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Comunicación
número 46
Enero-junio
2022
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El problema de lo documental:
de la pretensión de objetividad
a una aspiración estética
y poética de la realidad1
The problem of the documentary: from
the claim of objectivity to an aesthetic
and poetic aspiration of reality
DOI: https://doi.org/10.18566/comunica.n46.a08
Recibido: 30 de agosto de 2021
Aceptado: 3 de noviembre de 2021
Resumen
A mediados del siglo , el problema de la representación de la realidad
se reconfigura a partir de los aportes del denominado giro lingüístico,
cuyo mayor fundamento consistió en reivindicar la realidad como una
construcción discursiva; en otras palabras, el lenguaje ya no se considera
un simple instrumento para nombrar la realidad, sino que, por el contrario,
se asume como la única manera de crearla. Por ello, no resulta casual que,
a la par de este fenómeno, en otras áreas de la creación se presentaran
fracturas, como lo que algunos teóricos han denominado el fin del arte, y,
en el caso específico del cine, el surgimiento de la idea de no ficción como
una forma de resignificar la noción de documental o de un cine de lo real.
En consecuencia, el propósito de este artículo es demostrar cómo la idea de
lo documental permite emancipar el cine de lo real de su premisa clásica de
pretender retratar fielmente la realidad para asumirla como un acto poético
y estético; es decir, un acto discursivo.
Abstract
By the mid 20th century, the linguistic turn contributed to reshape the
problem of representation of reality, its main foundation was to claim reality
as a discursive construction, in other words, language it is not anymore just
a simple instrument to name reality otherwise it is assumed as the only way
to create it. Therefore, it is not casual that parallel with this phenomenon
1 Este texto presenta una
reflexión realizada en el marco
del proyecto de investigación
titulado El concepto de la
realidad en el cine documental,
financiado por el Centro
de Investigación para el
Desarrollo y la Innovación
(CIDI) de la Universidad
Pontificia Bolivariana y adscrito
al Grupo de Investigación
en Comunicación Urbana
(GICU). Asimismo, incluye
ideas tomadas de la tesis El
Desprendimiento de la realidad:
Adriana
Mora Arango
Doctora en Humanidades.
Profesora titular de la
Facultad de Comunicación
Social - Periodismo,
Universidad Pontificia
Bolivariana. Miembro del
Grupo de Investigación en
Comunicación Urbana (GICU),
categoría A de Colciencias.
https://orcid.org/0000-0002-
0774-9677
adriana.moraa@upb.edu.co
Harold
Salinas Arboleda
Magíster en Estudios
Humanísticos. Profesor
titular de la Facultad de
Comunicación Social -
Periodismo, Universidad
Pontificia Bolivariana.
Miembro del Grupo
de Investigación en
Comunicación Urbana (GICU),
categoría A de Colciencias.
https://orcid.org/0000-0003-
4433-4240
harol.salinas@upb.edu.co
| pp.128-142
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el cambio de paradigma en las
imágenes de lo documental
presentada por la profesora
Adriana Mora Arango (2021)
para optar al título de Doctora
en Humanidades de la
Universidad EAFIT.
there were other ruptures in different areas of creation, like some theorists
have called the end of Art and specifically with cinema it was the emergence
of the idea of nonfiction as a way of re-signifying the notion of documentary
or a cinema of reality. Therefore, the purpose of this paper is to demonstrate
how the idea of documentary allows the cinema to emancipate itself from
its classic premise, pretending the faithful portrayal of reality presuming as
a poetic and aesthetic act, which means as a discursive act.
Introducción
La pregunta por la realidad y los límites de su representación ha sido un
común denominador presente no solo a lo largo de diferentes períodos
históricos, sino en diversos campos del saber. Este cuestionamiento sigue
vigente hoy, cuando los límites entre las manifestaciones estéticas y
artísticas son cada vez más difusos. En este sentido, este texto revisa la
relación entre lo que se entiende por realidad y la idea común de que en el
ámbito cinematográfico el documental es el aparato estético responsable
de registrarla fiel y objetivamente, para, de nuestra parte, sostener que tal
pretensión se ha erosionado a tal punto que hoy la pregunta muda de lugar.
Para entender cuál puede ser ese lugar planteamos que en los inicios
del siglo se conjugan dos elementos que ponen en crisis la idea de
representación y, por tanto, la idea de realidad: por un lado, los cambios
de perspectiva en los estudios del lenguaje que la asumen como una
construcción discursiva y, por el otro, las vanguardias artísticas, cuyas obras
revelan una especie de hastío y desilusión frente a la imposibilidad de la
representación en sí misma, y que conciben la producción artística más
bien como una construcción simbólica cuya pretensión ya no se halla en el
reflejo fiel del mundo, sino en una lectura simbólica del mismo.
