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Documento de trabajo:
CULTURA, ESTADO Y CIUDADANÍA
Cómo soñamos vivir
Reedición para la Universidad de las Artes
Guayaquil, 2022
1
Es trascendente que realicemos este III
Cabildo Nacional de Cultura en una situación
histórica en que contamos con un Presidente
de la República, Don Ricardo Lagos Escobar,
que ha formulado con tanta claridad y ahínco
lo decisivo que es para su gobierno la
creación cultural. Particularmente, este III
encuentro respetuoso y solidario entre muy
distintas voces, se realiza en circunstancias en
que se aprobará, en un tiempo próximo, una
nueva institucionalidad cultural para Chile,
escenario que fue deseado y buscado por
muchas generaciones del siglo XX. En los
prolegómenos del siglo XXI ingresamos a
este nuevo milenio con condiciones
institucionales, de recursos y de sensibilidad
social y política que hacen viable mejorar
nuestra vida colectiva y potenciar nuestras
capacidades creativas, que tienen entre sus
antecedentes dos premios Nóbeles y una
multiplicidad de notables creadores en todos
los campos y géneros.
He sistematizado en este documento abierto
las reflexiones que he ido acumulado con mis
pares del día a día, ideas que también han
brotado en base a los debates, diálogos y
conversaciones con muy distintos actores del
mundo cultural y artístico de nuestro país.
Quiero destacar especialmente las
sugerencias y orientaciones que he recibido
en las reuniones de Cabildo y los informes y
actas que han surgido a partir de ellos. Desde
las Ciencias Sociales intento realizar unas
CULTURA, ESTADO Y CIUDADANIA
CÓMO SOÑAMOS VIVIR
Aludiendo a Cortázar en Rayuela, invito a barajar estas ideas como si fueran un juego de cartas. Quiero
compartir con usted tres tesis, que integran diversas sugerencias teóricas y afanes prácticos en
relación a la cultura como proceso civilizatorio y la implicancia de ello en las políticas de
Estado. En primer lugar, postulo que lo que se ha llamado crisis civilizatoria es antes que nada
una crisis cultural. En segundo término, creo que la cultura, y singularmente el ejercicio de la
ciudadanía cultural, permite develar y contener las tendencias autoritarias que emergen en los
órdenes políticos y sociales. Finalmente, tiendo a pensar que la minimización de la cultura pone
en riesgo la preservación y expansión de la inteligencia social y el bienestar humano, objetivo
que en gran parte puede ser alcanzado en virtud del aumento del tiempo libre creativo de cada
una de las personas. Esto último implica un concepto de sociedad y vida más abarcador e
intenso que los órdenes contemporáneos.
Patricio Rivas H.
A Claudia por el diálogo cuestionador.
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modestas insinuaciones al despliegue de los
debates y analíticas que se produzcan en este
encuentro.
Una mirada nómada
Al abrir el campo de sugerencias ubico mi
reflexión en los procesos latinoamericanos,
lugar que apela durante el siglo XIX a la
ilustración como fuente de la construcción
cultural y política; y durante el siglo XX a la
modernidad, la democracia y al cambio social
como sustrato del progreso (Paz, 1983).
Como es sabido, ambos proyectos históricos
se conjugaron con pretéritas formas sociales
alterando varias de sus premisas, resultando
una ilustración, en muchos casos, barroca y
una modernidad constantemente inconclusa.
Las proposiciones que han arribado a estas
tierras en estos dos siglos se han traducido en
clave mestiza. En América Latina el
mestizaje ha sido el escenario constante de la
panorámica creativa de todos los tiempos y a
pesar de que se ha intentado ocultarlo,
negarlo o maltratarlo siempre regresa
induciendo el despliegue de polifonías que
nutren lo que fenomenológicamente se ha
llamado latinoamericano.
El esfuerzo identitario en el siglo XX se
inicia con Ariel de José Enrique Rodó (1899,
citado en Devés, 2000) esta obra constituye
un quiebre antiutilitarista, es un llamado
apasionado a la juventud a resignificarse
como protagonistas de la formulación de un
modelo de identidad basado en la cultura y en
la defensa de nuestra idiosincrasia, de
nuestros valores y etnias. Rodó no fue un
tradicionalista que defendiera lo establecido,
sino que planteó la necesidad de un cambio
como proyecto individual y colectivo, pero
sin perder la identidad intrínseca, la
personalidad y la voluntad de lo popular. Este
ímpetu se extenderá durante todo el siglo XX
alrededor de la gestación de movimientos
culturales ubicados en la literatura, las artes
visuales, la música y la cultura tradicional.
Esto envuelve la pulsión de una búsqueda que
singularice nuestro ser latinoamericano y que
se afana con Darío y Huidobro y se fortalecen
con Borges, Sábato, Cortázar, Neruda y Paz,
entre un gran universo de creadores de
distintos géneros y propuestas.
En el ámbito de la creación, la historia
prolongada de nuestro continente ha
presenciado la emergencia de dos fenómenos
regresivos que han frenado las potencias
creadoras: la xenofobia, abierta y encubierta,
y el integrismo que ha tendido a asfixiar las
búsquedas y ha estigmatizar las rebeldías
creativas. Estos estrangulamientos de la
imaginación han desempeñado un rol
desfavorable en los ímpetus estéticos y
sociales. Somos hijos lejanos de la
contrarreforma y la inquisición, y en virtud de
ello siempre llevamos a cuesta una dosis de
culpa y temor cuando nos atrevemos a
irrumpir con algo nuevo, o cuando
intentamos producir originales desórdenes
creativos.
Es relevante señalar que la integración de
América Latina a la civilización occidental
europea se ha llevado a cabo desde arriba,
estructurando primero Estados coloniales y
luego Estados independientes, pero siempre a
partir de la razón leviatánica de la voluntad
política, es decir, de la idea de asumir al
Estado como el único medio capaz de
contener y superar la anarquía social que en
su ausencia se produce (Negri, 2000).
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Indudablemente esta noción de Estado, que
no sólo es de alcurnia monárquica, ha
percibido con sospecha e inquietud las
propuestas creativas de las multitudes que en
ocasiones llegan a proponer modos de
organización alternativos y cambios de
dirección gubernamental, como ocurrió en la
década de los treinta, los sesenta y los
ochenta en toda la región.
Las dinámicas culturales que se han puesto en
juego a partir de este tipo de Estado han
forjado un sentido de nación y nacionalidad,
que ha arrasado muchas veces con las
prácticas simbólicas de los pueblos
originarios. La tendencia larga en América
Latina ha sido la de ocupar y hegemonizar el
ámbito creativo, sólo en algunas regiones y
momentos las propuestas y sus resultados han
estado basadas en el diálogo. El legado de
estos influjos ha perdurado hasta nuestros
días, constantemente en la región afloran
tensiones, conflictos y demandas por parte de
grupos y pueblos indígenas que están lejos de
disminuir o desaparecer, como ocurre con la
reanimación profunda de los grandes temas
de los pueblos indígenas desde México hasta
Chile.
Otros aspectos que han obstaculizado la
consolidación cultural a nivel institucional ha
sido, por una parte, el hecho de que los
modelos culturales que han ido arribando a
América Latina y los paradigmas en que se
basan no han tendido a síntesis abarcadoras,
sino que han luchado por imponerse en los
campos académicos, políticos y sociales. Sin
embargo, los debates, la crítica y las prácticas
han fragmentado los cánones simplificadores
y han sorprendido con la apertura de nuevos
campos de búsquedas sensibles. A pesar de
los esfuerzos orientados a la ocupación
geográfica y espiritual, el retorno y la
recurrencia de los sustratos indígenas y la
presencia de lo ensayístico, de lo exótico, de
lo mágico, de lo popular y de lo apremiante
ha generado en la región un gran dinamismo
en el mundo del arte y la creación. En
doscientos años de historias republicanas no
se ha logrado disciplinar la creatividad en
algún tipo de canon oficial.
Otro factor que ha debilitado en muchas
ocasiones las condiciones psicosociales y
políticas que legitiman y fomentan los
procesos creativos, es el clima de constante
inestabilidad de las instituciones de la
democracia (Bethell, 1991). La larga historia
de fracturas institucionales y las
conmovedoras luchas sociales han tendido a
neutralizar la creación, porque se ha
sospechado de su compromiso nacional, de su
sensibilidad popular, de su pureza o de su
mezcla, pero también porque se ha tendido a
ubicarla como un espacio subalterno o útil. Se
trata de un doble tensionamiento. Por una
parte, la inestabilidad y la exclusión han
situado a la cultura en el espacio público
como una pretensión y un lujo accesible sólo
para algunos. Y por otra, en diversos periodos
se han manipulado las dinámicas creativas
desde la razón política; con el objeto de
fortalecer sus programas, las élites dirigentes
han buscado llegar a la psicología profunda
de las distintas fracciones sociales a través de
la cultura. El éxito de esta empresa ha estado
lejos de cumplir su deseo, las revueltas de lo
cultural rebrotan desde la autonomía de los
procesos creativos.
Lo notable de todo lo anterior es que el efecto
de estos acosos ha permitido consolidar y
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expandir la centralidad de la cultura y la
creación a lo ancho de los diversos espacios
sociales. Resultado irónico cuando se observa
que lo que se buscaba desde las instituciones
era neutralizar o utilizar a la cultura desde la
razón instrumental. Los fenómenos culturales
de largo plazo, medidos en décadas o siglos,
suelen satirizar las intenciones y burlar a
quienes pretendieron hacer con ellos juegos
de poder.
Si bien no se puede condensar el devenir de
la historia latinoamericana en algunas
proposiciones, sí se puede inferir de lo
anterior que los grandes temas culturales han
estado vinculados a la recuperación de
nuestra memoria serrana, costeña, tropical,
rural, pampina, indígena, marginal,
inmigrante, y al reconocimiento de una ancha
diversidad estético creativa, desde lo
afroantillano, discurriendo por lo caribeño,
mesoamericano, selvático, rioplatense, andino
hasta el estallido urbano. Eclosión ensayística
que también abarca a los cuarenta millones de
latinos que hoy viven en EEUU y en otras
regiones del planeta, especialmente en
Europa y Australia. Estos desplazamientos
demográficos constituyen un fenómeno
puente entre las culturas del norte del mundo
y las nuestras, que en su expansión van
construyendo redes de diálogo, gestión e
iniciativas. La vorágine de la cultura
latinoamericana remite también al
nomadismo de sus habitantes. Hoy todos los
géneros creativos se encuentran abiertos a los
procesos internacionales tanto por las vías
académicas, como por las rutas de
intercambios comerciales y virtuales, pero
también por la estructuración de nuevas
comunidades de diálogos.
