, el lote de su heredad. El
Señor cuidó de él y lo promovió “como el águila incita a su nidada,
revolando sobre los polluelos” (Dt 32, 9 ss.). Todos los libros del A.
T. expresan la conanza de Israel en su Dios, que lo pastorea.
Dios cuida también de cada individuo. Cuando José se dio a
conocer a sus espantados hermanos, los tranquilizó, diciéndoles:
“no sois vosotros quienes me trajisteis acá, para hacerme daño,
sino Dios para bien vuestro” (Gn 45,7 – 8). Es el Dios, que cuenta
las estrellas y a cada una la llama por su nombre (Sal 147,4). Los
hombres no hemos podido nunca contar las estrellas. Aunque
hoy sepamos que las estrellas son muchísimas más que las que
imaginaba el salmista, tampoco podemos contarlas. Sabemos bien
que Dios cuenta las que vemos y las que no alcanzamos y que
las cuenta de un solo golpe, sin hiato de tiempo entre su ver y el
momento de la irradiación de la luz de las estrellas, como ocurre
con nosotros. A fortiori cuenta Dios a sus hijos y a cada uno lo
llama por su nombre.
Dios tiene un plan para el mundo, que está subordinadamente
inserto en su plan sobre la historia. Frente a los planes inacabados
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
- 306 -
o quiméricos de los hombres, el plan del Señor es rme y dura para
siempre (Sal 33,10 – 11).
La proyección de este plan y su ejecución en la historia son
la acción de la providencia, conjugándose en ella la promesa y el
cumplimiento.
El Nuevo Testamento nos narra el kairós del cumplimiento de la
promesa. La máxima cercanía de Dios suscita la máxima conanza
en su providencia, poéticamente expresada por Jesús: Dios alimenta
a los cuervos, que no siembran ni cosechan, y viste de hermosura a
los lirios del campo, que no trabajan ni hilan (Lc 12,24 . 27).
Los verbos πληροω cumplir plenamente (Mt 5, 17 ; Lc 9, 31 ;
también Gal 4, 4) y τελεω consumar, designan el cumplimiento
cabal del plan de Dios. Un plan trazado desde antes de la creación
del mundo, un plan de adoptarnos como hijos suyos, de hacernos
hermanos de Cristo y de conformarnos felizmente con él en la
consumación escatológica (Ef 1,3ss.; Col 1,12 – 23 ; Rm 8). Pero
pasando por la cruz como él.
Desde la revelación cumplida de esta promesa escatológica
conocemos el plan de Dios. Nos queda agradecerlo y colaborar en su
ejecución, ya que la ejecución es en parte responsabilidad nuestra.
2.2. Existe también el mal
Desde presupuestos distintos, la tradición losóca y la tradición
bíblica, que hemos resumido, están en una común convicción: existe
la providencia de Dios. Pero también participan ambas tradiciones
de una común desgarradora experiencia: existe también el mal, está
ahí, en el mundo y en la convivencia humana. El mal, una herida
lacerante para el hombre, que lo sufre, una contrariedad para el
contemplativo optimista del mundo bueno y bello, una pregunta
muy molesta para el pensador amante de la coherencia racional.
¿Qué respuesta dan a esta pregunta la losofía griega y la
teología bíblica? Veamos por partes lo que sobre esta difícil cuestión
ha respondido la doble tradición, de la que nos venimos ocupando.
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 307 -
2.2.1. La losofía griega ante el mal
En la historia de la losofía griega contemplamos un debate, en el
que unos pensadores sucumben ante el escándalo del mal y niegan
la providencia. Su argumentación es lógica: si existe la divinidad,
tiene que ser buena. Si es buena debe velar por los hombres y en
este caso no tendrían éstos que sufrir males físicos ni injusticias.
Puesto que se dan estos males, es que no hay Dios o si lo hay, no
se ocupa de los hombres.
Aquellos otros lósofos, que a pesar del mal, aceptan la providencia,
tienen que modicar su planteamiento y pasar del optimismo cósmico,
donde la acción de la providencia es patente, a los acontecimientos
de nuestras vidas, donde este orden (mucho menos maniesto) debe
ser recuperado (Goldsmidt). Puesto que el escándalo del mal suscita
la acusación contra Dios, hay que justicar al Dios providente. Es
así como la losofía de la providencia pasa de la cosmología a la
teodicea. Una distinción, que nos impone la experiencia, pero a la
vez debemos reconocer que el discurso losóco sobre la providencia
debe ser un discurso unitario, pues si la injusticia es un mal, porque
daña al hombre, los males físicos son percibidos como tales por la
misma razón. También ellos dañan al hombre.
Los lósofos, que deenden la providencia, parten del mismo
principio que los que la niegan: si existe la divinidad, tiene que ser
buena y velar por nosotros. Pero llegan a la conclusión opuesta: la
divinidad es buena y providente, a pesar de los males.
Platón habla de la presencia generalizada del mal en el mundo
como de una necesidad (Teet 176a). Dice en otro lugar que la
fortuna feliz de los malvados cantada por los poetas, escandaliza a
la gente y la seduce a la impiedad (Leyes, 899e ss.). Pero de todas
formas, “Dios es inocente” (Rep 617e). Son elementos para una
teodicea, que desarrolla la losofía posterior, sobre todo la de la
época romana, cuando los ataques de epicúreos, escépticos de la
Nueva Academia y astrólogos arreciaban y forzaron a estoicos y
platónicos a hacer de la “justicación de Dios” el tema dominante
del discurso sobre la providencia. Nos ocuparemos de las tesis
fundamentales de estos lósofos, destacando lo peculiar de cada
uno, que nos parezca digno de consideración.
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
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La primera pregunta, que debemos hacernos es: ¿qué entienden
por mal los lósofos griegos? En sus escuelas más inuyentes,
la losofía griega es realista, es heredera de Parménides. Lo
mismo es ser que pensar y sin el ser (en el que está inscrito)
no encontrarías el pensamiento. El ser del hombre se revela en
el logos, del que participa el hombre y que dene al hombre. El
logos revela una naturaleza humana compleja, que debe adaptar
armónicamente sus partes integrantes entre sí y con la realidad
física y humana, e. d. política. Tal adaptación constituye las
virtudes, que posibilitan al hombre su realización en el bien.
