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La vida de las cosas y las
formas del conocimiento:
desafíos para hacer
otras antropologías*
Luis Alberto Suárez Guava
Universidad de Caldas
En memoria de Roberto Gómez y Helí Valero
* Este texto es uno de los productos del proyecto de investigación ID PPTA 7353 ID PROY 7527
de la Vicerrectoría de Investigación de la Ponticia Universidad Javeriana. Versiones preliminares de
este escrito fueron puestas en discusión en las reuniones semanales del Grupo de Estudios Etno-
grácos, que empezó reuniéndose en la Ponticia Universidad Javeriana y luego lo hizo en otros
lugares. Allí hubo polémicas que me permitieron aclarar los alcances y las ideas centrales gracias a los
acuerdos y al disenso que, a partes iguales, caracterizaron a esas reuniones. Estas páginas, por lo tanto,
no representan la posición del Grupo de Estudios Etnográcos ni de los autores de este volumen en
relación con la antropología, la etnografía, ni el estudio de las cosas. No obstante, porque creo que el
conocimiento existe en el trabajo de grupos de personas y no tengo fe en la leyenda del investigador
solitario, debo decir que hay muchas voces parciales en este documento.
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Este artículo introductorio plantea que la antropología ha tenido sus grandes
momentos cada vez que volvió a descubrir que las cosas adquieren vida, pero que
las recientes formas de estudiarla (giro ontológico o giro material) corren el riesgo
de no asir lo fundamental, dado que no se plantean un cambio en la forma de acer-
carse a esa vida. Para argumentarlo, presento, en la primera parte, un breve análisis de
la forma en que Marx y Tylor estudiaron la vida de las cosas. En la segunda parte,
expongo someramente algunos problemas y algunas virtudes del llamado giro onto-
lógico en antropología, con la aclaración de que no es la reciente notoriedad de esta
escuela la razón por la que se conformó este volumen. En la tercera parte, propongo
que el ambiente cultural para la emergencia de la renovada sensibilidad por la vida
de las cosas se encuentra pregurado en cierto cine de efectos especiales; sostengo que
los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos
ordinarios que nos constituyen. En otras palabras, que la sensibilidad de los giros
materiales parece fetichista y no laboral. En la cuarta parte, introduzco una discu-
sión sobre la vida y la muerte de la riqueza a partir de algunas enseñanzas de Roberto
Gómez y Helí Valero. Al nal, presento una apuesta en proceso que aspira tanto a
tejer una práctica etnográca con las manos sucias, y no violenta, como a labrar una prác-
tica etnográca teórica. Algunos de los textos incluidos en el presente volumen se
plantean ese tipo de trabajo, pero ninguno es producto de un cambio tal en la forma
de hacer etnografía.
Pensamos con cosas: las cosas en Tylor y Marx
La antropología se ha enfrentado desde sus inicios a la armación de la vida de obje-
tos, animales, plantas, piedras o accidentes del paisaje en diferentes sociedades. Parte
de lo que se espera de quienes hacen antropología es que provean una “explicación”,
académica o disciplinar, de las armaciones nativas, pero sobre todo del entramado
de las relaciones sociales en las que se involucran. No solo porque las cosas pueden
ser vistas como el referente material de las relaciones sociales entre personas (Larraín,
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Pardo y Castellanos, en este volumen), sino porque eventualmente las cosas son per-
sonas con “vida interior y con intención” (Gell, 1998; Torres, Holguín y Calderón, en
este volumen). Y las personas a veces ocupan cuerpos humanos y a veces otros cuer-
pos (Anzola; Calderón; Chaustre y González, en este volumen). Muchas cosas-per-
sona existieron antes que nosotros y seguirán existiendo luego de la desaparición de
los humanos, afectándose unas a otras y conformando el reino por excelencia de las
causas (Chaustre y González; García; Ospina, en este volumen).
Desde que Tylor, en 1871, propuso resolver los orígenes del pensamiento en la
idea del alma como la base sobre la cual han evolucionado todas las grandes religiones,
nos hemos venido encontrando con la evidencia de que, en contra de todas las aspiracio-
nes por privilegiar la agencia humana o las decisiones racionales, las cosas parecen
reclamar una importancia mayúscula en la conformación de la sociedad y en la con-
guración del mundo. Según Tylor, el pensamiento humano funciona según las mis-
mas leyes en todos los tiempos; postula que en el pasado lejano de la historia humana
existió “una rama losóca salvaje” a la que llama animismo. La idea de alma está
en el principio del pensamiento humano, y la idea de idea es una evolución de la
idea de alma. Pese a que empieza por mostrar cómo en sociedades distintas a la suya
ocurre la creencia de la existencia de las almas (y eso no fastidia al lector moderno,
quien también cree en su alma individual), Tylor aborda las formas más extrañas del
fenómeno cuando documenta la creencia en las almas de los objetos. Las primeras
anotaciones se reeren a los objetos que acompañan a las apariciones fantasmales en
diferentes sociedades: por ejemplo, la ropa y las cadenas de los condenados que se
aparecen en los caminos, o las velas y las campanas de las procesiones de las ánimas.
El autor concluye que estos objetos serían los fantasmas de los objetos y, por ende, las
almas de las cosas.
Tylor argumenta que la teoría de los espíritus de los objetos estaría en cercana
relación con “una de las más inuyentes doctrinas de la losofía civilizada”: la teo-
ría de la percepción y el pensamiento según Demócrito, que ve desarrollada en la
teoría epicúrea de la percepción (1958 [1871], pp. 80-81).1 Según Demócrito, las
cosas siempre están emanando imágenes (eidola) que viajan por el aire y se van
deformando en dicho viaje. Estas imágenes serían especies de membranas que afec-
tarían al ojo humano, de tal manera que este las percibe como reales, más o menos
de la misma forma y tamaño que las cosas de las que se desprenden. Otros tipos de
emanaciones afectarían a los demás sentidos. De esta manera, el pensamiento sería
formado por las impresiones que dejan esas emanaciones sobre ellos. La materia
prima del pensamiento serían las emanaciones que se desprenden del mundo y se
1 La misma fuente de Tylor es usada por Gell (1998) y en su versión traducida al castellano en este
texto.
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
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van deformando hasta afectar los sentidos (Tylor, 1958 [1871], pp. 81-82; Stanford
Encyclopedia of Philosophy, 2014). Otra forma de decirlo es que las cosas son la mate-
ria prima del pensamiento. Tylor no cree que esta teoría sea obra de Demócrito y, al
contrario, postula que es una derivación de “la doctrina salvaje de los objetos-alma”
(1958 [1871], p. 81).
La teoría epicúrea de las emanaciones, expuesta por Lucrecio en La naturaleza de
las cosas (1999, , vv. 49-101), explica:
que existen cuerpos a quien llamo
Simulacros, especies de membranas,
Que, de las supercies de los cuerpos
Desprendidos, voltean por el aire
Al azar, de continuo, noche y día,
Y el espíritu agitan con terrores,
Nos hacen ver guras monstruosas
Y espectros y fantasmas horrorosos
Que el sueño nos arrancan muchas veces…
Pues de la supercie de los cuerpos
Digo salir egies y guras
De gran delicadeza, que llamamos
Membranas, o cortezas, porque tienen
La misma forma y la apariencia misma
Que los cuerpos de donde se separan
Para andar por los aires esparcidas.
[…] Y puesto que sucede lo que digo,
Debe la supercie de los cuerpos
Enviarnos imágenes iguales.
Aunque sutiles; porque de otro modo
No se puede explicar cuál es la causa
De que existan guras tan groseras,
Más bien que las sutiles y delgadas,
Siendo la supercie de los cuerpos
De innitos corpúsculos compuesta,
Los que apartados pueden conservarse
En el orden y la forma que tenía,
Y arrojarse con tanta ligereza
Cuanto menos obstáculos se oponen,
Por ser tan delicados y sutiles
Y estar en supercie colocados.
Se colige entonces que, según los epicúreos, nuestra experiencia del mundo es
producto de las emanaciones de las cosas, que viajan por el aire para afectarnos bajo
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la forma de cáscaras o membranas o pieles que tienen “la misma forma y la aparien-
cia misma” de las cosas. Allí, Tylor ve el origen de “la doctrina de las ideas”. Explica
que el término idea, que en principio se refería a “la forma visible” o a “las formas
abstractas o a la especie de los objetos materiales” (Tylor, 1958 [1871], p. 82), y que
era cercana a la noción de simulacra e imagen, se transformó en el agente por exce-
lencia del pensamiento. No hay gran distancia entre decir que pensamos con ideas y
decir que pensamos con simulacros o imágenes. Dicho de otra manera, la noción de
idea encubre la noción de fantasma o la noción de alma.
En la misma línea argumental de Tylor, tendríamos que armar que, para cierta
“doctrina losóca salvaje”, las ideas que tenemos acerca del mundo, o son producto
de las mismas membranas o son esas membranas o simulacros de las cosas. Más aún,
nuestro pensamiento, el pensamiento humano, sería el conglomerado de las emanaciones
de las cosas. Pero eso ya no aparece en Tylor, sino que es un fantasma argumental que
estuvo a punto de ser dicho por diferentes pensadores, aunque es posible que no sean
los pensadores los más indicados para entenderlo.
