Content uploaded by Luis López Carrasco
Author content
All content in this area was uploaded by Luis López Carrasco on May 04, 2023
Content may be subject to copyright.
Confort y conflicto
De cómo el cine español se desconectó de la realidad en los años ochenta
Luis López Carrasco y Luis E. Parés
0. Preámbulo
A finales de 1983 entra en vigor la conocida popularmente como “Ley Miró”, un decreto-ley
que tenía como objetivo regular la producción, distribución y exhibición de la industria
cinematográfica española, atenazada por históricos problemas estructurales. Las reglas del
juego estipuladas por este paquete de medidas cambiarían la cinematografía española de
manera contundente, privilegiando a unos autores, estilos y temáticas en detrimento de otras
prácticas fílmicas que desaparecerán completamente. Además de promover una gama de
propuestas de carácter estético, el cine español de los años ochenta refleja y a su vez
construye una representación concreta tanto de la memoria de la postguerra como de la
sociedad de su tiempo.
¿Qué tipo de relatos y clases sociales protagonizaron mayoritariamente el cine fomentado
institucionalmente tras la victoria socialista de 1982? ¿Existe una correspondencia entre el
tipo de sociedad representada en la producción española de esos años y su realidad
demográfica? ¿O podríamos hablar de un proceso gradual de invisibilización de
determinados grupos sociales?
1. Un mundo se acaba y otro no ha empezado todavía.
“En el cine todo es falso.”
Carmen Maura en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón
Cuando uno se aproxima a Después de… y Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón no
cree posible que ambas películas estén terminadas en el mismo año, 1981, y, desde luego,
que se desarrollen en el mismo país. El díptico documental de Cecilia y José Juan Bartolomé
recoge la efervescencia social del cambio de década, lo que les permite elaborar un discurso
crítico y nada optimista sobre la Transición, a la vez que ofrecer un retrato colectivo que
muestra a una sociedad deseosa de formar parte de la vida pública del país, ilusionada,
propositiva y políticamente articulada, sin importar edad o clase social. La obra es un
mosaico de extraordinaria riqueza, un debate gigantesco, rodada por todo el territorio
español atendiendo a diferentes problemáticas que afectan a grupos sociales diversos, donde
cada persona se expresa con abrumadora libertad y vehemencia. El largometraje de
Almodóvar, por el contrario, tiene unos objetivos estéticos y discursivos distintos. Obra
jubilosa y cruel de marcado carácter underground, entre el cómic contracultural y la farsa,
entrelaza un necesario y pertinente relato de emancipación femenina, visibilización LGTB y
liberación sexual (se nos olvida a menudo lo profunda y peligrosamente retrógrados que
eran los segmentos conservadores en esos años) con el retrato de una juventud desocupada y
abúlica, quizá más gamberra que subversiva, más pop que punk. El mundo que el film
convoca es un mundo consciente de ser representación y apariencia, un baile de disfraces de
rutinas lúdicas, poblado por personajes sin oficio aparente, dedicados a ir a conciertos o
aburrirse en casa sin nada que hacer.
Huelga decir que ambas películas son no solo excelentes sino indudablemente relevantes.
Pero lo que nos interesa del caso es cómo Después de…, siendo un film que está totalmente
orientado al futuro, a la integración de diferentes elementos sociales para construir un nuevo
relato común, se puede contemplar en la actualidad como el retrato de un estado de cosas
que, en palabras de sus autores, quedará cancelado tras el golpe de Estado del 23-F, con
todas sus utopías congeladas y aparentemente abandonadas en la década anterior. Por su
lado, un film amateur, despreocupado e irreverente como el de Almodóvar se puede
entender como una pieza visionaria que codificará en buena medida comportamientos,
valores y hábitos para la década que comienza.
Una pregunta, sin embargo, se formula tras cada visionado de Después de…. ¿Qué sucedió
con todos los grupos sociales que se manifestaban, discutían y negociaban su futuro en el
film? ¿Se convirtieron todos ellos en clase media de la noche a la mañana? Si la respuesta es
negativa, ¿dónde demonios están?
