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Insumos teóricos para pensar la cultura del trabajo en el sindicalismo uruguayo
Leonardo Cosse (FCS), loitcosse@gmail.com
Marcos Supervielle (FCS), msupervielle@gmail.com
Mariela Quiñones (FCS), mariela.quinones@cienciassociales.edu.uy
Leonel Rivero (FCS), lriverocancela@gmail.com
María Julia Acosta (FCS), majulia.acosta@cienciassociales.edu.uy
Resumen
Esta ponencia es producto de la investigación realizada en el marco del Proyecto CSIC I+D
“La cultura del trabajo para el desarrollo desde el sindicalismo uruguayo”, dirigida por
Mariela Quiñones (Departamento de Sociología, FCS-UdelaR). La cultura del trabajo es una
noción que ha sido recogida por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, en su Directriz
Estratégica 2015-2020. Allí se enfatiza en ella como base para el desarrollo, asociada a la
formación y capacitación, la generación de habilidades y competencias, y el fomento de
referentes valorativos en torno al mundo del trabajo. Esta directriz busca reforzar el diálogo
social, para lo cual necesita ser apropiada por parte de los actores negociadores: empresas y
sindicatos. De este modo, conocer la perspectiva del sindicalismo en torno a estos temas
resulta esencial. Esta ponencia busca poner sobre la mesa ciertos insumos teóricos que sirvan
para construir como objeto sociológico esta problemática social. Para esto se recurre a
distintas perspectivas teóricas, procurando una articulación entre ellas: experiencias de
menosprecio y demandas de reconocimiento (Honneth, 1997); justicia social (Dubet, 1989);
reconocimiento y generación de identidades (Taylor, 1993). Estas perspectivas permiten,
entre otras cosas, comprender ciertas transformaciones globales que operan en el mundo del
trabajo, y que son procesadas por el movimiento sindical.
Palabras clave
Cultura - trabajo - sindicalismo
Introducción
Para aproximarse a la idea de cultura es posible plantear dos acercamientos, uno refiere a la
cultura como concepto y otro a la cultura como noción. El primero supone el tratamiento
sistemático que se le da desde un enfoque teórico y científico al término, y va acompañada de
un esfuerzo de definición explicita. En tanto que con noción nos referimos a los sentidos que
se le da al término en el uso cotidiano y de sentido común. (Supervielle, 2017) Dentro de este
último enfoque, la noción de cultura suele tener una intención totalizadora, y busca sintetizar
características de los diferentes grupos humanos. En este sentido es frecuente hablar de
culturas nacionales, e incluso, como en el caso que nos toca, definir por ejemplo “cultura del
trabajo” como un rasgo típicamente asociado a determinada idiosincrasia. El análisis
científico de la realidad social trabaja con las nociones como su objeto, pero tiene una
tendencia inversa, es decir, en la medida en que es analítico
, busca descomponer y encontrar
diferencias cuando desde el sentido común se ven totalidades.
En cuanto a la cultura como concepto, su utilización por parte de las ciencias sociales remite
por lo general a la concepción antropológica del mismo. Esto lleva a un énfasis en las
diferencias que existen entre las grupos humanos, generalmente ancladas en determinado
territorio y en conexión con determinadas tradiciones, usos y costumbres que le son propios.
También lleva a pensar a las culturas como espacios integrados, coherentes y autónomos,
propios de determinada comunidad humana arraigada en un territorio.
Desde la antropología se ha depositado mucho empeño en problematizar esta idea, y en
señalar el riesgo que existe en los estudios que intentan dar cuenta de determinadas culturas,
en el sentido de convertir las diferencias culturales en esencias y en identidades fijas. Esta
situación deriva en que algunas corrientes de la antropología lleguen a proponer incluso la
necesidad de abandonar el concepto de cultura (Abu-Lughod, 2012). Sin embargo, este tipo
de posiciones extremas también pueden derivar en un individualismo coherente con una
filosofía liberal, que desecha las categorías colectivas de explicación de la vida social, bajo el
supuesto de un sujeto autónomo que construye su propia identidad. (Grimson, 2008)
Dentro de este debate, Grimson, se preguntan sobre la manera de repensar el concepto de
cultura; y en ese sentido, siguiendo a Hannerz, sugieren que el concepto “debe servir no para
afirmar, sino para problematizar precisamente las cuestiones de fronteras y mixturas, de
variaciones internas, de cambio y estabilidad en el tiempo.” (Grimson, 2008, p. 64) Desde
este punto de vista, es necesario introducir la idea de la apertura intrínseca de las culturas, y
por tanto el tema del poder y del conflicto, para generar un concepto fecundo de cultura. En
este sentido, el mismo autor proponen entender la cultura bajo la idea de “fabricación de
significados”
, entendiendo que estos significados son esencialmente dinámicos y están en
conflicto permanente.
En relación a la idea “cultura del trabajo” en el marco de esta investigación, esto implica no
solamente hablar de culturasdel trabajo, sino pensarlas como tramas de significados que no
se comportan de manera autónoma, ya sea por sector o rama de actividad, o bajo la idea del
carácter nacional de dicha cultura. Por el contrario, estas tramas de significados (con su
carácter fabricado) se encuentran mutuamente influidas desde diferentes instancias, y el
movimiento sindical también intenta darles un matiz particular, generando determinados
énfasis, algunos de los cuales se articulan a nivel de los sectores, y otros a nivel del conjunto
de los trabajadores. En ese último caso, marcarían ciertos aspectos (siempre de manera
dinámica) de la cultura del trabajo en el sindicalismo uruguayo. Esta orientación también
obliga a poner atención tanto en lo que diferencia los significados asociados al trabajo con
respecto a la contraparte empresarial, como a los trama de significados compartidos desde
dónde se construyen el diálogo y los acuerdos; pero sin perder de vista el carácter antagónico
que por definición tiene esta relación. De esta forma se piensa a la cultura del trabajo en el
sindicalismo, como un espacio de significados en disputa en el que existen terrenos divididos
y algunos compartidos; y que estos terrenos sin desconocer que tienen cierta estabilidad a
partir de las relaciones que se van instituyendo, también se encuentran en permanente
movimiento, producto de las luchas concretas.
