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Universidad Nacional de Córdoba
Facultad de Filosofía y Humanidades
Escuela de Historia
Trabajo Final de Licenciatura en Historia
Fuego, prácticas sociales y vida cotidiana
durante el primer milenio de la Era al sur de
las cumbres Calchaquíes (La Ciénega,
Tucumán, Argentina)
Tesista: Lucía Justiniano
Directora: Dra. Valeria Leticia Franco Salvi
Diciembre, 2022
A mis queridísimos abuelos,
Susana y Raúl
Agradecimientos
Un hombre se levanta
Y sale a la ventana,
Y lo que ve decide
La próxima mañana.
Un hombre simplemente
Sale a mirar el día
Y se deja quemar
Con ese resplandor,
Y decide salir
A perseguir el sol.
Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, 1975.
Esta tesis es el resultado de cinco años recorridos junto al Equipo de Arqueología del
extremo Sur de las Cumbres Calchaquíes (EASCC) y acompañada de mis amigos/as,
hermanos/as, mi querida familia y mis compañeras de carrera. Con la convicción de que todo
esfuerzo propio se sostiene y se alimenta colectivamente, es a ellos y a ellas a quienes les debo
mi más sentidas gracias.
A mi maestra, directora de este trabajo y co- directora del equipo, la Dra. Valeria Franco
Salvi. Profesora, investigadora y feminista, quien me mostró con el ejemplo que una mujer
puede dedicarse a lo que su corazón le dicte. Por guiarme, celebrar mis logros y darme
esperanza ante las dificultades.
Al co- director del EASCC, el Dr. Julián Salazar, a quien admiro mucho, por abrirme las
puertas de su espacio, enseñarme con paciencia y motivarme desde aquel primer congreso al que
nos presentamos en 2019. A mis compañeros/as del EASCC, Lic. Stefi Chiavassa, Agus
Etchegoin, Lic. Gonza Moyano, Lu de Salazar, Lic. Ignacio Espeche, Clara Aguilera, Mati
Colque y Dr. Jordi López Lillo, por los momentos compartidos. Muy especialmente a la Mgtr.
Agus Fiorani, mi querida amiga, al Lic. Fran Franco y a la Dra. Rocío Molar, por leerme y
aconsejarme. Al Lic. Juan Montegú, por su invaluable ayuda en esta tesis y por transmitirme su
buena onda.
A los profes de Prehistoria y Arqueología, Dr. Diego Rivero y Dra. Andrea Recalde, por
hacerme sentir parte de la cátedra desde el primer día. A las autoridades y profes de la Escuela
de Historia, por todo lo transitado y aprendido.
A los comuneros y comuneras de Anfama, Tafí y La Ciénega, por recibirnos siempre
tan cariñosamente y compartir con nosotros tan lindos momentos. En especial a Rudi, Susi,
Moni, Fabián, Hilda, Rogelio y sus familias.
A todas las entidades que han financiado y posibilitado las investigaciones del equipo,
entre las que se cuentan el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET), la Secretaría de Ciencia y Técnica de la UNC, el Consejo Interuniversitario
Nacional, la Fundación Toyota y la Fundación National Geographic.
A mi fiel compañera de carrera y amiga del alma, Gaby Falco, por las tardes y noches
de estudio y risas. A quienes hicieron más alegres y llevaderas las instancias evaluativas, mis
compañeras Dana, Clari, Anita, Male, Marti, Agos, Belu y Trini.
A mi profe de historia del secundario, Florencia Sueldo, por haber sido luz cuando lo
necesitaba y motivarme a estudiar esta licenciatura.
A mis hermanos de la vida, Valentina, Amparo e Iván, por estar desde siempre a mi
lado. A mis amigos, Cande, Vale, Fran, Conra y Bahía, por su inmejorable compañía. A mi
querido Axel, por su cariño y por estar en cada detalle. A mi gatita Cherri, felicidad de cada día.
A mi mamá, María Inés, pieza infaltable de mi vida, por su inmenso amor. A mi papá,
Gonzalo, por su incondicional apoyo y por creer en mí. A Stella y Lalo, por demostrarme que la
familia es la que se elige con el corazón. A mi padrino, José Antonio, por estar sumamente
presente. A mis queridos familiares, en especial a Agustín, Analía, Caro, Santi, Oli, Marilí,
Raquel, Alicia, Uchi y Esme, por su cariño.
A mi abuela, Susana, a quien tuve la suerte de tener junto a mí hasta mis 19 años, por su
confianza, sus sabios consejos y por haberme regalado tantos lindos recuerdos. A mi abuelo
Raúl por enseñarme que quien se esfuerza siempre recibe recompensa. A mi abuelo Ignacio,
profesor universitario y activista político, a quien no tuve el gusto de conocer, pero con quien
sin dudas hubiera tenido las más interesantes charlas.
A la Universidad Nacional de Córdoba, pública y laica, por haber transformado mi vida
y haberme dado la oportunidad de estudiar lo que siempre quise.
Con la confianza y la emoción de que se acercan largos años de arqueología,
aprendizajes, viajes, investigación y buena vida junto a todos ustedes.
Lucía
El fuego ancestral se presenta, entonces, como un elemento conectado con el corazón, con el
espíritu, simboliza sanación y comunidad, comunicación a través de la palabra que en él se
calienta y se repite para que se adhiera en la mente y el corazón de las comunidades que se
permiten ser con su compañía y guía; conocimiento del arte milenario del aprendizaje humano;
abuelo y orientador de la vida.
Federico Sánchez Riaño y Aura Isabel Mora, Epistemologías del fuego, una propuesta a partir
del pensamiento ancestral, 2019.
Índice de contenidos
1. Introducción …………………………………
2. Abordaje teórico-metodológico …………….
2.1. El enfoque histórico ……………..
2.2. Contexto histórico ………………..
2.3. Los agentes y sus prácticas ………
2.4. Las cosas y su agencia …………...
2.5. El fuego …………………………..
2.6. Espacios domésticos ……………..
3. Antecedentes ………………………………..
3.1. Arqueología del fuego ……………
3.2. El fuego en los Andes ……………
4. Área de estudio: el valle de La Ciénega ……
4.1. Caracterización ambiental ………..
4.2. Investigaciones arqueológicas ……
5. Lomita del Medio …………………………...
5.1. Excavación ……………………….
5.2. R94 ……………………………….
5.3. R90 ……………………………….
5.4. R91 ……………………………….
5.5. R93 ……………………………….
5.6. R89 ……………………………….
5.7. R89 bis …………………………...
5.8. Relaciones temporales ……………
6. En busca del fuego: métodos y técnicas …….
Leños carbonizados …………………...
Carporrestos ………………………….
Restos arqueofaunísticos ……………...
Muestra lítica …………………………
Muestra cerámica …………………….
Sedimentos ……………………………
Estructuras de combustión ……………
Análisis espaciales ……………………
Perspectiva etnoarqueológica ………...
7. Materialidades del fuego ……………………
7.1. Distribución espacial de la muestra
antracológica ………………………….
……….…..……………………………………1
……….…..……………………………………4
……….………………………………………..4
………………………………………………...5
………...………………………………………7
……….………………………………………10
……….………………………………………13
……….………………………………………16
……….………………………………………20
…………………………………………….…20
……….………………………………………26
……….………………………………………30
……….………………………………………30
……….………………………………………37
……….………………………………………45
……….………………………………………48
……….………………………………………50
……….………………………………………55
……….………………………………………55
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……….………………………………………68
……….………………………………………69
……….………………………………………69
……….………………………………………70
……….………………………………………70
……….………………………………………70
……….………………………………………71
……….………………………………………71
……….………………………………………72
……….………………………………………74
……….………………………………………74
7.2. Análisis carpológicos ………………
7.3. Estudios zooarqueológicos …………
7.4. Análisis líticos …………………….
7.5. Análisis cerámicos …………………
7.6. Análisis químicos de sedimentos …
8. Arquitectura del fuego ………………………
8.1. Estructuras de combustión …………
8.2. Análisis espaciales ……………….
9. Discusión. Prácticas y ensamblajes
cotidianos en las viviendas del NOA …………
9.1. La Unidad Residencial 18 …………
El recinto R94 ¿una cocina? …
Recinto R89: el patio …………
Los recintos R91, R90, R93 y R
R89 bis …………………………
9.2. Paisajes domésticos de acción ……
9.3. Fuegos y fogones del NOA ………
Registro del primer milenio de
la Era …………………………
Algunas consideraciones
etnográficas ……………………
9.4. El fuego: un equívoco …………….
10. Consideraciones finales ……………………
Futuras líneas de investigación …………
11. Bibliografía …………………………………
12. Anexos ………………………………………
……………………………………………….75
………………………………………….……76
……………………………………………….77
……………………………………….………84
………………………………………….……90
………………………………………….……96
……………………………………….………96
……………………………………...………101
…………………………………………...…106
……………………………………….……..106
……………………………………………...106
……………………………………...………110
…………………………………………..….113
……………………………………………...113
………………………………………...……115
…………………………………………..….115
……………………………………………...117
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……………………………………………...121
……………………………………………...131
1. Introducción
(...) el fogón y la casa rara vez han permanecido separados durante mucho tiempo: juntos forman
un hogar. La domesticación comenzó literalmente con la creación de un domus para el fuego. El hogar
era, como nos recuerda su raíz latina, un foco de vida.
Stephen J. Pyne, Fire: a brief history, 2019.
Durante su viaje por la Patagonia, Charles Darwin escribió en su diario de campo que,
al verse alejado de las facilidades de la sociedad moderna, comenzó a valorar un elemento sobre
el cual no había reflexionado anteriormente y que catalogó como uno de los mayores
descubrimientos de la humanidad: el fuego. En su travesía, este fue su compañero, ya que le
brindó calor, refugio, luz y la oportunidad de cocinar sus alimentos (Wrangham 2009).
De hecho, los estudios etnográficos y arqueológicos evidencian que las comunidades
humanas mantienen una relación muy particular con este elemento. Este participa activamente
de la vida cotidiana, de las comidas, de los cultos a los difuntos y las divinidades y de los
rituales de renovación, fertilidad y transformación (Lieberherr 2006; Spikins et al. 2010).
Además, el relato de Prometeo no es la única versión, aunque sí la más conocida, sobre
la forma en que la humanidad se entrelazó con el fuego. Se han transmitido de forma oral y
escrita una diversidad de relatos sobre los tiempos en los que los humanos vivían sin él y cómo
fue que lo conocieron, lo encontraron o les fue legado (Frazer 1930; Steele y Allen 2004; Pyne
2019). En efecto, existe un debate antropológico sobre qué, exactamente, es el fuego, ya que,
según diferentes perspectivas, puede tratarse de una fuerza de la naturaleza, una invención, un
agente no humano, un artefacto y/o el resultado del proceso químico de combustión
(Goudsblom 1992; March 2002; Castillo Luján 2012; Jofré 2013).
En términos arqueológicos, el interés ha estado enfocado principalmente en conocer el
modo y el período histórico a partir del cual el género homo pudo generarlo y manejarlo
cotidianamente (Oakley 1955; Perlès 1977; Gómez de la Rúa y Diez Martín 2009). Por
consiguiente, estos estudios se han concentrado en Europa, Asia y África. A estos fines, los
investigadores han rastreado las más ínfimas huellas de combustión, a saber, termoalteraciones
del sedimento, cenizas, carbones, pequeños fragmentos líticos quemados y huesos calcinados
(James 1989; Bellomo 1993; Alperson- Afil 2012). Tal como lo expresó Marc Bloch (1993), se
trata de perseguir todo aquello que huela a carne humana y, en este caso, a fuegos humanos.
Comparativamente, las investigaciones sobre la relación entre este elemento y las
comunidades andinas son significativamente más escasas. Sin embargo, afortunadamente en
esta región existe una tradición de análisis arqueobotánicos de carbones vegetales, la cual se ha
desarrollado desde la década de 1990, aproximadamente (Johannessen y Hastorf 1990;
Capparelli y Raffino 1997; López Campeny 2001; Jofré 2004; Marconetto 2008, 2017;
Rodríguez 2018; Aguirre et al. 2019). En este sentido, Jofré (2004) considera que estos forman
parte de la “arqueología del fuego”, la cual constituye una línea de investigación orientada a la
1
interpretación de prácticas sociales a través del estudio de restos arqueológicos de
combustiones.
En el presente trabajo se sugiere que no sólo los leños, sino también los materiales
cerámicos y líticos, los restos óseos, los sedimentos y las estructuras arquitectónicas
relacionadas directa o indirectamente a las combustiones integran la “arqueología del fuego”
(Jardón Giner 1998). En consecuencia, a partir de una amplia variedad de evidencias materiales,
en esta tesis se estudian diversas prácticas sociales cotidianas en torno al fuego en una vivienda
del valle de La Ciénega (Dto. Tafí del Valle, Pcia. de Tucumán, Argentina), habitada durante el
primer milenio de la Era.
Las investigaciones realizadas en los valles intermontanos y otras zonas del Noroeste
Argentino destacan la centralidad que adquirió la vida doméstica en este período (Delfino et al.
2009; Salazar 2010; Haber 2011). Entonces, se analiza el modo concreto en que el fuego se
integró y participó en la cotidianeidad doméstica. Si bien esta problemática de estudio ha sido
escasamente desarrollada por la arqueología regional (Carreras 2015, Rodríguez 2021), presenta
una gran potencialidad de estudio. En diferentes regiones del mundo, se ha documentado el rol
crucial del fuego en la estructuración de la vida y los espacios domésticos (Hodder 1992;
Lieberherr 2006; Bourdieu 2007).
El valle de La Ciénaga se presenta como un área de estudio sumamente adecuada para
explorar esta línea de investigación. Este se emplaza a 2700 msnm en el extremo sur de las
Cumbres Calchaquíes y, pese a la magnitud del asentamiento aldeano observable y su temprana
identificación por parte de investigadores pioneros (Quiroga 1899; Schreiter 1928), los análisis
posteriores han sido escasos (Bernarsconi y Baraza 1985; Cremonte 1988, 1996, 2003).
En efecto, desde el año 2019, en acuerdo con la Comunidad Indígena del Pueblo
Diaguita del Valle de Tafí, el Equipo de Arqueología del extremo Sur de las Cumbres
Calchaquíes ha estado realizando prospecciones y relevamientos sistemáticos en este altivalle.
Como resultado, se han excavado seis recintos de la Unidad Residencial 18 del sitio Lomita del
Medio, siguiendo la propuesta de Harris (1991). Específicamente, este conjunto se conforma
como una vivienda integrada alrededor de un gran patio circular (R89), al que se adosan cinco
recintos más pequeños (R89 bis, R90, R91, R93 y R94). En base a la arquitectura (Salazar
2010), los patrones estilísticos de la cerámica (Cremonte 1996; Salazar et al. 2022) y los
fechados radiocarbónicos realizados (Franco Salvi y Justiniano 2022), se infiere que se trata de
una ocupación correspondiente al primer milenio de la Era.
Esta vivienda, en la que se centra esta investigación, cuenta con diversas estructuras de
combustión, abundantes cantidades de carbones vegetales concentrados en estos rasgos y
grandes vasijas cerámicas con marcas de hollín. Consecuentemente, aunque el fuego constituye
un objeto esquivo arqueológicamente, al no ser directamente observable en el registro material,
se articuló un conjunto de evidencias relacionadas al mismo. De este modo, se ha indagado en la
manera en que este elemento, las comunidades locales y las materialidades han estructurado la
2
vida doméstica de una manera singular y a la vez similar a las atestiguadas en otros valles del
Noroeste Argentino durante el mismo período. El desarrollo del trabajo se ha articulado en una
serie de capítulos, cada uno de los cuales contiene la siguiente información:
En el capítulo 2 se presenta el conjunto teórico- metodológico a partir del cual se ha
abordado este estudio. Dentro de este, las primeras secciones refieren a la relación entre historia
de la vida cotidiana y arqueología y a las características del período de estudio. La tercera, la
cuarta y la quinta contienen, respectivamente, consideraciones sobre nuestro modo de entender
la agencia humana, la materialidad y el fuego. Por último, se explica el modo en que estos
elementos se relacionan en los espacios domésticos.
En el capítulo 3 se dan a conocer los antecedentes del problema de investigación. La
primera sección abarca estudios realizados a nivel internacional, mientras que la segunda
comprende aquellos específicos del Sur Andino.
El capítulo 4 consiste en la caracterización, en términos ambientales y arqueológicos,
del valle de La Ciénega. Aquí se exponen las investigaciones previas realizadas en el área.
En el capítulo 5 se describe detalladamente la excavación de la Unidad Residencial 18
del sitio Lomita del Medio, en la cual se basa esta tesis. Las primeras secciones refieren a cada
uno de los recintos estudiados, mientras que la última contiene la interpretación estratigráfica
del conjunto.