2. El modelo anterior
El cine español de la Transición era un cine sin modelo, y se podría decir que casi sin
legislación, ya que estaba regulado por una serie de leyes heredadas del franquismo que el
gobierno de UCD había maquillado con algunos decretos.
En junio de 1978 el PSOE hizo un llamamiento para la celebración de un congreso
democrático sobre cine español. Los principales partidos y sindicatos de ámbito estatal,
además de asociaciones profesionales y ramas de la industria, presentaron el manifiesto de
convocatoria del congreso. En él se proponía “una revisión total y un planteamiento nuevo
del cine español en su conjunto”. El congreso, celebrado finalmente en noviembre, ofrece
unas conclusiones interesantes: apoyo a las producciones en cooperativa; reforzar el control
en taquilla; exenciones fiscales para el cine infantil, el cortometraje, el cine cultural y el
experimental, o la concesión de créditos rápidos y baratos para las productoras pequeñas y
medianas. La conclusión número 5 tambien revestía mucha importancia: que Televisión
Española se convirtiese en un centro de producción de films de alto nivel de calidad y de
difíciles planteamientos comerciales.
Visto hoy en panorámica, la industria de los años setenta era, cuanto menos, heterogénea e
inclusiva. En 1978, por ejemplo, se produjeron 72 películas, entre las que podemos
encontrar clásicos como La escopeta nacional o Un hombre llamado Flor de Otoño; cine de
autor como Vámonos, Bárbara o El diputado; subproductos eróticos como Emmanuelle y
Carol, Es pecado... pero me gusta; cine quinqui como Los violadores del amanecer;
fantaterror como La sombra de un recuerdo; documentales como Ocaña, retrato
intermitente o El asesino de Pedralbes, o la enésima comedia típica, ya sea de Paco
Martínez Soria, como ¡Vaya par de gemelos!, ya de Manolo Escobar, como Donde hay
patrón... Ese año, además, dos películas españolas ganaron ex-aequo el Oso de Oro del
festival de Berlín: Las truchas y Las palabras de Max, sendos retratos, uno en clave de
alegoría y el otro desde cierto nuevo costumbrismo, de un nuevo estado de cosas. Se podría
decir que, a pesar de la ausencia de marco jurídico, sus déficits y lagunas, el cine de la
Transición era un cine plural, donde todo tipo de iniciativas tenían cabida, desde las más
comerciales a las más autoriales, y donde encontramos películas con una clara voluntad
política de intervención en la realidad social junto a películas de pura evasión. Un cine muy
propio de su tiempo, que intentaba aprovechar todo el campo de lo decible que la
desaparición del franquismo había dejado libre.
Sin embargo, el diagnóstico oficial era diferente, y nada triunfalista. El cine español estaba
en peligro y había que socorrerlo. La pérdida de la recaudación había agudizado el cierre de
salas o su conversión en multiplex (fenómenos que por otro lado se estaban produciendo en
todo el mundo). La cuota de pantalla iba decreciendo a favor de películas americanas y la
visibilidad internacional de la producción española era nimia. Las razones de este descenso
de espectadores se achacaban a una supuesta pérdida de calidad de la producción nacional.
El cine español perdía público y no era exportable porque no tenía una factura comparable a
la del cine internacional. La “calidad”, entendida de este modo, relacionará los valores
artísticos o comerciales exclusivamente con el factor económico. El fomento institucional
debía promover que el cine contara con mayores recursos.
Ese cine de factura impecable al que se aspiraba, capaz de concitar públicos diversos y
encandilar a la crítica, pareció encontrar su paradigma en dos éxitos internacionales de 1983,
año en el que Volver a empezar ganó el Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa y La
colmena ganó dos premios en el Festival de Berlín, incluido el Oso de Oro a la Mejor
Película. Ambas películas tenían mucho en común: desde una puesta en escena bastante
clásica a una visión del pasado dolorosa pero reconciliadora. Si se quería construir un nuevo
modelo cinematográfico en España, esas dos películas podían servir de inspiración.
