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Revista de Estudios Extremeños, 2017, Tomo LXXIII, N.º I I.S.S.N.: 0210-2854
Revista de Estudios Extremeños, 2017, Tomo LXXIII, Número I, pp. 13-56
Tarteso en Extremadura
SEBASTIÁN CELESTINO PÉREZ
ESTHER RODRÍGUEZ GONZÁLEZ1
Instituto de Arqueología (CSIC-Junta de Extremadura)
scelestino@iam.csic.es / esther.rodrigez@iam.csic.es
RESUMEN
El presente trabajo sintetiza la trayectoria que ha seguido la investiga-
ción sobre la cultura tartésica en Extremadura, y más en concreto en el valle del
Guadiana, donde se concentran los yacimientos más importantes y donde se
puede ensayar un patrón de asentamiento coherente entre mediados del siglo VI
y principios del IV a.n.e. También presentamos los significativos avances que
se han producido en los últimos años gracias a las excavaciones realizadas en
el cerro del Tamborrío y en los túmulos de Cerro Borreguero y Casas del
Turuñuelo, que han enriquecido sensiblemente nuestro conocimiento sobre la
cultura tartésica.
PALABRAS CLAVE: Tarteso, historiografía, valle medio del Guadiana, Tamborrío,
Cerro Borreguero, Casas del Turuñuelo.
ABSTRACT
The present work summarizes the trajectory followed by research on the
Tartesic culture in Extremadura, and more specifically in the Guadiana Valley.
The most important settlements are concentrated in the central Guadiana Valley
to designing a new occupation model between the middle of the sixth century and
the beginning of the fourth century BC. Besides, this paper presents the new
developments of tartesic archeology with the excavations of Tamborrio, Cerro
Borreguero and ‘Casas del Turuñuelo’, which have enriched our knowledge
about tartesic culture.
KEYWORDS: Tartessos, historiography, the central Guadiana valley, Tamborrío,
Cerro Borreguero, Casas del Turuñuelo.
1Instituto de Arqueología (CSIC-Junta de Extremadura). Grupo de Investigación HUM007
de la Consejería de Economía e Infraestructura de la Junta de Extremadura. Este trabajo
se inscribe dentro del Proyecto “Construyendo Tarteso. Análisis constructivo, espacial
y territorial de un modelo arquitectónico en el valle medio del Guadiana” del Plan Estatal
de Investigación (HAR2015-63788-P).
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La arqueología extremeña siempre ha destacado por sus impresionantes
restos romanos, donde despunta especialmente la ciudad de Mérida por con-
servar buena parte de los edificios públicos más señeros; además, las fuentes
escritas ya nos informaban de su importancia y de la de otras ciudades y
monumentos de esta época esparcidos por toda Extremadura, por lo que tan
solo hacía falta localizarlos para excavarlos, estudiarlos y, en su caso, exhibirlos
al público. Aunque tal vez menos conocidos, los dólmenes también tienen una
presencia muy significativa en las tierras más occidentales de ambas provin-
cias extremeñas y, de hecho, han sido objeto de atención por parte de numero-
sos investigadores desde hace más de un siglo; junto a estos monumentos
megalíticos conocemos un gran número de poblados junto a los valles de los
principales ríos que indican el auge demográfico que vivió la región en fechas
tan tempranas. Pero entre ambos periodos, el Calcolítico y el Romano, había
hasta hace poco un vacío de información de casi 2000 años solo mitigado por la
documentación de algún asentamiento de la Edad del Bronce, por los significa-
tivos pero aislados hallazgos de tesoros áureos, armas de bronce y estelas del
Bronce Final y, por último, por los castros ya de época prerromana. Así, los
restos de la I Edad del Hierro eran marginales, aunque una vez más muy revela-
dores, como anticipaba el espléndido hallazgo del Tesoro de Aliseda.
La identificación de la cultura tartésica con las tierras de Extremadura es,
por consiguiente, una construcción relativamente reciente, de finales de los
años 70 del pasado siglo, a raíz de las excavaciones de la necrópolis de Medellín
(Almagro-Gorbea, 1977) y del santuario de Cancho Roano (Maluquer, 1980;
1981; 1983), cuando Extremadura pasa a formar parte del Programa de Investi-
gaciones Protohistóricas creado por el profesor Maluquer de Motes. La rique-
za de la necrópolis y la opulencia del santuario no dejaban dudas sobre la
importancia del impacto de la cultura tartésica en Extremadura, considerándose
a partir de ese momento como la periferia y frontera cultural de Tarteso. Los
hallazgos que se han producido en la región en los últimos años no han hecho
sino avalar esa premisa, aunque con algunos matices que entraremos a discutir
en estas páginas. Pero en síntesis, podemos decir que mientras en el Tajo medio
se localizan algunos yacimientos que responden a una influencia directa del
foco tartésico del Guadalquivir o incluso de la desembocadura del Tajo; en el
valle medio del Guadiana se organizó un sistema de poblamiento con persona-
lidad propia que se desarrolló en paralelo a la decadencia de Tarteso en su
núcleo original (Rodríguez González y Celestino, e.p.). Es decir, a medida que
Tarteso se difuminaba en el valle del Guadalquivir hacia mediados del siglo VI
ane, su herencia cultural se consolidó en el valle medio del Guadiana, si bien
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con un sistema de poblamiento hasta esos momentos inédito en otras zonas del
sur peninsular.
Pero no debemos confundirnos, no se trata de un movimiento simultá-
neo, pues aunque la crisis de Tarteso se produce en el valle del Guadalquivir
hacia mediados del siglo VI ane, antes de estas fechas ya existen pruebas más
que contundentes de la existencia de gentes tartésicas en el Guadiana; baste
mencionar las tumbas más antiguas de la necrópolis de Medellín, el primitivo
santuario de Cancho Roano o los restos de muralla localizados en el Tamborrío,
en Villanueva de la Serena, todos ellos fechados entre los años finales del siglo
VII y los iniciales del VI; por lo tanto, ya había una comunicación fluida entre
ambos territorios antes de que se produjera la crisis del foco tartésico; lo que
sucede, pues, es que el amplio territorio del Guadiana aprovecha la crisis del
núcleo tartésico para aumentar su autonomía y ensayar un nuevo sistema de
poblamiento que, como ya se ha aludido anteriormente, es original y, a tenor de
los hallazgos que se vienen produciendo, muy exitoso, perdurando casi dos
siglos en el tiempo.
A esta etapa de nuestra Historia se le ha venido denominando como
Periodo Orientalizante, un término que esconde algunos miedos, pues no deja
de ser una consecuencia de una cierta reticencia entre algunos investigadores
que han preferido denominar así a lo que deberíamos designar sin complejos
como Periodo Tartésico; y lo dice uno de los organizadores en 2003 de un
simposio internacional bajo el primer epígrafe. Pero como ya hemos apuntado
en otras ocasiones, si ese Simposio se hubiera denominado El Periodo Tartésico,
habrían acudido los mismos investigadores que aglutinó el celebrado en Mérida.
Sin embargo, los años transcurridos desde aquel evento nos han abierto nue-
vas perspectivas, disponemos de nueva y valiosa documentación y ya nos
hemos sacudido el complejo de lo “orientalizante”, un término que debería
estar restringido a la corriente artística que imita temas de procedencia oriental,
sea de la época que sea.
