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Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 38 (2022)
De lo sensible a lo inteligible. Qualia y categorización en la poética de Jaccottet
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DE LO SENSIBLE A LO INTELIGIBLE.
QUALIA Y CATEGORIZACIÓN EN LA POÉTICA
DE JACCOTTET
FROM THE SENSIBLE TO THE INTELLIGIBLE.
QUALIA AND CATEGORIZATION IN JACCOTTET’S POETICS
Amelia GAMONEDA
Universidad de Salamanca
Resumen: En este artículo se abordarán operaciones mentales poéticas que tratan de ligar
lo sensible a lo inteligible en el seno de la poesía. Para ello, se partirá de la experiencia subjetiva
—que es la que interesa al poeta— resistente al concepto y por tanto también al lenguaje previamente
disponible. A continuación se propondrá un modo de categorización referido al lenguaje y sus repre-
sentaciones mentales con capacidad de flexibilizar la rigidez conceptual que impide la intelección de
la experiencia subjetiva de lo sensible. Un texto poético de Philippe Jaccottet permitirá demostrar la
pertinencia de esta propuesta teórica.
Palabras clave: Qualia; Categorización; Conceptualización; Inteligibilidad, Poética; Jaccottet.
Abstract: This article approaches poetic mental operations that try to link the sensible with the
intelligible within poetry. For this purpose, we will start with concept-resistant subjective experience
—which is the one the poet is interested in— and, therefore, the same with the previously available
language. Hereafter, a categorization mode referring to language and its mental representations, with
the ability to make conceptual rigidity more flexible, and preventing the intellection of subjective
experience of the sensible, will be proposed. By means of a poetic text by Philippe Jaccottet, it will
demonstrated the relevance of this theoretical proposal.
Keywords: Qualia; Categorization; Conceptualization; Intelligibility; Poetics; Jaccottet.
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Amelia Gamoneda
“P
oema-instante” y “poema-discurso”
No parece que quien a sí mismo se ha nombrado en poesía “el ignorante” sea autor
bien elegido para ofrecer un ejemplo analítico de operaciones mentales que tratan de
diluir el hermetismo cognitivo inherente a lo poético. Pero pocos atributos son transparentes —y este
es el caso de “ignorante”— cuando se aplican a Philippe Jaccottet, escritor cuyo gentilicio “suizo” ha
de ser matizado por su largo vínculo con el paisaje provenzal de Grignan y del monte Ventoux, del
cual lleva “un doble en [su] corazón” (Jaccottet, 1977: 141)1.
Jaccottet “el ignorante” es un poeta de cultura refinada, que se nutre tanto del Renacimiento
italiano como del Siglo de Oro español, y que —en su Cahier de verdure, de 1990, cuyo primer texto
nos ocupará líneas más adelante— convoca a Monteverdi, Boticelli, Dante o Cervantes atravesando
artes de varios siglos en una escena de fiesta idílica, entre lo pastoral y lo preciosista. Tanto la natu-
raleza como el refinamiento cultural e intelectual son dominios de Jaccottet, de modo que el título
Cahier de verdure se refiere al verde de la naturaleza pero también a las “verdures”, esas tapicerías
cuyo motivo es principalmente vegetal (árboles y follaje), que pueblan animales y del que están ge-
neralmente ausentes personajes y construcciones. Muy apreciadas a finales de la Edad Media y en el
XVI, las “verdures” fueron tejidas en Flandes. El título Cahier de verdure representa con acierto ese
doble sentido de la palabra y la complementariedad de la naturaleza y la cultura en el poeta.
Así pues, Jaccottet —traductor exquisito de Góngora— se presentó como “ignorante” en un
poema de 1957 cuyos versos decían: “Cuanto más envejezco más crezco en ignorancia, / cuanto
más vivo, menos poseo y menos reino”. Demasiado banalmente difundidos, esos versos terminaron
—parece ser— por ser una carga para Jaccottet mismo, quien, pasado el tiempo, se quejaba de la
comprensión algo simplona de la susodicha “ignorancia”. Pues, de hecho, la ignorancia había sido
concebida por el escritor como una cualidad y no como una simple carencia de saber convencional.
La ignorancia rima con discreción, con sobriedad, con la “rica escasez” que atraviesa su escritura. La
ignorancia es un estado mental elegido por el sujeto, quien —aliviado de un conocimiento intelectual
embarazoso y basado en el concepto, como recuerda Jérôme Thélot (2001)— se aventua en las for-
mas sensibles.
Es entonces dudoso que, más allá de su desagrado por causa de malentendido sobre el sentido
del término, el poeta haya tenido verdaderamente la voluntad de rechazar una ignorancia que es uno
de los pilares de su poética. “Queda la ignorancia creciente”, se leerá en La semaison, cuadernos es-
critos entre el 54 y el 67: un verso en el que Jean Michel Maulpoix (s. d.) verá la “fructificación de la
ignorancia” y no su desmentido. E incluso en Cahier de verdure, varias décadas más tarde, Jaccottet
confesará: “Siento que día a día me hago cada vez más ignorante / con el tiempo” (1990: 50).
“Sembrar”, “fructificar”: este léxico no es inocente; esboza la descripción de una poética como
proceso natural, como realización de la naturaleza —en la que se confía y en la que no es necesaria
la intervención de la voluntad de un sujeto—. Bien se conoce que Jaccottet es un poeta vuelto hacia
el paisaje e interesado por su percepción, sin subrayar por ello una respuesta lírica que pusiera en
evidencia la intimidad del sujeto. Algunas fórmulas versales suyas afirman incluso un deseo de des-
aparición del dominio de la primera persona sobre el decir del poema: “Que la desaparición sea mi
1 Todas las traducciones de versos de Jaccottet son de la autora del artículo. Los títulos de las obras de Jaccottet se
conservan en francés para no remitir a sus traducciones españolas.
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manera de resplandecer...” (1998: 76). Deseo repetido por las notas de sus cuadernos poéticos: “El
apego a uno mismo aumenta la opacidad de la vida” (1984: 9). E incluso recogido por declaraciones
más explícitas, como esta que figura en una entrevista: “Siempre he tratado de que el mundo exterior
que es la fuente de mi deslumbramiento y a veces de mi pavor penetre en el poema sin que yo esté
demasiado presente, con una especie de discreción natural” (1992).