3. La tradición de la qualité
La propuesta socialista encabezada por la realizadora Pilar Miró se inspira parcialmente en
el siempre envidiado modelo cinematográfico francés. Los dos factores decisivos del
decreto-ley de 1983 son: 1) favorecer las subvenciones anticipadas a proyecto, lo que
favorecerá el carácter autorial del cine (se refuerza la idea del director como motor artístico
del proyecto), y 2) apoyar deliberadamente un cine de elevados presupuestos. El
encarecimiento del producto está asociado, como ya hemos visto, a la hipótesis de que un
largometraje con actores conocidos por el gran público y profesionales de alto nivel tendrá
un acabado técnico intachable que atraerá espectadores y será perfectamente exportable. Hay
que tener en cuenta, además, que esta medida se suma a toda una tendencia que había
aparecido unos años antes y que remite al conocido como “decreto de los 1.300 millones”,
un acuerdo-marco con TVE que fomentaba la adaptación cinematográfica de clásicos de la
literatura española en un estilo funcional, con repartos nutridos y ambientación de época.
Atrás han quedado los propósitos legislativos del congreso de 1978.
Aunque se producen películas remarcables en esos años, el cine español sufre un proceso de
homogeneización estética motivado por las demandas y servidumbres de la televisión y las
comisiones ministeriales, que entenderán el cine como un vehículo que apenas se debe
diferenciar de los seriales de ficción televisiva: adaptaciones literarias con un aspecto
ortodoxo, cuando no caduco o plano, que recuperan una historicidad de cartón piedra. Un
cine que, por así decirlo, se limita a ilustrar el texto literario.
i
Cerdán y Pena, autores de un
texto fundamental sobre el periodo,
ii
hablan de un “clientelismo estético” que dará lugar a
ese “clasicismo mal entendido que es el lenguaje televisivo”, donde “no importan tanto las
posibilidades cinematográficas de un texto literario o los deseos de determinados cineastas
por llevar a su terreno argumentos preexistentes como simplemente la potencialidad
comercial de un título o autor emblemático”, idea que Santos Zunzunegui ya expresaba en
su seminal informe de 1987.
iii
En la medida en que el cine de época cuenta generalmente con mayor presupuesto, el
inflamiento de los costes de producción para alcanzar mayores cuotas de dinero público
multiplicará hasta el hartazgo las películas que tienen la guerra civil y especialmente la
postguerra como telón de fondo. Un telón de fondo que podemos considerar casi de manera
literal: el pasado entendido como diorama de costumbres. El intento de agradar a un público
masivo y catódico ampara lo que Pena y Cerdán consideran una “descontextualización
ideológica basada en la reconciliación y el olvido de la Historia”. Ese “acabado técnico
intachable” convierte a muchos de estos films en ese cine teatral y adocenado, de postales
melancólicas y repartos encorsetados, que ofrece una mirada muchas veces pueril o
simplista sobre nuestra historia reciente. No en vano esa estética dominante será aquella que
desafortunadamente la mayor parte de la opinión pública asociará desde entonces al cine
español. Ese achatamiento o uniformidad visual alcanzará también a autores que se habían
caracterizado por propuestas arriesgadas, complejas y maduras en la década anterior.
