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¿Y si Hubieran Cumplido? Las Drogas Ilegales y el Acuerdo de Paz más allá de los (Obvios) Incumplimientos

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Abstract

La relación entre economías ilícitas y conflictos armados ha sido objeto de una prolífica literatura aca-démica durante las últimas décadas, y existe un creciente cuestionamiento a la noción de una relación unívoca entre ambos. El Acuerdo de paz celebrado entre el Gobierno nacional de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) ha replicado la premisa de que solucionar el problema de las drogas ilícitas necesariamente contribuye a la creación de una paz estable y duradera. En este artículo, utilizando a Argelia, Cauca, como un caso de estudio, discutiremos que, más allá de los incumplimientos del Gobierno nacional frente a este punto, el Acuerdo poseía limitaciones estructurales (óptica punitiva, problema de la tierra, acceso a mercados, dimensión global del tema de drogas) que limitaban su eficacia, aun si el gobierno hubiera cumplido. Abordar estas limitaciones es clave para poder retomar un camino hacia una paz transformativa.
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análisis político n.º 103, Bogotá, septiembre-diciembre de 2021, págs. 144-166
¿Y SI HUBIERAN CUMPLIDO?
LAS DROGAS ILEGALES Y EL
ACUERDO DE PAZ MÁS ALLÁ DE
LOS (OBVIOS) INCUMPLIMIENTOS
José A. Gutiérrez, Ph. D., Universidad Santo Tomás Medellín e International Institute for Conict Resolution and
Reconstruction, Dublin City University. Jose.danton@ustamed.edu.co
RESUMEN
La relación entre economías ilícitas y conf lictos armados ha sido objeto de una prolífica literatura aca-
démica durante las últimas décadas, y existe un creciente cuestionamiento a la noción de una relación
unívoca entre ambos. El Acuerdo de paz celebrado entre el Gobierno nacional de Colombia y las Fuerzas
Revolucionarias Armadas de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) ha replicado la premisa de que
solucionar el problema de las drogas ilícitas necesariamente contribuye a la creación de una paz estable y
duradera. En este artículo, utilizando a Argelia, Cauca, como un caso de estudio, discutiremos que, más
allá de los incumplimientos del Gobierno nacional frente a este punto, el Acuerdo poseía limitaciones
estructurales (óptica punitiva, problema de la tierra, acceso a mercados, dimensión global del tema de
drogas) que limitaban su eficacia, aun si el gobierno hubiera cumplido. Abordar estas limitaciones es
clave para poder retomar un camino hacia una paz transformativa.
Palabras clave: Acuerdo de paz, narcotráfico, guerra contra las drogas, conflicto agrario, Cauca
AND WHAT IF THEY HAD COMPLIED? ILLEGAL DRUGS AND THE PEACE AGREEMENT
BEYOND (OBVIOUS) NON-COMPLIANCE
Abstract
The relationship between illicit economies and armed conflicts has been the subject of a prolific aca-
demic literature in recent decades, with the notion of a one-to-one relationship between the two being
increasingly questioned. The peace agreement between Colombia’s national government and the Revo-
lutionary Armed Forces of Colombia-People’s Army (FARC-EP) has repeated the premise that solving
the illicit drug problem necessarily contributes to the creation of a stable and lasting peace. In this
article, using Argelia, Cauca, as a case study, we will discuss how the agreement, beyond the national
government’s non-compliance on this point, had structural limitations (a punitive perspective, the land
problem, access to markets, the global dimension of the drug problem) that hindered its effectiveness
even if the government had complied. Addressing these limitations is key to resuming a path towards
a transformative peace.
Keywords: Peace Agreement, Drug Trafficking, Drug War, Agrarian Conflict, Cauca.
Fecha de recepción: 07/01/2022
Fecha de aprobación: 25/02/2022
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Las drogas ilegales y el Acuerdo de paz más allá de los (obvios) incumplimientos
INTRODUCCIÓN
La relación entre economías ilícitas y conflictos armados ha sido objeto de una au-
téntica obsesión en los estudios de conflicto durante más de dos décadas, desde que se
planteara en su fórmula prístina en las discusiones sobre avaricia y agravio en las gue-
rras civiles (Arnson & Zartman, 2005; Ballentine & Sherman, 2003; Berdal & Malone,
2000; Collier & Hoeffler, 1998). Colombia, indiscutiblemente el principal productor de
cocaína en el mundo (UNODC, 2021), no podía ser ajeno a esta tendencia. Mientras
el Gobierno colombiano en la década de los 2000 insistía en que la coca era “la mata
que mata” (Ciro, 2018), la academia se hacía eco de esta visión con la idea del conflicto
alimentado por las rentas generadas por las drogas ilícitas, o la coca como combustible
de la guerra (Felbab-Brown, 2005; Martínez & Zuleta, 2019; Pizarro, 2002; Rettberg &
Ortiz, 2016). De hecho, Collier mismo hace un notable comentario en el cual convierte
la producción de cocaína en prácticamente la única explicación viable para entender
por qué los grupos armados prosperarían en Colombia y no en Estados Unidos:
La Milicia de Michigan [] fue incapaz de crecer más allá de algunos cuantos voluntarios a
medio tiempo, mientras que las FARC en Colombia han crecido hasta emplear [sic] alrededor
de 12.000 personas. Los factores que dan cuenta de esta diferencia entre fracaso y éxito no
se encuentran en las “causas” que estas dos organizaciones rebeldes dicen defender, sino en
las oportunidades radicalmente diferentes de financiarse. La[s] FARC obtiene[n] alrededor
de $700 millones anuales de las drogas y el secuestro, mientras que la Milicia de Michigan
estaba probablemente en la bancarrota. (Collier, 2000, p. 1)
No hay que ser, desde luego, un experto en Michigan ni en Colombia para percatarse
de lo problemática que resulta esta relación simplista, reduccionista y unívoca —además,
fundada en una afirmación totalmente errónea, como que las FARC-EP emplean a sus
combatientes—. Y aunque la inmensa mayoría de los trabajos en esta corriente no pecan
de este grado de caricaturización, el simplismo argumentativo que relaciona sin pro-
blematizar rentas ilícitas y conflicto tiende a ignorar la complejidad del problema. Las
relaciones de poder, conflictos sociales y de clase, los procesos de construcción de Estado,
y un largo etcétera de condicionantes socioeconómicos, son invisibilizados tras correla-
ciones entre hectáreas de coca y violencia homicida. Esto ha sido señalado por diversos
autores que han complejizado y problematizado la relación entre conflictos armados y
economías ilícitas (Cramer, 2002; Goodhand, 2008; Gutiérrez-Sanín, 2004; Gutiérrez &
Thomson, 2020). Ni los conflictos se pueden explicar simplemente por la presencia de
drogas ilegales, ni las drogas ilegales generan, necesariamente, conflictos armados.
El cultivo de drogas ilegales está asociado con conflictos, no por las drogas en sí, sino
porque la comunidad internacional ha declarado una guerra contra ellas. En realidad, esta
guerra ha sido declarada contra los eslabones más vulnerables de la cadena productiva
y de valor de las drogas ilegales (Gutiérrez & Ciro, 2022). Hasta donde sé, todavía no se
ha fumigado o bombardeado al primer banco, pese a la importancia de los tentáculos
financieros en la cadena de valor de las drogas ilegales. Esta, en realidad, es una guerra
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contra los campesinos que cultivan plantas de usos ilícitos y en menor medida contra la
pobreza urbana, donde abundan jíbaros, aspirantes a traquetos y mulas. Las armas de
la guerra están reservadas para los pobres, principalmente del campo.
El Acuerdo de paz de 2016 entre las FARC-EP y el Gobierno nacional de Colombia
reprodujo este vínculo entre las drogas ilegales y el conflicto. Pese a que el Acuerdo
indudablemente representa un reconocimiento de los desafíos estructurales del agro
ligados con la superación de la violencia en Colombia, el subsumir el tema de las drogas
como “combustible” del conflicto sigue siendo un asunto problemático. Primero, porque
construcción de paz y erradicación de las drogas ilícitas no son la misma cosa, y en ciertos
casos pueden ni siquiera ser complementarias. Incluso, ambas pueden ser, en ocasiones,
antagónicas (Goodhand, 2008). Esto es especialmente cierto en el contexto de la guerra
contra las drogas, en el cual los esfuerzos de erradicación son militarizados y, por tanto,
producen resultados opuestos a los deseables desde una perspectiva de construcción de
paz (Felbab-Brown, 2005). En segundo lugar, aunque se reconozca el nexo entre el de-
sarrollo rural y el problema de los cultivos de uso ilícito, problemas clave como el pobre
acceso a la tierra y la falta de mercados estables son abordados insuficientemente en
un Acuerdo que descartó medidas redistributivas (Gutiérrez-Sanín & Marín, 2018), o
medidas que repensaran la articulación del campo colombiano con los mercados inter-
nacionales. Peor aún, al supeditar las reformas estructurales del campo a las políticas de
erradicación, el compromiso contenido en el Acuerdo se volvió insostenible (Acero et al.,
2019). Finalmente, la escasez de tierras y las dificultades de acceso de los campesinos a
los mercados, sumados a una política antinarcóticos de corte eminentemente militarista,
son una fórmula segura para prolongar el conflicto armado.
