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Análisis 131
FÉLIX GARCÍA MORIYÓN
Profesor de Filosofía
EL PODER DEL MIEDO
LAS RAÍCES DEL MIEDO
Las emociones forman parte de nuestra consti-
tución como seres humanos. Son fundamenta-
les en la génesis de la motivación que nos lleva
a actuar y son también básicas para afrontar los pro-
blemas de identidad personal, es decir, el tipo de per-
sona que queremos ser, y de identidad colectiva, esto
es, la clase de sociedad en la que queremos vivir. Per-
cibirlas de manera apropiada, lo que implica interpre-
tarlas adecuadamente, no es tarea sencilla, y exige un
largo proceso educativo y de crecimiento ético perso-
nal. Los psicólogos suelen hablar de desarrollo moral
cuando investigan sobre esta parte crucial del proceso
evolutivo del ser humano (García Moriyón, 2005) y go-
za de bastante actualidad y amplia aceptación el cons-
tructo «inteligencia emocional».
Como enfoque orientador, admito la distinción clara
entre una dimensión humana sustancialmente cogni-
tiva (la neurología actual la sitúa preferentemente en
el lóbulo prefrontal) y otra sustancialmente afectiva
emocional (situada preferentemente en la amígdala).
La distinción es sobre todo analítica, si bien es muy
importante cuando aparecen desajustes entre ambas
o cuando en una u otra existen disfunciones o disca-
pacidades. Eso sí, debemos ser muy conscientes de
que en la vida cotidiana y en la propia identidad per-
sonal están siempre estrechamente vinculadas. Para-
fraseando una afirmación de Kant, las emociones sin
la cognición son ciegas y perturbadoras, y la cogni-
ción sin emociones es estéril e inerte. Desde luego,
algo que ya dejó claro Platón en su analogía del auriga
y los caballos, las relaciones entre esas dimensiones
son complejas y difíciles.
El miedo es una de las emociones más básicas y
profundas. Si aceptamos la pirámide de Maslow —
que es un buen enfoque de las motivaciones huma-
nas ampliamente reconocido—, el miedo está rela-
cionado con el segundo bloque de necesidades: se-
guridad y protección. Satisfechas las necesidades
fisiológicas básicas (hambre y sed), buscamos a con-
tinuación sentir que el mundo es predecible y que
nuestros peores temores no se van a cumplir. Sen-
tirnos a salvo es un deseo profundamente enraizado
en nuestro ser (Muiño, 2014). El problema, claro está,
surge porque somos seres sumamente vulnerables y
dependientes. Son muchos los peligros que nos ace-
chan y poca la capacidad que tenemos, sobre todo en
la infancia y la vejez, para afrontarlos con éxito y eso
nos convierte en vulnerables. Si bien podemos ganar
ciertos niveles significativos de autonomía y de inde-
pendencia en nuestro proceso de maduración, niveles
que caracterizan la vida adulta o la madurez, a lo largo
de todo el ciclo vital seguimos siendo dependientes y
vulnerables: estamos sometidos a riesgos de forma
constante y dependemos siempre de otras personas
en casi todas nuestras actividades.
Las situaciones que percibimos como arriesgadas o
conflictivas, como peligrosas para nuestra subsisten-
cia, normalmente provocan incertidumbre, descon-
cierto y miedo. Estos sentimientos son en parte algo
positivo, pues nos protegen de males destructivos,
nos hacen esforzarnos en la búsqueda de soluciones
novedosas y pueden también incitar a la colaboración
con quienes viven con nosotros esas mismas situacio-
nes. Evitar a toda costa el riesgo no parece sensato si
queremos llevar una vida plena, pues no se alcanza la
plenitud sin afrontar riesgos y proponerse metas que
exijan un apreciable esfuerzo personal. Y, obviamen-
te, emprender un proyecto valioso implica aceptar el
miedo ante un posible fracaso. De modo similar care-
cer totalmente de miedo podría ser altamente nocivo
para nuestra propia supervivencia: una lesión como la
calcificación bilateral simétrica en los lóbulos tempo-
rales mediales puede afectar a la amígdala cerebral y
provocar una total incapacidad de sentir miedo, lo que
puede ser muy peligroso (Jorge, 2017). El comporta-
miento antisocial de los adolescentes y el de los psi-
cópatas suele ir acompañado de falta de miedo, algo
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que no parece ser muy positivo. Lo más apropiado, y
también la única posibilidad que nos queda, es vivir
con el miedo, emoción que brota con fuerza, que nos
provoca comportamientos no siempre adecuados, pe-
ro de la que podemos aprender para afrontar situacio-
nes futuras (Ariza, 2011).
