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“yo no sé qué será de mi suerte”*
1Arturo Balbuena
Esto no es delirio furioso. Solo como una pequeña tormenta, o
páginas. Nada digno de las letras... una tempestadsita. Como
con tres cervezas. Un tiempo apenas toreado, pero pasito. Como
cuando, años, quise ser señor del clima y homeopáticamente llamé
un viento recio, de p. m., para sentir que algo especial había en mí,
así fuera diabólico. Es que ante la casi certeza de que uno no será el ele-
gido hijo del señor, le da por pensar que acaso, y esto da miedo, pero
no es tan malo como ser uno de los innombrados por omisión, sea uno
un Damián. Nada, uno es Hijo de Saturno, un desgraciado y casi in-
deseable, aunque nalmente leído, escrito. Y es tormenta o tempestad,
porque el tiempo, ya lo han dicho, es la forma en que se disponen los
acontecimientos; aquí una pequeña tempestad de tristeza o delirio, que
esto me regaló el hado desde antes de ser y por eso no hay a quién de-
volver el don. Además los regalos no se devuelven, se dan otros: este es
el mío. Una pequeña tempestad de tristeza o delirio, con un poquito de
rabia, y de suerte. Una tumultuosa pequeña multitud de pocos eventos.
Del corrido puedo decir que es una de las pocas formas musica-
les (en términos de ritmo) que rápidamente puedo identicar, pero que
traduzco a una imagen. Aunque no todo lo que identico lo traduzca a
una imagen, también el corrido me huele y me suena. Y lo siento como
un intenso desasosiego. Me imagino un jinete raudo, con el viento que
se forma cuando uno va rápido, porque no existe si uno está quieto,
golpeándole el rostro. Pero, pensándolo un poquito, es que el rostro va
más rápido que el aire y lo rompe; mejor, lo deja en remolino para que
levante basuritas. Así pensaba yo en el corrido. Aunque recientemente
me encontré otra imagen, ambiguamente cercana, que tiene incluido
el olor que a mí me trae el corrido: estaba Malinowski, según relata su
diario, presenciando una operación de quema y, heroico, se puso de-
lante de las llamas y se sintió profundamente vivo. Huele a quemado,
es como un campo en llamas. Es como un sol en hoguera que por la
tarde ilumina y quema, en último furor, las nubes que se quedarán de
* Las siguientes son notas de un cuaderno, muy parecido a un diario de campo
en estado germinal, encontrado entre las cosas del autor.
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este lado de la noche. No. Es como piel quemada por el frío, así huele.
Pero también a campo, a tierra mojada que se levanta con un aguacero.
Tierra mojada y frío en una tarde, en un entierro en el que llueve, en
el que la canción última llega con maderas mojadas. Y sabe a lágrima
mojada. Así también huele. Y a cerveza. Y a fritanga. Y a viento helado
de once de la noche. También me sabe y lo siento; lo tengo en las pier-
nas con dolor de frío encarnado. También me gustaba que era fácil de
entender; un corrido cuenta una historia, la cuenta en forma lineal, un
suceso después que otro y el siguiente después, era como escuchar un
cuento fatal. Y como era en línea, y en ese tiempo escuchaba emisoras
que daban la hora cada tres minutos, era escuchar una historia que me
movía un poco de olores y de imágenes por dentro, y que acababa rapi-
dito. El corrido es como una echa letal lanzada desde . . Aaah, ya
me acuerdo, me huele a cigarrillo. A tienda húmeda con humo de ci-
garrillo. El corrido debería oler como a cigarrillo mojado en una tarde
fría. Ahí están el fuego y el agua y nosotros en medio. Esto no puede
ser pura deleitación de recuerdos caprichosamente nacidos. Es que yo
también creo, pero esto lo pongo aquí, que es mi escrito académico,
pero no tanto, que el humo del cigarrillo y su olor es una experiencia
de tiempo. Será un icono, que aunque todos sepamos que la forma del
humo es todo lo caprichosa que queramos o que quiera el viento, te-
nemos la idea de cómo es, y cuando lo veamos sabremos que allí está
un fumador, consumidor consumiéndose. No había prórroga cuando
en las noches me cerraba los ojos y buscaba Radio Cordillera, como
en las historietas de Kalimán, que eran también historias pero eran
diferentes. Porque se demoraban, así que tocaba esperar a que mi tío
comprara el siguiente número, y yo siempre quedaba con la historia
en la punta de los ojos y con un movimiento yo no sé de dónde naci-
do, así se recuerda, inacabada. Y solo después, en las largas tardes de
vacaciones, me podía poner al día y leerme completa una de las aven-
turas. Un poco burlando el efecto que quería lograr la voz siniestra del
nal, que le explicaba a uno cuáles eran las cosas que debían resolver-
se y que le insinuaba las fatales consecuencias que se desprenderían y
que en el siguiente capítulo se verían prontamente desmentidas por-
que un evento intempestivo daría un rumbo diferente a la historia. De
eventos intempestivos está hecho este tiempo que rige nuestras vidas.
Un evento intempestivo es precisamente lo que da forma a este tiempo:
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emergente e irreversible. Si fueran eventos tempestivos, serían prede-
cibles, lo que sería lo mismo que posibles de rehacer, y no habría este
tiempo que devora y consume y arrastra. Sería otra cosa, pero no es
así que lo llevamos dentro. Aún, había otra cosa de los corridos: daban
ganas de llorar. Los corridos dan ganas de llorar. Las cosas que acom-
pañan las ganas de llorar, vienen, siempre, del carácter de la historia.
No solo de su ritmo, no es solo el tempo y las variaciones de fatalidad
musical lo que de allí me da tristeza. Mejor, melancolía. Constato, un
poco consternado, que un sentimiento familiar, tal vez la misma pos-
tura, aunque eso no puedo asegurarlo, del ángel de rostro negro que
grabó Alberto Durero, es el que me llegaba mientras escuchaba las úl-
timas líneas y los últimos acordes del corrido. Pero el ángel triste no
padecía tanto, parecía embobado pero no sufría. Aquí, en cambio, dan
ganas de llorar y cantamos llorando. Y las ganas de llorar eran, como
dice mi mamá, que se me escurrían las lágrimas, mojando también la
mano sobre la que apoyaba la barbilla. Es que la vida es muy paila, di-
ría hoy yo... entonces no decía nada. Solo me dejaba estar. Y no había
nada que explicar. Ahora, con la disposición del que explica, porque
lo cierto es que usted no tiene por qué entenderlo todo, le diré que
estar paila es peor que estar en la olla, que era estar en malas condicio-
nes: económicas, sentimentales, espirituales, y las que se le ocurran.