La otra gran tendencia que se despliega en los años ochenta y continúa en la década
siguiente es la comedia ligera ambientada en entornos urbanos. Estas comedias se habían
iniciado en los setenta, si bien con un clara preocupación por reflejar el momento político,
caso de Tigres de papel o L’orgia. A medida que avance la década se acabarán convirtiendo
en meras comedias de enredo en las que se otorgará un protagonismo avasallador a
profesionales liberales con estudios superiores y poder adquisitivo, antiguos progres
reconvertidos en una clase acaudalada, entregados a inofensivos adulterios y simpáticas
neurosis. Sé infiel y no mires con quién o Mujeres al borde de un ataque de nervios,
películas que fueron además arrolladores éxitos de taquilla, representaban una sociedad
claramente aspiracional y despolitizada. El proceso de inflación presupuestaria motivado por
la “Ley Miró” convertirá a estas comedias en vodeviles suntuosos donde se produce
gradualmente “un alejamiento de lo popular por la sofisticación”. Una clase media gozante,
dedicada al disfrute de una refinada vida cultural, que reside en áticos céntricos aunque
trabaje esporádicamente, que se corresponde punto por punto con el ideario modernizador y
progresista del PSOE. Esas clases medias cultivadas por el desarrollismo, que pilotan la
Transición y coparán todos los puestos de poder en España desde entonces, encontrarán en
el cine de los ochenta un retrato en ocasiones ácido o irónico pero siempre triunfante. Su
conquista simbólica es hacer partícipe a todos los espectros sociales de un relato integrador
que, a pesar de centrar su mirada en un porcentaje concreto de la población, es elevado a
ejemplo universal y modelo de conducta. Además de esta homogeneización de los discursos,
nos encontramos con la domesticación de algunos arquetipos, de un imaginario social que
servía para mostrar, de una forma más o menos subversiva, más o menos sarcástica, la nueva
realidad social y emocional que tenía el país.
iv
La mayor pérdida que sufrió el cine de la década fue la dejar de relacionarse críticamente
con la sociedad a la que pertenecía, cosa que no había pasado ni durante el franquismo
(piénsese en el cine de los cincuenta, con películas como Surcos, Esa pareja feliz o El
inquilino). El cine español de los ochenta pasó a ser un cine acrítico, más centrado en un
esteticismo consensuado (las prácticas de vanguardia fueron desterradas) o en la
accesibilidad de las narrativas antes que en contar su propio tiempo o el pasado reciente.
v
Del mismo modo, el cine español dejó de tener en cuenta la tradición cultural del país, que el
cine hasta entonces había actualizado y llevado hasta altas cotas creativas. Géneros como el
sainete o el esperpento apenas fueron cultivados, lo que no deja de ser una paradoja en una
década en la que como en ninguna otra el cine se fijó en la literatura española.
4. Efectos colaterales
Mientras tanto, toda una serie de prácticas cinematográficas son condenadas a desaparecer.
La “Ley Miró” produce un proceso acusado de concentración de la producción: las películas
cuentan cada vez con mayores presupuestos pero se producen cada vez menos títulos. La
nómina de productoras y cineastas capaces de tener continuidad profesional se adelgaza,
expulsando a una cantidad sustancial tanto de autores y técnicos como de géneros
cinematográficos. En los años ochenta desaparecerá todo el cine de autor de carácter radical
o experimental. Todos los creadores que no encajen su discurso creativo dentro de una línea
admisible para los presupuestos comerciales anteriormente descritos o dulcifiquen su
discurso amoldándolo al régimen estético imperante, abandonarán su carrera o tendrán
dificultades crónicas para levantar proyectos, como es el caso de Álvaro del Amo, Gonzalo
García-Pelayo, José María Nunes, Paulino Viota, Cecilia Bartolomé, Fernando Ruiz
Vergara, Enrique Brasó, Alfonso Ungría, Antoni Padrós o Joaquín Jordá.
vi
Pero no sólo desaparecerá el cine radical y experimental, también desaparecerán todos los
derivados del cine “explotation” que tanto habían proliferado durante los setenta. Este cine,
que nunca fue muy respetado, tenía sin embargo mucho tirón en los cines de barrio. El
fantaterror, el cine nudie (nuestras famosas películas del destape) y las comedias de trazo
grueso propias de Mariano Ozores eran importantes para el mantenimiento de una cierta idea
de industria. Eran películas baratas (lo que facilitaba la amortización) que se producían
rápidamente y solían usar ecos de la actualidad política para tener más tirón comercial (por
ejemplo, La avispita ruinasa, estrenada cinco meses después de la expropiación de Rumasa),
por lo que solían tener una vida comercial breve, lo que por otra parte obligaba a
incrementar la producción. Había un tejido industrial alrededor de esas películas: salas de
cine, distribuidoras y, por supuesto, técnicos. Toda esa producción se desvanece sin dejar
rastro. A partir de los años ochenta hacer cine de espaldas al Estado resultará completamente
impracticable.
