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¿Sirven para algo las ciencias sociales?
Desafíos a la investigación social y responsabilidad de la comunidad científica
Lección Inaugural del Curso Académico 2019-2020
Universidad Rey Juan Carlos
17 de septiembre de 2019
Manuel Martínez Nicolás
Agradezco al Sr. Rector, el profesor Javier Ramos, que me confiase esta lección
inaugural del curso 2019-2020, y bien sabe él no solo que acepté de manera
inmediata, sino que allí mismo, en aquella reunión a mediados de julio, le propuse el
tema que trataría, el de los retos, o algunos de los retos, que deben afrontar las
ciencias sociales en la actualidad. Lo tuve claro desde el primer momento, porque
creo que este es un asunto sobre el que merece la pena reflexionar en una
universidad con una importante implantación de estas áreas de conocimiento, y le
agradezco la oportunidad que me da de hacerlo en el marco de un acto tan especial
como el de la apertura del curso académico.
Debo comenzar, no obstante, pidiéndoles excusas por el título quizá
innecesariamente provocativo de esta lección, con ese interrogante descarnado sobre
si sirven para algo las ciencias sociales. Y digo que es un título innecesariamente
provocativo porque, siendo yo un científico social, la respuesta a aquella pregunta no
puede ser más que afirmativa, de un sí rotundo. Nadie que esté muerto puede echar
paladas de tierra sobre su propia tumba, por lo que, estando vivos y ganándonos la
vida con esto, no esperen ustedes que seamos los propios científicos sociales
quienes reunamos argumentos para declarar la muerte, y ni tan siquiera la inutilidad,
de nuestras disciplinas. ¿Sirven para algo las ciencias sociales? Desde luego que
sirven para algo. Pero eso, estimados colegas, hay que demostrarlo, y las cosas se
están poniendo para nosotros algo más exigentes de lo que solían.
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En la breve nota de presentación de un congreso sobre las relaciones que
mantienen actualmente el mundo académico y la sociedad, celebrado en abril pasado
en la Universidad de Manchester, la organización Civic Sociology advertía de que una
de las grandes paradojas que debemos afrontar en el inicio de este siglo XXI es que
nunca antes en la historia de la humanidad ha tenido el conocimiento científico un
papel tan fundamental en el desarrollo de la vida humana, ya sea en el trabajo, en la
política, la economía, la salud, la educación y en cualquier otro ámbito de la vida
cotidiana, pero que tampoco nunca como ahora se había advertido una tan creciente
y generalizada desconfianza en el trabajo de los expertos, los académicos y, en
general, de quienes nos dedicamos profesionalmente al trabajo de producir
conocimiento. E invitaba Civic Sociology a reflexionar no solo sobre los desafíos que
debe encarar en este contexto la actividad científica, sino, especialmente, sobre la
responsabilidad que nos compete a los propios científicos en el advenimiento de esta
crisis de confianza en la ciencia, revisando a conciencia nuestras prácticas, intereses
y formas de hacer, porque es posible que ahí radique en parte el origen de ese
creciente distanciamiento con respecto a la sociedad.
Ciertamente, como señalaban en 2013 un grupo de científicos holandeses en
un punzante documento titulado Por qué la ciencia no funciona como debería y qué
hacer al respecto; ciertamente, decía, la ciencia mantiene sin duda una muy sólida
reputación social, suscitando una confianza muy superior a la que la gente tiene en
otras instituciones sociales, muy por encima del sistema político, las grandes
empresas, los sindicatos, los bancos, la judicatura o los medios de comunicación.
Pero esta posición favorable estaría tan consolidada como abierta a múltiples riesgos
de erosión, y que no contribuyen a paliar los casos de deshonestidad científica que
recurrentemente saltan a la luz pública; las relaciones no siempre transparentes de la
investigación científica con la industria y los gobiernos; y quizá tampoco las excesivas
expectativas que la sociedad tiene depositadas en la ciencia para resolver problemas
acuciantes, que minan su credibilidad cuando esas soluciones se demoran o
simplemente no están a la altura de lo esperado y exigido. Con todo, esos riesgos
podrían conjurarse extremando la vigilancia y el control sobre las normas
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deontológicas que rigen la práctica científica, y reforzando la educación de la
ciudadanía para que disponga de un conocimiento cabal sobre las posibilidades y los
límites de la ciencia.