Esto es el contenido de la ética, e. d. de la vía del bien hacia la
felicidad. Ser y bien se identican realmente y se distinguen en su
formalidad. Sin el ser no encontrarías el pensamiento, sin el bien
no encontrarías la volición.
El bien es pues el n, que mueve el deseo y la acción del hombre.
Todos los nes de todos los deseos y todas las acciones se encadenan
hacia el último n englobante de todos y más allá de todos, el
alcance del hombre perfecto, de modo que este hombre perfecto
es el canon, desde el que se desarrolla la ética. Puede tratarse de
la forma ideal del hombre (Platón) o de la naturaleza como norma
(la ley natural de la estoa). Son dos formas diversas de concebir el
bien, causa primera, atrayente y vinculante.
Digamos lo dicho de otra manera. La acción del hombre está
dinámicamente vertida al ser y al bien. Una vinculación intencional
del pensamiento y del deseo hacia un correlato excluyentemente
positivo. El mal, que se opone al bien queda al margen de esta
intencionalidad, pero no del ámbito del logos totalizante. El mal
queda comprendido en su condición marginal y adjetiva como
carencia de bien. Una sombra de entidad subordinadamente
concomitante, impensable sin el ser y sin el bien, como la sombra
sería nada sin el cuerpo, que la proyecta.
El concepto del mal como carencia de bien tiene una larga
tradición, heredada por la patrística y por la escolástica cristianas.
El mal es también carencia de ser. Es lo que se da con la υλη del
platonismo, lo que expresó S. Agustín cuando escribió “peccatum
tendit in nihilum”, o lo que quiere expresar como aniquilación
(εξουδηνωδις). Gregorio de Nisa, aplicándolo también al pecado.
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 309 -
En la losofía antigua no encontramos generalmente un
concepto del mal en sí. El pensador que más se aproxima a mirar
el mal como algo en sí es Plotino. En I, 8, uno de sus últimos
tratados, que lleva como título Sobre qué son los males y de dónde
provienen. Desde el comienzo plantea el autor la cuestión básica: si
el mal es un ser (ει ειδος το κακον). Brehier expresa así el objetivo:
demostrar que el mal no es un adjetivo inherente al alma, que
existe en sí. Por una parte, Plotino insiste en que siendo la materia
la fuente de la debilidad y del vicio del alma, debe reconocerse como
realmente existente y como mala, antes que el alma y como mal
primario (I, 8, 14). Por otra parte, habla de la caída con un acento
más existencial: el alma baja, contemplando el mal en sí, porque
se mete en la “región de la desemejanza”, donde sumergida, habrá
caído en la “ciénaga tenebrosa” (I, 8, 23, 17, cae en el βορβορος
σκοτος). Una metáfora sugerente de algo en sí, pero este algo en sí
se ve puesto en cuestión al nal del tratado. El mal no está aislado
gracias al bien y a la naturaleza. Aparece como el cautivo envuelto
en cadenas de oro.
Ahora bien, el mal no se muestra como algo unívoco. Hay un mal,
que nos pasa, procedente de nuestro entorno físico. Hay otro tipo
de mal, procedente de la libertad del hombre. La experiencia tanto
del mal físico como del mal moral provoca en muchos la negación
de la providencia. La teodicea de la época romana tiene muy en
cuenta este doble tipo de mal e intenta responder por separado a la
objeción surgida de cada tipo de mal, sico y moral.
Tomemos como guía la obra de Filón de Alejandría Sobre la
providencia, una obra, que representa muy bien el pensamiento de
su tiempo sobre este tema. Al parecer el pensador judío se vale de
un fondo común, para extraer la argumentación de los adversarios
de la doctrina de la providencia. Judío creyente, argumenta desde
la losofía platónica y estoica. Tambíén para Filón, la providencia
es la actividad del alma del mundo (I, 45).
Respecto a los males físicos, entabla Filón en el libro segundo
de su obra un diálogo didáctico, en el que un alumno (Alejandro)
pregunta como portavoz de los adversarios de la providencia y Filón
responde como docente. Las respuestas del maestro acaban pronto
cerrando cada pregunta. No se trata de un diálogo platónico.
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
- 310 -
Alejandro acusa la creación de desorden y despilfarro, Filón lo
niega, demostrando la racionalidad teleológica, que lo domina todo
(II, 45 – 83). Además, el espíritu humano es débil para captar el
orden divino.
Apela entonces Alejandro a los fenómenos atmosféricos dañosos o
inútiles y sobre todo a las catástrofes naturales: el rayo, los terremotos,
las epidemias, las inundaciones, ¿cómo los permite Dios?
Aquí responde Filón con una argumentación más prolija y
detallada. En cuanto al rayo, cree Filón con toda la antigüedad que
es una acción divina y como tal, guiada por un propósito. El rayo
golpea a los hombres con discernimiento divino, castiga al impío y
no toca al justo (I, 54 – 56).
En cuanto a las otras catástrofes naturales, Filón ofrece unas
respuestas de otros, tal vez muy en boga, intercalando su propia
opinión: “Los seísmos, las epidemias, los golpes del rayo y otros
fenómenos parecidos pasan por ser de procedencia divina, pero no
es así, porque Dios no es en absoluto responsable de mal alguno,
sino que son efecto de las transmutaciones de los elementos; no
constituyen obras primeras de la naturaleza, sino que resultan de
obras necesarias y así son consecuencias de las obras primeras” (II,
102). Filón libera pues a Dios de toda responsabilidad, pero con un
argumento ojo. Si las catástrofes son resultado necesariamente
derivado de las obras primarias, ¿se le escaparon a Dios aquellos
resultados mortíferos? Más convincente resulta el rechazo por parte
de Filón de la tesis de la providencia general, según la cual, Dios al
igual que los reyes de este mundo, está sólo atento a su gobierno
global, sin interesarse por los individuos. A esto responde Filón:
Providentiae siquidem proprium est curam gerere singulorum (I, 66).