Tras los últimos hallazgos en el solar de Méndez Núñez/Las Monjas de
Huelva (González de Canales y otros, 2004; 2008), las excavaciones en el Teatro
Cómico de Cádiz (Gener y otros, 2014) y la reinterpretación del santuario del
Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue, 2007), no hay dudas de que
la colonización fenicia del sur peninsular se produjo en el siglo IX ane, lo que
eleva significativamente las fechas que hasta ahora se manejaban. Mientras, la
población indígena del suroeste peninsular seguía bajo los parámetros cultura-
les del Bronce Final, parece que con una escasa presencia, pero la suficiente
como para fijar la atención de los colonizadores mediterráneos. No sabemos
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cuál era el grado de pragmatismo de los fenicios, pero da la sensación de que
las relaciones con los indígenas no debieron generar demasiadas tensiones
cuando muy pronto ya se documentan vajillas indígenas en los primeros
asentamientos fenicios y objetos de lujo de origen mediterráneo en algunos
yacimientos indígenas. Por ello, y tras un periodo difuso en el que los coloniza-
dores levantaron sus propios asentamientos y santuarios, a partir del siglo VIII
ya podemos hablar del Tarteso que citan las fuentes griegas. Es decir, Tarteso
debería entenderse como la cultura que surge tras la relación de fenicios e
indígenas, pues los griegos nunca distinguieron a ambas comunidades, sino
que a los habitantes de estas tierras los llamaron tartésicos, sin más matices
(Celestino, 2013; 2014; Celestino y López-Ruiz, 2016). Esta primera etapa po-
dríamos denominarla como Tartésico inicial u oriental, pues son las manifesta-
ciones orientales las que lo caracterizan. A partir del siglo VII y hasta mediados
del VI ane, hay una confluencia plena de intereses entre ambas comunidades, y
mientras disminuyen las importaciones mediterráneas, aumentan las produc-
ciones elaboradas por artesanos peninsulares; es una etapa de máximo esplen-
dor que correspondería a lo que podríamos clasificar como Tartésico Pleno. Por
último, y por motivos que aún están en plena discusión, a mediados del siglo VI
ane Tarteso sufre una crisis que trunca su trayectoria; sin embargo, y paralela-
mente a esa crisis del núcleo de Tarteso, su cultura resurge en su periferia
geográfica, y en concreto en el valle del Guadiana, donde podemos seguir
claramente su rastro y su legado. Esta época, restringida al valle medio del
Guadiana, pertenecería así al Tartésico final.
El importante aumento de población en el valle del Guadiana se pone en
relación, pues, con la crisis de Tarteso en el valle del Guadalquivir, cuando por
esas causas que aún están por determinar, se debió producir un movimiento de
gentes hacia el norte que acabaron por asentarse en un territorio que ya les era
conocido y que además disponía de unas tierras de gran riqueza agropecuaria.
Sin embargo, perdían una base fundamental para el comercio, la salida al mar.
Esta circunstancia se antoja fundamental para entender el cambio que se pro-
duce en el sistema comercial de la zona; pues si en los primeros momentos de la
presencia tartésica en el Guadiana se aprecia una clara dependencia del valle
del Guadalquivir y de Portugal, a partir de la crisis de Tarteso la zona del Guadiana
cambia su estrategia comercial, moviendo su eje hacia el este peninsular, donde
la cultura ibérica se estaba desarrollando rápidamente bajo el influjo púnico y el
mercado griego tras la fundación de Emporion en el 575 ane y de otras colonias
del Levante, desde donde llegaron al Guadiana buena parte de los productos
mediterráneos de esta última fase de Tarteso.
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1. UNA PERIFERIA CON PERSONALIDAD
El hallazgo del tesoro de Aliseda (fig. 1) en una fecha tan temprana, en
1920 (Mélida, 1921; 1921b; 1921c), impidió adscribirlo a la cultura tartésica, en
esos momentos indefinida y solo imaginada gracias a una supuesta ciudad
perdida que algunos investigadores se empeñaron en buscar sin escatimar
recursos; así, el tesoro cacereño, en realidad una de las primeras manifestacio-
nes artísticas genuinamente tartésica, no fue considerado como tal hasta medio
siglo después, cuando la Arqueología ya había renunciado a la desesperada
búsqueda de la ciudad de Tarteso y se centró en su caracterización cultural a
través de los objetos de influjo o manufactura mediterránea que comenzaban a
proliferar por todo el sur peninsular. Por otra parte, Aliseda estaba demasiado
lejos del denominado núcleo de Tarteso, circunscrito a la desembocadura del
Guadalquivir y Huelva, lo que impedía cualquier consideración sobre su perso-
nalidad tartésica. Hoy en día el tesoro de Aliseda es sin duda una de las mejores
expresiones de la artesanía tartésica, si bien para ello han tenido que pasar
muchos años y se han tenido que descubrir un número significativo de yaci-
mientos de su época en los valles del Tajo y, sobre todo, del Guadiana para que
pudiera adquirir esa carta de naturaleza (Celestino y Salgado, 2007; Rodríguez
y otros, 2014; Rodríguez, Pavón y Duque (eds.), 2015). Aliseda es, pues, una
prueba más del proceso de penetración de Tarteso hacia las tierras del interior
en fechas tempranas, antes en todo caso de la crisis que impidió desarrollar su
cultura. Hallazgos posteriores como el jarro de Valdegamas (Don Benito) (Blan-
co, 1953) o la arracada de Madrigalejo (Fernández-Oxea, 1953) sirvieron para
apuntalar esa tesis.
Fig. 1. El tesoro
de la Aliseda
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Pero aún podemos retroceder más en el tiempo para vislumbrar una rela-
ción efectiva entre el núcleo de Tarteso y estas tierras del interior. En efecto,
uno de los elementos más característicos del Bronce Final de la zona atlántica
son las estelas de guerrero (fig. 2), grandes losas de piedra donde se grabaron
las armas principales de personajes que nunca se representaron; son las deno-
minadas “estelas básicas”, donde el escudo con una característica escotadura
en forma de “V” centraba la escena, flanqueado por una lanza y una espada de
clara tipología atlántica. Las comunidades que se representaban con estas es-
telas fueron ocupando cada vez territorios más orientales, primero el Tajo me-
dio y, posteriormente, el valle del Guadiana donde la presencia de la figura del
guerrero se generaliza y resta protagonismo al escudo que, junto al resto de
armas y otros elementos de clara procedencia mediterránea, se disponen en
torno al guerrero. Es muy posible que algunos de estos objetos fueran introdu-
cidos por esa misma vía atlántica, caso de los peines, espejos o fíbulas, pero
otros debieron llegar gracias a las tempranas relaciones comerciales con Tarteso,
como los nuevos modelos de escudos, los carros, los instrumentos musicales,
los sistemas ponderales, etc. Lo más interesante es que a medida que avanza el
tiempo estas estelas se van dispersando también por el valle del Guadalquivir,
lo que parece demostrar que las comunidades del interior, con su propia idio-
sincrasia cultural, terminaron por instalarse en el núcleo de Tarteso, lo que
justificaría el aumento de población de la zona tras la llegada de los fenicios.
Las estelas han sido objeto de cuantiosos estudios desde que fue halla-
do el primer ejemplar en la localidad cacereña de Solana de Cabañas en 1898
(Celestino, 2001 con bibliografía; Vilaça coord., 2011), documentándose hoy
día casi ciento cincuenta ejemplares repartidos no solo por el suroeste penin-
sular, de donde tomaron su nombre, sino que su presencia se extiende hasta el
norte de Portugal y Galicia, por lo que deberían denominarse, en todo caso,
como estelas del oeste (Celestino y Salgado, 2011, con catálogo actualizado).