No deja de ser relevante el hecho de que durante los mismos años se gestó la obra
cumbre de Karl Marx. La tesis doctoral de Marx se llamó Diferencia entre la losofía
de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, y data de 1841. En ella, demuestra que
mientras el primero era escéptico, el segundo era dogmático. Las emanaciones de las
cosas dan forma al pensamiento, pero el pensamiento no puede saber si eso que sabe
es correcto, según Demócrito. Epicuro, en cambio, cree que los sentidos son heraldos
de la verdad; es un empirista. Es la duda de Demócrito lo que aprecia Marx, quien
sospechará de la forma inmediata que adquieren las cosas (Marx, 1971 [1841]). El
Capital empieza por un análisis de las mercancías. Para el caso, podríamos llamarlas
simulacros o fetiches, jugando el doble juego de ver los simulacros o fetiches como
heraldos de la verdad y como una impresión engañosa. En cualquier caso, las mercancías
son la forma más simple de la riqueza. Si se desvela la naturaleza de las mercan-
cías, se desvela la lógica del funcionamiento del modo de producción capitalista.
El Capital (2010 [1872]) se fundamenta en un análisis de los objetos que garantizan
la reproducción de las sociedades mercantiles. El carácter bifacético de la teoría del
valor vertida en las mercancías hace de ellas, mucho más que quimeras, monstruos
con dos cabezas de dos rostros. Una cabeza, la que supone un valor de uso y un
valor de cambio. Otra cabeza, la que oculta el origen del valor, el trabajo humano
abstracto, en la forma absoluta de valor, que es el dinero. En la forma dinero ha desa-
parecido la referencia a cualquier tipo de materialidad como fuente de riqueza. En
la medida en que el valor de uso desaparece en la vida social de las mercancías, lo que
queda es el valor de cambio. Pero en el valor de cambio ya no hay trabajo humano
concreto: la riqueza aparece como una característica inherente de las cosas que
son riqueza. El origen de la riqueza parece ser la riqueza misma. Yo creo que la
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misma operación de ocultamiento es la que supone que el origen del conocimiento
es el conocimiento mismo.
El valor de cambio es la sustancia de las mercancías. De las mercancías ha des-
aparecido su condición material. Son puro valor, pura riqueza. Las mercancías no se
relacionan con ninguna necesidad concreta o material. Para saber qué son, como
explica Marx (2010 [1872], pp. 45-46), las mercancías se comparan con otras mer-
cancías, se relacionan entre ellas como si su base material no existiera. Se relacionan
entre ellas como si tuvieran una vida ajena al trabajo humano que las produjo. Los
poseedores de mercancías se relacionan como representantes de las mercancías. Los com-
pradores satisfacen los deseos, los antojos, los caprichos de esas cosas que existen para
ser consumidas en el acto mercantil, que es un intercambio de valores de cambio. La
compra que es venta y la venta que es compra son los eventos para los cuales existe
la mercancía. En esos fugaces instantes, se realiza la sustancia de las mercancías. El
deseo de las mercancías es ser intercambiadas por la forma equivalencial del valor,
nunca quieren ser usadas; el uso no es más que la huella cada vez más borrosa de la
compra. Todo está tan encubierto que los deseos de las mercancías se vuelven deseos de
los humanos. Los humanos vamos al mercado a encontrarnos con nuestros deseos,
que viven libres de nosotros intercambiándose entre ellos. En ese intercambio rea-
lizado al unísono, encuentran su razón de ser. Así superan las crisis existenciales
propias de los simulacros que son. El uso no agota a la mercancía, porque una vez
sale del mercado, deja de existir en esa materialidad: emana de ella para posarse
en otras mercancías. Es mucho más perverso que el ejemplo del vendedor de linos
que transforma su dinero en biblias y que el vendedor de biblias que transforma su
dinero en aguardiente. La Biblia encuentra su valor en el lino y el aguardiente en la
Biblia, pero todas ellas miran al dinero como quien se busca en el espejo. Las mer-
cancías se relacionan como personas mientras que las personas nos volvemos obje-
tos de los caprichos de su circulación. Las mercancías son voluntades que necesitan
de otras voluntades para existir, pero las voluntades no existen objetivamente en los
seres humanos sino en las otras mercancías: el zapato pide media y la media pide
zapato. En realidad, las mercancías se convierten en la suma de las expectativas huma-
nas, creando con sus emanaciones de valor puro los deseos, los pensamientos y los límites
del conocimiento de los seres humanos.
Tylor y Marx, desde preguntas distantes, recorrieron caminos paralelos. El pri-
mero, con una pregunta acerca de la naturaleza del pensamiento humano (que carac-
teriza como fundamentalmente religioso); y el segundo, con un análisis del modo de
producción capitalista (el cual requiere que las mercancías operen como fetiches reli-
giosos). Podría leerse la obra de Tylor como una teoría materialista de los objetos y la
obra de Marx como una teoría religiosa de las mercancías. Salvo que para el primero
la materialidad se expresaría en almas y para el segundo el culto al dinero sería la
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práctica de la religión capitalista. Por supuesto que ambos descreen de los fenómenos
que se encuentran. Tylor parece no creer en el alma de los objetos y Marx no parece
un devoto del dinero. No obstante, dado que en Tylor el alma de las cosas es el ori-
gen del pensamiento y en Marx las mercancías son voluntades que constituyen al
pensamiento, ambos autores concuerdan en que las cosas dan forma al pensamiento.
Ambas teorías oscilan entre la materia y la sustancia: hablar del alma de los obje-
tos o del fetichismo de las mercancías es hablar de objetos y sustancias, de lo evidente
y de lo oculto. Marx y Tylor encuentran que el pensamiento humano, sea occiden-
tal o no, tiene la forma de las cosas: los objetos para el primero, las mercancías para el
segundo. Más aún, el alma y la vida de las cosas son lo que se hace preciso estudiar.
Contra el sentido común de la ciencia, habría que iniciar pesquisas acerca de la vida
de las cosas, sea a través de la búsqueda de almas o a través de la búsqueda de feti-
ches. Todos los estudios de la segunda parte de este volumen constituyen pesquisas
por almas o fetiches.
Por supuesto que pocos antropólogos reconocerán en El Capital algo del origen
de la disciplina; y aunque la formación profesional supone un rechazo tajante del evo-
lucionismo, muchos arman que los argumentos de Tylor fueron superados. En esos
casos ya será más fácil enumerar los textos que desde el siglo han redescubierto
la vida de las cosas. La rama dorada (1890-1922), que también pudo llamarse El
sacerdote asesino y rey, resulta del hallazgo de prácticas salvajes en el seno mismo de la
civilización occidental. Prácticas que, sea porque lo semejante produce lo semejante
o porque lo que estuvo en contacto permanece en contacto, redundan en la arma-
ción de que objetos y sustancias se afectan y esa afectación generadora nos constituye
(Chaustre y González Quiñones; García; Holguín; Ospina, en este volumen). Los
argonautas del pacíco occidental, que bien pudo llamarse El anillo del kula, según la
lectura de Mauss, persigue la sinuosa existencia de collares y brazaletes que viajan
en canoas y se acompañan de ñame y otros productos de trueque. “Sobre algunas
formas primitivas de clasicación” (1901-1902) descubre y deja pendiente el estu-
dio de la lógica doméstica y sentimental que vincula a los grupos de humanos con
los grupos de cosas (García; Guzmán y Martínez; Chaustre y González Quiñones,
en este volumen). El alma primitiva (1927) y Las funciones mentales de las socieda-
des inferiores (1910) dedican numerosas páginas a la vida de las piedras, los ríos y las
montañas, y proponen la noción de cosa-concepto, tan relevante para algunos de los
artículos de este volumen (Anzola; Torres, en este volumen). El Ensayo sobre los dones
(1923-1924) puede ser leído como un estudio sobre la fuerza de los regalos y se ocupa
deliberadamente de la confusión entre personas y cosas, que inspira de modos muy
distintos los trabajos de Castellanos, Bolaños y de Guzmán y Martínez, en este volu-
men. Mitológicas (1964-1971) estrictamente parece considerar un extenso cuerpo de
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mitos sobre la vida de las cosas. Hijos del aroiris y del agua (1998) maniesta desde el
título los vínculos primordiales de los misak y ha sido un lugar de reexión metodo-
lógica fundamental para algunos de los estudios de este libro.
La historia de nuestra disciplina es un gravitar constante alrededor de cosas que,
al parecer, no quisiéramos que tuvieran fuerza, alma, sustancia o agencia. Pero ellas
se sobreponen a nuestro espíritu y se muestran poderosas. Hemos querido domesti-
carlas a través de conceptos como “símbolo” o “representación social”; o las ponemos
como telón de fondo de la actividad humana; o las ocultamos detrás de las teorías
racionales de la acción; o las convertimos en narrativas que alimenten las teorías del
poder de los discursos.
También las invocamos en el pasado reciente pero las conjuramos al condicionar
la modalidad de su ingreso. Es lo que hicieron dos textos famosos que aceptaron el
reto de abordar la vida de las cosas. El más conocido, editado por Arjun Appadurai
en 1986 (1991), quiere ser la excusa para que dialoguen historiadores y antropólogos
alrededor de las mercancías y muestren las formas en que las cosas pueden ingresar
y salir de diferentes regímenes de valor. Pero para no ser tildadas de fetichistas, estas
aproximaciones a las mercancías le pusieron apellido a esa vida y la llamaron social.