En relación al concepto de cultura, intentamos sostener un enfoque dialéctico que considera
la cultura como tanto como emergente y como en tanto causa; como estructurante (es decir
como factor determinante) y como estructurada (como resultante de otros factores). En la
medida en que se institucionaliza pasa a funcionar como causa, y pasa a moldear
comportamientos y esquemas de percepción y de acción. Paralelamente, es posible tomarla
como emergente de la relación de subalternidad. Además, la cultura también es emergente
cuando se la considera como un factor sobre el que intervenir (como sucede con la “cultura
corporativa” dentro de la literatura de gestión empresarial).
Por otra parte, y como segundo supuesto, el sindicalismo sólo puede ser entendido a partir de
la tensión de clase de la que es producto, es decir, a partir de la relación capital-trabajo. De
esta forma es expresión de una relación asimétrica, como acción política busca poner un
contrapeso a la asimetría que se da entre quienes tienen los medios de producción, y entre
quienes solo cuentan con su fuerza de trabajo. En la medida en que nuestro objeto de estudio
tiene que ver con los sindicatos, es decir, con un actor típicamente clasista, que se define y
tienen sentido a partir de la defensa de los intereses de los trabajadores asalariados, se hace
necesario introducir el concepto de clase social, haciendo referencia a la relación entre clase y
cultura.
Desde una perspectiva materialista, las clases se definen según el desarrollo de las fuerzas
productivas en determinada formación social, a partir del lugar que ocupan las personas
dentro de las relaciones de producción. En el caso de formaciones sociales capitalistas, tiene
que ver en primera instancia con la propiedad de los medios de producción. De esta forma,
existen dos clases centrales: capitalistas o burgueses (dueños de los medios de producción), y
obreros (dueños únicamente de su fuerza de trabajo). A partir de este esquema básico existe
un amplio desarrollo en la sociología sobre otras clases sociales, que no caen dentro de estas
categorías principales, y que es necesario considerar para la compresión de las sociedades
capitalistas, en sus diferentes fases, y su desigual desarrollo según países: pequeña burguesía,
rentistas, funcionaros de la burocracia del Estado, campesinos, profesionales liberales, etc.
(G. Therborn, 2015)
Hasta aquí la presentación de los supuestos fundamentales sobre los que se asienta la
aproximación teórica al problema. Ahora es necesario introducir los conceptos centrales para
la investigación, que luego se desarrollarán con más profundidad. Estos refieren a la idea de
reconocimiento desde el planteo de Charles Taylor, y considerando la discusión entre Axel
Honneth y Nancy Fraser; la idea de justicia social y los principios de justicia de François
Dubet; la lógica del honor de Philippe d’Iribarne; y la idea de desarrollo de la sociedad.
Reconocimiento y justicia social.
El enfoque de Charles Taylor: Reconocimiento e identidad - Igualdad en la dignidad.
El artículo de base de Charles Taylor en el que desarrolla su perspectiva sobre el
reconocimiento, se titula “La politique de la reconnaissance” y apareció originalmente en el
libro “Multiculturalisme and the “Politiques of Recognition” . El contexto en el que escribe
1
este artículo es el de la reflexión sobre el estatuto de la identidad de Quebec en el seno de
Canadá. Su teoría del reconocimiento tuvo una importante resonancia tipo política porque el
tema de Quebec era candente en ese momento. Taylor se basa en la dialéctica del patrón y el
esclavo de Hegel, muy posiblemente a partir de la interpretación que le da Kojeve .
2
¿Cuál es la teoría del reconocimiento de Taylor? Su punto de partida que “...una persona o
un grupo de personas pueden sufrir un daño o una deformación real si la gente o la
sociedad que les rodea les reenvía una imagen limitada, envilecida o despreciable de
ellos mismos”. El no reconocimiento o el reconocimiento inadecuado pueden causar
daño y constituir una forma de opresión”. Según Taylor, las identidades logran su
constitución a través del hecho de ser reconocidas por terceros.
Su ontología de la Identidad tiene como característica que es subjetiva y por ello, ella no tiene
existencia en sí misma. Esto implica que estas identidades, que surgen del reconocimiento, no
son reconocidas o son mal reconocidas cuando su conformación opera en malas condiciones
de reconocimiento.
1 Taylor, Charles, “Multiculturalisme and the “Politiques of Recognition” Princeton University Press,
1992
2 Si bien no se trata del texto que está traducido al castellano sobre “La autoridad”, esta mirada sobre Hegel
está descripta en un libro que manejamos.
Según Taylor esta constatación es tanto válida a nivel individual como a nivel colectivo. Para
este autor estos dos niveles son indisociables. El menosprecio, cuando es percibida como
contexto de las personas, puede generar un estigmatización “externa”, generando así una
suerte de opresión a los que sufren la falta de reconocimiento. Pero también tienen, o pueden
tener, efectos “internos”, cuando son asumidos como una realidad “naturalizada” por los
propios trabajadores, generando así una percepción envilecida de ellos mismos en tanto que
tales. Esto se percibe externamente, como una total falta de rebeldía de los trabajadores
cuando son menospreciados.