No obstante, estos mismos científicos holandeses advierten de que quizá no
baste con este tipo de iniciativas para lidiar con los desafíos actuales, ya que las
relaciones entre la ciencia y la sociedad se están viendo sacudidas por algunas
dinámicas sociales que plantean retos totalmente desconocidos hasta ahora. Entre
ellos, y de manera destacada, la sobreabundancia de información disponible y
circulante en las sociedades modenas, incluida, obviamente, la información científica,
o pretendidamente tal, y esta situación estaría socavando las relaciones de autoridad
tal y como venían operando hasta ahora. En la base de estas nuevas dinámicas
sociales sitúan estos autores la revolución de las comunicaciones propiciada por la
digitalización, una forma un tanto pomposa de referirnos a algo que cualquiera de
ustedes conoce de primera mano: internet. Piensen ustedes simplemente en su día a
día, e intenten simplemente recordar aquellos de más edad su día a día de hace no
más de 15 o 20 años, y podrán captar con total justeza por qué hablamos de
revolución, y por qué razón probablemente sea este de la digitalización el fenómeno
más característico y definitorio de nuestra época.
Como bien sabemos quienes nos dedicamos al estudio de la comunicación, la
revolución digital ha subvertido de una manera radical los flujos de la comunicación
pública en nuestras sociedades, que hasta hace poco se organizaban verticalmente,
de arriba abajo, desde los expertos en cualquier campo de la actividad humana al
público en general, contando con la intervención mediadora de quienes controlaban,
generalmente con criterios profesionales, los medios de comunicación masiva.
Aquella organización vertical ha quedado abolida con el advenimiento de internet y la
revolución digital, que abre la posibilidad de comunicar públicamente a cualquiera que
disponga de un mínimo equipamiento tecnológico (un teléfono móvil, por ejemplo) y
de una mínima competencia en su manejo. El antiguo flujo vertical de la comunicación
pública, de arriba abajo, ha quedado definitivamente sustituido por los modernos
flujos horizontales, de lado a lado, de quien quiera que sea a quien quiera que sea,
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facilitando la organización eficaz y diversificada de esas intrincadas redes de
intereses específicos que conforman el complejo ecosistema comunicativo
contemporáneo.
Esta profunda transformación propiciada por la revolución digital ha traído
indudables beneficios, entre ellos esa llamada “democratización” de la información y,
más aún, del conocimiento, que con tanto ahínco airean los apologetas de este nuevo
mundo digital. Pero no es menos cierto que la accesibilidad prácticamente irrestricta
que permiten estas tecnologías de la comunicación ha traído también consigo algunas
consecuencias no deseadas, siendo quizá la más llamativa el crecimiento hipertrófico
de la información disponible en el entorno digital. E información en muchas,
muchísimas ocasiones, sin discriminar, fragmentaria, sin el adecuado contexto y
matiz, sirviendo entonces de caldo de cultivo para la propagación de rumores,
inexactitudes, falacias y simples mentiras que la mayoría de la gente no tenemos
modo de identificar.
En ese viscoso hervidero digital, el saber experto tiene prácticamente las
mismas posibilidades de abrirse paso que las de cualquiera dispuesto a decir
cualquier cosa sobre cualquier tema, teniendo que competir por la atención pública
con prescriptores, influencers, youtubers, bloggers y cualquier otra forma que pueda
adquirir el liderazgo de opinión en el ciberespacio. Y no estoy hablando de majaderos
que publican chistes de mal gusto, o de adolescentes que recomiendan zapatillas
deportivas. Estoy hablando, por ejemplo, de los serios movimientos organizados que
están detrás de la creencia en la eficacia curativa de las llamadas pseudoterapias; del
rechazo abierto por parte de algunos sectores de la población a la conveniencia de la
vacunación para prevenir enfermedades contagiosas; de la contestación, también ya
fuertemente instalada en el sistema político, a las tesis del cambio climático; o de la
resistencia de algunos grupos de padres y madres a la escolarización obligatoria de
sus hijos e hijas. Creencias, rechazos, contestaciones y resistencias que proliferan y
se instalan contra toda evidencia científica, contra el amplísimo consenso científico
existente al respecto.
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Probablemente, estos fenómenos no sean exclusivos de nuestra época. Pero
quizá nunca como ahora esta posibilidad de desafiar públicamente al saber experto, o
al menos de relativizarlo o de cuestionarlo abiertamente, de reducirlo incluso a un
punto de vista o un parecer más en disputa con otros tenidos por igualmente válidos y
legítimos; nunca antes, decía, esta posibilidad había contado con un entorno tan
favorable para ganar la atención y el crédito del público como el propiciado por la
revolución digital. Puede que esa brecha que comienza a abrirse en la confianza y el
crédito de que tradicionalmente ha disfrutado la actividad científica no haya alcanzado
todavía la dimensión suficiente como para tener que activar las alarmas de un modo
precipitado. Pero es indudable que la brecha se ha abierto, y está socavando, lenta
pero ininterrumpidamente, el ascendiente social, la capacidad de influencia y de
ilustración pública que hasta ahora habían ejercido sin excesivos obstáculos los
expertos, los académicos, y, en general, quienes nos dedicamos profesionalmente,
como decíamos, al trabajo de producir conocimiento. Nuestra auctoritas, el ser
depositarios de un “saber socialmente reconocido” basado en el prestigio y el mérito,
por definirlo con el romanista Álvaro d’Ors; nuestra auctoritas, decía, está ahora en
cuestión.