Fue la forma que encontraron los autores para tomar distancia en relación con quie-
nes también viven en el mundo de las mercancías, pero no las estudian. Tres de esos
artículos lucen a la distancia como inuyentes en desarrollos posteriores del estudio
de la vida de las cosas: “La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como pro-
ceso”, de Igor Kopyto, el cual resultó ser una pista metodológica muy inuyente
en diferentes partes; “Mercancías sagradas: la circulación de las reliquias medie-
vales”, de Patrick Geary, que señala el descuido con el que los antropólogos hemos
estudiado el Occidente histórico y que se presenta como una especie de antecedente
del Baudolino de Umberto Eco; y “Los recién llegados al mundo de los bienes: el
consumo entre los gondos muria”, de Alfred Gell, en el cual se nos recordaba que las
mercancías siguen teniendo vida por fuera del mercado y que el consumo tiene efec-
tos localizados y formas localizadas.
El segundo volumen es más reciente. Editado por Fernando Santos-Granero,
e Occult Life of ings. Native amazonian theories of materiality and personhood,
se concentra en tres cuestiones principales: primero, la “vida subjetiva de los obje-
tos”; segundo, la “vida social de las cosas”, entendida como las diversas formas en las que
se relacionan los seres humanos y las cosas; tercero, la “vida histórica de las cosas”
(2009, p. 3). Resulta especialmente indicativa la perspectiva constructivista desde la
que se entienden esas “visiones de mundo” por parte del editor y los colaboradores.
Dos características de los objetos sobresalen en el planteamiento de la cuestión desde
la perspectiva constructivista. Los antropólogos “saben” que los grupos amazónicos
“creen” que los objetos son gente o partes de gente y, en consecuencia, interpretan que
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las cosas “incorporan relaciones sociales” (2009, p. 6). Las certezas de los indios son
concebidas como construcciones que deben ser interpretadas por los antropólogos.
Otra forma de referirse a la vida oculta de las cosas o a la vida social de las cosas
pudo ser la falsa vida de las cosas. Un título semejante hubiese sido políticamente
incorrecto, pero habría ilustrado el espíritu con que se planteaba la aproximación
analítica a las aseveraciones de las sociedades sobre las que se hicieron dichas inves-
tigaciones. La misma inconformidad ha sido expuesta por diferentes autores. Voy
a señalar dos posiciones distantes por su origen y sus imperativos sobre la antropo-
logía. Mientras para Holbraad hace parte de un problema fundamentalmente aca-
démico (2012, pp. 18-32) que a la postre debería transformar la teoría antropológica,
para Vasco (2002) es un problema político que resulta del lugar subordinado que
han ocupado las sociedades estudiadas por la antropología y del carácter siempre
colonial de la práctica antropológica. Por ende, para el primero, basta con elevar a
la altura de conceptos las categorías indígenas. Para el segundo, las formas indíge-
nas de conocimiento obligan a los antropólogos a transformar el trabajo de campo,
la escritura, la relación con las teorías de moda y la dirección de los resultados. Más
adelante volveré sobre la teoría vasquista.
Redescubrimientos: problemas y virtudes del giro ontológico
Una parte de la antropología metropolitana con origen en Francia y Brasil2 y buena
acogida y difusión en el Reino Unido ha venido a conocerse como giro ontológico.
Se trata de ese conjunto de indagaciones que juntan a Descola, Viveiros de Castro
y Latour y del que se desprenden publicaciones ya casi canónicas, como inking
rough ings (Henare, Holbraad y Wastell, 2007), la colección de artículos cuyo
título fue la primera puntada visible del redescubrimiento de algunos de los argu-
mentos que le dieron forma a la antropología; How forest think (2013), la etnogra-
fía sobre aquello que es más que humano, de Eduardo Kohn; o Truth in Motion
(2012), la pesquisa sobre la verdad y el polvo en las religiones afrocubanas, de Martin
Holbraad. El conjunto de cosas ha venido a denominarse como lo no humano y
otras veces como lo más-que-humano (Kohn, 2015; Holbraad, 2016), e incluso se ha
2 Aunque sé que adeptos y conversos al giro ontológico arman un origen parcialmente no europeo,
creo que lo metropolitano de las tendencias teóricas se dene por el tipo de fuerza que ejercen, como
hechos sociales, sobre las academias periféricas. El mismo tipo de fuerza se reproduce gracias a los
lugares que ocupan o tienden a ocupar en las jerarquías institucionales locales. En Latinoamérica,
esta perspectiva de análisis teórico tiende a llenar parte del lugar de tendencias que lucen menos
robustas que en el pasado cercano (p. ej., posmodernos, estudios culturales y estudios poscolo-
niales). Habría que señalar que la otra gran fuerza teórica de la actualidad está constituida por los
autodenominados estudios decoloniales. De hecho, ya existen ontologías decoloniales.
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propuesto la noción de antropología poshumana, para referirse a aquella en la que
los humanos dejan de ser el centro de atención (Whitehead, 2009, p. 2). La antropó-
loga América Larraín (en comunicación personal) llamó mi atención sobre el hecho
de que en diferentes países “los marcos jurídicos y las legislaciones han ampliado sus
fronteras y han reconocido como sujetos de derecho a animales y cosas”: en Bolivia,
los derechos de la madre tierra; en Francia, los derechos de las mascotas; en Nueva
Zelanda, los derechos del río Whanganui. Uno diría que manifestar, tan entrado
el siglo , que los objetos, los animales, las plantas, las piedras o los accidentes del
paisaje tienen vida no debería sonar escandaloso, pero sigue ocurriendo. Es más,
mientras lo escribo me parece que los objetos sí pueden tener vida, pero no estos
que son objeto de mi agencia, sino los de los demás. Es como si la actitud misma de
objetivar o de pensar (no olvidemos que el pensamiento puede ser producto de las
afectaciones del mundo de las cosas) el asunto desde la personicación de académico
me obligase a considerarme exento de esas ilusiones. Esa es una de las paradojas de
intentar acercarse a la vida de las cosas. Mucho más fácil es intentar dilucidar a
mano alzada los antecedentes ideológicos de esa renovada sensibilidad por la vida
de las cosas.
Yo creo que ese tipo de antropología puede leerse como una escapatoria de ciertas
formas de investigación que se estuvieron practicando desde la década de los ochenta
y que parecían señalar el n mismo de la antropología y de la etnografía. Por un
lado, la realización exacerbada de la antropología llamada posmoderna, en la que la
suprema subjetividad de investigadores e investigados redundó en textos escépticos
que tendieron a refugiarse en la enunciación de la imposibilidad de comprensión
y que llevaron al límite la idea geertziana de la antropología como textos sobre textos
(Tyler, 1991). Una de las más perversas entre dichas certezas fue la máxima según la
cual no es posible entender al otro en sus propios términos (Geertz, 1973). Eso tenía
un telón de fondo más oscuro: era imposible que el otro fuera como uno. Ese uno, hay
que decirlo, era un antropólogo metropolitano, aunque también hay que decir que
cierto efecto de blanqueamiento y distinción hace que la lectura de la antropología
metropolitana, tal vez por contagio o por el fetichismo del libro-mercancía, genere
la ilusión, en los antropólogos de las nuevas colonias, de que están leyendo y escri-
biendo su antropología en Central Park; al negarse la posibilidad de comprensión,
se salva el mundo de los antropólogos de la invasión de la barbarie... Otro tipo de
investigación de la que escapa el giro ontológico es aquella que, de la mano de la teo-
ría de la dependencia y su reencauche en ideas –la del sistema-mundo o la aldea glo-
bal–, aceptó, no sin alacridad, al capitalismo como la última y más acabada realidad
cultural. Allí se acuñó la misma máxima geertziana de imposibilidad y se abandonó
el trabajo de “representación etnográca”, por cuanto la etnografía, una “técnica” en
la que no vieron posibilidades de transformación política ni epistémica, delataba
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una “práctica colonial”. Comprometidos en una lucha contra el capitalismo (y por la
distinción), un buen número de antropólogos ya no hicieron etnografía, lo cual los
obligó a refugiarse en la teoría política o en los estudios culturales en busca de estrate-
gias de investigación que partían de una parcial lectura de Marx, según la cual toda
vida en las cosas es engañosa. Esto deja como paradoja la certeza, practicada al uní-
sono, de que la naturaleza es capitalista: de los mismos realizadores de la libre com-
petencia en el mercado, la supervivencia del más apto.
Así que frente al n de la antropología pregonado por posmodernos y estudiosos
de la cultura y contra el n de la etnografía, que fue rápidamente reemplazada por
todas las variaciones posibles de los análisis de discurso, surgió esta antropología sor-
prendida por viejas noticias de la disciplina. Los representantes del giro ontológico
redescubrieron que la oposición entre naturaleza y cultura no ocurría en otras socie-
dades y parte de su evidencia residió en que muchas etnografías clásicas, tanto como
algunas del presente, demostraron que las cosas tienen vida. Aparecieron los objetos,
los animales, los accidentes geográcos, las sustancias, etcétera, que ahora devienen
agentes (Gell, 1998), seres (Viveiros, 1998, 2010; Kohn, 2013), fuerzas (Holbraad,
2012), factiches (Latour, 2010) o almas (Descola, 2005), y que llegaron para salvar a
la antropología de la desaparición, como manifestara Marshall Sahlins (2013) en el
prólogo a la edición en inglés de Descola.