¿Qué ha de querer decir esta desaparición no de la emoción —deslumbramiento, pavor— sino
del sujeto de emoción? Tal vez haya que distinguir y aceptar que el sujeto que Jaccottet encuentra
superfluo e incluso molesto no es el que percibe y se emociona sino el que, acto seguido, se designa
líricamente como alcanzado por el sentimiento —que es la toma de conciencia de la emoción—.
Conviene considerar esta distinción en los términos del propio Jaccottet, y más concretamente bajo
la especie de lo que llama “la transacción secreta”. Concibe el encuentro entre el poeta y el mundo
sensible no como el resultado de una búsqueda sino más bien como la fortuna de una coincidencia
(un azar nada surrealista, sin embargo). Si bien es verdad que el poeta se mantiene en constante aten-
ción, es sin embargo antes un estado de vigilia y expectación que un esfuerzo de la voluntad lo que le
permite distinguir la extrañeza en el seno mismo de la familiaridad de su encuentro con lo sensible.
De súbito, la percepción se ve alcanzada por un cambio que la turba, el cuerpo que sostiene esta per-
cepción se ve afectado y traduce dicha conmoción bajo forma de emoción —en la que se anuda lo
físico y lo psíquico—.
Quisiera el poeta pararse ahí, captar ese momento que apenas le concierne aún en su reflexión
consciente. Desearía quedarse en esta suerte de epifanía discreta que parece desplegarse más allá de
las apariencias. Un despliegue, una ilimitación, un secreto, algo sagrado sin dios y sin trascendencia:
todos estos términos pasan bajo la pluma de Jaccottet par decir lo que no tiene nombre. Aquello de lo
que se tiene intuición pero que no es posible formular. Algo que permanece como en el umbral de la
conciencia o, mejor dicho, entre dos nociones de conciencia: existente para la conciencia fenoménica,
inexistente para la conciencia que se define por la capacidad de describir lingüísticamente su objeto.
El sujeto tiene ciertamente conciencia de su cuerpo que percibe y se emociona pero no puede avanzar
hacia la expresión lingüística de esta experiencia. O de dicho de manera más sucinta: vive la difi-
cultad de enlazar la experiencia de lo sensible con lo inteligible. Y bien parece que pueda sostenerse
que ese misterio o secreto antes mencionado consiste en la conjunción de esta experiencia nueva del
poeta y su imposibilidad de nominación. Es la súbita inadecuación del lenguaje sobre el mundo: el
descubrimiento de que la experiencia de lo sensible no se pliega a lo inteligible, que lo sobrepasa. Y
que no es la palabra lírica de un sujeto en plenitud de sus cualidades razonantes la que logrará resolver
esta insuficiencia. Por lo cual el poeta prefiere, de momento, mantenerse en ese estado en el que su
condición de sujeto está rebajada.
Jaccottet pertenece al linaje de poetas del siglo XX que —siguiendo la estela del romanticismo
alemán— han reconocido como problemática la relación del lenguaje con lo real, y que han trans-
formado sus poéticas en un cuestionamiento de las posibilidades de representación del lenguaje, así
como en una búsqueda de sus zonas de plasticidad susceptibles de disolver los límites del concepto.
Con Ponge, Bonnefoy o Bernard Noël, Jaccottet pone al lenguaje en sospecha de insuficiencia, de
sustitución de la presencia, de cortedad significante. Pero este poeta no se rebela de modo virulento
contra el imperio del concepto que sostiene todo lenguaje, no muestra tampoco decepción o vengan-
za lingüística alimentada por el fracaso. Jaccottet, poeta delicado pero veladamente astuto, prefiere
ocultarse como sujeto, fingir ausencia y tantear vías que veremos más adelante. De hecho, en un
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poeta como Jaccottet, en el que tanto queda subrayada la naturaleza como la cultura, que se pretende
ignorante al tiempo que ofrece una inteligencia aguda, no será extraño encontrar una doble fórmula
de abordaje poético: de un lado, la confianza en el encuentro natural y espontáneo entre lo sensible y
lo inteligible; del otro, la desconfianza en tal encuentro —pero acompañada de una actitud que acepta
el desafío y emprende operaciones mentales tendentes a lograrlo, operaciones que por el momento
abreviaremos llamándolas “poéticas”—.
Una de ellas, pues, es la del “poema instante”, que consiste en una pretendida captura rápida de
lo sensible por parte del lenguaje, una apuesta irreflexiva sobre la posibilidad de un inesperado enlace
entre el signo y la cosa. En esos “poemas-instante” la mirada y la emoción parecen emanciparse de
la sintaxis proveída por el pensamiento reflexivo del sujeto, y reina en ella el espacio despejado y la
holgura. A menudo se ha señalado entre este tipo de poema y el haiku un parentesco a causa de la
simplicidad desnuda de la enunciación sin imágenes, de la brevedad, del razonamiento esquemático.
Y, como el haiku, el “poema-instante” expresa ante todo la confianza en ese logro inusitado que el
lenguaje tendría en un momento preciso. Cabrían aquí las palabras de Barthes: “El haiku es lo que
sobreviene (contingencia) pero en tanto en cuanto ello rodea al sujeto —que sin embargo no exis-
te ni puede decirse sujeto más que por este rodeo fugitivo y móvil—. [...] se proponen solo rodeos
(circunstantes), pero el objeto se evapora, se absorbe en la circunstancia: lo que rodea al objeto,
solo durante el instante de un relámpago” (Barthes, 2015: 120). Así, por ejemplo, estos dos versos
constituidos en poema en Cahier de verdure: “Nubes sentadas en majestad como dioses, / orladas de
púrpura si van hacia la noche” (1990: 48).
Ese tipo de “poema-instante” ha centrado la atención de casi todos los estudiosos de Jaccottet,
pero no será aquí el caso, pues estas páginas elegirán la segunda fórmula explorada por el poeta: la
que desconfía de las capacidades del lenguaje al tiempo que lo desafía a demostrarlas.