Las estelas son uno de los mejores marcadores que hoy disponemos para
entender el tránsito del Bronce Final a la Primera Edad del Hierro, pues ocupan
ambos periodos históricos; en efecto, si los primeros ejemplares de estelas
básicas hallados en el interior de Portugal pertenecen al Bronce Final, con la
introducción en las estelas de la figura del guerrero y de los primeros elementos
de origen mediterráneo se inaugura la I Edad del Hierro o al menos una fase
donde ya existen contactos con Tarteso, de donde procederían esos objetos
que servirían para ensalzar el prestigio social de su poseedor. Cuando las este-
las se generalizan en el valle del Guadiana, de donde no debemos olvidar que
proceden más de la mitad de las estelas hasta ahora conocidas, el proceso de
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intercambio con Tarteso parece consolidado, apareciendo simultáneamente
estelas de este tipo por el Guadalquivir, por lo que podemos denominarlas sin
más ambigüedades como estelas tartésicas. Serían así la primera manifestación
de la estrecha relación de Tarteso con estas tierras del interior. Es probable que
los personajes representados en las estelas fueran los responsables de facilitar
el aporte de mano de obra a Tarteso, en pleno desarrollo económico tras la
consolidación de la colonización fenicia; pero también serían los encargados
de suministrar las materias primas que cada vez demandaba con mayor intensi-
dad Tarteso. En estos primeros momentos de la Edad de Hierro el actual territo-
rio extremeño actuaría, pues, como una periferia geográfica de Tarteso, funda-
mental para el aprovisionamiento de productos agropecuarios, pero también de
otros procedentes territorios más septentrionales como el oro o el estaño.
La práctica totalidad de los investigadores que han tratado sobre la Pri-
mera Edad del Hierro en Extremadura han utilizado el término “periferia” para
definir el grado de dependencia de esta región con respecto al núcleo de Tarteso
(Rodríguez Díaz, 1994; 1995). Cada día parece más evidente que estas tierras del
interior comenzaron a desarrollarse al amparo de la economía tartésica gracias a
su potencial agropecuario y a su posición geoestratégica, es decir, como zona
de tránsito hacia lugares donde se captaban recursos mineros imprescindibles
para el comercio mediterráneo; pero no es menos cierto que tras la crisis de
Tarteso a mediados del siglo VI a.n.e. el Guadiana se comporta con total auto-
nomía, pues mantiene sus tradiciones de origen atlántico a las que nunca re-
nunciaron y supieron incorporar los elementos más característicos de la cultura
tartésica. Así mismo, el modelo de ocupación que se inaugura en el siglo VI
a.n.e. en el valle medio del Guadiana, exclusivo de esta región, es una muestra
más de su independencia territorial. En definitiva, a partir del siglo VI y princi-
palmente en el valle medio del Guadiana, se desarrolló una cultura de base
tartésica pero con innegable personalidad gracias a la participación directa y
activa de las comunidades indígenas que habitaban la zona desde el Bronce
Final.A partir de ese momento, Tarteso solo se puede identificar en el Guadiana,
donde perduró al menos dos siglos más.
2. EL ORIENTALIZANTE COMO SOLUCIÓN A LOS PROBLEMAS
Tras el descubrimiento del tesoro de El Carambolo en 1958 y la posterior
excavación del presunto poblado donde fue hallado (Carriazo, 1960), se inau-
guró la que podríamos denominar como la fase arqueológica de Tarteso; el
hallazgo fulminó la búsqueda de una ciudad deslumbrante que habría ejercido
de capital de un imperio capaz de negociar con fenicios y griegos. Ahora se
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trataba de evaluar tipológicamente los hallazgos del yacimiento sevillano para
darle a Tarteso aquello que hasta entonces se le había negado: una cultura
material. A partir de esos momentos comenzaron a realizarse excavaciones en
las colonias fenicias del sureste (Marzoli, 2006), así como sondeos arqueológi-
cos en buena parte de Andalucía, ahora con el referente de El Carambolo para
sistematizar cultural y cronológicamente los nuevos yacimientos, a los que se
incorporaron las necrópolis excavadas por Bonsor en las primeras décadas del
siglo XX (Bonsor, 1889). Andalucía ya tenía una cultura tartésica, aunque aún
muy deslavazada y rigurosamente indígena que, como evocaban las fuentes
clásicas, se ceñía exclusivamente a la costa occidental de Andalucía. Pero su
reflejo se hacía notar también con fuerza aguas arriba del Guadalquivir, en el
Tajo medio y su desembocadura, así como en la cuenca media del Guadiana, por
lo que se generalizó el término “orientalizante” para estas zonas con el objetivo
de no entrar en conflicto cultural con el denominado foco tartésico.
Por ello, caló con fuerza el término “orientalizante”, que sin embargo pare-
ce más adecuado para describir expresiones artísticas, como ya se habían hecho
con el arte griego o etrusco, pero desprovisto de cualquier connotación cultural
en el más amplio sentido de la palabra. Los jarros de bronce que aparecieron
dispersos por el suroeste peninsular fueron los primeros en ser estudiados bajo
esa categoría de “orientalizantes” (García y Bellido, 1957; 1960; 1964); sin embar-
go, algunos que se clasificaban como etruscos, rodios o fenicios podrían haber
sido denominados simplemente “orientales”, mientras que los que se realizaron
en la península bajo la inspiración de los tipos orientales se podrían denominar
orientalizantes por su estilo, pero tartésicos por la cultura a la que pertenecían.
En este sentido cobra especial importancia el hallazgo del jarro de bronce de
Valdegamas (Blanco, 1953) porque sirvió para replantear la idea de que estos
jarros procedieran todos de importaciones fenicias, abriéndose así la posibili-
dad de que se hubieran realizado en algún taller de Gadir. En palabras de Blanco,
y en relación a una reflexión sobre el tesoro de Aliseda: “cabría incluso afirmar
que en sus últimos tiempos la cultura tartésica no fue más que una amalgama
de elementos indígenas y de elementos orientales aportados por los colonos
fenicios” (Blanco, 1956:50). Solo un año después de esta reflexión, García y
Bellido publica un estudio sobre el jarro de la colección Calzadilla que le permitió
modificar su visión sobre estos objetos de “arte orientalizante” según sus pro-
pias palabras, un arte que según este mismo autor abarcaría “toda la región al
Norte de Cádiz-Huelva comprendida entre el Guadalquivir y el Guadiana a
partir de su curso medio” (García y Bellido, 1957).