Así pues, el texto revisa momentos específicos del siglo para demostrar
que los elementos mencionados no solo se consolidan a lo largo del siglo,
sino que cada vez se declaran de forma más explícita, a tal punto que hoy,
en lo corrido del siglo , asumimos que el documental se aproxima a
la idea de realidad como el resultado de un acto estético y poético cuyo
propósito no es ya retratar los hechos de manera incuestionable, sino
ofrecer múltiples puntos de vista, múltiples subjetividades, que dependen
del ojo documentalista que la observa.
Palabras clave
Documental, Realidad,
Lenguaje, Giro lingüístico,
Representación.
Key words
Documentary, Reality,
Language, Linguistic turn,
Representation.
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Del positivismo decimonónico a las nuevas
formas de representación
La tradición dominante de Occidente, desde el cartesianismo hasta el
positivismo decimonónico, privilegió la razón como vía por excelencia para
acceder a una única verdad cuya validez radicaría en la posibilidad de la
demostración objetiva de los hechos y del mundo. Bajo esta égida, como lo
plantea Foucault (2007), Occidente construyó su manera de concebir el saber:
un conocimiento, valga la reiteración, exento de polisemias y subjetividades.
Esta ilusión de objetividad permeó todas las esferas del conocimiento, no
solo a las denominadas ciencias de la naturaleza, sino que también influyó
en las llamadas ciencias del espíritu, tanto que inclusive asuntos como el
arte, la filosofía, la historia o la política, por mencionar solo algunos, se
plegaron al modelo cartesiano para poder gozar del estatuto de ciencia.
Sin embargo, en medio de este panorama, la aparición de un pensador como
Friedrich Nietzsche se convirtió en un punto de inflexión en la comprensión
del mundo. El pensador alemán, gracias a sus pesquisas filológicas, retoma
las ideas presocráticas de la imposibilidad de conocer el mundo en sí mismo,
pues aquello que acordamos designar como “mundo” es el resultado de
un acto creativo del lenguaje; en otros términos, el lenguaje es la única
posibilidad de intentar dotar de sentido a aquello que por sí mismo carece
de él. Como bellamente lo afirma Nietzsche: “Las verdades son ilusiones que
se ha olvidado que lo son” (2011, p. 613). Esta idea sintetiza parte de nuestra
cuestión: la puesta en entredicho de las categorías de verdad y realidad
como consecuencia de la idea de un sujeto responsable de la construcción
del sentido del mundo.
No obstante, no podemos soslayar el hecho fundamental de que tales
disquisiciones, que en primera instancia podrían ser vistas como abstracciones
filosóficas o lingüísticas, hallan su concreción o se materializan en el terreno
de la creación artística: nuestra propuesta es que las vanguardias de inicios del
siglo son al arte lo que el lenguaje en el campo de la filosofía y la lingüística.2
La incertidumbre frente a los profundos cambios y la inestabilidad en todos
los ámbitos de la vida social con los que inicia el siglo , lo que va en
contravía de las utopías propuestas por el pensamiento moderno positivista
en cuanto a sus paradigmas de progreso y bienestar, se convirtieron en
terreno fecundo para el surgimiento de manifiestos y posturas estéticas
que, en dicha medida, dieron paso a la consolidación de las propuestas de
vanguardia que pusieron en entredicho la razón cartesiana e introdujeron la
pregunta por los límites de la representación y la existencia de una realidad
incuestionable. La idea de realidad positiva que es capaz de engendrar en
su límite, en su colmo, la destrucción propia que genera la guerra revela
2 Inclusive, como comentario
al margen, en el terreno de
las ciencias exactas podría
afirmarse que el correlato de
esta nueva perspectiva estaría
en planteamientos como la
teoría de la relatividad de
Einstein.
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no solo la crisis del positivismo, sino que instala la pregunta de si esa es
la única realidad, lo único que puede ser representado, o si puede echarse
mano de algo más que ofrezca una vía alternativa para dotar de sentido a
aquello que nos rodea.
¿Qué es aquello, entonces, que puede dotar de sentido a un mundo que
pareciera carecer de él? El acto creativo, estético, poético del lenguaje,
responden los artistas de vanguardia. Un ejemplo claro de esto es la obra Ceci
n’est pas une pipe (1929), de René Magritte. En el cuadro, que evidentemente
representa una pipa, se lee el texto “Esto no es una pipa”, que introduce
una contradicción entre el mensaje lingüístico que acompaña la imagen y
lo mostrado en ella, lo cual de entrada pone de relieve la imposibilidad de
la representación explicativa, si se quiere veritativa, de acceso al mundo.