Jaccottet forma parte de los autores que producen textos que comportan una cierta expresión
consciente sobre la naturaleza de lo poético comprendida por el poeta mismo y que ponen en evi-
dencia el problema de la relación entre lo sensible y lo inteligible. Ese tipo de textos —considerados
poéticos por sus propios autores pero dotados de cierto tono discursivo— serían herederos de las
antiguas “poéticas” mediante las que los poetas expresaban en verso convicciones sobre lo que la
poesía debería ser, sobre carácterísticas e incluso reglas de composición. Pero es raro que en nuestros
días el problema de la representación suscite respuestas precisas en forma de receta o de propedéutica
poética. Ya no hay poemas que pidan “música ante todo” a la manera de Verlaine, o que inciten a re-
cortar las palabras de un periódico y a disponerlas al azar, como hacía algún manifiesto de vanguardia.
Sin embargo, es incluso frecuente que los textos poéticos acojan en su seno cuestionamientos sobre
la posibilidad de expresar las experiencias del sujeto en su trato con lo real, y que tanteen respuestas
en las que se entrevea una intuición cognitiva llena de precisión aunque ni siquiera se llegue a rozar
ningún razonamiento científico.
En el caso de Jaccottet es posible reconocer textos que responden a ese perfil. Se encuentran en-
tre los que reciben el nombre genérico de “poemas-discurso”, aquellos que el poeta caracteriza como
“un breve relato ligeramente solemne, salmodiado a dos dedos del suelo” (1984: 47). Son prosaicos,
pero están habitados por el ritmo, pues al nombramiento de las cosas se añade —tal y como precisa
él mismo— “una cierta forma de plegaria”. Entre esos “poemas-discurso”, el que abre el poemario
Cahier de verdure interesa particularmente para nuestro propósito. Se titula “El cerezo”, y expone
mediante ejemplo las operaciones mentales de la postura poética que problematiza el encuentro entre
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la experiencia de lo sensible y el lenguaje inteligible. “El cerezo” se ocupa de ello cuestionando la
percepción de un paisaje, la emoción que sobreviene, las variaciones interpretativas de la imagen
percibida y su traducción en lenguaje. He aquí un programa que es el del acto poético en sí mismo.
Este trayecto —por supuesto— no es fácil de recorrer de manera efectiva, ya que constituye uno
de los nudos más problemáticos de la filosofía de la mente y de las ciencias cognitivas. La filosofía de
la mente y también las teorías de la conciencia abordan en un sentido amplio el problema del cuerpo/
mente, y más precisamente la relación entre los estados mentales y el cuerpo. Ese problema de rela-
ción puede ser enunciado de la manera siguiente: ¿cómo un contenido de experiencia se convierte en
contenido conceptual? Que una cierta poesía ampliamente difundida en la segunda mitad del siglo
XX y en lo que llevamos de XXI trate también de responder a esta pregunta no debe extrañar, puesto
que es bien conocido que la poesía tiene desde siempre un proyecto vinculado al conocimiento del
mundo y a la expresión de la conciencia subjetiva subsiguiente. En lo que sigue, trataré pues de pre-
cisar la respuesta que la poética de Jaccottet da a esta cuestión en torno a la cual se afanan tanto la
filosofía como la ciencia.
Para abrir su texto, Jaccottet se aventura a dar un sentido al hecho de escribir: “es, o debería
ser ante todo para reunir los fragmentos, más o menos luminosos y probatorios, de una alegría que
uno estaría tentado a creer explotó un día, hace mucho tiempo, como una estrella interior, y dispersó
su polvo en nosotros” (1990: 9). Y, precisa el poeta a continuación, un poco de ese polvo de alegría
puede encenderse en una mirada e incluso reflejarse en un fragmento de la naturaleza. Además de
recoger de Novalis la idea del poeta como espigador de restos luminosos2, Jaccottet apunta a una idea
de “alegría” [“joie”] que no es ajena a la noción de “objoie” de Francis Ponge, poeta al que admira
sin reserva. “L’objoie” es el resultado de una fricción entre la palabra y la cosa [“objet”] que se deriva
de su mutua inadecuación, de su diferencia irreductible: “l’objoie” pongiana es pues una emoción
nacida del trabajo de poner en contacto lo sensible y lo inteligible. Mientras que la “alegría” de Jac-
cottet —al menos de momento en estas líneas— es un trabajo de recuperación, de reajuste mediante
el lenguaje de fragmentos dispersos tanto del lado de la percepción del sujeto como de la realidad
percibida. Pero en ambos poetas el lenguaje es el encargado de hacer inteligibles la percepción y la
emoción. La porfía y la “rabia de la expresión” de Ponge contrastan sin embargo con el deslumbra-
miento y la sorpresa de Jaccottet, quien acecha los efectos mágicos frente a un Ponge que se debate
entre tachaduras y reescrituras.
Acto seguido, el “poema-discurso” que nos ocupa presenta el objeto natural avistado: “un cere-
zo cargado de frutos, percibido un atardecer de junio, del otro lado de un gran campo de trigo” (1990:
9). Ese cerezo alberga una luz que es la primera condición de la alegría de Jaccottet: “era el atardecer,
bastante avanzado incluso, tiempo después de la puesta de sol, en esa hora en que la luz se prolonga
más allá de lo que se esperaba, antes de que la oscuridad se la lleve definitivamente [...] Es un momen-
to en que esa luz superviviente, cuando ya su lumbre no es visible, parece emanar del interior de las
cosas y subir del suelo” (1990: 10-11). Bajo esas condiciones perceptivas, el poeta experimenta una
primera forma de dificultad de relación con el lenguaje: es, anota, “como si alguien hubiera aparecido
2 “La metáfora de la empresa poética como recogida de «luminosos escombros», heredada del mandato de Novalis
para reunir los «rasgos dispersos» del paraíso sobre la tierra —herencia que sería de hecho la «llave» de la obra de
Gustave Roud— es un leitmotiv en la obra de Jaccottet, asociado a la figura del poeta como buscador de ruinas.”