Ya ha sido señalado que el llamado giro ontológico en antropología tiene varios
problemas. Bessire y Bond (2014) argumentan que al no objetivar las diferencias y las
desigualdades de las que participa la vida material en el presente, no parece tener
un posicionamiento político claro. Bartolomé (2015) se preocupa por la lectura
acrítica que en la antropología centroamericana conduce a la aplicación del mismo
modelo de pensamiento para todas las sociedades indígenas, lo cual supone una de
las tres ontologías no modernas (animismo, totemismo, analogismo), a la manera
de Descola. Alcida Rita Ramos (2012) cree que el perspectivismo, a la manera de
Viveiros de Castro, tiene consecuencias políticas perversas, al reducir en la prác-
tica toda la variabilidad amerindia al modelo de una cultura y muchas naturalezas.
Parece idealizarse un tipo de relaciones entre humanos y no humanos que pudo ocu-
rrir en las sociedades indígenas del pasado, pero que no parece demostrado de forma
contundente para el presente. Es más, el recurso a la sosticada comparación etnoló-
gica parece rehuir la revisión juiciosa de las condiciones materiales de existencia, que
son políticas y que se encuentran atravesadas por lógicas en disputa, de las que par-
ticipa la vida de humanos y no humanos en contextos concretos y contemporáneos
(Bessire y Bond, 2014). No hay que dejar de mencionar la posibilidad de que dicho
giro obedezca al hecho agrante de que los objetos probablemente nunca cobren
una voz propia que les permita falsear los argumentos de los antropólogos. De este
modo, podría decirse que el estudio de los objetos en la nueva versión metropolitana
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
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busca reclamar el lugar de la objetividad denitiva al tiempo que, al menos en las
versiones canónicas de Descola (2005), Kohn (2013) y Holbraad (2012), logra cierto
incómodo silenciamiento de las voces de los agentes humanos que interactúan con
el poder de las cosas.
No obstante, y pese a las críticas que se han formulado, el giro ontológico parece
ir viento en popa. Lo demuestran los numerosos artículos de revisión que dan cuenta
de la puesta al día de nuestras antropologías periféricas (Bartolomé, 2015; González,
2015; González-Abrisketa y Carro-Ripalda, 2016; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016;
Tola, 2016). Algunos se limitan a señalar los temas y la bibliografía, otros hacen
críticas más o menos fuertes y otros parecen colincharse3 al bus de la ontología, o
porque encuentran en estas propuestas una antropología más satisfactoria, o porque
la lectura estratégica parece señalar que ese bus va para El Triunfo, La Gloria o La
Perseverancia.4 No es extraño que esto ocurra. Muchos de los artículos contenidos
en este volumen, en cambio, hacen caso omiso de estas discusiones. Pese a tal cir-
cunstancia, resultan aportes signicativos a la etnografía que vislumbra, y retrata con
sorpresa, la vida de las cosas.
Pero no todo son problemas en el giro ontológico. La primera gran virtud que
tienen estas discusiones es la recuperación del trabajo etnográco como principal
fuente del conocimiento antropológico. El llamado explícito del volumen editado
por Amira Henare, Sari Wastell y Martin Holbraad (2007) a pensar a través de
las cosas supone un retorno a los materiales con los que nos encontramos quienes
hacemos etnografía. Este no es un logro menor. Si es cierta la armación de Miguel
Bartolomé (2015) de que en México la etnografía no se ha actualizado en los últimos
treinta años, las cuentas para la mayoría de los contextos en Colombia resultan
más que escandalosas. Y no es porque seamos pocas las personas con título de antro-
pología. Así que si resulta un buen número de trabajos etnográcos de relevancia,
algo se habrá sacado del giro ontológico.
Otra virtud del giro ontológico es la implícita necesidad de replantear las teo-
rías. Viveiros de Castro (1998), primero, y luego su discípulo Martin Holbraad
(2007; 2012) enfatizan en la necesidad de tomar en serio las armaciones, muchas
veces incomprensibles a primer oído, que hacen las personas con quienes trabaja-
mos. Tomarlas en serio supone abordarlas como conceptos de la misma naturaleza
que aquellos con los cuales trabaja la antropología y que nos ayudarían a “extender
3 Colincharse es una voz colombiana que se reere a la práctica en desuso de subirse a un automotor
sin la anuencia del conductor, generalmente colgándose en el parachoques trasero para transpor-
tarse sin pagar pasaje.
4 Se trata de barrios populares y periféricos que quedan sobre los cerros de Bogotá. Sus nombres no
hacen más que describir ciertos principios de la ética colonial.
Luis Alberto Suárez Guava
32
nuestra imaginación teórica” (Holbraad, 2007, p. 190). Sin embargo, Holbraad sigue
la crítica que hiciera Lévi-Strauss de la inclinación que tenía Mauss a usar los concep-
tos indígenas como descriptores de fenómenos generales. Lévi-Strauss (1979 [1950],
p. 33) armaba que Mauss se habría dejado engañar (aunque quería decir misti-
car) por “una teoría neozelandesa”, cuando el cometido de una ciencia debería ser
construir conceptos que abarquen a las teorías indígenas. Por tanto, Holbraad está
frente a la alternativa única de proponer neologismos que comprendan a las catego-
rías indígenas (p. ej., ontografía recursiva en lugar de etnografía). El camino fácil
sería lo que hace la mayoría de los seguidores profesionales, que es usar los concep-
tos, recién comprendidos, que han propuesto las guras visibles de un giro. Un riesgo
que corremos es que, como ocurrió con Lévi-Strauss, con Foucault o con Bourdieu,
los trabajos de campo empiecen a producir demostraciones ex post facto y resultemos
descubriendo, como ya viene ocurriendo en Brasil, España, Argentina y México, que
nada escapa a la imaginación teórica de Descola, Viveiros de Castro o Latour.
Este movimiento hacia una etnografía con intenciones teóricas supone una
inclinación previa de la sensibilidad etnográca. Tal vez el mayor logro del giro
ontológico en antropología sea el intento por recuperar la posibilidad de que el
mundo sea un lugar encantado o vivo (Kohn, 2013). Solo asumiendo esa posibili-
dad puede el trabajo de campo replantearse como una práctica en la que es posi-
ble el asombro. El prolongado escepticismo que creó la penumbra del poder y que
compartieron los giros lingüísticos y las teorías de la práctica no daba cabida a la
posibilidad de que existieran otros mundos u otras formas del mundo. Recuperar el
asombro y el encanto supone también la posibilidad de que la experiencia de quien
investiga ocurra y se pueda compartir a escala humana, biográca y corporal. No solo
asumir que la mirada también puede ser cercana, sino aceptar que el mundo puede
lucir descomunal y trabajar menos con mapas y más con recorridos o, mejor, con
siembras y recolecciones. Recuperar el asombro implica también volver a leer a los
autores que a principios del siglo delinearon las teorías y las metodologías clá-
sicas, desempolvando esos temas extraños, con nombres casi étnicos, acerca de los
cuales la antropología ya no tenía nada que decir: alma, totemismo, mana, fuerza,
espíritu, hau, etcétera.
Con todo, este nuevo giro, como ocurre con las propuestas teóricas que ganan
momentum, rima con movimientos anes del mundo contemporáneo.
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
33
Juguetes, zombis y realidades virtuales-aumentadas: efectos especiales
o pretextos para giros místico-materiales
Se puede dibujar otra hebra de tan renovada sensibilidad hacia los objetos como un
movimiento propio del capitalismo postardío (o de la neonoche de las mercancías
vivientes) en el cual los objetos-mercancía han venido ocupando el lugar de las perso-
nas o porque son, en la práctica, la suma de toda subjetividad o porque las relaciones
entre objetos-mercancía son las relaciones fundamentales. En este apartado, quiero
argumentar que los efectos especiales de la tecnología (no solo cinematográca) se
han vuelto efectos cotidianos que dan forma a la experiencia y al pensamiento.
Detrás de los objetos-mercancía acaso se notan las sombras de los agentes huma-
nos que los inspiraron. Podríamos ubicar unos antecedentes ideológicos en el hecho
de que ya no es tan claro para nosotros que los objetos sean inanimados e insustan-
ciales ni que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. Habría que dudar
de que el avance del capitalismo haya conseguido aclarar las relaciones sociales que
perpetúan la reproducción de la riqueza; el carácter fetichista de las mercancías ya no
es una realidad que sea necesario ocultar, ni siquiera por pudor, sino que es el motor
de toda vida en el mundo contemporáneo. No será necesario poner en discusión el
desdibujamiento de la personalidad artística gracias a la reproductibilidad técnica de
la obra de arte, como lo hizo Benjamin (1989 [1972]), porque el mundo contempo-
ráneo nos presenta el arte como cosa a la mano y cualquiera puede acceder, o por lo
menos creer que accede, a la condición de artista. Más interesante es la redenición
del lugar de las mercancías y su relación con los consumidores. Habría que revisitar
el cine de masas y la televisión durante las tres últimas décadas para poner en evi-
dencia los rasgos de una sensibilidad renovada hacia la vida de las cosas. No creo que
nos convenzan tanto los argumentos de los cientícos sociales como las dudas bien
construidas por el cine y todo el aparato de efectos especiales que hacen parte de la
realidad contemporánea.