El capítulo 6 refiere a los métodos y técnicas concretas empleados en los análisis de
materialidades, los cuales se presentan pormenorizadamente en el capítulo 7. A su vez, en el
capítulo 8 se integran las evidencias en el marco de la arquitectura del fuego.
En el capítulo 9 se discuten los resultados de investigación, en lo que respecta al sitio en
cuestión y en relación a otros registros materiales del Noroeste Argentino. Finalmente, en el
capítulo 10 se exponen sumariamente las conclusiones de este trabajo y se presentan las futuras
líneas de investigación.
3
2. Abordaje teórico- metodológico
2.1. El enfoque histórico
(...) La historia se hace con documentos escritos, sin duda. Cuando los hay. Pero puede y debe hacerse con
todo lo que la ingeniosidad del historiador le permita utilizar para producir su miel, a falta de las flores
habituales. Por lo tanto, con palabras. Con signos. Con paisajes y con tejas. Con las formas del campo y
de las malas hierbas. Con los eclipses de luna y con los arreos de los animales de tiro. Con las
peritaciones de piedras de los geólogos y los análisis de las espadas de metal hechos por los químicos (...)
Lucien Febvre, Combats pour l'histoire, 1952.
Los historiadores Marc Bloch y Lucien Febvre, fundadores de la Escuela de los
Annales, fueron pioneros en subrayar la posibilidad de investigar problemáticas históricas a
partir de fuentes alternativas a los documentos escritos y oficiales. Más tarde, hacia la década de
1970, en el contexto de las descolonizaciones y los nuevos movimientos sociales y políticos, en
la tercera generación de los Annales, algunos investigadores comenzaron a implementar
abordajes etnográficos para estudiar las costumbres, sensibilidades y la vida diaria de las
sociedades. Entonces, en el marco del llamado giro antropológico, “el historiador se calza las
botas del etnólogo” (Dosse, 1988: 177).
Estas nuevas propuestas teórico- metodológicas supusieron un desplazamiento respecto
a los sujetos, temáticas, fuentes y métodos con las que solían trabajar los historiadores.
Entonces, se reconoció que para reconstruir el pasado de sociedades que no habían dejado
documentos escritos y/o marginadas de las cúpulas del poder de los Estados o de las élites, era
conveniente recurrir a otros tipos de vestigios materiales (Burke 2000). Por ejemplo, para
conocer más sobre la vida cotidiana de la “gente común” durante la temprana Edad Moderna, se
realizaron estudios de los utensilios de mesa, las comidas, los muebles y las habitaciones de las
casas (Deetz 1977).
Por otra parte, estas innovaciones generaron mayor interés en lo que se conoce como
historia ambiental, un campo multidisciplinar que estudia la interacción entre comunidades
humanas, el clima y la ecología en el pasado. A los fines de aproximarse a los procesos sociales
desde una óptica ambiental, esta suele recurrir a materiales y métodos de la botánica, la geología
y la palinología, lo que posibilita la reconstrucción del paleoambiente (McNeill 2003).
Dentro de este campo académico, Stephen Pyne se ha dedicado a la historia del fuego,
comprendiendo desde los momentos en que la tierra no había sido poblada por los humanos
hasta el rol de las armas de fuego en las más recientes guerras. Se destaca su enfoque
primordialmente diacrónico, ya que busca reconocer los cambios en la relación entre las
personas y el fuego en la larga duración.
A su vez, su obra manifiesta que los procesos históricos se desarrollan a través de la
participación de una variedad de agentes y factores humanos y ecológicos (Pyne 2019). Para
ilustrar, algunos estudios históricos indican que la dinámica de la colonización inglesa de
4
norteamérica estuvo profundamente afectada por bacterias, virus, insectos, plantas e incendios
(Mann 2013).
En consonancia, nuestro propósito es analizar la historia de las comunidades que
habitaron el valle de La Ciénega en el primer milenio DC, especialmente en lo que respecta a su
vida cotidiana y su relación con el fuego. De todas maneras, esta investigación se inscribe en los
métodos, técnicas, teorías de la arqueología, entendida como una ciencia que busca interpretar
prácticas sociales a través de sus restos materiales (Vaquer 2007).
En este sentido, aquí no se concibe a la arqueología como una disciplina subsidiaria de
la historia. En efecto, las preguntas de investigación que intentamos resolver se relacionan a la
materialidad y las relaciones entre los humanos y las cosas. Asimismo, buscamos conocer la
vida diaria de los sujetos del pasado, en su singularidad y en el marco de procesos más generales
del Noroeste Argentino y los Andes del Sur.
De este modo, se trata de un estudio arqueológico enfocado en interrogantes sociales e
históricos. En particular, nuestro punto de acceso a la vasta historia de las comunidades
prehispánicas reside en su vida cotidiana. Tal como sostiene Gonzalbo Aizpuru:
En el estudio de lo cotidiano se encuentra un cauce para comprender el pasado de la gente
que había estado marginada de la historia, gente que ya no debería identificarse como masas, sino
que podría tener su propio rostro y personalidad. La vida cotidiana no está fuera de la historia, sino
en el centro del acontecer histórico (2006: 20).
De forma similar, ha existido una tendencia a considerar el pasado y las identidades
indígenas como invariables, inertes y ajenas a la historia, ya que este último ámbito ha sido
reservado casi exclusivamente a los procesos acaecidos en América Latina luego de la invasión
y conquista española (Quesada et al. 2010). A modo de crítica a estos enfoques, subyace a
nuestro trabajo la comprensión de la vida de las comunidades indígenas como dinámica,
alterable, activa, y fundamentalmente, histórica.
2.2. Contexto histórico
¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió siempre a construir? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los constructores? (...)
Bertolt Brecht, Questions from a worker who reads, 1935.
En el área Centro- Sur Andina, la vida aldeana se consolida y se expande en el período
conocido como Formativo (Olivera 2012; Scattolin 2015), que para el caso del Noroeste
Argentino abarca aproximadamente el primer milenio DC. En líneas generales, es entonces
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cuando en los diversos paisajes locales comenzaron a desarrollarse nuevas relaciones y
dependencias entre humanos y no humanos. Se desplegaron procesos de sedentarización y
aglomeración, de crianza de animales y plantas, se produjeron innovaciones tecnológicas y se
generaron nuevos acuerdos y negociaciones políticas (Franco Salvi 2018).
Por ende, en este período lo doméstico adquiere especial significación, en tanto es
transversal a las relaciones que se establecen entre paisajes, cosas, humanos y ancestros y las
relaciones sociales y otras cosas. Aún más, se ha argumentado que en conjunto, todos estos
seres, que habitaban las viviendas, los montículos y los campos de cultivo, conformaron la
sacralidad de los espacios domésticos (Salazar et al. 2011).
Existe una tendencia a comprender las sociedades formativas a partir de un conjunto
relativamente estable de categorías. Estas son definidas por comparación con modos de vida
cazadores- recolectores o con desarrollos sociales tardíos, a los que se les atribuye una mayor
complejidad social. Principalmente, el Formativo se ha ligado al desarrollo de economías
productivas agro-pastoriles, bajos niveles de desigualdad social y de especialización de roles
sociales, altos grados de sedentarismo y a la aparición de grandes cantidades y variedades de
tecnologías especializadas (ej. cestería, alfarería) (Olivera 2012).
Empero, se le han realizado algunas críticas a esta concepción. Esencialmente, se ha
argumentado que se trata de una elaboración teórica demasiado abstracta y esquemática, que no
ha sido construida a partir de la diversidad histórica local. Sobre esta base, se han entendido
como relativamente uniformes los procesos de cambio experimentados por las sociedades
aldeanas tempranas del NOA. De este modo, la categoría ha contribuido a subsumir variadas
realidades socio-culturales en una misma universalidad (Franco Salvi et al. 2009).
Consecuentemente, preferimos utilizar el vocablo primer milenio de la Era, el cual
sencillamente alude a un período de tiempo aproximado, sin establecer a priori las
características específicas de este (Scattolin 2015). Como propone Korstanje (2005), la
deconstrucción del término Formativo permite pensarlo más bien como un período de larga
duración en el que se desarrolló una dialéctica entre continuidades y discontinuidades históricas.
Además, se postula que la diversidad de procesos históricos de estos siglos es sumamente
amplia, puesto que los actores sociales y sus múltiples modos de vida fueron los protagonistas
en el desarrollo de las primeras aldeas.
Para finalizar, Olsen (2013) denomina a ciertos vestigios arqueológicos como sticky
materials, es decir, materialidades pesadas o pegajosas que se adhieren y forman parte de la
historia de los pueblos durante centenas o miles de años a través de su constante reapropiación.
Al respecto, en el primer milenio de la Era se observan en el Noroeste Argentino estructuras
arquitectónicas de grandes magnitudes que conllevaron importantes esfuerzos de construcción.
Asimismo, los estilos cerámicos y los modos de hacer alfareros perduraron durante siglos y
fueron reelaborados y resignificados en múltiples contextos socio-culturales, propios de cada
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valle o localidad (Vázquez Fiorani 2019). En consecuencia, esta categoría resulta apropiada
para analizar los vestigios arqueológicos del primer milenio de la Era en La Ciénega.
En las siguientes secciones de este capítulo se presentan las nociones y
posicionamientos teóricos que orientan nuestra investigación. Se explica la forma en que
comprendemos el accionar de los sujetos históricos, la manera en que participan de las
dinámicas sociales, aquello que entendemos por materialidades arqueológicas y en especial,
nuestra definición del fuego.
2.3. Los agentes y sus prácticas
Este héroe anónimo viene de muy lejos. Es el murmullo de las sociedades (...) Pero en las
representaciones escriturarias, avanza. Poco a poco ocupa el centro de nuestros escenarios científicos. Los
proyectores han abandonado a los actores que poseen nombres propios y blasones sociales para volverse
hacia el coro de los figurantes amontonados a los costados, y luego fijarse por fin en la muchedumbre del
público. Sociologización y antropologización de la investigación que privilegian lo anónimo y lo
cotidiano ahí donde los zooms entresacan los detalles metonímicos, partes tomadas por el todo (...)
Michel De Certeau, L'invention du quotidien. Vol. 1, Arts de faire, 1980.
Desde las últimas décadas del siglo XX, algunos teóricos comenzaron a cuestionar las
teorías estructuralistas porque, en general, le otorgan un lugar subordinado a la acción humana.
Desde esta óptica, las macro- estructuras socio- económicas, mentales y simbólicas condicionan
fuertemente e incluso determinan el desarrollo de las sociedades (Iggers 1998).
A modo de crítica, se plantea que estos enfoques opacan el factor fundamentalmente
humano de los sujetos, a saber, sus emociones, elecciones, intenciones y experiencias.
Recurriendo a una metáfora del historiador Richard J. Evans, Eley (2005) sostiene que el énfasis
en los cambios estructurales a largo plazo y en las tendencias mensurables puede causar la
impresión de que los procesos históricos son “teatros de marionetas”, en los cuales las acciones
y creencias son epifenómenos de grandes fuerzas impersonales.
Consecuentemente, se empieza a reconocer que los sujetos tienen capacidad de agencia,
es decir, de incidir y participar en las dinámicas sociales. Sin embargo, esto no implica un
desconocimiento absoluto de los factores estructurales en las explicaciones, ya que las acciones
se inscriben en contextos socioculturales particulares (Dornan 2002).
De hecho, los críticos, como por ejemplo Bourdieu (2007), Giddens (2006) y Chartier
(1992), también cuestionan las teorías liberales de la acción racional. Según estas, en toda
circunstancia los individuos escogen deliberadamente, sin importar constricciones sociales y
culturales, las alternativas más óptimas para el logro de ciertos fines. Así, el comportamiento
sigue patrones característicos de la racionalidad económica liberal, que se consideran
universales (Polanyi 1994).
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Resulta problemático asumir que todas las comunidades humanas actúan en función de
lógicas individualistas y utilitaristas, propias de la modernidad. En efecto, no sería pertinente
extrapolar el pensamiento occidental actual a otras sociedades, por lo que se requiere identificar
las condiciones histórico- culturales de una comunidad para explicar sus prácticas (Polanyi
1994).
De hecho, muchos estudios arqueológicos se han realizado sobre la base de modelos de
comportamiento economicistas, que deducen la conducta humana a partir de factores como
escasez, aumento demográfico y condiciones ambientales. Aunque estos constituyen
herramientas útiles para interpretar el registro arqueológico, los estudios etnoarqueológicos
muestran que admitirlos taxativamente puede conducir a interpretaciones inadecuadas respecto a
las prácticas y racionalidades diversas de las comunidades locales (Hernando Gonzalo 1995).
Consecuentemente, mantenemos una distancia crítica respecto de los postulados del
individualismo y del estructuralismo metodológico. En este sentido, nuestro posicionamiento
teórico se condice con los abordajes constructivistas o relacionistas, los cuales implican una
dialéctica entre estructuras y sujetos sociales, de manera que ambos se condicionan mutuamente
(Gutiérrez 2012).
En particular, Bourdieu (2007) ha desarrollado la Teoría de la Práctica, según la cual
existen regularidades sociales que dan forma a las interacciones, representaciones y
posibilidades de los agentes. Los sujetos reciben este último nombre porque se considera que, a
través de sus prácticas, estructuran activamente el mundo social. Por supuesto, el concepto no
alude a acciones absolutamente deliberadas, sino enmarcadas en contextos socio-históricos
particulares. En palabras de Pauketat “las acciones y representaciones de la gente -prácticas- son
generativas (...) son procesos históricos en el sentido en que han sido moldeadas por lo que les
precede y dan forma a lo que les sigue” (74: 2001).
Precisamente, el concepto de habitus refiere al sistema de disposiciones duraderas a
actuar, percibir y pensar de una cierta manera, que es interiorizado por los individuos durante su
vida social. Entonces, actividades diarias como recolectar leña, encender y mantener el fuego o
cocinar alimentos se pueden considerar como prácticas desarrolladas y organizadas en el marco
de un habitus (Bourdieu 2007).
Además, la categoría es dinámica ya que no sólo permite explicar una situación social
dada sino su génesis y transformaciones. El habitus, en tanto estructura estructurada y
estructurante, “asegura la presencia activa de las experiencias pasadas” (Bourdieu, 2007: 88).
Por lo tanto, es la historia objetivada en la vida social, pero no es inmóvil, ya que es el punto de
partida de la invención e improvisación de los agentes (Gutiérrez 2012).
En efecto, se trata de un concepto acorde para analizar “modos de hacer”, de construir y
habitar las viviendas, de manejar el fuego, de cocinar y de ofrendar que se desarrollaron durante
cientos de años en los valles intermontanos, no sin alteraciones. En oposición a la idea de que la
8
vida aldeana era estática y/o simple, consideramos que, mediante sus prácticas cotidianas, los
sujetos la construían activamente (Scattolin et al. 2009; Salazar 2010).
Esta perspectiva es apropiada para una investigación que pretende indagar en las
prácticas domésticas de actores colectivos, a saber, las comunidades prehispánicas de La
Ciénega. Su potencialidad radica en que permite entender a los sujetos como agentes, es decir,
como participantes activos de la historia. Esto resulta particularmente relevante puesto que se
trata del pasado de comunidades indígenas a las que tradicionalmente se les han negado su
historia, su identidad y sus prácticas culturales (Curtoni 2004).
En ese sentido, como se ha mencionado, lo cotidiano se configura como un punto de
acceso esencial para construir conocimiento sobre la vida social de estas comunidades.
Específicamente, la categoría comprende las costumbres, rutinas diarias y lo repetitivo en la
vida de los grupos sociales. También es posible considerar que se relaciona a lo espontáneo, es
decir, a aquellas actividades y gestos que se realizan sin una planificación o reflexión exhaustiva
previa, porque han sido incorporados social y culturalmente (Gonzalbo Aizpuru 2006). De esta
manera, es posible sostener que lo cotidiano se desenvuelve en el marco del habitus.
Al tratarse de un estudio arqueológico, nos interesa conocer el modo en que las
prácticas diarias se ensamblaron en la materialidad. Entendemos que las vivencias, actividades y
representaciones están sujetas a espacios y tiempos particulares. Como sostiene Hendon,
(...) la experiencia de la vida cotidiana, enterrar los muertos y almacenar cosas, la
elaboración de objetos y la transmisión de conocimientos, el intercambio de bienes y los banquetes
en el hogar ayudaron a estas personas a construir sus historias y subjetividades particulares (2010:
2).