(Brossier, 2020)
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allá y te hablara, pero sin hablarte, sin hacer ninguna señal; alguien o más bien algo” (1990: 9), pues
“se trataba de otra especie [...] de palabra. Más difícil aún de captar” (1990: 10). No cabe sino consta-
tar que el lenguaje de la naturaleza no es inteligible. No lo es para el hombre, del mismo modo que —
como afirmaba Wittgenstein— el hombre tampoco comprendería el lenguaje de un león, caso de que
este tuviera uno. Pues ni el cerezo ni el león comparten el mundo del humano (ni viceversa). Pero el
proyecto del poeta no es comprender esos lenguajes hipotéticos sino encontrar uno que sea al mismo
tiempo humano y que haga inteligible lo que en el propio hombre pertenece a lo ininteligible. Y para
el caso de Jaccottet, no se tratará de comprender lo que dice un cerezo sino de expresar en lenguaje
humano cómo un hombre experimenta la percepción de un cerezo.
Así pues, a partir de este momento, el “poema-discurso” “El cerezo” se ocupa de la experien-
cia perceptiva del poeta y, solo secundariamente de su objeto. Abandonamos el saber deductivo que
ha acompañado a las percepciones y que ha permitido concluir que se trataba de un cerezo cargado
de frutos; y remontamos hacia modos primeros de percepción donde no es posible utilizar ese atajo
racional que permite contentarse con una nominación convenida y sumaria, remontamos hacia un
momento en el que se asiste a la construcción de la experiencia: al momento en el que un cerezo no
acepta aún el nombre de “cerezo”.
Experience de lo sensible: qualia y poesía
Como es sabido, la conciencia fenoménica está compuesta de todas nuestras sensaciones y
nuestras vivencias. Vivir es para el hombre un flujo continuo de consciencia fenoménica. Y ese flujo
está compuesto de una serie interminable de contenidos cualitativos subjetivos de caracter no concep-
tual que reciben el nombre de “qualia”. Los qualia son pues propiedades de la experiencia mental,
son subjetivos, no reproducen lo real sino que hacen de ello una cierta abstracción, se encuentran
asociados a la conciencia superior y no a la conciencia primaria animal, porque el sujeto es consciente
de ellos o al menos puede serlo. Pero los qualia no son transmisibles mediante el lenguaje usual. Se
les puede nombrar convencionalmente pero la experiencia subjetiva y cualitativa en toda su exten-
sión escapa a la comunicación lingüística. El ejemplo clásico de los qualia es el de la experiencia de
la rojez del rojo. ¿Acaso decir que uno ve el color rojo equivale a experimentar subjetivamente su
rojez? Las cualidades subjetivas de esa rojez seguirán siendo desconocidas. Aunque quizá si un poeta
se empeña en ello...
Fue el filósofo Thomas Nagel quien, en su publicación del famoso artículo de 1974 “¿Qué
se siente al ser un murciélago?”, propuso que no tenemos ningún medio de saber qué experiencia
subjetiva del mundo tiene un murciélago. Y lo mismo le pasaría al murciélago respecto del humano.
Incluso entre humanos —que compartimos sistemas sensomotores y estructura cerebral— no es po-
sible captar la especificidad de la experiencia de cada uno. Frente a tal aislamiento comunicativo de
la experiencia subjetiva, los neurólogos han imaginado puentes entre las conexiones neuronales, de
modo que dos cerebros puedan experimentar en simultaneidad las que corresponden a un mismo qua-
le. La experiencia ha sido llevada a cabo, y se ha comprobado que un invidente puede experimentar
cerebralmente la situación neurológica de un vidente mientras percibe el color rojo, pero no es seguro
que el quale de la rojez del rojo acompañe como experiencia subjetiva a esta experiencia cerebral.
De hecho, el concepto de quale es controvertido. Ciertos filósofos lo reducen a una dimensión
material del funcionamiento cerebral (Blackmore), otros ven en él una experiencia subjetiva inde-
pendiente del funcionameinto del cerebro (Chalmers). Los hay incluso que niegan completamente su
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existencia (Dennet). Entre los neurólogos también las opiniones son diversas, pero es preciso señalar
que algunos han consagrado a los qualia páginas llenas de interés: es el caso de Oliver Sacks, de An-
tonio Damasio, o del Premio Nobel de Medicina Gerald Edelman. En el debate científico entre una
reducción de los qualia a pura neurología y su exclusión completa de los fenómenos neuronales ob-
jetivos, el poeta tiene verdaderamente poca cosa que decir pues su posición es desde el principio una
toma de partido: se sirve de la experiencia subjetiva y de los contenidos de la conciencia fenoménica
como fuente misma de lo poético. Así pues, evitaremos aquí el debate y no pondremos por testigo más
que a la propia experiencia subjetiva. Desde el gran giro literario del XIX, los poetas han detectado
intuitivamente ese problema cognitivo, y han imaginado un funcionamiento del lenguaje que explore
las posibilidades de comunicación de esas cualidades subjetivas de la experiencia.
La resistencia de los qualia a ser expresados y transmitidos es así pues un tipo de desafío li-
terario que el poeta encara con vocación específica. El lenguaje común no tiene sino una solución
deficitaria frente al carácter único de la experiencia subjetiva: designará experiencias muy diversas y
muy complejas bajo un mismo nombre. La experiencia es imposible de reproducir con exactitud pues
es siempre concreta y siempre diferente, mientras que el nombre lingüístico responde a un concepto,
a una idea abstracta de la experiencia. La experiencia responde a lo real, el lenguaje responde a la
representación. La una responde a lo sensible, el otro a lo inteligible. Y será entonces preciso que
la poesía desarrolle un tipo de lenguaje que sepa entrar en conciliación con la condición única de la
experiencia —lo cual es, por principio, un proyecto paradójico—.