Caso relevante es el de Estados Unidos de
Norteamérica, ya que allí la ubicación de lo
latino ha estado sustentada en la capacidad de
los inmigrantes de hacer visible y audible su
cultura. Esta construcción cultural del sujeto
latinoamericano le ha permitido a chicanos,
portorros, salvadoreños, guatemaltecos,
hondureños, brasileños y conosureños
legitimar su existencia y reclamar sus
derechos. Creo que estamos lejos de
comprender los efectos de estas diversas y
nuevas mezclas, en la cual lo creativo se sitúa
en la vida cotidiana de los sujetos.
La búsqueda de una manera de ser
compelida por una nueva cartografía
mundial
Como comunidad seguimos en la búsqueda
de una identidad tan fértil como inconclusa,
que hoy se ve sometida a los procesos de
redefinición que se precipitan por los nuevos
ejercicios cartográficos de los poderes
mundiales. Esto afecta desde cómo nos
ubicamos en el mundo hasta la viabilidad que
tiene el fomento de nuestras industrias
culturales en un contexto fuertemente
monopólico, concentrador y legitimador de
las modas de consumo creativo (Barbero &
López de la Roche, 1998). Lo que sí es claro
es que nuestra potencia para competir en
condiciones de éxito en el mercado simbólico
mundial no emerge de recorrer los mismos
caminos por los que han transitado las
grandes industrias norteamericanas y
europeas, sino por la capacidad de aumentar
nuestra originalidad y singularidad estética y
de construir acuerdos con todos los países de
la región, aludiendo a la activación del
consumo cultural interno y a la exportación
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de nuestra producción a todas las regiones del
planeta, no sólo a las del hemisferio
occidental, sino además a las de Asia,
Europa, África y Australia.
Lo anterior se torna relevante ya que
recurrentemente nuestras industrias culturales
tienden a la reiteración y a la copia cuando
diseñan sus estrategias de expansión,
fenómeno que se materializa en la adopción
mecánica de enfoques y técnicas por parte de
algunos creadores. Sucede que ha sido lento y
difícil superar el colonialismo epistémico y
metodológico que se impuso desde Europa
durante el siglo XIX y gran parte del XX, y
desde Estados Unidos a partir del desarrollo
de la industria cinematográfica, de la música
y del libro. Las contra tendencias de este
seguidísimo aparece especialmente en los
centros académicos que postulan que la
“copia” como estrategia de desarrollo
cultural es inviable y frustrante, y nos
condena a ser socios dependientes en los
grandes procesos creativos mundiales
(Sunkel, 1999).
La construcción de la identidad de nuestra
amalgamada región se sustenta en la
capacidad de ubicarse, de observar, de
interpretar y de actuar preservando
patrimonios de distinta data y naturaleza
frente a otros actores de la política cultural
internacional. De forma clara, la pasión de los
sentidos está vinculada al imperativo de
construir una nueva forma de situarnos en
este mundo del siglo XXI, con relaciones
internacionales asimétricas y con niveles de
concentración del poder, de la ciencia y la
riqueza apabullantemente desiguales (Briceño
& Sonntag, 1999; Sen, 2000).
En cada nación a la vieja tensión entre región
y Estado-nacional se le agrega hoy la de
identidad nacional y mundialización. Este
asunto se vuelve crecientemente complejo ya
que al mismo tiempo asistimos a una
reanimación profunda de las autonomías de
los pueblos indígenas en los territorios donde
estas comunidades ancestrales tienen peso
demográfico y de sentido. Los localismos, si
bien han sido históricamente una forma de
redistribuir democráticamente los recursos y
las decisiones, se ven enfrentados hoy a
desafíos muy complejos provenientes de los
procesos de integración regional y del declive
de la capacidad de autonomía y regulación
del Estado. Esto está impulsando a repensar
desde la cultura el tema de las
regionalizaciones locales, incluso con
independencia de si los Estados son federales
o republicanos. En éste campo han resultado
efectivas las formas de participación basadas
en el diseño de estrategias de cooperación
entre lo local, lo nacional y lo
latinoamericano, ejemplo de ello son los
diversos acuerdos de cooperación
internacional en los espacios
centroamericanos y los intentos del Mercosur
Cultural, aunque este último se encuentre
sometido a los avatares del ciclo económico.
En los últimos veinte años, no sin
contramarchas, América Latina ha vivido
grandes movilizaciones político culturales,
que recuperando los fragmentos de una
historia social dispersa, anhelan construir un
concepto de identidad híbrido y dialogante.
En el caso de Chile, nos hemos pasado desde
el fin del período autoritario intentando
ensanchar los procesos culturales,
recuperando lo pretérito, lo que había sido
desechado por sospechoso. La reconstrucción
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democrática ha implicado también la
relegitimación de la cultura como un espacio
del diálogo, la diversidad y la exploración de
sentidos y significados. Sin embargo, este
nuevo ciclo también en la región ha visto re-
aparecer fenómenos excluyentes y
reclasificatorios. Recordemos que esta nueva
era de globalización ha sido caracterizada por
múltiples autores como una época de auge y
exacerbación de las desigualdades sociales
(Castells, 1998; Habermas, 1998; Hobsbawm,
1995; Negri, 2000; Sen, 2000),
particularmente dramático resulta el declive
de las culturas tradicionales, de la artesanía y
de muchas prácticas creativas de larga data
que enfrentadas a la producción y circulación
económica no cuentan con condiciones de
competencia, arruinándose sus creadores y
empobreciéndose sus experimentaciones
creativas.
Asimismo, muchos habitantes de nuestra
región quedan fuera de cualquier forma de
acceso al goce estético, algunos por la
precariedad de sus condiciones de vida y
otros porque están sometidos a una
cotidianidad que les agota todo su tiempo de
existencia (Gergen, 1997; Negri, 2000). Otros
casos de exclusión se producen ante las
nuevas exploraciones estéticas, especialmente
las propuestas urbanas más duras, portadoras
de críticas lacerantes y dolores
desesperanzados tienden a ser ubicadas en el
límite de la sospecha y de lo delictivo.
El sujeto singular de la duda que es sometido
reiteradamente a la mirada oblicua de los
diversos poderes continúa siendo el joven,
singularmente el joven urbano que construye
distancias con las ideologías del
productivismo, con las rígidas conductas
normativas y con los anacronismos exudados
por las antiguas formas de participación
etaria, provenientes esencialmente del
periodo sustitutivo de importaciones de la
década de los cincuenta y sesenta.
Es importante asumir con premura que recién
estamos ante el inicio de una transformación
radical e inédita en las conductas y prácticas
juveniles, y que los modelos de análisis y
categorías que se han utilizado para intentar
comprender estas emergentes mutaciones
permanecen anclados en la década de los
sesenta o en los periodos en los que la
juventud se movilizaba, en conjunto con el
resto de la sociedad, por el afán de recuperar
la democracia. Si no se comienzan a analizar
estos cambios con nuevos parámetros
analíticos seguiremos quedando desfasados y
sorprendidos ante sus movilizaciones y
demandas. Al respecto conviene destacar los
trabajos que en esta línea han desarrollado
Serna (1998) en México y Krauskopf (1999)
en Chile. En base al enfoque de Offe (1992)
efectúan en forma independiente estudios en
los que se comparan los viejos y nuevos
paradigmas en que se basan las identidades,
orientaciones y formas de actuar de la
juventud. A modo de ejemplo, sugieren que si
antes las identidades colectivas estaban
arraigadas en códigos socioeconómicos e
ideológicos-políticos hoy se edifican en base
a parámetros ético existenciales. Lo que
postulan en definitiva estos autores es que los
cambios civilizatorios actuales han
modificado las tradicionales formas de
participación juvenil. La detección y análisis
de estas mutaciones, que se viven a escala
mundial, sirven para ilustrar los cambios
sociales y culturales que ha generado el
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proceso de globalización en todos los
intersticios de la vida social.
Estas dinámicas y transformaciones están aún
inconclusas, ya que se ubican en un tiempo
histórico no sólo acelerado por la
mundialización financiera, sino también por
la circulación de mercancías simbólicas que
arriban en tiempo real a los espacios íntimos,
generando sistemas de referencias y hablas
que no encuentran la posibilidad para
repensarse. Se vive en un eterno presente,
donde la idea de pasado histórico se debilita y
la de futuro se vuelve innecesaria. Lo que se
instala a partir de estas premuras planetarias
es la intensidad del instante y la futilidad de
los proyectos históricos, procesos que en el
espacio cultural socavan el piso, no sólo de
las antiguas ideas de las vanguardias
estéticas, sino de los propios proyectos de
investigación que buscan situar el arte dentro
de patrones más globales como son los
referidos al ethos de la existencia y de la vida
en sociedad. La irrupción de los estudios
culturales de carácter antropológico con sus
análisis, documentos de trabajo y propuestas,
han demostrado que estos temas son
trascendentes para los consensos sociales, la
estabilidad y la comunicación democrática
(Habermas, 1999).
A pesar de esto, lejos se está de las
recurrentes “muertes del arte” (Hobsbawmn,
1999) o de las obsesivas pérdidas de
significado que postula la postmodernidad
militante. Se trata de una nueva dinámica
global de disolución de los conceptos,
categorías y marcos de referencia que nos
acompañaron en los últimos treinta años. Es
mucho más una revuelta estética que un
vaciamiento de la creación o de los
significados.
Ahora, si se analizan estos procesos desde la
hibridez latinoamericana, esta última no hace
sino enriquecerse, en tanto queda compelida a
seguir buscando sus rasgos identitarios,
forjándose en este devenir un escenario
propicio para la emergencia de originalidades
y perfilamientos que siguen haciendo a la
región distinta y vital.
Un abrumador déficit en cultura
La mayoría de los países latinoamericanos
tienen una histórica deuda con la cultura y el
arte. Agobiados por necesidades sociales
urgentes han tendido a desplazar los aportes o
el aumento de las inversiones directas que
fomenten la creación, la investigación y
mejoren la infraestructura cultural, hacia
salud, vivienda y educación, urgencias que
han sido abordadas en la lógica de
compartimentos estancos que no integran a la
noción de individuo, sujeto, ciudadano y
comunidad, los indicadores de bienestar
humano, que incluyen las necesidades
culturales y creativas.
Al sumir estas estrategias parciales se ha
cercenado la naturaleza transversal de la
noción de cultura, que es justamente la que
permite potenciar a la creación estética como
un ámbito del desarrollo social y humano. En
muchos lugares y momentos surge la fundada
duda de saber hasta dónde las instituciones
político-democráticas comprenden los efectos
enriquecedores que tiene la creación y
participación cultural en las condiciones de
vida y existencia, y hasta donde se
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comprende que el déficit cultural y
democrático son dos nociones que remiten a
la intensidad de la existencia y de la vida en
la polis.