Tiene también su lado negativo. Y por eso es ne-
cesario gozar de ciertos niveles de seguridad sin los
cuales la vida podría ser insoportable. La seguridad se
convierte en algo tan importante que debe ser garan-
tizada por las formas de gobierno de las que se dota
una comunidad humana. La seguridad pasa a ser una
condición necesaria para la legitimidad de todo gobier-
no y se plantea como derecho fundamental: «Todo in-
dividuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la se-
guridad de su persona» (art. 3, Declaración Universal
de los Derechos Humanos). El crecimiento de la in-
seguridad provoca miedo y origina crisis personales y
sociales, que con cierta facilidad pueden llevar a regí-
menes políticos que sacrifican otros derechos para ga-
rantizar esa seguridad, lo que concita un gran apoyo
de amplios sectores de la sociedad. Si nos ceñimos al
plano personal, puede provocar terror o pánico, esta-
dos anímicos claramente negativos que distorsionan
la cognición humana, lo que lleva a tomar decisiones
claramente erróneas que nos perjudican a nosotros
mismos y a quienes nos rodean. Ese es el caso de los
sesgos y prejuicios que provoca la polaridad ellos-no-
sotros, muy relevante para la vida humana: el miedo
al otro, al diferente, lleva a proyectar en él rasgos ne-
gativos que pueden ocasionar la exclusión y el maltra-
to, y arraigar en diversas formas de fobia: xenofobia,
aporofobia, homofobia, racismo, y también las fobias
a las personas asociadas a los grupos que difieren de
nosotros (Sapolsky, 2019). Se establece en cierto sen-
tido un círculo vicioso entre el miedo y el mal: teme-
mos lo que percibimos como malo para nosotros y ha-
cemos malo a todo lo que tememos, incluidas perso-
nas o grupos humanos de diverso tipo. Es lo que lleva
al psiquiatra Boris Bandelow a decir que el origen del
mal es el mismo que el origen del miedo, y sentir el
miedo, como ejecutar el mal, generan adicción, al mo-
do en que lo generan las drogas. Y quizá sea también
la afición que muchas personas tienen a ver películas
de miedo y terror, buscando probablemente sensacio-
nes fuertes que ponen en riesgo la propia estabilidad.
O a practicar deportes de alto riesgo.
LAS REACCIONES ANTE EL MIEDO
Si nos fijamos en las reacciones básicas frente a las
situaciones del miedo, podemos encontrar una conti-
nuidad con lo que ocurre en otras especies animales.
Lo primero que sucede es un conjunto de respues-
tas fisiológicas: contracción muscular que prepara pa-
ra la lucha o la huida; aceleración cardiaca y respirato-
ria; caída de la actividad inmunológica y digestiva para
reservar energía; dilatación de las pupilas… Esas reac-
ciones inmediatas e involuntarias son los síntomas o
señales del miedo que nos ayudan a salir huyendo,
buscando un refugio u ocultándonos si fuera posible.
También nos ayudan a afrontar el peligro, a luchar con
el enemigo, mejorando nuestras prestaciones físicas.
Una segunda reacción, justo la contraria, es quedarse
totalmente paralizado, estrategia que parece ser efi-
caz en el caso de algunas especies animales: al ha-
cerse el muerto, la presa aleja a su potencial depre-
dador que desiste de devorarlas. La variante humana
de esa parálisis, frecuente en las clásicas películas del
oeste, es la de no hacer nada, aceptar pasivamente la
situación confiando en que la mejor manera de sobre-
vivir a situaciones en las que estamos amenazados es
no incrementar la violencia de quienes nos amenazan.