Esta problemática nos interpela al conjunto de la comunidad científica, desde
luego, independientemente de las disciplinas que practiquemos. Pero quizá estemos
siendo los científicos sociales los más renuentes a reconocer y aceptar la magnitud
de estos nuevos desafíos. Y eso, quizá también, porque los casos más notorios y
socialmente relevantes de esas crecientes actitudes de rechazo, contestación y
resistencia a los consensos científicos (pseudoterapias, vacunas, cambio climático y
otros) raramente afectan a aquellas parcelas del conocimiento de las que nos
ocupamos los científicos sociales. Pero se trata de un espejismo. Raramente, como
digo, se cuestiona públicamente lo que decimos; pero los indicios apuntan a algo
peor, y desde luego mucho más lacerante: que comience a cuestionarse si lo que
decimos, si lo que investigamos, si el conocimiento que generamos tiene algún interés
para la sociedad, si sirve para algo, si merece la pena, en fin, invertir recursos en la
investigación que hacemos los científicos sociales.
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Hace ahora un año, a finales de octubre de 2018, la presidenta del Australian
Research Council (el equivalente a nuestra Agencia Estatal de Investigación) reveló
en una comparencia ante el Senado australiano que el entonces Ministro de
Educación de ese país, el Sr. Simon Birmigham, vetó en las convocatorias de 2017 y
2018 once proyectos de investigación previamente propuestos para financiación por
la agencia australiana. El sistema de evaluación de los proyectos presentados a
convocatorias públicas de esta índole, universalmente generalizado, es, como bien
saben mis colegas aquí presentes, el de la “revisión por pares”, de manera que son
los comités de expertos en cada campo de conocimiento quienes se encargan de
valorar la calidad de las propuestas y decidir si merecen o no la financiación solicitada
para su desarrollo. Australia dispone de un sistema de evaluación científica
extremadamente riguroso, y su Research Quality Framework (esto es, el protocolo
para la valoración de la calidad de la investigación) se encuentra, sin duda, entre los
más completos y exigentes del mundo. Pero mantiene esta extraña anomalía: el
Ministro de Educación tiene la última palabra en la decisión de otorgar o no
financiación a un proyecto previamente aprobado por la comunidad científica sin
necesidad de motivar esa decisión, y a los solicitantes simplemente se les notifica la
denegación, sin advertirles de la intervención ministerial. Esta prerrogativa raramente
ha sido ejercida por los titulares del cargo, pero el Sr. Birmingham la utilizó en 11
ocasiones en los tres años escasos que ocupó el Ministerio de Educación australiano.
Pueden ustedes imaginar el enorme revuelo e indignación que la revelación del
veto ministerial provocó entre la comunidad científica australiana e internacional, con
una severísima reprobación de la interferencia política en decisiones que solo
debieran competer al propio sistema científico, y enérgicas apelaciones a la
necesidad de proteger la independencia del ámbito académico a la hora de valorar la
calidad científica y la prioridad que deba otorgarse a una propuesta de investigación.
En cualquier caso, y es aquí donde quería llegar, no deja de ser sintomático que
todos los vetados por el ministro Birmingham fuesen proyectos de investigación del
ámbito de las humanidades y de las ciencias sociales.
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Hecha la revelación y encolerizada la comunidad científica, el ministro
Birmingham despachó la cuestión con un simple tuit en el que decía lo siguiente:
"Estoy bastante seguro de que la mayoría de los contribuyentes australianos
prefirieron que su dinero se usara para otras investigaciones en vez de gastar
135.000 euros en proyectos como Las artes post-orientalistas del Estrecho de
Gibraltar". En buena lógica populista, el ministro echó mano de un proyecto que, por
su título, parece quedar un tanto a desmano de Australia y de lo que podría interesar
a los australianos. Pero se trataba de una propuesta que pretendía analizar las
relaciones interculturales entre el Norte de África y Europa mediante el análisis de las
imágenes pictóricas, fotográficas y de cualquier índole que nos hemos ido
intercambiando en una región, el Mediterráneo occidental, con un históricamente
intenso contacto cultural, y que están, esas imágenes, en la base de los estereotipos
sobre los que anidan las actitudes xenófobas que alimentan a día de hoy conflictos y
decisiones políticas de enorme trascendencia en nuestras sociedades. Estudiar la
génesis de esas actitudes en las artes icónicas no es, pues, un mero capricho
académico resultado de la excentricidad o extravagancia de un científico desnortado.