Por tanto, de aquí se extrae la idea de que la noción de pipa es tan amplia
o estrecha como el límite que la representación, entendida esta como una
forma del lenguaje, le imponga. Es en este punto donde las vanguardias, en
un intento por resignificar la función del arte, abandonan la pretensión de
un arte exclusivamente figurativo para embarcarse en el problema cardinal
de la representación simbólica del mundo.
La reinvención de la imagen
Frente al mismo problema de la representación, un antecedente que no
debe dejarse de lado es la invención de la fotografía (a mediados del )
y posteriormente del cine (a finales del mismo siglo), que pusieron en el
centro de los debates la cuestión por las posibilidades de representación de
la realidad. Las discusiones al respecto tuvieron su lugar natural entre los
artistas, especialmente los pintores, quienes fueron los primeros en sentirse
interpelados por la llegada de estos artilugios mecánicos. Si se piensa en una
tradición que había depositado en el artista la tarea de representar lo real
(retratar a los nobles o a la naturaleza en sus mínimos detalles) es posible
suponer que la usurpación hecha por esas nuevas tecnologías generó la
ilusión de que por fin se estaba ante una copia fiel de la realidad, una huella
irrefutable del mundo, pese a que décadas después se pudiera sostener,
como lo afirma Susan Sontag, que “aunque lo que a los fotógrafos les interesa
es sobre todo reflejar la realidad, sus fotografías son una interpretación del
mundo tanto como lo son las pinturas y los dibujos” (2007, p. 20).
Ante esta idea de una realidad que puede ser capturada tal cual, el naciente
cine reivindicó para sí (dadas las posibilidades técnicas de la cámara
fotográfica, sumadas a la ilusión de movimiento) la pretensión de convertirse
en el arte de lo real. De este modo, las imágenes de la llegada del tren a
la estación de La Ciotat no solo representan el nacimiento del cine en su
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posibilidad de reproductibilidad técnica, sino que también son el inicio del
debate sobre cuáles son los límites de esas imágenes y hasta qué punto lo
que aparece allí es copia fiel de la realidad en sí misma. La posibilidad del
registro fotográfico crea una impresión directa del mundo físico y configura
una relación especular que condiciona a la imagen fílmica; por lo tanto,
la reproductibilidad técnica de la imagen per se, es decir, la cámara como
dispositivo técnico externo al realizador, implicó la concepción de que por
fin se cumplía el sueño de la captura directa de lo real.
Volvamos por un momento a la estación de La Ciotat. Si bien es indiscutible
que las imágenes de la estación del tren captadas en 1895 por los hermanos
Lumière son importantes en cuanto registro histórico de la vida cotidiana
finisecular, al mirarlas con detenimiento es evidente que en ellas hay otros
aspectos subyacentes que determinan esa secuencia fotográfica: la posición
de la cámara, el punto de vista desde el cual se ve a los pasajeros y en el cual
el tren entra a cuadro e, incluso, todos los elementos que quedan por fuera
del campo visual. En esos 45 segundos de imágenes, el espectador se acerca
a unos hechos en particular y se aleja de otros, y se hace una distribución
del espacio y el tiempo que determina el impacto que producen aquellas,
ante lo cual surge la pregunta de cuánto determina todo esto lo que queda
en el registro: ¿sería igual si la misma escena se tomara desde otro ángulo,
con otro encuadre?, ¿se estaría diciendo lo mismo, sería la misma realidad?
Representación y subjetividad
En medio del panorama que hasta aquí hemos esbozado frente a la pregunta
por la representación y la realidad, abordemos otra arista de la discusión que
nos sirve de clave para plantear lo que insinúa el título de este ensayo: que el
problema de la realidad radica no en el objeto observado, sino en el punto de
vista con el que el observador crea al objeto por medio de su discurso.
Los estudios contemporáneos sobre el lenguaje reconocen en Saussure al
pensador que logró condensar en sus planteamientos buena parte de las
intuiciones que transformaron la manera de concebir las relaciones entre el
hombre, el mundo y el lenguaje desde los albores del (si pensamos en la
primera edición de su Curso de lingüística general) hasta el presente. Para el
tema que nos ocupa, baste recordar que mientras para las lingüísticas históricas
del tiempo de Saussure el problema del lenguaje era trascendente, el gran
aporte del pensador ginebrino consistió en plantear una postura inmanente en
la cual la lengua, en cuanto manifestación del lenguaje, es un sistema que se
explica a partir de la relación de sus elementos constitutivos entre sí y con el
todo por medio de unas reglas que dan cuenta de su estructura.