Propongo, a mano alzada y como sugestión para un estudio que debería hacerse,
un trazo que considere Toy Story, Matrix y las sucesivas sagas de zombis (desde
Resident Evil hasta e Walking Dead), para reconsiderar las preguntas fundamen-
tales acerca de las relaciones entre humanos y no humanos. Probablemente, Blade
Runner sea el arquetipo de estas preocupaciones, pero me interesa indagar en la
producción audiovisual de la generación que se ve expuesta al encanto de las cosas
en su consumo cotidiano y que termina alimentándose de las propuestas teóricas del
giro ontológico.
¿Qué puede decirse de la historia de los juguetes que ocultan su vida mientras
son vistos por los humanos? Ocultan su vida mientras viven la vida falsa de la que
los dotamos en el juego. ¿Desde qué perspectiva estamos siendo partícipes de la
Luis Alberto Suárez Guava
34
tragedia de los juguetes? Toy Story plantea la posibilidad de que los juguetes tengan
una intensa vida social cuyas jerarquías estarían marcadas por las preferencias de
su dueño. Y luego, salimos a buscar Woodys y Buzz Ligthyears para coleccionar.
Podríamos considerar, como sugiere Sebastián Anzola (en comunicación personal),
cada acto de colección como una nueva realización, en miniatura, del proceso de
acumulación originaria de mercancías. Cada una de nuestras vidas reproduciendo el
evento originario del capitalismo. Si es así, tendríamos que admitir que ya no exis-
ten los productores de mercancías como una personalidad posible, sino que lo único
que existe son poseedores de mercancías. Deberíamos entonces detenernos en el
proceso de adquisición del juguete, mucho más misterioso cuando ya no nace de
la necesidad de jugar y por ende no es la adaptación de un palo que se vuelve caba-
llo (Gombrich, 1968), sino que aparece oculto bajo el árbol de Navidad o es un deseo
postergado que espera su realización para ingresar en nuestro arsenal de deseos, en
donde se objetiva lo que somos. Sin historia o con esa falsa historia que oculta su
“verdadero origen”, que es la falsa historia de las maquilas, como ocurre con Buzz.
Buzz Lightyear aparece, como tiene que ser, convencido él mismo de su particularidad
en el universo, tan perfecta mercancía que no se sabe mercancía. Buzz es cada uno
de los que nos sentimos únicos y que consumimos Star Wars y todas sus tragedias
familiares. Pero es, también, un juguete, y la suya, una tragicomedia. Lo cual no deja
de ser problemático o de habitar de forma problemática algún intersticio mental. Toy
Story no solo trata de juguetes como personas, sino de personas como juguetes. Claro
que la clave cómica de la historia nos salva y nos quedamos con el veneno de la compra
por realizar. Pero el daño ya está hecho y en adelante la vida de Pixar es llevar la para-
doja de Disney a un nuevo lugar. Una exacerbación de la confusión. Infraobjetos que
se vuelven personas.
En Matrix, no se trata de juguetes tragicómicos sino de máquinas y engaños y
destinos improbables. Los humanos son menos que juguetes; son pilas para mantener
la vida de las máquinas. La Matrix es un superobjeto que contiene para siempre en
ese útero infernal a los cuerpos-cosa que la habitan y viven en un sistema operativo.
Si en Toy Story los juguetes tienen una posición subordinada que se invierte por un
instante al nal de la primera película, en Matrix todos los seres humanos ocupamos
una posición subordinada en relación con el superobjeto contra el que no podría-
mos revelarnos sin dejar de existir. Los espectadores no somos Neo ni cualquiera de
sus acompañantes, somos quienes escuchan la llamada telefónica al nal de la pri-
mera película. La máquina es la inteligencia pura y la agencia total. Por supuesto,
podríamos buscar antecedentes en Terminator o en el Gólem, pero lo perturbador
de Matrix es la idea de la conexión a una red para existir o para garantizar una exis-
tencia engañosa. La conexión, que es la garantía de que existimos, es también la
evidencia de la sujeción. En el universo distópico de Matrix ocurre la subjetivación
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
35
total, pero no es el único ni el más logrado ejemplo de distopía. Por fortuna, las dos
películas que siguieron a la saga no se propusieron continuar el juego de los cone-
jos blancos ni la cotidiana sensación de déjà vu, ni se propusieron describir los días
dentro de Matrix, y nos salvamos de llegar a considerar que nuestras vidas en la red
pudiesen llegar a compararse con la anodina existencia de omas Anderson. Si en
Toy Story los objetos son personas y, los espectadores, versiones de la subjetividad de
los juguetes, en Matrix las personas son objetos de objetos y, los espectadores, poten-
cialmente, los objetos mudos o silenciados, como omas Anderson en la escena del
grito mudo. No es mera coincidencia que uno de los androides del libro clásico de Philip
K. Dick en el que se inspiró Blade Runner tenga una iluminación terrible frente al
conocido cuadro de Munch y divague sobre su condición, que recién descubre, y
entienda que el grito es el de un androide que recién descubre que no es humano.
En WhatsApp, el mismo grito es un efecto de sorpresa cotidiana y una sorpresa terri-
blemente trivial esperando a ser pulsada.
La efervescencia de las sagas de zombis es otra de las marcas de nuestra época.
Puede considerárselas como una variación sobre el motivo del n del mundo. Pero
son también evidencia de una inquietud generalizada acerca de lo que podemos lle-
gar a ser. Lo fundamental de las sagas de zombis en relación con nuestro problema
es el descubrimiento de una naturaleza inhumana en nosotros. No es difícil enume-
rar las características del comportamiento social de los zombis: el canibalismo (que
se cumple a cabalidad cuando los zombis devoran a sus consanguíneos), el despla-
zamiento en hordas, la ausencia total de conciencia y de memoria, el movimiento
normalmente contrahecho del zombi, la iconografía del salvaje absoluto que Occidente
ha reactualizado en todas las otredades posibles. En suma, la completa objeticación
de los seres humanos (los animales también suelen aparecer en versión zombi, por
lo cual el estado zombi no es el de animalidad), quienes son víctimas de algún virus
producto de experimentos cientícos fallidos. La enfermedad de los zombis emana
de tubos de ensayo en algún laboratorio de la corporación x, y o z. Pero los objetos
no tienen una versión zombi, y, además, las armas y los alimentos acumulados en
supermercados devienen aliados en la lucha por la supervivencia de los falsos prota-
gonistas de las sagas. Los verdaderos protagonistas son los zombis, pero ante su inca-
pacidad para la articulación de sentido, se cuenta la historia de unos extras elocuentes
que huyen o se pelean en medio de las hordas. Lo más interesante es la ambigüedad del
estado zombi, esa nueva modalidad del ser: no están muertos y no están vivos. Son
muertos que caminan, según uno de los títulos canónicos. Son muertos vivientes,
según otro. En todos los casos, son contrahumanos: se alimentan de carne humana
y son seres humanos invertidos. Seres humanos que exhiben sangre, intestinos, ojos
colgantes y emiten un sonido desesperanzado, doliente y sin sentido. Lo paradójico
es que nuestra época se ha esforzado por realizar, en los disfraces de los seres humanos
Luis Alberto Suárez Guava
36
actuales, su versión zombi; y hay hordas de zombis (disfrazados) que asolan las ciuda-
des de todo el mundo. Allí, los muertos que caminan ponen en escena el sentimiento
contemporáneo acerca de la otredad extrema en uno mismo. En una época en la
que la otredad luce como un asunto del pasado, la experiencia del horror, ese des-
cubrimiento que hace Kurtz del salvaje en él, se refugia en la ambigua gura de
los zombis. En las sagas de zombis, los humanos devienen en objetos con una vida
ambigua o con una muerte ambigua, y los espectadores posibles, en actuantes de
la marcha zombi.
En estas tres películas es tan dudoso que los objetos sean inanimados e insustan-
ciales como que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. La confusión
entre objetos y personas que emergió de las formas arcaicas del intercambio según
Mauss o que propició la solución tyloriana del animismo como la forma más primi-
tiva de la religión o la pregunta por la naturaleza de las clasicaciones primitivas de
la escuela francesa, vuelve a plantearse con inusitada actualidad en el consumo cul-
tural contemporáneo. Más aún, en las renovadas subjetividades vueltas objetos, que
son lo mismo que la masa gigantesca de objetos para reservar subjetividades, todas
estas distinciones colapsan. El iPhone (que no es más que un yo), el iPad, la tablet,
el o el Android (que no es menos que ¡un androide!) resultan tanto o más visibles
que los sujetos casi fantasmales gracias a los cuales –¿o para los cuales?– se origina-
ron. La escena por excelencia de la socialización contemporánea ocurre entre dispo-
sitivos inalámbricos interconectados. Esos dispositivos alumbran los rostros ansiosos
de sus usuarios, quienes parecen creer que manipulan o dan su voz a esos avatares que
crean avatares. Los “teléfonos inteligentes” lanzados a nales de 2017 y comienzos
de 2018 prometen realidad aumentada y avatares más parecidos al usuario. También
se habla de un “internet de las cosas” y una “inteligencia de las cosas”.