Así que no sorprenderá saber que son numerosos los escritores y poetas que se han hecho pre-
guntas en torno a la comprensión y a la transmisión de los qualia, a menudo incluso evocando los
qualia de los colores, es decir, aquellos que de manera sistemática son presentados por la teoría como
los ejemplos más característicos. Así, Albert Camus, siempre atento en su obra a las formas de la
conciencia primaria que se traslucen en el seno de la conciencia secundaria, escribía en Noces: “Todo
lo que es simple nos sobrepasa. ¿Qué es el azul y qué pensar sobre él? La misma dificultad presenta
la muerte. De la muerte y de los colores no sabemos hablar” (1965: 64). Por su parte, Flaubert se
confesaba así con los hermanos Goncourt: “Cuando hago una novela tengo la intención de darle una
coloración, un matiz. Por ejemplo, en mi novela cartaginesa, quise hacer algo púrpura. En Madame
Bovary no tuve otra idea que dar un tono, el del color mohoso de las cochinillas de la humedad”
(1891: 367). También Paul Valéry, vigilante de todo tipo de operaciones mentales, anota en La soirée
avec Monsieur Teste la resistencia del fondo subjetivo del quale a ser reproducido por la memoria,
excepto quizás en el caso de la imponente cabeza del señor Teste: “Si imaginamos un viaje en globo,
podemos con sagacidad, con energía, producir muchas de las sensaciones probables de un aeronauta;
pero siempre quedará algo privativo de la ascensión real, cuya diferencia respecto de nuestra evoca-
ción expresa el valor de los métodos de Edmundo Teste” (Valéry, 1960: 18). Del lado de la poesía, el
propio Jaccottet nos aporta numerosos ejemplos. He aquí dos sobre el color en su libro La semaison:
“Grandes flores amarillas entre los verdes oscuros, su intensidad, que [la palabra] ‘soles’ traduciría
mal, otra vez más. Amarillo indescifrable, y que habría que descifrar” (1984: 93). “Bosque de pinos,
y más allá las oscuras montañas. O si no el azul del mar entre los troncos y el verdor, pero la palabra
azul no es suficiente, demasiado suave, casi quisiera uno decir negro, pero también sería falso” (1984:
13). El nombre del color percibido es insuficiente para decir la cualidad subjetiva de su experiencia,
y el poeta tiene dificultades para “traducirla”, para “descifrarla” en términos de lenguaje. Al menos
de momento.
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El debate sobre la naturaleza de los qualia se acompaña, entre los filósofos que aceptan su exis-
tencia, de un debate sobre sobre su tipología. Hay quienes se limitan a reconconocer qualia percepti-
vos, pero más generalmente se acepta que las sensaciones y las emociones forman también parte del
flujo de conciencia y presentan las propiedades requeridas de los qualia3. Es verdad que una distin-
ción igualmente subjetiva separa a las emociones de los qualia perceptivos: el sujeto tiene tendencia
a sentir como endógenas las emociones, mientras que atribuye las percepciones a las características
del entorno4. En ello puede encontrarse la razón por la que la poesía ha privilegiado desde siempre la
presencia de los qualia emocionales por encima de la de los qualia puramente perceptivos: los qualia
emocionales serían más radicalmente subjetivos y susceptibles de sostener el lirismo. Pero la revo-
lución del lenguaje poético —para expresarlo en los términos de Kristeva— ha operado un cambio
en este orden de preferencias, y basta aproximarse a los poetas interesados en los problemas de la
representación del lenguaje para constatar que el quale perceptivo les ocupa tanto o más que el quale
emocional (con toda probabilidad, una de las rimeras pruebas del interés por los qualia perceptivos y
su posibilidad poética de expresión es la teoría de la correspondencias baudelairianas).
La importancia del qualia perceptivo está en relación con la comprensión creciente de la impor-
tancia del cuerpo sobre la cognición. La cognición corporeizada concibe al cuerpo y su sensomotrici-
dad como fuente de modulación de sentido que viene a imprimirse sobre el lenguaje. De esta suerte,
ese cuerpo que en sí mismo es una materia sensible alcanza un modo de implicación en lo inteligible.
Un proceso análogo parece operar en el caso de los qualia. En principio, los qualia perceptivos no pa-
recen poder modificar nuestro pensamiento en ningún sentido, pues el hecho de intercambiar el quale
del rojo por el quale del azul no altera nuestra cognición del mismo modo que lo hace la sustitución
de un quale emocional por otro —por ejemplo: la cólera no engendra los mismos pensamientos que
la tristeza—. Pero la poesía moderna parece reconducier los qualia perceptivos hacia la cognición
y la expresión asociándolos a los qualia emocionales. En razón de ello es posible hablar para esos
poetas modernos de una noción de lo poético consistente en una búsqueda global de expresión y
3 Los qualia, más allá de su contestada existencia, responden a diversos tipos y a ciertas propiedades. En cuanto
a las propiedades, el neurólogo Ramachandran y su colega Hirstein (1997) señalan tres: un quale es irrevocable
cognitivamente, es decir, que una vez experimentado e identificado, el sujeto no puede ya deshacerse de él: una vez
que se percibe el azul del mar, ya no se deja de ver ese azul, del mismo modo que el azucar de un dulce no desaparecerá
aunque uno lo pruebe varias veces. Además, el quale será fuente de otros procesos mentales: una quemadura llevará
a sentir temor o a decidir ser prudente. Y, en tercer lugar, es preciso que el quale sea persistente en la memoria, pues
en otro caso no se le podría reconocer. Esta última propiedad implica una cierta posibilidad de abstracción de los
qualia: dos tristezas no serán iguales, pero guardarán un parecido suficiente para ser reconocidas como experiencias
emparentadas. Y ese rasgo del quale será importante a la hora de establecer una posibilidad de intersubjetividad de la
experiencia que conduzca al umbral de la comunicabilidad (y así lo defienden Nagel o Ramachandran).
4 El quale perceptivo nos lleva a una idea de realidad objetiva, como si la rojez del rojo fuera una propiedad exterior
y no un tipo de interacción entre lo exterior y el sujeto experimentada por este. Por su parte, las sensaciones —por
ejemplo el frío— serían comprendidas como relativas tanto a la exterioridad como a la interioridad. Pero a esa
comprensión hay que oponer el hecho de los qualia son siempre subjetivos, que una fuente exterior no sería otra cosa
que su desencadenante, y que es preciso distinguir entre un quale perceptivo y un acto perceptivo. Pues el proceso
perceptivo se refiere a las etapas primeras de la captación física del estímulo y a la actividad cerebral que las sigue.
Pero el quale es la experiencia subjetiva asociada a esas operaciones del sistema visual y a los cambios neuronales sin
que por ello se asimile ni a las unas ni a los otros.
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de comunicación de cualidades subjetivas de las experiencias mentales, ya sean estas perceptivas o
emocionales.