Otro punto importante de Taylor es que parte de la idea de que la problemática del
reconocimiento es una problemática típica del mundo moderno ya que asume que, el
principio que caracteriza la modernidad es el de la igualdad en la dignidad de las personas. El
reconocimiento no es otra cosa que la igualdad en la dignidad, y ello toma innombrables
modos de vida y de formas de expresarse. Las sociedades feudales no están fundadas en la
igualdad en la dignidad, sino en el Honor que está desigualmente distribuido entre los
ciudadanos.
Debate entre Honneth y Frazer: reconocimiento y redistribución
Todo este desarrollo de la teoría del reconocimiento deja muchas pistas abiertas, pero aparece
particularmente indeterminada la relación entre el reconocimiento y las reivindicaciones de
tipo económico.
Esto dio pie al debate entre Honneth y Fraser que se recogió en Redistribution or
Recognition? A polítical – philosophical exchange . En este trabajo la pregunta es sobre las
3
relaciones existentes entre la redistribución, que remite a las desigualdades materiales, y los
reconocimientos que remiten a las desigualdades estatutarias o identitarias. Para Fraser las
luchas de búsqueda del reconocimiento están proliferando desde la década de los 70. Por el
contrario, las luchas de carácter económico, que habían dominado todo el período moderno
desde la revolución industrial, ahora parecen ser menos numerosas y menos legítimas desde
un punto de vista político. Las razones de esta evolución son múltiples. La complejización de
las sociedades ha generado una necesidad de reconocimiento en un número creciente de
3 Honneth, A. & Fraser, N. (2003) ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate filosófico
. Madrid:
Morata
grupos sociales. Por otro lado, los procesos de mundialización (globalización), también han
generado una creciente hibridación de culturas, pero simultáneamente, una creciente
percepción de las diferencias culturales entre los pueblos y entre las categorías sociales. Para
Fraser nos encontramos en un cambio de época en la historia de los movimientos sociales.
Para la autora esta transformación es nefasta. Si bien lucha contra toda forma de
“economicismo”, que afirmaría la primacía de las luchas económicas sobre las luchas
identitarias -cómo lo ha hecho el movimiento obrero durante muchos años-, tampoco se debe
caer en luchas de tipo culturalista, por ser simétricas al economicismo antes criticado. Y esta
es la crítica que realiza a Honneth y a Taylor, porque está convencida que defienden
posiciones “culturalistas”. Fraser propone una posición dualista. Para la autora el capitalismo
es el primer sistema en desasociar hasta este punto estas dos formas de jerarquizar en la
sociedad. Porque la opresión económica suscita igualmente una opresión cultural (es el caso
de la desvalorización de la cultura obrera por ejemplo). O, por el contrario la opresión
identitaria genera las condiciones para la opresión económica, como en Estados Unidos con
la situación de los afro descendientes. Ambas dimensiones se auto alimentan aunque operan
de forma separada y distinta.
Otro punto de discrepancia con Honneth tiene que ver con que Fraser considera el
reconocimiento como una categoría política y no como una categoría moral o psicológica.
Para ella el tema del reconocimiento es sobre todo un tema de justicia social. Discute si es
válido el reclamo de reconocimiento de alguien que es racista en tanto que tal. Si esta falta de
reconocimiento (racista) provoca un daño. Para ella no es el caso, porque la identidad racista
es ilegítima. En el fondo la identidad del reconocimiento es para esta autora consecuencia de
una normatividad política. En esta línea de reflexión el principio central de la política
democrática moderna es el de la paridad de la participación (parity of participation).
Desde la perspectiva de Honneth la posición de Fraser es “dualista”, mientras que la que él
sostiene es “monista”. Es decir, todo sentimiento de injusticia es en última instancia un
problema de reconocimiento. Para él la categoría de reconocimiento es central y la de
redistribución, es derivada. Esto se fundamenta en la posición de Honneth en donde el ser
humano es un ser moral. Entre otras cosas ello significa que uno está, al menos en parte
buscando la “realización de sí mismo”; ello significa el reconocimiento por parte del “otro”.
Críticas a Honneth por parte de Dubet y su propuesta sobre los criterios de justicia.
En una crítica muy medida, Dubet se refiere a la teoría del Reconocimiento de Honneth
reconociéndole muchos méritos y considerándola profundamente sociológica. En este sentido
Dubet señala positivamente que Honneth toma distancia de la tradición crítica de Foucault y
en particular de los análisis de Judith Butler que considera que todas las normas de definición
son, por su naturaleza, manifestaciones de poder. Para Dubet, Honneth opone una concepción
sociológica del poder ligándola a posiciones sociales, recursos y modos de legitimidad. Por lo
tanto toma distancia de la perspectiva anterior, por que concibe que esta primera considera al
poder de forma esencialista, difractando el poder en la totalidad de lo social, sobretodo en su
capacidad de nombrar las cosas y los hombres.
Desde esta perspectiva, señala Dubet, Honneth elige la inmanencia de las patologías
sociales tales como los actores las definen. Y en esa medida, no es sorprendente que apele al
tema del reconocimiento. Ya que este reconocimiento esta cerca de la consciencia de los
actores por un lado, y por otro, de las descripciones del hombre moderno descripto por la
sociología, es decir, individuo inestable, expuesto y obligado a ser libre. Sostiene Dubet, para
justificar las posturas de Honneth, “…en una sociedad cada vez más individualizada, cada
vez más compleja y menos estable, en una sociedad en donde se separan las representaciones
del mundo de las experiencias personales como señalaba Simmel, los conflictos, las tensiones
y las incertidumbres, el poder y la dominación se manifiestan como problemas personales e
incluso como problemas de personalidad, mucho más que como grandes problemas sociales
concebidos a la manera marxista”.