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Fig. 2. Tabla de clasificación de las estelas del oeste
I. Estela sin figura
II. Estela básica con
antr opo morfo
III. Estela igualdad
escudo antropomorfo
IV. Estela con figura
humana predominante
A-Básica-Escudo, espada y lanza
B-Básica-con
elementos de
importación
A-Individuales
B-Colectivas
C-Escenas
Guerrero
Masculino
Femeninas
Mixtas
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En 1977 se publica el sobresaliente trabajo de Almagro Gorbea El Bronce
Final y el Periodo Orientalizante en Extremadura (1977) que abre un nuevo
capítulo para concebir la I Edad del Hierro en la región; sin duda un paso de
gigante para la arqueología extremeña y para entender una nueva concepción
de Tarteso, un término que sin embargo aún era prácticamente tabú en la biblio-
grafía arqueológica extremeña que optó por el término “orientalizante” para
justificar la distancia cronológica y geográfica que le separaba de los yacimien-
tos andaluces que se estaban estudiando en esos momentos. Las tesis que se
vierten en la edición del libro de Almagro Gorbea, del que ahora se cumplen 40
años, han sido en buena medida superadas, una lógica que se debe al enorme
avance de la investigación arqueológica en Extremadura en los últimos años,
deudora, precisamente, de ese primer trabajo de síntesis. La publicación en ese
libro de las primeras tumbas de la necrópolis de Medellín (Almagro-Gorbea,
1977: 287-414) cuya completa difusión se ha llevado a cabo más recientemente
con la incorporación de los enterramientos de las excavaciones de los años 80
del pasado siglo (Almagro-Gorbea (dir.), 2008), no dejaba dudas sobre la estre-
cha relación de estas tierras del interior con Tarteso. Los rituales funerarios, las
urnas que albergaban los huesos cremados de los difuntos, los ajuares que los
acompañaban, etc., confirmaban las concomitancias con las necrópolis del
núcleo de Tarteso; sin embargo, también se documentaron cerámicas indíge-
nas, entre las que destacan las pintadas “tipo Medellín”, así como un caracte-
rístico encanchado de guijarros para señalar las tumbas que remitía a las tradi-
ciones atlánticas y que marcaban su propia personalidad en relación con las
necrópolis tartésicas del sur. Era una prueba evidente tanto del mantenimiento
de las tradiciones indígenas de raíz atlántica como de la perfecta simbiosis con
la cultura tartésica de origen mediterráneo. Extremadura se convertía así en una
amalgama de las tradiciones atlánticas y mediterráneas, y precisamente de ahí
viene su originalidad.
Un año después de la publicación del libro de Almagro-Gorbea se descu-
bre y comienza a excavar el que sin duda es uno de los yacimientos más señeros
de la arqueología extremeña y nacional, Cancho Roano (fig. 3). La dirección de
las excavaciones y su estudio durante la primera década de los trabajos corrió
a cargo de Maluquer de Motes (Maluquer de Motes, 1981; 1983; Maluquer de
Motes y otros, 1986), todo un referente en los estudios sobre Tarteso que había
colaborado con Carriazo en las excavaciones de El Carambolo y quien había
propuesto una nueva visión de Tarteso basada en el registro arqueológico,
alejándose así de las propuestas filológicas que dominaron su estudio hasta
los años 60 del pasado siglo (Maluquer de Motes, 1969). La importancia de
Cancho Roano tuvo su inmediato reflejo en los círculos académicos españoles,
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pasando años más tarde a convertirse en un referente internacional para el
estudio de la I Edad del Hierro en occidente. A partir de ese momento, Extremadura
pasó a formar parte del Programa de Investigaciones Protohistóricas que diri-
gía precisamente Maluquer de Motes, restringido hasta entonces al ámbito
andaluz. No se entendía cómo un santuario de esas características podía haber-
se construido tan alejado de Tarteso, cuando recogía toda la tradición arquitec-
tónica del Mediterráneo, mientras que no se conocía ningún edificio similar en
el valle del Guadalquivir o Huelva. Por ello, se buscaron analogías del edificio
extremeño con los palacios del área sirio-palestina, con los edificios de las
colonias griegas en el Mediterráneo o incluso con el mundo etrusco. Las
excavaciones de Cancho Roano siguieron doce años más bajo la dirección de
uno de nosotros (Celestino, 2001b con bibliografía), cuando se descubrieron
los dos edificios más antiguos enterrados bajo el que hoy se conserva, así
como las denominadas capillas que rodean por completo el santuario. Y todo
apuntaba a que si bien el primer santuario se levantó en plena época tartésica,
hacia los inicios del siglo VI a.n.e., los dos últimos, datados entre finales del VI
y principios del IV a.n.e. ya correspondían a una fase en la que la crisis de
Tarteso había debilitado su estructura económica y sus lazos comerciales con
el Guadiana Medio, momento que coincide con el despegue de esta zona, que
dirige sus intereses hacia Portugal y La Meseta, de donde le llegarán los influ-
jos de la pujante cultura ibérica.
Fig. 3. Vista aérea de Cancho Roano
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Lo cierto es que a partir de las publicaciones de Medellín y Cancho
Roano, Extremadura se convirtió en una referencia ineludible para el estudio de
la cultura tartésica por cuanto supuso la reafirmación de la personalidad cultu-
ral de su territorio y la inclusión de la protohistoria extremeña dentro del debate
historiográfico; se abandonaba así una etapa que Ortiz Romero ha definido
acertadamente como “sin Arqueología extremeña, pero con arqueología en
Extremadura” (Ortiz, 2007: 25). Así, a partir de los años 90, y aunque se mantie-
ne muy activa la participación de la Universidad Autónoma de Madrid en Can-
cho Roano y en la Alcazaba de Badajoz, o de la Complutense en Medellín,
responsables en última instancia del auge de la arqueología extremeña como
antes lo había sido la Universidad de Barcelona bajo la dirección de Maluquer
de Motes, surge un activo grupo en el Área de Prehistoria de la Universidad de
Extremadura que va a dar un importante impulso a la investigación protohistórica
de Extremadura. La excavación, estudio y publicación de las excavaciones de
La Mata de Campanario son el mejor ejemplo de ello (Rodríguez Díaz, (ed.),
2004). La Mata, con una arquitectura de análogas características a la de Cancho
Roano, si bien con una función diferente, y unos materiales de las mismas
cronologías, confirmaba que la presencia de Cancho Roano no era una excep-
ción. Pocos años después, este mismo equipo identificó una serie de túmulos
de similares tipologías repartidos por la cuenca del Guadiana cuya importancia
y dimensión cultural es abordada en otro capítulo de este mismo volumen
(Rodríguez Díaz, Pavón y Duque, 2004). Este mismo equipo de la Universidad
de Extremadura ha centrado sus trabajos en los últimos años en la cuenca del
Tajo, lo que ha supuesto un importante paso para el conocimiento de la presen-
cia del elemento tartésico en esa zona.
Curiosamente, mientras en Extremadura se sentaban las bases de una
arqueología con raíces orientales recién reconocidas, en Andalucía el
orientalizante desaparecía definitivamente como cultura arqueológica una vez
se había comprendido que Tarteso era ya una civilización sólidamente definida
a la llegada de los fenicios. Por lo tanto, Tarteso se seguía identificando con los
indígenas que habitaban la costa del suroeste peninsular antes de la llegada de
los colonizadores mediterráneos. Mientras, y bajo la fuerte influencia de los
trabajos de Almagro Gorbea, se formalizó el concepto de lo orientalizante para
Extremadura, con una crítica a la definición material de Tarteso (Álvarez Martí-
Aguilar, 2005: 186).
Por último, el ya mencionado Congreso “El Periodo Orientalizante” orga-
nizado por el Instituto de Arqueología del CSIC en Mérida en 2003, significó un
paso definitivo para incluir Extremadura en el amplio territorio del suroeste con
fuertes raíces mediterráneas y, en concreto, tartésicas (Celestino y Jiménez
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(eds.) 2005). La discusión se concentró a partir de esos momentos en el tipo de
colonización que se había llevado a cabo en Extremadura por parte de Tarteso.