Alejandro insiste con otra objeción, que ya venía repìtiéndose
desde antes: ¿Cómo ordenándose el cosmos para el bien del
hombre, ha creado Dios animales feroces y venenosos y proliferan
con vigor plantas venenosas y salvajes? Aquí toma Filón el
argumento de Crisipo sobre la utilidad de todo para el hombre y
añade un argumento más: tales seres dañosos pueden servir como
instrumentos del castigo divino (II, 102 – 106). Una razón más para
la utilidad de aquellos seres.
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 311 -
Queda un escándalo por superar. Si Dios ejerce su justicia,
premiando a los buenos y castigando a los malos, ¿cómo se explica
que en los males físicos perezcan igualmente los justos y los
malvados?
Ante todo se impone la constatación de una larga experiencia
histórica: las leyes de la naturaleza vinculan a todos los hombres
por igual, sean buenos o malos.
Filón: si en un naufragio se hunden en la muerte al mismo tiempo
y en el mismo lugar justos e impíos, ¿mueren todos indistintamente
con la misma muerte? (I, 59). En otro lugar se ocupa del mismo tema
más prolijamente: “Si se encontraran en una atmósfera pestilente,
todos contraerían inevitablemente el mal. Pero la maldad es peor
que la epidemia. – Cuando cae la lluvia, el sabio, si está al aire
libre, se moja sin remedio. Cuando sopla el mortal bóreas, tirita
necesariamente y se encoge por el frío glacial y por la helada. Y
en lo más riguroso del verano se quema vivo. Porque la ley de la
naturaleza quiere que los cuerpos sean afectados en común por los
cambios estacionales. Lo es de la misma manera el que habita en
el mismo lugar” (II, 24),
Así pues, Filón no acepta que de las dicultades naturales, que
afectan a justos e injustos, pueda extraerse argumento alguno
contra la providencia. Primero, porque el espíritu humano, cautivo
en las apariencias, es poco seguro para juzgar sobre justos e
injustos, mientras que la providencia juzga con certeza y justicia.
Segundo y sobre todo, porque no se trata de una misma muerte.
El justo no percibe como un mal morir juntamente con los malos,
la muerte no altera su justicia. El único bien es la virtud, mientras
que los bienes fugaces no pueden engendrar la felicidad (I, 60 - 66).
Aquí es evidente la deuda para con la estoa.
De los males físicos, pasemos a los males morales. Aquí nos
encontramos con el mismo problema de la retribución, con el que
hemos cerrado la objeción fundada en los males físicos. Sólo que
aquí no contemplamos unos males, que originados en la naturaleza,
caen sobre el hombre desde fuera de su libertad. Los males morales
son males nacidos del querer íntimo del hombre. Por eso, si con los
males físicos hablábamos de catástrofes naturales, aquí hablamos
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
- 312 -
de injusticias humanas. Y sin embargo, éstas por muy libres que
sean, caen a su modo dentro de la providencia.
Los malvados aplastan a los hombres honrados. Y para mayor
sinrazón, los malvados parecen felices, mientras que los justos
arrastran una vida mísera. Ante esto, ¿cómo aceptar un gobierno
divino en este mundo? Escándalo muy antiguo, muy presente en
la Biblia, pero al afrontarlo, prescinde Filón de la palabra bíblica y
acude a los estoicos, de los que depende aquí tal vez más que en
ningún otro tema.
Los malvados son felices, les llueve todo un cortejo de bienes:
riqueza, prestigio, fama entre la plebe, poder. Y además, dada
su mayor capacidad económica, mayor cuidado de la salud, más
atención a su elegante imagen, a su fuerza física y al goce ilimitado
de los placeres (I, 3 – 6).
Los hombres virtuosos viven mal. A la templanza y la pobreza
se une la opresión por parte de los poderosos y el desprecio por
parte del vulgo. Ahí tenemos los ejemplos: tiranos felices, como
Dionisio el Viejo, Hierón Critias y otros tantos, y justos condenados
a muerte, como Sócrates, Zenón de Elea o Anaxarco de Chipre.
Filón, ateniéndose a la tradición platónico-estoica, estima que
en esta objeción subyace un malentendido. Ante todo se impone
aclarar quién es verdaderamente feliz. Si analizamos las diferentes
formas de bienes, tenemos la división clásica de bienes útiles,
agradables y honestos. Mientras que los bienes útiles y agradables
no son bienes en sí, pues tienen la índole de instrumentales y
como tales, pasajeros y volubles como los villanos, el bien honesto
reposa en la dignidad eminente del hombre, en el apremio de ser
cada día más humano, y tiene razón de n. El logos ilumina el
bien honesto como el bien real, mientras que las otras formas de
bienes dependen del bien honesto, para aanzarse como bienes.
Si se utilizan o se disfrutan honestamente, son verdaderos bienes,
pero bienes satélites del bien honesto. Si se separan de éste, caen
en la nuda apariencia y no podrán ser principios de la felicidad
real.
Conclusión: ningún malvado es feliz. Una tesis, que Platón
desarrolla en varios de sus diálogos, más especialmente en
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 313 -
el Gorgias. Séneca abunda en lo mismo en muchos lugares,
especialmente en sus cartas a Lucilio: Quicumque beatus esse
constituet, unum esse bonum putet, quod honestum est. Nam si
ullum aliud esse existimat, primum, male de providentia iudicat,
quia multa incommoda iustis viris accidunt et quia quidquid
dedit breve est et exiguum (Ep 74, 10). Y Epicteto: “no te irrites,
si tienes lo que más vale, la ley natural“ (Diatribas, III, 17, 1 ss.).
Es admirable el énfasis, que ponen los lósofos de la estoa romana
en la autarquía soberana de la virtud ética. El hombre interior
no sufre los males externos. Para Plotino, los males externos sólo
pueden tocar en todo caso la sombra del hombre exterior (σκια του
εξω ανθρωπου III, 2, 48). Por lo mismo, para Filón los males externos
no son argumentos contra la providencia (I, 69).
En cambio los males de los malvados sí lo son a favor de la
misma. Hay retribución inmanente en la acción, que realiza el
hombre. Y hay retribución también visible, especialmente en el
severo castigo de los tiranos. Dionisio el Viejo no conoció la paz,
vivió en una desazón permanente. Polícrates padeció una muerte
espantosa, los sacrílegos de Delfos fueron duramente castigados
(II, 16 – 28).