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Entonces, el límite de una lengua es el límite de su estructura; y, por lo
tanto, el alcance del lenguaje no es meramente referencial o mostrativo,
sino que adquiere una dimensión creativa: lo dicho es en la medida en que
precisamente ha sido dicho de una forma y no de otra.
El pensamiento del siglo es, en buena medida, resultado de la
reconfiguración que propició el pensamiento saussureano no solo
en el ámbito de los estudios del lenguaje, sino en las disciplinas o
manifestaciones estéticas que tienen como pretensión preguntarse por la
realidad, pues si ya la relación del lenguaje con el mundo no es entre una
serie de cosas y una serie de nombres para esas cosas (es entre la cosa y
el signo que la representa), entonces no habrá dominio de lo humano que
no esté mediatizado por el lenguaje. En otros términos, toda representación
(lingüística, pictórica, cinematográfica) es insuficiente en su pretensión de
acceder al mundo material. Desde esta perspectiva, es perfectamente claro
que para el arte vanguardista una pipa no sea una pipa.
El objeto estético documental
No obstante, en el cine, el problema de la realidad toma otro giro en 1926,
cuando John Grierson decidió producir un tipo de películas que se aparta de
lo que él consideraba artificios estéticos y narrativos propios de la ficción;
dio nacimiento así a la expresión cine documental. Con el realizador inglés
se introduce una especie de doble cuestionamiento sobre la realidad,
puesto que este nuevo tipo de cine se comprometía a hacer, por un lado,
películas que retrataran la realidad (dimensión mecánica) y que, además,
se ocuparan de ella en cuanto fenómeno (dimensión ontológica), lo cual
dio lugar a un discurso legitimador que estableció unos límites tanto de
producción como conceptuales entre el cine de ficción y el cine documental.
Jean-Louis Déotte (2007) afirma que todo aparato estético suscita una
sensibilidad frente al mundo y que sobre dicha sensibilidad se establecen
unas certezas que marcan la evolución y la historia de los dispositivos. En el
caso del documental, como aparato estético, el polo de la sensibilidad estaría
dado por las dimensiones ontológica y mecánica, que dan como resultado una
certeza que nos atrevemos a postular como una premisa de objetividad. Esta
última, a su vez, determinó un discurso hegemónico acerca de lo que debía
entenderse por documental en los ámbitos de la producción y la recepción.
Estos límites liberaron al cine de ficción de la obligación del registro, y lo
dejaron, al igual que en el caso de la literatura, frente al problema de la
verosimilitud; esto obligó al documental a asumir la responsabilidad del
registro de la realidad. Con el documental, el discurso de lo cinematográfico
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establece, entonces, una especie de pretensión objetiva (valga decir, sin
la intermediación del realizador) para que, supuestamente, la realidad
desfile directamente ante el lente de la cámara, y configura lo que podría
denominarse el paradigma original del documental. Ya en su libro Memorias
de un cineasta bolchevique, Dziga Vertov (2011) aspiraba a que la cámara
sirviera para reemplazar la subjetividad que yace en el ojo del realizador.
Sin embargo, esa pretensión de objetividad se vería confrontada con las
decisiones subjetivas del qué se mira y cómo se mira, además de la postura
ideológica del documentalista sobre el mundo efectivo. Por eso, el cine de
lo real se debatió entre la pretensión de objetividad y la estructura narrativa
que consolida la obra como resultado, ya que, como plantea Bill Nicholls, “la
realidad no es suficiente para tener un documental” (2011, p. 98). Esto significa
que el documental está siempre un paso más allá del registro de la realidad.
Inquirir por la condición de las imágenes fílmicas obliga a preguntarse cómo
la expresividad y la narración (a lo que también está sujeto lo cinematográfico)
determinan esas imágenes y alteran aquello que aparece como una huella del
mundo al que hacen referencia. Si bien para teóricos como André Bazin (citado
en Quintana, 2013) el cine solo puede entenderse como un arte de la realidad
y sus imágenes como un rastro material desde el cual es posible revelar la
verdad del mundo, otros pensadores, como Rudolph Arnheim (citado en
Quintana, 2013), plantearon que lo cinematográfico trascendía la reproducción
de la realidad para convertirse en la expresión creativa del realizador.