Así pues, Jaccottet, en su texto “El cerezo” nos presenta dos qualia enlazados: un quale emo-
cional —la alegría— y un quale perceptual: precisamente la rojez del rojo, del rojo de ese cerezo
cargado de frutos que se emancipa de la figura que lo contiene, que abandona su forma de cereza y de
árbol para reducirse a su condición de color y suscitar en el poeta un cuestionamiento sobre la con-
junción del quale perceptivo y el quale emocional: “¿Qué podía ser ese rojo para sorprenderme, para
alegrarme hasta ese punto?” (1990: 12), se pregunta el poeta en su “poema-discurso”.
En el momento de la aparición del quale de color —el rojo— se produce una casi desaparición:
la de las cerezas. El color cesa de habitar una forma e impone su presencia sobre la conciencia. El
quale de color parece atenerse a solo una parte del proceso visual, y es posible conjeturar que una
selección de atención tiene lugar en la actividad de las áreas visuales, tal y como —para una cierta
mirada pictórica— la describen los neurólogos Semir Zeki (2005: 123) o Ramachandran (2012: 305-
306): el color, la orientación y el movimiento se distribuyen sobre áreas visuales diferentes y, a pesar
de las interconexiones de estas, parece que se percibe en primer lugar la localización, después el color
seguido de la orientación, la forma y el movimiento. Los pintores vinculados a las vanguardias y a la
abstracción habrían sabido discernir entre esas diferentes características de lo visual y habrían traba-
jado sobre la visión de manera fragmentaria, de manera que el arte cinético de Duchamp respondería
de manera privilegiada al área visual V5 que se ocupa del movimiento, y que los cuadros de Malévich
que exploran la relación entre los colores serían el resultado de una activación selectivamente acogida
por el artista del área visual V4.
El quale del rojo de Jaccottet podría responder a una selección parecida de caracteres de lo
visual: no porque se pierda realmente la posibilidad de reconocer un cerezo —del mismo modo que
Cézanne, por ejemplo, no ignoraba la imagen de la montaña Sainte-Victoire aunque no retuviera en
su cuadro más que una geometría de líneas—, sino porque la selección del color que el poeta opera es
una habilidad de la atención focalizada, que convierte en consciente ese rasgo de percepción al mismo
tiempo que engendra la experiencia subjetiva de lo sensible. Y que, como consecuencia, impide el en-
samblaje de las otras propiedades de la escena visual formando un todo coherente, un ensamblaje que
generalmente hacemos de manera inconsciente. El quale se presenta pues como una manifestación
de resistencia a que la percepción reconstruya de modo realista el objeto percibido. Es en sí mismo
un subrayado subjetivo de cierta o ciertas características que abre la pintura y el lenguaje a un tipo de
funcionamiento respecto de lo real que no es el de la representación.
El quale perceptivo busca en el contexto del arte y el lenguaje la complicidad de un quale emo-
cional para tener una incidencia en la cognición y generar así nuevo sentido. Un ejemplo procedente
de La semaison (1984: 206) dice así: “Las palomas, examinadas de cerca, son ridículas [...] Pero son
también y sobre todo otra cosa, cuando uno no se fija más que en su vuelo, sus agrupamientos, sus
manchas blancas. [...] Nunca me parecieron más extrañas [...]”. Las palomas —al perder su forma—
se convierten en movimiento —un vuelo— y en un color —el blanco en manchas— sometiéndose
así a una suerte de abstracción pictórica que las reduce a qualia perceptuales. Qualia que precisan de
un quale emocional, presente aquí como sentimiento de extrañeza: un extrañamiento o desfamiliari-
zación que fue establecido como esencial al arte por Shklovski. Los qualia rompen el automatismo
perceptivo y, bajo la impronta emocional, la cognición se reactiva: las palomas son otra cosa que
palomas. Otra cosa que la palabra “palomas” ya no logra nombrar. La vía hacia el lenguaje poético
queda así abierta.
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Pero de momento —en estas páginas— no hemos sobrepasado el nivel de lo sensible, y las
operaciones mentales en torno al lenguaje aún no han intentado reunir lo sensible con lo inteligible.
Volvamos pues a “El cerezo” para observar cómo Jaccottet pasa de esta primera abstracción plástica
a otro tipo de abstracción: la abstracción poética.
Abstracción y categorización poéticas
Este es el pasaje de Jaccottet en el que los qualia —relativos al color rojo de las cerezas pero
también al color verde de las hojas del árbol— comienzan a ser abordados por una operación mental
que probará sobre esos colores diversas formas de expresión lingüística, un conjunto de formas que
el poeta comprende globalmente como una metamorfosis. Escribe, hablando del cerezo: “Sus frutos
eran como un largo racimo de rojo, un vertido de rojo, en el verde oscuro; frutos en una cuna o en un
cesto de fruta; rojo en el verde, en la hora del deslizamiento de las cosas unas en otras, en la hora de
una lenta y silenciosa apariencia de metamorfosis, en la hora de la aparición, casi, de otro mundo”
(1990: 12). Otro mundo: Jaccottet no deja nunca de apuntar hacia la extrañeza, ese quale emocional
que implica desapariciones y apariciones, es decir, fenómenos en relación con la metamorfosis.
De hecho, Jaccottet ya ha ensayado timidamente una metamorfosis en las pocas líneas citadas
que preceden: la que transforma el rojo y el verde en frutos dentro de un cesto de hojas. No está muy
lejos de la imagen del árbol, por supuesto, pero el resto del texto ofrecerá transformaciones mucho
más osadas, como se verá posteriormente. Pero ¿por qué esas operaciones mentales cuando el poeta
ya sabe que se trata de un cerezo? Cumple decirlo otra vez: nombrar el cerezo es utilizar un lenguaje
comunicativo en el que el quale no encuentra expresión. Y Jaccottet no busca describir un cerezo sino
suscitar en el lector la experiencia subjetiva del rojo alojado en el verde. Para ello propone una serie
de metamorfosis que tienen en común abstracciones parciales. Y con ello parece aplicar aquello que
Valéry enunciaba así: “En los poetas es la energía de formación de las imágenes lo que importa [...].
Es la sensación de cruce, de atajo, de lo inesperado, de poder sobre el universo de las disimilitudes”
(Valéry, 1974: 1106). Interesa pues ahora acercarse de modo teórico a la operación de abstracción
sobre la que se basa ese “poder sobre las disimilitudes” antes de abordarla en el texto de Jaccottet.