(Dubet, 1989)
La estructura de las relaciones de reconocimiento social descriptos en “La lucha por el
reconocimiento”, articula principios, necesidades y sentimientos sociales. De esta manera no
es sorprendente que los actores hablen el lenguaje del reconocimiento”.
¿Cuáles son entonces las críticas hacia la teoría del reconocimiento? Dubet inicia su
comentario señalando que: “…el reconocimiento y el desprecio se imponen a los actores
sociales como el denominador común de una vasta paleta de sufrimientos sociales…”
(Dubet, 1989) Ello porque hoy en día son vividas como “una agresión a la identidad”. Sin
embargo Dubet, como veremos más adelante, sostiene la tesis de que el reconocimiento y el
desprecio no pueden sustituir una teoría de la Justicia.
Para Dubet no está claro por qué toda experiencia de no reconocimiento es vivida como
injusta. No es porque esta experiencia haga sufrir, sostiene, que sea necesariamente injusta
mismo si genera compasión. Además, no hay razón para pensar que todas las
reivindicaciones de reconocimiento son fatalmente justas y legítimas .
4
Además para Dubet, la palabra reconocimiento es hoy en día tan banal que designa todo un
conjunto de experiencias a priori de naturaleza bien distinta. A título de ejemplo muestra una
serie de situaciones en el que se apela a la falta de reconocimiento: Se apela a la falta de
reconocimiento o al desprecio cuando aparece como evidente en las desigualdades
económicas percibidas de forma personal o colectiva cuando la contribución de trabajo es
ignorada. En un registro más amplio, el hecho de no considerar como un igual, en términos
de respeto, para otros individuos, es también definido como una ausencia de reconocimiento.
Y, si estas desigualdades se apoyan sobre identidades sexuales o culturales discriminadas o
estigmatizadas, las mujeres, los jóvenes, los extranjeros o los que están en situación de
discapacidad, entonces se habla de un déficit de reconocimiento, o incluso de menosprecio.
También se habla de menosprecio cuando las elites políticas o comunicacionales, ignoran
diversos grupos. O cuando se deja en evidencia a personas que se expresan mal en los medios
públicos por falta de práctica o por el medio social del que provienen, cuando se les da la
palabra. Del mismo modos, se habla de no reconocimiento cuando no se aplican los códigos y
reglas de trabajo acordadas o reglamentarias, cuando el derecho no protege, y cuando no se
respetan ciertas reglas generales de equivalencia entre los trabajadores. Muchas veces los
jóvenes se quejan del no reconocimiento de sus diplomas, de los cursos de formación que
realizaron e incluso de su experiencia acumulada. Otros critican a los sindicatos que en sus
programas reivindicativos no reconocen ciertos problemas o a ciertas minorías. También se
concibe como un no reconocimiento a las víctimas de ciertas enfermedades vinculadas al
trabajo, que a veces no son reconocidas como victimas resultantes de las condiciones
medioambientales de trabajo y otras, incluso no son reconocidos como víctimas. También si
uno toma en cuenta las retóricas de los actores, puede encontrar como falta de reconocimiento
4En realidad detrás de esta primera crítica, Dubet está criticando a una suerte de populismo primario en el
cual si es el pueblo o alguien perteneciente a él, el que reclama “algo”, este reclamo es válido justamente
porque viene del pueblo.
en las interacciones más banales. El patrón que no saluda, los colegas me ignoran o no hacen
caso de lo que uno dice, etc.
Dubet constata que una misma noción, la de reconocimiento, se declina de forma infinita para
designar un conjunto de situaciones vividas como injustas. La mayoría de estas situaciones no
son para este autor situaciones francamente nuevas. Ni el desprecio por el trabajo sucio, ni la
explotación ni el racismo ni el sexismo son invenciones posmodernas. Pero a su vez
reconoce que hoy en día, no es un efecto de moda, el recurrir al tema de la falta de
reconocimiento o del desprecio, en los diversos estilos de denuncia y las condiciones y de
relaciones sociales juzgadas intolerables. Todas ellas tienen un núcleo duro común: la
identidad de cada uno se ve amenazada por las injusticias.
Otra crítica teórico metodológica que realiza Dubet a la propuesta teórica de Honneth es que
el deseo de reconocimiento y la experiencia del desprecio no se prestan a una descomposición
analítica. Forman una suerte de bloque existencial de experiencia bruta elemental y
fundamental, física y también mental. En donde las luchas económicas y las relaciones de
poder se condensan con un conjunto de sentimientos y de demandas de estima en donde el mi
(en el sentido de Mead) de cada uno y el nosotros de los grupos son a la vez el objetivo y lo
que está en juego.
A su vez, sostiene que el reconocimiento es vivido como una categoría inmediata de la
experiencia y porque el desprecio es vivido como una experiencia bruta y total, su causa está
en su totalidad social y sus desafíos se despliegan según toda una amplia paleta de principios
morales.
Postura de Dubet sobre la Justicia.
La preocupación de Dubet tiene que ver con cuáles son los criterios de justicia que permiten
juzgar los sufrimientos provocados por el desprecio y el no reconocimiento vividos como
injustos. La pregunta de investigación: “¿En qué sentido las injusticias que usted denuncia
son injustas?” Y, “¿Por qué lo que usted describe como injusto, es injusto? Estas preguntas
llevan al entrevistado a intentar argumentar en un enunciando, recurriendo a un criterio de
justicia que permita a los actores señalar el por qué se considera algo injusto.