Así se instaura una serie de interrogantes sobre cuál es el papel de la cámara
en el momento de proponer esa especie de relación entre las cosas y su
imagen; cuáles son las implicaciones del corte que imponen los límites del
encuadre, la definición y la forma de los elementos que allí aparecen; cómo
obedecen a una decisión estética e ideológica de quien tiene la cámara, y no
a un puro registro empírico, sino a una suma de elementos de significación
distintos; entonces, ¿es posible hablar de realidad cinematográfica?, ¿cómo
asumir el problema de la realidad: de qué estamos hablando cuando
hablamos de realidad?
El giro lingüístico
Esta inquietud por la realidad continuó desarrollándose a lo largo de la
primera mitad del siglo en múltiples disciplinas del saber humano y, sobre
todo, en cuanto a lo que aquí nos concierne, en el seno de los estudios del
lenguaje y las discusiones sobre el arte y lo documental.
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Por el lado de la filosofía del lenguaje, vale la pena mencionar, a manera
de ejemplo, nociones como la de juego de lenguaje de Wittgenstein (1992)
o la del lenguaje como morada del ser, en el caso de Heidegger (1970),
antecedentes de aquello que en la década del 60 se consolida con el
nombre de giro lingüístico. En el caso de Wittgenstein, jugar con el lenguaje
es crear relaciones sociales; en otras palabras, sabemos qué es el amor o
la política en la medida en que reconocemos para cada caso una forma
particular de definirlas, decirlas y actuarlas; en una palabra: vivirlas. Por su
parte, reconocer que el ser humano vive en su lenguaje es afirmar que no
es un mero instrumento para nombrar el mundo, sino que es lo único que
el ser humano posee para crearlo y transformarlo.
Estos pensadores, entre muchos otros, fueron los precursores de lo que,
en 1964 Gustav Bergman, según lo indica Richard Rorty (1990), denominó
giro lingüístico para referirse a una tradición que asumía como centro de
las reflexiones al lenguaje en cuanto generador y transformador de aquello
que llamamos realidad; esto le otorgó dignidad y reconocimiento a un
pensamiento que, como anunciamos antes, empezó con Nietzsche, pero
que solo recibió aceptación oficial casi un siglo después. La noción de giro
lingüístico actúa, entonces, como un concepto sombrilla que aglutina las
preocupaciones conceptuales de diferentes perspectivas como la semiótica,
el estructuralismo, la filosofía del lenguaje o la pragmática anglosajona,
cuyas repercusiones impactaron directamente la forma en que entendemos
hoy la realidad. Como síntesis, asumimos aquí el postulado de Rafael
Echeverría (2002) cuando afirma acerca de la realidad lo siguiente: “No
sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o cómo
las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos” (2002, p. 40).
Siguiendo el hilo de la reflexión, tal como lo propusimos en el primer
apartado, creemos que existe un nexo entre los pensamientos de los
filósofos y teóricos del lenguaje con las rupturas y nuevas perspectivas que
se generaron por la misma época en el terreno de las reflexiones artísticas.
Dicho de otra manera, proponemos que ese vuelco es extrapolable al ámbito
artístico (un giro artístico), cuyo epítome es el arte pop, particularmente
el caso de Andy Warhol con su escultura Brillo soap pads boxes de 1964.
Estas obras, que toman elementos que en apariencia pertenecen al orden
de lo vulgar y les confieren estatus de arte, introducen una fractura en la
linealidad de la historia del arte porque van en contravía del presupuesto
fundamental de lo excelso presente en las Lecciones de estética de Hegel
(1989), discurso imperante hasta entonces. A lo anterior es a lo que Arthur
Danto (2010) denomina el fin del arte:
Decir que la historia terminó es decir que ya no existe un linde de la historia
para que las obras de arte queden fuera de ella. Todo es posible. Todo puede
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ser arte. Y, porque la presente situación no está esencialmente estructurada, ya
no podemos adaptarla a un relato legitimador (2010 p. 137).
El giro de lo documental
Por esta misma época, en el ámbito del cine, aparece la idea de modernidad,
entendida como una ruptura con la sintaxis del cine clásico; en el caso par ticular
del documental, dicha ruptura se relaciona con el cinema verité francés y el
cine directo estadounidense. Si bien ninguna de las dos tendencias implica
una radical escisión con respecto a la pretensión fundante de lo documental,
sí evidencian unos cambios de orden narrativo y conceptual.