Pero tanto da este caso particular, porque entre los proyectos vetados por el
ministro Birmingham había uno que proponía estudiar el impacto de la revolución rusa
y el comunismo soviético en el cine comercial de Hollywood tras la depuración
emprendida por el senador McCarthy en los años 50; y otro sobre el aprovechamiento
de los espectáculos mediáticos asociados al deporte profesional para promover entre
los ciudadanos actitudes y prácticas favorables a la sostenibilidad medioambiental; y
otro más sobre las representaciones de la diversidad sexual en el cine y en la
televisión australianos; y otro que pretendía analizar las dinámicas actuales del
comercio internacional. En definitiva, el ministro Birmingham disparó contra todo lo
que se movía (o contra todo a lo que sus prejuicios le movían), pero disparó
sistemáticamente en una misma dirección, cuestionando abiertamente que este tipo
de proyectos vinculados a las humanidades y a las ciencias sociales fuesen
merecedores de invertir en ellos el dinero de los contribuyentes. Al cabo, no era sino
una forma de decir que no confiaba en el valor de esos trabajos, en su interés para la
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comunidad, en lo que pudieran aportar para resolver los retos que deben encarar
nuestras sociedades. Y eso constituye un enorme desafío para nosotros, los
científicos sociales, porque se nos está inquiriendo, como decía antes, si lo que
hacemos, si el conocimiento que generamos, sirve para algo, si merece la pena
dotarlo de los recursos que nos permitan desarrollarlo.
Podemos tener la tentación de rebajar este episodio australiano a la condición
de una mera anécdota propiciada por esa anomalía de que un ministro pueda revocar
el juicio favorable de la comunidad científica amparado en sus particulares filias y
fobias. O incluso que, más sofisticadamente, lo mueva su voluntad de dirigir las
prioridades de la investigación hacia aquello que concuerda con su ideario político, en
donde asuntos como la promoción de la sostenibilidad medioambiental, la
representación de la diversidad sexual, o la situación del comercio internacional no
merecerían especiales desvelos. Podemos tener la tentación, decía, de despachar el
asunto considerándolo una mera anomalía australiana, pero sería un error.
En aquel documento que les mencioné al comienzo de mi intervención, titulado
Por qué la ciencia no funciona como debería y qué hacer al respecto, los autores
(cuatro científicos holandeses, recuerdo); los autores, digo, abordan el complejo
problema de cómo valorar la calidad de la investigación científica, y no tienen
empacho en afirmar (y cito textualmente) que “exagerando solo un poco, podríamos
decir que miles de artículos científicos escritos y publicados en las universidades
holandesas durante el último curso pueden ser metodológicamente sólidos, pero no
podemos estar seguros de que toda esa investigación sea realmente de alta
prioridad”. Critican estos autores los indicadores más extendidos internacionalmente
para determinar la calidad de la investigación, basados en lo que jocosamente
denominan el “conteo de habichuelas”; es decir, el conteo del número de citas que un
trabajo recibe por parte de otros científicos. Si son muchas las habichuelas, la calidad
del trabajo es indudable; si son pocas, su calidad debe ser indudablemente peor.
Lo que para estos autores falla en este procedimiento es que, y cito de forma
textual, “idealmente, la calidad de la investigación debe derivarse de la relevancia del
tema elegido y del impacto real que los resultados obtenidos tengan sobre el
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problema observado”. Y aunque reconocen que la apreciación del valor y la calidad
de la investigación debe ajustarse a las peculiaridades de cada una de las disciplinas
científicas, y que no es lo mismo investigar en biomedicina o en ingeniería informática
que hacerlo en antropología o en sociología; aunque reconocen, decía, que ese
“ideal” centrado en el “impacto real de los resultados de la investigación” debe
amoldarse a las posibilidades de cada disciplina, no dudan tampoco en afirmar, y cito
de nuevo textualmente, que “también en las ciencias sociales existen serias dudas
sobre la valoración de la calidad a partir del número de citas que recibe un
trabajo. También hay mucho debate –continúan– sobre la necesidad de discutir el
factor de relevancia social, además de la calidad estrictamente científica”. Y rematan
estas reflexiones con una batería de incomodísimas preguntas dirigidas a las
humanidades, pero que deberíamos atender también los científicos sociales: “¿No es
extraño –dicen– que nunca se discuta el uso de tanta investigación en humanidades?