Alejandro insiste en su objeción y habla del éxito de los poetas
blasfemos. Homero y Hesíodo cantan inmoralidades y ridiculeces
de los dioses. Lejos de ser castigados, recibieron la inspiración y la
gloria inmortal. A esto responde Filón con su exégesis loniana: los
poetas han hecho más bien que otra cosa, lo que pasa es que hay
que interpretarlos alegóricamente (II, 34 ´44).
Finalmente recordemos el argumento capaz de integrar en
la razón el azote de la tiranía, pues se lo aprecia como un azote
puricador. También pueden serlo aquellos otros “servidores“
de la providencia, como el hambre y las catástrofes naturales
ya mencionadas (II, 29 – 33). En II, 102 ha negado Filón que las
catástrofes naturales sean de procedencia divina. Aquí (como en el
caso del rayo) encontramos una incoherencia.
Filón va desgranando su argumentación, apoyándose en la
losofía platónica y estoica, pero en el fondo identica providencia
y Dios según la perspectiva bíblica.
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
- 314 -
Hemos hecho un recorrido panorámico por la concepción de la
providencia divina, que nos ofrece la losofía griega. Sin duda junto
a unas armaciones históricamente condicionadas y superables,
nos da esa concepción elementos válidos y asumibles. Por ejemplo,
que a la aceptación de la existencia de Dios debe ir unida la
aceptación de su providencia, pues no aceptamos otro Dios que
no sea un Dios “para nosotros”. También la aceptación de que el
hombre es libre y responsable.
Pero debemos atender al supuesto básico de la teodicea griega.
Ya hemos hablado de la ontología excluyentemente positiva
de los lósofos antiguos, que no deja al mal otro margen que la
concomitante carencia de bien. Aquella ontología, que como ya
vimos, se mantuvo el a la herencia de Parménides, se mantuvo
asimismo el a la herencia de Heráclito: el conicto es el padre de
todas las cosas. Platón aplica esto en el Teéteto a la necesidad con
que el mal se contrapone al bien en un mundo, del que habrá que
huir. Plotino, que en su tratado sobre la providencia le deja al logos
más lugar que en ningún otro de su obra, nos parece en ese tratado
más heraclíteo que nunca.
En efecto, el logos, uencia objetivante del nus, lo domina todo,
la naturaleza irracional y el drama humano. En III, 2, 11, el logos
soberano quiere las cosas como son (todo lo real es racional). El
mismo logos produce las cosas malas conforme a un plan racional
(κατα λογον). Plotino ilumina esto, valiéndose de la metáfora estoica
del gran teatro del mundo. El logos es un dramaturgo inspirado,
las acciones de las almas malas son parte de su texto, lo mismo
que los personajes perversos son parte integrante de la obra
del poeta. Así pues, todas las cosas son verdaderas en cuanto
cognoscibles, todas sin excepción. Una razón omnicomprensiva,
ajena al misterio.
La escolástica medieval, deudora de Platón y de Aristóteles,
tiende a marcar aún más esta racionalidad de la losofía del
mal. Aristóteles dene el bien como “aquello, que desean todas
las cosas” (Et Nic 1094a). Puesto que todas las cosas desean y
son deseables, e. d. son buenas, el mal, que se opone al bien, no
está entre las cosas como una cosa más (Met 1051a). Concluye
Santo Tomás: “se desea pues el mal bajo la razón (o aspecto) de
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 315 -
bien” (In Eth I, lect 1, 9 ss.). Ese aspecto de bien nos recuerda las
cadenas áureas del cautivo plotiniano. El escolástico aristotélico-
tomista J. Gredt deduce el último corolario: “Se sigue que el
mal no se encuentra más que en el bien, que queda privado de
la perfección o entidad integral, para cuya posesión ha nacido y
que desea por naturaleza”10. Una losofía optimista, una ontología
redonda. Con todo, teniendo en cuenta su movimiento en el plano
de la razón abstracta y deductiva se echa de menos en ella el
pálpito afectivo de la existencia. Por eso, cotejada con el vivir tan
profundamente doloroso del hombre, aquella losofía nos deja un
poso de insatisfacción. Y es que el mal se nos presenta como un
árbol siniestro, del que vemos el tronco, las ramas y las hojas y del
que comemos su fruto amargo en el dolor, pero cuyas raíces se nos
escapan hacia un profundo abismo inasible para nuestra razón.
¿Aparcamos pues esta razón de la tradición losóca occidental
y cambiamos de aire? Una buena dosis de teología bíblica les
hubiera venido bien a muchos escolásticos cristianos. En su obra
entre humorística y satírica Elogio de la locura, nos habla Erasmo
de tantos teólogos escolásticos, buenos conocedores de Platón y
de Aristóteles y que sabían manejar a la perfección las reglas de la
lógica aristotélica, pero que no habían leído a S. Pablo. No creo que
la cosa hubiera sido siempre así, pero no podemos por menos de
rearmarnos en la demanda de teología bíblica. Una demanda ya
algo caduca, por cuanto la reforma bíblica ha sido una bendición
para la teología católica.
2.2.2. La teología bíblica ante el mal
Para desarrollar este tema me apoyaré en el artículo sobre el mal
del Nuevo Diccionario de Teología Bíblica de Ediciones Paulinas.
Como ya dijimos, estamos aquí en otra experiencia y ésta en otro
horizonte. Una autorrevelación de Dios, que habla. Una alianza, en
la que Dios entabla una amistad con los creyentes. Pero esto no
exime a los creyentes del mal. El mal como fruto del pecado (Gn
3), pero el mal también como vivido en una experiencia lacerante.
10Elementa philosophiae aristotélico-thomisticae, Friburgo, Roma, 1961, II, nº 641.
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
- 316 -
Poca teoría en comparación con la honda expresión concreta,
existencial, en la que se valida la afectividad y por la que hablamos
del mal-dolor.