En lo que atañe a la narración, estas películas incorporan toda la gramática
propia de la modernidad fílmica y por primera vez, como lo expone
María Luisa Ortega (2008), “el documental, la ficción y el experimental
difuminaban fronteras y encontraban vasos comunicantes quizás no tanto
en el estilo como en el método, antes en los caminos a transitar que en
los fines últimos de sus prácticas” (2008, p. 19). En cuanto a lo conceptual,
la preocupación en los años 60 parece que ya no es la realidad, pues si
para los nuevos discursos de la filosofía la realidad era una construcción
lingüística, entonces el nuevo camino para el documental no se hallaba
en la representación de la realidad, sino en la pretensión de acercarse a la
verdad del mundo que recreaba. De suerte que si por un lado se hibridaban
las técnicas de la ficción y el documental, por el otro lo documental “se
consagraba a una paradoja: las circunstancias artificiales podían sacar la
verdad oculta a la superficie” (Barnouw, 2005, p. 17).
Los cambios socioculturales y políticos de la década del 60 (las llamadas
revoluciones contraculturales) se convirtieron en el escenario propicio
para que el arte se ocupara del fin de las utopías que la Modernidad había
sostenido para el desarrollo de Occidente. La caída de los grandes relatos,
de las promesas de bienestar, progreso y felicidad, generó una inestabilidad
tal en todos los ámbitos de la vida social e intelectual que, para el caso que
nos ocupa de lo documental, puede sintetizarse de la siguiente manera:
El cine de los años 60 que pugnaba por desembarazarse del naturalismo o el
realismo abriría resquicios para que en ellos se colara lo incontrolado, un azar
en los métodos de rodaje que daban al traste igualmente con la gramática
del montaje clásico, teniendo que inventar lógicas nuevas para lidiar con los
tiempos y las acciones concretas que ahora se revelaban en el proceso; a una
nueva forma de concebir la práctica fílmica como un proceso de investigación
abierto a los “hallazgos” y la epifanía del azar (Ortega, 2008, p. 21).
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Estas nuevas formas de lidiar con el azar, lo inestable y la constante
pregunta por la verdad son la antesala de lo que Lipovetsky y Serroy (2009)
denominan la era hipermoderna. Época en la cual aparece el concepto de
no ficción como máxima prueba de inestabilidad, a tal punto que al no saber
cómo definir el meollo de lo documental, se opta más bien por un concepto
negativo que poco aclara. Pareciera que en cuanto el término canónico de
documental se vacía de sentido ante estos cambios (ya no puede defender
la pretensión de retratar miméticamente la realidad ni la idea de una
verdad absoluta), se hacen evidentes las fronteras porosas entre ficción y
documental (recursos narrativos, técnicos y estéticos compartidos); por lo
tanto, ante la falta de claridad acerca de lo que el documental es, surge en
los ámbitos académicos la necesidad de, por lo menos, definir y nombrar
(otra vez el problema del lenguaje) la única certeza que se tenía: que no era
ficción.
En consonancia con lo que hemos venido desarrollando hasta aquí, si nos
preguntamos a esta altura de la reflexión por un antecedente que dé cuenta
de este nuevo giro en la cuestión documental, es decir, por un ejemplo que
evidencie lo que estamos discutiendo, este puede hallarse en la aparición
de un caso extraño para las taxonomías del momento, híbrido de ficción y
documental que desestabilizó no solo el ámbito documental, también el de
la ficción: The thin blue line, de Errol Morris (1988).
El estreno de la cinta causó tal incertidumbre que los miembros de la
Academia de los Óscar se negaron a incluirla en su lista de nominados de
ese año porque no tenían la certeza de que lo que tenían ante sus ojos fuera
un documental. A su vez, cuando la película se exhibió en diversos festivales
del mundo, la pregunta más recurrente para el director, de la crítica y la
prensa especializada, consistía en tratar de entender por qué eso era un
documental. Para sorpresa de los concurrentes, el director afirmaba que
carecía de respuesta para esa pregunta porque eso no formaba parte de su
preocupación.
En la película, Morris se ocupa del caso de Randall Adams, quien para el
momento del estreno estaba en el pabellón de la muerte por haber sido
hallado culpable del asesinato de un policía en 1976. Lo interesante y
novedoso para la época es que, por primera vez, como lo plantea Joseph
María Catalá (2010), un texto documental no parte del mundo referencial
como base de su relato, pues no había imágenes de la noche en que
acaecieron los hechos, por lo que Morris recurre a crearlas con los recuerdos
de los testigos, y, por consiguiente, parte de lo que vemos en pantalla es una
re-creación, una invención.