Así, mientras para unos se trataba de una colonización organizada y dirigida
desde la ciudad tartésica de Carmo, la actual Carmona, responsable de la
potenciación de Medellín, identificado con la ciudad de Conisturgis que men-
cionan las fuentes, y punto desde el que a su vez se llevaría a cabo la coloniza-
ción de la desembocadura del Tajo (Almagro-Gorbea y Torres, 2009); para otros,
la verdadera potenciación de Tarteso se debió a la aportación de gentes proce-
dente, precisamente, del Guadiana, por lo que esta zona sería siempre un refe-
rente para buena parte de las poblaciones que habitaron el valle del Guadalqui-
vir y que, tras la crisis de Tarteso, ocuparon de nuevo estas ricas tierras del
interior y conformaron una cultura en la que confluyeron los rasgos atlánticos
originarios y los mediterráneos asimilados por Tarteso (Celestino, 2005); por lo
tanto, estas gentes serían las responsables de la eclosión del poblamiento
tartésico en el valle del Guadiana a partir del siglo VI y, sobre todo, del V a.n.e.
En definitiva, deberíamos desterrar de nuestra literatura arqueológica la
clasificación de Periodo Orientalizante por varios motivos. En primer lugar por-
que lo “orientalizante”, como ya se ha argumentado, debería restringirse a las
manifestaciones artísticas y nunca a las culturales; en segundo lugar, porque si
concebimos Tarteso como el producto de la interrelación cultural entre los
fenicios y otras gentes procedentes del Mediterráneo con las comunidades
indígenas, podríamos defender que esas comunidades se “orientalizaron”, pero
esta definición carecería de sentido con el pasar de los años porque esa forma
de expresión ya les es consustancial. Estamos de acuerdo en que Tarteso es
una construcción histórica moderna; es decir, que los habitantes de la Primera
Edad del Hierro del suroeste peninsular no se identificaban como tartesios;
pero también es cierto que las fuentes clásicas nunca distinguieron entre feni-
cios y tartesios en nuestra península, por lo que es un término válido para
designar la cultura que desarrollaron. También hay cierta discusión sobre si el
término Tarteso debería limitarse a la cultura que se desarrolla en las zonas
costeras del sur peninsular y el valle bajo del Guadalquivir. Y no hay duda de
que así fue en un principio, pues en estos lugares donde se asentaron con
fuerza con fenicios y donde se produjeron las primeras relaciones entre sendas
comunidades. Pero con el transcurso del tiempo y como consecuencia de la
expansión de su territorio ante la necesidad de captar nuevos recursos tanto
agropecuarios como de materias primas, su cultura se fue asentando en otras
zonas del interior que acabaron por aceptar no solo la arquitectura, las herra-
mientas o los tipos cerámicos y metálicos de Tarteso, sino también sus rituales,
lo que implica un grado de conformidad e identidad con la nueva cultura que en
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muchos casos es difícil de distinguir sus diferencias. Por ello, creemos que es
lógico denominar a estas poblaciones del valle del Guadiana como tartésicas,
independientemente de su origen étnico, aun en continua discusión.
3. ¿MEDELLÍN COMO CAPITAL DE LA PERIFERIA DE TARTESO?
A medida que los estudios sobre el ‘Orientalizante’ y Tarteso se han ido
abriendo camino en la arqueología extremeña, la importancia del enclave de
Medellín ha crecido de manera proporcional a éstos, hasta llegar a ser conside-
rada como la capital de Tarteso en el Guadiana Medio (Almagro-Gorbea, 2008).
Este enclave ha sido identificado con el topónimo Conisturgis y se le atribuye
la colonización tartésica de las costas atlánticas de Portugal (Almagro-Gorbea
y Torres, 2009).
La aparición de la necrópolis de Medellín, su importancia, tamaño y ri-
queza, hacían necesaria la existencia de un enclave de población con el que
relacionarla. El lugar elegido para albergar esa población por una cuestión de
lógica fue la parte más elevada del actual cerro del Castillo de Medellín; una
elevación ubicada al este de la necrópolis y dotada de una excelente localiza-
ción geográfica que le permite controlar un extenso territorio (Almagro-Gorbea,
1977: 415) (fig. 4). Por ello, y con vistas a localizar el oppidum de Medellín, el
cerro ha sido objeto de sucesivas intervenciones arqueológicas (fig. 5). La
primera de ellas es la cata realizada al Este del teatro romano (Almagro-Gorbea,
Fig. 4. Vista aérea del cerro del Castillo de Medellín
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1977: 415-ss), de cuya secuencia se extrajo un interesante lote de cerámicas
pintadas ‘tipo Medellín’, pero ninguna evidencia de restos constructivos que
permitan hablar de la existencia de un poblado. Estos trabajos se completaron
con la ejecución de dos sondeos más en la ladera norte del cerro, los Cortes 1 y
2 (Almagro-Gorbea y Martín Bravo, 1994), cuyas secuencias dejaron muestra
de la ocupación medieval del enclave y de la ausencia de restos constructivos
y niveles de ocupación pertenecientes a la I Edad del Hierro. Así mismo, en los
últimos años y con motivo de las excavaciones que se llevan a cabo en el Teatro
Romano localizado en la ladera este (Guerra y otros, 2014), se han efectuado
varios cortes estratigráficos. Quizás el más destacado sea el corte Sector Mura-
lla Romana Occidental (Jiménez y Guerra, 2012), realizado con motivo de la
aparición de un fragmento de cerámica pintada ‘tipo Medellín’ durante las labo-
res de limpieza del tramo de muralla medieval y romana que cruza la ladera oeste
de la elevación; sin embargo, aunque la potencia estratigráfica es destacable en
este punto, siguen ausentes los niveles correspondientes a la I Edad del Hierro,
aunque ha servido para certificar la existencia de un momento de ocupación de
este enclave durante la Prehistoria Reciente. En definitiva, tras la ejecución de
una decena de sondeos estratigráficos en el cerro del castillo de Medellín,
siguen sin existir indicios constructivos o niveles de ocupación que permitan
refrendar la existencia de una ciudad-estado cuya extensión alcanzaría las 10 ha
Fig. 5. Planimetría del municipio de Medellín con la localización de
las excavaciones realizadas.
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Fig. 6. Cazuelas halladas en las excavaciones de Potacelli
(según Jiménez Ávila y Haba, 1995).
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como reivindican los defensores de esta hipótesis; el presunto oppidum habría
estado además dotado de una gran regia y habría tenido capacidad suficiente
como para controlar un extenso territorio que tendría sus fronteras territoriales
hasta donde alcanza su control visual (Almagro-Gorbea, 2008:85).
A las excavaciones llevadas a cabo en el cerro del castillo se pueden
sumar otros ejemplos e intervenciones efectuadas en el actual casco urbano de
Medellín. Es el caso de los trabajos realizados en el solar de Portacelli (Jiménez
y Haba, 1995), donde fueron documentadas dos cazuelas a mano, una de ellas
pintadas (fig. 6), cuyo paradero actual nos es desconocido. Por lo tanto, de
nuevo la intervención ha dejado muestras de la existencia de materiales corres-
pondientes a la I Edad del Hierro, pero continúan ausentes los restos construc-
tivos; además, y dada la naturaleza de la obra realizada, la mayor parte del
material localizado se encuentra fuera de contexto.