Dicho de otra manera: ¿cuánta de este tipo de investigación necesita realmente
nuestra sociedad? [...] ¿Está la sociedad conteniendo la respiración por los resultados
que se obtienen? Obviamente –agregan–, para una parte limitada de esa
investigación es posible encontrar una justificación social directa, pero ese límite no
está preestablecido naturalmente”. Es decir, aclaro, es un límite que hay que extender
procurando ampliar cada vez más la “justificación social” de la investigación que
hacemos. Como decía, son preguntas incómodas, dolorosas incluso, pero, concluyen
estos autores, auque no sea de esperar que el debate sobre estas cuestiones arroje
una respuesta inequívoca, en ningún caso debemos rehuir ese debate.
Un debate, pues, oportuno, y que no viene espoleado por la ocasional
intervención de un ministro australiano que veta proyectos de humanidades y ciencias
sociales con la grosera excusa de que el dinero de los contribuyentes estaría mejor
empleado en otras cosas, sino que, como vemos, está plenamente instalado en la
propia comunidad científica. Y lo que se plantea en ese debate, digámoslo ya sin
rodeos, es que no debemos estar ocupados exclusiva, ni quizá incluso
prioritariamente, en conseguir la mayor cantidad posible de citas de nuestros colegas
para los trabajos que publicamos. Que no es ese el valor, o no es solo ese el valor
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que se espera de nuestro trabajo, sino que debemos esforzarnos en acrecentar el
valor social de la investigación que hacemos. Que debemos esforzarnos, en fin, en
que el conocimiento que generamos tenga un impacto real, en la propia realidad de
los asuntos o problemas de que nos ocupamos. Lo que se nos está reclamando en
este debate no es que nos aboquemos a un utilitarismo ramplón, sino simplemente
que, también en el ámbito de las ciencias sociales, nos tomemos realmente en serio
eso que en la jerga burocrática se denomina “transferencia de conocimiento” a la
sociedad. Porque entre aquel utilitarismo ramplón y la comodidad de las torres de
marfil académicas hay, sin duda, un enorme espacio para una creatividad científica
dispuesta a demostrar que los saberes que produce sirven para algo.
Pero detengámonos un momento. Rebajemos este tono admonitorio, de
reproche y conminación, y miremos la investigación social que estamos haciendo con
mayor lucidez, y también con mayor justicia. Y lo voy a hacer mirando simplemente a
mi alrededor, a la investigación que hacemos en el ámbito en el que yo mismo
trabajo, el de la comunicación, a aquello sobre lo que ahora mismo están trabajando
mis colegas en las facultades de Comunicación. ¿Acaso no sirve de nada, o sirve de
poco, estudiar las representaciones de la diversidad sexual en entretenimientos
masivos como el cine y las series de televisión, que pueden estar contribuyendo a la
estigmatización, la discriminación e incluso la violencia física contra quienes tienen
preferencias y conductas distintas de las dominantes? ¿Acaso es ocioso analizar de
qué manera puede mejorarse el aprovechamiento de las nuevas herramientas
digitales por parte de la población mayor, que redundaría en su inclusión social y en
su bienestar físico? ¿Acaso es banal indagar en los procedimientos, ideas y prejuicios
con que los periodistas informan sobre el mundo de la política, que orientan en un
sentido u otro la formación de la opinión pública, influyendo incluso en la decisión de
voto de los ciudadanos? ¿Es acaso de poco interés proponer ideas para incentivar la
responsabilidad social de las grandes empresas y corporaciones, haciéndoles ver que
no solo deben aportar valor económico a sus accionistas, sino también contribuir al
progreso cultural, ético o ecológico de nuestras sociedades? ¿Es acaso estéril
investigar sobre la responsabilidad que debe asumir la publicidad en la promoción de
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comportamientos saludables, en el respeto a la dignidad de las mujeres o en el
fomento de valores morales (la solidaridad, la justicia) que mejorarían sin duda
nuestras vidas? ¿Acaso todas estas cuestiones en las que estamos trabajando
quienes nos dedicamos al estudio de la comunicación no tienen que ver con
problemas sociales reales y acuciantes? ¿Acaso son cuestiones que no interesan,
que no preocupan a la gente, que no tienen que ver con sus vidas, con su día a día?
¿Estamos los académicos, los científicos sociales, encerrados, insisto, en nuestras
torres de marfil universitarias, ajenas, ajenos, al pálpito del mundo y sus desventuras,
necesidades y urgencias? No, rotundamente no; desde luego que no. Y sin
embargo...