Tenemos ante todo dos términos. El primero, la vivencia realista
del mal, que puede ser físico o moral. El mal físico es merecido por
los pecados (Sal 1,48), aparece también como un medio de educación
o como algo pasajero, superado en la esperanza escatológica. Según
Von Rad, los profetas hablan con alcance escatológico, cada vez que
expresan la promesa de un futuro, sin referirlo a un episodio concreto.
El segundo término es el mal vivido en la fe. No se desfonda aquí
el creyente, soporta el mal enraizado en la certeza del plan amoroso
de Dios (Sal 33,10 – 11).
La asociación del mal con el dolor no es casual, el dolor es
la experiencia humana del mal. El mal no es una cosa, es un
obstáculo, que se interpone entre el deseo original de vivir y su
realización. El fracaso del deseo de vivir se muestra en muchas
experiencias negativas, como pueden ser la enfermedad, la pérdida
de personas queridas, las destrucciones, los delitos y las violencias
que nos rodean, los accidentes imprevistos, que nos pasan y al nal
la muerte. Y acompañando todo eso, el fondo del pecado, del peor
de todos los males.
Sólo a partir del hombre como deseo de vivir puede pensarse
sensatamente en el tema del mal. El mal-dolor resulta entonces
escándalo e interrogante sobre el sentido de la vida. En el trasfondo
de este interrogante está la relación hombre-Dios.
El mal-dolor reviste rostros diversos: a nivel individual como
mal físico, psíquico o moral; a nivel social, las injusticias, las
guerras, los genocidios y otras violencias; a nivel cósmico tenemos
los terremotos, las tempestades, los volcanes etc... El mal-dolor se
origina en la acción libre del hombre, en el pecado. Es un castigo
inigido al hombre por el pecado. Por eso íntimamente vinculado al
tema del pecado está el tema de la retribución.
Dado que el mal-dolor aparece en la Biblia referido a situaciones
concretas, se tiende en un principio a interpretar la retribución
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 317 -
como una conexión claramente maniesta entre pecado y castigo,
obra buena y premio. Esta conexión se interpretaba en un principio
como una retribución automática. Si el pueblo pecaba contra Dios,
se cerraba el cielo y venía la sequía. Si se arrepentía y rezaba,
Dios enviaba la lluvia a la tierra, que él había dado a su pueblo en
heredad (2 Cr 6,26 – 27). Reriéndose a la retribución, decía un
antiguo refrán que “los padres comieron agraces, los hijos tuvieron
denteras (Jr 18,2).
El movimiento deuteronómico marca la inexión hacia una
reexión madura en torno a la retribución. Supera radicalmente la
idea de una retribución automática, pues en la retribución se trata
de una relación personal y libre entre Dios e Israel, nacida del amor
de Dios. Dios elige a su pueblo, no condicionado por el valor del
mismo, sino desde su amor gratuito. Pide a Israel responsabilidad y
correspondencia, arma la libertad del hombre, que escogerá entre
la vida y la muerte.
Pero el tema de la relación entre la providencia y el mal alcanza
una luz esclarecedora en los libros de Habacuc y de Job.
Se dice de Habacuc que fue un poeta sin patria ni apellido. Pero
sí sabemos de él que vivió en un tiempo especialmente agitado.
El péndulo del poder oscila de Asiria, regida por los reyes débiles,
que siguieron a Asurbanipal. hacia el sur, donde Nabopolasar
funda el imperio neobabilónico (626). Se desencadena un forcejeo
de potencias, en el que, además de Asiria y Babilonia, intervienen
Egipto y el poder emergente de Media (Ciaxares). Judá se ve envuelto
en la violencia y Habacuc representa a su pueblo e intercede por él.
El tiempo del ministerio de Habacuc fue muy probablemente
el decenio entre 622 y 612 a. C. (A. Schökel). Es el tiempo, en que
decae Nínive y suben los babilonios, como pueblo ejecutor del
castigo contra los asirios, es pues el pueblo que “sacará adelante el
derecho” (Hab 1, 7).
Asiria venía dominando el Oriente Próximo desde Armenia
hasta el Mediterráneo. Desde el año 738 con Tiglatpileser III venía
acosando los reinos de Israel y de Judá con gran dureza. El año 722
cayó Israel y Judá venía sufriendo desde antes ataques, asedios
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
- 318 -
y la imposición de tributos. Más de un siglo venía oprimiendo el
poder asirio a Judá y esto explica la pregunta angustiosa, con la
que Habacuc abre su libro: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio,
sin que me escuches, te gritaré ¡ violencia !, sin que me salves?”.
Dios le promete que hará triunfar el derecho, pero mientras tanto
¿va a seguir el opresor vaciando sus redes y matando pueblos sin
compasión?
El profeta se hace un propósito: me pondré alerta en la torre, a ver
qué responde Dios a mi reclamación. Y Dios le responde que escriba
la visión: el arrogante morirá, pero el justo vivirá por su fe (2, 4). El
profeta no tiene ninguna comprobación efectiva del cumplimiento
de esa promesa, pero se entrega a ella con fe. Luego de entonar la
copla de los cinco ayes, lamento profético contra los pecados de
Judá y los asesinatos de los paganos, se goza de la rmeza de la
palabra, que ha escuchado, ve a Dios como a un guerrero cósmico,
dominador de la naturaleza y de la historia y concluye:
“Gimo por el día de angustia, que se echa encima del pueblo, que
nos oprime. – Aunque la higuera no eche yemas y las cepas no den
fruto, aunque el olivo nos niegue su aceituna y los campos no den
cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en
el establo, yo festejaré al Señor, gozando con mi Dios salvador”.
Habacuc nos enseña que la fe es un amén a ultranza. Sin duda
presenciamos en el A. T. la lucha por comprender el mal-dolor. Pero
en esa lucha comprobamos la renuncia a todo esquema racional,
capaz de dominar conceptualmente ese tema. Todo acaba en la
entrega conada de sí mismo al Dios escondido. Es lo que vemos
en Habacuc.
Debemos destacar dos puntos. En primer lugar, lo fragmentario
de la visión del profeta. Tiene ante sus ojos una tragedia histórica
y a Dios, que hace justicia. Pero, ¿cuál es el trasfondo de la maldad
humana, que provoca esta inmensa tragedia? ¿Dónde el signo
tangible de la justicia prometida? Destruido el imperio asirio,
Nabucodonosor vuelve a la carga contra Judá y acaba asaltando
Jerusalén y destruyendo el templo. Es decir, sostenemos los dos
extremos de la cadena (la tragedia y la justicia de Dios), pero se nos
escapan los eslabones intermedios.