No es solo gracias a las películas que la sensibilidad acerca de la vida de las cosas
inunda las ciencias sociales. Es que la tecnología contemporánea distribuye nuestras
vidas en un sistema de cosas que nos consumen mientras las consumimos, incluso
desde cuando las deseábamos. Eso, sin embargo, no es un fenómeno de los últimos
treinta años. Estuve tentado a usar el argumento de que la mercancía perfecta es feti-
chismo puro, o valor desprovisto de cualquier materialidad, y referirme a la conexión
o a la cobertura (eso que es internet). Pero en realidad toda mercancía es valor puro,
lo mismo que vale por fetichismo puro. De tal forma que existen las condiciones
materiales para que emerja una sensibilidad mística hacia las cosas. La confusión
entre personas y cosas hace tiempo dejó de ser monopolio de los textos que fundaron
la antropología o de las sociedades en las que la antropología aprendió sus argumen-
tos. Los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora
efectos ordinarios que nos constituyen.
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
37
Adenda sobre la muerte o la eternidad de la riqueza
Salvo los artículos de Pardo y Larraín, al grueso de este volumen no parece interesarle
un acercamiento a la vida de las cosas en el marco del capitalismo y, en esa medida,
la disquisición sobre juguetes, zombis y realidades aumentadas, así como la tozuda
referencia de este texto a ciertos análisis del capitalismo, parecen sobrar. Esos dos
artículos son los que menos se inclinan a dotar de agencia a los objetos o a las cosas
y, en cambio, son los más dispuestos a privilegiar la agencia de los actores humanos
involucrados. Es posible que la conciencia de los fetichismos del capitalismo impida
aceptar la convicción nativa de la vida de las cosas, incluso, y sobre todo, en el seno de las
relaciones sociales capitalistas. Otros ejemplos de esa duda están en el mismo Alfred
Gell (1998), quien sospecha que la agencia de las obras de arte reside, en últimas, en
la abducción de la intencionalidad por los usuarios, o en Goody (1999), quien hace
de la contradicción la otra cara de la representación.
El exotismo de la antropología más clásica tiende a desaparecer cuando objetiva
a las sociedades capitalistas, y en esos casos desaparecen los fetichismos detrás del
uso de un lenguaje racionalizado para describir las relaciones sociales, excluyendo a
las mercancías. Pareciera que lo incomprensible del capitalismo no se objetiva o que
en el capitalismo todo es comprensible, sobre todo si usamos el lenguaje del modo
de producción, que por obvias razones tiende a ocultar lo fundamental. En mi opi-
nión, eso se debe a que la mitología del mundo contemporáneo es el capitalismo.
Algunos autores sobradamente reconocidos han argumentado que la ciencia es el
mito de Occidente. Lo hacen desde la convicción, profundamente anclada en la
modernidad, de que el conocimiento es producto del pensamiento. No es raro que
los santos de la modernidad sean siempre teóricos. Es la misma certeza según la cual
lo humano ocurre como producto del desarrollo del cerebro. Una verdad de la
cual no dudamos por un instante y que rima con la seguridad de que el pensamiento
proviene del pensamiento y de que el conocimiento es producto del conocimiento: por
eso en las universidades nos refugiamos bajo las sombras del conocimiento como si ese
abrigo fuera a producir más conocimiento. Con la misma convicción armamos
que la plata produce plata y oro el oro. Las relaciones con la materia –la más funda-
mental de las cuales es el trabajo– nunca son origen del pensamiento y menos del
conocimiento. Lo necesario para pensar es el tiempo libre, es decir, excluirse de la
producción. La ciencia no produce los convencimientos de Occidente, es un campo
de batalla por el monopolio de la razón. El capitalismo, por otra parte, produce las
verdades objetivas con arreglo a las cuales actuamos y, por ende, produce conviccio-
nes. El pensamiento es otro producto del modo en que se producen las mercancías;
uno y otras comparten la ambición y la esperanza de nunca tener contacto con el
trabajo del que provienen. Las mercancías por excelencia son aquellas en las que la
Luis Alberto Suárez Guava
38
materia ha desaparecido: el software es puro pensamiento en potencia; las mercancías
son deseos cumplidos o postergados; la razón pura y la pura lógica, desprovistas de
materia (tanto como lo están las representaciones y el discurso), son la aspiración de las
formas más acabadas del pensamiento en el mundo contemporáneo, tienen la misma
pureza inquebrantable del dinero. Contra la ética hipócrita de la opinión pública, no
existe el dinero sucio. Todo dinero es limpio: nadie bota un billete porque caiga en el
fango. Todo dinero es valor inquebrantable e inmortal.
Helí Valero y Roberto Gómez, en Ráquira y Murillo, dos pequeñas poblacio-
nes de las cordilleras andinas colombianas, entendieron que la riqueza vertida en
oro y esmeraldas tiene un misterio. Lo dijo el primero de ellos en un artículo poco
leído (Valero, 2008) y el segundo nos lo repitió generosamente tantas veces a mí y a
muchos estudiantes de antropología en los cafés del norte del Tolima. Ambos esta-
ban seguros de que esas riquezas pican al que las toca. Y sus charlas estaban repletas
de asuntos que entonces poco o nada calaron en nuestra forma de entender la realidad.
Nos decían convencidos que el río era traicionero o que los armadillos encuentran
las guacas (acumulaciones de riqueza y mucho más que eso) o que los lugares mis-
teriosos se aparecen en los sueños o que ciertos objetos saben cuando la envidia se
aproxima y se van o se quiebran. Helí Valero, con su bigote encanecido y los sombreros
maltrechos de una recién desaparecida bonanza, iba en las noches con la guitarra
destemplada a cantarnos en la cocina de su hermana con esa voz oscurecida por
efecto de los incontables cigarrillos Caribe. Y entre una y otra canción, hacía lo posi-
ble para que entendiéramos que el mundo está lleno de misterios. Roberto Gómez
era hijo del páramo. Soñaba con lugares en los que brillaban diamantes y calaveras.
En las noches, sabía encontrar la cama de pajas que había en la tierra generosa y se
quedaba mirando el cielo helado y lleno de fulguraciones. Sabía que los ríos llevan
estas porque la riqueza hace estas. Sabía que el agua emboba y marea. Sabía que el
mundo está sostenido por vigas de oro, pero sospechaba incluso de las cosas que sabía
y apostaba que eso que llaman oro es, al n de cuentas, agua pura. Atesoraba una
máquina de escribir para escribir los pleitos de las luchas campesinas que lideró y que
le dejaron un montón de papeles amarillos que nos mostró en su cuarto frío y arren-
dado. Emergió del frío en una noche que empezaba entre la neblina de Murillo y nos
enseñó a jugar billar y que el universo es unidiverso. Era sensible a todas las cosas que
se precipitan. Sabía que el mundo seguiría vivo después que él mismo y que la mejor
comida es con hambre.
Ambos sabían que la riqueza vertida en oro y esmeralda puede morir, ya que está
viva. Y que ese vaho que sale del oro es un yelo que daña, que mata lentamente. En
el mundo real de Valero y de Gómez, la riqueza se pudre y pudre a quien la atesora;
algo que no le ocurre al dinero en el mundo plenamente capitalista. David Harvey
(2014, pp. 49-50), siguiendo al comerciante y teórico Silvio Gesell, ha propuesto que
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
39
una alternativa para evitar la plutocracia campante es hacer que el dinero tenga fecha
de vencimiento, de tal manera que deba ponerse en circulación y no se acumule, que
el dinero no utilizado se desvanezca al cabo de un tiempo. O, como decía Gesell,
que se oxide. A ese óxido del oro, una especie de lama verde, lo conocen en Cumbal y
en Aldana, al sur de Colombia, como Solimán. Roberto Gómez nos mostró una tarde
de noviembre de 2011 al hombre que en el norte del Tolima se había encontrado
una romana de oro pero no podía cambiarla; le decían “el loco”. Tenía que bañarse
una llaga de su pierna, producida por el contacto con el oro, con infusión del mismo
objeto que lo hacía rico. Haberse encontrado ese tesoro le produjo la herida puru-
lenta, que se mantenía de un tamaño tolerable con infusiones del oro que se pudre. Y
tenía ataques de locura en los que lanzaba fajos de billetes, como si la acumulación
de trabajo humano le alterara la conciencia.
En las convicciones de Valero y Gómez se cumple parte de la aspiración revolu-
cionaria de Harvey. Es potencialmente más justo (o más real) un mundo en el que
la riqueza se pudre. Y así como con ellos, nos hemos encontrado con otros maestros
y maestras en lugares distantes. De unas y otros aprendimos la incomodidad con las
formas en que los académicos nos hemos venido relacionando con indios y campesi-
nos y obreros y otras gentes que trabajan. Helí Valero y Roberto Gómez, y muchos
otros que citan los artículos de este libro, nos enseñaron a hablar de las cosas y con
las cosas. Hemos llegado a armar, y hemos querido aprender a practicar, que sería
justo y deseable relacionarse con el mundo como gente que trabaja más que como
gente que piensa; y nos gustaría armar que el trabajo nos ha enseñado o que, como dice
el habla popular en Cumbal reriéndose a las cosas materiales o a los procesos pro-
ductivos, “nos hace entender, nos hace ver”.