En este sentido Dubet se aleja de Honneth en la medida en que a diferencia de este último las
declinaciones del reconocimiento no son solamente las relaciones primarias (amor, amistad),
las jurídicas (derechos) y de la comunidad de valores (solidaridad) sino que se organizan
según los principios de justicia movilizados por el sujeto cuando se le pregunta en qué
sentido el menosprecio que sufren es injusto.
El supuesto básico de este procedimiento, es que no es necesario ser un filósofo para enunciar
los principios de justicia. Cada persona es capaz de enunciar y desarrollar argumentos de
justicia, a veces de forma sofisticada más allá de posición social. Cuando los interpelados
tematizan los principios de justicia, estos son estables y de un número limitado. Y además,
son siempre los mismos. En este sentido no son valores o normas dependientes de contextos
sociales en el seno de una cultura dada. A veces –como surge de la investigación de Dubet–
se describen las injusticias, a partir de puntos de vista opuestos y anclados en intereses
divergentes: los patrones y los obreros, por ejemplo, apelan a los mismos principios de
justicia pero los interpelan de forma contradictoria.
Las personas cuando hablan de reconocimiento o de su falta, hablan en tanto que mi (en el
sentido de Mead), o sea en tanto persona, o de nosotros, en tanto grupo. Pero cuando se les
pide que digan porque tal acción, o situación es injusta, necesariamente se ven obligados a
asumir un punto de vista más general, distante de los diversos “mi”. Por ello, el alter
generalizado no es una norma de un grupo particular sino una norma más amplia, de la propia
humanidad sostiene Dubet. Los principios de justicia aparecen como situados “por encima”
de la sociedad a pesar de ser enteramente sociales. Y, a pesar de que son construidos de forma
inmanente, no pueden ser vividos sino como trascendentes.
Tres principios de Justicia
El primer principio de Justicia es el de la igualdad: “Es injusto no reconocerme porque
somos todos iguales y porque a este título, todos tenemos el derecho de un reconocimiento
elemental”.
(Dubet, 1989)
Este principio nunca se respeta en forma primaria. Se atenta contra él, en el desprecio de
clase que se tiene a los trabajos sucios, a los empleos poco calificados o penosos, a los
trabajadores poco diplomados, etc. Todo pasa como si en gran parte, este menosprecio social
procediera de una puesta en duda del principio de la igualdad fundamental para todos los
sujetos en una sociedad democrática. Sin embargo, en donde aparece en las investigaciones
de Dubet, más explícitamente expuesta la transgresión a este principio, donde surgen las
expresiones de menosprecio más claras, es en las actitudes que a veces toman personas en
posiciones jerárquicas, con respecto a los subalternos y particularmente si estos son
trabajadores de servicios.
A su vez, el principio de la igualdad se despliega según el mecanismo de la legalidad liberal.
Se definen las desigualdades como justas cuando la igualdad inicial está sometida a la
competición meritocrática. Las jerarquías escolares o deportivas son tenidas como justas
cuando se parte de la igualdad inicial de los concurrentes, la objetividad de las reglas y la
imparcialidad de los árbitros. La crítica a la ausencia de reconocimiento en este caso es
invocada en el nombre de una igualdad elemental, bajo el supuesto que cada uno no pudo
hacer la demostración de sus méritos.
En términos generales este tipo de reconocimiento está atado a la igualdad. Y ello se funda en
una concepción, en donde ésta igualdad aparece basada en un amplio consenso que condena
las desigualdades cuando estas son escandalosas. De hecho, el principio de igualdad declina
frente una representación de las desigualdades consideradas justas, (por ejemplo los sistemas
categoriales de los convenios colectivos) y condena las desigualdades excesivas e
injustificadas mucho más que las desigualdades per se.
El segundo principio de Justicia es el del mérito: “…es injusto que no se reconozca mi
participación social y no sea justamente retribuida por ello, o sea que mi mérito no es
reconocido”.
(Dubet, 1989)
Es porque somos fundamentalmente iguales que la competencia meritocrática en el trabajo (y
también en la escuela), es susceptible de definir desigualdades justas. Todo trabajo y más
ampliamente toda contribución social, reposa sobre la medida entre las contribuciones y las
retribuciones.
Se admite en general que los trabajadores más calificados deben ser mejor retribuidos que los
otros. No solamente porque tienen mayores méritos y virtudes, de coraje, porque tuvieron que
afrontar sacrificios para prepararse, sino que además, señala Dubet a partir de sus
investigaciones, la mayoría de los trabajadores interrogados consideran que estos méritos
generan eficiencia colectiva, riqueza y competencias comunes.
A pesar de ello, la adhesión a este modelo de justicia genera también fuertes sentimientos de
injusticia. Los trabajadores mal pagados que deben realizar tareas penosas se sienten muy a
menudo explotados describiendo esta injusticia como una forma de no reconocimiento y
desprecio. Pero no es necesario siempre sentirse explotado o expoliado para tener el
sentimiento de no ser reconocidos. ¿Por qué a veces se realiza el mismo trabajo y se es
diferentemente remunerado? Si bien el principio de igualdad define un espacio de
desigualdades aceptables, más que postular una igualdad absoluta, el principio del mérito es
afirmado y puesto en cuestión por los trabajadores.