Llegamos de este modo a una de las consideraciones más graves que, a nuestro juicio,
implica el diseño legal de 1983. La producción de cine documental decae hasta desaparecer
casi en su totalidad y no empezará una lenta recuperación hasta mediados de los noventa.
vii
Esto es especialmente llamativo si pensamos que la producción de no ficción durante la
Transición experimentó una efervescencia creativa histórica. Fue el género que más lejos
llevó la reflexión sobre los procesos políticos y sociales que estaba viviendo el país y se
constituyó en un laboratorio de innovación y experimentación con los límites del lenguaje
cinematográfico. Las obras de no ficción realizadas en los años setenta y los primeros
ochenta son documentos valiosísimos de una época convulsa (ya hemos citado Después
de…, pensemos en Informe general, El proceso de Burgos, Númax presenta, el trabajo de
contrainformación del Colectivo de Cine de Madrid y el de Helena Lumbreras con el
Colectivo de Cine de Clase), exploraciones punzantes en la memoria de la Guerra Civil
como origen traumático del retraso social de España (El desencanto, Caudillo, Queridísimos
verdugos, La vieja memoria, ¿Por qué perdimos la guerra?, El asesino de Pedralbes),
memoria de individualidades disidentes (Ocaña retrato intermitente, Mientras el cuerpo
aguante) y retrato desprejuiciado de colectivos sociales periféricos (Los jóvenes de barrio,
Animación en la sala de espera, La ciudad es nuestra, Vestida de azul).
¿Qué implicaciones tiene que un país destierre la producción del cine de no ficción, atenta al
aspecto más tangible de la realidad social y a la exploración de la memoria individual y
colectiva? Se podrían argumentar (y se argumenta habitualmente) razones de carácter
sociopolítico para explicar la desaparición de la producción del cine documental en España.
Bajo este punto de vista, una vez consumada la Transición el espíritu de los tiempos no
ofrecería un material diario tan abigarrado y fecundo como el agitado proceso vivido por la
sociedad española en la década anterior. La producción literaria y artística de esos años
también camina en otras direcciones. Sin embargo, nos parece interesante apuntar en este
texto el modo en que las políticas culturales también dificultan, entorpecen o proscriben la
producción que se manifiesta ideológica o estéticamente discordante con el “espíritu de los
tiempos”.
El proceso que sufrió la película Cada ver es se convierte en ejemplo de cómo las
disposiciones legales pueden asfixiar otras vías creativas. Crónica del día a día del
encargado del mantenimiento de los cadáveres del depósito de la Universidad de Valencia,
en el seguimiento del trabajo rutinario del protagonista y en sus comentarios se trasluce la
represión emocional, política y sexual que ejerció el franquismo sobre este individuo
(convertido en metáfora de la ciudadanía española) al que se acabó abocando a vivir entre
cuerpos sin vida. A esta película, temática y formalmente radical, el Estado le otorgó la
categoria “S” (destinada a las películas de alto contenido erótico), con lo que su circulación
se vio mermada. Ante los recursos de los productores, se le acabó negando la posibilidad de
estreno comercial debido a su rodaje en 16 mm, lo que lo “alejaba” de la calidad necesaria
para el circuito comercial. Este subterfugio, donde se entrevé la excusa administrativa para
cercenar películas incómodas, anula toda la práctica documental y experimental por la vía
burocrática. Hasta ese momento toda la producción documental se realizaba en 16 mm,
debido a circunstancias económicas. Como escriben Pena y Cerdán, Cada ver es se
convierte en la “lúgubre metáfora de lo ocurrido con el cine peninsular más inconformista y
más radical”.
Para Gonzalo Herralde, director de El asesino de Pedralbes, el modo en que la Ley
Miró impide, invisibiliza o retarda durante años la distribución comercial del cine realizado
en 16 mm “aniquila la producción documental española”.
viii
Por si fuera poco los procesos
judiciales y burocráticos ejercidos posteriormente contra la ya mencionada Después de… y
el escandaloso atropello y calvario llevado a cabo contra los autores de Rocío, película que,
no olvidemos, sigue censurada a día de hoy, terminarían de mostrar el modo en que las
instituciones, por acción u omisión, pueden condenar a autores y textos.