A partir de estas consideraciones se ha desarrollado una línea de estudios denominada
Arqueología de la Práctica (Pauketat 2001; Dobres y Robb 2005), la cual constituye la base de
nuestra investigación. Esta retoma la sociología de Bourdieu, en especial aquello que refiere a la
materialidad (Vaquer 2007). Efectivamente, el habitus tiene que ver con lo corporal, ya que se
interioriza y reproduce en formas de moverse, caminar y hablar. En adición, para el autor,
(...) el espacio habitado -y sobre todo la casa- es el locus principal para la objetivación de
los esquemas generativos; y a través de la mediación de las divisiones y jerarquías que establece
entre cosas, personas y prácticas, este sistema de clasificación tangible continuamente inculca y
refuerza los principios taxonómicos que subyacen a todas las divisiones de una cultura (Bourdieu
1977: 89).
De esta forma, las prácticas operan situadas en la materialidad y en interdependencia
con esta. En su análisis sobre las casas de los grupos kabila en Argelia, sostiene que existe una
parte baja, oscura y nocturna donde se hallan cosas húmedas, como leña y vasijas con agua, y se
realizan ciertas actividades, a saber el sueño, el acto sexual, el parto. En oposición, la parte alta
y luminosa de la casa es el lugar de los humanos, del fuego y de los objetos fabricados con él,
del tejido y la cocina (Bourdieu 2007).
9
En consecuencia, consideramos, al menos como punto de partida, que la vida cotidiana
de las comunidades se articulaba a partir de la relación entre el cuerpo, el espacio concreto que
habitaban y las actividades desarrolladas allí. En efecto, las prácticas producen paisajes y
materialidades que a su vez las estructuran y reproducen. Asimismo, la realización rutinaria de
tareas conlleva la incorporación, reproducción y atribución de significados a los espacios y los
materiales que se acumulan durante siglos (Quesada y Korstanje 2010).
Ciertamente, la cultura material, en tanto elaborada a través de prácticas sociales,
constituye una vía de acceso adecuada para indagar en el modo histórico particular en que se
construían y mantenían los fogones y se cocinaban los alimentos al calor del fuego. Sin
embargo, sostenemos que la materialidad no es exclusivamente un resultado de la actividad
humana, sino que la organiza. De acuerdo con Olsen:
Las cosas están fundamentalmente involucradas, no sólo en la realización de acciones,
sino también en hacer que la acción y la experiencia material sean familiares, repetitivas y
predecibles. Por su propio diseño, su fisonomía y sus posibilidades operativas, las cosas asignan o
“instruyen” comportamientos corporales; requieren ciertas habilidades estructuradas para
concretar sus competencias (2013: 182).
Por ende, nuestra postura sobre la capacidad de agencia de las cosas en la cotidianeidad
se explica pormenorizadamente en la siguiente sección.
2.4. Las cosas y su agencia
Las cosas, los animales, las naturalezas, no se quedan en silencio esperando a ser utilizadas, formadas o
encarnadas con significados socialmente construidos. Poseen sus propias cualidades y competencias, las
cuales aportan a nuestra convivencia con ellas. A veces estas entidades sirven a los objetivos e
intenciones humanas; a veces obedecen a la realización de deseos y aspiraciones. Otras veces conspiran
contra contra esos deseos y, obstinadamente, aplican sus propias lógicas.
Bjørnar Olsen, Reclaiming things: an archaeology of matter, 2013.
En esta investigación haremos referencia frecuentemente a las materialidades, es decir,
aquellas entidades corpóreas que se relacionan con las actividades humanas. Esta última
característica es lo que las diferencia de la idea de materia, del modo en que la analizan los
profesionales de las ciencias físicas o químicas. Entonces, la idea de materialidad alude a la vida
social de las cosas, ligadas entre sí y con personas y paisajes particulares (Tilley 2007).
En este sentido, es posible sostener que los muros de las casas, las ollas cerámicas y los
fogones son cosas que se relacionan con las personas porque estas las han construido. En efecto,
muchas materialidades pueden haberse generado con intervención de la intencionalidad humana
y luego, en su trayectoria de vida, haberse incluido en prácticas y redes de relaciones diferentes
(Kopytoff 1991).
10
No obstante, como plantea Latour (1999), las materialidades son co-productoras e
integrantes de colectivos compuestos de humanos y no- humanos, ya que los primeros
constantemente intercambian y combinan energía, propiedades y capacidades con los segundos.
Como proclama Hodder, “en muchos aspectos, las cosas nos hacen a nosotros” (2012: 13).
Por ejemplo, sería correcto afirmar que una cocinera es quien elabora las comidas. Pero,
consideramos que es más adecuado pensar que ella organiza ciertos materiales que se
entremezclan generando sensaciones, combinaciones, temperaturas y texturas particulares. Por
lo tanto, se trata de un proceso de transformación en el que las materialidades fluyen, mientras
que los humanos las reúnen y redireccionan sus dinámicas, en una suerte de diálogo (Ingold
2010).
Sin embargo, desde la Modernidad, gran parte de la tradición académica ha sostenido
que el mundo material se compone de objetos producidos deliberadamente por las personas con
fines meramente utilitarios. Por un lado, la categoría hace referencia a materialidades bien
delimitadas e individualizadas. En este sentido, una olla cerámica podría entenderse como un
objeto. Sin embargo, ciertas cosas como el fuego, el suelo, las cenizas y el humo tienen una
existencia material, pero resulta difícil comprenderlas como objetos. Por otra parte, este
concepto suele implicar una cierta inercia y pasividad de lo material respecto a lo mental, de
manera que lo segundo da forma y se impone sobre lo primero (Ingold 2010; Hodder 2012).
Consecuentemente, preferimos definir las materialidades como cosas, a saber, entidades
que tienen duración y presencia, o sea, que al menos por un período de tiempo existen de
manera contenida y definida (Hodder 2012). La potencialidad de la categoría yace en que
permite comprender las interconexiones, cambios y permanencias de la materialidad.
Específicamente, las cosas se ensamblan y se ligan entre sí (Hamilakis y Jones 2017). A
modo de ejemplo, las comidas hervidas, muy comunes en la región andina, son inconcebibles
sin fuego y sin leña. Las cosas son estables y duraderas y sus temporalidades son diferentes a las
de la vida humana, dado que persisten a través de las generaciones familiares e incluso a escalas
de tiempo geológicas (Hodder 2012). A su vez, las cosas se transforman, de manera que
cambian de apariencia y consistencia (Ingold 2010; Hodder 2012). Para ilustrar, el proceso de
combustión implica chispas, llamaradas, humo y diferentes luces, colores y temperaturas.
Estas características nos permiten afirmar que las cosas tienen agencia, es decir, que
participan activamente en la conformación del mundo en general y de las realidades sociales en
particular. De este modo, forman parte de entramados de humanos y no humanos que de manera
conjunta desarrollan acciones (Latour 2008). En términos generales, el concepto alude a la
capacidad de estos últimos de actuar efectiva y significativamente, influyendo y pautando la
vida humana (Robb 2010).
Esta consideración resulta particularmente relevante para construir una arqueología
sudamericana desde una perspectiva respetuosa de las comunidades locales y sus modos de
vida. De hecho, en los mundos andinos y amazónicos, las plantas, los animales, los cerros, los
11
ancestros, la Pachamama, el cielo, el fuego y otras entidades están dotadas de intencionalidad o
personeidad (personhood), características que en las modernas sociedades urbanas occidentales
sólo están reservadas a los humanos (Viveiros de Castro 2004; Descola 2005).
Por supuesto, esto habilita diversas relaciones entre cosas y personas que suponen
negociaciones y compromisos (Villanueva 2015). Por ejemplo, en la región andina, el fuego
posee capacidades purificadoras y curativas (Zevallos Ortiz 2016). De forma similar, algunos
árboles son importantes miembros de linajes familiares o se asocian a la deidad del sol (Hastorf
y Johannessen 1991), mientras que otros constituyen agentes peligrosos, capaces de dañar a los
humanos (Marconetto 2017). Incluso se entablan relaciones de crianza mutua entre humanos,
plantas, animales y cerros (Lema 2014). En efecto,
En los Andes, el cosmos está constituido por múltiples sujetos, definidos como todos los
que puedan dispensar potencia (qallpa), base de toda acción constructiva y productiva, como
también dañina o negativa, siendo el intercambio de esfuerzos la base de toda socialidad; donde la
vida se reproduce por medio del diálogo, los intercambios y los pactos entre los sujetos del
cosmos, existiendo una negociación permanente para restablecer y renovar acuerdos (...) (Lema
2014: 307).
De forma análoga, Ingold (2010) considera más pertinente el concepto de vida que el de
agencia. Para el autor, la segunda categoría involucra la capacidad generativa de las relaciones
dentro de las cuales surgen y se mantienen las cosas. Entonces, las cosas no son entidades
delimitadas exteriormente, sino más bien una maraña de nudos que se entrelazan con otros, en
un mundo que fluye permanentemente. En consecuencia, conceptos como los de potencia (Lema
2014) y vida (Ingold 2010) son más adecuados para pensar una materialidad como el fuego, que
se transforma continuamente, a la vez que atrapa e inflama otras cosas (Ingold 2007).
Uno de los objetivos de esta investigación es la identificación de usos del fuego, los
cuales entendemos como parte de prácticas sociales enmarcadas en un habitus. En consonancia,
nos distanciamos de la atribución, a ciertas materialidades como las estructuras de combustión,
de funciones exclusivamente predeterminadas por la intencionalidad y racionalidad humana
(March 1995).
Más bien, proponemos que existen ciertos “modos de hacer”, cultural e históricamente
situados (Scattolin et al. 2009), en los que las materialidades participan activamente al
posibilitar y/o restringir las actividades humanas (Tilley 2007). De hecho, ciertas cosas, como
los instrumentos líticos, involucran un know how que no es solamente establecido por las
personas. Al contrario, sus características guían o condicionan la manera en que podemos
interactuar con ellas (Olsen 2013).
La idea de reunión (gathering), que Hodder (2012) retoma de Heidegger, es apropiada
para pensar los usos como una forma de ensamblaje entre personas y cosas. A partir de un
ejemplo del filósofo, explica que:
(...) un puente se puede ver como el encuentro o la reunión de las dos orillas de un arroyo,
que reúne a las personas que cruzan el puente, que reúne a la gente y los carros de la ciudad o los
12
trabajadores de los campos (...) El puente como cosa puede ser explorado en términos de su
utilidad, su funcionalidad para juntar diferentes componentes (Hodder 2012: 8).
Este concepto es sumamente operativo para este estudio arqueológico. Para ilustrar, un
fogón central con grandes cantidades de materia orgánica probablemente sea uno en el que
habitualmente se cocinaba. Entonces, al contrario de pensarlo meramente como una estructura
destinada a la cocción, puede comprenderse como una reunión de rocas, cenizas, tierra, fuego,
maderas, personas, alimentos, ollas e incluso divinidades y/o ancestros. Es este el sentido en que
haremos referencia a los usos del fuego.
Asimismo, también haremos alusión a los significados del fuego, en el sentido en que
las materialidades también pueden pensarse como símbolos y emisores de comunicación no
verbal. Aún más, los usos de las cosas son indisociables de sus significados (Hodder 1982).
Sostenemos que estos no son impuestos exclusivamente por los humanos, sino que se producen
y se modifican a través de la práctica y de las relaciones entre cosas y personas (Acuto y Franco
Salvi 2015).
Nuestra propuesta teórica articula lineamientos de la Arqueología de la Práctica con
consideraciones teóricas sobre la agencia y/o la vida social de las cosas. En efecto, el pasado
continúa existiendo materialmente en el presente mediante rutinas y actividades que involucran
relaciones entre cosas y personas. Entonces, la cohabitación humana con lo material supone la
preservación, a través de la práctica, de la memoria social y corporal (Hendon 2010; Olsen
2013).
Como proponen Acuto y Franco Salvi, “toda experiencia, que es simultáneamente
corporal y cognitiva, tiene lugar en un contexto material que moldea las interacciones, la
subjetividad y los cuerpos. En este sentido, “el mundo de los humanos resulta inconcebible sin
los objetos” (2015:10). Subyace a nuestra investigación la intención de hacer explícito el
contenido de lo que Latour (1999) denomina caja negra, es decir, el modo en que los no
humanos forman parte activa de la vida diaria, que suele ser silenciado y olvidado.
Las implicancias de nuestro posicionamiento teórico en el ámbito concreto de los
paisajes y viviendas del Noroeste Argentino durante el primer milenio DC se explican en detalle
en el apartado subsiguiente. A continuación, desarrollamos nuestra definición del fuego, ya que,
como se ha mencionado, si bien pertenece al mundo material, tiene ciertas particularidades que
merecen atención específica.
2.5. El fuego
(...) el fuego del hogar, ombligo de la casa (...) es el dominio de la mujer (...) junto al fuego toma sus
comidas, mientras que el hombre, vuelto hacia afuera, come en medio de la habitación o en el patio. En
cualquier caso, en todos los ritos en que intervienen, el fuego del hogar y las piedras que lo rodean sacan
su eficacia mágica, ya se trate de proteger del mal de ojo o de la enfermedad o de provocar el buen tiempo
(...) La casa misma es dotada de una significación doble. Si es cierto que se opone al mundo público como
13
la naturaleza a la cultura, desde otro punto de vista es también cultura: ¿no se dice del chacal, encarnación
de la naturaleza salvaje, que no hace casa?
Pierre Bourdieu, El sentido práctico, 2007.
En una primera aproximación, parece sencillo definir el fuego. Este consiste en el
resultado del proceso químico de combustión. Concretamente, se trata de la reacción de la
oxidación de dos sustancias, el combustible y el comburente, lo que produce un
desprendimiento de humo, gases y energía en forma de calor y llamas. La madera, el carbón de
piedra, la gasolina y el butano son combustibles, es decir, elementos que alimentan la
combustión. Estos reaccionan al entrar en contacto con el gas o mezcla de gases que posibilita el
inicio y desarrollo de la combustión, a saber, el comburente (Castillo Luján 2012).
Asimismo, se requiere de una energía de activación, aportada por los focos de ignición,
que los humanos históricamente han sido capaces de generar a través de dos métodos
principales, la percusión de rocas y la fricción de maderas (Lieberherr 2006). A su vez, se
desencadenan dos procesos, uno térmico y otro de transformación material. Para que la reacción
química persista, parte de este calor debe continuar nutriendo el fuego (Castillo Luján 2012).
Lo interesante de esta definición más general, empleada en las ciencias químicas, es que
revela el carácter fundamentalmente procesual y material del fuego. En efecto, Ingold (2007)
postula que los materiales no poseen atributos fijos sino historias, ya que sus características son
cambiantes y relacionales.
Desde una óptica socio-cultural, la arqueología y la antropología han argumentado que
manejar el fuego es aquello que distingue a los humanos de los demás animales (March 2002;
Wrangham 2009). A su vez, este conlleva una variedad de potenciales usos y roles en la
cotidianidad, por lo que se asume su carácter plurifuncional y polisémico (Lieberherr 2006). Al
tener potencialidad para transformar la materia, este permite elaborar piezas cerámicas e
instrumentos líticos y cocinar los alimentos. También habilita la calefacción e iluminación de
los refugios y viviendas de los humanos, la celebración de rituales y la comunicación con el más
allá (Goudsblom 1992; Jardón Giner 1998). A su vez, constituye un centro de reunión donde se
comparten momentos e historias y un espacio de trabajo conjunto, por lo que integra las
relaciones sociales y configura el espacio, el tiempo y las prácticas sociales a su alrededor
(Lieberherr 2006).
Mientras que algunos investigadores se han dedicado al fuego en relación a los
incendios, las catástrofes y los abandonos (Valencia y Balesta 2013; Lindskoug 2016), nuestro
interés reside en su rol en la vida doméstica. En efecto, en el fragmento citado al comienzo de
esta sección se aprecia que, en los grupos kabila de Algeria, es complicado identificar la casa y
el fuego exclusivamente con un polo de la relación antagónica entre naturaleza y cultura
(Bourdieu 2007).
En el mundo moderno occidental resulta prácticamente indiscutible la dicotomía entre
estos ámbitos. Lo natural se asocia a lo salvaje, lo irracional y lo inerte. Las plantas, los
14
animales, el agua, la tierra y el fuego pertenecen a la naturaleza. Mientras tanto, los humanos,
correspondientes a la cultura, se entienden como superiores y peculiares respecto a la naturaleza,
ya que constituyen los únicos seres dotados de consciencia, inteligencia, intencionalidad e
historia. Por esta razón, se les atribuye potestad para manipular y controlar lo natural según sus
deseos y necesidades (Descola 2005; Latour 2008).