Creemos que nuestra pasividad les apaciguará y que
acabarán primero con quienes se resisten. Una frase
célebre expresa una buena variante de esta actitud:
«quien se mueva, no sale la foto». Y una segunda va-
riante, muy actual por cierto, es la de negar el peligro,
pensar que no existe ninguna amenaza real y que, por
tanto, no hay que hacer nada, excepto silenciar o erra-
dicar esas señales fisiológicas en el caso de que apa-
rezcan. Ingenuamente creemos que el paso del tiem-
po disolverá las amenazas.
Casi simultáneamente, pues el peligro está ahí, po-
nemos en marcha todos los mecanismos a nuestra
mano para lograr superar y resolver lo que nos está
amenazando. En muchas especies, la respuesta es
solidaria, es decir, implica a varios o todos los miem-
bros de grupo, buscando maximizar las posibilidades
de salir bien parados. Los humanos, especialmente
vulnerables en muchos aspectos, hemos sido muy
potentes en este tipo de respuestas sociales, apoya-
dos en dos rasgos fundamentales: el lenguaje y la in-
teligencia. Ahora bien, una vez tomada la decisión de
hacer algo (incluso de no hacer nada), sigue un pro-
ceso nada sencillo de deliberación. Hace falta eva-
luar lúcidamente la situación ante la que nos encon-
tramos, lucidez difícil y también onerosa cuando las
emociones están desbocadas. Evaluado el riesgo que
corremos, hay que explorar diferentes alternativas; si
decidimos huir, debemos diseñar la huida más pro-
metedora posible, que nos aleje definitivamente del
peligro. Si decidimos afrontar el peligro, el asunto es
quizás algo más complicado porque se presentan va-
rias posibilidades y hay que seleccionar cuál es la me-
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jor y la más factible. Como es obvio, tras percibir una
situación de peligro (ver) y deliberar para tomar una
decisión (juzgar) queda un tercer paso que es el fun-
damental, ponerlo en práctica (actuar). Si lo anterior
no es sencillo, este tercer paso lo es todavía menos.
Es imprescindible abordar este proceso desde una
perspectiva moral, pues todo acto humano implica, de
manera más o menos explícita, una dimensión mo-
ral, que incluye el comportamiento, lo que hacemos.
Podemos seguir utilizando el modelo de Aristóteles,
que, en gran parte, está presente en todas las cultu-
ras y en todas las épocas: la única manera de afron-
tar el miedo es siendo valientes, es decir, el valor o el
coraje son los rasgos de la persona que reacciona co-
rrectamente ante las situaciones peligrosas o amena-
zadoras. La gran ventaja del planteamiento de Aristó-
teles es que nos habla de hábitos, por tanto, del com-
portamiento puesto que, desde su enfoque, no basta
con saber qué es el bien, sino que hay que ser bue-
no. En este caso, no bastan con reconocer el peligro
y explorar las posibles alternativas. Hace falta actuar
con valor y coraje.
Un caso extremo, que ya hemos visto, es el de no
tener en ningún momento la emoción del miedo. Hay
otro caso extremo contemplado por la justicia: el mie-
do insuperable, que puede servir como eximente de
responsabilidad penal al anular significativa, incluso to-
talmente, la voluntad del sujeto. Pero la conducta de
todos los seres humanos se sitúa en un amplio es-
pectro, con dos comportamientos extremos que po-
demos considerar viciosos, la cobardía y la temeridad.
La conducta que ha sido denostada prácticamente
siempre y en todas las culturas es la cobardía, mien-
tras que la que ha sido siempre valorada positivamen-
te, y en nuestra cultura constituye una de las cuatro
virtudes cardinales, es la valentía o el coraje. De un
ser humano se espera que se aproxime a esa valentía
gracias a la cual afrontamos y superamos los peligros.
Sólo la práctica nos permite llegar al hábito-virtud de la
valentía: el reiterado comportamiento valiente permite
que se convierta en un hábito (virtud) por lo que en fu-
turas ocasiones tenderemos a repetirlo puesto que ha
pasado a ser una segunda naturaleza, una naturaleza
encarnada o situada. Y no estamos hablando de una
especie de todo o nada, sino de un continuo de ac-
tuaciones que van desde una manifiesta cobardía has-
ta una ejemplar valentía; y no somos igual de valien-
tes o cobardes en todas las situaciones. Las situacio-
nes morales, así como las decisiones que tomamos
en esos casos, están siempre situadas, son contex-
tuales, algo que también indicaba con acierto Aristó-
teles: solo los detalles de la situación concreta permi-
tirán saber si fuimos cobardes o prudentes al huir, o
si fuimos valientes o temerarios al afrontar el peligro.