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Pero el hecho de que no se hayan documentado por el momento restos
constructivos correspondientes a la I Edad del Hierro en el cerro del Castillo de
Medellín y su entorno más próximo, no quiere decir necesariamente que este
territorio carezca de ocupación alguna durante época tartésica. Así, las cerámi-
cas fechadas en la I Edad del Hierro aparecidas en Medellín deben correspon-
der a la existencia de un pequeño enclave, posiblemente localizado en el llano y
de vocación agropecuaria, que poco o nada tiene que ver con la presencia de
un gran oppidum o capital del territorio (Celestino, 2005: 771).
Hasta la fecha, la arqueología solo ha sido capaz de constatar la existen-
cia de un enclave localizado en altura que pueda equipararse a la categoría de
oppidum tanto por su extensión como por estar dotado de una muralla. Nos
referimos al enclave de El Tamborrio (Villanueva de la Serena), un yacimiento
que se localiza en una pequeña serreta justo en la confluencia de los ríos
Guadiana y Zújar (fig. 7), lo que le confiere una estratégica posición justo en el
cruce de dos importantes arterias de comunicación. De ese modo, su posición
con respecto al río Guadiana le permitiría tener un fácil contacto con los deno-
minados como edificios tartésicos ocultos bajo túmulo, definidos en otro traba-
jo dentro de este mismo volumen; por otra parte, su directo control sobre el
Zújar debió facilitar la penetración de los influjos hacía el sur y la Meseta, un
área donde no debemos olvidar que el número de estelas documentadas es
muy destacable.
Fig. 7. Vista aérea del enclave de El Tamborrio (Villanueva de la Serena).
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Fig. 8. Imagen de la acrópolis de El Tamborrio
(Villanueva de la Serena) (según Wallid y Pulido, 2013).
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Lamentablemente, las evidencias arqueológicas documentadas en el
Tamborrio no son abundantes, pues las áreas de trabajo se restringen a los
espacios afectados por la rehabilitación de dos depósitos de agua y la sustitu-
ción de algunas de sus canalizaciones. Así, el corte C, realizado con motivo de
la obra de los depósitos, ha permitido documentar los restos de una extensa
acrópolis, caracterizada por su monumental arquitectura y por la aparición de
una ‘piscina’ (fig. 8) que sus excavadores ponen en relación con la existencia
de algún tipo de ritual (Wallid y Pulido, 2013: 1191). Así mismo, el cambio de la
tubería que atraviesa la ladera norte facilitó la exhumación de una extensa área
de almacenaje dispuesta a partir de un sistema de terrazas que permitía a las
construcciones salvar el desnivel de la pendiente (fig. 9). Este es sin duda uno
de los hallazgos más destacados, pues además de mostrar las distintas fases de
ocupación del enclave, muestra su vinculación con el almacenaje del excedente
agrícola, un hecho que refuerza el papel de este asentamiento como cabeza del
territorio. Por último, y también indicado en otro trabajo dentro de este volu-
men, la presencia de dos murallas, una de adobe fechada en el siglo VII a.n.e. y
otra de piedra correspondiente a la ocupación del siglo VI a.n.e., avala la impor-
tancia de este auténtico centro de poder que, no olvidemos, se encuentra muy
cerca tanto del cerro de Medellín como de su necrópolis.
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Frente a estos hallazgos, huelgan las dudas acerca de la importancia de El
Tamborrio. Como ya se ha dicho en otras ocasiones (Rodríguez González y
Celestino, e.p.), este yacimiento debió ejercer el papel primordial que tradicio-
nalmente le ha sido concedido a Medellín, donde la arqueología no ha sido
capaz de demostrar la categoría que se le ha otorgado. Así, la incorporación del
Tamborrio como asentamiento en altura dentro del modelo territorial del valle
medio del Guadiana durante la I Edad del Hierro, cambia por completo la imagen
con la que hemos venido trabajando todos hasta el momento, aportando una
alternativa que se aleja de la visión hegemónica ostentada por la hipotética
Conisturgis.
Fig. 9. Vista de la excavación en la Ladera Norte donde se aprecia el sistema de
aterrazamiento empleado en la construcción en el yacimiento de El Tamborrio
(Villanueva de la Serena) (Rodríguez Díaz, Pavón y Duque, 2011):
31, fig. 3 (foto de Alfredo Gil Romero)
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4. LAS ÚLTIMAS NOVEDADES PARA EL CONOCIMIENTO DE TAR-
TESO EN EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA
En los últimos años, principalmente desde 2008, se han llevado a cabo
intervenciones arqueológicas y se han realizado publicaciones que no han
hecho sino enriquecer sensiblemente nuestro conocimiento sobre Tarteso. A
las prospecciones arqueológicas realizadas en el entorno del Guadiana por el
Área de Prehistoria de la universidad de Extremadura, se le sumaron los estu-
dios de las excavaciones realizadas en algunos de los yacimientos localizados,
caso del cerro Manzanillo, en Villar de Rena (Rodríguez Díaz, Duque y Pavón,
eds., 2009), un caserío que data de los primeros momentos de la presencia
tartésica en el Guadiana, lo que nos permite dibujar una secuencia desde los
momentos previos a la crisis de Tarteso en la zona. Lamentablemente, apenas
tenemos información de un magnífico yacimiento que nos podría haber ilustra-
do sobre este mismo periodo del que aun disponemos de pocos datos; nos
referimos al Palomar de Oliva de Mérida (Jiménez y Ortega, 2001), del que se
realizaron varias campañas de excavación con una fuerte inversión y del que
aun esperamos su estudio definitivo o al menos la entrega de sus materiales al
museo de Badajoz para que puedan ser estudiados por otros colegas. Por otra
parte, el Instituto de Arqueología del CSIC también desarrolló proyectos de
investigación centrados en las prospecciones del territorio circundante a
Medellín, en las que se evidenció la inexistencia de un poblado en llano de
cierta enjundia en este entorno que pueda fecharse en la I Edad del Hierro
(Sevillano y otros, 2013), un argumento de peso más que socava la hipótesis de
la existencia de un centro administrativo y de poder instalado en el cerro de
Medellín con capacidad de controlar su entorno inmediato.
Pero ¿qué conocemos del Bronce Final del Guadiana? Si no podemos
responder a esta pregunta nos va a resultar difícil entender el proceso por el
cual se conformó una sociedad de cultura tartésica en esta zona. La realidad es
que conocemos modestos asentamientos que se adscriben al Bronce Final
(Rodríguez Díaz y Enríquez, 2001), pero que funcionan cuando ya Tarteso es
una realidad en el valle del Guadalquivir, lo que ha llevado a muchos investiga-
dores a confusión. Es decir, diagnosticamos un yacimiento como del Bronce
Final cuando entre sus restos hay cerámicas bruñidas como las tipo “Lama do
Fumo” o cazuelas carenadas, y siempre con las producciones realizadas a mano.