Se acompaña de estar frito y de estar pelado y de estar en la mala. Lo
que hay es un clima de precariedad. Imagínese que si hace falta el ca-
lor, hace falta todo el calor. Que si hay soledad, es toda la soledad que
cabe en uno. Que si no hay camino, es que una sombra profunda se
cierne sobre nosotros. Peor que aquellas sombras que colgaban sobre
el Beatle, de “Yesterday”, de cuando era más del doble de lo que quedó.
Todo eso, pero más.
Decía, no son la única forma musical que me provoca eso. También
me pasa con otras canciones de esa música que se escucha en tiendas y
cantinas, pero que un fulano, así se le puede decir porque simplemen-
te no es académico lo que insinúa este man, llamó música cantinera,
y a mí me parece una justa denominación. Lo que pasa, es mi impre-
sión, es que esas tiendas aspiran a ser cantinas, y algunas lo consiguen,
porque lo necesario no es mucho. Orinal, música, licor no muy varia-
do (aguardiente y cerveza, en principio), tal vez lo imprescindible sea
el cantinero... o la cantinera. Recuerdo uno muy famoso, que todo lo
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sabe, que pudo ser el mismo que se mató con el borracho que llegó bo-
rracho... y recuerdo también una muy bonita cantinera, que es la sota
de copas, pero se le van los clientes. Dice el que canta que el mundo es
una cantina tan grande como el dolor. Allí en la cantina, con los tra-
gos y las canciones está todo el mundo, porque el mundo, todo él, uno
se entera, es una gran cantina. Hay traición y amor. Y allí, todo el do-
lor. Lo que hace a la cantina es la certidumbre del juego, el cantinero
como la mesera son sacerdotes de la fortuna, por eso la mona y el cojo
venden chance. Lugares hay que condensan la existencia. Como in-
sinuó Borges en La cifra, uno puede encontrar en un instante, en un
lugar, la cifra de una vida. La cantina es el mundo, porque el mundo
es una cantina. Me desvío; lo que pasa es que la realidad es compleja,
como recuerda Kroeber. Sólo quiero precisar la distancia que hay en-
tre el ritmo del corrido y el de otras canciones, como algunos acordes
de “El preso número ”, que yo tarareaba, porque me gusta el sonso-
nete de ese piano, y también me daban, me dan, ganas de llorar. Hay
otros, como Flor Silvestre o, a veces, Vicente Fernández, que parecen
cantar llorando; Alci Acosta cuenta una dolorosa historia pero no llo-
ra, en su voz oye uno al preso, decir: Padre nomearrepiento ni me da
miedo la eter ni dad. Yoséqueallá en el cielo el sersupremo mehade juz
gar... Y mientras le toca a uno algo por dentro, y uno comprende. No
solo lo que pasó, sino lo que volvería a pasar. Y hasta ve uno a un mon-
tón de presos números nueve... pero no ocurre siempre. Es algo que
está en la música cantinera, que no depende del ritmo y que me trae
una disposición, casi imponderable, así se vive (en general la vida es
imponderable), pero que tiene referentes en otros ámbitos, como en el
grabado de Durero; no, mejor, en la poesía de Camoens. Eso es para
ilustrar, más justo es decir que se ve en las posturas de los bebedo-
res y atentos catadores de música, que cuando suena alguna canción,
en un gesto que sería como de pesar porque aprietan la boca y arru-
gan la barbilla, pero que acompañado de la mirada a la rockola o al
que puso la canción o a uno de los presentes en la mesa, y acompaña-
do del puño cerrado, con el dedo pulgar levantado y el brazo estirado,
es seña de aprobación, pero esa palabra es demasiado poco. Ocurre
que nos sentimos unidos por algo, que es comprensible el sentimiento
que se ha de desencadenar, que se intuye entrando voluptuoso al cuer-
po del afectado. Lo más revelador, insinúo, llega entonces, cuando la
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mirada se pierde en lontananzas, y esa palabra sí que está en muchas
canciones (toca buscarla en el diccionario), como alguien que se va del
presente, se quedan los ojos jos en un cierto silencio interior, poblado
de acordes y de letras. Allí está la melancolía otra vez, menos erudita,
probablemente más trivial, pero es que solemos ser gente trivial. Las
ideas son las que no son triviales, nosotros apenas, accidentadamente,
encarnamos. Somos solo personas. ¡Nos parecemos tanto a esos, des-
graciados e indeseables, personajes que pueblan las representaciones de
los hijos de Saturno, el Padre Tiempo! En la cantina nos reunimos, los
desgraciados, como en el mundo; este mundo está lleno de los nuestros.
¿Qué es lo que yo tengo por dentro y que me tocan estas cancio-
nes? Por haber creído en la poesía, y por haber escrito un poema que
me pareció memorable, no tanto ahora pero así fue en algún momen-
to, y por haber creído en lo innombrable, me puedo servir de mí para
saber de los otros. Nada demasiado, solo gente común. Casi incultos.
Esos son los más. Decía así esa canción: Como que tengo tu boca en mi
boca. Y todas dicen más o menos la misma cosa. Es que el amor aquí se
lleva dentro, ingresa como un veneno o una poción divina. Puro furor,
ceguera y locura. Como que guardo tu aliento en mi aliento. Porque he
creído que el espíritu mora en el aire caliente, o por lo menos cálido,
que sale de las bocas de la gente y que para poseer eso que buscamos
debemos agarrarlo, como la leche materna, antes de que vea la luz. Lo
que hacemos en realidad no es poseer, es que ponemos cerca la boca
como bañarnos en un manantial. Como que tus manos se quedaron
aquí. Porque lo cierto es que me mantenía con la marca de unas manos
en las mías cuando ya no éramos dos sino uno solo en transporte ur-
bano. Como que la vida me sabe a ti. Pura hechicería, un amor gitano,
que vaga con uno entre sus dedos y después por la boca y las narices,
con el aliento y el perfume, entra al sueño. Y dormidos, con el amor
en los dedos, nos soñamos con el amor. Nuestros días empiezan más
temprano. Y la lluvia es inocente y el sol ya no es demasiado duro. No
importa la noche en vela ni el polvo de la carretera. No importa una
casa oscura. Mejor. Porque es como una sombra luminosa. Que nos
arropa y nos llena de aire brujo. Y nos pone en la voz un dejo de ternu-
ra. Y cuando hemos de movernos a lo largo de la ciudad y de esperar
dos horas más, nos quedamos complacidos y todo se resuelve con una
presencia. Así amamos. Nos escapamos, porque es la mejor manera
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de hacernos saber que todo lo daríamos, un amor que no escapa no
llega a ningún lado: dos amores cobardes no llegan a amores ni a histo-
rias, se quedan allí. Ni el recuerdo los puede salvar. Ni el mejor trovador
conjugar. Eso no quiere decir que Silvio suene en la cantina. En la can-
tina cantaríamos: Vámonos. Donde nadie nos juzgue. Donde nadie nos
diga que hacemos mal. Vámonos, alejados del mundo. Donde no haya
justicia, ni leyes ni nada, nomás nuestro amor. Y cuando una canción
escrita por otra mano y cantada por otra voz habla de otro amor, sa-
bemos que no es así. Esa canción se vuelve nuestra, porque nuestros
amores, todos únicos y eternos y nunca traicionados, se parecen de-
masiado a los de otros. Y por eso mismo, cuando se han ido o cuando
nos hemos ido, cuando hemos descubierto que ya no es lo que era...