El tercer principio es el de Justicia es el de la autonomía: “No se me reconoce porque el
trabajo que se me exige destruye mi autonomía, mi singularidad y mi creatividad”.
(Dubet,
1989)
El trabajo no es solamente una manera de afirmar la igualdad fundamental como miembro de
la sociedad, en tanto que sujeto libre, ni tampoco una manera de poner a prueba los méritos
que se tienen. También puede ser, en las sociedades modernas y seguramente de forma
creciente, considerado como una forma de realización en sí mismo. En el registro de la
autonomía que es la expresión de la realización de sí mismo, se construye un nuevo universo
crítico al no reconocimiento.
“Mi identidad, mi subjetividad y mi autonomía en tanto que sujeto libre de disponer de mí
mismo son destruidas por un trabajo agotador, estresante y estúpido…”. (Dubet, 1989) A
veces soy aún menos reconocido cuando la empresa practica una política de reconocimiento y
de responsabilidad que me conduce a exponerme y a afirmarme, pero esa libertad y la
responsabilidad que me ofrecen son desviadas por la empresa acaparando así, mi
personalidad y mi subjetividad, señala Dubet, citando a Boltanski y Chiapello.
D’Iribarne y la cultura como relaciones basales.
En primera instancia la temática del Reconocimiento implica una perspectiva en donde si
bien se parte de la base de que el reconocimiento presupone una relación social (el que
reconoce o no reconoce y el que es reconocido o no reconocido), esta relación social parte de
su consideración desde la perspectiva de los individuos. Es decir si son reconocidos o no lo
son. Esto a mi entender es incluso válido para las unidades colectivas tales como plantea
Taylor. En cuanto a los principios de Justicia que elabora Dubet, en parte porque se basa en la
idea que hay percepciones de injusticia en los actores laborales, tiene esta misma perspectiva:
que la Justicia implica relaciones laborales, pero parte de la visión de los individuos, para dar
cuenta de ella.
En el caso de D’Iribarne, la mirada es algo diferente. Parte de un intento de caracterización (y
generalización) del tipo de relaciones de producción de cada país. La tipología que nos
propone presupone un tipo de relación que aparece como característico de cada país basado
en las tradiciones como base de la racionalidad que presupone la relación laboral. Notemos al
pasar que este razonamiento es convergente con la idea de racionalidad de Boudon que no se
basa (religiosamente) en los intereses egoístas de individuo como sostiene la teoría
individualista metodológica basada en el “racional choice”, sino en los argumentos que el
individuo se da para actuar -las “buenas razones” diría Boudon- para defender posiciones o
incluso luchar por lo que considera justo o injusto. En este tipo de relaciones presupone un
muy alto nivel de abstracción porque parte del supuesto que es la forma de encarar la relación
laboral lo que caracteriza la cultura de un país. O sea que su caracterización es basal porque
toma anclaje en el “sentido común” de los actores de la producción y que además pasan a ser
las relaciones laborales más centrales en el mundo de trabajo.
El procedimiento empírico que utiliza d’Iribarne es el entrevistar y observar a distintos
actores de la producción en empresas industriales, de distintos países, y a partir de estas
observaciones, en contrastar las respuestas de los actores. D’Iribarne va realizando
observaciones suyas que se va contraponiendo con otras relaciones observadas en otros
países, para arribar a una propuesta acerca de los sentidos comunes típicos de las relaciones
laborales específicas de cada país.
El supuesto básico, que es muy importante para comprender su relevancia y su
caracterización, es que por ser relaciones basales, no se modifican en el tiempo (por lo menos
en el tiempo inmediato) y ello porque no se problematizan, se toman como evidentes y por lo
tanto se asumen como “naturales”. Pero además porque al tener esta condición de ser basal, le
permite a todos los actores de una sociedad nacional de común acuerdo, reinterpretar el
sentido de todas las “novedades” que emergen de las nuevas herramientas de gestión por
ejemplo, y definir qué es lo que debe cambiar y que no debe cambiar, en las relaciones
laborales. Plantearía casi como una hipótesis que, las propuestas de innovaciones de las
relaciones laborales insertas en estas herramientas de gestión tienen la posibilidad de
difundirse si, y siempre si, son compatibles con la definición de las relaciones basales de
cada sociedad, y en ese caso estas innovaciones fortalecen las relaciones laborales basales a
nivel de las naciones. Si no lo hacen, o bien las propuestas se resemantizan, en el sentido
anterior, o directamente se vuelven de alguna forma rituales y/o desaparecen. (Lo que le
suceda a muchas de las herramientas de evaluación de desempeño por ejemplo).
Encarar la investigación a partir de la cultura por definición nos lleva a poner el o los
acuerdos basales en el centro de la investigación. La cultura por definición, a cierto nivel
supone un acuerdo en el “modus vivendi” existente en nuestra sociedad
La cultura entendida como relaciones basales (La lógica del honor en D’Iribarne)
En la introducción, D’Iribarne señala el contexto intelectual de esta investigación que se
publica por Poner como central la dimensión cultural por lo tanto llevó a múltiples críticas a
la investigación de D’Iribarne: ¿a qué concepción de cultura se hacía referencia?; ¿qué tipo
de relaciones se supone que existe entre la cultura, las instituciones, la historia y la estrategia
de los actores?; ¿qué procesos intervienen en la transmisión de la cultura en los largos
períodos históricos?; si se le da un valor explicativo a la perduración cultural, ¿cuál es el
soporte de un fenómeno de estas características?