Los resultados del Acuerdo de paz han sido particularmente decepcionantes en
este punto. Ni se ha construido una paz estable y duradera en los territorios, ni se ha
logrado superar el problema de los cultivos ilícitos (Gutiérrez-Sanín, 2020a). Desde los
movimientos sociales, desde la academia comprometida y la izquierda política, se han
señalado los incumplimientos por parte del Gobierno como el principal responsable de
estos fracasos (eg. Estrada, 2019). Sin lugar a dudas, en el componente de drogas ilícitas
los incumplimientos del Gobierno han sido, desde el comienzo (es decir, desde el gobierno
de Santos), sistemáticos y masivos, mientras que en el gobierno de Duque “en algunos
sentidos cruciales se ha procedido a su desmonte” (Gutiérrez-Sanín et al., 2019, p. 137).
El impacto de estos incumplimientos en el territorio, según hemos podido comprobar
en Putumayo, Caquetá y Cauca, ha sido devastador.
El problema de fondo no radica, empero, en los evidentes e injustificables incumpli-
mientos del Gobierno ante las comunidades campesinas, sino en la arquitectura y la misma
lógica con la cual el Acuerdo enlaza construcción de paz, drogas ilícitas y una peculiar
visión de las reformas que necesita el campo colombiano, que excluye de antemano cual-
quier cuestionamiento al modelo económico. El problema de fondo es que, aunque el Go-
bierno nacional hubiera cumplido a las comunidades campesinas al pie de la letra lo que
estaba escrito en el Acuerdo, es muy poco probable que se hubiera avanzado de manera
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significativa hacia la sustitución de los cultivos de uso ilícito por cultivos lícitos alternativos
hacia la solución de los problemas estructurales del campo, o hacia la construcción de una
paz estable y duradera. Esto, debido a que no abordaron por lo menos cuatro temas que
identificamos como cruciales para resolver esta relación entre cultivos ilícitos, conflicto
agrario y conflicto armado: el abandono de una óptica punitiva, considerar el problema
de la tierra desde una lógica redistributiva, desarrollar una política realista de acceso a
mercados, así como articular el Acuerdo con la dimensión global del tema de las drogas.
Este artículo espera ser una contribución a la construcción de paz (en un momento
en que muchos parecen perder la fe en ella), y a un tema íntimamente ligado con esta:
la superación de inequidades estructurales en el campo —de lo cual los cultivos ilícitos
son expresión—. Procederé de la siguiente manera: primero, discutiré los supuestos
contenidos en el Acuerdo de paz, en particular frente al tema de drogas ilegales. Luego,
desde la investigación en un municipio cocalero (Argelia, Cauca), discutiré algunos de
los desafíos que se presentaron en las regiones cocaleras en el contexto del acuerdo y
del posacuerdo. Posteriormente, teniendo esta experiencia en mente, discutiré algunos
elementos clave que siguen siendo problemáticos para la sustitución de cultivos de uso
ilícito en clave de construcción de paz. Por último, plantearé algunos puntos esenciales
para retomar la discusión sobre conflicto, construcción de paz y cultivos de uso ilícito.
Espero, en particular, contribuir a la superación del discurso de las drogas ilícitas co-
mo “combustible del conflicto”, discurso que no solamente reifica las drogas, sino que
tiende un velo cómplice sobre los gobiernos y los poderes políticos que han tomado la
decisión explícita de bombardear, fumigar, asesinar, capturar y encarcelar a poblaciones
vulnerables, con el argumento de la guerra contra una entidad inanimada: las drogas.
La “sabiduría” de estas decisiones políticas es lo que queda oculto detrás de dichas fór-
mulas —hecho asaz lamentable, pues es en este punto, precisamente, en el cual podemos
efectuar cambios conducentes a superar esta guerra sin fin—.
MÉTODOS
Este trabajo se basa en una investigación cualitativa con un fuerte enfoque etnográfico.
La investigación general se realizó en seis localidades del suroccidente colombiano; el
corregimiento de Sinaí en Argelia, Cauca, fue solamente uno de los casos de estudio. En
Argelia pasé cinco meses en total entre 2015 y 2018, durante los cuales desarrollé una
serie de métodos de investigación, incluidos métodos visuales. Este artículo se basa sobre
todo en observación participante, es decir, en la observación sistemática de fenómenos
sociales mientras se participa de ellos en contextos cotidianos (Bulmer, 1984; Hammers-
ley & Atkinson, 2007). Mi aproximación a la observación participante mezcló periodos
prolongados de trabajo de campo e informantes clave (Sluka & Robben, 2007). Aparte
de la observación participante, realicé dos discusiones grupales en el corregimiento de
Sinaí, Argelia. En la primera, participaron cuatro hombres y tres mujeres (01/04/16),
y en la segunda, cuatro hombres y dos mujeres (26/02/18). También realicé diez entre-
vistas semiestructuradas, con informantes clave, a siete hombres y tres mujeres. En el
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contexto de la observación participante, sostuve múltiples conversaciones informales con
habitantes de este corregimiento y corregimientos aledaños.
El análisis de los datos recogidos siguió el método del caso extendido, es decir, se
utilizó un caso de estudio para contrastar teorías y descubrir las anomalías contenidas
en ellas. Este método deductivo-inductivo e híbrido está íntimamente asociado con la
observación participante, debido a su énfasis en procesos microsociológicos, así como
con las experiencias subjetivas de los participantes en el contexto de los procesos sociales
macro que los constriñen y moldean. Dicho método también tiene un fuerte enfoque
dialógico y colaborativo hacia el proceso investigativo, debido a consideraciones éticas,
pero también porque reconoce que la intervención del observador participante es nece-
sariamente disruptiva de la realidad que este estudia, y por tanto requiere un modelo
autorreflexivo (Burawoy, 1998; Lichterman, 2002; Samuels, 2009; Tavory & Timmer-
mans, 2009; Wadham & Warren, 2014).
Mi proyecto principal tenía que ver con el entramado institucional y la construcción
de Estado en zonas de conflicto; sin embargo, la riqueza de la información etnográfica
recogida se prestaba para múltiples interpretaciones. Para escribir este artículo reinter-
preté los datos recogidos, con el fin de discutir el presupuesto de que el gran problema
que enfrentaba el Acuerdo de paz es el incumplimiento por parte del Gobierno —un
presupuesto ampliamente compartido entre practicantes del sector de la construcción
de paz y de los derechos humanos, y que fue puesto a prueba—. Sin negar los eviden-
tes incumplimientos del Gobierno, partiendo de la hipótesis de qué hubiera pasado de
haberse cumplido lo estipulado en el Acuerdo, se comenzó la indagación de la base em-
pírica recolectada. Esta interrogación se hizo siguiendo como ejes fundamentales el de
la transformación territorial, el de la tierra, el del acceso a mercados y el del problema
de las drogas en clave global.
LA CUESTIÓN DE LOS CULTIVOS ILÍCITOS EN EL ACUERDO DE PAZ
En el Acuerdo de paz, el tema de los cultivos ilícitos aparece como el punto cuatro:
“solución al problema de las drogas ilícitas”. No es menor que este punto se haya enten-
dido como estrechamente relacionado con necesarias transformaciones estructurales del
agro, y que, en este sentido, el acuerdo vaya más allá de la visión reduccionista —que
había sido hegemónica en las últimas dos décadas—, la cual entendía los cultivos de
uso ilícito (y en particular la coca) como causa y motivo del conflicto colombiano. En el
Acuerdo, la relación entre coca y conflicto aparece mucho más matizada:
El conflicto interno en Colombia tiene una larga historia de varias décadas que antecede y
tiene causas ajenas a la aparición de los cultivos de uso ilícito de gran escala, y a la produc-
ción y comercialización de drogas ilícitas en el territorio. (Cancillería, 2016, p. 98)
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Partiendo de esta base, el Acuerdo hace un llamado a:
[] diseñar una nueva visión que atienda las causas y consecuencias de este fenómeno,
especialmente presentando alternativas que conduzcan a mejorar las condiciones de bienes-
tar y buen vivir de las comunidades —hombres y mujeres— en los territorios afectados por
los cultivos de uso ilícito; que aborde el consumo con un enfoque de salud pública y que
intensifique la lucha contra las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico, in-
cluyendo actividades relacionadas como las finanzas ilícitas, el lavado de activos, el tráfico
de precursores y la lucha contra la corrupción, desarticulando toda la cadena de valor del
narcotráfico. (Cancillería, 2016, p. 99)
Si bien esta visión no es novedosa, representa un desarrollo importante respecto a la
política eminentemente punitiva que había sido hegemónica hasta ese momento, aunque
sin quebrar definitivamente con ella. En el Acuerdo, en efecto, se siguen entendiendo
las drogas ilícitas como uno de los motores del conflicto (han “alimentado y financiado
el conflicto interno”, p. 98) y, de hecho, se llama a intensificar la lucha contra el narco-
tráfico. Sin embargo, el Acuerdo va más allá. En palabras de un comandante del Frente
60 de las FARC-EP, durante una socialización del Acuerdo en Argelia, Cauca, el espíritu
de este podía resumirse simplemente en entender la producción como un problema de
alternativas y desarrollo económico; el consumo como un tema de salud pública, y la co-
mercialización como un asunto eminentemente de política criminal (Antonio, 13/05/2016).