o que nunca fue así, solo es nuestra ansiedad, también hay canciones
para gente en esas.
El dolor nos toca y no hay más que sombras. Quisiéramos que
las venas desgajaran pesadamente la sangre para morir de amor len-
to, de olvido. Porque sabemos que es tan corto el amor y tan largo el
olvido. No leemos a Neruda. Pero podemos decir: Qué breve fue tu
presencia en mi hastío. Qué tibias fueron tus manos, tu voz. Como lu-
ciérnaga llegó tu luz y disipó las sombras de mi rincón. Y yo quedé como
un duende temblando sin el azul de tus ojos de mar, que se han cerrado
para mí sin ver que estoy aquí perdido en mi soledad... Cuando estamos
enamorados padecemos acedia medieval. Y cuando estamos sin pecho
en el pecho, despechados, padecemos un furor melancólico. Furor es
cólera, ira engrandecida. Es agitación violenta en la demencia. Es arre-
bato, entusiasmo del poeta. Es cierta prisa y vehemencia. Casi todo por
aquí sufre el furor, todas esas cosas que de él dice el diccionario. Furor
es delirio. Es pasión. Es una enfermiza disposición para el amor y el
odio exaltados. Es frenesí. Es dolor furioso. Nosotros hemos hereda-
do este sentimiento furibundo gracias a la sangre, o eso creemos. No
puede por otra vía llegar esto al corazón. ¿Qué tipo de sangre que co-
rre por estas venas? Nos apropiamos de la cólera y la ira. Nuestro mal
genio es casi bíblico. Decimos que somos nerviosos. Lo que querría de-
cir que las terminales de los nervios son más sensibles o que tenemos
más nervios que los demás habitantes del planeta. Y que somos senti-
mentales: si un amor ardiente, se nos marcha de repente nace la llama
de un dolor sentimental... pues sí señor yo también soy... sentimental,
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cantaría Nelson Ned. Y aquí, en coro, los que nos preciamos de no vi-
sitar la cantina. Eso es puro furor. He creído también que en nuestra
particular forma de escuchar la música anglosajona, es el furor latino
o romántico, de lengua romance, porque de esa extracción es nues-
tra melancolía, el que rige las maneras. No es más que ver la forma en
que escuchamos canciones de Guns and Roses en una cantina. Antes
de Alci Acosta y después de Los Visconti. O nuestra capacidad para
improvisar solos furibundos de guitarra que acompañan una pasión
alegre o una pasión triste. Eso es furor. Aquí el pogo abandonó rápi-
damente el punk, y nos pogueamos todo. Y nuestras borracheras, las
de metaleros y cuchos, son de aguardiente y cerveza. Agua ardiente.
Que quema la garganta y ana la voz, como para poner vocecita de
Axel o de Julio Jaramillo. Es que, sin saberlo, buscamos al duende. Por
eso, borrachos, creemos que hemos cantado muy bien. Porque sobre
los melancólicos penden sombras. Porque la melancolía es una som-
bra que al medio día nos muestra la vida negra. Para mí tú eres negra
ya y en tinieblas ya te perdí. Postrados, silenciosos y secos, cantamos
con una voz que no es la nuestra, una canción que no compusimos,
pero que dice, exactamente, la pena nuestra. No pensamos que eso
es producto de la cultura, es que el destino se ensaña. Ya estaba todo
preparado: la ilusión y la derrota. Lo único nuevo es nuestra tristeza.
Inconmensurable. Esta tristeza mía. Este dolor tan grande. Los llevo
más profundo, pues me han dejado solo en el mundo. Ya ni llorar es bue-
no cuando no hay esperanza. Ya ni el vino mitiga las penas amargas que
han de matar. Yo no sé qué será de mi suerte, que de mí no se acuerda mi
Dios. ¡Ay pobres de mis ojos! ¡Cómo han llorado por su traición!
No sabemos qué será de la suerte nuestra. Qué pasará si tú me de-
jas. Qué pasará si tú me olvidas. Le he preguntado a las estrellas, a la
luna y al mismo sol. Qué pasará si andando el tiempo de mí te cansas y
te alejas...
Los hay cojos, que venden lotería. Solemos decir que se parquean
en una esquina, por donde salen los cocacolos, que son los manes que
trabajan en Coca-Cola. Les tientan la suerte, y las personas que tra-
bajan en Coca-Cola tienen pocas opciones. Toca dejar esa vaina a la
suerte. La suerte se deja ver pocas veces, pero cuando lo hace es es-
pléndida: uno los ve volver con un dejo de comprensión, pero no se
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quedan, cuando se sale no hay que volver. Allí, entonces, se parquean
los dos cojos que venden lotería. Sé que también los hay de silla de rue-
das que venden la lotería en la entrada de la iglesia de Santa Marta,
quien, dicen ahora, es la santa para los casos más berracos. Le está ga-
nando a San Judas Tadeo. En ese lugar, como en muchos otros de la
ciudad, se encuentra el llamado de la suerte. Todos apostamos porque
es que la vida es un juego y en el juego de la vida vamos todos. Aunque
al n de la partida gane el albur de la muerte. Juega con tus cartas lim-
pias en el juego de la vida, al morir nada te llevas, vive y deja que otros
vivan. Cuatro puertas hay abiertas al que no tiene dinero, el hospital y
las cárcel, la iglesia y el cementerio...