D’Iribarne señala que en última instancia todas las preguntas se remiten a la primera: “¿Qué
es la cultura?”. Para responder D’Iribarne critica las posturas sociológicas de Crozier que
concibe a la cultura como una “capacidad”, en un sentido psicológico, a asumir un tipo dado
de relaciones y en particular relaciones de crítica abierta. Y a cierta altura, la cultura supone
un desarrollo de esa capacidad crítica. Por ejemplo, para Crozier los americanos tienen una
fuerte cultura de enfrentamiento “cara a cara” mientras que para los franceses esta capacidad
sería débil. La crítica de D’Iribarne a esta postura es que esta concepción de cultura no es
creíble a largo plazo y que además tratándose de una cultura “moderna” sería también poco
creíble y “moralmente chocante”. También critica a Parsons, que piensa la cultura como un
sistema de valores y en donde toda continuidad sobre el período largo es también poco
creíble, porque los valores evolucionan en el tiempo. Tampoco le convence la postura de
Marc Maurice, Sellier y Silvestre del LEST, en donde en la comparación entre Francia y
Alemania, la cultura aparece como una suerte de superestructura emergente de los arreglos
institucionales entre el sistema educativo, el de la organización del trabajo y el de las
relaciones laborales. Tampoco considera que se deba seguir el camino de Reynaud
considerando la cultura como la dimensión afectiva (hoy en día diríamos emocional) de un
colectivo agrupado en torno a intereses comunes como lo expresa en “Las Reglas del Juego”.
Señala que esta es la perspectiva de Weber en “Economía y Sociedad”. En resumen, él
percibe que todas las posturas para encarar la cultura por parte de los sociólogos son parciales
o sesgadas. Sostiene que los antropólogos en este sentido han podido levantar las críticas a
todas las posiciones que él ha expuesto para pensar en la cultura como categoría explicativa a
largo plazo.
En su idea, lejos de fijar para cada uno los roles a jugar de los que no se pueden escapar, la
cultura tiene influencia en las orientaciones particulares que se toman, en los distintas
participaciones sociales, en los juegos estratégicos que se construyen así como en la
definición de los intereses y convicciones. Pero a su vez, la existencia de una continuidad
cultural no es incompatible con el carácter evolutivo de la sociedad.
Para D’Iribarne, la cultura es un referencial de sentido y por lo tanto, las propias
instituciones están influenciadas por lo que le es “propio” a cada cultura nacional y ello
contribuye a alimentar las “evidencias” de estos referenciales.
Desde un punto de vista metodológico, para D’Iribarne es necesario no solamente observar
las instituciones sino también las reglas y las estrategias, pero también mirar las costumbres
para dar cuenta de estas relaciones basales culturales. Su mirada se orienta a ver que le da
unidad a la cultura “política”, y ello se hace observando: i) las maneras de estructurar los
derechos y los deberes; ii) la manera de definir las referencias sobre los modos de ejercicio
de la autoridad, y acceso a las posiciones de autoridad, que aparecen como legítimas, o no
legítimas. De de esta forma intenta definir una “lógica” que le permita extrapolarla más
adelante, a cualquier otra situación en donde se incorpore la consideración de la cultura
nacional.
Las continuidades culturales, mismo si están marcadas por múltiples evoluciones, vienen de
la estabilidad de oposiciones fundamentales sobre la cual ellas se constituyen. De esta manera
la oposición noble/común ha quedado presente en la historia de la cultura francesa de forma
tan extremamente significativa. El “Honor” emerge en cualquier tipo de estructuración de la
asignación de responsabilidades sociales y esta es siempre acompañada de privilegios. Por
ejemplo la existencia de “cuadros” por encima del simple estatuto de empleado, genera
privilegios y en esta distinción tiene un lugar central en las lógicas del Honor. La
aceptación de privilegios por lo tanto está ligada a la asunción de responsabilidades pero no
de forma universal, sino asociado a la pertenencia a un “cuerpo” (administración, empresa,
sistema político o incluso sindicato).
Para D’Iribarne el rasgo cultural que define la cultura norteamericana es el que desde su
creación, “la sociedad americana está fundada una concepción original de la vida en sociedad,
que reposa sobre la imagen de intercambios libres y igualitarios entre iguales” (d'Iribarne,
1989) (lo que los americanos definen con la denominación “fair” agreement, exchange, o lo
que sea). Según él, examinando la historia de Estados Unidos se puede percibir que esta idea
sobrevoló todas las épocas llevando a los reformadores a luchar ardientemente contra las
derivas de aquellos que eran infieles a este ideal. Esta idea se traduce en el mundo de la
Gestión en “definir de forma precisa y explícita las responsabilidades de cada uno, formular
claramente los objetivos, dejar libre la elección de los medios. Y de recompensar o de
sancionar en la medida que se tengan éxitos o fracasos”. (d'Iribarne, 1989) A partir de la
enunciación de estos rasgos culturales es que uno puede entender la relevancia que le dan los
norteamericanos (y que exportan) a “los grandes principios del management” que trascienden
ampliamente la dimensión económica.
De igual manera que la oposición central de la lógica del honor se basaba en la oposición
noble/común, la oposición central en la cultura norteamericana es el intercambio “fair” y el
intercambio “unfair”. Y esta lógica se traslada muy rápidamente a los intercambios
mercantiles. La lógica de las relaciones mercantiles se vuelve la referencia y es aplicable a
múltiples esferas de la vida. Por ejemplo, vender el trabajo por un salario es visto como
perfectamente legítimo. No se trata de “venderse” con todas las connotaciones peyorativas
que puede tener esta expresión en una boca francesa. Los ideales norteamericanos no los
conduce a despreciar este tipo de relaciones pero si a invocar a la ley y/o a la moral una fuerte
ayuda para evadir la dominación desnuda de la fuerza. La relación debe mantenerse “fair”.