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 319 -
En segundo lugar, debemos tener presente el alcance de la
visión de Habacuc. Aquí no cabe aplicar el criterio de Von Rad, pues
tenemos una profecía referida a acontecimientos concretos y a la
vez con alcance escatológico. “El justo vivirá por su fe”. San Pablo
convierte esta promesa en el principio de su teología de la fe (Rm
1,17), llevándola a su sensus plenior en el último horizonte abierto
por Cristo resucitado. Es la culminación del plan de Dios y desde
esta altura ganamos la visión acabada de lo que debemos entender
por providencia.
Vengamos ahora al libro de Job, en el que, según dijimos,
también se ilumina la relación entre la providencia de Dios y
el mal-dolor. El libro de Job narra el drama de un hombre en
conicto con Dios y sumergido en el dolor. Es este dolor el motivo
existencial, que pone en crisis la relación de Job con Dios y desde
luego la relación de todo hombre con Dios. ¿Por qué no interviene
Dios a favor del justo? Aunque parezca que Dios lo abandona, Job
se confía a Dios al comienzo: “Bendito sea el nombre del Señor”
(1,21).
La prueba es dura. En la parte del diálogo se muestra el mal en
todas sus guras: mal físico y psíquico, angustia por la caducidad
de la vida y por la aproximación de la muerte, la falta de consuelo de
los amigos y de su misma mujer, el abandono de Dios. Los amigos
lo acusan: sufres por una falta tuya.
Job no puede defenderse más que acusando a Dios. En su dolor
inexplicable deforma el rostro de Dios, hasta creer que Dios tiene
un plan agresivo contra él.
Dios interviene al nal, deja a un lado el debate vano sobre
la acción – retribución y “sitúa” a Job en su entorno completo,
paseándolo por el universo desde la creación y en el despliegue
de las maravillas creadas. ¿Dónde estabas tú, cuando yo creé el
mundo? ¿Has medido la tierra o el mar, conoces el origen de la lluvia
y de los fenómenos meteorológicos? ¿Qué sabes de los animales,
dominas al hipopótamo o al cocodrilo? ¿Entiendes algo de todo eso?
¿Cómo te crees entonces que entiendes mis designios? Jamás se ha
empleado un lujo literario más bello, para recordarle al hombre su
nitud.
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
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Job reconoce su yerro, ha hablado sin acierto de lo que está por
encima de su comprensión. Pero al nal resulta que no ha andado en
vano el camino de su noche oscura, porque le amanece el encuentro:
“Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos” (42, 5).
La lección del libro de Job es que no podemos entender los
designios de Dios con esquemas racionales cómodos, como aquél de
la acción – retribución, que no comprendemos el mal con la fórmula
racional de la “carencia de bien”, que hablar sobre el mal es hablar
de lo que está por encima de nuestra comprensión. Pues el mal
no es un problema, una pregunta, cuya respuesta cae dentro del
ámbito de nuestra razón, de modo que encontrada esta respuesta,
desaparece la pregunta. El mal es un misterio, algo que está fuera
del ámbito de la razón. Un misterio en el sentido marceliano, algo que
nos desborda por arriba, hurtándose a nuestra conceptualización,
algo que nos aguijonea por dentro, pues hablamos más inmersos
en el mal, cuando hablamos del mal, que como lo está nuestro
cuerpo en la atmósfera, que respiramos.
Pero el mal no sólo aparece como misterio, también aparece en
la Biblia como absurdo, como un enigma humanamente insoluble
e ininteligible. Pero un absurdo, ante el que no se rinde la fe. Éste
es el absurdo, en el que se despierta la oración del justo, que sufre
con los salmos denidos como lamentaciones y súplicas, tanto
individuales como colectivas. Se trata de oraciones de enfermos, de
personas perseguidas, abandonadas por amigos y parientes. El peor
sufrimiento es el silencio de Dios en medio de la hostilidad y de la
miseria de este mundo. Recordemos el salmo 22, salmo mesiánico
en rima impresionante con el poema del Siervo de Yahvé (Is 53). El
sujeto paciente de ambos textos padece intensa y valerosamente el
mal y mantiene la esperanza de un sufrimiento fecundo. Es decir, no
se trata aquí de un sufrimiento enfermizamente dolorista, sino de
un afrontamiento valeroso y creativo en medio de un padecimiento
no deseado.
También merece nuestro recuerdo el salmo 37. Está igualmente
centrado en la providencia de Dios ante la injusticia de los malvados.
Pero su tono es otro que el de los textos anteriormente citados. Es
el del que algo más alejado del drama sufrido, expresa su conanza
en la providencia, que pondrá el punto nal: los malvados pueden
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 321 -
prosperar momentáneamente, pero al nal les espera el fracaso
denitivo.
Para resumir todo esto, recordemos lo que nos dicen los
biblistas. El A.T. no ofrece una teología sistemática, unitaria
del mal-dolor. Digamos que así tenía que ser, pues la tradición
losóca y teológica nos ha mostrado cuán nada convincente ha
sido el empeño sistematizador por tejer una doctrina racional sobre
el mal. El A.T. nos muestra la posibilidad de encontrarle sentido al
dolor en el dolor mismo: “desde lo hondo a ti grito, Señor”. Y a la vez
nos anima en el intento de vencer el mal, raíz del dolor.
En el N.T., los evangelios nos narran la actitud de Jesús de
Nazaret ante el mal. El amor compasivo de Jesús hacia los pobres,
los enfermos, los angustiados, marginados y pecadores. El amor
compasivo es la quintaesencia del evangelio. En la cruz se muestra
el exceso del amor de Dios, el “amor loco de Dios”, el ερως µανικος
του θεου del que nos hablan los teólogos orientales. Y tras la cruz,
la resurrección, la promesa escatológica de Dios de reunir a todos
sus hijos, hechos conformes con el cuerpo glorioso de su Hijo en
la tienda del encuentro denitivo. Y será todo nuevo, se abrirá una
novedad permanente. A través de tantos miles de años, soñando con
el espíritu y ajándose los hombres en la rutina y las repeticiones,
el sabio dirá que “nada hay nuevo debajo del sol”. Pues bien, en
aquella tienda del encuentro denitivo, sentenciará Dios la novedad
inagotable: “todo lo hago nuevo” (Ap 21,5).