Por una etnografía con las manos sucias, no violenta
y con aspiraciones teóricas
La motivación fundamental de este intento por llamar la atención de quienes hacen
antropología es proponer un replanteamiento del ejercicio de la etnografía. Las expe-
riencias que inspiran este cometido son tres: la lectura del trabajo de Luis Guillermo
Vasco, al cual él llamó antropología vasquista; el aprendizaje, en campo, de una
parte del conocimiento campesino e indígena en el centro de Colombia y en el sur de
Nariño; y la experiencia docente y editorial en diferentes universidades. El replantea-
miento de la etnografía tiene, por ahora, dos brazos: uno intenta tejer una práctica
etnográca con las manos sucias y no violenta, de la que heredamos, como quien hace
uso de un bien común, una parte y otra la tenemos en obra; el otro intenta labrar una
práctica etnográca teórica.
Luis Alberto Suárez Guava
40
Mi interés, cuando empecé a participar en el Grupo de Estudios Etnográcos desde
2014 y de la propuesta de los simposios en congresos de antropología en Colombia
desde 2007, ha sido el de propiciar lugares para hablar de una etnografía humilde. Me
ha interesado reiterar un llamado para que algunas de nuestras investigaciones vol-
vieran al terreno y se ocuparan de asuntos que han venido siendo invisibles; nuestra
antropología me parecía, y me sigue pareciendo, corta de trabajo etnográco. Ha
perdido el gusto por las palabras y las labores de los que no parecen tener poder.
Ha abrazado metodologías de atajo que prometieron resultados en corto tiempo y
que tienen nombres más políticamente correctos. Creo que en la medida en que ten-
gamos más contacto con el “mundo material”, entenderemos mejor cómo ocurre el
mundo, o qué mundos ocurren, en los contextos sobre los cuales investigamos. He
supuesto también que en el proceso nos veremos obligados a pensar y hacer de modo
diferente la antropología misma. No es tan fácil como se dice. Daré algunas puntadas,
para caracterizar a esa etnografía con las manos sucias, no violenta y con aspiraciones
teóricas que quisiéramos construir.
Debemos asumir que el trabajo de campo es una prolongada instauración de rela-
ciones que tienen un punto de partida en la desigualdad social que caracteriza a la socie-
dad en la que trabajamos y de la cual somos parte, incluso si trabajamos en otro país
–y sobre todo si trabajamos en otro país–. Recién graduado y como profesor princi-
piante, yo actuaba como si no existiesen las desigualdades, con el propósito explícito
de no hablar de lo que no podía cambiar. Pensaba que mi mera intención y el buen
corazón que pide toda iniciación eran cierta garantía contra los abusos de las normas
clásicas, que entendí, con el resto de mi generación, de Renato Rosaldo. Conaba
en que si hacía mi trabajo de escritor de manera honesta, sobre todo enfatizando
la imposibilidad de cualquier certeza, podía llegar a interpretar las paradojas de la
cultura, aunque con la lejana esperanza de que eso que escribía pudiese ser usado en
benecio de las gentes de las que hablaba. No advertía que este modo de proceder
encubría las razones materiales de mi poder de investigador (concedido a esta per-
sona por las clases), incluso en los autocomplacientes momentos de aqueza en los
que me reconocía como cronista o escritor porque lo mío era, a lo sumo, una entre
muchas lecturas; es decir, hacía uso de mi posición dominante para hacerme del
lado de las relaciones dominantes, creyéndome, como gritaba mi generación con Fito
Páez, “al lado del camino”. Y obviando lo evidente, que yo podía pasar mi tiempo
especulando acerca de razones simbólicas o de discursos modernos de orden pro-
fundo porque podía vivir entre paréntesis de dos formas: 1) de espaldas al trabajo del
que participaban los que yo trataba como informantes pese a que los llamaba ami-
gos; 2) de espaldas a la gente de la que hago parte porque mi educación me enseñó
a parecer el intelectual de tradición que no soy. Me han hecho ver, como es notorio
que a otras personas también entre las que escriben en este volumen, que las formas de
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
41
proceder reproducen formas de pensar y que es necesario cambiar el procedimiento
para cambiar al pensamiento (Vasco, 2002).
Por tanto, debemos esforzarnos en plantear conjuntamente actividades del tra-
bajo de campo que no reproduzcan esas desigualdades. Por supuesto, no se trata de
poner nuestro corazón en clave incluyente y no clasista, tratando de soportar esas
“razones culturales” o esas “creencias” de quienes son objeto de nuestra interven-
ción. He propuesto a mis colegas y estudiantes, inspirado por las críticas de Bourdieu
y de Vasco, que nuestros trabajos abandonen, en la medida de lo posible, los salones
de las escuelas, los talleres que sacan a las personas de sus actividades productivas o
lúdicas, ciertas formas de cartografía social arrancada en sesiones que devienen en la
enseñanza de la geografía escolar y los grupos focales en los que la participación se
convierte en una pugna por la ostentación de capital lingüístico entre los asistentes
más escolarizados. En mi opinión, estas estrategias replican la situación de escuela
ejerciendo todas las formas de violencia simbólica, al poner a nuestros conocidos en
la triste condición de informantes dispuestos en el laboratorio académico para ser
inspeccionados por la crítica textual, el análisis de discursos, la confrontación de sus
memorias con la historia, de sus mitos con la ciencia o de su etnicidad con las políti-
cas del Estado. El conjunto de objetos que portamos en esos escenarios es al mismo
tiempo el arsenal armamentístico y la evidencia de la violencia que ejercemos.
Podríamos intentar involucrarnos de forma serena y sensible con sus vidas; no solo
aquellas que ocurren en las reuniones de las organizaciones de distinto tipo, sino tra-
tando de entender las vidas desde las contradicciones propias de cada día. Esto en un
diálogo honesto y abierto. Tal vez debamos renunciar a la estrategia de los espías y a
las entradas tipo vigilante de centro comercial en los diarios de campo. Como dice
Luis Guillermo Vasco (2002, p. 472):
Cuando uno mismo vive esta vida y sus dicultades y problemas, y trabaja
junto con los indígenas en busca de su solución, a medida que se van reco-
giendo los conceptos y se van confrontando en la discusión con los conceptos
propios de Occidente […] las concepciones de uno mismo se van modi-
cando, va transformándose su manera de pensar y por supuesto de actuar,
o mejor dicho, en ese recoger los conceptos en la vida, uno va viviendo dis-
tinto y de una manera metodológica, o sea, deliberada, va pensando de otra
manera, en un proceso en el que uno retoma muchos elementos del pensamiento
indígena para hacerlos suyos. Esto implica que uno va haciéndose como ellos
y, no podía ser de otro modo, que aquellos con quienes uno vive y trabaja van
haciéndose como uno. Sin temor a exagerar, puede armarse que si uno sale
del trabajo con los indios, tanto en su manera de vivir como de pensar, igual
a como llegó, perdió la parte fundamental de su trabajo.
Luis Alberto Suárez Guava
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Recientemente, desde una sensibilidad totalmente distinta, Tim Ingold (2014) ha
vuelto a enfatizar en ese compromiso a largo plazo que supone el trabajo de campo.
Ese es el primer llamado. Ciertamente, uno de los placeres egoístas que procura el
trabajo de campo de largo aliento es la posibilidad de encontrar relaciones inusita-
das, y parecer inteligente. Ese tipo de hallazgos suele ser fértil resorte para propuestas
teóricas. Una forma perversa de entenderlo es postular que el compromiso es con un
tema o con la individualidad del investigador. Más bien, un trabajo de largo aliento
enseña respeto. Ese conocimiento no ocurre como la iluminación de una subjetividad
bendecida por la razón o por la magia, sino que suele ser reiterado por las prácticas más
triviales o por los dichos a simple vista desinteresados. El trabajo de largo aliento supone
también que las investigaciones mismas empiecen a cobrar sentido para todos los invo-
lucrados luego de que uno ha vuelto dos o más veces. Luego de eso, la investigación
tiene sentido en la medida en que su objetivo deviene una lucha por el reconocimiento
de un mundo, una lucha sellada por la amistad que surge entre quien hace etnogra-
fía y la sociedad que le enseña. Como hacer trabajo de campo es, entre otras muchas
cosas, aprender a hablar, es también el conjunto de relaciones que enseña las pregun-
tas de toda investigación. El procedimiento intelectualista supone, al contrario, que
los investigadores llevan sus preguntas a un campo y, por lo general, esas preguntas
permanecen tan inalteradas como las relaciones de poder de las cuales se despren-
dieron. Una de las razones de este fenómeno es que este tipo de trabajo tiene como
motivación única el cumplimiento de un requisito que garantiza el ascenso social de
quienes investigan de esta forma.5 Lo que puedo decir de los trabajos con potencial
teórico que conozco es que su fertilidad es producto de la evolución de las relaciones
que los produjeron. El trabajo de campo es trabajo del mundo en quien acepta la
pesquisa antropológica como un asunto propio que involucra una lucha –que nunca
es individual y tampoco suele ser nueva– por el reconocimiento y el respeto de quie-
nes no han sido ni reconocidos ni respetados. No es un producto eximio de la labor
ejemplar de quien “se compromete”: un buen trabajador de campo, a lo sumo, es un
medio por el cual se expresa el mundo o los mundos que ya existen y que seguirán
haciéndolo sin ese cronista.