Finalmente, la Gestión holandesa tiene características muy especiales porque la búsqueda de
consenso aparece como la única forma de gestionar. Pero según D’Iribarne lo que hace
particular a este rasgo cultural nacional es la forma de buscar el consenso que es muy
diferente a la existente en otras culturas. La forma de vivir juntos, aún en las empresas,
presupone un reconocimiento del individualismo, pero también y simultáneamente de un
espíritu gregario. Que se traduce por sumisión al grupo y simultáneamente radicalmente
independiente. D’Iribarne sostiene que el individualismo de los holandeses es en un sentido
más individualista que el de los americanos pero en otro menos individualista. A su vez el
consenso holandés no supone para nada una imagen mítica de la comunidad donde cada uno
se disolvería en la masa.
Lo que emerge del análisis de D’Iribarne es que es necesario romper con la dicotomía
individuo/grupo, concebidos como opuestos, sino considerar el grupo y sus características a
partir de los estatutos culturalmente definidos de los individuos (no entra en los planos
psicológicos) y que en el caso de los holandeses en donde hay un fuerte individualismo este
es necesariamente un componente del funcionamiento colectivo, es decir las reglas que
subyacen a la vida colectiva, son necesariamente consentidas por los individuos.
En cuanto a Derechos y deberes, en Francia las obligaciones están ligadas al Estatuto o la
categoría, o lo que fuere porque los Derechos y obligaciones están ligados al puesto. El
trabajador no necesita que le fijen responsabilidades para sentirse responsable, las tiene por el
estatuto de su posición en la jerarquía. Tampoco concibe la necesidad de rendir cuentas sobre
lo que hace, estima que debe hacerse responsable por el lugar que ocupa como una obligación
ligada al puesto. Forma parte de lo que debe hacer. Cada uno tiende a crear su propio sistema
de valores. Cada uno busca construir su propia interpretación sin esperar que la dirección de
la empresa defina sus objetivos. Esto es relevante en los incidentes captados por D’Iribarne
que se encuentra con un capataz que dice que el “juzgó “estimo” o incluso “decidió” que ante
una situación con consecuencias graves, tenía que realizar una “operación” que iba a parar
toda la planta y lo hizo sin consultar a nadie porque esa decisión emergía de la
responsabilidad de su puesto.
En Estados Unidos el trabajador subordinado tiene una mayor autonomía y tiene los derechos
a elegir los medios para alcanzar los objetivos que acepta, tal como se los ordenan. Es más,
solicita que estos objetivos sean claramente establecidos por su superior. El trabajador trabaja
para alguien, y este debe definir precisamente lo que le solicita. En este marco, el supervisor
es el “patrón” de su equipo. Ello lleva a que la acción del trabajador norteamericano esté
mucho menos “encuadrada” que en el caso del trabajador francés porque no se protocoliza la
relación laboral tanto como en Estados Unidos en términos de reglas y procedimientos. Estas
relaciones son tantas en Francia, que generan conductas que se diferencian en términos de
reglas “oficiales” y reglas “oficiosas” (o tácitas, para retomar el lenguaje de Reynaud y De
Tersac). Los entrevistados hablan de ellas pero con cierto malestar de reconocer este desvío
de la norma como funcionamiento regular. Pero a su vez, estas reglas deben estar bien
definidas para reducir la posibilidad de la arbitrariedad del superior.
Pero la diferencia central en cuanto a la estructuración de las jerarquías, es decir la forma de
coordinar para producir, pasa por la naturaleza cultural basal de la relación social que se
establece entre las posiciones jerárquicas. En Francia, las relaciones jerárquicas ponen en
relación las personas marcadas por sus categorías, sus tradiciones, sus derechos y deberes,
todas ellas ligadas entre sí. En Estados Unidos en lo atinente a las jerarquías esta posición es
una extensión de la relación mercantil a las relaciones jerárquicas como habíamos visto. Pero
además, observa D’Iribarne, entre las jerarquías están perfectamente prescriptas y sin
embargo existe una importante preocupación, que lleva a discutir largamente sobre ello, sobre
la manera de mandar, de gobernar a las personas. Y ello, porque la relación jerárquica se
particulariza. Los discursos de los trabajadores son de tipo “trabajo para…” (y aquí viene una
persona concreta). Y ello le da a las cadenas de mando una perspectiva muy personalizada.
Los jefes deciden totalmente sobre el producto que quieren obtener, pero para organizar el
trabajo juegan con las confianzas que tienen de sus subalternos. Esta concepción, pone el
acento en las responsabilidades personales. Estas responsabilidades no son siempre fáciles de
cumplir, y el supervisor a imagen del cliente puede estar insatisfecho de lo realizado por el
subalterno. En este contexto uno puede entender que se hable en las relaciones entre
eslabones en una cadena productiva en términos de productor-cliente. Y también que sea
natural los procesos de evaluación de desempeño anual del supervisor con respecto a sus
subordinados.
Conclusiones
En el presente trabajo se presentaron diferentes enfoques teóricos para analizar la cultura del
trabajo desde el sindicalismo. Los mismos iluminan diferentes áreas del fenómeno de interés,
que están siendo aplicados al fenómeno uruguayo. Hasta el momento la reflexión ha
permitido avanzar en la articulación de los enfoques, así como el señalamiento de sus
alcances y contradicciones.
Esperamos a generar insumos críticos a partir del análisis empíricos para retroalimentar los
procesos de reflexión sobre la materia.
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