Pero lo anterior no sólo inhibe el impacto que
podría tener el fomento del desarrollo cultural
en el ámbito social, en muchos Estados
latinoamericanos y en sus instituciones
políticas y parlamentarias la desinformación,
la falta de debate fundado y las lejanías
respecto de los procesos culturales han
producido un descreimiento por parte de las
comunidades artísticas, que ven como en la
construcción de prioridades son
constantemente desplazados hacia los últimos
lugares, y que en las ocasiones en que la
cultura es integrada a las denominadas
agendas políticas y legislativas son muy
parcialmente consultadas sus opiniones o
reflexiones de fondo. En la región se ha
tendido a una relación clientelista entre las
esferas del poder político y aquellos núcleos
creativos de mayor impacto y visibilidad
pública, caso relevante fueron las políticas
del PRI en México, singularmente en la
industria cinematográfica entre la década del
treinta y setenta.
En este sistema de relaciones, el teatro, el
folclore, las culturas urbanas emergentes, la
danza, la crítica y la investigación han tenido
un lugar subalterno en la lista de prioridades.
Las industrias culturales con mayor
capacidad de negociación y diálogo han sido
las del libro, la música y el cine. Estos
sectores han podido actuar con mayor
facilidad como interlocutor, grupo de presión
o agente negociador que otras áreas que se
ubican en una fase más elemental de la
cadena de producción y circulación
económico-simbólica porque su peso
económico, sus relaciones horizontales con
otras áreas del mercado y su capacidad de
influir y modelar la opinión pública las hace
bastante más decisivas en los centros de
decisión.
Esta geometría política de los procesos que
relacionan a la cultura con las instancias
ejecutivas y legislativas es la radiografía de
una grave falencia en los parámetros de
modernización del Estado en América Latina,
que de manera evidente va reproduciendo
frustraciones y deserciones en el campo de
los creadores y un distanciamiento político y
conceptual entre arte y democracia o entre
creación y existencia, que de no resolverse
pueden producir efectos regresivos sobre la
vitalidad del mundo de la creación. Como
abordaré más adelante, la experiencia reciente
indica que tres son los elementos que
permiten enfrentar esta situación. Por una
parte, una legislación moderna donde el
mundo de los creadores elija directamente a
sus representantes, los cuales deberían
integrarse a las instancias políticas que toman
las decisiones que afectan el desarrollo
cultural. Por otra, la coordinación entre los
distintos niveles que articulan las políticas
nacionales, con el objetivo de apoyar
intersectorialmente el fomento de la cultura.
Por último, la comprensión de que el
concepto de ciudadanía cultural es un derecho
tangible y concreto de todos los habitantes de
un país y que el Estado y las instituciones
públicas deben ponerse al servicio de la
concreción práctica de esta categoría, que es
parte integrante de un concepto de sociedad
abierta y no excluyente. Legislación,
participación, recursos y capacidad de
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creación y gestión son por esto los pilares
básicos de una política de Estado en cultura.
Estas orientaciones imponen, a su vez, la
necesidad de refinar el análisis desde la
perspectiva de la participación democrática e
igualitaria de todos los representantes de los
diversos ámbitos creativos, ya que cada área
de la creación tiene desiguales niveles de
desarrollo que responden a circunstancias
históricas excepcionales.
Una política cultural nacional debe permitir
una participación que no discrimine a un
sector por sobre otro, y evitar que un área sea
apabullada por otra a la hora de distribuir
recursos, prioridades y poder de decisión. Se
trata de un gran desafío democrático que sólo
puede ser ubicado como esfuerzo de largo
plazo en un entramado donde las culturas
tradicionales, las industrias culturales, la
creación emergente y los esfuerzos
ensayísticos puedan convivir en un contexto
de cooperación. Esto supone la definición de
un marco legislativo y reglamentario que lo
haga posible. Pero también, implica una gran
solvencia en la reflexión, análisis y capacidad
de sugerencias de quienes resulten portadores
y representantes de las demandas de los
artistas y en gran medida de la propia
sociedad.
En definitiva, se está frente a un nuevo
desafío el de la generación de espacios donde
la política de Estado y el mundo de los
creadores convivan en base a dinámicas de
debate y construcción de estrategias de
desarrollo que se sustenten en la integración
de variables que van desde la economía
internacional hasta los nuevos movimientos
sociales y estéticos.
Un riesgo no menor es la instalación de un
demandismo corporativista, que desde las
falencias, anomalías o necesidades reales
exacerbe el valor de estas obscureciendo los
grandes propósitos generales. Un ejemplo de
esto es lo que sucede cuando un área de la
cultura compite con sus pares para obtener
más recursos, cuando de lo que se debería
tratar, pensando en la escuálida cantidad de
fondos, es de unir los esfuerzos para obtener
más recursos para todos. Esto empuja más
hacia la regresión que hacia la progresión. Lo
que se debe buscar es mejorar las condiciones
globales y pasar de la etapa de la competencia
sectorial a la de la cooperación general.
Otra tensión ocurre cuando el concepto de lo
local se utiliza indiscriminadamente
suponiéndole a este una uniformidad que
termina antagonizando abstractamente “lo
local frente a lo nacional”. La noción de
localidad para tener valor analítico y
operacional debe ser ubicada en cada
territorio geográfico y estético de manera
concreta, de acuerdo a procesos históricos y
realidades que apelen a tradiciones
singulares. Difícilmente se puede hablar de lo
local, sino más bien debiera hablarse de la
multiplicidad de localidades, todas diversas y
heterogéneas, y desde esas identidades
construir situaciones abiertas con los
territorios vecinos, con los ámbitos
nacionales e internacionales. Esto proyecta la
calidad creativa hacia arriba y permite abrir
nuevas posibilidades de cooperación con
otros espacios políticos, geográficos y
estéticos.
Asimismo, cuando se hace referencia a lo
nacional no se está señalando un lugar o
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alguna institución, sino un proceso de síntesis
que remite a estándares de calidad estética
que vienen a expresar desde muy diversas
tradiciones y maneras lo mejor que se
produce en un territorio. Es claro que la
noción de calidad o de “lo mejor” no nace en
el ensimismamiento, ni en una interioridad
que dialoga consigo misma, sino en el debate
creativo frente a otras propuestas artísticas
que transitan por los espacios
latinoamericanos y mundiales. Situación
distinta es la consagración de las identidades
regionales con sus cargas simbólicas y rasgos
específicos. Cuando estas entidades son
fuertes irrumpen en lo nacional e incluso en
los mundial con prestancia y capacidad de
debate, como sucede con la cultura urbana de
Buenos Aires, Ciudad de México o Sao
Paulo, con las culturas más tradicionales de
Bahía en Brasil, Tucumán en Argentina,
Chiloé en Chile, Oruro en Bolivia, Cartagena
de Indias en Colombia y Puebla en México o
con La Habana, lugar que condensa una
singularidad de gran anchura y vitalidad.
Desde largo tiempo se ha ubicado a esta
ciudad en el espacio “de lo otro”, primero fue
por la larga ocupación española y luego por
los efectos de la revolución de 1959 que
impactaría la cultura y la creación de toda
América Latina.
Ha sido fatal en la historia latinoamericana el
enclaustramiento de la creación frente a la
crítica y la temerosa protección intramuros
por medio de la cual se intenta huir del
escrutinio de los pares y de las discusiones
significantes. La potencia cultural de una
nación, de una región o localidad parece
hacer siempre referencia a su capacidad
ancha y constante de interlocución, de asumir
lo nuevo, de mirar lo emergente y de aceptar
la multiplicidad y la diversidad creativa, que
en ocasiones cuestiona lo que ha sido
generado y obliga a revisar la anchura y
calidad de lo que se sugiere.
Tratándose de procesos creativos situados
particularmente en el ámbito de lo simbólico
y significante, es imperativa la mirada sobre
el conjunto del proceso y la capacidad de
entender las interrelaciones de cooperación y
colisión que existen en él y muy
especialmente el respeto a lo que no se mueve
por los cánones tradicionales. Lo local,
regional, nacional y mundial se conmueven
en dinámicas compartidas que se
retroalimentan recurrentemente, no tienen un
carácter unívoco, sino muchas vías de tránsito
que van contaminando procesos hasta hacer
difícil las clasificaciones territoriales.
Por otra parte, conviene destacar que la
relación entre cultura y sociedad, que se ha
ido gestando en la región en estas dos últimas
décadas ha estado marcada a nivel global por
una dualidad de conceptos que iluminan en
parte significativa las falencias y dificultades
de las políticas de Estado en Cultura. Me
refiero a la decadencia del Estado benefactor
en sus más diversas variantes, tanto la de las
naciones desarrolladas, donde ha sido más
lenta y contrarrestada por la capacidad de
defensa de la sociedad civil, como la de los
países periféricos y de largos intentos
modernizadores, tal es el caso de casi todas
las formaciones nacionales de América
Latina. Esta crisis se ha traducido en políticas
fiscales que tienden a buscar el equilibrio
macroeconómico por la vía de disminuir la
inversión directa en ciertas áreas que no son
consideradas imprescindibles, como ocurre
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desconcertantemente en ocasiones con la
cultura.
Del mismo modo, acontece una
transformación de mentalidades de alcance
global; de la memoria histórica, de las
prácticas, habilidades y sentidos de la
existencia social que se había ido
configurando como visión de mundo durante
todo el siglo XX, principalmente, desde fines
de la Segunda Guerra Mundial y que se
tradujo en una expansión de los anhelos y
ensayos, produciendo un clima de gran
movilidad social (Friedman, J., 2001). Parte
significativa del caudal intelectual y artístico
acumulado en muchas décadas aparece como
desechable, como inservible o, en el mejor de
los casos, obsoleto frente a la globalización
como ideología. En este contexto los sujetos
que son portadores de estos saberes suelen ser
ubicados como voces arcaicas, tediosas o
fuera de tiempo. Este reciclaje negativo
cercena los procesos sociales, constriñe
algunas de las dinámicas culturales de larga
data, como las culturas tradicionales rurales y
urbanas y fragmenta los territorios creativos
entre las actividades que son viables desde
una perspectiva individualista y competente y
rentable desde los enfoques liberales
mercantiles, ampliando con ello el barranco
entre los distintos mundos de la creación. Se
caricaturizan las búsquedas juveniles,
particularmente cuando estas no se mueven
por los canales consagrados o académicos y
se observa desde la distancia y con
aprehensiones la reinstalación de la
visibilidad cultural de los pueblos originarios,
a los cuales se les ubica en más de una
ocasión en el espacio de lo pretérito, de lo
exótico, o de lo incivilizado. Estas actitudes
excluyentes, xenofóbicas o burdas que se
extienden como mensajes valóricos al resto
de la sociedad producen en las geografías
culturales tensiones y heridas que tardarán
largo tiempo en cicatrizar, ya que dividen y
fracturan a las comunidades de creadores.