Se trataría, en este sentido, de descriminalizar los eslabones más débiles e intensificar la
criminalización de los eslabones más fuertes en la cadena productiva. Esto es enfatizado
por el Acuerdo, que aclara el carácter diferencial de este enfoque:
Que esta nueva visión implica buscar alternativas basadas en la evidencia y dar un tratamiento
distinto y diferenciado al fenómeno del consumo, al problema de los cultivos de uso ilícito, y
a la criminalidad organizada asociada al narcotráfico, que utiliza indebidamente a las y los
jóvenes []. Que esas nuevas políticas, tendrán un enfoque general de derechos humanos
y salud pública, diferenciado y de género, y deben ajustarse en el tiempo con base en la
evidencia, las lecciones de buenas prácticas y las recomendaciones de expertos y expertas
y organizaciones nacionales e internacionales especializadas []. Que esas políticas darán
un tratamiento especial a los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico que son
las personas que cultivan y las que consumen drogas ilícitas, e intensificarán los esfuerzos
de desarticulación de las organizaciones criminales. (Cancillería, 2016, p. 99)
Un asunto de particular relevancia es el vínculo explícito que se hace entre los cul-
tivos de uso ilícito y la cuestión del agro. En el Acuerdo se establece que para dar solu-
ción al problema de los cultivos de uso ilícito “es necesario poner en marcha un nuevo
programa que, como parte de la transformación estructural del campo que busca la RRI
[Reforma Rural Integral], contribuya a generar condiciones de bienestar y buen vivir
para las poblaciones afectadas por esos cultivos” (Cancillería, 2016, p. 100). En particu-
lar, el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) se entiende
como un componente de la Reforma Rural Integral (RRI). Este es un punto clave, en el
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cual el Gobierno hace un reconocimiento explícito de la necesidad de abordar el tema
de los cultivos de uso ilícito como un asunto ligado con la transformación estructural
del campo colombiano.
Sin embargo, si bien el tema de cultivos ilícitos está claramente ligado con el desarro-
llo rural, su relación con la paz no es necesaria. La mata Erythroxylum sp. en sí no mata
a nadie. Este vínculo se mantuvo mediante la fórmula del narcotráfico como motor del
conflicto —descontextualizando la guerra contra las drogas de las decisiones políticas de
actores nacionales e internacionales—. Y ahí es donde se termina de cuadrar el círculo
de la lógica subyacente al Acuerdo: subdesarrollo rural > cultivos de uso ilícito > narco-
tráfico motor del conflicto > erradicación + desarrollo rural = paz estable y duradera.
Bajar la intensidad de la guerra contra las drogas era, desde luego, un gesto impor-
tantísimo para convencer a las FARC-EP, así como a sus bases rurales de apoyo, sobre
la seriedad del Gobierno en la búsqueda de un acuerdo de paz que fuera más allá de la
mera desmovilización. Así debe leerse la suspensión de las aspersiones por glifosato en
2015 (Ramírez, 2017). Pero de este modo, y mediante la lógica descrita, el Acuerdo de
paz terminó, como bien lo observan Acero et al. (2019), en un compromiso, insostenible
a la larga, entre una aproximación eminentemente punitiva al problema de los cultivos
de uso ilícito y otra que privilegiaba una estrategia desarrollista. En este equilibrio frágil
terminó por imponerse, en la práctica, debido a una mezcla de inercias institucionales
y de opciones políticas de las élites nacionales e internacionales, la opción punitiva. Es
decir, la guerra contra las drogas le ganó al desarrollo rural integral del campo. Los
incumplimientos no hicieron más que exacerbar estas limitaciones y contradicciones de
diseño del Acuerdo.
UNA MIRADA DESDE EL CAUCA: ARGELIA, MUNICIPIO COCALERO…
Para entender los problemas de fondo del Acuerdo, asentados en el enlace que hace
entre drogas ilícitas, construcción de paz y un desarrollo rural sin redistribución de
tierras, exploraremos el problema de los cultivos desde la experiencia de Argelia, un
municipio ubicado en el sureste del Cauca. Su territorio de 75.736 hectáreas se extiende
desde las montañas de la cordillera Occidental hacia las tierras bajas del Pacífico. El
municipio es atravesado por el río San Juan de Micay, en cuyas orillas se encuentran
ubicados los principales asentamientos del municipio. Estos asentamientos son el fruto
de una colonización reciente, de colonos que llegaron en las primeras décadas del siglo
XX tras la cera de laurel. Sin embargo, fue durante el periodo de la Violencia cuando
esta región experimentó un flujo importante de colonos de extracción liberal, mezcla
de perseguidos políticos y aventureros, en busca de asilo.
En 1967 Argelia se convirtió en municipio en derecho propio. Su economía tradi-
cionalmente se basó en el café, y es famoso por su aromática variedad de arábigo. Sin
embargo, con el fin del pacto cafetero en 1989 (Daviron & Ponte, 2005), la economía
local comenzó a orientarse decididamente hacia la coca. Si bien el boom cocalero de la
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década de 1990 cambió por completo la cara del municipio, la coca no era nueva en esta
región. Desde un primer momento, los colonos mantenían algunas matas de coca para
mambear y para vender a los indígenas en el mercado de Almaguer; fue a finales de
1970 que algunas personas comenzaron a procesar la hoja para producir pasta base de
cocaína, pero para la década de 1990 era todavía una economía marginal.1
La coca es un factor muy importante para explicar por qué, contrario a la tenden-
cia nacional, Argelia no solamente se mantiene como un municipio abrumadoramente
rural, sino que su población rural crece más que la urbana. Oficialmente, son 23.000
personas las que viven en las zonas rurales y apenas 4.000 las que viven en la ciudad de
Argelia.2 Sin embargo, estas cifras no reflejan la real dimensión de la población rural
en el municipio, pues no consideran la migración masiva de raspachines que llegan
incesantemente en busca de trabajo temporal, muchas veces por apenas unos meses.
Según el Comité Cocalero de Argelia, hay una población flotante permanente de unos
15.000 raspachines. Al carecer de información fiable sobre la magnitud de la migración,
revisamos el lugar de nacimiento de los estudiantes del establecimiento educacional
del corregimiento Sinaí. De un total de 145 estudiantes de sexto a décimo, solo el 48 %
eran provenientes de Argelia. La mayoría de los foráneos eran provenientes de otros
municipios del Cauca (26 %), seguidos por los departamentos de Nariño (13 %), Valle
del Cauca (4 %), Caquetá (4 %), Putumayo (2 %) y Huila (1,5 %) (Gutiérrez, 2019). Aun
cuando estas cifras reflejan una migración extraordinariamente alta, las cifras reales
de la migración en Argelia son mucho más altas, ya que ni todos los migrantes tienen o
vienen con sus hijos, o tienen hijos en edad escolar.
Si excluimos a la población flotante, el 88 % de los habitantes rurales de Argelia son
propietarios (la casi totalidad de ellos con títulos informales, u obtenidos con cartas de
compraventa). Los inquilinos representan apenas un 4 % de la población campesina.
Según los cálculos de los que disponemos, el 99 % de las propiedades son de una hec-
tárea o menos. La pobreza de tierras en la región se refleja en el tamaño promedio de
las propiedades, de un magro 0,32 hectáreas.3 Esta fragmentación de la propiedad ru-
ral se explica en gran medida por el flujo de migrantes en la década de 1990, atraídos
sobre todo por las posibilidades económicas que ofrecía el boom cocalero, pero también
buscando refugio de la violencia política que azotaba otras partes del país en pleno des-
pliegue de la ofensiva paramilitar liderada por las Autodefensas Unidas de Colombia
(AUC). Hasta ese momento, los campesinos afirman que el promedio de las propiedades
1 Toda la reconstrucción histórica de Argelia fue hecha con el trabajo incansable del profesor Guillermo Mos-
quera, de la institución educativa del Sinaí, con escasas fuentes escritas y testimonios orales de los colonos más
antiguos del municipio (algunos de los cuales todavía mambean, sobre todo en El Diviso), realizadas entre 2016
y 2017.
2 Según estadísticas oficiales del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). https://www.
datos.gov.co/widgets/qzc6-q9qw
3 Información del gobierno municipal, la cual fue corroborada por el sindicato agrario Ascamta y el comité
cocalero, quienes durante negociaciones con el Gobierno entregaron un listado de los campesinos que se com-
prometían con la sustitución, la cual es consistente con estas cifras.