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Si en el documental clásico había una coincidencia entre el tiempo de rodaje
y el tiempo de lo rodado (lo que suponía precisamente la objetividad de lo
documental y la ilusión de captura de la realidad), en el caso de The thin
blue line esta coincidencia temporal se fractura porque la cámara no estaba
presente en el aquí y ahora de los hechos. El único recurso que queda es
recurrir a los recuerdos de quienes allí estuvieron. Sin embargo, mientras
transcurre la trama y el espectador atiende a las diferentes versiones de los
testigos, puede notar cómo hay pequeñas variaciones en las perspectivas de
cada uno, con lo que se pone en evidencia no solo que los recuerdos son una
construcción, una suerte de ficción, sino que, en esa medida, la realidad de
esa noche es tan múltiple como la multiplicidad de voces que la cuentan.
Las fronteras entre ficción y no ficción se han roto, de tal suerte que “no hay
nada que distinga absoluta e infaliblemente el documental de la ficción”
(Nicholls, 2011, p. 55), y la promesa del registro del mundo real comienza a
resquebrajarse. En ese momento distintos teóricos empiezan a hablar de no
ficción como una nueva manera de aproximación al mundo real, como una
nueva promesa de representación para la cual el término documental ya no
es suficiente, como última esperanza para devolver, por medio del lenguaje,
la estabilidad perdida.
La irrupción de la subjetividad en la pretensión
estética y poética del documental
Esta última posición, a nuestro modo de ver, constituye una salida (fácil y
cómoda), si se nos permite el término, que evade el problema central acerca
de por qué es necesario hoy no solo seguir teorizando sobre lo documental,
sino reivindicar su ontología. Por lo tanto, este último apartado, a manera
de conclusión, desarrolla tres propuestas: la primera, el recorrido anterior
demuestra que la pretensión de objetividad heredada del positivismo
decimonónico poco a poco cedió el lugar a lo que nos atrevemos a
denominar como las formas contemporáneas de la subjetividad. Segundo,
y como consecuencia de esto, los códigos narrativos y genéricos se
trastocan hasta generar nuevas posibilidades narrativas y técnicas tanto
para la creación como para la percepción y recepción del objeto estético
documental. Tercero, tal reconfiguración desencadena el desplazamiento de
los linderos tradicionales entre ficción y documental y permite hibridaciones
y préstamos mutuos, lo cual no significa que las diferencias desaparezcan,
sino que es necesario rastrearlas en otro lugar: en los alcances referenciales,
parafraseando a Ricœur (2006), de una y de otro en cuanto que posibilidades
del lenguaje; en otras palabras, y como lo anuncia el título de este ensayo,
las pretensiones poéticas del acto creativo.
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Abordemos el primer aspecto tomando como punto de referencia a Jonas
Mekas (1972), quien en los años 70, con Reminiscencias de un viaje a Lituania,
subvierte el enfoque documental al incluir en su relato la perspectiva
intimista del diario, dejando así de lado la narración colectiva de grandes
hechos observada desde la tercera persona o, como lo denominan varios
teóricos, la voz de Dios. Este filme se erige como referencia obligada que
trastocó la mirada de los nuevos realizadores sobre la importancia de los
relatos del yo, de las historias personales o, si se quiere, como sucedió en el
caso de la sociología, hacia la microesfera de lo cotidiano.
Otro ejemplo de cómo se fueron imponiendo este tipo de subjetividades
lo encontramos en Jean-Luc Godard (1988-1998), quien en la década de los
90, justo cuando se conmemoraba el primer centenario del cine, presenta
sus Histoire(s) du cinema. Para el caso que nos atañe, esta obra resulta
prototípica, pues en ella el director francés revisa la historia del cine y la
expone a manera de ensayo: en primera persona la comenta, la analiza,
la critica como si estuviéramos ante un gran editorial visual. Además, el
realizador no solo funge como instancia narrativa o como comentarista:
también, apoyado en la autorreferencialidad y autorreflexividad
metaficcionales (Ardila Jaramillo, 2014), se incluye en el mundo diegético
como si fuera uno más de sus personajes.
Los casos anteriores demuestran nuestro segundo punto: la inflexión no
solo en la obra posterior de los autores referidos, sino en la profunda
transformación que ha derivado en una vasta producción fílmica documental
que en los últimos años del siglo , y lo que va del , se ha tomado
los festivales más importantes del mundo y los circuitos de exhibición con
historias de este tipo.
La llegada de la subjetividad al mundo de lo documental (declarada y
asumida sin ambages), lo emancipa de la preocupación por la objetividad y
le permite asumir como recursos propios lo que hasta entonces se suponía
como exclusivo de los códigos genéricos de la ficción. En cuanto lo que se
pone en escena ya no son los hechos en sí mismos, sino la interpretación
personal que los hace dignos de evocación, se reconoce que la memoria es
un acto creativo ficcional y, en consecuencia, los recursos de escenificación
aparecen como el camino viable y deseable para representar lo vivido.