Aludiendo a la experiencia histórica de la
región latinoamericana, es necesario enfatizar
que el concepto de cultura no es neutro,
implica como ambiente, clima y condición de
posibilidad a la democracia, al debate y a la
libre circulación de ideas y propuestas.
Supone el respeto de los derechos
consagrados en los documentos y tratados
internacionales y el reconocimiento de la
noción de dignidad, diversidad y creatividad,
que son inajenables de las categorías de
ciudadano y sujeto. Importa explicitar estos
principios porque en la larga zaga de
constitución de nuestros Estados nacionales
el despotismo, la opresión, la violación de los
derechos y la violencia institucional se ha
sustentado en muchas ocasiones en discursos
culturales instrumentales hechos a la medida
de la exclusión y persecución. No se puede
aceptar que en virtud de nociones que se
derivan de la lucha política internacional o
nacional se creen criterios de clasificación
estética.
Nuevos riesgos se mueven hoy de manera
semejante al pasado y devienen
esencialmente de la edición de nuevas
hegemonías. Por ello, es importante que la
sociedad persista en la preservación de la
diversidad y en el respeto de los otros y se
muestre claramente retractora de las lógicas
despóticas o excluyente.
12
A continuación, desarrollaré tres tesis que
constituyen, en mi opinión, el eje teórico de
una política de Estado en Cultura.
Inteligencia, diversidad y bienestar una
sintonía indispensable
La redefinición de todas las formas
específicas del concepto de civilización y el
paso a disgregaciones tanto progresivas como
decadentes, son indicadores de que hemos
arribado a un acelerado ciclo de mutación de
las civitas. En esta nueva historicidad nuestro
yo ya no es el sujeto racional y cristal
transparente de la naturaleza, legitimante y
hablante lógico de los órdenes sociales, sino
un nuevo instaurador desconcertado,
perteneciente a un mundo que no se puede
representar conceptualmente, ni planificar
estrictamente desde alguna reserva de
racionalidad. Esta crisis abruma la propia
categoría de crisis y nos impele a invocar
nuestras magias de recreación de los órdenes
sociales y de reinvención del concepto de
vida y humanidad. Pero sabemos que estamos
orillados simultáneamente al riesgo de una
agonía pletórica de tecnología y artefactos.
La fisonomía más consensuada de esta nueva
época es la cada vez más evidente tendencia
hacia la globalización de todas las actividades
humanas (Castells, 1997; de la Dehesa, 2000;
Jarauta, 1998; PNUD, 2000), resultado del
vertiginoso avance de la tecnología de la
información, de la profunda reestructuración
de la economía y de la trasformación de la
vida social que tiene su origen, para Castells,
en los movimientos sociales y culturales de
los años sesenta. Se destaca de su análisis la
referencia al hecho de que los órdenes
sociales no son sólo el resultado de
mutaciones económicas y tecnológicas, como
se sostiene desde el neoliberalismo duro, sino
de desplazamientos más lentos y globales que
recombinan los procesos psicosociales con lo
socioculturales, que desplazándose de manera
casi imperceptible emergen en vértices
civilizatorios críticos que rechazan el
productivismo extenuador y salvaje.
Observemos, estos cambios han estado a su
vez acompañados de ingentes contrasentidos.
Por una parte, la globalización económica y
en menor medida política, acontece
paralelamente con el resurgimiento de los
regionalismos y localismos. Por otra, el
proceso de modernización ha exudado
inseguridades, malestares y tensiones que se
instalan en los espacios públicos y sociales
generando en los ambientes colectivos
estados de ánimo y disposiciones que
deterioran la vida social.
Quiero ilustrar con el caso de nuestro país. En
los tres últimos informes del Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD,
1998, 2000, 2002) se han descrito las
paradojas de la modernización. En el Informe
del año 1998 se verifica que junto con los
ingentes logros económicos e importantes
avances cohabitan en los ciudadanos
significativos grados de desconfianza, tanto
hacia las instituciones como en las relaciones
interpersonales, se concluye que aunque el
país ha progresado no ha logrado alcanzar un
nivel de seguridad humana satisfactoria. El
informe 2000 culmina con una sintética
propuesta “Chile requiere más sociedad para
gobernar el futuro” (p. 3), es decir, necesita
mejorar la calidad de la vida social para que
todos podamos influir efectivamente sobre el
desarrollo del país. Se trata de dinámicas
13
cualitativas fuertemente demandantes de un
aumento de los procesos culturales de
construcción de significados y sentidos
colectivos. Sin embargo, veinticuatro meses
después algunas de las tendencias lacerantes
indican que nos encontramos cada vez más
cerca los unos de los otros, “pero
sintiéndonos extraños entre sí”, que han
desaparecido las fronteras y se ha exacerbado
la individualización, no en un sentido de
conquista de la autonomía sino antes que
nada como un proceso de desvinculación del
individuo con su entorno ancestral (PNUD,
2002) (ver otros en Tabla 1). Este último
informe destaca que las nuevas dinámicas en
Chile estarían marcadas por la expansión y
aumento del consumo, por la pérdida de
sentidos, por la mercantilización de los bienes
culturales y por el descrédito de la política
entre otras prácticas asociativas.
Tabla 1
Las emergentes complejidades
Opinión de los chilenos en diversos temas
%
Tiene sentimientos adversos ante el sistema económico.
74
Valora negativamente los cambios (Es más lo que hemos perdido)
59
Se siente perdedor frente al desarrollo económico.
52
Cree que su opinión no cuenta.
65
Cree que la democracia es preferible a otro sistema.
45
Opina que hablar sobre el pasado deteriora la convivencia.
50
Tiene poca o ninguna confianza en la información que le entregan los otros.
69
Cree que un país que permite muchas diferencias puede entrar en conflictos graves.
46
Se encuentra más cerca de la herencia cultural de los pueblos indígenas.
71
Fuente: PNUD 2002.
Asimismo, dicho estudio revela un
inquietante bajo consumo cultural en Chile.
Si se observa en la Tabla 2 se puede verificar
la falta de amplitud y la gran localización del
consumo cultural de los chilenos. Esta
territorialización constituye un asentamiento
en tipos de consumo de baja o mediana
complejidad, que remiten más a las nociones
de entretención e información, que a las de
creación, transformación y desarrollo
sociocultural.
14
Tabla 2
Consumo Cultural en Chile
Nivel y tipo de Consumo
% de chilenos
Consumo mínimo: se reduce a ver televisión (como único consumo cultural)
38
Consumo bajo: ven televisión y leen periódicos (como único consumo cultural)
25
Consumo medio: ven televisión, leen periódicos y escuchan música. (como único consumo
cultural)
27
Consumo alto: consumo cultural diverso.
10
100
Fuente: PNUD, 2002
En términos generales, estamos en una etapa
donde el sujeto está vuelto hacia dentro,
donde los lazos sociales son más efímeros y
donde los procesos creativos tienden a ser
ubicados en el campo de las industrias
culturales y de entretención, que cuando
bordea lo burdo aumentan la desinformación,
la ignorancia y la enajenación de las
capacidades críticas, mercantilizando la
noción de cultura que desde ahí en adelante
se comienza a regir por los índices de
consumo y ganancia.
Sin compartir los afanes de la
postmodernidad, es decisivo comenzar a
recrear la vida interna y autónoma de la
sociedad civil dotándola de nuevos
contenidos que le den significado, sentido y
concreción a las prácticas deliberantes y
propositivas; ubicándonos desde la
consideración de que el rol de la cultura no se
congela en la estética o en la creación
artística, sino en la producción de vivencias
que nos permitan tejer nuevos lazos de
solidaridad y cooperación social a partir de la
convicción de que la vida en sociedad es una
empresa compartida que se edifica por medio
de la participación y la proposición. Nada
social nos puede ser ajeno, somos
responsables de lo que nos ocurre y, por ello,
cuando se habla de políticas culturales es
importante producir la voluntad para que esto
se proyecte hacia la constitución de un foro
que desde la sociedad civil opina estética y
creativamente, formula sugerencias y termina
de esta forma enriqueciendo las nociones de
Estado, política, democracia, ciudadanía y
creación en un constante tráfico de voces,
propuestas y modelos analíticos.
Respecto a estas grandes turbulencias se tiene
una muy escasa experiencia histórica
acumulada, nos hacen falta nuevos marcos de
referencia, así como indicadores y
metodologías más sutiles y refinadas.
Preocupantemente el análisis cultural aún
tributa, de manera demasiado mecánica, de
otras disciplinas que trabajan sobre campos
limítrofes a la cultura como es la sociología o
la comunicación, pero cuyo objeto de estudio
aparece más claro y accesible que las que
discurren en las dinámicas creativas.
15
En estos nuevos tiempos históricos, el
concepto de sociedad neoliberal al moverse
en el espacio de la política ofusca la claridad
y la capacidad de percepción respecto a la
naturaleza profunda de nuestras sociedades,
que a escala latinoamericana viven
desgarradoras reconversiones económicas y
dramáticas transformaciones sociales. La
tradición clásica de la teoría política,
incluidas la de Luhmann (2000) y sus
conceptos sistémicos, no han sugerido aún
nuevas síntesis de qué es lo que ha ocurrido
con las sociedades occidentales en las últimas
dos décadas, cuestión que en el caso de
nuestra región se agudiza, porque se mezclan
diversos tiempos históricos en un presente
extendido.
Para muchas instituciones y autores estas
transformación, que como se señaló en gran
medida se viven a nivel planetario, y que han
disminuido, entre otros, los roles del Estado y
han propiciado la consolidación de un
individualismo cultural centrado en el
consumo, en el hedonismo, en la alienación y
en una constante caducidad de todo lo que se
crea, demuestran el arribo a un período de
crisis civilizatoria
1
, significando con esto un
1
Recordemos que la palabra crisis proviene del término griego
krinei que quiere decir, entre otras acepciones,
<<replanteamiento>> (Reyes, 1991, p.28), mientras que en
latín significa cambio brusco, ya sea para mejor o para
agravarse (diccionario de la Real Academia Española, 2001,
p.685). Hace décadas el historiador Arnold Toynbee señaló
que una sociedad entra en crisis cuando no sabe como hacer
frente a los grandes retos con el caudal intelectual y
tecnológico que dispone. Una crisis civilizatoria, según el
autor, afectaría a todos los fundamentos y prácticas del
entramado político y socio-económico, se trata así de una
tensión de naturaleza global y no de carácter sectorial.
cambio radical que no se da en un marco de
continuidad. Si bien existe consenso en
términos del reconocimiento de estas
mutaciones su conceptualización dista de ser
unívoca, ya que alrededor de cada hipótesis
interpretativa se juegan valores e intentos de
orientación de los procesos en curso. Esta
intencionalidad interpretativa debe ser
destacada en un período en el que las
verdades únicas parecen haber resucitado las
viejas pretensiones del análisis objetivo y
neutro.