Sin embargo, en otras configuraciones ontológicas las relaciones entre naturaleza y
cultura son diferentes. Por ejemplo, en el perspectivismo amerindio, las entidades escapan a la
definición y mutan constantemente en su interioridad, de manera que es inusual hallar
identidades esencialmente determinadas. De esta manera, todos los seres son capaces de auto-
reflexión, ya que lo “humano” no designa una sustancia sino una posición en relación con otras
posibles (Viveiros de Castro 2014). Análogamente, resulta complicado adscribir al fuego a una
categoría particular. Como señala Ingold,
(...) ¿Cómo podemos afirmar que las construcciones y los caminos son parte del mundo
material, si la lluvia y la escarcha no lo son? ¿Dónde podríamos situar al fuego y al humo, por no
mencionar los líquidos de todo tipo, desde la tinta hasta la lava volcánica? (...) Pedí a un grupo de
estudiantes universitarios que clasificaran una variada colección de objetos que habían encontrado
tirados en el exterior en dos montones, uno de objetos naturales y otro de artefactos. Resultó que
no se podía atribuir inequívocamente ni una sola cosa a un montón o a otro (...) (2007:4).
En términos generales, en la región andina, el fuego y el humo se asocian a la
transformación y al cambio (Jofré 2013). En algunas circunstancias puede ser peligroso o
maligno, ya que daña o amenaza a los humanos, a los animales y a las plantas (Corimayo y
Acuto 2015). Mientras tanto, en otras situaciones es amigable y beneficioso para los humanos,
ayudándolos a curar enfermedades y males (Zevallos Ortiz 2016), hacer más confortables sus
viviendas y campamentos, cocinar los alimentos, socializar entre sí, comunicarse con los
ancestros y realizar ofrendas (Pazzarelli 2010, 2016; Sánchez Riaño y Mora 2019), por ejemplo,
en la celebración del Kuya Raymi (Díaz Arcos et al. 2016). En el siguiente capítulo, referido a
los antecedentes de investigación, se presentan trabajos académicos que desarrollan esta
caracterización a partir de distintas perspectivas teórico- metodológicas y casos de estudio.
Debe destacarse que, a diferencia de otras cosas, como las rocas, el fuego perdura
relativamente poco en el tiempo. No obstante, en contextos prehispánicos, este lega un conjunto
de variados vestigios materiales más persistentes, a saber, leños y carporrestos carbonizados,
cenizas, sedimentos carbonosos, ceramios con marcas de fuego y estructuras de combustión.
Estas son las materialidades a partir de las cuales se realizan las investigaciones arqueológicas
sobre el fuego (Soler Mayor 1998).
En efecto, existe una tradición de estudios basada en la elaboración de biografías
culturales de cosas, es decir, de la historia de los diversos cambios, significados y relaciones
experimentadas por estas (Kopytoff 1991). Como afirma Olsen (2013), suele prestarse atención
a materialidades singulares o extraordinarias, como obras de arte o elementos tecnológicos de
última generación. El autor reclama mayor atención a las cosas mundanas, como las literas, las
15
casas, las puertas y los fogones. Consecuentemente, construimos una biografía del fuego en una
unidad residencial de La Ciénega. Esta consiste en un seguimiento de su trayectoria y de los
materiales, paisajes y personas con los que se relacionó.
2.6. Espacios domésticos
Cuando la gente de antes dibujaba estas figuras rectangulares en las vasijas estaban representando los
hogares con sus cuatro esquinas, las cuales tienen un simbolismo muy importante. La casa también tiene
los cuatro elementos necesarios para la vida. Porque allí está el aire que se respira, el agua que se bebe y
se usa para una variedad de actividades, el fuego para calentar y cocinar, y la tierra, que es el material con
que está construida y sobre el que se apoya.
Hilda Corimayo, Saber indígena y saber arqueológico en diálogo: interpretando la cultura material
diaguita-kallchaquí, 2015.
Lo doméstico ha sido comúnmente entendido como una esfera específicamente
delimitada de la vida, relacionada con lo íntimo, lo privado, lo femenino, la familia tipo nuclear
y la reproducción de la sociedad, opuesta al ámbito público, asociado a lo masculino, lo político
y la producción. Sin embargo, los análisis históricos demuestran que esta visión se desarrolló en
las sociedades europeas modernas, por lo que dista de ser universal (Rybczynski 1991; Salazar
2010).
En efecto, abogamos por una definición amplia de lo doméstico, entendido como un
ámbito transversal a la vida humana, constituido por el desarrollo de prácticas cotidianas y/o
rutinarias (Salazar 2010). Como señaló tempranamente Weismantel (1989), estas implican
esencialmente actividades relacionadas a la producción, el consumo y la reproducción, tales
como cultivar y comer los alimentos, concebir, dar a luz y criar a los infantes. Empero, también
forman parte de lo doméstico la toma de decisiones, los acuerdos y las disputas políticas (Franco
Salvi 2018), la realización de rituales, la comunicación con los ancestros y las reuniones entre
humanos, cosas, divinidades y otros seres (Haber 2011).
Al respecto, la arqueología doméstica o Household Archaeology (Wilk y Rathje 1982),
desarrollada a finales del siglo XX, ha reconocido que los espacios residenciales constituyen
áreas privilegiadas para los estudios arqueológicos, ya que allí suelen encontrarse la mayor parte
de los vestigios, tales como desechos de las actividades diarias y estructuras arquitectónicas
(Nielsen 2001). A los fines de construir conocimiento sobre la unidad mínima de agregación de
la sociedad, han precisado teóricamente el concepto de unidad doméstica para luego relacionarlo
con contextos materiales. En términos generales, la noción ha sido definida a partir de tres
principales características, a saber, la realización de actividades en conjunto, la co-residencia y
las relaciones de parentesco comunes (Salazar 2010).
Sin embargo, en términos generales, y en el mundo andino en particular, resulta
complicado discernir claramente estos tres aspectos. En un sentido similar, no es sencillo
16
relacionar lo doméstico con un cierto espacio, un grupo determinado y/o unas actividades
particulares. Para solventar estas dificultades, Nash (2009) propone recurrir a enfoques
etnoarqueológicos, ya que a partir de estos se pueden construir modelos interpretativos del
registro material más compatibles con los contextos andinos.
Por ejemplo, en algunos sitios de los Andes, el vocablo “casa” designa tanto al espacio
como al grupo doméstico (Malengreau 2009). De igual modo, es común que los integrantes de
una misma unidad doméstica se hallen dispersos estacionalmente en una diversidad de
asentamientos residenciales, como puestos, estancias y domicilios, realizando distintas tareas
cotidianas (Tomasi 2014).
Desde una mirada atenta a las realidades del Sur Andino, es posible pensar lo doméstico
en relación al concepto aymara de uywaña. Este alude a la crianza y el establecimiento de
relaciones de compadrazgo entre la chacra, los animales de pastoreo, los cerros, la casa y los
humanos. De acuerdo con Lema, “en esta red de crianza mutua ninguno de los agentes que
participa se involucra sin verse transformado, sin ser criado y criar, sin ser parte de la esfera de
lo doméstico” (2014: 334).
Consecuentemente, la vida doméstica no puede ser ligada exclusivamente a un espacio
predeterminado, como la casa o vivienda, ya que incluye una serie de actividades que se
desarrollan en escenarios diversos e interrelacionados (Rapoport 1990; Vaquer 2007).
Asimismo, los estudios etnográficos dan cuenta de que el concepto involucra una variedad de
agentes, como por ejemplo, los muertos y los antepasados, que forman parte activa de la vida
diaria (Arnold 1998). Además, las unidades domésticas locales son sumamente dinámicas ya
que atraviesan variaciones propias del ciclo vital de cada una y procesos de fusión y fisión
(Tomasi 2014).
De todas maneras, es evidente que la casa es una parte esencial del variado conjunto de
lugares que integran el espacio doméstico (Tomasi 2014). Desde la óptica de Bourdieu (2007),
como se detalló anteriormente, la casa sintetiza el entendimiento práctico del mundo, distintivo
de cada cultura.
De hecho, la comunera Hilda Corimayo, integrante del Pueblo Diaguita-Kallchaquí,
relata que en la localidad de Los Cerrillos (Pcia. de Salta), sus antepasados solían tejer trazando
motivos de flores con pétalos cuadrados, las cuales representaban viviendas. Específicamente,
explica que “la casa es un lugar central y de gran simbolismo en la vida cotidiana” (Corimayo y
Acuto, 2015: 271).
De acuerdo con Nielsen (2001), arqueológicamente la vivienda puede ser definida a
partir del conjunto mínimo de espacios, incluyendo estructuras, rasgos, áreas de actividad y
materialidades en general, que conforman una unidad discreta e integrada en un sitio durante un
período relativamente prolongado.
En este sentido, en la casa conviven dos temporalidades. Por un lado, el tiempo
biográfico de los agentes y, por el otro, el ciclo de vida de la casa misma, que involucra el
17
palimpsesto de actividades desarrolladas por múltiples generaciones humanas. El primer aspecto
es abordado en este estudio ya que hacemos referencia a las maneras en que los sujetos
habitaron la casa y se dispusieron corporalmente en la vivienda. Pero nuestro foco de abordaje
reside en el segundo aspecto, ya que el análisis en la escala de la larga duración permite
identificar tradiciones o modos de hacer que persistieron durante siglos (Vaquer 2007; Scattolin
et al. 2009).
Por otro lado, Corimayo y Acuto (2015) sostienen que el fuego es un elemento
fundamental en la casa porque permite calentarse y cocinar. De hecho, muchas comunidades,
desde los grupos cazadores- recolectores del Polo Norte hasta los habitantes de la Antigua
Roma, han considerado al fuego como parte imprescindible del mundo doméstico y de la
cotidianeidad de habitar la casa (Lieberherr 2006).
En efecto, puede pensarse que este elemento constituye un importante criterio en la
definición de lo doméstico, dado que a través de su presencia y usos cotidianos estructura el
hábitat humano e integra las relaciones familiares y extrafamiliares. Precisamente,
(...) la organización del espacio no es sólo una conveniencia técnica, sino que (...) es la
expresión simbólica de un comportamiento globalmente humano. Y, por último, ¿no podríamos
ver el hecho humano por excelencia en la domesticación del espacio, es decir, la creación de un
espacio humano? En este contexto, la domesticación del fuego y su impacto en el espacio habitado
adquiere un valor primordial para la humanidad (Lieberherr 2006: 36).
De esta manera, partimos de la consideración de que lo doméstico y el fuego están
ensamblados concretamente en el paisaje, lo cual posibilita la indagación arqueológica de esta
cuestión en nuestro caso de estudio. El concepto de paisajes de acción permite enlazar la teoría
de la práctica con los espacios domésticos. Específicamente, la noción refiere a aquellos lugares
o contextos donde las prácticas son posibilitadas social y materialmente, por medio de
configuraciones que promueven o requieren diferentes acciones. Se destaca la profundidad
temporal que involucra esta idea, ya que contempla la creatividad humana, pero establece que
esta tiende a reproducir la agencia material acumulativa del paisaje (Robb 2013).
Este último término alude a un registro permanente y testimonio de la vida y las
prácticas de las generaciones humanas que han habitado en él. Efectivamente, es un proceso
vivo que se constituye a partir de la mutua implicación entre las personas y el mundo (Ingold
1993; Criado Boado 1999). De forma complementaria, el concepto de taskscape hace referencia
a las actividades cotidianas del habitar, las cuales contribuyen a la estructuración del paisaje
(Ingold 1993).
Análogamente, toda vez que hagamos referencia al término espacio, entenderemos que
este se halla histórica y significativamente construido por los grupos domésticos en conjunto
con agentes no humanos tales como los cursos de agua, la nubosidad, el fuego y las
comunidades vegetales y animales. Esta noción es sustancialmente diferente a la idea cartesiana
del espacio como una exterioridad vacía e inerte, sobre la que los humanos pueden proyectar
deliberadamente sus intenciones y acciones (Franco Salvi 2012; Moyano 2020).
18
El valor de estas nociones subyace en que habilitan el trazado de relaciones entre las
materialidades y los sujetos sociales en un lugar y tiempo particulares, contemplando la
profundidad histórica y el ensamblaje material del habitus. Esto es de importancia crucial
debido a que las actividades cotidianas son actos fundantes del habitar que enlazan a los
humanos entre sí y con lugares concretos, estructurando el paisaje (Vaquer 2007). Se trata de
conceptos superadores de las dicotomías entre mundo exterior e interior, materia y mente y
naturaleza y cultura, ya que los significados del paisaje emergen en la práctica, en lugar de ser
atribuidas o impuestas desde fuera (Ingold 1993).
19
3. Antecedentes
3.1. Arqueología del fuego
Destructivo, irreversible, sin propósito, capaz de generarse a sí mismo: no parece una lista de
características muy atractivas. ¿Qué pudo inducir a nuestros antepasados en el lejano pasado prehistórico
a domar esta fuerza salvaje de la naturaleza y hacerla parte de su sociedad? ¿Qué les permitió realizar tal
hazaña? ¿Y por qué les pareció que valía la pena perseguirla? ¿Qué otras consecuencias tuvo para la
humanidad y sus relaciones con el resto de la naturaleza? Estos interrogantes han fascinado durante
mucho tiempo a la humanidad. Existe una rica mitología en la que “la conquista del fuego” aparece como
una gran bendición para el género humano (...)
Johan Goudsblom, Fire and Civilization, 1992.
Hacia finales del siglo XIX, los miembros de la Sociedad de Antropología de París
debatían sobre si el arte de hacer fuego era una característica humana. Entonces, la antropología
y la arqueología, en tanto disciplinas institucionalizadas, comenzaron a interesarse en la
temática (Dureau 1870). Sin embargo, fue a partir de las primeras décadas del siglo XX que las
investigaciones se volvieron más frecuentes. Hough (1928), propuso una serie de etapas a través
de las cuales los humanos habrían logrado, finalmente, controlar el fuego. La primera es de
carácter hipotético, en la que la humanidad desconoce el fuego. Luego lo adopta, por lo que la
naturaleza y los humanos comienzan a ser interdependientes. A continuación, esta última se
acrecienta cuando las personas son capaces de desarrollar fuego por sí mismas, de lo cual se
sigue la invención de los instrumentos para producirlo.
Análogamente, Frazer (1930) recopiló un conjunto de mitos sobre su origen en
diferentes comunidades. En base a estos, propuso tres estadíos culturales sucesivos según la
capacidad de los humanos para emplearlo: una edad en la que ignoran su uso o incluso su
existencia, otra en la que pueden utilizarlo pero no originarlo y una última, en la que lo generan
y manejan regularmente.
Hasta la segunda posguerra, los estudios reprodujeron la idea de que la conquista del
fuego por las personas supuso un progreso técnico, social y psicológico clave en nuestra
evolución y nuestra diferenciación respecto de la naturaleza (March 2002). En consonancia, los
estudios arqueológicos se articularon en torno a la pregunta por el control antrópico del fuego en
momentos pleistocénicos. Se enfocaron en las diferentes maneras de producirlo y desarrollaron
métodos y técnicas para la identificación de restos de combustión (Oakley 1955; Perlès 1977).
Desde entonces, gran parte de la producción académica ha estado relacionada a las
evidencias del manejo del fuego en el Pleistoceno (James 1989; Bellomo 1993; Alperson- Afil
2012). En términos generales, estos estudios demuestran que este elemento ha posibilitado la
iluminación y calefacción, nuevas técnicas de manufactura, la cocción de alimentos y novedosas
maneras de organización del tiempo y el espacio (Gómez de la Rúa y Diez Martín 2009). Desde
otra perspectiva, Twomey (2013) sostiene que su presencia tuvo implicancias cognitivas en los
20
humanos, facilitando el desarrollo del lenguaje, la conciencia, la planificación a futuro y la
cooperación social.
En efecto, algunos estudios no identifican el uso del fuego como un cambio en términos
exclusivamente tecnológicos, sino que señalan su capacidad para cohesionar e integrar las
relaciones sociales, ya que a su alrededor se congregan las comunidades y se comparten
momentos, relatos y experiencias (Gómez de la Rúa y Diez Martín 2009). Desde una
aproximación etnoarqueológica, se ha expuesto su capacidad para comunicar el mundo de los
vivos con el de los muertos, a través de ceremonias y rituales (Spikins et al. 2010).
En este sentido, Lieberherr (2006), a partir de su análisis de usos y prácticas en torno al
fuego a nivel mundial, subraya su carácter plurifuncional. Esta noción supone que sus utilidades
y significados no son claramente distinguibles, sino que suelen superponerse, además de que
varían histórica y culturalmente. La importancia de este elemento en la estructuración simbólica
de las sociedades y en el establecimiento de distinciones entre naturaleza y cultura ya había sido
señalada por Levi- Strauss (1964) en su clásica obra Le cru et le cuit. De forma análoga,
Radcliffe-Brown (1922) describe que en la cosmovisión de los andamaneses el fuego es
definido como un agente humano.