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era de unas 3 hectáreas por familia, el tamaño promedio de las fincas cafetaleras en
Colombia.4 Estas condiciones de fragmentación extrema de la propiedad y de falta de
acceso a la tierra hacen que, salvo la coca, sea imposible para los campesinos trabajar
de manera viable cualquier otro cultivo.
El campesinado argeliano no responde al estereotipo clásico de la población campe-
sina casi detenida en el tiempo, cuya vida transcurre en la monotonía a paso cansino.
Hay un flujo permanente de personas de los más diversos orígenes hacia Argelia, que
suben en camionetas desde El Estrecho, en el tórrido valle del Patía. Estas camionetas
serpentean el camino hacia Balboa, el llamado balcón del Patía, que domina ese valle
con unos paisajes realmente majestuosos. Luego, cruzando las frías cumbres de la cordi-
llera occidental, se adentran en el cañón de Argelia por carreteras salpicadas de carteles
de las FARC-EP, algunos de ellos pintados a mano con un talento nada despreciable.
Luego de entre 4 y 6 horas de carretera, las personas llegan a los corregimientos de El
Mango, Sinaí y El Plateado, cubiertos en polvo, o todos ‘rucios’, como dicen jocosamente
los locales.
Estos corregimientos no son aldeas bucólicas, sino asentamientos vibrantes donde la
vida puede transcurrir a un ritmo vertiginoso; las motocicletas zumban de un lado a
otro, el sonido de las picadoras en los laboratorios de coca es permanente, hay un boyante
comercio en cuyas puertas muchas veces suenan a todo volumen canciones de música
popular (sobre todo rancheras, cumbias y música de despecho), galleras atiborradas de
gente que apuesta y grita, cantinas y bailaderos que casi nunca cierran. Estos pueblos
son una cacofonía que asalta los sentidos. Los argelianos están lejos de ser ricos, pero
si se les compara con las condiciones prevalentes en los pueblos rurales de la cordillera
central, se puede ver esa pequeña pero significativa ventaja extra que les da la coca, la
cual se siembra en las laderas de las imponentes montañas que rodean al cañón. Estos
pueblos también cuentan con escuelas, centros de salud e iglesias de prácticamente todas
las denominaciones, y hasta hace poco, los burdeles (llamados localmente chongos) no
podían establecerse en los pueblos, sino en las carreteras, fuera de estos —los clientes
frecuentes de estos establecimientos son por lo general varones jóvenes que han venido
solos a trabajar como raspachines—.
El conflicto tiene una larga historia en Argelia, partiendo del hecho de que muchos
de sus primeros colonos eran liberales perseguidos en otras partes del país. Los primeros
grupos guerrilleros se formaron en la década de 1960, como respuesta a las incursiones
de grupos armados de conservadores, conocidos localmente como los matojeros.5 Sin
embargo, la presencia estable de la guerrilla en esta región comenzó en 1970, con alguna
presencia del Ejército Popular de Liberación (EPL) y del Movimiento 19 de Abril (M-19),
pero sobre todo con la consolidación del Frente 8 de las entonces FARC que operaban
4 Trabajo grupal con miembros de Ascamta (01/04/2016) y entrevista a un colono de El Diviso (12/07/2016).
5 Entrevista EP-01-Ca-m, 15/05/16.
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¿Y si hubieran cumplido?
Las drogas ilegales y el Acuerdo de paz más allá de los (obvios) incumplimientos
en toda esa zona, incluidos Patía, Balboa y El Tambo. La fuerza de las FARC-EP (que
agregaron “Ejército del Pueblo, EP, a su nombre en la conferencia guerrillera de 1982)
llegó a ser tal que en 1993 se creó el Frente 60 Jaime Pardo Leal. Argelia se convirtió
así en el único municipio con un frente guerrillero propio. Este frente fue por décadas
autoridad indiscutida en el municipio, adjudicador de disputas locales y regulador de
la economía.
Si bien la coca ayudó al desarrollo de una cierta gobernanza rebelde en la región
(Gutiérrez & Thomson, 2020), también estimuló una cierta autonomía relativa de los
procesos organizativos locales; en ambas instancias, sin embargo, se consolidaba una
relación bastante antagónica con el Gobierno nacional. Todo en el municipio ha sido
construido con el esfuerzo de las comunidades locales y con los aportes económicos de
la coca. Como explicaba un campesino:
Si erradican la coca, ¿usted cree que el gobierno va a invertir en estas escuelas que tenemos?
Vea, somos pobres, pero cualquier poquito de dignidad que tenemos en nuestras vidas se lo
debemos al sentido de la disciplina que nos ha dado la FARC y a la coca [].6
La mención al sentido de la disciplina inoculado por las FARC-EP no es menor, pues
ellos insistían en que parte de los recursos de la coca se invirtieran en la propia comu-
nidad. En El Plateado, por ejemplo, la escuela fue construida con contribuciones econó-
micas de los laboratorios, para lo cual la capacidad coercitiva de esta guerrilla fue clave:
“fue la izquierda [ie., las FARC-EP] la que les puso presión para que contribuyeran.7
Tras el Acuerdo de paz entre el Gobierno nacional y las FARC-EP, el Frente 60 hizo
un listado de las inversiones que habían realizado en las comunidades, muchas de ellas
con los recursos que habían extraído por concepto de impuestos a la coca. En el caso
de Argelia, detallan la construcción de por lo menos 71 kilómetros de carreteras y la
manutención de otras, por un valor, según el cambio de la época, de $1.915.000.000.
También detallan la construcción de dos puentes por $225.000.000, la construcción y
mejoramiento de escuelas por $331.600.000, el desarrollo de infraestructura deportiva
y religiosa por $167.000.000, el establecimiento de una estación de radio comunitaria
por $35.000.000, la construcción de acueductos y proyectos de agua por $225.000.000,
y de proyectos de viviendas por $52.000.000, la construcción de una caseta comunal en
Sinaí por $60.000.000, y proyectos de producción de alimentos, incluido uno dirigido
específicamente a las mujeres, por $70.000.000.8 Esta amplia gama de proyectos da una
idea de la relación establecida entre la insurgencia y estas comunidades rurales, al punto
6 Conversación con Si-03-Ca-m, 25/03/16.
7 Entrevista Pl-02-Ca-m, 15/05/16.
8 Información publicada en Semana, http://static.iris.net.co/semana/upload/documents/anexo-4.pdf (último acceso
07/01/22). El inventario menciona al Frente 6, lo cual es obviamente un error de tipeo, pues el Frente 60 era
el activo en esta región. Los valores están originalmente en pesos colombianos, los cuales hemos cambiado a
euros según la tasa de cambio de noviembre de 2018.
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Las drogas ilegales y el Acuerdo de paz más allá de los (obvios) incumplimientos
que, según un líder comunitario, “mucha gente aquí ve a la guerrilla como el verdadero
gobierno. Nosotros nos hemos guiado con la ley del monte, y eso nos ha funcionado
bien”.9 Estos proyectos y esta infraestructura social básica, con todo, fueron posibles
gracias a la importante contribución que la coca ha tenido en esta región.
En 2007, después de la desmovilización de las AUC, los paramilitares, en este caso
Los Rastrojos, hicieron su entrada en la región. Poco después ingresó la Policía, que
se instaló en dos estaciones fuertemente defendidas, una en El Plateado, la otra en El
Mango. Fue la misma población la que se movilizó para expulsar a la Policía; primero,
los sacaron de El Plateado en 2009 y luego, tras una movilización que recibió bastante
visibilidad en los medios, los echaron de El Mango y desmantelaron la estación en 2015.
En ese momento, la única presencia policial en el municipio estaba asentada en la ciudad
de Argelia. Al mismo tiempo, las FARC-EP en 2011 lograron infligir una contundente
derrota militar a Los Rastrojos —en un único combate, aniquilaron a unos 30 de ellos,
cuyos cuerpos quedaron regados por la carretera—.10
Desde 2011 hasta la desmovilización de las FARC-EP a finales de 2016, Argelia fue un
importante bastión tanto para la insurgencia como para el movimiento campesino; esta
región probablemente tenía una de las organizaciones campesinas mejor estructuradas
en el país. Esta asociación, conocida como Asociación Campesina de Trabajadores de
Argelia (Ascamta), estuvo al frente de la resistencia de masas contra múltiples intentos
fallidos de erradicación forzada entre 2015 y 2016. Dicha resistencia, aparte del factor
organizativo, se veía facilitada por las condiciones topográficas y demográficas en este
cañón estrecho, rodeado de montañas y con una alta concentración de población.