En Cristo empieza y culmina el plan de Dios. Después de Cristo,
Dios se quedó mudo (S. Juan de la Cruz). Consummatum est, Dios
no tiene más que decirnos, ni tiene por qué, pues lo último nos lo
está diciendo siempre, su exceso es perennemente actual.
Desde esta cumbre, que nos abre la fe, presenciamos el plan
providencial de Dios y lo vivimos en esperanza. El suelo rme es
el decreto prometedor desde el principio. A nosotros, situados en
el tiempo, nos suena a pasado la revelación de ese decreto en la
teología paulina. En pasado lo expresó S. Pablo con cinco aoristos:
a los que conoció de antemano los predestinó, a éstos los llamó,
a los que llamó, los justicó y a éstos los gloricó (Rm 8,29 – 31).
Este decreto de un momento anterior al mundo marca la promesa
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
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escatológica para nuestro futuro. Así en su providencia, Dios cuida
de nosotros, no sólo para librarnos del mal, sino para elevarnos a
la plenitud de la vida.
La consecuencia por parte nuestra es la conanza, porque “a
los que aman a Dios todas las cosas les sirven para su bien” (Rm
8,28) o también “descargad en él todas vuestras preocupaciones,
pues él cuida de vosotros” (1 Pe 5,7). Y junto a la conanza, la
responsabilidad.
CONCLUSIÓN
Hemos descrito dos tradiciones, que desde la patrística se
fundieron en una para el pensamiento cristiano occidental. Pero
desde que esta tradición unitaria se constituyó, ha llovido mucha
experiencia histórica y mucha ciencia. Nos preguntamos: ¿qué
decir hoy sobre la providencia?
Entendemos por providencia en primer lugar el proyecto de
Dios sobre el mundo, llamado al ser mediante la primera creación
y promovido al mejor ser mediante la segunda creación. Esta
segunda creación es el n último, que dinamiza el proyecto, es pues
lo primero en la intención del Creador (Ef 1,3 – 14). La providencia,
además del proyecto de Dios, signica la ejecución del mismo a
través del tiempo y mediante las fuerzas mundanas, las “causas
segundas”, que creó el mismo Dios.
Concretando aún más esta concepción de la providencia,
resumimos en tres puntos lo que hoy podríamos decir de ésta.
En primer lugar, el hombre es creado desde y en un mundo
preexistente. Desde la inmanencia evolutiva de un mundo material,
desde ahí modeló Dios al hombre “de la arcilla del suelo” (Gn 2,7).
Lo hizo valiéndose de la evolución de las especies animales, hasta
llegar a los primates y pasando de éstos a los homínidos, culminó
este largo proceso antropogénico en el hombre moderno.
Toda esta evolución hacia el hombre transcurrió en el seno de un
entorno natural favorable a la vida y a la evolución de la vida. En
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
- 323 -
un entorno regido por unas leyes físicas, geológica y biológicas. Las
leyes biológicas implican las posibles enfermedades, la degeneración
orgánica y la muerte. Inmerso en esta legislación surgió el hombre,
Dios le encargó que administrara la creación, pero no derogó a favor
del hombre ninguna de las leyes, que hemos mencionado. El hombre
vive expuesto a las catástrofes naturales, a los ataques de las eras,
a las enfermedades, a toda suerte de accidentes, al envejecimiento y
a la muerte. “El hombre nacido de mujer es corto de días y lleno de
muchas miserias” (Job 14,1). Hay que afrontar esta vida de modo
realista, sin desertar cobardemente de ella.
La providencia cuenta con nosotros como con sus colaboradores
para la realización de su plan. Esto exige de nosotros compromiso y
afrontamiento esforzado. Alguien podría preguntarse: ¿por qué tiene
que ser así? ¿Acaso no habría podido Dios, tras crearnos, llevarnos
inmediatamente a su plenitud eterna, ahorrándonos atravesar
esta mar inmensa de sufrimientos, fatigas y tragedias, como las
que colman la historia entera de la humanidad? Me parece una
pregunta frívola. La identidad del hombre no es una identidad dada
sin él, como puede serlo la identidad de un adoquín o la de una
alondra. Es una identidad cobrada, conquistada activamente por
el hombre mismo. Si Dios nos regalara la plenitud sin la prueba de
nuestra libertad, ¿se estaría relacionando realmente con nosotros
o con un producto pasivo, carente de reciprocidad, es decir, de
verdadera amistad? Dios nos hizo imágenes suyas, capaces de
actuar originariamente desde nosotros mismos, capaces de ser sus
colaboradores libres en la obra de su creación.
Y aquí tenemos cabalmente el segundo punto, que deseamos
considerar. La providencia cuenta con la colaboración del hombre
libre, integrando esta libertad en su proyecto. Dios hizo al hombre
su lugarteniente, su colaborador en la cosmogénesis y en la
antropogénesis. Y ahí tenemos al hombre, inventor de técnicas,
con que alcanzar sus propósitos y dominar su medio, como nos lo
narran los primeros capítulos del Génesis o el canto de Sófocles en
la Antígona.
El hombre técnico, dominador de los climas repulsivos y de las
catástrofes naturales. El rayo, que aterraba a los antiguos, dejó de ser
un problema desde hace siglos. En cuanto a los terremotos, la ciencia
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
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geológica tiene identicadas todas las zonas sísmicas del planeta
y se pueden evitar las grandes catástrofes mediante la técnica de
construcción antisísmica. California o Japón son zonas tan sísmicas
como Haití y no padecen grandes catástrofes. Lo de Haití evidencia
la injusticia de este mundo global. Se hubieran evitado muchas
catástrofes mediante la transferencia de técnicas antisísmicas a
los países pobres en riesgo de seísmos. Sólo acusan a Dios de los
terremotos los que nada saben de Dios y casi nada de los hombres.