Son dos cosas las que debo poner claras, el resto se puede disper-
sar y quedarse apenas indicado, o sugerido; a veces creo que son esas
las cosas que más tarde se recordarán, porque así es con las lecturas:
uno busca la cara de quien escribe más que aquello que quiere decir,
debe ser porque buscamos un sentimiento, ¿sabe usted cuál es mi cara?
Bueno así leo yo, a veces, a veces no tanto, es que uno no puede querer
ser antropólogo todo el tiempo... y a veces se vuelve hasta pragmático.
No importa, hasta ahora nos estamos escribiendo, mire que tal vez es-
tas líneas se pierdan. Somos tan hijos de Saturno que de las dos formas
de melancolía la nuestra es menos generosa. Es la melancolía poética,
de cuya denominación no podremos decir que es fea, porque es poéti-
ca, pero es que el poeta es un héroe trágico... imagínese un poeta feliz,
eso es una contradicción porque la poesía es el descubrimiento de la
nitud. Y que nuestras posibilidades son tan ajustadas, o tan preca-
rias, que un verdadero suceso, aquel que partirá la historia de nuestras
vidas, es el azar supremo, un golpe de suerte. La suerte no podía ser
blanda y darnos un abrazo, nadie que sufra un abrazo de suerte tendrá
certeza de la fortuna en su vida. Debe ser un ¡ ! Como
irse a buscar oro y encontrárselo de frente de forma tajante, como pe-
lear con el diablo para ganarse el derecho a una guaca, como coger un
negocio machete (como el instrumento de desyerbar) o como intentar
un tiro osado en el juego de la rana y hacer moñona. Más bien, como,
velozmente, en un acto muy similar al de los raponazos que eran famo-
sos en la décima de mi niñez, debe el necesitado quitar los billetes de
la mano resbalosa del azar. Es simple el asunto, pero no es fácil expli-
carlo. Yo puedo sugerirle unas cuantas canciones y usted puede decidir
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obviarlas, pero para eso juego, esta es la palabra justa, con el espacio
que me ha sido otorgado y le cuento un poco de cuentos cortitos, como
el de los manes cojos que venden la lotería. Es que usted los viera, son
bien particulares, usan saco de traje, yo no sé de dónde salió esa cos-
tumbre, no es que sea una tradición milenaria, y van cojeando todo el
día por el barrio con sus zapatos embolados, con el pelo como mojado
todo el día: vendiendo el chance, ofreciéndolo, diciendo que a la una
se cierra. Y uno cree que hoy es el día de El Dorado, hasta podríamos
parecer conquistadores ahí detrás del Dorado todos los días, pero este
es un chance que se llama así y que juega a las dos. A la una pasan re-
cogiendo, como en una inmensa casa de apuestas. Hagan sus apuestas
señores, y mi mamá entonces saca mil o dos mil pesos y se va con el
número que la vida le señale, el número de la tumba del último muer-
to o la cifra que una lectura extraña le dicta según mi matrimonio, o la
indudable conguración de manchas que han dejado los cunchos del
tinto de esta mañana. Allí, por todas partes están las señas, pero no son
todas partes, hay lugares privilegiados: la muerte, es un lugar grueso,
como diría Geertz, allí se nos muestra la vida, toda cruda como es. Es la
estrella particular, Nací con mala estrella, nadie un favor me apunta y la
piedad del cielo también me abandonó. Así canta El Caballero Gaucho,
pereirano. El signo que ha nacido con cada uno, porque es en la soledad
del baño o es en la taza de la bebida propia, después de que la hemos
marcado con nuestro aire mientras posamos los labios, casi distraída-
mente (en un mundo tan lleno de señas no podemos estar distraídos),
es nuestra estrella. O el haber estado en el momento preciso en el lugar
preciso, el equivocado. Solo que eso casi siempre, en estos barrios, es lo
que ocurre. La ocasión es calva y uno vive pelado: sin plata y sin vida.
Bueno, iba hablando de los manes del chance, que son unos
avispados, por lo mismo que mi mamá no deja de preguntarse si el
número de la placa del taxi que recién se parqueó a la entrada del res-
taurante, es el que traerá El Dorado hoy. ¿Será por eso que yo me he
vuelto supersticioso y me la paso viendo San Migueles y seres anes
en muchos lugares? Yo no sé. Uno no debería decir eso en un texto
académico, pero es la verdad, yo no sé. Y la verdad sí se debería de-
cir en un texto académico. Alma máter, que nos ves lánguidamente
caminar por tus pasillos. Yo he cantado sumamente tocado que me
gusta estar al lado del camino fumando el humo mientras todo pasa,
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aunque lo cantaba cuando no fumaba y no sé de qué lado del cami-
no estoy. Este escrito dará cuenta del que me tiene y del que me dejo
tener porque uno es persona. El caso, como para recordar que este
escrito es sobre fortuna y melancolía, y que juega con frases bien típi-
cas porque si no fuera de esa forma mi lector no sabría entenderme,
para eso están estas, las palabras, en el orden posible, con las posibles
sentencias, y nos entendemos, y usted sospechará algo cuando lea
melancolía y fortuna. Así que yo me pongo a sugerir, porque como
le dijo Holmes a Watson, lo que ha hecho un hombre otro lo pue-
de entender. El caso, esta fórmula es de mi mamá, es que dejan caer
una fracción de lotería cuando pasamos por cerca de la iglesia de San
Judas, a una cuadra. Y nosotros creemos que ha sido la providencia
que ha vuelto su mirada hacia nosotros. Y compramos porque si no,
nos quedaríamos con una espinita; y hay tantas historias en las que
el número señalado coquetamente se posó en nosotros y lo dejamos
irse tan impunemente, que perdimos la inocencia, porque sabemos
que el papel no se ha caído por distracción del lotero, sino que soca-
rronamente lo ha soltado para que de las alas del viento tropezara
con nuestros honestos ojos, que lo devolverían o lo atraparían, por-
que la ocasión es calva. Y uno vive pelado. Y la necesidad tiene cara
de perro; lo que quiere decir que estar en la condición del perro no
es deseable, como un perro en misa. Yo vi uno. En un entierro que
tuvo que apresurarse porque el tiempo apremia. Y ya ni a los muer-
tos los podemos enterrar sin afán. ¡Siempre llegamos tarde! Y esa vez,
en Chía, nos tocó correr con un ataúd pesado porque ya empezaba
la misa y estábamos tarde. Ella se murió durmiendo. Una muerte se-
rena. Y quedó como sonriendo. Porque acá le miramos la cara a la
muerte. Así mandan las buenas maneras. Serena, con sonrisa sabia.