Y sin embargo, ese debate sobre la “justificación social” de la investigación que
hacemos, sobre el “impacto real” del conocimiento que generamos; ese debate al que
nos instan aquellos científicos holandeses, no solo es pertinente para las ciencias
sociales, sino que no debemos rehuirlo. Sí, en efecto: no estamos encerrados en
nuestras torres de marfil. Ocupamos nuestro tiempo en estudiar, analizar,
comprender, en proponer soluciones para los problemas, las inquietudes, los anhelos
y las iniquidades del mundo. El trabajo que hacemos los científicos sociales tiene
valor para la sociedad, desde luego que lo tiene. Bien, de acuerdo; pero eso hay que
demostrarlo. Es más: van a obligarnos a demostrarlo si queremos seguir siendo una
parte importante y respetada del sistema de producción del conocimiento científico en
nuestras sociedades. Porque lenta, pero persistentemente, con pruebas de ensayo y
error, con unos andares todavía indecisos y titubeantes, estamos asistiendo ya a un
formidable movimiento que está removiendo algunos de los criterios que hasta ahora
hemos venido utilizando para evaluar la calidad de la investigación científica y decidir
las prioridades en la asignación de unos recursos financieros siempre escasos. Las
nuevas reglas del juego científico nos están exigiendo, en definitiva, que
demostremos nuestra capacidad para transferir a la sociedad el conocimiento que
producimos. Y no bastará en adelante con argumentar sobre el potencial valor social
que pueda tener ese conocimiento, sino que deberemos demostrar, insisto, que
efectivamente ha servido para algo, que hemos logrado aportar soluciones a los
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problemas, las inquietudes, los anhelos y las iniquidades que estudiamos, analizamos
o intentamos comprender. Este desafío en busca de una ciencia más comprometida
con la sociedad incumbe a toda la comunidad científica, por supuesto. Pero creo que
incumbe especialmente a las ciencias sociales, en donde esas nociones de
transferencia, aplicabilidad o utilidad práctica del conocimiento han tendido a ser
vistas como un horizonte, una virtualidad ciertamente deseable, pero no perentoria,
no buscada con determinación, a diferencia de lo que sucede en otros ámbitos, como
las ciencias biomédicas o las vinculadas al desarrollo tecnológico.
El movimiento hacia ese cambio que otorga al “impacto social” una posición
reforzada en la determinación de las prioridades científicas es, como decía,
formidable, aunque no haya alcanzado todavía, al menos con carácter universal, ese
punto crítico que obligue a los investigadores sociales a tomarlo seriamente en
consideración cuando planean sus líneas de trabajo y redactan sus proyectos de
investigación. Por situar en algún momento el punto de inflexión en el que esa
inquietud comienza a plasmarse en documentos programáticos, debe mencionarse,
sin duda, el programa Horizonte 2020 de la Unión Europea, la mayor iniciativa de
investigación e innovación científica emprendida nunca en Europa, en vigor desde
2014 con el título genérico de Investigación e Innovación Responsables: ciencia con y
para la sociedad, una etiqueta en la que lo importante y novedoso no fue la
preposición “para”, sino la preposición “con”. Ciencia “para” la sociedad, por supuesto;
pero también “con” la sociedad. Esa idea de “investigación e innovación
responsables”, y cito ahora textualmente los documentos de la Comisión Europea,
“implica que los actores sociales (investigadores, ciudadanos, responsables políticos,
empresas, organizaciones del tercer sector, etc.) trabajan juntos durante todo el
proceso de investigación e innovación para conectar mejor tanto el proceso como sus
resultados con los valores, necesidades y expectativas de la sociedad”. Conviene
retener especialmente que esta llamada a la investigación responsable insta
explícitamente a los científicos no solo a “tomar en consideración” los valores,
necesidades y expectativas de la sociedad, sino a “trabajar junto con” el resto de los
actores sociales como método para alcanzar esos propósitos. O, por decirlo de un
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modo más contundente, lo que se nos plantea es que solo trabajando “con” la
sociedad podremos justificar adecuadamente que estamos trabajando “para” la
sociedad. Por eso el programa Horizonte 2020 ha impulsado de forma explícita, y cito
de nuevo, “la colaboración entre investigadores y ciudadanos en el ciclo de la
investigación, desde la definición de las prioridades que debe atender la investigación
hasta la explotación de los resultados [...]; y eso requiere no solo debates abiertos,
sino también la participación activa de los usuarios y de todas las partes interesadas”.
El desafío está, pues, claramente planteado, y probablemente el programa que
sustituirá al Horizonte 2020, llamado Horizonte Europa, no hará sino profundizar en
esta exigencia de “trabajar junto con” la sociedad para espolear el compromiso social
de la actividad científica.
Estas nuevas reglas de juego están ya modificando en muchos campos de las
ciencias sociales las prácticas investigadoras; esto es, el modo en que se encara el
planeamiento, la ejecución y la explotación de los resultados de los proyectos de
investigación. Y encontrarán ustedes una ya abundante literatura científica con
indicaciones, recomendaciones y experiencias para hacer eso que en el ámbito
anglosajón se llama ahora “co-producción científica”, y que a quienes nos hemos
socializado en culturas científicas en las que la denominada “investigación-acción” o
“investigación participativa” siempre ha sido una opción epistemológicamente
fundamentada y asiduamente practicada; a nosotros, digo, la supuesta novedad de la
“co-producción científica” nos suena inevitablemente a un redescubrimiento del
Mediterráneo en los campus anglosajones.