En cuanto a las eras peligrosas, comenzaron a dejar de serlo desde
la aparición de las armas de fuego y en cuanto a las enfermedades,
¿qué ha sido de las temibles epidemias del pasado, cómo ha sido
posible la segunda explosión demográca tras la segunda guerra
mundial? ¿No fue obra de la OMS? Han aparecido enfermedades
nuevas, esperamos que igualmente dominables por el hombre.
El problema surge, cuando en el afán del hombre por radicalizar
la modernidad, surge un conjunto de consecuencias no deseadas.
Es entonces, cuando nace la “sociedad del riesgo“ (Ulrich Beck).
Consecuencias no deseadas son las derivadas de la sobreexplotación
de la naturaleza, la amenaza del cambio climático, las catástrofes
naturales en los países pobres, la necesidad de democratizar la
democracia, suprimiendo el peso de los grupos de presión y la
corrupción generalizada, así como el efecto destructivo de la
especulación nanciera. Se impone para esa democratización la
implantación de los derechos humanos, sobre todo en sus vertientes
económica y laboral y desde luego la revalidación del papel del
Estado en cada comunidad nacional y la implantación del Estado
mundial, como la postula el actual mundo global. Ante todo esto,
deducimos cuántas y cuán graves asignaturas pendientes tiene
nuestro mundo de hoy y cuánto parece desviarse del camino hacia
una humanización auténtica. Pero dos armaciones nos parecen
rmes. La primera, que el hombre debe asumir responsablemente
su deber para con su mundo, que no tiene sentido acusar a Dios
de los propios males. La segunda, que lo que debemos considerar
como lo más importante y vital del Dios providente es la ejecución
de su plan para con nosotros, la ejecución de un plan, que es la
promesa de nuestra plenitud.
Y esto nos lleva al tercer punto de nuestra conclusión. En la
segunda creación, Dios lleva al hombre a un nuevo nacimiento, a
LA PROVIDENCIA y EL MISTERIO DEL MAL
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una vida en expansión sin límites. La consumación escatológica es
la obra cumbre de la providencia. La tarea de Jesús de Nazaret fue
la edicación del Reino de Dios y en ella trabaja su Padre, lo mismo
que él todos los días, incluidos los sábados (Jn 5,17).
El “ergon” de Dios es la creación del hombre nuevo, llamado
a crecer “hacia el hombre perfecto, hacia la medida de la talla de
la plenitud de Cristo” (Ef 4,13). Se trata de una dilatación de la
subjetividad humana, asiento de la vida teologal, en un proceso de
asimilación al ser mismo de Dios. La patrística, enraizada en las
teologías de Pablo y de Juan, llama a este proceso θεωσις la oriental
y deicatio la latina. Se trata de una acción teándrica, en la que
Cristo tiene la iniciativa, alcanzando al hombre con su gracia y
en la que el hombre responde activamente “persiguiéndolo, para
alcanzarlo al que previamente lo ha alcanzado a él” (Flp 3,12).
Pocos maestros del espíritu han descrito el proceso de la
deicatio con el rigor y detalle, con que lo ha hecho S. Juan de
la Cruz. Promoviendo el crecimiento en la vida teologal, en que
las tres virtudes van puricando al hombre de sus limitaciones y
asimilándolo a Dios, Dios va divinizando a sus hijos, algo así como
el fuego, que embiste al madero, y no lo deja hasta transformarlo
en fuego (Ll, canc. 1ª v 4, 19).
Y esta transformación es la obra maestra de la providencia.
El texto de Sabiduría (8,1) dice de ésta que “alcanza con vigor de
extremo a extremo y gobierna el universo con acierto”. Pues bien,
este texto, que nos muestra la providencia en su gobierno cósmico, lo
traslada S. Juan de la Cruz a la acción interior de Dios, dilatando la
subjetividad del hombre nuevo. Dice nuestro místico: “La Sabiduría
disponit omnia suaviter. Según pues estos fundamentos, está claro
que para mover Dios al alma y levantarla del n extremo de su bajeza
al otro n extremo de su alteza en su divina unión, halo de hacer
ordenadamente y suavemente al modo de la misma alma, pues como
quiera que el orden que tiene el alma de conocer sea por las formas
y imágenes de las cosas criadas y el modo de su conocer y saber sea
por los sentidos, de aquí que para levantar Dios al alma al sumo
conocimiento y para hacerlo suavemente, ha de comenzar y tocar
desde el bajo y extremo n de los sentidos del alma, para así irla
llevando al modo de ella hasta el otro n en su sabiduría espiritual,
JOSE MARIA GARRIDO LUCEñO
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que no cae en el sentido”11 (v. también la primera redacción de Ll
2,17).
Dios promueve a toda la comunidad creyente. Externamente
mediante su palabra leída en la comunidad. Internamente mediante
el “instante”, el momento privilegiado y cualitativo, que rompe el
continuo histórico y que inaugura el momento escatológico12. El
instante es la llave de la verdadera hermenéutica, nos hace superar
la letra y captar el sentido. Pero esto teológicamente es gracia del
Espíritu vivicante y hemos de añadir que más importante que la
función normativa, que ejerce la palabra en la comunidad, es la
vida que suscita el Espíritu en la intimidad de cada uno. Sin duda
hay testigos del instante, que lo han atestiguado brillantemente
en escritos creativos, pero ¡qué innumerable muchedumbre de
agraciados anónimos con el instante! El instante es el gran don de
la providencia.
Concluyamos. La providencia es una verdad de fe. Los que
viven en el egocentrismo no sienten a Dios, niegan la providencia o
pervierten el sentido de la misma, fantaseando que Dios gobierna
en interés de ellos. Hitler hablaba de la providencia, die Vorsehung,
la cual según él, respaldaba su política y le daría la victoria. Los que
por la gracia de Dios viven la fe, experimentan el descentramiento
de Abrahám y más aún el de Cristo (Heb 12,2), viven en sus vidas
la providencia y no necesitan una teodicea.
112 Sub 17, 2.
12José Antonio Antón Pacheco, Los testigos del instante, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid,
2003, p 73.