Pero ¡pesaba! Y se nos hizo tarde. Y como estaba tan pesado el ataúd,
nos tocó casi correr, que eso es feo en la muerte porque la sabemos
lenta, sublime y ceremoniosa. No puede ir de afán aunque tenga mu-
cho trabajo, ella es digna. El cura estuvo bien. Nos recordó lo que
tenía. Y que no hacía tanta falta, pero eso estaba bien después de la
carrera. Volvió la ceremonia. El cuento iba a que allá había un pe-
rro debajo del ataúd. Pero no se veía tan mal. Si hubiese sido el perro
de la casa había sido hasta estético. Pero no era. Y nadie lloró por lo
del perro, que no hace falta llorar por el protocolo cuando lloramos
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por casi todo. Es en el llanto que amamos y reñimos y nos dolemos.
Somos sentimentales. ¡Y lloramos…! Llora mi nombre en todos los
nombres y mi apodo en todos: lloramos al Pollo, lloramos Leocadio
y Juvenal.
A Juvenal lo he visto borracho y me he emborrachado para en-
tender y también porque fue preciso. Me di cuenta que en la ebriedad
no hay misterio. Solo la ebriedad. Acaso un poco lo amistoso que se
nos sale, a brindar, pero mejor es no brindar y cantar una canción que
remueve. Por la reiteración: esta canción dice lo que dice y lo vuel-
ve a decir. Acaso es que el tiempo se pasa y no lo miramos. Acaso es
que nos olvidamos de todo y nos quedamos en un aquí eterno que es
tienda, ventana sucia y orinal, pero también sillas y piso con colillas.
La señora de la tienda lleva cuentas con tapas de cerveza y nosotros
solo esperamos qué va a sonar y hablar un poco si no nos gusta. Nada
ocurre con la regularidad que esperaría un etnógrafo. Porque también
suenan vallenatos. Los vallenatos suenan en Radio Recuerdos. El todo
es una monstruosa aspiración. Recordaré que antes de la ebriedad vi-
mos carros de la moda más antigua vigente transportando mercados
y personas. Desde la plaza de Fontibón hasta los lugares más recóndi-
tos de los alrededores. Uno de ellos es Puerta de Teja. Allí vive doña
Carmenza con su irregular familia que es ella, hijo, sobrinos y esposo
recién adquirido. Es un hombre bajito, que le decían Juguete por apo-
do, nacido en el belicoso sector de Viotá, pero don Juvenal no fue un
guerrillero porque a los años se vino a vivir a Bogotá, a descargar
carros en la plaza de mercado de la treinta con trece, cerca del mata-
dero. A vivir en la casa de una tía, dueña de una cantina-cabaret. Don
Juvenal, luego celador y ahora esposo de mujer dueña de restauran-
te, casi borracho porque toma casi todos los días, silencioso catador
de música de Las Estrellitas, pero ese grupo es casi desconocido y
solo existe un casete que don Juvenal guarda con poca precaución.
Conocedor de las mujeres de la mala vida y amante de ellas como de
hermanas y tías, como para un verso. Es que si no nos va bien en esta
vida nos irá bien en la otra. Padre de un hijo que parece no ser suyo.
Eso no importa, y luego ríe con pocos dientes. Hacedor de amigos.
Más saludable que un Alka-Seltzer, pero solo. A las diez de la noche
tomando cerveza y escuchando música de Julio Jaramillo. Sin éxito.
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· “Yo no sé qué será de mi suer te”
Un amor que se me fue, otro amor que me olvidó, por el mundo yo
voy penando, quién dijera que a él le gustaba, probablemente por los
mismos días que a Fernando Vallejo, Amorcito quién te arrullará: po-
brecito que perdió su nido sin hallar abrigo muy solito va. Solo faltan un
poco de prosas aquí y allá para que quede en una novela no menos in-
teresante, que no sería película, que eso ya es mucho pedirle a la vida.
Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando:
amorcito que al camino va. El hecho casi desnudo es que don Juvenal
se pone a escuchar el senderito del alma y a mirar el suelo y uno no
sabe qué es lo que está pensando, sea en el amor dudoso de su mujer
o en las múltiples traiciones que lo atraviesan (amorcito que perdió su
nido sin hallar abrigo en el vendaval) y llegue a intuir que el sendero
es una cicatriz que ha quedado en el alma, casi como un corrido que
se graba en el alma, esa cosa coloidal. El alma es parecida a la ebrie-
dad… casi simple porque en la ebriedad no hay misterio. Y puede que
no haya misterio y no piense en nada y sea que el tiempo se resbala por
su piel o que el vendaval sea su abrigo.
Ahora la historia del andariego sin suerte. Empieza con un corri-
do. El corrido que escuchara Leocadio desde que empezó a escuchar
música de Antonio Aguilar, cuenta la historia de una geografía ex-
traña por los nombres, pero nada más. Este es el corrido del caballo
blanco que en un día domingo feliz arrancara. Iba con la mira de lle-
gar al norte habiendo salido de Guadalajara. Su noble jinete le quitó la
rienda, le quitó la silla y se fue a puro pelo. Y atravesó un país extraño,
con nombres que no son los de aquí. En cambio, Leo, trabajador de
construcción y hermano fracasado de doña Carmenza, conoce otros
nombres que relata como si estuviera montado sobre el caballo blan-
co: empieza desde La Aguadita, cerca de Fusagasugá, y se va por los
caminos que comunican los pueblos del Sumapaz: Arbeláez, Tibacuy,
Viotá, Pasca. Él siempre se va. A construir casas que no llegarán a rui-
nas en Cambao, a coger caña en zonas de tierra caliente más allá, a
coger café en otros pueblos, a vestir una camisa azul y un pantalón ne-
gro debajo de un sombrero mejicano, a cruzar las calles polvorientas
de Bosa en una bicicleta que tiembla. A Leocadio le agarran nostalgias
repentinas. Se va, entonces, a tiendas recónditas y toma hasta perder el
sentido; aunque no siempre pasa así porque, como dice la canción, Me
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emborracho cuando estoy alegre y también cuando estoy aburrido. Su
historia, como todas, no es sencilla; no es bueno, pero tampoco es tan
malo. Doña Carmenza lo mantiene porque ya no tiene esposa. Ella lo
echó por n cuando, borracho, rompió todas las cosas y asustó tanto
a los hijos que Antonio, el mayor, estuvo callado durante una semana.