Para los exponentes de la postmodernidad, de
orientación liberal, neopragmatistas y
constructivistas lo que se vive hoy en día es
una crisis de la modernidad (Honderich,
2001). Entre ellos, Lyotard (1989) destaca el
hecho de que nuestra época ha concurrido a la
enervación de todos aquellos epítomes
“metanarrativos” modernos: weberianos,
kantianos, hegelianos, durkheimnianos o
marxistas; que prometieron progreso, unidad,
justicia y verdad, y que lo que hemos
heredado, desde Wittgenstein, ha sido una
diversidad de juegos del lenguaje complejos e
inconmensurables.
Efectivamente en gran parte del mundo las
instituciones, las prácticas y los sentidos que
se urdieron y consolidaron en la modernidad
estarían incapacitados para mantener los
órdenes sociales y materiales, es decir, para
hacer frente a los grandes desafíos
emergentes. El Estado aparece como una
instancia demasiado pequeña frente a la
globalización y muy apabullante ante el
individuo, simultáneamente la política
16
experimenta una caída bastante generalizada
del prestigio que exhibió hasta hace algunos
años: el ciudadano de la polis percibe que
opine lo que opine, sus sugerencias no serán
consideradas por quienes lo representan. La
sociedad civil se ve penetrada por las
prácticas y criterios de los nuevos
mercantilismos internacionalizados. La
principal línea de tensión que habita en los
intramuros de estos fenómenos no se produce
entre Estado y mercado, sino entre mercado y
sociedad civil, entre ganancia y ciudadanía.
Si bien la noción de “modernidad” sirve para
dar cuenta de procesos en campos
específicos: si la empleamos en política
remite a ciudadanía y participación, desde el
Estado a racionalidad y progreso, desde la
ciencia a objetividad y certeza; desde la
economía a industrialización y desarrollo y
desde la cultura a la multiplicación de
sentidos, a la centralidad de lo urbano y a la
irrupción de las vanguardias; esta no ha sido,
en sentido duro, de naturaleza realmente
mundial, no ha nivelado a los diversos
rincones del planeta en un mismo cronos y
grado de expansión económica estándar,
mucho menos ha sintetizado las culturas
locales y regionales en una sola cultura
mundo. Cada territorio de los sistemas
mundiales y cada ámbito creativo de la
especie e su conjunto se desplaza en medio de
grandes asincronías e incluso repliegues y
estancamientos. Esta situación
constantemente entrópica del espacio cultural
universal produce una diversidad de
lenguajes, estilos y sentidos que se estrellan
cotidianamente con las grandes
transnacionales de la entretención.
Si bien estos grandes centros de creación
simbólica, como sucede con Hollywood,
generan parámetros y referencias estéticas,
estamos muy lejos de una cultural
homogénea, lo que prima es la diversidad y
no la monotonía. Cosa distinta es lo que
sucede a partir de los grandes centros de
comunicación pública mundial que tienden a
insistir por la vía de la referencia y la
reiteración en procesos ubicados en los países
centrales.
Así, no es posible reducir la situación actual a
una crisis de la modernidad, como postula la
postmodernidad radical, porque la
modernidad como programa histórico se ha
ubicado fructíferamente en las zonas
desarrolladas de occidente y, en menor
medida, en territorios que recibieron una
fuerte influencia de estos centros desde el
siglo XIX, pero no ha sido dominante en
otras regiones del planeta: como sucede en
gran parte de África, Asia y en los territorios
interiores de América Latina.
La modernidad no incluye al planeta como
concepto, a lo más sugirió un horizonte. En
cambio, la crisis a la cual estamos asistiendo,
desde la caída de la URSS, sí es de alcance
planetario, aunque se exprese en cada
territorialidad con arreglo a un cruce entre la
decadencia de las antiguas formas sociales y
la llegada, muchas veces caótica, de nuevos
mensajes, paradigmas y corrientes. En
muchos espacios interiores latinoamericanos,
17
en las selvas, en las sierras, en las pampas o
en los archipiélagos, se produce una
pronunciada asincronía que evidencia la
mezcla de diversos tiempos históricos entre
grupos humanos que continúan viviendo en el
contexto de una premodernidad, al lado de
otros que en estos mismos espacios
nacionales sobrellevan una modernidad en
crisis, y muy pequeñas fracciones que están
vinculadas a los grandes circuitos de las
finanzas, la información y el consumo. Para
caracterizar a estos últimos sí utilizaría
provisionalmente la noción de
postmodernidad.
Ahora bien, con independencia de su
asentamiento y ubicación en alguna
temporalidad –premoderna, moderna,
moderna en crisis o postmoderna– todos
comparten un semejante torbellino de
agotamientos y mutaciones que ponen en
duda la continuación, modificación o cese de
las pautas que han caracterizado su particular
forma de existencia, lo cual ilumina la noción
de crisis civilizatoria. También ocurre esta
mutación en los espacios íntimos del yo, en
sus tramas psicosociales, así como en la
intimidad de los grupos básicos que generan
nuevas pautas experimentales.
Mucho menos se trata de un choque de
civilizaciones, como ha sugerido Samuel
Huntington (2002), el cual enfatiza el arribo a
un conflicto generalizado fundado en la
diversidad de las culturas que pertenecen a
civilizaciones diferentes. Para el autor este
choque de civilizaciones es lo que dominará
el escenario mundial. Sin embargo, si fuera
un choque de civilizaciones deberíamos
aceptar una constante situación de tensión
que debiera culminar con la victoria de
alguna civilización; no existen muchas dudas
de quién desearía Huntington que fuera el
vencedor.
Si bien se han radicalizado algunos conflictos
y se han producido una serie de
acontecimientos que juegan a favor de sus
vaticinios, difícilmente las dinámicas y
procesos civilizatorios actuales pueden
reducirse a una problemática única. A su vez,
su noción de civilización remite a la idea del
más elevado estadio cultural industrial, el
cual es propio de las sociedades avanzadas
del norte, desde aquí se vuelve comprensible
y sospechoso que postule que la civilización
occidental tiene sólo dos grandes variantes: la
europea y norteamericana, que
indudablemente no tiene como integrante a
México. La cuestión esencial que transforma
la visión del autor en una tesis ampliamente
polémica es que instala la tesis de que las
civilizaciones industriales del norte son un
estadio superior de desarrollo de la
humanidad respecto de cualquier otra forma
de existencia social. La violencia que esto
provoca en otras culturas con gran tradición
es analizada en este modelo teórico como una
posición refractaria al progreso y a la
democracia.
La aventura histórica de la humanidad ha
seguido recombinándose después de la caída
del Muro Berlín, no hemos llegado a su fin
como en algún momento anunció Fukuyama
(1996), ni han muerto las ideologías como
18
auguró Bell (1987), ni las democracias como
presagió Revel. Si bien se ha tendido a cierta
hegemonía en las formas de vida, no creo que
se esté en condiciones de afirmar que la
organización del nuevo orden mundial ha
culminado. Pienso que estamos en los
prolegómenos de un nuevo ciclo de la historia
humana, inédito y en muchos casos
desconcertante, en el subsuelo del orden
internacional se reproducen nuevas tensiones
y se intuyen un conjunto de propuestas para
vivir en sociedad que no encuentran registro
aún en los centros dominantes de producción
de conocimiento o en la literatura de
circulación masiva. Al vincularnos con estos
fenómenos se puede observar varias
corrientes culturales de nuevo estilo que
postulan lúdicos cambios.
Es preciso indicar que en la gran mayoría de
los modelos teóricos interpretativos la cultura
aparece como una de las tantas dimensiones
que ha sido trastocada, es decir, como un
ámbito entre otros. Sin desconocer el
evidente rol que juegan estas aproximaciones
analíticas, sostengo como primera tesis, que
la cultura no constituiría una variable más de
un nuevo entramado reflexivo, sino que la
crisis civilizatoria actual es una crisis
cultural, al interior de la cual se mueve la
política y la economía con diversos grados de
autonomía.
Es una crisis cultural, porque lo que está en el
centro del proceso son las condiciones
psicosociales de la existencia, es el sentido
mismo de la humanidad como proyecto
colectivo y compartido. Recordemos que la
UNESCO entiende por cultura a las formas
de vivir juntos, a las maneras en que se
organiza la convivencia entre las personas
(1980, citado en PNUD, 2002) y es
esencialmente esto lo que se está
reconvirtiendo, sin que termine de
consolidarse aún una orientación y una
mirada compartida. Desde mi perspectiva,
será entonces una crisis prolongada que
operará en muchas dimensiones de la realidad
y con velocidades diversas, de acuerdo al
grado de variedad propositiva que exista en
cada localización humana.
Siguiendo los aportes de Geertz, y Clifford
(1998) y de instituciones como la ONU y la
UNESCO, utilizo una noción de cultura de
alcance antropológico, para describir todos
los aspectos que caracterizan nuestras
diversas y al mismo tiempo particulares
formas de vida, que tejen y retejen
identidades distintas, aspiraciones
compartidas, polifonías de sentido, proyectos
de acción colectiva y propósitos individuales
que configuran muy significativamente
aquello que llamamos la construcción social
de la realidad.
La cultura es la provincia de las
humanidades, la región que nos permite
armarnos imágenes del mundo y que nos
provee de un conocimiento plausible para
entender la ubicación del hombre en el
universo. Es mucho más que un marco de
referencia, es la narración misma del ser en el
mundo.
19
La cultura habla de identidad e identidad
habla de historia, de sentirse parte de una
zaga que puedes compartir o no, pero a la
cual tributas.
Jorge Luis Borges (1936) con gran agudeza
comenta en Historia de la eternidad:
He sabido que la identidad personal res ide
en la memoria y que la anulación de esa
facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo
mismo del universo. Sin una eternidad, sin
un espejo delicado y secreto de lo que pasó
por las almas, la historia universal es tiempo
perdido, y en ella nuestra historia pers onal.
(p. 364)
Borges alude en este texto a la memoria como
condición del presente. Siempre somos el
resultado de las diversas tremas que nos han
tejido. Cada uno de nosotros portamos un
bagaje cultural abierto a la aventura, nunca
estamos desprovistos de pasado. La historia
tiene que ver con la manera en que las
personas y las cosas se vuelven lo que son,
con la forma en que los seres humanos se
relacionan a partir de los significados que le
otorgan a los procesos sociales y a los
eventos que han construidos sus pasiones. El
vaciamiento histórico de la teoría social y la
prepotencia de lo contingente frente al tiempo
viene a representar una etapa de ruptura y
desconcierto, desde mi perspectiva, pasajera,
pero de gran eficacia cuando los discursos
dominantes se desplazan en el efímero mundo
de la acumulación de riquezas rápidas y
fáciles.