5 Y como el conocimiento antropológico es una mercancía, y una mercancía depreciada por la pér-
dida de la voz pública de la antropología (a lo cual responde Ingold), no hay quien pague por el
tiempo necesario para hacer trabajos prolongados, pero tampoco hay impulso ni ganas para hacer-
los. Nuestras carreras están renunciando a formar conciencias y sucumben por las razones que sea
(que siempre pueden ser comprensibles dado que las relaciones objetivas son siempre económicas) a
formar rmadores del requisito (antropólogo o social), de tal manera que para todos (docentes, adminis-
trativos y estudiantes) resulta una pérdida de tiempo hacer trabajo de campo. Mucho menos tener
algún compromiso que desborde las razones prácticas de tesistas y directores de tesis. No obstante,
siempre y en todos lados hay gente intempestiva.
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
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Ese trabajo del mundo requiere, sin embargo, cierta disposición. Un brujo le enseñó
a Ana María Palomo (2010), en San Bernardo del Viento, que el que sabe mucho aprende
poco. Tal vez el principio de todo trabajo de campo. Hay cosas que no sabemos y
corremos el riesgo de encontrarlas, o no, en el trabajo de campo. Incluso Malinowski
recomendaba poner entre paréntesis el saber teórico para lograr escuchar lo que se
está diciendo en esos lugares en los que vivimos y a los que volvemos. Pero no solo
debemos llevar una ignorancia sensata al campo. También los brazos y la disposi-
ción para ayudar en lo que se esté haciendo. Una parte relevante de la vida social
en todas partes, constituyente de la condición de persona, es el trabajo. A Juan
Sebastián Anzola (2017) se lo enseñaron en Sucre, Cauca. Lo llaman trabajo mate-
rial: aquel que se hace con machetes, azadones o palines, o que recoge la cosecha o
que carga los racimos de plátanos por las laderas mientras se rodea el campo. Aníbal
Vega lo condensa en dos sentencias: “el trabajo que se ve” y “el trabajo que lo hace a
uno” (Anzola, 2017, pp. 45-75). Esa disposición para trabajar, resumida por Ángel
Quinayás, es “humanarse a trabajar”: “empezar a ser persona a través del trabajo”
(p. 8), explica Anzola. Por donde se le dé vueltas a lo que dice Quinayás parece que
nuestra alternativa es trabajar. Humanarse, andar con las manos sucias y recibir con
carcajadas las ampollas o las raspaduras. Humanarse, dejar de ser la cosa que nos mira
y empezar a ser los amigos que ayudan e incluso empezar a ser la cosa que trabaja.
Humanarse, advertir el crecimiento, el verdor y cargar parte de la cosecha como cosa
propia. Humanarse hasta confundirse con las herramientas o con los canastos de
recolecta que se humanan gracias al trabajo que ayudan a realizar. Humanarse, pasar
la vergüenza de no saber ni caminar y anar o, como dicen en el Gran Cumbal, endu-
rar. Humanarse, aprender a reír y a decir los chistes que dan vueltas en las ncas de
los amigos. Humanarse es volverse como el otro, cuya humanidad está garantizada
por el trabajo.
El trabajo material es una oportunidad para des-narrativizar la experiencia etno-
gráca. Pese a que las narrativas, del tipo que fueren, son siempre buena ocasión
para aproximarse al conocimiento, la atención exclusiva sobre lo narrativo puede llevar
a creer que las vidas son meros relatos. En muchas narrativas es evidente que sus
vidas son contables porque han trabajado y han sido afectadas por el mundo de
forma mucho más que narrativa. Si nos quedamos solo con las narrativas, las vidas
produciendo al mundo y siendo producidas por él desaparecen impunemente. La
vida de las cosas, como muestran algunos de los artículos de este libro, es también
transformaciones materiales que duran más tiempo que los objetos y las personas
(Holguín, Calderón y García, en este volumen). Los objetos mismos constriñen
nuestra vida y nos obligan a trabajar o a padecer la fuerza del mundo de formas que no
podemos contar (Guzmán y Martínez, en este volumen). Y muchas veces el trabaja-
dor de campo que ha trabajado, o porque está trabajando, debe guardar silencio, un
Luis Alberto Suárez Guava
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silencio que puede llegar a ser prolongado, para conseguir comprender. En esos silen-
cios también ocurre la vida. No todo lo que el trabajador de campo escribe ha sido
dicho en narrativas. También suenan la leña o el río o la emisora en el radio o las motos
trepando las carreteras destapadas o las borrascas que van con ese rumbo decidido
de todo lo que se sabe fuerte. Y no lo hacen de forma narrativa. A veces lo hacen con
ruidos que los textos antropológicos no deben despreciar. A veces en tonadas que los
indios y campesinos sí que oyen y disfrutan.
Por lo mismo, intentamos practicar saberes no enunciados y saberes no humanos.
En Aldana y en Cumbal, el fogón sabe ponerse necio. Y el cerro sabe ponerse bravo.
Y el agua de ciertas quebradas sabe ser sabrosa. Y los cutes, unas herramientas que se
dan en los árboles de madera na, saben criarse, y bien criados saben trabajar. Esas
sabidurías deben ser también nuestra preocupación: eventualmente debemos inten-
tar ponernos del lado del cerro, del fogón, del agua o de los cutes. Pero también pasa
que nuestros maestros humanos no saben cómo enseñar con palabras lo que saben
hacer con el cuerpo. Por eso también toca llevar el cuerpo al campo. A veces apren-
demos eso indecible pero no nos conformamos. Es posible que nuestra enunciación
sea un triste remedo, pero es mejor que la completa ignorancia de esos saberes.
Aceptamos una posición subordinada por cuanto nuestro saber del trabajo mate-
rial, tanto como de los materiales y herramientas de la vida diaria, suele ser escaso o
nulo. Eso empareja un poco las cargas de la relación. No tanto para la gente que ya
sabe que los antropólogos suelen ser un tanto inútiles, sino para la persona que se va
de campo, quien empieza a perder su importancia irreexiva. Si nos relacionamos
con las mismas cosas con las que se relacionan las personas que nos enseñan, empe-
zamos a comprender que las cosas saben y enseñan. Y es peor para los antropólogos
locuaces constatar que las cosas saben cosas y guardan silencio. Es posible que, por
ese camino, aprendamos a trabajar con conceptos y a pensar con cosas. Finalmente, es
posible que salgamos de ese trabajo viviendo y pensando distinto: reconociendo al
otro en uno y a uno en el otro, y aceptando la necesidad de transformar la práctica
de la antropología, no solo en campo.
Si todo eso o la mayor parte ocurre, estaremos listos para aceptar que el trabajo de
campo es una empresa teórica que requiere trabajo material. También será necesario
aceptar que los sistemas de conceptos que iremos comprendiendo son difusos y sucios
y en tensión: productos de relaciones sociales y productores de relaciones sociales,
productos de mundo y productores de mundos, pero con aspecto de herramientas
embarradas, utensilios de cocina, intervenciones técnicas, accidentes del paisaje o
conguraciones atmosféricas. Esos conceptos, que son cosas, permiten pegar o amasar
o fermentar los argumentos etnográcos, pero no para demostrar que nuestras preo-
cupaciones antropológicas están actualizadas, sino porque creemos que este camino
es el necesario para la comprensión de los mundos y para intentar constituir una
La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías
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práctica académica transformadora porque trabaja. La vida de las cosas supone los
conceptos. Podemos aprender algunos conceptos a costa de aceptar nuestra igno-
rancia, porque “el que sabe mucho aprende poco”. Y nos veremos obligados a apren-
der a hacer porque en el proceso es que las cosas enseñan. En vez de sacar a nuestros
conocidos de sus vidas para que nos expliquen sus vidas con nuestras palabras, ten-
dremos que aprender a vivir sus vidas para comprenderlas con todas sus cosas.
La dimensión teórica empieza a abandonar lo puramente conceptual para trans-
formarse en trabajo. No solo pensar con cosas, sino aprender a trabajar con cosas.
Es posible que nuestros textos se arrumen en una colección de esas que poco lee-
mos. Lo que queda de nosotros es lo que resulta realmente valioso: el trabajo que nos
humana. Entre junio y julio de 2016, estuvimos en un paraje de la Sierra Nevada de
Santa Marta y como agradecimiento y pago por habernos recibido un año antes, dimos
nuestro trabajo material en un caserío de indios ikʉ. Unos trabajaron más, otros tra-
bajamos menos. Y cuando nos encontramos meses después con los amigos de la
Sierra nos explicaron que en los frutos de ese trabajo nos veían, porque al parecer
no nos habíamos ido y ya era cierto que volveríamos, incluso antes de decir que
queríamos volver. Eso que dijeron puede obedecer a las extrañas creencias de los
indios ikʉ. O puede que los mejores frutos del trabajo que trabaja puedan prescindir
de la antropología.
No solo explorar la posibilidad de que pensemos con cosas, como se despren-
día de los análisis de Tylor y de Marx, sino explorar la posibilidad de que “las cosas
lo trabajen a uno”, como concluyó el antropólogo Felipe Becerra en una discusión
sobre un manuscrito previo de esta introducción. Eso nos llevaría a considerar que la
forma de nuestra vida pudo ser forjada por la vida de las cosas.
Menos importante, pero más relacionado con esta introducción, las cosas vivas
podrían cambiar las formas del conocimiento antropológico.
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