Cuando joven, Leovigildo salía a viajar con sus casetes, como Cristos,
su hermano, que cantaba “Las botas de charro” y lloraba por un amor
que nunca vimos. Tenía casi todo lo de Antonio Aguilar, le gustaban
las rancheras; en ese tiempo Leo usaba sombrero y pantalones de dril,
camisas de manga larga, bigote y patillas, con esa pinta se recorría los
pueblos cercanos y otros de más lejos. Pero ahora que la desgracia lo
alcanzó usa jeans, camisetas, sacos de lana heredados de su aventajado
sobrino. Ya perdió, tal vez en una borrachera, los casetes y solo tiene
dos cedés en mal estado, pero no son de Antonio Aguilar. Su hermana,
única persona que parece todavía recordar el esplendor de Leo, un jo-
ven que se fue de la casa a los años a casarse con una prima de otro
pueblo y que parecía, por sus alardes, un aventajado constructor, pero
él hubiese querido que la gente murmurara que él sí era muy gallo, su
hermana lo mantiene cuidando el restaurante. Vive en una pieza que
huele a cigarrillo, siempre con las ventanas y las cortinas cerradas y
con sus cosas listas en una caja porque se está yendo de todo lado y de
este restaurante ya se quiere ir, pero nadie sabe cuándo. Alguna vez se
creyó Mauricio Rosales, y quería que le dijeran El Rayo, pero no fue
posible porque sus robos nunca fueron provecho de los pobres, o al
menos de gente más pobre que él. Cruzando veredas, llanuras, lade-
ras y caminos reales. Cantando canciones, canciones de amores sobre
mi caballo. Me dicen El Rayo mi nombre de pila es Mauricio Rosales.
Lo cierto es que se metía en peleas sucias, con cuchillos, heridos y
muertos. Por eso ahora no puede andar por cualquier parte porque a
los lugares que conoce no puede volver, siempre deja deudas. Y como
otros, vean ustedes, fue buscador de esmeraldas, guaquero, pero sólo
como durante un mes porque de allá también le tocó salir corriendo.
Y el Pollo también. En las esmeraldas, pero antes en el juego. En
el esferódromo regalan tinto y Coca-Cola. Salen las bolas, tímidas al
principio, como queriendo que no las miren, y se precipitan por el
espiral verde, de tela de billar. No muestran mucho afán. Coquetas,
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· “Yo no sé qué será de mi suer te”
rozan el hueco, lo besan, como mariposas, y se quitan. Hasta que una
cae, como quien tropieza, y señala un ganador. Uno se toma el tinto y
le dan ganas de jugar. Uno entra picado y empieza a apostar. De a po-
quito. Y en después se envicia, como dicen. Uno empieza a ver que las
bolas no caen por azar, empieza a intuir causas profundas y ve señales
por todas partes. Que si esa bola es negra y a uno le dicen El Diablo, o
que si esa bola es amarilla como los calzones de año nuevo. Y hace un
año estábamos en el mismo sitio. O que si mira uno a donde mire, allí
está su clave. O que no importa, el hado nos mandó a este lugar y eso
impone jugar. Sin recursos para leer en el mundo lo que hay que hacer
es apostar. Y apostar sin medida.
Lo que hay que hacer es no medir. Quedarse sin lo del bus, dejar-
lo en la última apuesta, que si uno ya se sabe en la calle con las manos
yertas, va y gana. Al Pollo no le funcionaba. Yo creo que no quería que
le funcionara. Y si le hubiera funcionado habría apostado hasta per-
derlo todo. Hasta le gustaba que las viejas lo trataran mal, es que uno a
veces quiere saber qué es estar vivo. Ese man se la pasaba llegando pe-
lado y a la madrugada. Ni siquiera borracho porque el man no tomaba.
Era solo juego. Y ni siquiera sabía fumar, pero hacía caras cuando chu-
paba el humo, ¡qué gonorrea! El William se burlaba. Pero el William
sí lo entendía. No se esforzaba, es que ellos se parecían. Y yo, que lo
apreciaba sinceramente, pensaba que ese man sí era la cagada. Hasta
se ponía contento cuando nos botaban del trabajo. Lo veía sonriente
cuando venía a invitarme a los billares.
Pero hubo un tiempo en que las noticias, por igual, nos afectaban.
Las noticias lo dejaban a uno ahí todo callado. Además no llegaban con
fuerza denitiva, eso es lo peor. Decían que la otra semana lo estaban
llamando y nosotros nos quedábamos toda la mañana en las casas, pen-
dientes del teléfono. Pero a las tres de la tarde ya sabíamos que no iban
a llamar ese día y nos íbamos para el parque a recibir el viento furio-
so y a cansarnos para poder dormir. Eso del desempleo se va poniendo
como un dormimiento en los miembros. Se va sintiendo uno todo re-
chazado en todas partes. Y se va quedando uno como inutilizado. El
Pollo también se sentía mal. Sobre todo porque del pantano del asueto
permanente se iban saliendo los otros. Y él se quedaba bronceándose el
cuero rojo, en cortos de jean, sobre las latas del techo de su casa.
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Eso fue al principio porque después, más temprano que yo, empezó
a acostumbrarse a todos esos trabajos maricas que nos salían. Y empe-
zó a disfrutar el esfuerzo físico. Pero mejor, era disfrutar un poco cada
vez que perdía algo, como si lo hubiese perdido en una apuesta. Hay que
perder y no sufrir, eso es ya no perder. Nos recuerdo empujando carros
hechos con tablas y tubos de hierro, transportando enormes bloques
de espuma de colchoneta. ¡Caliente! Se quedaba esa espuma, casi como
an, pegada a los nudillos de los dedos. Y quemaba. Nosotros corría-
mos porque la máquina, monstruosa, botaba y botaba bloques enormes.
Había producción, así nos decían. Coooorra con esos bloques queman-
do los dedos. Corra con los zapatos pegajosos en la suela. Corra. De la
máquina a la bodega. De la bodega a la máquina. Todo el día porque la
máquina no almorzaba. Entonces nosotros tampoco. Corra. Y fomen-
taban un espíritu de competencia. ¡Quién será el más fuerte!… era ese
man. Yo lo veía como contento, encaramado en un edicio de bloques
de espuma, de tres metros por siete, acomodándolos y riendo. Ese man
era un hombre sonriente, un payaso como el “Payaso” que cantaba Javier
Solís. Como siempre estaba riéndose, nadie pensó que también lloraba.