Pero no despachemos esto con un displicente “ah, bueno, se trataba de eso”.
Porque sí, se trata de eso, de “trabajar junto con” la sociedad haciéndoles co-
partícipes del proceso de la investigación, pero ahora ya de una forma generalizada y
sistemática, explorando a conciencia todas las posibilidades de esa intervención
social en el planeamiento, la ejecución y la explotación de los resultados de nuestros
proyectos de investigación. En las convocatorias del Plan Estatal de Investigación a
las que acudimos los investigadores en España en busca de financiación, se reserva
una pequeña parte de la puntuación que recibe una propuesta (entre el 10% y el 20%)
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al llamado “impacto científico-técnico” que los solicitantes esperan generar con el
proyecto, incluyendo la capacidad que tendrá de transferir conocimiento a sectores
económicos, profesionales o a la sociedad en general. Y los más esforzados
acompañan esas previsiones con cartas de entidades o instituciones que declaran su
interés por los resultados que puedan obtenerse. Pero ahí acaba prácticamente la
exigencia sobre esta cuestión.
Lo que se plantea ahora con el requerimiento de “trabajar junto con” la sociedad
no es obviamente esto, sino algo más exigente. Lo que se plantea es que si se
propone un proyecto, pongamos por caso, sobre el tratamiento informativo de la
inmigración en los medios de comunicación, la decisión sobre qué aspectos de esa
cuestión merecen ser estudiados no la tome solo el investigador sobre la base de la
revisión de la literatura científica existente sobre el tema, sino que incorpore a ese
proceso a los propios periodistas, a la población inmigrante, a las organizaciones no
gubernamentales y a cualquier otra instancia que pudiera estar concernida, de modo
que sus específicas “necesidades de conocimiento”, por así decir, queden recogidas
ya en el diseño del proyecto. Y que todos esos actores concernidos participen
activamente en el desarrollo de los trabajos. Y que, una vez finalizada la
investigación, los destinatarios principales del conocimiento obtenido; esto es, los
periodistas cuyo desempeño informativo se ha analizado, reciban un retorno que les
permita ajustar, reconducir o simplemente cuestionar el trabajo que hacen. Y todo eso
con un riguroso seguimiento por parte de la agencia financiadora, que podría
convocar a todos estos co-partícipes sociales (periodistas, inmigrantes,
organizaciones no gubernamentales, etc.) para que informen de su intervención en el
desarrollo del proyecto y de la utilidad que para ellos ha tenido esa investigación.
Creo que basta con este ejemplo para ilustrar qué significado concreto tiene
ese “trabajar junto con” la sociedad al que nos conminan esas nuevas reglas del
juego científico que mi querido amigo y colega Marcelo Martínez Hermida llama
“investigar con base social”. Estas prácticas investigadoras generarán tensiones y
resistencias, porque son realmente un desafío. Como dice Beverly Holmes, profesora
de la Simon Fraser University de Canadá, y la cito textualmente, “poner en
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funcionamiento la «co» en la co-producción –un prefijo que implica conjunción,
reciprocidad, puesta en común– no es una tarea fácil [...]. Comprometerse con la co-
producción científica [...] requiere clarificar los roles en el proceso de investigación,
atender a los desequilibrios de poder entre investigadores y legos, enfrentar
discusiones complicadas sobre si debe primar el rigor científico o la relevancia de lo
que se estudia, y exige un constante control y vigilancia del proceso”.
No es tarea fácil, en efecto; y es posible que a algunos científicos sociales, o a
la mayoría, esto les suene a música celestial, o, en el mejor de los casos, que
consideren que esta forma de plantear la investigación es directamente impracticable.
Ciertamente, la posibilidad de practicar estas modalidades de “co-producción
científica”, de “investigación con base social”, dependerá de las características de las
distintas disciplinas científicas y de las particularidades de los diversos campos de
investigación. En ocasiones será posible, y otras veces no, y eso forma parte del
debate abierto actualmente. Pero, como quiera que sea, lo cierto es que, como les
decía, el movimiento que empuja en esta dirección está siendo formidable, y resulta
ya imparable cuando las propias agencias y organismos estatales encargados de
evaluar la actividad científica han comenzado a incorporar a sus protocolos
indicadores para valorar el grado de compromiso social, de “trabajo junto con” la
sociedad, de transferencia de conocimiento, en fin, que puedan acreditar los
proyectos solicitados. Más en unas disciplinas que en otras, más en unos campos de
la investigación social que en otros, pero debemos estar seguros de que de eso va a
depender cada vez el éxito de nuestras propuestas, y la posibilidad misma de que
podamos continuar investigando en buenas condiciones. Haríamos bien, pues, en
fijarnos hacia dónde van caminando los sistemas de evaluación científica más
avanzados para ir vislumbrando el horizonte que tenemos delante.