A la coca se le llama en Argelia la “mata de la resistencia”. Este nombre se deriva, por
una parte, del hecho de que la oposición a los intentos de erradicación del Gobierno
ha terminado por fortalecer la organización agraria. Pero, por otra parte, la coca es el
único cultivo que, en las condiciones de escasez de tierras propias de esta región, puede
garantizar la reproducción del campesinado, permitiéndoles resistir como clase el despojo
y la concentración de tierras. Esto lo entienden perfectamente los campesinos argelia-
nos. Por eso Argelia ha tenido un lugar destacado en la organización de los cocaleros
colombianos. Después de la organización del encuentro cocalero del 9 de julio de 2016
en El Plateado, se discutió la idea de crear una organización nacional de campesinos de
cultivos de uso ilícito, ímpetu que llevó a la creación de la Coordinadora Nacional de
Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) en enero de 2017, en Popayán.
Por parte de los cocaleros argelianos había una cierta ansiedad hacia el final del pro-
ceso de paz. Era frecuente escuchar a campesinos decir que las FARC-EP iban a “entre-
gar la coca”, o “abandonar a los campesinos”. La visita de representantes del Gobierno
9 Publicado en el mismo informe de Semana.
10 Trabajo grupal con miembros de Ascamta (01/04/2016).
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Las drogas ilegales y el Acuerdo de paz más allá de los (obvios) incumplimientos
no hacía sino acrecentar esa ansiedad —en una reunión abierta con la comunidad en la
ciudad de Argelia, el 11 de mayo de 2016, por ejemplo, el entonces Alto Consejero para
el Posconflicto, Rafael Pardo, en una intervención que muchos campesinos interpretaron
como una amenaza apenas velada, insistió en que mientras existieran cultivos de uso
ilícito habría violencia en el municipio—.11 La interpretación de los campesinos de este
discurso no era casual, ya que entre 2015 y 2016 la violencia que habían enfrentado en
relación con los cultivos ilícitos venía fundamentalmente de las tentativas de erradica-
ción forzada y otros operativos antinarcóticos impulsados por cuerpos del Estado. Estas
tentativas terminaron con muertos y heridos. Incluso, en algunas reuniones entre la
comunidad y las FARC-EP, los campesinos planteaban a los insurgentes la preocupación
que tenían porque la coca ‘la iban a entregar’ sin dejarles alternativas, o que la desmo-
vilización de las FARC-EP podría llevar a formas de violencia en las comunidades ante
el vacío dejado por estas —incluida la amenaza de bandas paramilitares y criminales—.
Nuevamente, estos temores no eran del todo infundados: desde la desmovilización de
las FARC-EP y el término de lo que pudiéramos llamar la pax fariana, que duró entre
2011 y 2016, no ha habido prácticamente ni un solo día de paz en el territorio.
Después de nuevos y frustrados intentos de erradicación forzada a comienzos de
2018, el sindicato Ascamta, el comité cocalero y otras organizaciones de base en Argelia,
negociaron con el Gobierno un acuerdo colectivo por la sustitución de cultivos de uso
ilícito. Esta negociación contó con la mediación de dos delegados de las FARC-EP, cuya
presencia fue bastante irónica: mientras el Gobierno por años había estigmatizado a las
comunidades rurales por sus (supuestos o reales) vínculos con las FARC-EP, ahora el
Gobierno llamaba a los campesinos a escuchar a las FARC-EP y a obedecer a los térmi-
nos de su acuerdo de paz. Este acuerdo colectivo se alcanzó el día 17 de marzo de 2018
(Presidencia de la República, 2018), pero ni el entonces director de la Agencia para la
Sustitución de Cultivos Ilícitos, Eduardo Díaz Uribe, ni el gobernador del Cauca, Óscar
Campo Hurtado, firmaron el acuerdo, aludiendo falta de seriedad de la comunidad
en su compromiso de erradicar.12 Esto, debido a que los representantes comunitarios
insistieron en que no se erradicaría ni una sola mata de coca antes de que el Gobierno
diera el primero de los doce pagos para la asistencia económica a las familias en proce-
so de sustitución. Como en muchas otras regiones, estos pagos nunca llegaron —ni la
asistencia técnica prometida, ni el crédito, ni el apoyo a los proyectos productivos—. Así
que, de momento, la coca es la única alternativa viable para los campesinos argelianos;
en medio de conflictos entre nuevas facciones armadas, operativos antinarcóticos del
Ejército, un aumento de la violencia homicida, la delincuencia y masacres, la pax fariana
es recordada con nostalgia por los campesinos.
11 Presencié esa intervención personalmente.
12 Entrevista con dos negociadores campesinos del acuerdo (13/04/2018).
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¿Y SI HUBIERAN CUMPLIDO? POR QUÉ NO ES TAN SIMPLE LA ECUACIÓN
SUSTITUCIÓN + DESARROLLO RURAL = PAZ ESTABLE Y DURADERA
Acá hubo incumplimientos, sin lugar a dudas, sea por falta de voluntad política, por
falta de presupuesto y por desfinanciación de la implementación del Acuerdo (particu-
larmente grave en el gobierno de Duque, pero también en el anterior), por incapacidad
y desarticulación institucional, por presiones internacionales de la administración de
Trump en Estados Unidos, y un largo etcétera. Ha habido injustificables retrasos en
aprobar el tratamiento penal diferenciado para los eslabones más vulnerables de la ca-
dena productiva de las drogas ilícitas; un número alarmante de asesinatos y amenazas
sobre los líderes comunitarios en el proceso de sustitución de cultivos ilícitos; retrasos o
no pagos de apoyos a los campesinos en proceso de sustitución, y tentativas de reanudar
la fumigación con glifosato (Gutiérrez-Sanín & Marín, 2018).
Pero la discusión sobre la implementación ha oscurecido un debate mucho más crucial
sobre la arquitectura de fondo del Acuerdo de paz. Debido a algunas limitaciones de este
(la persistencia de una lógica punitiva, la falta de una perspectiva redistributiva sobre
un tema tan crucial como la tierra, el problema del acceso de campesinos a mercados y
la supeditación de la discusión sobre cultivos de uso ilícito a presiones internacionales),
aun habiéndose cumplido el Acuerdo, este no habría sido suficiente para la construcción
de la prometida paz estable y duradera.
La persistencia de la lógica punitiva de la guerra contra las drogas
Efectivamente, el tema de los cultivos de uso ilícito está ligado con el problema
agrario (en particular a la tierra), y el tema de la tierra está ligado con el conflicto so-
cial y armado, como lo ha explorado una nutrida literatura sobre el tema. Pero acá no
hay una causalidad directa entre estos temas, sus relaciones son no lineales y bastante
más complejas. De hecho, la presencia de cultivos ilícitos no tiene resultados violentos
unívocos, y como ha señalado Goodhand (2008) para el caso de Afganistán, en ciertas
condiciones puede incluso fortalecer la construcción de paz. En ausencia de una política
redistributiva de tierras, ante la pobreza endémica de tierra de los campesinos caucanos
en general y argelianos en particular, los cultivos de uso ilícito representan una alter-
nativa viable para la reproducción de la economía familiar y para impulsar procesos
comunitarios de desarrollo local en ausencia de una política decidida de inversión social
en estos territorios por parte del Estado colombiano.
La relación entre cultivos de uso ilícito, problema agrario y conflicto está mediada
por la decisión política, de las élites nacionales e internacionales, de mantener la guerra
contra las drogas, la cual fue empaquetada, en el contexto del Acuerdo de paz, tras la
fórmula de la droga como “motor del conflicto”, aun cuando hemos visto que era mucho,
muchísimo más que eso para las comunidades. Era también su garantía de vida pobre,
pero medianamente digna en medio de la falta de tierras, era lo que les daba el exce-
dente para construir puentes, carreteras, escuelas y todas aquellas cosas que mantenían
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Las drogas ilegales y el Acuerdo de paz más allá de los (obvios) incumplimientos
a la comunidad andando. La conflictividad asociada con la coca no es una condición
intrínseca de esa mata que, en realidad, no mata a nadie. Al mantener, mediante esta
fórmula, la guerra contra las drogas, y supeditar (“narcotizar”) la construcción de paz a
los resultados de esta debido a la creciente presión internacional para frenar la expansión
de cultivos de coca (Gutiérrez & Marín, 2018), el componente desarrollista del Acuerdo
pasó a un segundo plano (Acero et al., 2019). Así, terminó imponiéndose la lógica puni-
tiva desnuda, que, según he insistido, no es resultado sencillamente de incumplimientos,
sino que era una parte esencial de lo acordado entre las partes.
El resultado de esta lógica punitiva ha sido el escalamiento, durante el gobierno de
Duque, de la guerra contra las drogas, lo cual ha tenido resultados directamente nega-
tivos para la perspectiva de la construcción de paz, al reactivar el conflicto armado en
los territorios cocaleros (Gutiérrez, 2020). Desmontar la lógica punitiva que alimenta
la fórmula equívoca de las drogas como “motor del conflicto” es una condición sine qua
non para poder avanzar hacia una construcción de paz que no criminalice a importantes
sectores del campesinado, convirtiéndolos, literalmente, en objetivo militar.
¡Es la tierra, estúpido!