Estas investigaciones aportan al conocimiento de los primeros períodos de la historia y
de las prácticas de pueblos no occidentales. Empero, a nuestros fines su importancia reside en
que, desde diversos abordajes teórico- metodológicos, resaltan que el fuego ha acompañado y
pautado diariamente la vida humana de maneras diversas y no sólo en términos estrictamente
prácticos o técnicos. Consecuentemente, el carácter plurifuncional del fuego constituye un punto
de partida de esta investigación.
Recientemente, Jofré (2004) ha planteado que la “arqueología del fuego” puede ser
pensada como una línea de investigación que busca interpretar prácticas sociales pasadas a
través del estudio de restos arqueológicos de combustiones. Si bien la autora se basa
principalmente en carbones vegetales, su análisis se integra en marcos fitogeográficos,
etnográficos y estratigráficos más amplios, propios de su contexto de estudio. En consonancia,
aquí se propone continuar en una dirección similar, desarrollando síntesis que integren múltiples
abordajes y que permitan concebir al fuego en relación a un contexto histórico específico.
En miras a complementar esta idea, es plausible comprender los restos de combustión
en un sentido más vasto, que excede a los resultados de este proceso químico en sí, como todas
aquellas materialidades involucradas en actividades ligadas al fuego (Jardón Giner 1998). De
hecho, con el objetivo de rastrear la presencia de combustiones antrópicas en contextos
tempranos, con evidencias escasas y fragmentarias, los investigadores suelen contemplar una
amplia variedad de vestigios (Alperson-Afil 2012). De esta manera, no sólo los leños
carbonizados sino también los materiales cerámicos y líticos, los metales, los restos óseos, los
sedimentos y las estructuras arquitectónicas relacionadas a las combustiones pueden
considerarse como objetos de análisis de la “arqueología del fuego”.
21
Sin embargo, un número considerable de investigaciones se basan en la identificación
taxonómica de carbones vegetales, lo que se conoce como antraco-análisis (Chabal et al. 1999).
Si bien la antracología puede entenderse como una técnica, se ha propuesto su
conceptualización como una disciplina (Badal García 1992) dedicada al estudio de los carbones
arqueológicos a fin de conocer por un lado, componentes arbustivos y arbóreos del paleopaisaje
y su evolución ecológica (Solari 2007) y, por el otro, prácticas humanas en torno a los leños
tales como usos, manejo, consumo y almacenaje (Marconetto 2008).
Los primeros estudios antracológicos se remontan a finales del siglo XIX y consistían
en la confección de listas de taxones hallados dentro de estructuras de combustión (Badal García
1992). Durante el siglo XX, la disciplina comenzó a profesionalizarse y a diferenciarse en virtud
de objetivos de investigación particulares. La Escuela de Montpellier se ha enfocado
predominantemente en el perfeccionamiento de métodos para la reconstrucción de
paleovegetación (Asouti y Austin 2005). Alternativamente, en el ámbito anglo- americano las
investigaciones se han orientado hacia las relaciones entre las comunidades humanas y el medio
vegetal leñoso, considerándose no sólo aspectos funcionales y ecológicos sino también sociales
y simbólicos (Johannessen y Hastorf 1990).
A su vez, existen algunos estudios etnoarqueológicos sobre los combustibles leñosos
que apuntan a enriquecer explicaciones ambientalistas y materialistas a partir del
reconocimiento de las formas de relación entre la vegetación y las comunidades locales. Para
ilustrar, ciertas especies que en términos físico- químicos son potencialmente explotables, no se
emplean como combustibles por sus propiedades negativas, como por ejemplo, su capacidad
para causar desgracia en las familias (Picornell-Gelabert 2009).
No se pretende recuperar exhaustivamente las investigaciones antracológicas ya que
exceden los objetivos y métodos de este trabajo. No obstante, particularmente aquellas
realizadas desde estas últimas dos perspectivas, son valiosas en tanto informan sobre prácticas
de combustión en sociedades pasadas y cómo interpretarlas en el registro arqueológico. En
consecuencia, las mismas precauciones teórico- metodológicas que se han tenido en el estudio
botánico de los carbones pueden considerarse para un análisis más general de las materialidades
del fuego. Por ejemplo, la ubicación de un fogón al interior de una vivienda podría responder a
criterios como el viento o la temperatura, a una tradición o manera de construir o una
combinación de estos factores.
Al respecto, se distingue la propuesta de Leroi-Gourhan (1979), quien elaboró la
primera tipología de hogares o fogones arqueológicos, que denominó en términos más generales
como “estructuras de combustión”. En su investigación sobre el sitio Pincevent, utilizó un
novedoso método de excavación: el décapage de amplias superficies siguiendo el sedimento
arqueológico, que incluía fotografiar cada metro cuadrado y registrar vestigios de menos de un
centímetro, tales como espículas de carbón y astillas (Leroi- Gourhan y Bézillon 1972). Fue en
22
el marco de este interés más amplio que se inclinó hacia el análisis minucioso de estructuras de
excavación en general, como huellas de poste y pozos, y de los fogones en particular.
Su tipología, presentada primero en el libro sobre Pincevent, fue perfeccionada y
discutida en un seminario sobre el tema realizado en 1973. Los criterios de clasificación
incluyen el desnivel respecto al suelo, el tamaño, la forma, los soportes, el material de relleno y
su posición en el yacimiento (Leroi- Gourhan 1979). En general, se entendieron las estructuras
de combustión como parte de las áreas de actividad y de la organización del espacio. Los
autores consideraban como vestigios del fuego los cúmulos de carbón, los fogones u hogares en
sí y las rocas termoalteradas. Al análisis de estos aspectos se sumaban otras materialidades,
como los restos óseos y los instrumentos líticos. Se intentaba articular todo el conjunto,
pensando, por ejemplo, cuál era la relación espacial entre un determinado fogón y un grupo de
desechos líticos o sedimentos arcillosos. Todos estos se comprendían en términos generales
como restos de la actividad doméstica (Leroi- Gourhan y Brézillon 1972)
Estos análisis pioneros no sólo se destacan por su precisión metodológica, sino también
por su interpretación contextual de los fogones, al entenderlos como parte de un marco
histórico, cultural y estratigráfico general. Entonces, no se estudia al fuego per se, sino en tanto
informa sobre dinámicas sociales.
En consecuencia, principalmente en el ámbito francés, existe una suerte de tradición de
estudios sobre las estructuras de combustión (March 1992; Gascó 2009; Fernández Ruiz 2016).
March (1995) critica la tipología clásica argumentando que tiene un marcado carácter
morfológico- funcional, ya que a través de los indicadores de la forma del fogón en sí y sus
materiales asociados se le atribuye una función. Esto supone una lógica determinista en la que
las estructuras son el resultado de una idea preconcebida en las mentes humanas. Además, se
omite que el registro arqueológico es el resultado de variados procesos postdepositacionales.
Para solventar estas dificultades epistemológicas, el autor propone historizar la propia estructura
de combustión mediante el estudio de los procesos tafonómicos, análisis químicos y métodos
experimentales que simulan el modo en que el fuego ha moldeado la estructura. En efecto,
March sostiene que:
(...) el estudio de las estructuras de combustión no es nuestro objetivo último, y como puede
imaginarse, los cambios en la reconstrucción de las microhistorias de cada estructura de combustión
pueden afectar la interpretación del sitio que las contiene (...) (1995: 67).
La premisa que nos interesa recuperar es que la forma de los fogones varía con su
utilización. Entonces, es posible distinguir usos de las estructuras de combustión, siempre que se
las comprenda como un proceso dinámico y no como un objeto fijo y determinado.
Desde la perspectiva de la New Archaeology, Binford (1967) se interesó en complejizar
la relación entre el registro arqueológico y el comportamiento humano, criticando la idea de que
el primero es un reflejo directo del segundo. Le prestó una particular atención a los pozos
humeantes, rasgos recurrentes en las viviendas del valle del Mississippi desde el primer milenio
AD. Previamente, se había planteado que, por el clima de la zona, se habrían empleado para
23
ahuyentar mosquitos. Pero, a través del análisis etnoarqueológico, el autor concluye que se
utilizaban para realizar rituales ligados al maíz, partiendo mazorcas y echándolas al fuego, o,
más comúnmente, para generar humo a partir del cual elaborar cueros o vestimentas.
Consecuentemente, se destaca la necesidad de pensar los usos en relación a los contextos
socioculturales particulares, ya que la atribución de funciones desde el sentido común podría
invisibilizar prácticas sociales.
Posteriormente, Binford (1983) sostiene que existe un modelo de trabajo circular
alrededor del fuego prácticamente universal, aunque presenta algunas variaciones. Sostiene que
los restos arqueológicos se depositan de diferente manera según se trate de la actividad de un
solo individuo o de un grupo o de fogones interiores o exteriores.
Es notable que tanto Binford como Leroi- Gourhan, desde enfoques teórico-
metodológicos divergentes, han analizado la organización espacial del fuego. Se interesaron por
la asociación de ciertos usos y prácticas a determinados sectores de las viviendas. Alperson- Afil
(2012, 2017), ha desarrollado esta línea para el caso de Gesher Benot Ya'aqov, donde se ha
datado la más temprana evidencia de uso del fuego en Eurasia. La autora determina patrones
espaciales de distribución de restos arqueológicos ligados a hogares (hearths), entendidos estos
como áreas de combustión antrópicas. A partir de ello, distingue diferentes actividades, que
varían espacial y temporalmente durante la ocupación del sitio.
En un sentido distinto, Lieberherr (2006) indaga en el rol del fuego en la arquitectura
doméstica. El autor considera que habitar es insertarse en una red de espacios y otros humanos,
pero también en un sistema cosmológico de representaciones. Entonces, los humanos habitan
espacios organizados y marcados simbólicamente. De hecho, registra diferentes casos
etnográficos e históricos en los que compartir techo y fuego es lo que demarca la pertenencia a
una misma comunidad. Por ende, busca superar el estudio de los usos del fuego en términos
meramente utilitarios y enfatiza el rol de este elemento en la integración de las relaciones
sociales, la cohesión del grupo familiar, la afirmación de solidaridades y la creación de
sentimientos de pertenencia.
Explica que el fuego se integró al hábitat humano tan pronto como logró manejarse. De
hecho, muchas comunidades no sólo comparten comidas o relatos alrededor del fuego, sino
también el sueño:
En Yemen (...) se reservan bancos de barro de mampostería, ligeramente elevados a ambos
lados del hogar, para que duerman las mujeres y los niños pequeños (...) En el antiguo
establecimiento del Ostal en Margeride, Francia, la cama de los maestros está siempre más cerca del
fuego (...) Los lacandones de Guatemala hacen, por la noche, debajo de cada hamaca un pequeño
fuego de hojas productor de humo (Lieberherr, 2006: 63).
Asimismo, el autor recopila un conjunto de mitos, leyendas e historias asociadas a las
ofrendas a divinidades, el culto a los ancestros, la renovación, la fecundación, la purificación, el
paso de una etapa a otra, la resurrección, la guerra, entre otras cuestiones. De esto concluye el
carácter fundamentalmente plural del simbolismo del fuego:
24
(...) evoca un mayor número de imágenes concretas que el simple resultado de la
combinación de "caliente" y "seco": llama, brasa, chispa, rayo, fuego, hogar, etc. Pero el fuego
simbólico también está delineado por una serie de calificativos: luminoso, suave, caliente,
ardiente, digestivo, seco, ardiente (Lieberherr, 2006: 21).
En consecuencia, el fuego tiene una incidencia central en la organización del espacio
habitado por los humanos. El autor compara casos particulares sobre la disposición de los
fogones, hornos y chimeneas en arquitectura vernacular en casi todo el mundo, aunque es
llamativa la ausencia de análisis sobre América Latina.
El carácter simbólico del fuego ha sido resaltado en la arqueología por Hodder (1992),
quien sostiene que en el Neolítico no sólo se domesticaron plantas y animales sino que también
se produjo una suerte de domesticación de la sociedad. Entonces, se trazó una distinción entre lo
salvaje y peligroso (agrios) y el refugio del hogar, la casa y el fogón (domus).
En este contexto, se construían casas, hornos e instrumentos grandes, pesados y poco
móviles que ligaban a los humanos a lugares determinados. Los mismos fogones se utilizaban
para múltiples tareas, como la elaboración de herramientas, la cocción y la iluminación, además
de que constituían focos de reunión social (Hodder 2018). De este modo, el fuego contribuyó a
la estructuración de la vida doméstica y también a la noción de lo doméstico (domus). Lo
interesante de la propuesta es que inscribe al elemento en un entramado de significados, cosas y
humanos, en oposición dual al conjunto de lo salvaje (agrios).
La producción académica en torno a estas problemáticas es significativamente más
escasa y reciente en Sudamérica. Desde la década de 1990, gran parte de los trabajos se han
realizado en la Patagonia, principalmente desde la antracología (Solari 1992; Ancibor y Pérez de
Micou 1995; Piqué i Huerta 1999). Empero, Pérez de Micou (1991) ha sido una de las primeras
investigadoras en prestar una atención particular a las estructuras de combustión.
La autora realiza un estudio etnoarqueológico en el valle de Piedra Parada, curso medio
del Río Chubut. Reconoce diferentes funciones del fuego y su materialización particular en el
registro. Aunque se enfoca en cuestiones más utilitarias, es destacable su atención a las señales
de humo que realizaban los pobladores locales para comunicarse, advertir la presencia de
forasteros y darse los buenos días. Asimismo, traza una importante distinción entre fuegos y
fogones. Entiende que los primeros tienen un carácter más esporádico y que se emplean para el
secado y la calefacción. Mientras tanto, los segundos implican mayor duración y preparación, se
presentan típicamente en forma de cubeta y se utilizan para cocción e iluminación. Además, las
señales se hacen sobre la base de una mata, por lo que producen una estructura sobreelevada
(Pérez de Micou 1991).
Otros estudios, aunque comparativamente exiguos, se han elaborado en regiones
selváticas desde el antraco- análisis (Scheel- Ybert 2016). Si bien las investigaciones en el área
andina son exiguas, son de importancia radical, ya que permiten construir una arqueología del
fuego con perspectiva local.
3.2. El fuego en los Andes
25
Los chiriguanos, una tribu antaño poderosa del sureste de Bolivia, cuentan que hubo una gran inundación
en la que toda su tribu se ahogó, excepto un niño y una niña, y todos los fuegos de la
tierra se extinguieron ¿Cómo podrían los niños, sin fuego, cocinar lo que pescaban? En la emergencia, un
gran sapo acudió en ayuda de los niños. Antes de que la inundación hubiera sumergido toda la tierra, esta
criatura había tomado la precaución de esconderse en un agujero, llevando consigo en su boca algunos
carbones vivos, que se las arregló para mantener encendidos todo el tiempo que duró el diluvio, soplando
sobre ellos con su aliento. Cuando vio que la superficie del suelo volvió a estar seca, salió de un salto del
agujero con los carbones vivos en la boca, se dirigió a los niños y les concedió el don del fuego. Así
pudieron asar el pescado y calentar sus cuerpos helados. Con el tiempo crecieron y de su unión desciende
toda la tribu de los chiriguanos.
James Frazer, Myths of the origins of fire, 1930.
A pesar de que la temática no es recurrente en la antropología y la arqueología andinas,
es posible identificar algunas investigaciones que tratan la cuestión, ya sea central o
lateralmente. Estos trabajos competen directamente a nuestra problemática, en tanto aportan a
los significados, prácticas y materialidades asociadas a este elemento en el ámbito local.
La región andina presenta una ecología diversa que comprende valles, oasis, desiertos,
altiplanos, selvas y sitios costeros situados en diferentes altitudes. En base a esta singularidad,
las poblaciones locales han generado diferentes instituciones y prácticas para diversificar su
acceso a los ambientes (Murra 2002). Aquí, el fuego se halla presente de distintos modos en la
vida cotidiana.
En el norte de Perú, las curanderas queman ramas secas del monte y con eso sahúman a
los enfermos porque “es un secreto la candela para que se curen, la candela es bendita”
(Zevallos Ortiz, 2016: 8). De forma similar, para las comunidades de Antofalla, el concepto de
transformación está implícito en el acto de sahumar, de modo que “la chacha se convierte en
co´a cuando se quema. Se vuelve humito que se va p´al cerro” (Jofré 2013:19).
A su vez, los estudios etnográficos suelen afirmar que “en los Andes nada se come
crudo”. Los fogones, el humo en las habitaciones de las casas y el hervido de alimentos
previamente picados y molidos son recurrentes en la vida diaria (Pazzarelli 2010). En los viajes
de los llameros del altiplano boliviano, las jornadas inician cuando se enciende el fuego y se
comienza a cocinar y finalizan conversando y cenando junto al mismo (Nielsen 1998).