Por ejemplo, el International Development Research Centre, una institución
canadiense dedicada a la promoción y financiación de estudios sobre el desarrollo,
tiene bien claro, y cito textualmente, que “la preocupación de la ciencia por generar
descripciones y explicaciones de los mundos natural y social no puede considerarse
ya una empresa exclusivamente académica, aislada de las preocupaciones de la
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sociedad sobre los objetivos sociales que merece la pena alcanzar”. Y con ese
propósito de afianzar el vínculo entre ciencia y sociedad puso en marcha en 2016 un
protocolo de evaluación de la calidad de los proyectos que financia, el Research
Quality Plus, apoyado en cuatro criterios, y solo uno de ellos toma en consideración la
pertinencia y el rigor científico-técnico de las propuestas. Los otros tres criterios o
dimensiones que se evalúan tienen que ver con la valoracion de en qué medida la
investigación planteada incorpora las preocupaciones e ideas de las personas o
grupos sociales concernidos; con la apreciación de la importancia y el valor que
pueda tener el conocimiento que se genere para los usuarios o destinatarios
previstos; y, en fin, con la estimación de si los resultados obtenidos, en el sentido de
productos tangibles (protocolos de actuación, códigos de conducta, desarrollos
tecnólógicos, etc.) han sido elaborados de modo que acrecienten la probabilidad de
que vayan a ser efectivamente utilizados por las personas o grupos implicados. Y eso,
atención, evaluado no solo por comités de expertos científicos mediante el usual
sistema de revisión por pares, sino atendiendo directamente las opiniones y
pareceres de los usuarios y beneficiarios no académicos de la investigación.
Subiendo un peldaño más, porque se trata ya de criterios establecidos por
organismos estatales competentes en la selección de proyectos y la asignación de
recursos, el Research Excellence Framework británico (esto es, el protocolo para la
valoración de la excelencia de la investigación) incorporaba hasta la reforma
promovida en 2014 una denominada “declaración de impacto” que, como sucede
actualmente en España, se reducía a una mera declaración de los investigadores
sobre el “impacto social previsible” del proyecto presentado. Se trataba, como también
en España actualmente, de una declaración ex ante; es decir, de una previsión
realizada antes de ejecutar la investigación. La reforma de 2014 ha ido un paso más
allá para incluir no solo la evaluación del impacto social ex post (esto es, el impacto
de los resultados efectivamente obtenidos), sino que encarga la valoración del mismo
a comités mixtos integrados por expertos científicos y por los usuarios finales de esos
resultados (asociaciones cívicas, empresas, colectivos profesionales, grupos de
interés, etc.). El Research Quality Framework australiano incorporó mucho antes
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procedimientos similares; y en Holanda se está trabajando desde 2017 en esa misma
dirección.
Estos cambios en las ideas sobre la calidad y la excelencia de la investigación,
y en los indicadores y procedimientos para valorarla, están siendo, ciertamente,
contestados por algunos sectores de la comunidad científica. Los académicos
renuentes argumentan, y no les falta razón, que el “impacto” de la investigación social
es muy a menudo indirecto, que no siempre es evidente ni inmediato, que en muchas
ocasiones solo es valorable en el largo plazo y, por tanto, no es fácilmente atribuible
al esfuerzo de investigación continuada y sistemática que puede haberlo generado.
Todo esto es razonable, por supuesto.
Pero quizá estas objeciones sean excesivas para el calibre de lo que se nos
está exigiendo ahora. Se nos exige simplemente que no rehuyamos el debate sobre
qué hacer para fortalecer el valor social de la investigación científica, y sobre cuáles
son las mejores prácticas para alcanzar ese propósito y cuáles los procedimientos
más adecuados para evaluar en qué medida lo hemos conseguido. En el fondo,
simplemente se nos está pidiendo que en vez de estar permanentemente pendientes
del factor de impacto de las revistas en las que publicamos, de la cantidad de citas
que reciben nuestros trabajos y de la posición que ocupamos en los ránkings
bibliométricos; que en vez de estar casi solo pendientes de esto, procuremos también
acercarnos algo más a la gente para poder estar un poco más seguros de que la
investigación que hacemos sirve realmente para algo, que sirve realmente para
alguien. Simplemente se nos está pidiendo eso.