Es conocido que, en el lenguaje de comunicación usual, los conceptos son fruto de la estabili-
zación de propiedades que se derivan de la abstracción. El neuropsicólogo Alexander Luria subrayó
el hecho de que la función de abstracción se sitúa del lado de lo racional y de la definición conceptual
que conducen al “significado”, pero que toda comunicación debe tener en cuenta además un “sentido”
que aporta los aspectos subjetivos en función del contexto y de la vivencia afectiva (Luria, 1980: 49-
50). En la comunicación habitual, el sentido actúa como modulador del significado, pero en el caso
del lenguaje poético va mucho más lejos, resultando de ello una verdadera crisis de la función de abs-
tracción. No porque esta sea eliminada como operación mental y con ella toda lógica de pensamiento
y de lenguaje sino porque —conociendo la norma que rige la abstracción— el lenguaje poético trata
de transgredirla. La poesía conoce y reconoce la abstracción lingüística ya que también se sirve del
lenguaje común. Pero sacrifica la eficacia que la abstracción demuestra en la producción de catego-
rías conceptuales útiles para la comunicación. Pues el lenguaje poético es un trabajo de abstracción
de propiedades que no alcanzan la estabilización y por tanto no engendran concepto. Es un trabajo
inacabado de abstracción flexible, múltiple y fragmentaria.
¿Cómo flexibilizar la pertenencia conceptual del lenguaje? Esta es la pregunta central de lo
poético y por tanto de la metáfora, dado que el trabajo de abstracción tampoco construye en esta
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última un significado estabilizado. Y es precisamente hacia ella hacia donde —conducidos por la
abstracción— vamos a avanzar: hacia la metáfora, ese ámbito que Jaccottet rechaza con vehemencia
y al que sin cesar vuelve, sintiéndose “empujado hacia las imágenes” (1970: 69). El poeta no deja de
estar vigilante sobre la ambivalencia de una operación —la de la abstracción— que lo mismo trabaja
para la creación del concepto que para su destrucción y en favor de un continuum de categorías que
interesa a lo poético.
Así pues, Jaccottet formula una pregunta sobre el quale —“¿Qué podía ser ese rojo para sor-
prenderme, para alegrarme hasta ese punto?”— y la responde abriendo su texto a una serie de imáge-
nes que se transforman unas en otras. Rechaza la imagen de la sangre y elige la del fuego; un fuego
que no quema ni crepita, que no sube como las llamas sino que fluye o pende en racimo “como unido
al agua nocturna” (1990: 13). A continuación viene la imagen de un pequeño monumento natural
“iluminado en su interior por el aceite de una ofrenda” (1990: 14), luego un nido de huevos protegi-
dos por alas verdes. Más tarde aparece la imagen de “una fiesta lejana, bajo bóvedas de hojas” (1990:
15). Luego el poeta deja de lado una imagen de senos —“ni siquiera son imagen de ello” (1990: 16),
dice— y prefiere la de una “llama entre dos palmas” de la mano (1990: 16), que más tarde deviene
una linterna sorda y finalmente el indicador luminoso de una posada para caminantes.
Esta serie de imágenes —dispares a primera vista— trata de expresar el quale de lo rojo que
engendra la alegría en el poeta. Tales imágenes no se reúnen pues bajo un concepto único preexisten-
te, sino que constituyen un verdadero continuum en el que las propiedades de cada una se encadenan.
El lenguaje poético opera ahí abstracciones en cascada que establecen analogía entre las imágenes
de dos en dos pero no conciernen al conjunto. Y así pues, de la primera imagen del fuego retenemos
que ni quema ni muerde, que pende y está amaestrado, “contenido en una suerte de globos húmedos”
(1990: 13) y mezclado con lo que puede hacerlo desaparecer: el agua. Esas cualidades contrarias a
su naturaleza de “animal salvaje” (1990: 13) permiten abstraer una cualidad de pérdida de poder y de
agresividad que también se encuentra en la imagen siguiente, la de “un pequeño monumento natural
que se encontrara de pronto iluminado en su interior por el aceite de una ofrenda, una especie de pilar
pero capaz de estremecerse” (1990: 14). Ese monumento pierde igualmente su poder y su grandeza
cuando su solidez se ve ganada por el estremecimiento. Y, de hecho, entre la imagen del fuego y la
del movimiento, el poeta sitúa un estremecimiento generalizado que sustituye el poder y la fuerza
por la suavidad: “Una suavidad sin límites —dice— se estremecía sobre todo ello como un soplo de
aire” (1990: 13).
Pero ese monumento no deja de ser sin embargo un lugar de ofrenda y de conmemoración: un
lugar que responde a la noción de “cuidado” o de “protección” —quién sabe si la de los antepasa-
dos—, de la misma manera que también responde a ella la imagen siguiente: la de un “refugio de ho-
jas [con frutos], como incubados por esas alas verdes” (1990: 15), hojas que además “se estremecen
—también ellas— en su sueño” (1990: 13).
Entre el nido de frutos —“huevos púrpuras incubados bajo esas plumas oscuras” (1990: 15)— y
la imagen que justo después evoca una “fiesta lejana, bajo cúpulas de hojas. A distancia” (1990: 15),
hay una noción compartida de “espera”: la del nacimiento esperado, la de la invitación deseada. El
poeta mismo anota “una insinuación, en voz muy baja, como de quien murmura: mira, o escucha, o
simplemente: espera” (1990: 16).
De la imagen de la fiesta lejana el poema pasa a otra, intimista, de una llama entre las dos pal-
mas de las manos. Se diría que volvemos a la primera imagen —la del fuego—, aunque minimizada
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y próxima. Pero esta llama entre las palmas de las manos tiene un marco, y enseguida se convierte en
una linterna sorda que ilumina el rótulo de una posada en el que se puede leer: “Al cerezo cargado de
frutos” (1990: 16). Entre esta posada y la fiesta lejana de la imagen precedente cumple reconocer una
característica común: la de la “acogida”.
Como se puede apreciar, no hay un concepto que cubra la totalidad de las imágenes que apare-
cen en ese poema-discurso aunque sí percibamos un cierto parentesco entre las características que las
ligan: la de la pérdida de poder y agresividad, la de la protección, la de la espera y la de la acogida.