Además, no conviene olvidar nunca el verso de Joa-
quín Sabina: «que ser valiente no salga tan caro, que
ser cobarde no valga la pena». Ser valiente cuesta y
hay contextos sociales y personales que lo convierte
en especialmente costoso.
EL MIEDO COMO INSTRUMENTO DE CONTROL SOCIAL
A lo largo de la historia, posiblemente ha sido el
miedo un recurso ampliamente utilizado como instru-
mento de control social. En la Edad Moderna europea,
dos autores lo dejaron claro. Maquiavelo (El Príncipe,
1513), justo en los inicios de este periodo, sostiene
que el príncipe debe buscar ser amado y también te-
mido por los súbditos, combinando la clemencia y la
crueldad según las circunstancias, por lo que, cuando
está en juego la unidad y lealtad del reino, el prínci-
pe debe ser cruel con los sediciosos pues de ese mo-
do evitará males mayores. Hobbes, con la experiencia
acumulada por las guerras que asolaban Inglaterra, pe-
ro también Europa, volvió a insistir mucho más tarde
(Leviathan, 1651) en la importancia del miedo como
factor generador de la sociedad política: es el miedo
constante a la otra persona, vista como rival en com-
petencia destructiva, el que lleva a aceptar una socie-
dad fuerte en la que la obediencia a la ley se sustenta
en su utilidad protectora, pero también en el miedo al
castigo. No sin razón señala esa relación entre miedo
y obediencia a la ley, de tal modo que esta obedien-
cia es la que proporciona la adecuada defensa contra
el miedo proporcionando seguridad.
En ambos casos, pero sobre todo en el de Hob-
bes, hay una clara conciencia de que el miedo es un
elemento perturbador importante, en especial en una
época, el siglo xvii, en la que la población vivía en una
situación de gran inseguridad generalizada. Delumeau
ha ofrecido una espléndida exposición de los profun-
dos miedos, naturales y culturales, que acosaron a los
europeos del siglo xiv al siglo xviii (Delumeau, 1978),
miedos que generaron angustia y provocaron reac-
ciones de extrema violencia, como la quema de bru-
jas que asoló el centro y el norte de Europa, miedos
que prácticamente se prolongaron hasta finales del si-
glo xviii en Francia con su punto culminante, en cierto
sentido, en el Gran Miedo campesino que aceleró los
acontecimientos iniciados en la Revolución para de-
sembocar en lo que se llamó el Terror. Son siglos en
los que predomina la cultura del miedo, reforzada por
una tendencia del cristianismo, en todas sus iglesias,
a destacar una visión pesimista del ser humano domi-
nado por el mal, la culpa y el pecado (Delumeau, 2006).
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Las reflexiones de Maquiavelo y Hobbes, así como
todas las manifestaciones culturales profundamente
enraizadas en el miedo durante esa larga época, so-
bre todo en el xvii, buscan de manera prioritaria garan-
tizar la seguridad de los ciudadanos para evitar así esa
insoportable sensación permanente de fragilidad y vul-
nerabilidad, de poder perder todo por poco que sea.
Lo que es interesante es el paso rápido del Gran Mie-
do (le Grand Peur) al Terror (Terreur), que el dicciona-
rio de la Academia Francesa incluye en 1789, para re-
ferirse a un régimen político que impone un miedo co-
lectivo para romper la resistencia de un pueblo. Cinco
años después, el mismo diccionario incluyó el término
«terrorismo», con un significado político muy similar.
Podemos percibir con cierta claridad las dos caras del
poder del miedo: por un lado, el miedo percibido por
las personas, por los pueblos, genera inestabilidad, in-
seguridad, malestar social que suele llevar a protestas
y revueltas que, en su momento pueden desembocar
en revoluciones radicales o en apoyo a gobiernos muy
autoritarios con merma de otros derechos. Por otro la-
do, crece la tendencia a introducir el miedo en la vida
política como instrumento de control y transformación
social. Esto segundo es claro tanto en la etapa del te-
rror de la Revolución Francesa como en al Gran Terror
del Gulag ruso, contemporáneo, por cierto, del terror
brutal impuesto por el régimen nacionalsocialista en
Alemania. Terminada la II Guerra Mundial, el miedo,
más bien el terror a la destrucción mutua total de las
dos superpotencias, gravitó igualmente con ese doble
sentido: defenderse de un gran peligro y amenazar
con una descomunal violencia destructiva.