Si bien se pueden observar distintos
momentos de rupturas en la historia humana
en los cuales se ha pretendido abandonar o
negar el pasado, lo que ha ocurrido es que lo
pretérito pertinazmente vuelve a irrumpir, sea
con la mácora de la tragedia o la comedia
(Marx, 1852). El pasado habita en el
lenguaje, en las cosas y en las prácticas
sociales. Nunca está absolutamente atrás de
alguna línea del tiempo, salta desde el futuro
hacia el presente descolocando nuestra
percepción mecánica de la realidad.
Una de las consecuencias más trascendentes
que se ha producido como resultado de la
profundidad de los cambios culturales
actuales, como se ha señalado, es la tendencia
a vivir de espaldas hacia el pasado, el cual se
siente como lastre. Desde aquí se produce una
suerte de idolatría del presente como realidad,
empobreciéndose patéticamente el análisis de
los fundamentos y efectos de nuestras
acciones sociales.
Pero la ruptura no es un rasgo exclusivamente
distintivo de nuestros años, durante el siglo
XX enfrentamos diversos intentos de quiebre,
que se pueden categorizar en afanes de
carácter hegemonista –el fascismo, nazismo y
stalisnismo– que propusieron romper para
dominar, y saltos lúdicos –como las
vanguardias artísticas– de naturaleza noble y
ensayística, movidas por un afán
transformador, creador e innovador.
A pesar de sus notables momentos de éxito y
prestigio social, ninguna de estas dos formas
se convirtieron o derivaron en una fuerza que
20
transformará y relocalizará todos los ámbitos
de la vida humana; ninguno de ellos produjo
ni derivó en una crisis civilizatoria.
Probablemente, porque no tuvieron las
condiciones históricas ya que emergieron en
situaciones en las cuales tenían al frente otras
propuestas, cuya potencia no sólo no podía
ser ignorada, sino que morigeraban y
acotaban algunos de los aspectos más
radicales e integristas que portaban. Es la
polifonía, la diversidad y la existencia de
muchas sugerencias, de distintas naturaleza y
alcance, la que limita las verdades únicas y
las proposiciones totalizantes.
Por ello, es posible afirmar, como segunda
tesis, que la diversidad cultural permite
contener las tendencias autoritarias. Desde
esta visión lo cultural aparece como una
dimensión fuertemente asida a la ética,
entendida, desde Levinas (1974), como el
establecimiento de una relación ética cara-a-
cara con el otro, como la aceptación e
integración del otro distinto y diverso.
Por ello, uno de los riesgos singulares de este
presente alargado es que no se han
consolidado propuestas culturales que
cambien el eje de gravedad que direcciona los
asuntos humanos, en nuestros días, hacia el
triunfo apabullante de una vida subsumida en
el productivismo e “individualismo negativo”
(Giddens, 1995). Se nos induce hacia formas
homogenizadas de existencia social,
diferenciadas fundamentalmente por el
volumen del consumo y estándares de vida,
pero no por opciones alternativas, ni por la
multiplicación de los estilos de existencia.
Desde aquí lo distintivo de esta etapa
histórica radica en la creciente instalación de
un totalitarismo blando frente a las opciones
de vida que se sostiene en los modelos de
reproducción económica y que se legitiman a
través de los medios de comunicación
mundializados.
Asimismo, tiendo a creer que si no se asume
a la cultura como un derecho decisivo y como
una variable fundamental se pone en riesgo la
inteligencia social, la capacidad de la
sociedad de autotransformarse y de
organizarse y la posibilidad de enfrentar y
crear nuevos desafíos, que integren lo diverso
y reproduzcan a su vez diversidad. Mirado a
través de Humberto Maturana (1993), quien
nos señala que la inteligencia no es un
atributo ni un valor de las personas y menos
aún de las sociedades, sino un modo singular
de interacciones entre organismos en un
contexto particular, una cultura que restringa
al máximo la diversidad, si bien gana en
estabilidad, reduce al mínimo los
comportamientos inteligentes, porque
constriñe la variablidad y con ello la
posibilidad de acoplamientos con dominios
diversos. La inteligencia tiene que ver con la
plasticidad. Las personas y las sociedades
requieren ampliar sus horizontes para
enriquecerse.
En una sociedad con una cultura única la
inteligencia es una amenaza que debe ser
neutralizada o incluso eliminada porque
produce variedad y complejidad. Desde esta
misma visión, el éxito social no puede ser
considerado como expresión de una mayor
21
inteligencia, este solo da cuenta de un mayor
grado de ajuste, casi mecánico, con las
preferencias y prioridades de dicha cultura,
expresa un acomodo oportuno y funcional
con los patrones dominantes.
Los antecedentes de esta concepción de
inteligencia se encuentran en J. Piaget, quien,
en los años 50, había definido inteligencia
como la “capacidad de adaptación a
situaciones nuevas. Es primero que todo
comprender e inventar” (Piaget, 1976, p. 52).
Frente a las nociones de copia, reproducción
mecánica, remedo o simulación, inventar es
forjar nuevas ideas originales. Por ello, la
inteligencia social debe ser entendida como
creatividad ontológica que se expande
configurando predisposiciones y flujos que
permiten resignificar el mundo. La
inteligencia social no puede resumirse en el
invento de nuevas instituciones dentro del
mismo dominio de acción, sino en la
fundación de nuevos modelos primordiales,
donde se fusiona el sentido vivido con los
posibles mundos por vivir. Por ello, la
inteligencia en tanto capacidad de asimilación
y acomodación (Piaget, 1976), es también un
acto histórico de adaptación, ruptura y
estallido, que encarna la rebelión, el júbilo, la
insatisfacción, la ternura, la sensibilidad y el
sentido de ser parte de una misma especie.
La inteligencia no copia lo idéntico, sino que
se arriesga en el borrador, en el intento y se
hace fuerte en la diferencia. La inteligencia
así entendida no sólo involucra una
dimensión reflexiva o de procesamiento de la
información, sino que requiere para su
realización del interés, de la curiosidad, de
los afectos, de las emociones y ante todo de
lo social. Entonces en la actualidad esta no
sólo se encuentra cercada por la expansión de
un estilo único de vida, sino también por la
erosión del vínculo social (Fitoussi &
Rosanvallon, 1997; Lechner, 1998), por el
miedo al otro y por la “mala memoria” (De la
Parra, 1997), cuyas secuelas estamos lejos de
visualizar.
Así, el despliegue y desarrollo cultural de un
país es una condición e indicador de la salud
de su comunidad. Recordemos que salud no
significa solamente ausencia de enfermedad,
sino que principalmente bienestar biológico,
psicológico, social y ambiental. En este
sentido gran parte de los contenidos mínimos
que caracterizan a una comunidad saludable
se ven favorecidos y fortalecidos cuando se
fomenta la participación cultural. Esta, como
condición y necesidad ontológica del ser,
permite el ensanchamiento de las redes
sociales, el desarrollo de múltiples
competencias y la participación social. Y es
mediante los procesos de competencia y
participación que los organismos aprenden a
interactuar efectivamente con su entorno
(Sánchez Vidal, 1991), logrando
empoderarse. La noción de empoderamiento
se refiere al proceso y mecanismo por medio
del cual los individuos y grupos sociales
alcanzan dominio y control sobre sus propias
vidas o sobres temas de interés que les son
propios (Rapapport, 1981). Así entendida la
participación cultural no sólo garantiza la
satisfacción de algunas de las necesidades
humanas fundamentales, sino que viabiliza la
22
recuperación de los espacios públicos y
semipúblicos y el fortalecimiento de la
identidad (ver Figura 1).
Por ello, "la no satisfacción de las
necesidades de participación y creación,
significa la amputación de mecanismos
humanos claves para el crecimiento
individual y social: significa la imposibilidad
de desarrollarse como persona en lo que la
persona tiene de original y distintivo: su
capacidad para "hacer cultura" transformando
las formas de convivencia y de relación
social" (Sirvent, 1987).
En un mundo de crecientes necesidades y de
recursos limitados, la cultura puede aparecer
como un bien social innecesario (Sen, 2000).
Esto ocurre porque no se observa que la
creación, la circulación de bienes culturales y
el desarrollo de capacidades en este plano se
mueven en un campo que implica a otras
instituciones del Estado y actividades
sociales, como la salud pública, la justicia y
la educación.
Los estudios nacionales e internacionales
indican que al no fomentar los procesos
culturales por la vía de la inversión, se
termina generalmente gastando en intentar
reducir o superar problemas psicosociales,
cuya aparición podría ser prevenida a través
de la expansión cultural. Es decir, intentado
ahorrar se termina aumentando el gasto. Por
ejemplo, si fomentamos la creación en el
mundo juvenil se puede contribuir
efectivamente a promover el desarrollo de
conductas saludables y con ello prevenir el
consumo abusivo de drogas. Si reducimos los
recursos destinados a este sector en algún
momento futuro tendremos que destinar
mayores recursos que los que hoy
pretendemos ahorrar, ya que se sabe que la
prevención secundaria y terciaria es
abultadamente más onerosa que la promoción
y que la prevención primaria.
23
Cultura Saludable
Desde la pasión a la acción
Estas tres tesis implican refocalizar las
tensiones que se producen entre cultura y
Estado, e impelen a este último asumir a la
cultura como dinámica de desarrollo y
bienestar psicosocial.
El déficit teórico y político de los Estados
clásicos o convencionales frente a los
procesos de creación estético cultural es, en
muchos casos, resultado de que al pensar en
los factores creativos se entienden a estos en
clave elítica, al interior de la cual participan
pequeños grupos de excelencia que poco
tienen que ver con la realidad del conjunto de
la población. La perseverancia de esta visión
arcaica responde a un retraso frente al
concepto de política estatal moderna y a una
falta de ductilidad histórica, teórica y
programática para pensar a la sociedad en su
conjunto y ubicar dentro de las dinámicas que
la retroalimentan a la creación como un
ámbito absolutamente indispensable del
Participación
Cultural
Necesidad humana
fundamental
Condición
ontológica:
“somos seres
sociales”
Construcción
de comunidad
Desarrollo de
conocimientos y
experiencias comunes
Construcción
de Identidad
Autoidentificación
con la comunidad
Competencia
Empoderamien to
Ampliación de la
inteligencia
social
Ampliación
de la red
social
Transformación
social
Figura1: Participación Cultural y Salud
24
Estado, la política y la sociedad del siglo
XXI.