5. Una década de conflicto
A pesar de la crisis financiera e institucional, del 15-M y de la reciente relectura crítica de la
Transición, sorprende la solidez con la que el discurso hegemónico sobre los años ochenta se
ha mantenido incólume. Una década de celebración, en la que la democracia se afianza, el
crecimiento económico despega, se llevan a cabo reformas sanitarias y educativas y se
avanza en el reconocimiento de libertades y derechos civiles. Una década de modernización
y aumento de la renta per cápita, donde la incorporación plena en la comunidad
internacional se realiza bajo el paradigma de la sociedad de consumo y la economía de
mercado. Los años ochenta serían el momento en que la sociedad se despertó joven, soltera
y sin compromiso, con ganas de lanzarse a la calle para disfrutar de una fiesta interminable.
Desaparecido el franquismo solo quedaba recoger el fruto victorioso de una democracia
flamante, cuyo sustrato moral promoverá la consecución de objetivos individuales y
materiales. En un vistazo superficial, la década es recordada como un momento de confort y
esplendor de las clases medias donde apenas sucede nada destacable además de la violencia
de la banda terrorista ETA y el referéndum de la OTAN. El asociacionismo vecinal, la
movilización ciudadana y la solidaridad de clase parecerían desactivarse de golpe. Por si
fuera poco, al mito de las movidas varias se le ha sumado el mito de la generación EGB y
ahora vivimos un revival acrítico, fetichista, idealizado y nostálgico en clave infantil.
No es el objetivo de los autores desdeñar los pasos dados en dirección a una variante
meridional del Estado del bienestar, pero sí nos parece interesante anotar hasta qué punto la
imagen de esos años es incompleta y sesgada, y la producción cultural de aquellos años es,
en parte, responsable de ello. Grupos sociales como la juventud de extrarradio, una sociedad
rural no idealizada o la clase obrera industrial desaparecerán de manera palpable de todo
texto cinematográfico. Del mismo modo, episodios como la Primavera de Reinosa, las
manifestaciones estudiantiles del 87, la “Intifada” de Besós, el encierro de las trabajadoras
de Ike o las decenas de enfrentamientos, protestas y revueltas motivadas por la así llamada
(y aún a día de hoy muy desconocida) reconversión industrial, nos ofrecen una imagen
constante y diaria de alta conflictividad social y movilización ciudadana. La experiencia de
un porcentaje considerable de la población española que vivió esa década entre la amargura,
la desesperanza y la angustia permanente no dispuso de relato o cauce por donde
comunicarse. Sin lugar a dudas hubo otro “espíritu de los tiempos” en los años ochenta, con
sus imaginarios y sus narraciones, pero que fueron invisibilizadas del mismo modo que se
habían proscrito los imaginarios de la ruptura política y creativa de los setenta. En el cine
español de los ochenta se estrechó mucho el arco de lo representado, creando una falsa idea
de homogeneidad social. Para comprender mejor nuestro presente inestable quizá debamos
profundizar en un pasado reciente que no solo puede ser narrado desde el confort sino
también desde el conflicto.
i
Se adaptarán al cine y la televisión obras Cela, Delibes, Galdós, Rodoreda, Lorca, Marsé,
Sender, Martín Santos, Barea, etc.
ii
Josetxo Cerdán y Jaime Pena, «Variaciones sobre la incertidumbre», en La nueva memoria.
Historias del cine español, José Luis Castro de Paz, Julio Pérez Perucha y Santos
Zunzunegui, dirs., Perillo-Oleiros (A Coruña), Via Váctea, 2005, pp. 254-330.
iii
“El cineasta ya no es, en ninguno de estos casos, un autor que, dilapidando el texto original,
construye un sentido que le es propio. Convertido en un mero copista, que con aplicada
caligrafía reproduce cuidadosamente los aspectos más externos de ese texto que se le confía
para que actúe como su divulgador, termina encarnando, en situación menos paradójica de lo
que pueda parecer a primera vista, a esa figura que bajo la apariencia de servir a la obra
original, no realiza otra tarea que la de vaciarla de su espíritu central convirtiendo letra viva
en imágenes muertas”, Santos Zunzunegui, «Informe general sobre algunas cuestiones de
interés para una proyección pública o el cine español en la época del socialismo», en Cuatro
años de cine español (1983-1986), Francisco Llinás Mascaró, ed., Madrid, Dicrefil, 1987.