La situación actual indica que el papel del miedo si-
gue muy vigente. Las raíces en estos momentos pue-
den centrarse en un concepto desarrollado por Bos-
trom (2013): estamos haciendo frente a crisis existen-
ciales y globales, es decir, a amenazas que ponen en
cuestión incluso la supervivencia de la humanidad, visi-
bles en el efecto invernadero, la extinción de las espe-
cies y los procesos de globalización, así como en desa-
rrollos tecnológicos que afectan a la identidad humana.
Esto genera incertidumbre entre la gente que ve ame-
nazadas sus condiciones de vida materiales (escasez
de recursos y degradación ambiental) y también exis-
tenciales (pérdida de referentes identitarios que doten
de sentido a la propia vida vinculada a amplios movi-
mientos migratorios). Para los sectores más críticos,
esos riesgos son el síntoma de un mal profundo: un
modelo de relaciones sociales de producción que pivo-
ta exclusivamente sobre la maximización del beneficio.
Los riesgos pueden ser entendidos como síntomas de
ese mal y en eso están de acuerdo pensadores como
Riechman (2011) o el papa Francisco (Laudato si).
Según Mongardini (2007), el miedo es una de las
emociones más poderosas que articulan la sociedad
y por ello se presta bien a la manipulación política. La
primera manipulación consiste en diversificarlos y am-
plificarlos, en sembrar el miedo: están los peligros que
amenazan al cuerpo de la persona; en segundo lugar,
peligros más generales que atentan contra el orden
social del que depende la seguridad del medio de vi-
da (la renta, el empleo) o la supervivencia (invalidez,
vejez); y en tercer lugar, están los peligros que ame-
nazan el lugar de la persona en el mundo: su posición
en la jerarquía social, su identidad (de clase, de géne-
ro, étnica, religiosa) y, en líneas generales, el riesgo
de la exclusión. Según Bauman, los miedos que siem-
bran «son intratables y, de hecho, imposibles de erra-
dicar: no se van nunca: pueden ser aplazados u olvi-
dados (reprimidos) durante un tiempo, pero no exorci-
zados. Para tales miedos, no se ha hallado antídoto ni
es probable que se invente ninguno. Son temores que
penetran y saturan la vida en su conjunto, alcanzan to-
dos los rincones y los recovecos del cuerpo y del al-
ma y reformulan el proceso vital en un ininterrumpido
e inacabable juego del escondite, un juego en el que
un momento de distracción desemboca en una derro-
ta irreparable» (Bauman, 2006, p. 45).
Razones hay para tener miedo, pero es igualmen-
te cierto que existe una manipulación desde las ins-
tancias del poder para generar un miedo que parali-
ce la capacidad de reaccionar contra las medidas neo-
liberales que buscan una solución de esas situaciones
peligrosas que favorezca a quienes detentan el poder,
esas élites extractivas que apenas sobrepasa el 10%
de la población mundial. Quedó claro en el golpe de
Estado contra Pinochet, justo en los años en los que el
neoliberalismo estaba cuajando como doctrina política
dominante y Melanie Klein desveló la planificación in-
tencionada de atemorizar a la población bajo el nombre
de la doctrina del schock, libro que, más allá de posi-
bles simplificaciones y algunas generalizaciones abusi-
vas, ponía de manifiesto la política intencionada y bien
planificada de atemorizar a la población consiguiendo
así acabar con toda posible oposición y lograr el con-
sentimiento pasivo de la mayoría. El uso manipulador
de los miedos ha permitido consolidar el incremento
disparatado de las medidas y empresas de seguridad,
ha hecho posible un deterioro generalizado de las con-
diciones laborales, ha abierto el camino a partidos po-
pulistas y al autoritarismo, con restricciones de liber-
tades democráticas… Los miedos están siendo utili-
zados como mecanismos de protección de las élites
cuya intención es conseguir que la ciudadanía acepte
la imposición de medidas que perjudican a los sectores
más débiles de la población (Estefanía, 2011).