En el caso de Chile, en los últimos doce años,
el Estado y sus instituciones, así como el
parlamento y los gobiernos regionales,
provinciales y comunales han ido asumiendo
crecientemente los procesos culturales como
parte de sus diseños estratégicos. Si bien aún
es necesario profundizar más en esta
expansión e integración, el vector global
indica una tendencia progresiva y ascendente
en la consolidación de estas iniciativas.
Pero también ocurre, desde otras historias
nacionales y sociales, que por momentos
algunos Estados latinoamericanos han
intentado estatizar la cultura, es decir,
construir patrones que acotan dentro de
ciertos paradigmas lo permitido frente a lo no
permitido, lo relevante frente a lo menor o lo
legitimado frente a lo sospechoso (Lebovics,
2000). Si bien las lógicas que retroalimentan
las relaciones de poder en las instituciones
políticas pueden producir este acople binario
entre lo autorizado y lo prohibido, la cuestión
relevante es que en un mundo tan
complejamente interrelacionado esta segunda
tendencia estatista tiene muy pocas
probabilidades de estabilidad y duración.
Actualizando la reflexión en términos de los
datos emergentemente relevante, los riesgos
culturales para los procesos en su conjunto
provienen de las grandes corporaciones, la
mayoría de ellas de alcance mundial, que
hegemonizan la producción y el consumo
industrial en cultura, generando modas,
muchas veces inducidas, de un tipo de
producción estética más bien lábil y efímera o
realzando ciertas obras y autores a través de
gigantescas campañas de promoción e
ignorando a otros que plantean temas
incómodos para lo que podría denominarse la
ideología cultural de la gran industria
mundializada. El verdadero riesgo no viene
del Estado, en tanto institución de la política,
sino de la acumulación de poder en ciertos
núcleos de decisión ubicados en los medios
de comunicación, en las industrias de la
entretención y en las grandes corporaciones.
Se trata, por tanto, de un riesgo desde las
relaciones de poder más que desde las
instituciones democráticas de la política.
Este fenómeno que se hace cada vez más
evidente en América Latina puede apabullar a
muchos núcleos de creadores y cosificarlos
en estilos alejados de los debates que
conmueven los entramados del mundo
artístico e intelectual local y nacional.
Por esto, las grandes matrices que tendrían
que sustentar las políticas de Estado en
Cultura, apelando a las tendencias generales
en el subcontinente latinoamericano y a los
balances y orientaciones que irrumpen desde
la Europa occidental en los años recientes, y
desde las cuales debería orientarse la
reflexión, la planificación y la medición de
impacto, serían básicamente las siguientes: El
Estado debe asumir a la cultura como
derecho inalienable de todos los habitantes
del territorio. Este derecho debe estar
consagrado y ser ampliamente difundido y
conocido por la población a través de la
enseñanza y de la comunicación pública. En
25
segundo lugar, el Estado debe integrar a la
creación como factor de desarrollo
humano y bienestar psicosocial, esto
implica incorporarla a los diversos programas
ministeriales que hacen referencia a estos
ámbitos. Por otra parte, el Estado tiene que
promover a la cultura como dinámica de
identidad y diálogo respecto a los diversos
pueblos que habitan en su territorio nacional
y frente a las culturas de otras latitudes.
Finalmente, el Estado debe entender a la
cultura como un medio que permite el
fortalecimiento democrático y la
participación ciudadana. No cualquier
Estado logra lo anterior a principios del siglo
XXI, sometidos a grandes transformaciones
económicas y sociales y en medio de una
reorganización general de la economía
internacional y de la política mundial, los
Estados latinoamericanos evidencian una
desigual capacidad de asumir las tendencias
culturales como parte integrante de su campo
de preocupaciones. Nuevamente debemos
reconocer que el caso chileno se levanta con
particular sensibilidad, responsabilidad y
fuerza.
A pesar de que los grados de vitalidad
democrática y de bienestar económico en la
región son tan diversos, que es teóricamente
muy complejo refinar metodologías
comparadas, es posible asumir cuatro grandes
temas como elementos mínimos y necesarios
para que las responsabilidades del poder
político en cultura se traduzcan en iniciativas
concretas verificables y sostenidas, sometidas
transparentemente a la opinión pública.
1. Inclusión. Remite a la necesidad de
asumir y llegar a toda la población,
especialmente a los sectores que por
motivos socioeconómicos, geográficos
o por ser parte de comunidades con una
fuerte identidad, que a veces se sitúan
desde la diferencia, están alejados de
los beneficios de las políticas centrales.
2. Participación. Es esta la que permite el
ejercicio de la ciudadanía y el
protagonismo de cada uno de los
habitantes. La democracia como
práctica exclusivamente electoral está
agobiada, no puede responder a las
crecientes y diversas demandas de las
sociedades contemporáneas. La noción
de participación implica ser parte, ser
capaz de opinar, sugerir y criticar todo
lo que ocurre en el ámbito social sin ser
por ello estigmatizado o aislado. Esto
es absolutamente relevante para que los
procesos creativos se expandan en un
clima de reflexión fructífera, donde el
mundo de la vida social cotidiana se
enriquezca en la asamblea de lo social.
3. Compensación. Implica corregir las
desventajas sociales por medio de la
redistribución de los recursos que la
sociedad genera, haciendo posible la
justicia social. La noción de
compensación deviene de los grandes
aportes del Estado de Bienestar y de la
elaboración de la justicia redistributiva
que implica que los más desprotegidos,
por diversos motivos, reciben de los
sectores más solventes recursos a través
26
del Estado. Este modelo de institución
política aspira a mejorar las
condiciones de existencia del conjunto
de la sociedad, a la que se asume como
categoría solidaria. En cultura esto
supone una constante superación de las
tendencias a la desigualdad del goce
estético y creativo por medio de la
reasignación de posibilidades de
acuerdo a estrategias de fomento y
redistribución (Sen, 1989).
4. Libertad. Permite que cada sujeto,
grupo o sector de la sociedad pueda
producir, autónomamente y sin
regulaciones ni constreñimientos
propuestas sobre cualquier ámbito.
Para que estos principios puedan concretarse
se requiere de una política de Estado de
desarrollo y fomento cultural de largo plazo,
que cuente con recursos humanos y
financieros que permitan ubicar a la cultura
como uno de los elementos claves del
desarrollo de la nación. Tener política pública
en cultura es asumir que en el ámbito de lo
público los procesos culturales circulan con
gran protagonismo y generan condiciones
para que el concepto de democracia,
ciudadanía y sentido de comunidad se doten
de consistencia.
Quisiera esquematizar muy brevemente
algunos de los elementos que son
determinantes en nuestro país, aunque esta
sugerencia proviene de experiencias
internacionales, especialmente del contexto
latinoamericano, como son la mexicana y
brasileña. Estos operadores analíticos y
políticos se despliegan sistemáticamente, es
decir, constituyen un entramado lógico y se
apoyan y complementan para obtener
resultados deseados y esperados.
Conviene desatacar que estos factores son,
desde algunos años, en nuestro país espacios
de acciones concretas, planificadas y
evaluadas por distintas instituciones estatales
y en algunos casos privadas. Esta realidad
fundamentalmente favorable es la que
permite hoy, a partir de la aprobación de la
nueva institucionalidad cultural, ingresar a un
nuevo ciclo de expansión de nuestras
oportunidades y capacidades creativas.
Factores de una Política Cultural para
Chile
1. Compromiso del Estado y del País. Esto
remite a establecer objetivos estratégicos
evaluables públicamente. Los
compromisos no son deseos efímeros,
sino metas muy específicas que deben y
pueden ser sometidas al análisis colectivo
de la sociedad.
2. Institucionalidad Adecuada. En este
particular conviene destacar que la
institucionalidad es un factor
indispensable de éxito. Una legislación
moderna es el factor de base de la
planificación y ejecución de los
propósitos e intenciones que una nación
se propone en cultura. Si bien es un
elemento absolutamente indispensable,
no es suficiente para garantizar el alcance
27
de los grandes objetivos y metas. Entre
otros elementos, porque la propia
institucionalidad dependerá de otras
variables como son la calidad de sus
componentes, la riqueza de su vida
interna y la cooperación con otras
instituciones del Estado, de la sociedad
civil y el mercado y estará sometida a las
posibilidades presupuestarias que se
vayan definiendo año a año.
3. Fomento y Financiamiento. Junto con el
gran capítulo de los fondos concursables
existe la necesidad de estructurar una
pirámide social y territorial con la
política de fondos, que se mueva por lo
menos en tres niveles complementarios.
Por una parte, que permita a los valores
consagrados contar con condiciones
adecuadas para dedicarse a la creación.
Por otra, que posibilite ensanchar las
alternativas para que distintos valores
emergentes, especialmente a nivel
territorial y etario, puedan acceder a
recursos. Por último, es decisivo contar
con una amplia y compleja política de
becas, pasantías e investigaciones.
Muchas de estas iniciativas ya se están
impulsando y sobre ellas existe una
experiencia acumulada. Pero, resulta
relevante situar el conjunto de estas
formulaciones en un contexto más global
de una lógica de oportunidades y de
redistribución que ubique y cubra a los
distintos niveles de la pirámide social y
artística, permitiendo que en base a
evaluaciones exhaustivas los ejes de
prioridad se trasladen de un área artística
a otra o desde una región o sector del país
a otros territorios.
4. Infraestructura. La recuperación,
modernización y construcción de una
infraestructura adecuada a la creación es
indispensable para que esta pueda contar
con espacios de estudio, generación,
exhibición y muestra de producciones y
propuestas en condiciones amables y
suficientes para generar climas y
ambientes que son parte imperativa de los
espacios dedicados a la creación. En este
plano existe una comisión de
infraestructura que viene implementado
iniciativas desde hace algunos años.
5. Formación de Profesionales. Este
apartado insiste en que el desarrollo y
complejidad de los procesos culturales
remite cada vez más a asumir a la cultura
como un campo particular, con lógicas
disciplinarias que requieren de
singularidad y especificidad. Se hace por
esto importante construir disciplinas
universitarias especializadas para el
mundo de la dirección, planificación,
investigación, gestión y evaluación
cultural. Algo así como Ciencias
Culturales, disciplina que unifique y
amplifique los saberes y habilidades
dispersas que se han ido acumulando.
6. Asesorías programáticas y jurídicas. Esto
implica urdir un tejido nacional, regional
y comunal de apoyo a las iniciativas
culturales que provienen de la sociedad
civil, ya que en ocasiones sus propuestas
adolecen de viabilidad por la falta de
28
asesorías, apoyos técnicos,
metodológicos y jurídicos.