En Coscuez, una noche de las varias en que fue guaquero, todo
negro el rostro y las manos, todos rojos los ojos y con hambre y frío, se
puso a chillar. De espaldas al William, que estaba de espaldas a él, tam-
bién llorando. Estuvo trágicamente vivo, marioneta del destino, en la
más previsible situación. Es que nada, ¡jueputa!, dos chispitas nomás.
Menos que fugaz relámpago, como una visión de bondad en medio de
esta lucha pertinaz. Pero una visión, al cabo, que otros nunca tuvimos.
No encontraron la pepa que los sacaría, tres semanas de aventura, es
que el que no arriesga un huevo no tiene un pollo. Las piedras verdes
no se cogen todos los días. Bueno, yo sé poco de esos días, es que de las
derrotas casi no hablábamos, nosotros éramos manes con proyectos,
con negocios entre manos, con el futuro a nuestros pies.
Cuando empezó la misa me quedé mirando el piso. Y, como todo
era de no creer, le pedí a Dios que lo tuviera en su gloria, a mi ami-
go, que le decían también El Diablo. Es que ser persona es ser tantos.
Y esas máscaras nos llegan por detalles nimios. Compró en el centro
una chapa, en la acera sucia de la décima, donde un sujeto de rostro
moreno, pelo crespo y bigote, había extendido una tela roja. El hom-
bre parecía, ahora recuerdo, el negro aplastado por el ángel. El Pollo
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· “Yo no sé qué será de mi suer te”
fue primero como el ángel y después como el negro... ¿o como el indio?
Como era crespo y los ojos claros y pasaba las tardes haciendo exio-
nes de pecho, se parecía un poco a San Miguel. Y cuando estuvo más
cuajado se encontró con el apodo contrario, El Diablo. El caso es que al
lado occidental de la décima, doradas unas y plateadas otras, en el sue-
lo, un enjambre de chapas: águilas, escudos, hebillas. El Pollo encontró
una con un diablo, él le decía El Diablo, es que a veces hablamos con
mayúscula (el apodo se lo devolvió la chapa). Y se la puso a un cinturón
negro de carnaza, como para parecer baquero. A él le hubiera gustado
ser uno, como don Segundo Sombra, pero es que con los manes que co-
noció no se alcanzaba a hacer una idea, como hizo Güiraldes. Conoció
al hornero de Kokorico, un asadero que tenía otra empresa en donde
vendía el mismo pollo, pero más barato, o acaso, pero esto es ser mal-
pensado, un pollo para otro tipo de gente, en realidad el hornero era
de Las Colonias, carrera décima con calle . Un tipo de cara fea que
engarzaba con habilidad de ocio la vara con seis pollos. Y al ritmo del
horno, seis varas en menos de un minuto. Soportaba el calor y miraba
desaante; y era supremamente vulgar, mala gente, seguro. El man era
una gonorrea. Salía los días de pago a apostar todo en esferódromo.
Yo no. Yo siempre fui juicioso. Ese día llegué a las siete. Como
siempre que me voy y vuelvo, con el presentimiento de algo irreme-
diable. Por eso mis pasos son presurosos y mis manos revuelven el aire
como un demiurgo los destinos. Mejor, como una muchacha de loterías
en la tómbola, pero con otro rostro y otro cuerpo. Otro ánimo. Agoté
las escaleras en zancadas de tres o cuatro escalones. Ya en la terraza,
porque vivíamos en una terraza, esa es una de mis circunstancias, la
montaña de enfrente y a lo lejos me tiró un ventarrón helado. Yo no le
hice caso. Agité las llaves. Cuando abrí la puerta y el silencio previsi-
ble me pareció extraño, me puse más ansioso. La noche anterior había
llamado pero no habían contestado y sólo quería saber que mi temor
no tenía fundamento. Sólo esperaba hacer una llamada a mi mamá. La
casa debía estar sola pero aún estaba Yesid, lo escuché a un paso de la
puerta. Faltaba que me saludara sin noticias en el rostro. Pero Yesid pa-
recía demasiado sobrio, en estas circunstancias la vida es más simple, y
buscaba cómo decirme algo. Se apuntaba una camisa blanca.
Yo no quería entender, no tenía por qué hacerlo. De todos los ma-
les terribles y las muertes esperadas, esa no había cruzado por mí. Lo
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habían matado, a Hernando. Fue un asunto estúpido, pero todos nues-
tros asuntos son triviales. Una riña de tienda. Una pelea sin mujeres
de por medio, sin dinero, sin envidias legendarias, sin meses de cua-
jarse, sin el suciente residuo de rabia en la garganta, sin la carga de
odio acumulada en otras enemistades, nada de lo que nos trae la muer-
te. Solo ella. Simple. Se metió en el cuerpo del Pollo por un lunar en
su frente. Nada místico. Más bien, trágicamente cómico. Seducida por
las palabras de derrota o las de desafío. Avizorada en sus aventuras ba-
ladíes. Esperada sin ansiedad. Deseada en circunstancias monótonas.
Así fue. Irremediable. Intempestiva. Miren lo que es la vida: de suerte
y muerte, a puñalada en la frente.
Aquí lo irremediable siempre está a punto de ocurrir. Y el todo es
un sinnúmero de acontecimientos irremediables. Y vivimos nerviosos.
Los nervios llegan con nosotros, que por ser tan sentimentales sufri-
mos de los nervios. Y al contrario. A veces, en un instante, todo el ruido
desaparece. Es entonces cuando la reanudación de acontecimientos trae
uno que nos cala, que nos toca, que nos arrebata y nos hace víctimas.