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No se trata ya de los miedos tradicionales a la muer-
te, el infierno, la enfermedad, la vejez, la indefensión,
el terrorismo, la guerra, el hambre, las radiaciones nu-
cleares, los desastres naturales, las catástrofes am-
bientales…, que también son problemas. Se trata de
un miedo más difuso al poder de los mercados, go-
bernados por personas desconocidas que tienen ca-
pacidad sobrada de condicionar las políticas de los go-
biernos —todos con caras conocidas y casi todos ele-
gidos democráticamente— para que logren preservar
el vigente equilibrio totalmente asimétrico en la dis-
tribución del poder y de los recursos. En las revuel-
tas generalizadas tras la gran crisis de 2008, el ene-
migo quedó identificado, por ejemplo, en España, con
la «casta» y las «puertas giratorias», términos afortu-
nados, pero algo difusos y confusos; en Estados Uni-
dos se habló expresamente de los 13 banksters, de-
nunciando que se había producido un golpe de Esta-
do encubierto y tranquilo (Johnson, 2009). Pero se
mantiene la sensación de que estamos sometidos a
un poder excesivamente concentrado, pero al mismo
tiempo difuso y anónimo (Fernández, 2019), salvo las
programadas reuniones de grupos como Bilderberg o
el foro de Davos.
La combinación de los riesgos existenciales vincu-
lada a esta sensación de que, aun sabiendo quiénes
controlan el mundo en líneas generales, el poder per-
manece difuso, oculto, escurridizo, expande a gran ve-
locidad un nuevo temor entre la ciudadanía. Es algo
que aparece en casi todos los sondeos que se publi-
can; un temor que por un lado provoca cierta parálisis
(véase, por ejemplo, la impotencia, casi inoperancia,
de los sindicatos para frenar una indiscutible degrada-
ción de las condiciones laborales) y empuja a la gen-
te a propuestas autoritarias, populistas, que desvían la
atención hacia chivos expiatorios (concretos, como los
inmigrantes, o más abstractos como la globalización o
el avance tecnológico) que en realidad dificultan supe-
rar el miedo y encontrar y aplicar soluciones que pue-
den realmente devolver la seguridad perdida.
LAS RESPUESTAS FRENTE AL MIEDO
No es fácil: no podemos nunca olvidar que el ser hu-
mano es frágil y vulnerable, lo que le sitúa en perma-
nente situación de riesgo: podemos ver truncadas
nuestras expectativas, incluso las más básicas y en-
contrarnos con problema amenazadores. El miedo es
insoslayable y solo nos queda gestionarlo de mane-
ra provechosa. Cierto es que siempre podemos equi-
vocarnos, pero eso va vinculado a lo anterior hasta el
punto de poder decir que quienes nunca se equivo-
can han hecho de su propia vida una equivocación.
En todo caso, este es el punto central del problema:
la constitutiva fragilidad del ser humano que le con-
vierte en persona vulnerable y dependiente que sien-
te miedo y busca seguridad por caminos correctos y
también incorrectos. Justo en esa tesis insiste Mar-
tha Nussbaum: el miedo domina nuestra personali-
dad como emoción negativa que no logramos contro-
lar (Nussbaum, 2019).
Recordemos lo dicho al principio: el miedo puede
provocar parálisis, pero también una gran actividad,
que con cierta frecuencia se torna en violencia dura.
Miedo tenían los romanos cuando arrasaron Cartago;
miedo tenían los clérigos cuando pusieron en marcha
la terrible maquinaria inquisitorial; miedo tenía Robes-
pierre cuando impuso el terror de la guillotina; miedo
tenía la gran burguesía alemana cuando financió y apo-
yó al partido nazi; miedo tenían la burguesía española,
la chilena o la argentina cuando decidieron perpetrar
sus sangrientos golpes de estado. Y miedo tiene cual-
quier empresario cuando se esfuerza por aniquilar de
raíz cualquier posibilidad de que los trabajadores sean
algo más que mercancías. O los hombres que perpe-
túan la violencia y la dominación contra las mujeres.