El problema de la tierra es un aspecto ineludible en la discusión sobre el conflicto
colombiano y la construcción de paz. Pero también lo es para la discusión sobre los cul-
tivos de uso ilícito. Hay una amplia discusión sobre el vínculo entre pobreza de tierra y
la necesidad del campesinado de depender de estos cultivos que tienen un retorno más
alto. Esto no es una particularidad colombiana, y estudios en otras latitudes —incluido
Afganistán, Birmania y Perú— destacan este vínculo que sigue sin recibir la atención
adecuada (Glimmermann et al., 2017; Gootenberg & Dávalos, 2018; Mansfield, 2018).
Los patrones de fragmentación de la propiedad en Argelia, Cauca, tienen como
contracara los bien conocidos patrones de acumulación de tierra extremos que hay en
Colombia, que hacen que tenga un coeficiente de Gini extraordinariamente alto, de un
0,897 en 2014. Según cifras disponibles, si excluimos tierras comunitarias en manos de
grupos indígenas y afros, encontramos que el 1 % de las grandes unidades de produc-
ción agropecuarias (UPA) controlan un 73,78 % de la tierra cultivable. Pero haciendo
una inspección más detallada de esta cifra, vemos que 2.362 UPA (0,1 % del total), con
un promedio de 17.195 hectáreas cada una, controlan ni más ni menos que 40.600.000
hectáreas, es decir, el 58,72 % de la tierra cultivable. Por otra parte, el 81 % de las UPA,
que tienen menos de 10 hectáreas (cuyo promedio es de 2 hectáreas apenas), controlan
3.400.000 hectáreas, es decir, un magro 4,92 % de la tierra cultivable (Oxfam, 2017). Es
en este último grupo donde podemos ubicar al campesinado argeliano, de hecho, muy
por debajo del promedio nacional.
Pero estos patrones de acumulación y despojo de tierra, aunque se sustentan en un
modelo de desarrollo que ha ido en detrimento del campesino (Thomson, 2011), así
como en un diseño jurídico altamente excluyente (Peña & Zuleta, 2018), tampoco son
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independientes de la trayectoria del conflicto armado. Ha habido un largo proceso de
despojo y acumulación (frecuentemente violento) que va hasta la Conquista española, pero
que se aceleró con la apertura de la economía colombiana a los mercados internacionales,
debido a la demanda de productos tropicales (Fajardo, 2015; Giroldhes, 1970; LeGrand,
1988; Molano, 1994; Palacios, 2011). Esto lo reconoció preliminarmente la agenda de
negociación de paz entre el Gobierno nacional y las FARC-EP, que tuvo la tierra como el
primer punto bajo el título tan ambicioso, como exagerado e inexacto, de Reforma Rural
Integral (Fajardo & Salgado, 2017). Según las cifras del propio Ministerio de Agricultura,
por lo menos unos 8.300.000 hectáreas han sido despojadas o abandonadas en el contexto
del conflicto armado (CNMH, 2013); según datos obtenidos de casos judiciales, el 75 % de
los campesinos desposeídos en el marco del conflicto tenían menos de 20 hectáreas, y de
esos, el 21 % tenían, de hecho, menos de 1 hectárea. El 86 % de esa desposesión habría
sido fruto de grupos paramilitares (Ávila, 2016; sobre el fenómeno paramillitar, ver tam-
bién Grajales, 2011; Gutiérrez-Sanín & Vargas, 2016; Gutiérrez-Sanín, 2019; Reyes, 2009).
Esta situación es abordada de manera insuficiente en el Acuerdo de paz, que se cen-
tra en apoyos a la producción agrícola (incluidos los proyectos productivos de cultivos
alternativos a los de uso ilícito), formalización y rehabilitación de derechos de propiedad,
algunas medidas bastante humildes para acceso a tierra y desarrollo de infraestructura
(Grajales, 2021). El Acuerdo, como se ha señalado, buscaba una política de acceso a la
tierra sin redistribución (Gutiérrez-Sanín & Marín, 2018). Todas estas medidas iban más
en la vena de la Ley 1448 de 2011 de restitución de tierras y, por supuesto, en la vena
modernizante de las políticas agrarias de la década de 1930 y después de la década de
1960; en ellas, la idea de una redistribución radical de la tierra está ausente. Después de
todo, el modelo económico, del cual la acumulación de tierras es un pilar fundamental,
era una de las líneas rojas del Gobierno de Santos. Eso no podía discutirse en el Acuerdo
de paz. De hecho, algunos aspectos no menores del Acuerdo de paz refuerzan un modelo
económico que ha sido estructuralmente perjudicial para el campesinado; por ejemplo,
mediante la “promoción y fomento, […] de encadenamientos de la pequeña producción
rural con otros modelos de producción, que podrán ser verticales u horizontales y en
diferente escala” (Cancillería, 2016, p. 12), con el fin de garantizar “una producción a
escala y competitiva e insertada en cadenas de valor agregado []” (p. 33). Es decir, en-
cadenamientos mediante el trabajo asociado con la agroindustria, que profundizarían, en
lugar de corregir, algunos de los problemas estructurales del agro en Colombia —entre
ellos, la tendencia a la acumulación de tierra (Grajales, 2020)—.
El boom cocalero en Argelia coincidió con la expansión del paramilitarismo en otras
zonas del país en la década de 1990; hubo un importante influjo de personas, muchas
de ellas escapaban de esas formas de violencia en otras regiones (sobre todo, en el su-
roccidente) y encontraron un santuario en el municipio, así como una tierra en la cual
había posibilidades de reproducirse. En las condiciones actuales de fragmentación de la
propiedad, es muy difícil, por no decir imposible, el despegue de proyectos productivos
para cultivos alternativos a los de uso ilícito. Aparte de la coca, ¿qué otro cultivo puede
rendir en fincas de 0,32 hectáreas?, ¿el maní estrella?, ¿el sacha inchi?, ¿la pimienta?,
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Las drogas ilegales y el Acuerdo de paz más allá de los (obvios) incumplimientos
¿la granadilla? Más allá de los incumplimientos en el punto agrario (García, 2018), aun
cuando el Gobierno hubiese cumplido, no había tierra para efectivamente implementar
esta política de apoyo técnico a la economía campesina y de sustitución de cultivos de
uso ilícito. Sin una reforma que toque esta distribución profundamente desigual de la
tierra en Colombia es muy improbable poder solucionar el problema de la sustitución
de cultivos de uso ilícito. Y mientras se mantenga la política punitiva y militarista an-
teriormente enunciada, la presencia de cultivos de uso ilícito se traducirá en conflicto.
El elusivo acceso a los mercados
El tema del acceso a los mercados es otro tema clave en que el Acuerdo de paz que-
dó corto. No basta con tener suficiente tierra para producir cultivos alternativos a los
de uso ilícito. Aparte de esto, se necesita tener un mercado que permita dar salida a la
producción. En el Acuerdo encontramos medidas tendientes a acortar la intermediación,
estimular la creación de centros de acopio, mejorar la logística, promover mercados
campesinos, tecnologías de la información en el agro y compras públicas. Acá se repite,
además, el mismo punto sobre los encadenamientos productivos mediante el trabajo
asociado: “promoción de encadenamientos de la pequeña producción rural con otros
modelos de producción, que podrán ser verticales u horizontales y en diferente escala”
(Cancillería, 2016, p. 31).
Todos estos centros de acopio y mejoras técnicas resultaban insuficientes ante la com-
petencia de productos extranjeros altamente subsidiados que están copando el mercado
gracias a acuerdos de libre comercio, y ante las trabas no arancelarias que está enfren-
tando la producción campesina; por ejemplo, la proliferación de normas fitosanitarias
que el pequeño productor no puede cumplir (Acero & Thomson, 2021). En la práctica,
la promesa del Acuerdo de crear un “plan nacional para la promoción de la comerciali-
zación de la producción de la economía campesina, familiar y comunitaria” (Cancillería,
2016, p. 30) no se ha visto en los territorios en que algunos campesinos comenzaron a
sustituir. Durante una visita a Maravelez, Putumayo (en octubre de 2019), los campesi-
nos que se habían comprometido con cambiar la coca por cultivos alternativos, como la
pimienta en este caso, se quejaban de que no había mercado para estos cultivos y que
se había perdido la cosecha, porque, sencillamente, no había compradores. La coca,
en cambio, no es solo un cultivo de alto rendimiento y altos retornos, condición que le
da una ventaja única desde la perspectiva de campesinos con acceso escaso a la tierra,
además es un cultivo que tiene un mercado ilegal, pero estable y garantizado.