7. Investigación y evaluación de procesos y
programas culturales. La construcción de
políticas complejas y de largo alcance en
un mundo globalizado nos compele a
fortalecer y ampliar las investigaciones
en cultura. Es necesario aumentar la masa
de producción de conocimientos, refinar
los métodos y descubrir nuevos procesos,
ya que en este ámbito contamos con un
déficit de décadas. Los esfuerzos
cartográficos que se han realizado
constituyen un primer paso, que debe
profundizarse y complementarse con
investigaciones de distintos niveles y
metodologías. Simultáneamente importa
incorporar las evaluaciones de diverso
tipo como una práctica recurrente e
indispensable para el proceso de toma de
decisiones en cultura.
8. Relación Intersectorial: Constituir
espacios de coordinación y trabajo común
en base a programas compartidos que
articulen intereses transversales con las
siguientes reparticiones: Educación,
Salud, Cancillería, Justicia, Defensa,
Vivienda, Obras Públicas, Bienes
Nacionales, gobiernos regionales y
asociación de municipalidades. Las
políticas culturales tienen que
ensamblarse con objetivos transversales
de otras carteras de Estado e instituciones
de la sociedad civil, configurando redes
de trabajo, apoyo y producción de
tendencias progresivas en cultura.
9. Establecimiento de convenios de
cooperación con instituciones de
Enseñanza Básica, Media y Superior. En
la mayoría de los países
latinoamericanos, incluido en el nuestro,
la relación entre cultura y educación aún
no se consolida plenamente en los nuevos
programas de estudio. No se debe olvidar
que en un grado muy significativo, la
calidad cultural de un país se define en el
aula, a partir del nivel básico. La División
de Cultura con su propia institución
matriz, el Ministerio de Educación, ha
ido progresivamente avanzando en la
coordinación de actividades que
potencian la relación entre el ámbito de la
formación escolar y el de la creación
artística. Al mismo tiempo hay que abrir
nuevos procesos con las universidades
pertenecientes al Consejo de Rectores
como con las privadas con el objetivo de
acrecentar y multiplicar los espacios de
enseñanza superior dedicados al arte en
sus distintas expresiones.
10. Acuerdos y alianzas internacionales. La
cultura, con sus cánones, estilos e
improntas, ha estado constantemente
ubicada en los circuitos internacionales
de la creación. Es claro que en el curso de
las últimas décadas esto se ha fortalecido.
Sin embargo, es importante consolidar
una política internacional en cultura, que
tenga cierto grado de especificidad
respecto a otros objetivos del Estado en
su conjunto en el ámbito de las relaciones
exteriores. En este plano, es determinante
la visión global y estratégica de quienes
29
están en la política internacional
definiendo y orientando los propósitos.
11. Fomento y protección a las industrias
culturales. En este particular, resulta
crecientemente urgente contar con una
legislación adecuada que preserve la
creación nacional frente a prácticas
proteccionistas de otros estados o bloques
económicos.
12. Preservación y reproducción del
Patrimonio nacional tangible e intangible.
El esfuerzo que se ha venido haciendo en
el curso de la última década ha sido
notable. Pero es esencial continuar
expandiendo las finalidades que emanan
de esta línea de trabajo en los territorios
de base, ayudando a que la comunidad se
organice activamente en pro del cuidado,
preservación, difusión y goce de nuestro
extendido y rico patrimonio.
13. Generar espacios y producir condiciones
para que las políticas culturales abarquen
a otras tradiciones y estéticas a través del
fomento, el apoyo y la cooperación,
especialmente, la que se refiere a los
distintos pueblos indígenas que tienen
una rica y vasta tradición creativa que
ensancha decisivamente el patrimonio
nacional de nuestro país, generando al
mismo tiempo instancias de diálogo y
creación entre grandes tradiciones
creativas de diverso origen.
Existe, asimismo, un conjunto de zonas e
interfases que en diversas escalas representan
situaciones de permanente tránsito que
obligan a la definición de políticas culturales
específicas para cada uno de estos niveles.
Quizás, un ejemplo ilustrativo de estas
interfases es lo que se produce en los
agrupamientos generacionales, que interpelan
discursos y formas dinámicas no cosificadas
de intervención cultural. Los siguientes son
algunos de los interludios más recurrentes:
1. Lo consagrado y lo ensayístico. Aquí
existe una tensión entre lo que esta
legitimado, desde la perspectiva de los
gustos y consumos culturales, y lo que
irrumpe alternado las formas de
conciencia y hábitos en éste mismo
plano.
2. Lo corporativo y lo individual. Hay
muchos tipos de creación artística, que
por sus lógicas y naturalezas se realizan
desde la singularidad, pero al mismo
tiempo, es creciente la tendencia a los
grandes agrupamientos de enfoques,
intereses y ubicación en los circuitos de
producción estética.
3. Mundo urbano, suburbano y rural. Los
tempos que cohabitan se yuxtaponen
entre estos tres cronos de la historia
social y cultural. Frecuentemente
colisionan en virtud de alineamientos en
torno a ciertas formas, estilos y géneros
de producción artística. En este plano es
importante generar espacios de
encuentros y diálogos entre estas
temporalidades.
4. Niños y niñas, jóvenes, adultos y
tercera edad. Las temáticas etarias en
30
cultura están subsumidas en los debates
que confrontan estilos y escuelas. Sin
embargo, se está arribando
crecientemente, en el contexto de
políticas democráticas en la creación, al
respeto de la autonomía y a la
proliferación de un diálogo creativo entre
las disposiciones y singularidades que
cada grupo etario, tendencialmente,
expresa y representa.
5. Espacios públicos tangibles: plazas,
playas, parques y calles. El
enriquecimiento de los espacios públicos
como lugares del diálogo democrático y
de la expresión creativa constituyen
temas esenciales en los diseños de hábitat
democráticos y de ciudades que se
asuman como geografías participativas.
La cultura permite producir situaciones
de fructífera polifonía que abre
posibilidades, desde ella misma, para
abarcar otros temas ciudadanos.
6. Espacios comunicacionales. Es
necesario fortalecer los tiempos y
espacios que la prensa y los medios de
comunicación, de circulación nacional y
local, le dedican a la creación artística, al
debate creativo y a la crítica cultural. La
construcción de alianzas estratégicas en
este campo, guardando los márgenes de
autonomía de cada uno de los que
concurra a estos acuerdos, son
instrumentos decisivos en el objetivo de
consolidar una opinión y debate público
informado y crecientemente determinante
frente a las políticas y prácticas
culturales.
Algunas de las premuras de la División de
Cultura
Quisiera arriesgar ahora una breve mirada
analítica sobre lo que hemos venido
impulsando desde la División de Cultura del
Ministerio de Educación en los últimos años;
por limitaciones de espacio me referiré sólo
algunos aspectos que se infieren de la parte
más global de mis reflexiones.
En general lo que ha ocurrido en Chile con
las ofertas culturales no es que enfrenten un
exceso de demandas o de peticiones, sino que
recién en la última década se ha producido
una gran expansión de las necesidades
culturales por parte del mundo de los
creadores, requerimientos que han sido
satisfechos, en parte, a través de la política de
fondos concursables. Pero sabemos que una
política de fondos no abarca todas las
demandas de fomento y desarrollo, ya que
siempre se nos impone priorizar sectores y
hacer emerger nuevos procesos. Hoy la danza
está en peligro, en este sector tendríamos que
aumentar las inversiones más allá de lo que
hoy esta recibe por la vía de los fondos y de
inversión directa si queremos seguir contando
en el futuro con esta disciplina de manera
protagónica.
Asimismo, estamos impelidos a continuar
diseñando, con todos los actores implicados,
estrategias de fomento a la creación que nos
permitan estructurar un programa nacional de
31
fomento y desarrollo de la cultura, que se
prolongue por lo menos hasta el segundo
centenario. Programa que asuma a la
participación cultural desde las comunas,
provincias y regiones y que respete la
tradición e identidad de cada territorio.
Deseamos que este plan cuente con más
recursos directos, expanda las capacidades
comunitarias, consolide la formación de
gestores y administradores, multiplique la
investigación y amplíe las redes socio-
culturales. Todo lo anterior se verá
favorecido por la nueva institucionalidad
cultural y por el aumento de los recursos
destinados a estos procesos.
A su vez, es indispensable contar con una
sociedad civil, con creadores, universidades e
instituciones políticas que asuman a la cultura
como una inversión decisiva para un país que
aspira a alcanzar mejores niveles de
existencia y más amplios horizontes de
deseos y esperanzas.
Estos propósitos no sólo abarcan los temas
creativos, ya que la inteligencia social que
deviene de los procesos culturales fortalece el
bienestar, la sociedad civil, la integración y la
opinión pública, que son condiciones,
espacios, requerimientos y actores
inmensamente solidarios con las finalidades
que abarcan los distintos campos de la
creación. Es imperativo, extender el tejido de
reflexión y crítica, contar con medios de
información pública que integren más voces
disidentes y que le otorguen a lo cultural una
mayor centralidad programática.
Tener política cultural es asumir un concepto
de desarrollo humano al interior del cual es
fundamental fomentar la cultura como
derecho y como bien público. Conviene, por
otra parte, resaltar la importancia que tienen
hoy las industrias culturales y los mercados
de circulación de los bienes simbólicos e
imaginarios, ya que a través de ellos
actividades como las de las editoriales,
música y cine, cuentan con una base de
sustentación y reproducción económica que
les permite hacer presente en el espacio
público a los creadores nacionales.
Uno de los rasgos dominantes de los procesos
culturales contemporáneos emana de la
necesidad de perder el miedo y superar la
sospecha como condición de relación entre
las culturas. Creo que es indispensable
recuperar la sensibilidad y la confianza en la
humanidad, volver a poner en circulación las
identidades para poder vernos, poner en
circulación las diferencias para escucharnos,
poner en circulación los miedos y las
audacias para respetarnos, poner en
circulación las búsquedas y los ensayos para
crecer juntos y exponer nuestras identidades
frente al mundo para asumirnos en él sin
temor.
Aunque se puede sostener que se tiende a ser
prisionero de la propia cultura o que sólo la
crisis, la duda y la ironía nos abren lealmente
a otras, tengo la convicción que la
complejidad cultural, del mundo
latinoamericano y chileno, evita en buena
parte que seamos cautivos de imágenes
congeladas y de verdades definitivas; y nos
32
impele a asumir la creación como un contexto
siempre abierto, en el que conviven infinitos
subtextos, que hacen inestable y provisorias
las conclusiones, las fronteras y las soberbias
y que nos obligan al diálogo sincero de la
duda, a la ternura del respeto y a la capacidad
de estar integrando siempre a los otros en
condiciones de igualdad, para postular todas
las veces que sea necesario un mundo más
creativo, sensible y diverso.
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