Reacciones violentas al miedo que encuentran la com-
plicidad involuntaria de quienes no se atreven a exi-
gir sus derechos y reclamar justicia, quienes, en defi-
nitiva, tienen miedo, como bien decía Erich Fromm, a
la libertad y buscan la seguridad de líderes carismáti-
cos que les seducen con el señuelo de que actuarán
por su bien.
Para romper esa dinámica, para recuperar respues-
tas articuladas en torno al valor y el coraje, es bueno
comenzar por una acertada aportación de Max Neef
(1991) al distinguir entre las necesidades (en este ca-
so él habla de la necesidad de protección) y los sa-
tisfactores, es decir las respuestas que damos para
atender a esas necesidades. Pues bien, distingue va-
rios tipos de satisfactores: Violadores o destructores
(como centrar la seguridad en armamentos y cuerpos
especiales de seguridad); Pseudo-satisfactores (los
chivos expiatorios, la prostitución); Inhibidores (la cen-
sura); Singulares (programas asistenciales, comedo-
res sociales); y Sinérgicos (basados en apoyo mutuo
y la cooperación). Sin entrar en un análisis detallado,
nos interesa aquí distinguir entre los primeros y los úl-
timos, pues son muy pertinentes. Esa es la gran op-
ción de base: optar por enfoques que buscan fomen-
tar el control social y blindar la protección de nuestra
pequeña parcela o bien optar por propuestas basadas
en el apoyo mutuo y la cooperación autogestionada.
En la primera, muy reforzada por el miedo incontrola-
do, el escenario final más plausible es la división radi-
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cal de la sociedad entre unos grupos, cada vez más
reducidos, que logran un buen nivel de seguridad glo-
bal y el resto de la humanidad en condiciones cada
vez más precarias. Es un escenario frecuente en el
cine distópico de ciencia ficción, que tiene ya ejem-
plos reales: los rohinjas en Bangladesh, la franja de
Gaza, los guetos de marginación que existen en mu-
chas ciudades o, en España en concreto, el creciente
grupo de personas que viven en condiciones de vul-
nerabilidad, una parte significativa en una situación de
creciente exclusión. La segunda opción también es-
tá muy extendida, pero se sitúa, en general en zonas
marginales, alejadas de los centros de poder real, aun-
que difundiendo y poniendo en práctica modelos dife-
rentes de satisfacer las necesidades humanas, no so-
lo las realizadas con la seguridad, sino con el resto de
las que proponía Maxlow. Es un enfoque solidario que
requiere de coraje y virtudes cívicas
Se trata de una opción drástica; inclinarse por una
conducta timorata, acobardada, que casi se reduce a
un insolidario sálvese quien pueda, o por una conduc-
ta asertiva, solidaria y valiente que parte de que la so-
lución solo es posible si tiene en cuenta a todas las
personas. Es además la opción antes mencionada:
quedarse en pequeños parches que no afrontan la raíz
de estos peligros, el modelo socio-económico domi-
nante, en lugar de un modelo radicalmente distinto.
Tenemos que optar por lo segundo y, a partir de esa
opción, afrontar con cierto rigor, pero sabiendo que la
tarea no es en absoluto sencilla, la búsqueda de las
mejores estrategias para afrontar los riesgos y superar
los miedos (Sunstein, 2009) avanzando hacia una so-
ciedad más justa y más solidaria. Son muchas y diver-
sas las propuestas que se están haciendo en estos
momentos, en general desde sectores críticos con el
modelo dominante, con diversos grados de optimis-
mo o pesimismo, con más o menos sólidos grupos de
intervención social y política (García Moriyón, 2019).
Los límites de este artículo no permiten un tratamien-
to detallado de esas propuestas. No elude el problema
planteado por el título; hemos apuntado a la raíz de
ese poder y sus negativas consecuencias, y la pro-
puesta global apunta también a la raíz, siguiendo un
potente principio agustiniano: ama y haz lo que quie-
ras. Adaptado a nuestro tema, sed valientes y manos
a la obra. Llevando la contraria a los bellos versos de
Sabina, no cuesta tanto y desde luego ser cobarde no
merece la pena y termina costando mucho más.
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