Una enfermedad. Una noticia decepcionante. Un nuevo gasto que no
encuentra fondo en nuestros bolsillos. Una muerte, como todas, inespe-
rada. Es vivir en un agujero y resbalarse por su pendiente. Cayendo en
raudas volteretas, sintiendo vértigo y vómito, desconsolados los domin-
gos, recompuestos los lunes, fatigados los martes. Pero lo más feo son
los nervios. Desconamos de las señas de una llamada no prevista, del
rostro de alguno que llega a decirnos algo, del ruido trivial de un esfero
que se cae por jocoso accidente, del grito desconsolado que vaticina un
grave suceso. Yo he pensado que por eso revuelvo las llaves en mi bolsi-
llo y camino rápido. Quiero llegar y verla tranquila y esconder el miedo
en la cara de cansancio que también traigo. Para que se ría, que ya casi
salimos de la incertidumbre. Ser hijos de Saturno es probar grandes
sorbos de incertidumbre, no jugar con las certidumbres ajenas. El tiem-
po solo se sufre. Se soporta casi como cuando nos golpea el viento, en la
tarde, que viene furioso y frío de los cerros. Que nos enfría el rostro, las
manos y las piernas. Y, entonces, yo decido que cojamos un taxi porque
no hay que aguantarnos tanto y mañana veremos de dónde sale lo que
se gastó. Salvo que hay cosas que se gastan y ya no vuelven… y uno llora
sentado en el baño frente a las caprichosas formas de la cortina plásti-
ca. Y sabe que ha querido más de que podía. Y también mucho menos.
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· “Yo no sé qué será de mi suer te”
Hicimos una ronda alrededor de su muerte y escuchamos dos can-
ciones de esas que van y vienen por todo el cementerio. Allí sopla un
viento y hace un sol, ambos también están afuera, pero uno se perca-
ta más de su presencia. Es que el sol alumbra cabezas reclinadas hacia
el suelo. Y seca la tierra de muertos que a pesar del pasto es amarilla y
mezquina. El viento, de su lado como siempre, barre oraciones y con-
dencias de esas que solo los muertos pueden escuchar. Pero que, acaso,
sólo el viento conoce. El mismo frío soplo que nos quemaba la cara en
el parque cuando, limpio, se venía desde los páramos arrastrando te-
jas de los barrios nuevos, ya en el cementerio del Apogeo estaba lleno
de rumores que había conscado por todo el sur. El soplo se llevó tam-
bién el rumor del entierro, lo estrelló contra las casas de más abajo. Y
después, ese viento mismo, me pegaba en la espalda y en la nuca, por la
tarde, cuando iba a decirle maricadas a la tumba del Pollo.
No puedo recordar cómo estaba el rostro porque no lo quise ver.
Pero la idea sí la tengo, me la regaló Omar, que lo vio entre la caja de
muertos. Me dijo que tenía cara de malo, cosa que no podía ser por-
que el Pollo era buena gente. Pero la idea fue un regalo y los regalos no
se botan; tengo la idea, lo recuerdo en su caja vestido de traje, con cara
de malo, pero con esa cara de chiste que hacía. Como cuando trabajó en
televisión, un extra, portando una barba de tizne y una ametralladora
de juguete, pura pinta de Sábados Felices. ¡Esos chistes que se inventan
aquí! No lo vi pero lo recuerdo con cara de malo, casi de rabia. Seguro
le entró rabia antes de morirse, es que el asunto no valía una vida. Pero
la vida no vale nada, empieza siempre llorando y así, llorando, se acaba.
Debe ser que aquí también es León Guanajuato. Yo lo que tengo es una
deuda. Debí abrazarlo de feliz año pero no lo hice. Debí ver su rostro
duro lleno de muerte y deplorar el maquillaje que encubría la huella que
allí quedó. Debí cargar el cuerpo aún con vida pero ya con muerte, desde
el río hasta el hospital San Blas. Debí trasnochar siguiendo la ruta de la
desidia institucional hasta el otro hospital, donde murió. Dos meses des-
pués soñé que nos veíamos pero él no sabía de su muerte. No tenía cómo
saberlo. Es que la muerte no existe. No puede ser cierta. La cartelera con
el nombre no podía ser más que una mentira. Caminé presuroso, subí
las escaleras para ver el féretro, el cajón lleno de muerte, y conservando
la esperanza de que fuera un engaño o un sueño, no quise asomarme a
la ventana. Me senté y empecé a descubrir caras familiares. La mamá.
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La hermana. El hermano. Todo parecía un sueño, una mentira. Así que
lo que recuerdo es un montón de mentiras a mi alrededor. El ataúd y mi
falta de luto. Una mujer que cogía mi espalda con un deseo viejo y guar-
dado y a la espera. Y la mujer que prorrogaba su adiós. Eso solo podía ser
falso. Tengo de cierto una noche doble que no duró porque no soñé y no
aguardé a dormirme y abrí los ojos y ya se había acabado. A los seis y a
los años. Las noches que fueron parpadeo, dos noches que no fueron
la larga sombra que siempre son. Después de la segunda noche en que
eso pasó, fue el entierro. Y no hubo plomo, hubo una canción sobre la
que hicimos corro y lloramos. No hubo plomo en su muerte, no fue un
tiro, solo un pedazo de acero descuidado que se hubiera podido quedar
en el bolsillo del asesino sin nombre.
Ahora recuerdo el plomo… el plomo, Saturno rige el plomo.
Como cuando trabajé en Baterías Segura, viaje seguro con Baterías
Segura, y todos estábamos condenados a tener altos niveles de plomo
en la sangre. Y todos estábamos resignados. Al Pollo, que murió en
medio de una broma y después de haber predicho su destino y de cons-
tatar que ya estaba listo, le tocó en el peor lugar de Baterías Segura, en
donde fundían el plomo; en las pesadas calderas de una alquimia gris
e industrial. A mí en uno de los mejores, en donde éramos mirados
con envidia. Unos seres en medio. Ni de ocina ni de planta. Que va-
gaban entre uno y otro polo. Pero yo tenía tanta pereza entonces, que
me echaron a los veintisiete días. ¡Ni un mes! Recuerdo a todos ha-
blando del plomo y hasta ahora caigo, pero en estas circunstancias no
es caer sino elevarse a una razón superior. El plomo está todo el tiem-
po. Se mete en la sangre y de ahí nadie lo saca. Entonces nos volvemos
plomizos y arrastramos nuestros cuerpos grises por los barrios grises
de la ciudad, que es donde hay más plomo. Usted dirá que eso es la in-
dustrialización. Y tendrá razón. Pero es que ella no viene sola y no es,
no puede ser solamente, el desarrollo y la transformación del aparato
productivo. Hace a un montón de gente, hija de esas circunstancias,
tan pesadas, que devienen destino. Esto será casualidad. Pero ya dije
que la casualidad, en estas tierras, no existe. Todo es fatalidad. Ahí vie-
ne mi enemigo y tutor. Se sienta a verme escribir en este domingo gris,
plomizo. Y mi corazón, encogido, le hace campo. Y mis culpas, en-
grandecidas, se reclinan conmigo sobre las teclas.