La amplitud de este parentesco trata de expresar precisamente la amplitud de la experiencia subjetiva
del quale que se aborda, del rojo en cuestión.
Es ya preciso señalar que el modelo de relación entre las imágenes expresadas por el texto es
el de la Teoría Extendida y Experiencialista del Prototipo, que en ciencias cognitivas y en semántica
cognitiva presenta el concepto de categorización gradual de las categorías. Cuando se manifiesta el
problema de la pertenencia a una misma categoría para un conjunto dado de elementos, esta teoría
provee una nueva comprensión de la regulación de las categorías estableciendo el principio de “pare-
cido de familia” de Wittgenstein —es decir, la idea de que los miembros de una categoría pueden estar
ligados unos a otros sin por ello tener una propiedad en común que defina la categoría (Lakoff, 1987:
12)—. En un conjunto ABCD de miembros, el “parecido de familia” podrá asociarlos de dos en dos
bajo la forma AB BC CD. Pero no será posible establecer un enlace directo para los cuatro (Kleiber,
1990: 156 y ss.), del mismo modo que tampoco existe uno solo para todas las imágenes desplegadas
por Jaccottet.
La lingüística cognitiva afirma que ese modelo —llamado por Georges Lakoff “Modelo Cog-
nitivo Idealizado”— es útil para la comprensión de las categorías que no existen previamente al
conjunto dado, lo cual, transpuesto al campo poético, corresponde exactamente con el caso de las
imágenes propuestas por Jaccottet. Se observará que el proceso por el que se establecen las caracterís-
ticas comunes entre las imágenes es un proceso de abstracción analógica basado sobre la experiencia
corporal y la vivencia, y que —en las imágenes que se ponen en relación dos a dos— hace emerger
como destacadas algunas propiedades que antes no lo eran. El conjunto de las propiedades ofrece la
construcción de una nueva categoría establecida por deslizamiento y a la que pertenecerían tanto la
pérdida de poder como la protección, la espera y la acogida. ¿Qué nombre dar a esa categoría? Quizás
cabría llamarla “rojo-Jaccottet”. Se trata de una categoría que tiende a expresar el quale, una categoría
que no tiene una estructura interna de compartimentos estancos y discontinuos, y por eso responde
a la experiencia. Pues, de hecho, nuestra experiencia de lo real no es discontinua: desde el punto de
vista perceptivo y de la cognición general, el mundo no está distribuido previamente en categorías
discontinuas.
Se podría decir que lo poético está aquí extrayendo de lo sensible y de lo emocional las medi-
das y la organización que harán inteligible al quale mediante esta especial categorización. Lo poético
aparece entonces como una abstracción mental que se ordena en función de lo sensible, como una
intelección que emerge de la naturaleza humana encarnada. Paul Valéry ne buscaba otra cosa cuando
analizaba en la morfogénesis la organización natural de la forma a través de la biología, o cuando
consideraba la doble dimensión de sensación y medida matemática que posee la música y a la que el
lenguaje poético siempre aspirará (Valéry, 1961).
La poesía tiende a hacer más fluidas las categorías de una lengua, a hacer menos pétreos sus
conceptos, y practica la abstracción de manera no prevista y no estrictamente racional. De donde
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De lo sensible a lo inteligible. Qualia y categorización en la poética de Jaccottet
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se colige que la poesía hace más flexible la inteligencia humana. Es cierto que lo poético comporta
también un peligro: la posibilidad de que el trabajo de abstracción —conducido por la analogía cog-
nitiva y su deslizamiento— termine por hipertrofiar la categoría convirtiéndola en demasiado vasta e
inútil para la comunicación. Es fácil suponer que las reticencias de Jaccottet hacia la metáfora tienen
relación con este fenómeno —que el surrealismo exploró hasta los confines de la desregulación—
según el cual la analogía entre el término meta y el término fuente se realiza en un nivel extremo de
propiedades no relevantes. Jaccottet afirma rechazar esta metáfora en la que el término meta parece
desaparecer y ser sustituido por el término fuente, rehúsa la idea de representación que la metáfora
tuvo atribuida durante largo tiempo. Pero desde las consideraciones cognitivas actuales, la metáfora
no es ya una representación ni una imagen sustitutoria: es un pacto cognitivo del cerebro consigo mis-
mo según el cual los términos meta y fuente admiten una consideración variable de sus propiedades
con el fin de establecer una analogía que permita que los dos términos se presenten en alternancia en
la conciencia del sujeto: como si se tratara de esas imágenes ambiguas en las que es posible ver un
pato y un conejo dependiendo de la interpretación que nuestro cerebro haga de la imagen.
Pues ¿qué otra cosa presenta Jaccottet en su texto “El cerezo” si no es la activación de un dispo-
sitivo analógico que con cada realización genera una nueva imagen de ese cerezo? En lugar de rehu-
sar esta metáfora cognitivamente comprendida se da a ella alegremente… Una alegría que —en estos
últimas líneas— se desvela ya como emoción surgida de la metamorfosis misma de las imágenes, de
su potencia analógica renovada en cada ejecución, portadora de una energía alimentada sin cesar por
lo que se muestra esquivo —y que así se muestra por el hecho de no poder decir de una vez por todas
la rojez del rojo—. O, expresado con palabras de Jaccottet: “como si la llama no fuera completamente
de este mundo: huidiza, remisa, y por ello mismo fuente de alegría” (1990: 13).
Una llama respecto de cual Jaccottet no deja sin embargo de experimentar desconfianza. Porque
¿cómo dar crédito a esos juegos de magia por los que un cerezo se convierte en un fuego y el fuego
en un nido de pájaros? ¿Cómo confiar —escribe al cerrar su texto— en “esos engaños tan bellos que
le quitan a uno el sueño? Demasiado bellos sin embargo […] —añade— para ser solamente engaños”
(1990: 17). La alegría del engaño: tal es el nombre de una emoción sostenida a la vez por la vocación
de ignorancia y por la voluntad de una intelección sensible. La alegría del engaño: la de un poeta que
es a la vez el espectador medio confiado y medio desconfiado de las metamorfosis mágicas que él
mismo despliega.
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