iv
El cine quinqui, subgénero que dio alguno de los mayores éxitos comerciales en la década
anterior, es un ejemplo palmario de la dulcificación de los discursos. El carácter marginal de
los tipos sociales representados, y el hecho de que fuesen los propios delincuentes quienes se
interpretasen a sí mismos, hizo que estas películas, además de la acción espectacular, tuviesen
también un marcado carácter sociológico y de denuncia. A partir de esos parámetros, Eloy de
la Iglesia cimentó una obra desgarradora sobre la inexistencia del futuro para una generación
perdida por el olvido de las instituciones. Pero es que, además de ser análisis crudos de una
realidad a la que nadie quería mirar de frente, Navajeros, Colegas, El Pico y El Pico II fueron
películas exitosas, con grandes recaudaciones y más de 600.000 espectadores. La distancia
que hay entre esas películas y La estanquera de Vallecas es la de la conversión de un tema
subversivo en un sainete inofensivo. Más allá de los problemas personales de Eloy de la
Iglesia, si después de La estanquera de Vallecas abandona el cine durante dieciséis años es
porque su discurso rupturista y abiertamente político ya no tenía lugar. A esa indefensión
contribuyó la poetización del lumpen, en la línea del cine de fábula, realizada en películas
como Mi nombre es gato o Maravillas. El delincuente ya no es un rebelde que ha de
enfrentarse contra un sistema sino un ser sensible al que nadie comprende.
v
Aunque Pilar Miró dimite en 1985 (para ser nombrada directora de RTVE), el continuismo
dura oficialmente hasta la reforma Semprún de 1988, que modifica las ayudas anticipadas a
proyecto por las ayudas automáticas tras la recaudación, lo que estimula el papel del
productor como empresario y el intento de reconexión con un público desafecto al cine
español. Sin embargo, a efectos estéticos, el sistema construido en torno a las demandas
televisivas permanecerá instalado desde entonces. Habrá que esperar al relevo generacional
de mediados de los noventa para encontrar una mayor disparidad de propuestas y géneros. En
muy buena medida, las inercias estéticas que se ponen de moda en los años ochenta afectarán
desde entonces al modo en que entendemos el cine español y el modo en que las instituciones
nacionales o regionales conciben sus políticas culturales.
vi
Algunos autores sí mantendrán su carrera en los términos de madurez y riesgo que les había
caracterizado. Será el caso de Francisco Regueiro, Gonzalo Suárez o Basilio Martín Patino,
además del caso excepcional de Pedro Almodóvar. También durante los años ochenta
aparecen excepcionalmente francotiradores que, desde los márgenes de la industria (márgenes
que se habían estrechado enormemente si se comparan con los años setenta), realizaron obras
personales, líricas, en sintonía con el mejor cine de autor europeo: José Luis Guerín, Gerardo
Gormezano, Felipe Vega… Pero quizá la película más importante de la década sea Tras el
cristal, de Agustín Villaronga, porque, aprovechándose de todos los estándares de la
producción de esos años (el alto presupuesto, la ambientación histórica, el despliegue en la
dirección artística, una escritura tendente al clasicismo), llega a contar una historia
claustrofóbica sobre el peso del pasado y la existencia de odios heredados. Tras el cristal
marcó un camino posible pero no continuado: el de usar los estandáres de calidad para
quebrar los discursos consensuados.
vii
Desde 1984 hasta 1999 la producción documental española se reduce a un puñado de
títulos: Innisfree, El sol del membrillo o Asaltar los cielos.
viii
Declaraciones del director en la presentación de El asesino de Pedralbes en el ciclo «Una
mirada a la oscuridad», La Casa Encendida, 23 de septiembre de 2014.