En la mitología andina, las disputas de los dioses o entre sí o con los humanos suelen
implicar llamaradas, cielos en llamas o que alguno de los contrincantes acabe prendido fuego
(Steele y Allen 2004). Además, en algunos mitos el fin del mundo y la catástrofe se relacionan a
una lluvia de fuego, a partir de la cual se genera un nuevo orden. Además, los conquistadores y
misioneros españoles que buscaban “extirpar idolatrías” en los Andes centrales solían recurrir a
historias sobre la maldad y las desgracias de los paganos. Taipe Campos evidencia que en estos
relatos está implícita la importancia del fuego en las redes de solidaridad andinas:
26
En los Andes, hasta hace poco, la candela era un bien supervalorado. En un hogar, cuando de
una tarde a una mañana no lograban conservar la brasa, al amanecer las mujeres veían en cuál de las
casas empezaba a humear y con un trozo de teja o alguna otra cerámica partida iban a pedir brasa para
tener fuego y preparar los alimentos. En el mito, esta solidaridad elemental aparece violentada: los
gentiles se niegan a darse candela. En la comunidad de Huarisca (en la cuenca del Cunas en Chupaca)
dicen que "entre gentiles se vendían candela". Por otra parte, el realizar algún favor, el dar trabajo a
quien necesita obtener un pago a cambio, y dar ayuda a los más pobres de la sociedad, son reglas
sociales de solidaridad violentadas por los gentiles. Actualmente, en la comunidad de Chongos Bajo
(en el sudoeste del valle del Mantaro), a la persona que quiebra las reglas de solidaridad y
reciprocidad les dicen "sobreviviente de gentil" (2001: 4).
Es notable que, aunque las prácticas sociales y los simbolismos sean profusos, el
desarrollo de la “arqueología del fuego” ha sido escaso. Hacia fines del siglo XIX, especialistas
botánicos franceses y estadounidenses realizaron las primeras identificaciones taxonómicas de
plantas en Perú, incluyendo leños carbonizados (Scheel-Ybert 2016). Pero las investigaciones
antracológicas comenzaron a desarrollarse con más regularidad hacia la década de 1990.
Hastorf y Johannessen (1990, 1991) analizan el aprovisionamiento y manejo de
combustibles leñosos en los Andes centrales. Su aproximación contempla aspectos ecológicos y
culturales. En efecto, las autoras evidencian el uso de ciertas especies cuyas cualidades para la
combustión no son particularmente óptimas, pero que están relacionadas a deidades incaicas o a
los ancestros de las comunidades.
En el Noroeste Argentino, en las últimas tres décadas se han realizado numerosas
investigaciones que manifiestan la diversidad de combustibles leñosos de la región y su relación
con el paisaje y las dinámicas sociales de los valles y la puna (Capparelli y Raffino 1997;
Rodriguez 1998; López Campeny 2001; Jofré 2004; Marconetto 2008; Aguirre 2012; Andreoni
et al. 2018, Rodríguez 2018; Aguirre et al. 2019). También se han escrito trabajos etnográficos
que explicitan las diferencias de usos, distancias recorridas y métodos de recolección de los
leños (Calo y Pereyra Domingorena 2013).
Algunos autores han señalado que en algunas comunidades locales, como las del
Noroeste Argentino, el Chaco y el desierto de Atacama, los árboles poseen propiedades que
típicamente tendemos a asociar exclusivamente a los humanos: dormir, llorar, sangrar. Incluso
algunas especies leñosas son “criadas”. En este sentido, las especies de quebracho suelen estar
ausentes en el registro arqueológico, lo cual es llamativo dadas sus óptimas cualidades físicas
para la combustión. Esto podría deberse a su capacidad para herir o “flechar” a los humanos
(Marconetto 2017).
Empero, en el valle de Ambato (Catamarca) se han encontrado entierros infantiles
acompañados en su totalidad de material carbonizado de quebracho (Marconetto y Lindskoug
2015; Marconetto y Mafferra 2016; Marconetto 2017). En consonancia, en el valle de San
Francisco (Jujuy) se registró cebil en la cremación funeraria de un infante. Los autores
relacionan el hallazgo al ritual de entierro y posterior quema de algunos muertos. Esto se asocia
27
a las propiedades mágico- simbólicas, curativas y psicotrópicas de la planta, cuyas semillas
suelen encontrarse en pipas cerámicas y cuyos bosques constituyen lugares peligrosos (Ortiz et
al. 2017).
Estos artículos resaltan la necesidad de considerar diferentes tipos de relaciones entre
humanos y naturaleza en las investigaciones arqueológicas. Esta precaución debe ser
contemplada en los estudios sobre el fuego, ya que se aprecia que en los Andes este es
polisémico y plurifuncional (Lieberherr 2006), por lo que no es sencillo discernir ámbitos y usos
rituales y productivos.
En general, se aprecia que los estudios sobre combustibles vegetales se han acrecentado
significativamente desde finales del siglo XX hasta la actualidad. No obstante, es difícil hallar
trabajos centrados específicamente en el rol del fuego en la vida humana, en lugar de los leños y
la madera.
Un trabajo pionero es el de García (1985), que indaga en los métodos prehispánicos
para hacer fuego en el Noroeste Argentino. Determina, mediante mediciones y analogías
etnográficas, que algunos instrumentos de colecciones de museos, como palillos y horquetas, se
usaron para generar fuego mediante fricción. Contemporáneamente, March trabajaba en un
proyecto franco- argentino de experimentación con fogones de ambos países, algunos
localizados en sitios del NOA, aunque sus objetivos estaban más ligados a la química del
proceso de combustión y no tanto a la historia y la cultura local (March et al. 1989).
No obstante, este temprano interés no fue continuado por la arqueología de la región,
donde los fogones se mencionan habitualmente en las descripciones de los sitios pero rara vez
se hacen preguntas particulares sobre sus características, usos, significados, cambios y
continuidades. De todas maneras, es posible hallar excepciones.
Nielsen (2001), analiza cambios y continuidades en la arquitectura doméstica del norte
de Lípez. Para el período de Desarrollos Regionales temprano, registra fogones en cubeta de
forma contigua a deflectores de aire que orientaban la salida del humo. Para el tardío, aprecia un
cambio en las estructuras de combustión, ahora rodeadas típicamente de tres piedras. En los
espacios no techados asociados a las viviendas halla fogones protegidos por parapetos de pirca.
Luego, en el período hispano- indígena, las estructuras de combustión denotan mayor
elaboración, aunque siguen acompañadas de deflectores. Esta investigación sienta un precedente
importante en tanto efectúa un análisis diacrónico del espacio, a la vez que articula las
estructuras ligadas al fuego con aspectos más generales de la vivienda.
Similarmente, Carreras (2015, 2017) realiza un estudio etnoarqueologico enfocado en
las estructuras de combustión de la Puna, las cuales analiza en estrecha relación con la
arquitectura doméstica. Presta atención a las prácticas humanas, al dinamismo de la vida de los
pastores y a la manera en la que constantemente se reconstruyen las viviendas. Considera que
“el fuego es un elemento que influye en la modelización del espacio construido (...) que articula
el espacio doméstico y las prácticas asociadas a él” (Carreras 2017: 28).
28
Desde un enfoque teórico parecido, Rodriguez (2021) estudia prácticas agropastoriles
relacionadas al fuego en Antofagasta de la Sierra. En uno de los recintos habitacionales, destaca
una estructura de combustión en cubeta profunda, posicionada en el centro. Su construcción
habría implicado una importante inversión de trabajo ya que consiste en la ordenación circular
de diferentes tipos de rocas cuyos colores constituyen un juego de opuestos entre tonos claros y
oscuros. Además, entre las especies leñosas recuperadas de la estructura identifica chacha, que
se utiliza para sahumar y delimitar corrales y durante la celebración del 1° de agosto. Este
trabajo permite pensar en la construcción del paisaje doméstico y en las prácticas locales, ya que
esta estructura habría desempeñado un rol importante no sólo por su función tecnológica sino
por su connotación o empleo ritual.
Más al norte, en los Andes centrales, se han realizado análisis espaciales de las
estructuras de combustión similares a los presentados anteriormente, pero para el caso de la
civilización Moche. Esto resulta llamativo ya que en los estudios del urbanismo andino se ha
prestado escasa atención al fuego, ya sea en sus usos domésticos, artesanales o simbólicos. Los
investigadores relevaron áreas de combustión y analizaron sus formas, contenidos y ubicación
dentro de los recintos. Luego, establecieron una tipología de estructuras a las que asociaron
diferentes actividades. Así, los hornos estaban ligados a la alfarería, los fogones a la cocción de
alimentos y los fuegos portátiles o braseros a las ceremonias. También han vinculado los
cambios en el número de estructuras con crisis sociales y estrategias de grupos particulares
(Castillo Luján 2012; Castillo Luján et al. 2015).
En conclusión, independientemente de la diversidad de abordajes metodológicos, los
trabajos mencionados evidencian interés por las dinámicas sociales y culturales, superando la
sola identificación de especies vegetales y/o estructuras de combustión. La producción
académica regional es menos voluminosa y más reciente que la europea o la norteamericana,
pero es de sumo valor para la diversificación de temáticas y metodologías en los estudios
andinos y para la construcción de una arqueología del fuego.
29
4. Área de estudio: el valle de La Ciénega
4.1. Caracterización ambiental
Tal vez el lugar para empezar, entonces, sean las superficies mundanas de la vida cotidiana: superficies
que no llaman la atención por su novedad espectacular, su excepcionalidad técnica, su imaginería icónica
o su audacia transgresora, pero que, sin embargo, han mantenido para siempre la vida humana en sus
pliegues. Me refiero a las superficies del agua, el barro, la piedra, la corteza de los árboles, el campo y la
piel (...)
Tim Ingold, Surface visions, 2017.
El valle de La Ciénega se ubica a 2700 msnm en la vertiente oriental del extremo sur de
las Cumbres Calchaquíes (noroeste de la Provincia de Tucumán, Departamento Tafí del Valle).
Está delimitado al oeste por la elevación más austral de estas últimas, el Cerro Pabellón, al este
por las cumbres de Mala Mala o de Tafí, al norte y noroeste por las mesadas que se extienden
desde Chasquivil hasta el Alto de Anfama y al sur por la localidad de Tafí del Valle.
Figura 1. A) Ubicación de La Ciénega en Argentina B) Ubicación en relación al Sur Andino.
Más específicamente, se trata de un estrecho altivalle intermontano formado en la parte
superior de las cuencas fluviales de los ríos La Puerta (afluente del río Tafí) y La Ciénega.
Además, allí nace el Río Lules con el nombre de Quebrada de las Piedras Grandes, afluente del
Río Salí, que cambia de nombre a Río Dulce y finalmente desemboca en la Laguna Mar
Chiquita (Pcia. de Córdoba). En efecto, afloran múltiples vertientes que durante las lluvias
estivales dan forma a terrenos cenagosos, lo cual está ligado al nombre del valle. El paisaje de
30
apariencia suave y ondulada se relaciona con la cubierta de sedimentos depositados desde el
Cuaternario (Gutiérrez 2014).
Figura 2. La Ciénega en relación a la hidrografía, sierras y cumbres de la Provincia de Tucumán.
Recuperado de Gutiérrez (2014).
El fondo del valle comprende entre 2500 y 2900 msnm y se desarrolla sobre rocas
metamórficas ígneas con una cubierta loéssica altamente susceptible a la erosión. A su vez, las
condiciones ambientales, como las temperaturas extremas y la escasa vegetación, favorecen
procesos de degradación sobre las pendientes pronunciadas (Neder y Sampietro Vattuone 2009).
De hecho, es posible reconocer distintas áreas geomorfológicas. Las llanuras de
inundación y las zonas aluviales corresponden al fondo del valle y se ven afectadas por las
inundaciones. Los niveles de piedemonte constituyen una gran área de suave pendiente formada
por depósitos peninsulares producidos por la acumulación de sedimentos. En este nivel existen
algunas zonas con pendiente abrupta denominados depósitos coluviales, formados por
sedimentos que fueron arrastrados por el agua de lluvia y que se acumularon en depresiones del
terreno posteriormente peneplaneado, lo que generó superficies casi horizontales. Finalmente,
las zonas de serranía o de altura están constituidas por abruptas pendientes circundantes (Neder
y Sampietro Vattuone 2009).
31
Figura 3. A) Delimitación de cuenca del valle de La Ciénega con sus cauces principales. B)
Altitudes del valle señalizadas por colores. Imágenes elaboradas por la Dra. Franco Salvi.
En consecuencia, las estructuras arqueológicas y las viviendas actuales se concentran en
los niveles de piedemonte, en el centro y sur del valle, que poseen suelos bien drenados.
Además, estas zonas se encuentran resguardadas de los fuertes vientos y se sitúan próximas a
cursos de agua, por lo que son provechosas para los asentamientos humanos en general y para la
agricultura y el cuidado de rebaños en particular. En este sentido, en el fondo del valle se
localiza la divisoria de aguas entre los ríos La Puerta y La Ciénaga. Allí se forman
habitualmente ciénagos y pastan las ovejas. En adición, la humedad de los terrenos habría
facilitado algún tipo de agricultura sin riego (Cremonte 1996; Neder y Sampietro Vattuone
2009).
Por otra parte, el valle se emplaza un un área batolítica de composición granítica. En
consecuencia, abundan los afloramientos rocosos granitoides, granitos con xenolitos de
composición gnésica, pegmatitas cuarzo feldespáticas y esquistos inyectados con granitos. Las
primeras han sido utilizadas para la construcción de muros y la elaboración de instrumentos de
molienda. También se han localizado guijarros rodados de cuarcita roja y de cuarzo en las
proximidades a los cauces de los ríos y sus vertientes. Asimismo, se han identificado depósitos
de sedimentos arcillosos en las barrancas fluviales, concentrados en sectores próximos a las
estructuras arqueológicas (Cremonte 1996).
Se puede acceder a La Ciénega a caballo o a pie desde Tafí del Valle o Anfama. Los
recorridos comprenden aproximadamente 12 km con un desnivel estimado de 600 metros de
32
altura (Cremonte 1996; Gutiérrez 2014). En el trayecto por la Cuesta de Anfama es posible
observar bosques densos de aliso (Alnus acuminata) y sauco (Sambucus peruviana). Al superar
los 2000 msnm, comienzan a prevalecer pastizales y se aprecian algunos bosquecillos de aliso y
queñoa (Polylepis australis Bitter).
Particularmente, La Ciénega se caracteriza por un ambiente de praderas montanas o
pastizales de neblina, conformado principalmente por pastos altos y bajos y arbustos, cualidades
también extensibles al Alto de Anfama y al valle de Tafí. Para algunos investigadores, en
términos fitogeográficos se sitúa en los Bosques Montanos, piso superior de la Provincia de las
Yungas. Alternativamente, para otros se trata de un tipo de ambiente más ligado al páramo,
caracterizado por vegetación herbácea, clima frío y húmedo y frecuentes neblinas, nubosidad y
lloviznas (Cremonte 1996).
Actualmente, las únicas especies leñosas locales del valle son la queñoa y el aliso,
cuyos bosquecillos se hallan primordialmente en las zonas próximas a las quebradas que
conducen a Anfama y Tafí. En algunas de estas crecen arbustos de sauco, aunque en menor
proporción. Esto se relaciona con el hecho de que los suelos locales, loéssicos y con
transformaciones limo-arcillosas, no favorecen el desarrollo de vegetación arbórea (Rohmeder
1955).
Figura 4. Imagen satelital de La Ciénaga en relación a los valles de Anfama y Tafí.
Empero, la micuna (Berberis sp.), una gramínea arbustiva local, suele emplearse como
combustible. Además, es posible observar paja amarilla, ciperáceas, juncáceas y gramíneas altas
en las proximidades de los cursos de agua, que podrían haberse utilizado para la elaboración de
techos o para cestería. Adicionalmente, los pastos altos y la vegetación de vega son
frecuentemente empleados como pasturas.
33
También se hallan plantas utilizadas con fines medicinales, como chachacoma (Proustia
cuneifolia), muña-muña (Satureja parvilofolia), rica-rica (Ancantholippia hastulata), la resina
de la yareta (Azorella sp.) y las flores de sauco. Estas suelen recolectarse durante Semana Santa
en el Cerro Negrito, lo cual ha sido asociado al poder sagrado y la capacidad protectora de los
cerros en el mundo andino (Cremonte 1996; Gil García y Férnandez Juárez 2008).