En este nuevo paradigma, al decir de Goodman, “la verdad, lejos de ser
un ama solemne y severa, es una sirvienta dócil y obediente” (1990, p. 38).
A partir de esta afirmación, llegamos a nuestro punto final: la realidad, y,
por tanto, la noción que de ella tenemos, no es más que el resultado de
una serie de proposiciones que nos permiten construir, para los otros y
con los otros, eso que llamamos las verdades del mundo. De allí que en
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múltiples disciplinas que abarcan desde la semiótica (Eco, 1993), pasando
por los estudios literarios (Ryan, 1997) y visuales (Mitchell, 2009), hasta la
filosofía del lenguaje (Goodman, 1990), por mencionar solo algunas, se
prefiera hablar hoy en plural de mundos y de visualidades, sobre todo de
mundos posibles y visualidades posibles, porque lo son en el lenguaje que
los crea y los hace accesibles para otros en forma de parcela compartida de
un mundo común que, en un acto de fe, denominamos realidad y mundo
en singular.
A manera de conclusión
Nuestra propuesta es que lo documental no radica hoy en la posibilidad
o imposibilidad de reflejar la realidad como una evidencia fáctica, sino en
seguir recordándonos que, aunque aquella es una construcción, es en esa
construcción en la que amamos, nos odiamos, nos hacemos sublimes o
abominables porque, en definitiva, es en esa ilusión (de la que nos hemos
olvidado que lo es) en la que fundamos nuestra esperanza de hallar nuestra
certeza de ser y estar en el mundo.
Lo que sostenemos, entonces, es que no hay una diferencia sustancial entre
la ficción y lo documental. Sin embargo, a pesar de que asumimos a ambos
como resultado de la creación discursiva y que, en términos del relato,
comparten códigos y técnicas de representación, postulamos que lo que los
diferencia se halla en otro lugar: en el problema de la referencia a la que
apuntan ambas formas.
La ficción instaura sus posibilidades de verosimilitud en una referencia interna,
es decir, hacia adentro de sí misma en un marco de verdades que subyacen
al mundo narrativo y que lo son solo allí, aunque en nuestro mundo fáctico
no lo sean o vayan inclusive en contravía de nuestros marcos de referencia;
verbigracia, un extraterrestre que, a causa del cambio de atmósfera entre su
lugar de origen y la Tierra, desarrolla ciertas habilidades que lo convierten
en el héroe salvador de nuestro planeta: Supermán. Entonces, en cuanto
la referencia ficcional de las cosas representadas es interna, los mundos
ficcionales solo dependen de sí mismos para existir, siempre y cuando sean
coherentes con las reglas de juego que le proponen al lector y, en consecuencia,
respeten y satisfagan el pacto ficcional que ese mundo propone.
En cambio, en lo documental el mundo representado depende no solo de la
coherencia interna del relato, sino, además, y esta es nuestra declaración,
de poner de manifiesto su referencia externa: en otras palabras, a pesar de
que lo documental comparta con la ficción todos sus artificios, solo puede
ser documental porque existe aquello que, siguiendo a Ricœur (1999),
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denominamos archivo, es decir, la prueba de que la cosa contada fue cosa
vivida, cosa acaecida. Como diría Barthes (2009) con respecto al ser en sí de
la fotografía: “Esto ha sido” (2009, p. 91).
En este sentido, la concomitancia del documental con las cosas vividas
hace que este, a diferencia de la ficción, solo pueda prometernos pasado
y memoria. Una memoria (otra vez Ricœur) de aquello que es digno de ser
recordado como individuos y como sociedad. Una memoria que, como acto
imaginativo y creativo del documentalista, construye un mundo posible de
un pasado simulado y evocado que atestigua lo que ha sido en cuanto lo ha
representado.
En síntesis, aquello que líneas atrás designábamos con el término de
referencia externa, condición inexorable de lo documental, depende de las
modulaciones del discurso de cada época sobre aquello que nombramos
como lo real. En términos de Todorov: “Una sociedad elige y codifica los
actos que corresponden más exactamente a su ideología” (1988, p. 39). Así
pues, podemos concluir que el documental, si aspira a algo semejante a dar
cuenta de la realidad, lo será en cuanto acto poético y estético. Acto creativo
que seguirá mudando sus formas a la par que cambien las maneras en que
negociamos nuestros acuerdos discursivos con los que pretendemos crear
y creer en nuestra realidad.
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