La experiencia de Argelia demuestra de manera muy clara el vínculo existente entre
la caída del pacto cafetero con el surgimiento de la coca, y evidencia algunas de las de-
bilidades estructurales de la inserción de Colombia en los mercados internacionales. Si
esta inserción era vulnerable en 1989, lo es mucho más ahora, después de dos décadas
de una política aperturista que ha provocado en el agro sendas protestas y movilizacio-
nes contra los tratados de libre comercio —particularmente el tratado de libre comercio
con Estados Unidos, pero también tenemos el tratado de libre comercio con la Unión
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Europea, que ha sido objeto de críticas (Cruz, 2017)—. Estas movilizaciones, que deri-
varon en el paro agrario en el 2013, se dieron en medio de las negociaciones del punto
agrario entre las FARC-EP y el Gobierno nacional. Sin embargo, estos tratados de libre
comercio eran parte de un modelo económico en el cual el Gobierno nacional había
trazado una línea roja. Era imposible negociar eso, pese a que millones de campesinos
y simpatizantes en todo el país así lo demandaban. De esta manera, para muchos cam-
pesinos, los cultivos de uso ilícito seguirán representando una alternativa cuando los
otros mercados se sigan estrechando.
La economía de las drogas en perspectiva global
La solución al problema de los cultivos de uso ilícito no es algo que dependa exclu-
sivamente de Colombia. Esto es un problema de carácter global, que tiene que ver con
políticas adoptadas desde la comunidad internacional, con un evidente peso de la política
de Estados Unidos, que ha enmarcado la cuestión de las drogas en una guerra declarada
ya de prácticamente medio siglo: aunque fuera Reagan quien formalmente declarase
la guerra contra las drogas en la década de 1980, la escalada de las intervenciones con-
tra los narcóticos y su definición como un problema de ‘seguridad nacional’ ya había
comenzado con Nixon en los años setenta. El proceso de paz proveía una oportunidad
para dar una discusión más amplia sobre la sabiduría de seguir con una política que
ha tenido escaso éxito desde sus propósitos declarados, pese a sus costos humanos y
económicos astronómicos. En términos de desplazamientos, enfermedades, violencia y
muertes, las políticas antinarcóticos en Colombia literalmente han institucionalizado la
calamidad en la vida de los campesinos y destrozado en el proceso la vida de millones
de personas (Gutiérrez-Sanín, 2021). En términos económicos, se calcula que, hasta hace
una década, la guerra contra las drogas había costado por encima del billón de dólares,
es decir, USD 1.000.000.000.000 (Rosen, 2013).13
El proceso de paz reconoció explícitamente esta dimensión internacional del problema
de las drogas ilícitas en Colombia, y admitía que era imprescindible un esfuerzo global
tendiente al cambio de enfoque frente a ellas. Incluso, el Acuerdo llegaba a insinuar la
problemática injerencia de Estados Unidos en dichas políticas, al afirmar que las polí-
ticas sobre drogas ilícitas:
[] deben regirse por el ejercicio de los principios de igualdad soberana y no intervención
en los asuntos internos de otros Estados y deben asegurar la acción coordinada en el marco
de la cooperación internacional, en la medida en que la solución al problema de las drogas
ilícitas es responsabilidad colectiva de todos los Estados. (Cancillería, 2016, p. 99)
13 En esta referencia se utiliza la numeración simplificada común en lengua inglesa que a un billón (en castellano,
un millón de millones) le atribuye el término trillion.
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Esta no fue una postura aislada en el Acuerdo de paz. Las propias intervenciones del
presidente Juan Manuel Santos en diversos foros internacionales expresaban un cierto
giro en este sentido. Por ejemplo, en sus intervenciones ante la Organización de las Na-
ciones Unidas (ONU) en el periodo 2012-2017, Santos reconoció abiertamente el fracaso
de la política de guerra contra las drogas en términos lapidarios y llamó abiertamente
a la comunidad internacional a asumir una nueva política. En estos discursos, sobre to-
do hacia el final de su mandato, se ven plasmados algunos aspectos clave de la política
sobre drogas ilícitas contenido en el Acuerdo de paz con las FARC-EP, en particular el
tratamiento diferencial a los diferentes eslabones en la cadena productiva y el énfasis
en la dimensión global de este fenómeno. Sin embargo, en las últimas intervenciones va
más allá del Acuerdo, al insinuar la regulación de la producción de drogas por parte
de los Estados:
He dicho muchas veces que la guerra contra las drogas no se ha ganado ni se está ganando;
que requerimos de nuevos enfoques y nuevas estrategias […] como el de no criminalizar a los
adictos, y entender el consumo de drogas como un asunto de salud pública y no de política
criminal. La Guerra contra las Drogas ha cobrado demasiadas vidas —en Colombia hemos
pagado un precio muy alto, tal vez el más alto de cualquier nación—, y lo que se está viendo
es que el remedio ha sido muchas veces peor que la enfermedad. […]. Es hora de aceptar
—con realismo— que mientras haya consumo habrá oferta, y que el consumo no se va a
acabar []. Es hora de hablar de regulación responsable por parte de los Estados; de buscar
caminos para quitarles oxígeno a las mafias, y de afrontar el consumo con más recursos para
la prevención, la atención y la reducción de daños a la salud y al tejido social. (Santos, 2017)
Efectivamente, una alternativa al problema de los cultivos de uso ilícito y las drogas
ilícitas es, sencillamente, regularizar esos usos, legalizando así los mercados ilegales.
Esta discusión se insinuó, pero finalmente no se avanzó al esperado cambio de política
internacional. En ausencia de esa discusión global y de un cambio de políticas por parte
de la comunidad internacional, y en particular por parte de Estados Unidos, país que
como dice Marco Palacios (2012) ha proveído la agenda y los recursos para la guerra
contra las drogas en Colombia, la inercia llevó por consolidar, una vez más, una aproxi-
mación represiva que se acentuó —pero no comenzó— con el gobierno de Iván Duque.
La discusión sobre las fumigaciones con glifosato y la militarización de las zonas coca-
leras propuestas por la administración de Duque exacerba una tendencia represiva que
ya se vivía desde fines del gobierno de Santos, quien en 2017 intensificó la erradicación
forzada manual, en parte como respuesta a presiones internas y externas (Gutiérrez-
Sanín et al., 2019).
Los intentos de erradicación forzada, con víctimas fatales, comenzaron en Argelia
entre 2015 y 2016. En estas condiciones, era muy difícil construir la confianza necesaria
para poder avanzar en la construcción de la paz estable y duradera; aún más cuando
los propios campesinos son conscientes de que negocian con un Gobierno nacional que
carece de autonomía y de lo que el Acuerdo llama “igualdad soberana” para decidir
sobre esta política.
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CONCLUSIONES
Aun cuando los incumplimientos en la implementación del Acuerdo de paz entre las
FARC-EP y el Gobierno nacional de Colombia de 2016 sean un obstáculo formidable
para la construcción de esa elusiva paz estable y duradera, no son el único problema.
Es decir, si bien los incumplimientos son evidentes, sistemáticos, masivos y extendidos,
aunque el Gobierno hubiera cumplido, es muy poco probable que la política de drogas
ilícitas del Acuerdo hubiera, efectivamente, contribuido a la construcción de la paz esta-
ble y duradera. Esto, porque no existe una relación unívoca entre cultivos de uso ilícito
y conflicto, sino que ella se encuentra mediada por el conflicto agrario (en particular,
la concentración de tierras) y la decisión de dar tratamiento de guerra a las drogas, dos
cosas que el Acuerdo no abordó, o lo hizo insuficientemente. La insistencia en denunciar
el incumplimiento por parte del Gobierno de lo estipulado en el Acuerdo de paz entre
las FARC-EP y el Gobierno nacional (tanto del espíritu como de lo formal), aunque justa
y necesaria, se arriesga a ocultar y velar las limitaciones estructurales y políticas con-
tenidas en el Acuerdo, lo que crea la ilusión de que el cumplimiento de este entregaría
una solución a problemas que son mucho más complejos y estructurales.
Algunos de los problemas estructurales que enfrentaba el punto de la sustitución de
los cultivos de uso ilícito se relacionaban con el problema de la pobreza de la tierra (y el
despojo), así como los problemas evidentes de acceso a mercado que son exacerbados por
las políticas de libre comercio y algunos otros problemas, como barreras no arancelarias,
dirigidas específicamente contra los pequeños productores. Pero había problemas que
también tenían que ver con el enfoque político adoptado: en particular, si esto era un
problema de desarrollo o uno de políticas represivas. Obviamente, ello tiene que ver con
una discusión global sobre la pertinencia y sabiduría de seguir con una nebulosa guerra
contra las drogas que ha traído un altísimo costo humano y económico.
Aunque el Acuerdo de paz delineó la posibilidad de una política alternativa para
enfrentar el problema de las drogas ilícitas, los elementos represivos contenidos en
ella alimentaron la inercia criminalizante para enfrentar este fenómeno. Las políticas
antinarcóticos del Estado continúan acrecentando la variable represiva, augurando un
escalamiento del conflicto (Gutiérrez 2020; Gutiérrez-Sanín, 2020b), con sus consecuentes
calamidades humanas y el desangre de fondos públicos que bien podrían utilizarse en
promover el desarrollo de las comunidades. Es decir, el Alto Consejero para el Poscon-
flicto no estaba equivocado cuando decía que mientras hubiera coca en Argelia habría
conflicto; lo que no aclaró, pero era evidente para todos los asistentes, es que esto es
así como resultado de decisiones políticas asumidas de manera consciente por las élites
nacionales e internacionales, no como una fatalidad histórica.