Por otro lado, la fauna nativa comprende camélidos tales como el guanaco (Lama
Guanicoe), la vicuña (Lama vicugna) y la llama (Lama glama). Aunque no existen referencias
de su presencia, las condiciones climáticas podrían haber sido favorables para las alpacas (Lama
pacos). El guanaco y la corzuela (Mazama americana) fueron especies frecuentemente cazadas
(Cremonte 1996). Es importante notar que la existencia de estos animales fue constatada en el
pasado (Quiroga 1899). Además, como se explicará luego, en las excavaciones hemos
encontrado fragmentos óseos de cérvidos (Mazama sp.) y camélidos (Lama sp.). Empero,
actualmente sólo se observa ganado ovino y caprino.
También se identificaron la comadreja overa (Euphractus sexcintus tucumanus), el cuis
andino (Cavia tseduchi sodalis), la vizcacha de la sierra (Lagidium lockwoodi yLagidium
tucumanum), el hurón mayor (Eira barbara tucumana), los tuco- tucos (Ctenomys talarum
saltarius), el puma (Puma concolor puma), el cóndor (Vultur gryphus), el halcón (Falco
peregrinum anatum), el carancho (Phalcoboenus albogularis) y el águila (distintas especies).
En general, La Ciénega está estrechamente interconectada con los valles cercanos a
través de caminos y sendas. Anfama en particular, por sus densos bosques montanos, su clima
de montaña húmedo templado y su ubicación, constituye una zona de interrelación entre
ambientes diversos, a saber, los pastizales de altura y las selvas montanas. Debajo de los 1800
msnm, se hallan cebiles (Anadenanthera colubrina), laureles tucumanos (Phoebe porphyria),
canelones (Rapanea laetenvirens) y palos máticos (Piper hieronymi), propios de las selvas
montanas. Además, en el sitio Mortero Quebrado se han identificado leños carbonizados de
alisos, molles (Litera molleoides) y jarillas (Larrea sp.) (Franco 2019). De hecho, en la
actualidad, las familias se aprovisionan de madera de aliso de aquel valle y en décadas recientes
intercambiaban allí plantas medicinales (Cremonte 1996).
En comparación, el valle de Tafí posee un clima semiárido de estepa. Como se ha
mencionado, en general comparte el mismo tipo de vegetación que La Ciénega. Sin embargo, en
los sectores de una altitud menor a 2400 msnm se registran espinillos (Acacia caven), aromos
(Acacia aroma) y algarrobos blancos (Prosopis alba) (Franco Salvi 2012).
Regularmente, el clima de La Ciénega es frío y húmedo. Se caracteriza por
precipitaciones superiores a los 400 mm anuales y neblinas persistentes (Rohmeder 1955). Las
lluvias estivales, propias de los tres valles mencionados, se producen entre los meses de
noviembre y marzo y en invierno son comunes las nevadas, heladas y caída de granizo, que
pueden darse incluso hasta en octubre.
34
Figura 5. Nevada en el valle. Fotografía tomada en mayo de 2019.
Figura 6. Neblina. Fotografía tomada en octubre de 2019.
Figura 7. El valle durante las lluvias estivales. Fotografía tomada en febrero de 2021.
35
Figura 8. Terrenos cenagosos. Fotografía tomada en mayo de 2019.
Los estudios de paleoambiente indican que las características señaladas eran similares
en el pasado. Concretamente, se ha determinado que el porcentaje de humedad era mayor y que
las temperaturas eran ligeramente más bajas en comparación con el clima actual (Sampietro
Vattuone et al. 2009). En general, durante el primer milenio DC, el Noroeste Argentino ha
constituído una región más húmeda que en la actualidad (Caria et al. 2007).
Esta información resulta relevante al contrastarla con el hecho de que la mayor variedad
y disponibilidad de especies arbustivas y arbóreas se localiza en las cuencas aledañas, a menor
altitud. Consecuentemente, es probable que en el pasado las comunidades se hayan
aprovisionado de leña en estos valles. Empero, nuestra intención a largo plazo es realizar
estudios paleoambientales detallados y específicamente locales que permitan dilucidar las
condiciones climáticas pasadas. De este modo, no debe ignorarse la posibilidad de que en el
período de estudio la vegetación leñosa haya sido más densa y/o variada.
Generalmente, es posible afirmar que, por sus características geográficas, geológicas,
botánicas, zoológicas y climáticas, el valle ha sido agradable para el desarrollo de la vida
humana desde tiempos prehispánicos hasta el presente. En la Ciénega se realiza la fiesta del
Yerbaio en la última semana de enero de cada año. En octubre, pasan por allí los peregrinos que
llevan la Virgen de los Cerros desde la localidad de Raco hasta Tafí. Sólo algunas pocas familias
viven allí y se dedican principalmente a la ganadería ovina, aunque también suelen plantar papa
y hortalizas. Por ende, además de las estructuras arqueológicas, se hallan viviendas dispersas,
corrales y una antigua escuela que hoy funciona como un refugio para visitantes.
36
4.2. Investigaciones arqueológicas
Sorprendentes son estos grandes monumentos de la prehistoria del Aconquija (...) pero no pensé
-por no haber sido anunciadas por arqueólogo alguno- en darme con las inmensas ruinas de que voy a
tratar, las que ocupan en La Ciénega, limítrofe con Tafí (...)
Adán Quiroga, Ruinas de Anfama: el pueblo prehistórico de La Ciénaga, 1899.
A finales del siglo XIX, Quiroga (1899) realizó las primeras exploraciones en el valle.
El autor enfatizó el gran tamaño de las construcciones de piedra que observó, las cuales clasificó
en dólmenes, menhires y viviendas circulares. En consonancia con la arqueología de su tiempo,
interpretó que La Ciénega había constituido una importante civilización, principalmente
dedicada a la caza, con una cantidad considerable de población. Sin embargo, lo que nos
interesa es el detallado relevamiento de la profusión de estructuras arqueológicas que
proporciona, considerando que, como destaca Quiroga, no habían sido notadas por sus colegas.
En las primeras décadas del siglo XX, Schreiter (1928) visitó el valle. Mencionó
algunos hallazgos superficiales y determinó la similitud de las construcciones de piedra con
aquellas atestiguadas en el valle de Tafí. Posteriormente, las investigaciones en el área
continuaron siendo exiguas.
Más tarde, Bernasconi de García y Baraza de Fonts (1985) realizaron prospecciones y
relevamientos, tomaron fotografías aéreas y excavaron parcialmente el sitio El Puentecito. A
nuestros fines, es interesante destacar que en el patio de la vivienda (recinto A), hallaron tres
fogones delimitados por rocas en tres capas estratigráficas sucesivas. Dentro de uno de estos
encontraron restos óseos calcinados, aparentemente correspondientes a costillas de camélidos, y
fragmentos de cerámica.
Hacia la década de 1980, Cremonte (1988, 1996, 2003) y su equipo iniciaron
investigaciones sistemáticas. Excavaron parcialmente los sitios El Pedregal y El Arenalcito y
realizaron sondeos en Lomita del Medio, La Cañadita y El Potrerillo. La tesis doctoral de la
autora (Cremonte 1996) se enfoca en la manufactura alfarera, pero también analiza el patrón de
asentamiento, la arquitectura y la actividad agrícola y pastoril. En efecto, plantea que las
ocupaciones locales integraron un mismo sistema sociocultural junto a las de Tafí. Más
específicamente, propone que La Ciénega constituyó la frontera noroccidental de dicho sistema,
por lo que se configuró como un sector subsidiario en términos económicos y políticos.
Por otra parte, los resultados de excavación son sumamente útiles a los fines de conocer
las prácticas en torno al fuego en el valle. Cremonte (1996) expone hallazgos como fogones,
pequeños montículos de carbón, restos arqueofaunísticos carbonizados, entre otros.
En este sentido, las investigaciones mencionadas son de sumo valor ya que son los
únicos antecedentes académicos para nuestra área de estudio. Empero, se han enfocado, en la
presentación de sus resultados y/o en la elaboración de sus hipótesis, en las similitudes de La
Ciénega respecto al más extensamente estudiado valle de Tafí. Este último ha despertado el
37
interés de los investigadores desde fines del siglo XIX (Ambrosetti 1897; Quiroga 1899). A su
vez, desde mediados del siglo XX en adelante, se han reconocido profusas estructuras tales
como menhires, montículos, terrazas agrícolas y viviendas circulares de piedra (Salazar 2010;
Franco Salvi 2012).
En efecto, este valle ha sido ampliamente considerado en las discusiones sobre la
cronología y los procesos sociales del Noroeste Argentino (Núñez Regueiro 1974; González
1955). De hecho, se han asociado las ocupaciones del período Formativo a la cultura o tradición
Tafí. En el marco de sus variadas caracterizaciones, los autores coinciden en la descripción de la
arquitectura doméstica, conformada por diferentes recintos circulares adosados y articulados en
torno a un patio común (González y Núñez Regueiro 1960; Berberián y Nielsen 1988). Esto es
lo que se conoce como patrón Tafí o margarita, el cual, a grandes rasgos, se halla presente en el
valle de La Ciénega (Cremonte 1996) y en regiones de mayor altitud, como la Quebrada de los
Corrales (Oliszewski 2017).
Al respecto, el Equipo de Arqueología del extremo Sur de las Cumbres Calchaquíes
(EASCC) ha realizado estudios sobre el paisaje agrario (Franco Salvi 2012), la vida y el espacio
doméstico (Salazar 2010), la alimentación (Molar 2015) y las prácticas pastoriles (Chiavassa-
Arias 2021). A partir de ellos, se ha propuesto la autonomía doméstica de los grupos que
cultivaban y habitaban el valle (Franco Salvi 2018).
Por otro lado, al igual que La Ciénega, la cuenca de Anfama prácticamente no ha sido
objeto de estudios arqueológicos. Quiroga (1899) fue un explorador pionero y, casi un siglo
después, Cremonte (1996) realizó algunos sondeos para su tesis doctoral. Hacia 2014, el
EASCC visitó el valle y posteriormente estableció un acuerdo con la Comunidad Indígena
Diaguita de Anfama para iniciar las investigaciones.
En detalle, se estudiaron las prácticas alfareras (Franco 2019), las relacionadas a la
alimentación (Molar 2022) y la tecnología lítica (Montegú 2018) durante el primer milenio de la
Era. También se ha indagado en las dinámicas del valle durante el Período de Desarrollos
Regionales (Vázquez Fiorani 2019) y en la construcción del paisaje en una amplia escala
temporal (Moyano 2020). En términos más generales, se ha planteado que, a lo largo de su
historia, en Anfama ha prevalecido la escala de apropiación doméstica. De esta manera, si bien
las comunidades del valle han participado en procesos sociales más amplios, han readecuado y
se han apropiado de estas dinámicas en el ámbito local (Salazar et al. 2022).
En consonancia, la propuesta de nuestro equipo consiste en estudiar el sur calchaquí
teniendo en cuenta la especificidad de cada valle y su interrelación y comparación con los
demás. De este modo, partimos de la consideración particular de las estructuras arqueológicas y
las dinámicas sociales, culturales e históricas de La Ciénega. En efecto, desde el año 2019,
hemos estado realizando prospecciones, relevamientos y excavaciones sistemáticas en el valle, a
través de un acuerdo con la Comunidad Indígena del Pueblo Diaguita del Valle de Tafí.
38
En primer lugar, nuestro equipo llevó a cabo prospecciones pedestres en un área de 10
km², a través de transectas lineales, trazadas a una distancia de 100 m entre sí, en dirección este-
oeste. En las zonas más escarpadas, de difícil acceso, se optó por prospectar lugares de nuestro
particular interés, como cuevas, cimas y colinas. Mediante GPS y mediciones, se relevaron
cursos de agua, estructuras agrícolas, montículos, viviendas, corrales, maquetas, entre otras. En
total, se registraron 1212 construcciones arqueológicas (Franco Salvi et al. 2022).
Figura 9. Estructuras arqueológicas relevadas. Se indican cotas de nivel y cauces
hídricos. Imagen realizada por la Dra. Franco Salvi
Luego se utilizó el software Global Mapper, el cual permite contrastar la información
con mapas topográficos y datos de elevación de la superficie terrestre de alta resolución, para
establecer con precisión la ubicación y la distancia entre diferentes puntos. De esta manera, se
confeccionaron mapas que indican curvas de nivel, estructuras arqueológicas georreferenciadas,
ríos, pendientes y toponimia actual.
Asimismo, los relevamientos se realizaron mediante un dron que nos permitió visualizar
el terreno más ampliamente, grabar videos y capturar fotografías áereas. A partir de estas, se
elaboraron ortofotografías de sectores del valle en general y de sitios arqueológicos en
particular. La técnica consiste en procesar una multiplicidad de fotografías que, en conjunto,
forman una imagen que tienen el nivel de detalle de estas y la precisión geométrica de un plano.
Concretamente, hemos registrado estructuras que, a priori, es posible adscribir a
diferentes momentos de la historia del Noroeste Argentino, de acuerdo con las periodizaciones
comúnmente aceptadas en la región. El 84% corresponde al primer milenio de la Era, el 4% al
Período de Desarrollos Regionales y el 12% al Período Colonial- Republicano. A fines
39
analíticos, se ha dividido el valle en ocho sectores, cada uno de los cuales se identifica con un
sitio arqueológico en particular (ver Figura 10).
Como se ha mencionado, las viviendas del primer milenio DC son muy similares a las
del valle de Tafí (Salazar 2010). Estas poseen recintos de plantas circulares y subcirculares
adosados a grandes patios centrales de un tamaño promedio de 14 m de diámetro, lo que en total
ocupa entre 100 y 500² m de superficie.
Figura 10. Cuenca de La Ciénega con sectores señalizados. A) Sitio Río Las Piedras. B) La Cancha. C) La
Cañada. D) La Mesada. E) Lomita del Medio. F) El Pedregal. G) El Arenalcito. H) El Puesto.
Figura 11. Ejemplos de ortofotografías de viviendas del primer milenio de la Era. A)
Sitio El Pedregal. B) Sitio El Arenalcito.
40
Estas estructuras usualmente se hallaron asociadas a morteros y/o conanas enteras y
fragmentadas. Concretamente, poseen diversas formas y tamaños (desde pequeños morteros de
5 cm de diámetro y 3 cm de profundidad hasta grandes cavidades de 40 cm de diámetro en su
boca y más de 40 cm de profundidad). Se registraron 6 cavidades aisladas en asociación a
unidades residenciales, campos de cultivo y en sectores de gran visibilidad. En esos mismos
espacios se identificaron 8 grandes bloques o afloramientos rocosos con múltiples cavidades
semiesféricas de diferentes tamaños.
Figura 12. A) Bloque con morteros situado en el sector Río Las Piedras. B) Conanas
halladas en la superficie de viviendas ubicadas en el sector de Lomita del Medio.
De manera similar, notamos bloques de distintos tamaños con pequeñas cavidades
semiesféricas grabadas, agrupadas formando dameros o líneas. A grandes rasgos, estas rocas
intervenidas (Salazar y Franco Salvi 2020) se asocian a lugares de tránsito y espacios
productivos. Algunas de ellas parecen haber sido utilizadas en distintos momentos, ya que sus
cavidades se superponen entre sí, alterando la demarcación de las anteriores. Además, en los
sectores con desniveles superiores al 15% se registaron recintos de piedra que, al menos a
primera vista, posiblemente constituyan corrales.
41
Figura 13. Maqueta o bloque grabado situado en un área elevada con buena visibilidad
del valle, ubicado en el sector denominado Los Puestos.
Figura 14. Corrales situados en el sector Lomita del Medio.
A su vez, en un sector cercano a vertientes, se evidenció un montículo de 20 cm de
diámetro y 3 m de altura, con una planta en forma oval alargada, similar a los de los sitios El
Mollar y La Bolsa 2 (valle de Tafí), en los que se realizaban prácticas comunitarias (Franco
Salvi 2012). De hecho, desde un sector más alto, donde se halla un área de molienda, es posible
visualizar claramente el montículo.
Por otro lado, como se dijo, el 4% de las estructuras corresponden, al menos en una
primera aproximación, al Período de Desarrollos Regionales. En efecto, entre los siglos XI y
XVI d. C., los patrones de asentamiento comenzaron a parecerse a los de otros valles del NOA,
como Amaicha y Yocavil (Manasse 2007). Además, la cultura material se modificó. Por
ejemplo, se incorporan motivos iconográficos cerámicos relacionados a la tradición
Santamariana (Vázquez Fiorani 2019).
42
Las construcciones locales integran recintos de piedra de forma cuadrangular y
subcuadrangular que, en algunos casos, se superponen con antiguas unidades residenciales. En
sus proximidades, hemos realizado recolecciones superficiales de tiestos cerámicos que
presentan estilos cerámicos como negro sobre rojo y santamariano bicolor.