Pero también es cierto que tanto las cerámicas a mano como las bruñidas
reticuladas perduran en el tiempo, lo que ha provocado que yacimientos con
idénticos materiales se distingan entre sí por el mero hecho de que uno de ellos
conserve un elemento de importación procedente del Guadalquivir; en ese
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caso pasa a clasificarse como Orientalizante antiguo. Lo único que parece claro
es que se observa un aumento en la ocupación del territorio durante la última
etapa del Bronce Final del valle del Guadiana que se puede fechar hacia finales
del siglo VIII a.n.e. y que coincide con el auge de las estelas de guerrero, donde
los objetos de procedencia atlántica que las caracterizaba en su origen, comien-
zan a ser sustituidos por otros de origen mediterráneo. Este es precisamente el
momento en el que se inicia la influencia tartésica en el Guadiana, cuya culmina-
ción no parece llegar hasta los comienzos del siguiente siglo, o al menos eso
parece deducirse de las tumbas más antiguas documentadas en la necrópolis
de Medellín.
Debemos tener presente que la posible existencia de un poblado tartésico
en Medellín desde el siglo VIII se basa exclusivamente en la presencia de
cerámicas pintadas “tipo Medellín” que se suelen asociar a las “tipo Carambolo”
del Bajo Guadalquivir (Casado, 2015 con bibliografía), y más específicamente
con las tipo San Pedro II (Cabrera, 1981); sin embargo, tanto tipológica como
técnicamente, presentan diferencias importantes que obligan a estudiarlas de
forma independiente. Estas cerámicas, normalmente cuencos y cazuelas, se
caracterizan por tener las paredes muy delgadas y por estar pintadas en dife-
rentes tonos, entre los que predomina el amarillo y el gris verdoso sobre un
fondo rojo. En Medellín aparecen profusamente, tanto en el cerro del castillo
como en la necrópolis, aquí asociada a las tumbas más antiguas (Torres 2008:
724-733). Así mismo, en el corte practicado en el castillo de Medellín se docu-
mentaron varios fragmentos de estas cerámicas en los niveles más antiguos
(Almagro-Gorbea, 1977: 454-456) (fig. 10), lo que parece avalar la existencia de
estas singulares cerámicas en momentos previos a la presencia tartésica en la
zona, perdurando en los primeros años de la colonización por tratarse de un
elemento de fuerte significado social en el contexto indígena. Por lo tanto,
desde la publicación del libro de Almagro Gorbea de 1977, apenas hay noveda-
des sobre el sistema de poblamiento del Bronce Final en el Guadiana salvo
algunas apreciaciones de interés que no hacen sino apoyar esta idea (Enríquez,
1990). No obstante, de lo que no hay duda es de que hubo una ocupación del
cerro de Medellín durante el Bronce Final, si bien no parece que fuera un
asentamiento consistente a tenor de los restos hallados, carentes en todo caso
de estructuras arquitectónicas.
Otros elementos que se han tenido en cuenta para definir el Bronce Final
del Guadiana han sido los tesoros áureos y, por supuesto, las estelas de guerre-
ro. En cuanto a los primeros, todo ha basculado en función de la interpretación
que en su momento se dio del hallazgo del tesoro de Sagrajas, asignado a una
cabaña donde se habrían documentado cerámicas del Bronce Final; sin embar-
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go, una reciente revisión de los materiales ha puesto en serias dudas tal ads-
cripción (Sanabria, 2012). Pero lo cierto es que hay una ausencia significativa
de estos materiales de oro y plata en el núcleo tartésico, lo que induce a consi-
derar este fenómeno de los tesoros áureos como un fenómeno genuino de área
atlántica cuya influencia en el área extremeña debe considerarse como una
consecuencia de las relaciones con el centro de Portugal durante el Bronce
Final. Este mismo argumento es válido para interpretar las armas de bronce
aparecidas en Extremadura, claramente originarias del área atlántica portugue-
sa. Por no hablar de nuevo de las estelas de guerrero o de las diademadas, ya
tratadas anteriormente.
4.1. Un yacimiento para la transición entre el Bronce Final y la I Edad del
Hierro en la cuenca del Guadiana: El cerro Borreguero
En el año 2008 se realizó un sondeo arqueológico en el denominado Cerro
Borreguero (fig. 11), un túmulo artificial que conservaba en su superficie grue-
sos muros de una construcción romana, pero donde se habían documentado
Fig. 10. Cerámica ‘tipo Medellín’ procedente de la Cata Este del Teatro.
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también materiales cerámicos típicos de la I Edad del Hierro (Celestino y
Rodríguez González, e.p). El sondeo, de 4 x 4 metros se practicó en la habitación
más amplia de la construcción romana y tenía como objetivo llegar al sustrato
geológico; sin embargo, a pocos centímetros del suelo apareció un suelo rojo
asociado a materiales protohistóricos que ocupaba toda la superficie del son-
deo, lo que nos alentó a realizar un proyecto arqueológico más ambicioso que
nos permitiera conocer con mayores argumentos el edificio que se encontraba
bajo la construcción romana. Así, entre 2009 y 2010 se llevaron a cabo dos
intensas campañas de excavación que permitieron conocer la superficie total
de la habitación en cuyo centro se halló un hogar levantado con adobes coci-
dos, así como una estrecha banda blanca de tendencia ovalada que recorría
toda la habitación y que se apoyaba en el pavimento rojo de la misma (fig. 12).
Además, la excavación en extensión del túmulo nos ha permitido documentar
una serie de habitaciones pertenecientes a la I Edad del Hierro que conforman
en su conjunto un edificio en forma de L, si bien no descartamos que los
intensos trabajos agrícolas en la finca hayan cercenado una parte importante
de la zona sur del yacimiento que, de haber sido así, tendría forma cuadrangular
en origen, algo que solo podremos aclarar en futuras intervenciones.
Fig. 11. Vista del túmulo de El Borreguero (Zalamea de la Serena).
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Por último, en algunas zonas de este edificio hemos profundizado hasta
alcanzar la cota de un suelo anterior que atestigua la existencia de un edifico
más antiguo del que apenas conocemos algunos espacios, pero del que proce-
den materiales muy significativos que nos permiten datar esta primera cons-
Fig. 12. Vista aérea de la estancia 100 de El Borreguero (Zalamea de la Serena).
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trucción. Pero quizá lo más destacable de este edificio original, ya de forma
cuadrangular, es que sus ángulos son redondeados, mientras que toda la cerá-
mica que aparece asociada está realizada a mano salvo alguna excepción, como
es el caso de un plato gris a torno (fig. 13) cuyo paralelo más cercano se
encuentra en la necrópolis de Medellín, concretamente en sus fases más anti-
guas, hacia finales del siglo VII ane (Lorrio, 2008). Este edificio fue amortizado
con una gruesa capa de tierra apisonada que generó una plataforma regular
sobre la que se construyó el segundo edificio, también orientado al Este como
el anterior, ya con una técnica constructiva más depurada y donde se aprecia
un sensible aumento del material cerámico realizado a torno, si bien no supera
la proporción del realizado a mano. El abandono voluntario del segundo edifi-
cio, así como las remociones de tierra que sufrió por la construcción romana,
apenas nos ha legado materiales que nos permita afinar en su cronología, si
bien no parece que sobrepase mediados del siglo VI ane, fechándose la vida del
más antiguo a lo largo del siglo VII ane, un siglo de vida que se manifiesta en las
diferentes remodelaciones que sufrió el edificio.
Fig. 13. Plato de cerámic a gris hallado en las
excavaciones de Cerro Borreguero (Zalamea de la
Serena).