En este contexto, es fundamental retomar la discusión sobre el problema de los cul-
tivos de uso ilícito en clave transformadora, que vaya más allá del cumplimiento o no
de lo contenido en los acuerdos. Esto no significa excusar al Gobierno de no cumplir, o
plantear que el no cumplimiento es un tema irrelevante. Lo que significa en realidad es
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plantear la necesidad de cuestionar aspectos de la línea roja trazada por el Gobierno en
su negociación con la insurgencia. Es solamente cuestionando algunas de esas líneas rojas
en torno al modelo económico, así como abriendo un debate amplio en torno a la necesi-
dad de abandonar, definitivamente, la inercia represiva que hasta ahora ha reemplazado
a una política real de drogas, que podremos comenzar a sentar bases para una solución
viable al problema de los cultivos de uso ilícito. Y significa también cuestionar la idea de
una relación unívoca entre el conflicto y los cultivos de uso ilícito, así como la premisa de
que los segundos son necesariamente el “combustible” del primero. Develar las maneras
históricas en que esta relación ha sido construida nos puede servir para entender mejor
las maneras para contribuir a la construcción de esta esquiva paz estable y duradera.
AGRADECIMIENTOS
Agradezco, antes que nada, al profesor Guillermo Mosquera, por su contextualización,
participación activa en la investigación y respaldo personal; sin él, esta investigación sen-
cillamente no hubiera sido posible. Desde luego, mis conclusiones no lo comprometen en
absoluto. Agradezco a los campesinos y campesinas argelianas por su paciencia conmigo
y colaboración con este esfuerzo —particularmente, al comité cocalero y Ascamta—
durante el periodo de 2015 a 2018. Agradezco, por último, a Ana María López, por las
conversaciones heterodoxas sobre este tema, de las que he aprendido mucho.
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For decades, Colombian governments have imposed a narrative linking illegal crops with statelessness and presenting ‘more state’ and specifically ‘more law enforcement’ as the solution to a swathe of problems in drug-producing regions. We draw on coca growers’ own accounts of law enforcement to critique this narrative. Their accounts – specifically from Putumayo in Colombia’s Amazonian frontier – refer to persecution for many of the things they do in their everyday lives, not just those directly related to the coca economy. Their livelihoods are constantly under threat from state forces as a result of counternarcotics operations but also due to the imposition of (phyto)sanitary and environmental norms. This generates resentment towards the state, undermining its efforts to establish authority in these territories. Thus, building on coca farmers’ accounts, we argue that state weakness in drug-producing areas is a problem of quality and not only quantity. Improving quality means transforming the way lawmakers and enforcers relate to rural citizens. If the Colombian state continues to wage war against the peasantry, it will hardly achieve effective governance of the coca frontier. Supplemental data for this article is available online at https://doi.org/10.1080/01436597.2021.1971517 .
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Este artículo intenta explicar la forma en que el estado colombiano procesa las demandas y movilizaciones cocaleras: sentarse a negociar para después incumplir (“el ciclo de incumplimiento”). Muestro que, a pesar de lo aparentemente contraproducente que es, el ciclo es una forma persistente, quizás la principal, de respuesta de nuestro estado frente a las movilizaciones. Argumento que al menos parte del ciclo del incumplimiento se debe a la naturaleza de las coaliciones que soportan la guerra contra las drogas en Colombia. Por una parte, esas coaliciones son típicamente “largas”, yendo desde lo global hasta lo puramente local, por lo que pueden cargarles costos prohibitivos a los campesinos cultivadores sin que los diseñadores de las políticas se vean afectados. Por la otra, esas coaliciones no siempre se han articulado fácilmente a la otra gran guerra global que se ha llevado a cabo en el país, la guerra contra la subversión. Ambas circunstancias generan permanentes bloqueos, inestabilidades y problemas de acción colectiva.
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Como parte de la solución al problema de las drogas, el Acuerdo de Paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc contempló la creación de una política para la sustitución de cultivos de uso ilícito en su punto 4. En este artículo hacemos un rastreo detallado del proceso de toma de decisiones y los debates políticos que condujeron al diseño de esta política. Argumentamos que el contenido del punto 4 del acuerdo fue contradictorio porque pretendió hacer compatibles dos estrategias distintas para afrontar el problema: construcción de Estado y transformación de territorios cocaleros, y “guerra contra las drogas”. Más tarde, con el incremento de las presiones políticas internas y externas por el aumento de cultivos ilícitos, el gobierno y las Farc redefinieron la política. Con el afán de mostrar resultados en la reducción del área sembrada con coca, optaron por dejar de lado la apuesta de largo aliento de la transformación territorial y privilegiar la inmediatez en la disminución de cultivos ilícitos. Así, la política se tornó insostenible.
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El acuerdo de paz colombiano da un papel explícito y una gran centralidad a una compleja política pública de sustitución (con el nombre de Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de uso Ilícito, PNIS). Sostendremos que el Estado ha incumplido desde el principio, sistemática y masivamente, la implementación del programa. Con el arribo al poder del presidente Duque, en algunos sentidos cruciales se ha procedido a su desmonte. Argumentamos que los problemas del PNIS están relacionados con por el complejo juego de coaliciones políticas asociado al intento de replantear la política antidrogas como instrumento de paz y no de guerra. Nuestro análisis enfatiza el proceso político, la naturaleza de las coaliciones, la contingencia y las secuencias temporales en la implementación del Acuerdo de Paz.
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In many post-war countries, the relative security brought to rural areas is construed by government officials and business actors as an opportunity for development. This is particularly true for marginal areas, where opportunities for economic development had previously been hindered by the threat of violence. This provides a favourable context for the construction of commodity frontiers. Through the case of Colombia, I show that one of the main challenges faced by frontier policy narratives amounts to differentiating wartime dispossession from peacetime legitimate accumulation. This poses intractable challenges to policymakers and business actors, as it fuels the contradictions between peace consolidation and post-war development.
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Recent scholarly interest in the implementation of land policies in post-conflict settings has been focused on ‘best practices'. Yet defining land tensions as a risk for stability conceals the contribution of peace-making to the transformations of capitalism. This contribution links the analysis of post-conflict conjunctures to the renewal of developmentalist policies. I argue that peace-making policies contribute to differentiate the economy from the political sphere, and to define land as an economic problem, not a political matter. This produces what I call post-war agrarian capitalism. This proposition is put into application through a comparative analysis of Colombia and Côte d’Ivoire.
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This article discusses the institutionalisation of calamity – in the form of fumigation and exposure to lethal violence – and its consequences over coca peasants and workers in Colombia. I show how institutionalised calamity indelibly marks their life trajectories, through repeated episodes of ‘total loss’. At the same time, it is a major illustration of a process of co-constitution of class, citizenship and state. In effect, institutionalised calamity endows illicit rural classes and economies with specific characteristics that diverge from the typical identikit attributed to peasants in some agrarian studies. These peasants and workers are much more mobile and risk prone, and less localistic and deferential, than it is frequently assumed, and have different demands with respect to markets, government and land. All this leaves a deep and lasting imprint on the claims for rights and recognition pacts demanded by them, triggering a double and apparently contradictory dynamic of rejection and inducement vis-à-vis the state. They resist state sallies into their territories, and the violence, brutality and stigmatisation associated with them. But, on the other hand, they push for infrastructure and regulation, indispensable not only for coca crops but also for any viable transit to legality. This dynamic has important spatial expressions.
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According to the ‘rebels-turned-narcos’ premise, increasing involvement in the illicit drug industry causes insurgent groups to lose sight of their political aims, as they shift their focus to profit-making. The (former) Colombian rebel group, the FARC-EP, became a paragon for this idea. Drawing on primary research, we argue that the FARC-EP’s involvement in the illicit drug economy was itself political. Their involvement included governance activities, which are by their very nature political. Furthermore, these activities formed part of the FARC-EP’s political project, aimed at ensuring the reproduction of the peasant smallholder economy. Our argument challenges the rebels-turned-narcos premise more broadly by showing why involvement in the illicit drug economy, on its own, is insufficient evidence to posit the depoliticization of an insurgent group.
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The August 2019 announcement by some top former commanders of the Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo guerrillas in Colombia that they were resuming armed struggle was a major shock after the peace agreement between the rebels and the Colombian government in 2016. It was the clearest symptom of the current crisis of the peace process. It was not, however, an unforeseeable development. The government had brazenly attacked the content and the spirit of the peace agreement, and the systematic murders of ex-combatants and social leaders remained unpunished. As a result, increasing numbers of ex-combatants had decided to resume armed struggle. To regard these groups as mere criminals underestimates the political content of their statements and overlooks the reasons for this growing phenomenon. An exploration of the causes of the growing FARC-EP dissidences sets the stage for a discussion of the likely scenarios for conflict and peace building in the middle term.