En particular, el sitio La Cancha posee estructuras constituidas por 8 recintos
subcuadrangulares adosados, intercalados por pequeños recintos circulares de entre 5 y 8 m de
diámetro. Este se halla próximo a un área donde se registraron estructuras de cultivo, a saber,
montículos de despedre alineados y recintos individuales adosados. Aunque no sean tan
numerosas como las que pueden hallarse en el valle de Tafí (Franco Salvi 2012), es importante
destacarlas ya que no habían sido identificadas anteriormente.
Figura 15. Ortofotografía del sector La Cancha. Al centro de la imagen se aprecian
estructuras asociadas al Período de Desarrollos Regionales.
Figura 16. Estructuras agrícolas próximas al sector La Cancha.
A partir de estas primeras prospecciones y relevamientos sistemáticos, en las siguientes
campañas nos dedicamos primordialmente a excavar la Unidad Residencial 18 (U18) del sitio
Lomita del Medio, lo cual se describirá pormenorizadamente en el próximo capítulo. También
43
hemos realizado sondeos en estructuras agrícolas y corrales, cuyos sedimentos se analizarán
químicamente en un futuro para conocer más sobre las prácticas agro-pastoriles.
Para concluir, pese a la abundancia y diversidad de estructuras arqueológicas en el valle,
la historia de las investigaciones locales es sumamente acotada. Empero, la tendencia está
comenzando a revertirse. Por ejemplo, Vazquez Fiorani (2021) realizó estudios arqueométricos
de materiales cerámicos de la U18 (LdM), a partir de los cuales determinó usos y prácticas
relacionadas a la cerámica. Asimismo, hemos elaborado un artículo sobre nuestros primeros
análisis e interpretaciones de uno de los recintos de la vivienda (Franco Salvi y Justiniano
2022). Finalmente, se elaboró un trabajo sobre las prospecciones y relevamientos de estructuras
en el valle (Franco Salvi et al. 2022).
Por ende, uno de los objetivos de esta tesis es contribuir al conocimiento de esta región
e integrar los resultados con otros producidos en valles aledaños. En este sentido, son esenciales
los trabajos previos del equipo en Tafí y Anfama ya que, como se ha mencionado, constituyen
valles equidistantes y ecológicamente diversos con los que las comunidades locales han
interactuado históricamente.
44
5. Lomita del Medio
(...) el análisis y estudio de todos los restos asociados a la combustión y un minucioso proceso de
excavación son los que van a permitir la aproximación (...), no sólo al funcionamiento de las estructuras
de combustión sino, sobre todo, al de los grupos humanos del pasado que las utilizaron en su vida
cotidiana.
Begoña Soler Mayor, A la luz del hogar, 1998.
A partir de prospecciones y relevamientos sistemáticos, se determinó que el 84% de los
rasgos arquitectónicos del valle son asociables al primer milenio DC, conjunto dentro del cual
se hallan 149 unidades residenciales (Franco Salvi et al. 2022). En acuerdo con la Comunidad
Indígena Diaguita de Tafí del Valle y a los fines de profundizar en el conocimiento sobre la vida
aldeana en la vertiente oriental de las cumbres Calchaquíes, consideramos pertinente excavar
una de estas estructuras.
En base al estado de conservación del conjunto, a su potencial de excavación, a mitigar
el impacto ambiental y patrimonial de esta unidad y a las posibilidades de resguardo, se
seleccionó la Unidad Residencial 18 (U18), correspondiente al sitio Lomita del Medio (LdM).
Este último se sitúa a 2750 msnm, en el sector E del valle, donde se registran tres unidades
residenciales y cuatro construcciones semicirculares y subcuadrangulares de gran tamaño,
presumiblemente corrales y estructuras de cultivo (Franco Salvi et al. 2022).
Figura 17. Ubicación de LdM en el valle de La Ciénega con cotas de nivel indicadas.
45
Figura 18. Ortofoto de LdM y plano de planta con detalle de rasgos arqueológicos.
Asimismo, en el área se destaca una roca con pequeños hoyuelos grabados y pulidos,
similar a las maquetas descritas en el capítulo anterior y a las documentadas en Anfama y Tafí
(Salazar y Franco Salvi 2020). En adición, en el sector se encuentra un montículo artificial de
planta oval, de 20 m de diámetro y 3 m de altura, que debido a su magnitud y disposición
espacial, es sumamente visible desde diferentes cotas altitudinales. Estructuras monticulares
semejantes se han relevado en el valle de Tafí, concretamente en los sitios La Bolsa 2 y El
Mollar (Franco Salvi 2012). En función de su proximidad a unidades residenciales de planta
circular, se infiere que eran un elemento del paisaje del primer milenio de la Era. De hecho, en
46
líneas generales, en el sector de LdM, predominan las estructuras de ese periodo, con excepción
de tres rasgos subactuales (Franco Salvi et al. 2022).
El sector no suele ser frecuentado por los pobladores de La Ciénega, quienes transitan
diariamente por distintas zonas del valle. De este modo, la selección del sitio no perturbó las
dinámicas cotidianas locales. En efecto, los integrantes de la comunidad local fueron
consultados respecto a la pertinencia de la ubicación. De igual manera, a los fines de dar a
conocer el trabajo arqueológico a los comuneros y a los turistas, montañistas e investigadores
que visitan el área, hemos dejado abierta la excavación y, en mayo de 2022, se ha instalado
cartelería alusiva.
La U18 se emplaza en un sector protegido de la erosión eólica por un afloramiento
natural de rocas metamórficas. La elevada sedimentación del sector impidió el derrumbe de las
paredes y posibilitó el mantenimiento de algunos rasgos internos. Asimismo, las estructuras
fueron construidas en las cotas más altas, lo cual dificulta la filtración de agua de las vertientes
que atraviesan el valle (Franco Salvi et al. 2022). En consecuencia, se apreció una buena
conservación y potencia para excavar.
Superficialmente, la estructura posee características similares a las de la mayoría de las
viviendas asignables al primer milenio de la Era en el sur de las cumbres calchaquíes. En
concreto, comparten patrones constructivos circulares y subcirculares, en el que hasta una
decena de recintos habitacionales se asocian a grandes patios centrales (de hasta 20 m de
diámetro) que ofician de entrada y eje de circulación de la residencia, sólidos muros elaborados
con rocas locales de hasta 1,5 m de alto, vestigios de instrumentos líticos y cerámicos en
superficie, así como rocas de formas oblongas, conanas y morteros (Scattolin 2006; Oliszewski
2017; Salazar et al. 2022; Franco Salvi et al. 2022).
La unidad ha sido construida con rocas metamórficas locales y está integrada por 18
recintos de dimensiones variables, que en total comprenden un área de 1778 m². De forma
preliminar, consideramos que el conjunto se compone de dos viviendas. En consonancia con las
evidencias de sectores aledaños, interpretamos que R89 y R100, dos amplios recintos de entre
12 y 13 m diámetro, constituyen patios alrededor de los cuales se adosan estructuras circulares y
semicirculares más pequeñas, cuyo tamaño oscila entre 2.5 y 6 m (Manasse 2007; Salazar
2010).
En dirección sur-norte, la primera vivienda se compone de cuatro recintos, R91, R90,
R93 y R94, articulados en torno a R89. Por otra parte, la segunda vivienda se conforma a partir
del patio R100, al cual se agregan cinco recintos, a saber, R97, R98, R99, R101 y R104.
Interpretamos que en una etapa posterior se incorporaron R102, R103, R105 y R106.
Por otra parte, no se atestiguan indicios de ocupaciones correspondientes al período
hispano-indígena o sub- actuales que pudieran haber modificado la construcción del primer
milenio DC. Empero, se reconoció que las formas de la planta del recinto R92 son más
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angulares y más rectas que las de los demás, lo cual permite pensar en una ocupación posterior,
durante el segundo milenio DC. Consideramos que en este período se añadieron R95 y R96.
Figura 19. Ortofoto de la U18 (izquierda) y plano de planta con recintos indicados (derecha).
5.1. Excavación
En sucesivas campañas transcurridas entre 2019 y 2021, hemos excavado la totalidad de
la vivienda situada al sur de la unidad, es decir, el patio (R89), los cuatro recintos adosados del
conjunto (R90, R91, R93 y R94), una pequeña estructura externa que no se apreciaba
superficialmente, la cual hemos denominado R89 bis, y parte del sector extramuros. En general,
consignamos una gran cantidad y variedad de rasgos, restos arqueológicos y procesos
depositacionales, lo cual demuestra una ocupación humana que habría perdurado varios siglos.
Previo a la excavación, hemos recolectado y registrado los materiales en la superficie de
la unidad. Se recuperaron fragmentos cerámicos del grupo rojo grueso y gris fino con incisiones,
afines a los comúnmente asociados al primer milenio DC en el área. A su vez, resaltan 9
artefactos pasivos de molienda o conanas, tanto fracturados y/o agotados como íntegros,
dispersos entre los recintos e integrados en los muros.
Las intervenciones se realizaron a partir del método propuesto por Harris (1991), el cual
consiste esencialmente en excavar siguiendo los estratos naturales y sus cambios. Estos, junto a
los rasgos e interfacies, fueron considerados como unidades estratigráficas (UE). En base a esta
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información, se elaboraron matrices de Harris, a saber, representaciones gráficas en forma de
diagramas que dilucidan los eventos de deposición y sus interrelaciones espaciales y temporales
(Harris 1991; Carandini 1997).
Asimismo, se registraron cuidadosamente rocas de derrumbes, rasgos, alteraciones
postdepositacionales y materialidades en general. Posteriormente, los datos se procesaron en un
archivo AutoCAD georreferenciado. De este modo se han podido identificar múltiples eventos
constructivos, áreas de actividad, prácticas de mantenimiento, abandono y reocupación y
procesos depositacionales. Esto permitió la construcción de una secuencia biográfica del
conjunto, desde su construcción hasta la intervención arqueológica (Harris 1991; Carandini
1997).
Figura 20. Ortofoto de la vivienda excavada. Imagen realizada por la Dra. Franco Salvi. Se
indican los recintos.
En las siguientes secciones se caracterizan las unidades estratigráficas respectivas a
cada recinto de la vivienda. En adición, se exponen de forma sumaria las materialidades y
rasgos correspondientes a cada UE. Subyace a estos apartados la intención de dar a conocer las
evidencias y el contexto arqueológico general relevados, los cuales constituyen la base de esta
tesis.
En consonancia con los objetivos planteados, las descripciones se realizan con especial
atención a aquellas materialidades plausiblemente ligadas al fuego y con mayor detalle en el
caso del R94, ya que constituye el recinto en el cual se centra esta investigación. Es importante
mencionar que los análisis específicos realizados a los diferentes tipos de materiales y los
resultados obtenidos se exponen concretamente en los capítulos 6, 7 y 8.
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5.2. R94
El recinto R94 presenta forma circular y mide 7.30 m de diámetro. Posee una única
puerta de acceso, situada al oeste, que conecta con el este del patio (R89). Se registran las
siguientes unidades estratigráficas:
UE 001. Capa más superficial, conformada por un estrato de suelo humífero oscuro
(Tabla Munsell: 10 YR 2/1) con abundante materia orgánica. El sedimento presenta inclusiones
de raíces de gramíneas, lombrices y escarabajos peloteros (Typhoeus typhoeus). Aquí se hallan
rocas de derrumbe, distribuidas de forma relativamente homogénea en el recinto.
Se atestiguan fragmentos cerámicos, principalmente correspondientes a los grupos
tecnológicos rojo grueso y gris grueso y lascas de cuarcita, sílice y andesita, con predominancia
de cuarzo. Se destacan 2 fragmentos de borde de olla y 2 artefactos de molienda pasivos de
rocas ígneas graníticas, colocados boca abajo y constituyendo el derrumbe. En el marco de este
último, y próximo a la puerta, se reconoce un dintel de esquisto micáceo. Este elemento
horizontal se habría apoyado sobre las jambas de la puerta.
UE 002. Estrato de 5 cm de espesor que presenta una coloración más oscura que el
anterior (Tabla Munsell: 10 YR 1.7/1) debido a una mayor concentración de materia orgánica.
Sólo se registra al suroeste del recinto. No se reconocen materiales arqueológicos ni rasgos
antrópicos.
UE 002B. Capa de textura franco arcilloso limoso (Tabla Munsell: 10YR2/2). Se
evidencian inclusiones similares a las de la UE 001. Este depósito se posiciona por debajo de la
UE 001 y la 002. Comienza a los 0.35 m de profundidad y presenta un espesor de 0.15 m.
Se hallan fragmentos cerámicos, compuestos mayormente por los grupos rojo grueso y
gris grueso. A diferencia de la UE 001, en este depósito el 27.6% de la muestra cerámica
presenta rastros de hollín (ver capítulo 7.5. Análisis cerámicos). No se identifican materiales
líticos, a excepción de un cuchillo de filita.
UE 003. El nivel se emplaza debajo de la UE 002B. Se trata de un sedimento limo
arenoso (Tabla Munsell: 7.5 YR 4/2), similar al castaño claro arenoso —tipo loéssico—
registrado por Cremonte (1996). En comparación con las UEs anteriores, presenta menor
densidad de inclusiones y aumenta la compactación del estrato.
Se reconoce un incremento en la cantidad y diversidad de materiales arqueológicos.Se
hallan fragmentos cerámicos del grupo rojo grueso, acompañados de bajos porcentajes de tiestos
de los grupos rojo fino, gris fino, rojo fino con baño rojo y rojo fino con baño blanco. El 11% de
la muestra evidenciaba rastros de hollín en superficie. Se destacan nódulos de arcilla, bordes,
asas y un fragmento de tubo de cerámica (ver capítulo 7.5). La muestra lítica se compone
principalmente de lascas de cuarzo, cuarcita, andesita, sílice y pizarra. Se diferencian un
percutor de cuarcita y un cuchillo de pizarra. Asimismo, se hallan in situ 3 artefactos de
molienda pasivos, concentrados en el sector noroeste del recinto.
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UE 004. Se define como una interfaz correspondiente a una cueva de roedores.
UE 005 (depósito) y UE 009 (interfaz). Se trata de un sedimento termoalterado,
contiguo al muro sur y emplazado sobre la UE 003.
UE 006. Sedimento compacto arcilloso (Tabla Munsell: 10 YR 2/2) que presenta
numerosos fragmentos de carbones vegetales. En función de las grandes cantidades de
materiales depositados, entendemos que esta y la UE 003 conforman el piso de ocupación
principal del recinto (ver figuras 21 y 33).
La cantidad de vestigios cerámicos aumenta considerablemente respecto a los niveles
anteriores. El grupo ordinario rojo grueso se mantiene como predominante y se diferencian
algunos fragmentos con incisiones que conforman rectángulos y puntos. En general, el tamaño
de los tiestos cerámicos es mayor que en niveles anteriores, de manera que se evidencian
cuerpos, bordes, bases y asas en buen estado de conservación, y también un tubo abierto.
En lo que respecta al material lítico, los porcentajes de materias primas son similares a
los de la UE 003, mostrando una amplia preeminencia del cuarzo sobre las demás. Empero, en
este estrato existe una mayor cantidad de lascas de cuarcitas. Se destacan una tres cuentas de
mineral de cobre (ver Figura 22.1), un percutor de cuarcita y un cuchillo de pizarra. Se localizan
3 conanas y una mano de moler.
Figura 21. Cantidad (%) de materialidades evidenciadas en cada UE del recinto R94.
UE 007. Estrato carbonoso, limitado por rocas (UE 008), ubicado sobre la UE 006 y
cubierto por una conana. El conjunto se interpreta como una estructura de combustión que a
fines analíticos hemos denominado fogón central (ver Figura 22 y capítulo 8).
UE 034 yUE 035. Consiste en un conjunto similar al anterior, pero de menor tamaño,
posicionado de forma contigua al sur del fogón central. Lo interpretamos como una estructura
de combustión que denominamos fogón secundario (ver Figura 22 y capítulo 8).
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UE 015. Estrato carbonoso situado de forma contigua al muro del sector este del
recinto.
UE 023. Interfaz integrada por un rasgo de roca subcircular que contenía un relleno de
sedimento. Se ubica contiguo al este del fogón central. A priori, se interpreta que es una huella
de poste, a saber, un hoyo cavado en el piso y asegurado por pequeñas cuñas de roca.
En algunos sectores de la UE 006, las matrices sedimentarias evidencian un cambio de
textura y tono (Tabla Munsell: 5 YR 2/2), adscribibles a 11 pozos cuya profundidad varía entre
los 13 cm y los 45 cm. Cada uno ha sido denominado con una sigla (ver figuras 22 y 23). A
continuación, se caracterizan las UEs asociadas a estos rasgos y sus respectivos rellenos (Franco
Salvi y Justiniano 2022).
Figura 22.