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Vamos a detenernos en el último momento del edifico protohistórico por
hallarse en la actualidad prácticamente excavado, y en concreto en el espacio
100, una estancia delimitada por cuatro muros de época romana que conforman
una superficie de 30 m2, si bien su extensión debió ser algo mayor, hoy perdida
bajo los mencionados muros romanos. Toda la superficie de la habitación está
cubierta por una capa compacta de arcilla roja surcada por una estrecha banda
de cal de tendencia oval que se conserva en las zonas norte y sureste del
pavimento, como ya hemos mencionado, perdiéndose su trazado bajo los mu-
ros y la ancha terraza romana de la zona occidental. En el centro de la habita-
ción se levanta el hogar de forma semicircular ya aludido realizado en adobe y
arcilla y compuesto por una cama de fragmentos cerámicos; el lado septentrio-
nal del hogar está delimitado por adobes en posición vertical para contener las
brasas, cuyos restos aparecen dispersos por la superficie; por último, la estruc-
tura estaba delimitada por una capa de cal que se prolongaba hasta el suelo rojo
de la estancia.
Una vez documentada esta habitación o espacio100, procedimos a retirar
parte del suelo para buscar el edificio anterior; al tiempo, fuimos levantando la
banda de cal que cruzaba toda la habitación y que nos había llamado poderosa-
mente la atención por ser un elemento inédito en otros edificios de la misma
época. La franja, de 12 cm de anchura y gran regularidad, se había realizado
mediante la colocación de adobes rectangulares de 6 cm de grosor pintados
con una fina capa de cal blanca que era la que emergía en la superficie de la
habitación. Al levantar la franja, vimos que su función era señalar una estructu-
ra que se correspondía con los cimientos muy bien conservados de una cabaña
oval que conservaba tres hiladas de alzado, alcanzando los 60 cm de altura,
mientras que el ancho oscilaba entre los 60 y 70 cm. Al igual que sucedía con la
franja blanca, la cabaña se perdía bajo los muros y la gran terraza de época
romana, sin embargo, tras una limpieza al exterior de ésta última, se pudo loca-
lizar buena parte de su trazado occidental, por lo que en realidad se conserva en
su integridad, con una superficie aproximada de 30 m2 (fig. 14). Pero sin duda lo
más significativo es el hallazgo sobre los cimientos de la cabaña de un conjunto
de cerámicas pintadas similares a las “tipo Medellín” y también profusamente
representadas en otros yacimientos de La Meseta (García Huertas, e.p. con
bibliografía). Paralelamente, procedimos a la excavación del espacio que rodea-
ba el altar para conocer su asiento, pues se prolongaba por debajo del suelo de
arcilla roja, y comprobamos que se asentaba en origen sobre la superficie de la
cabaña, en concreto en su centro, lo que nos daba la pauta para interpretar la
estructura como un hogar con un significado, ligado al culto, que decidieron
respetar una vez amortizada la cabaña.
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No cabe duda, pues, de que el hallazgo más significativo del Cerro
Borreguero es la cabaña ovalada, asociada estratigráficamente a las construc-
ciones ortogonales del edificio más antiguo. Esta relación se antoja fundamen-
tal para entender el yacimiento y el momento de transición cronológica que
supone. No se trata en realidad de una circunstancia inédita en la península,
pero sí en Extremadura. Así, conocemos el caso de Acinipo, en la localidad
malagueña de Ronda, donde se documentaron en el mismo periodo cronológico
cinco cabañas del Bronce Final (Aguayo y otros, 1986), unas circulares y otras
ya de planta rectangular pero con las esquinas aun redondeadas como sucede
en las construcciones de Cerro Borreguero. Parece, pues, que nos hallamos
ante ensayos constructivos tras los primeros influjos mediterráneos importa-
dos gracias a la colonización fenicia. Conocemos otros ejemplos en zonas más
cercanas al núcleo de Tarteso, caso de Montemolín, en Marchena, donde su
primera ocupación está representada por una cabaña oval de adobes sobre
cimiento de piedra; sobre esta cabaña se levantó una de mayor superficie, 160
m2, también ovalada y denominada “Edificio A”, que convive con un edificio
de planta rectangular o “Edificio B” y que según los autores tiene un especial
significado porque el objetivo sería mantener la tradición anterior sin renunciar
Fig. 14. Vista de la cabaña hallada en El Borreguero (Zalamea de la Serena).
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a las nuevas técnicas constructivas importadas del Mediterráneo (de la Bande-
ra y otros, 1993); por último, estas construcciones fueron definitivamente
amortizadas en el siglo VI a.n.e. para dar paso a otras edificaciones, los edificios
C y D, de clara influencia oriental (Ferrer y de la Bandera 2007: 77). Aunque
existen otros casos en el valle del Guadalquivir, como Colinas de los Quema-
dos, en Córdoba (Luzón y Ruiz Mata, 1973), quizás los más destacados por su
proximidad sean los ejemplos hallados en el Guadiana. Nos referimos, por un
lado, al yacimiento de Neves II, en Castro Verde, Portugal (Maia, 2008: 358). El
origen del lugar es una cabaña redonda sobre la que se construyó otra más
moderna de tendencia elíptica pero limitada en uno de sus lado cortos por un
muro rectilíneo; posteriormente, y una vez amortizada la cabaña, se levantó un
edificio rectangular en cuyo espacio principal se construyó un hogar que pare-
ce destinado a legitimar las tradiciones familiares o sociales de la comunidad.
Por otro lado, y quizás el ejemplo más interesante, está el yacimiento de Castro
dos Ratinhos, en Moura, Portugal (Berrocal y Silva 2010). Se trata de un pobla-
do fortificado en cuya zona alta o acrópolis se documentó la asociación de
cabañas circulares y rectangulares; pero nuestro interés se centra en la cabaña
construida en la fase Ib, datada en el siglo IX a.n.e. y con una superficie de 83
m2que comparte cronología con la cabaña MN23, levantada en forma de “L”
invertida y que ha sido interpretada como un santuario dedicado a Astarté
(Prados 2010: 273). Lo más interesante es que ambos edificios, a pesar de sus
diferentes plantas, comparten módulos de longitud de tradición fenicia y otras
técnicas constructivas, lo que indica no solo que fueron construidos al uníso-
no, sino que el circular se hizo respetando la tradición indígena.
En conclusión, las excavaciones del Cerro Borreguero han permitido de-
terminar tres momentos constructivos. El primero, o Fase I, se corresponde con
el edificio romano que corona el cerro y que fue levantado en el siglo I a.n.e.,
mientras que su abandono se fecha en el I d.C. La Fase II pertenece al último
edificio de época protohistórica y se divide en dos subfases: la Fase IIa se
corresponde con la última construcción y también con su amortización median-
te el relleno de las habitaciones con piedras de granito de mediano tamaño y su
posterior sellado con una gruesa capa de arcilla roja apisonada; y la Fase IIb,
datada a inicios del siglo VIII. Por último, la Fase III, representada por la cabaña
oval, se fecha en el siglo IX a.n.e., una datación que deriva tanto de las cerámi-
cas que contenía en su interior como de la datación radiocarbónica efectuada
sobre los restos de carbones de su interior. Como ya apuntábamos, el hallazgo
más significativo es la cazuela fragmentada recuperada sobre el cimiento de
la cabaña. Se trata de un vaso realizado a mano y de paredes muy finas que
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podemos fechar entre finales del siglo IX y principios del VIII por la posición
que ocupa en la estratigrafía. La posición del vaso demuestra que fue utilizado
en el intervalo entre la amortización de la cabaña y la construcción del edificio
protohistórico, un dato de enorme interés porque sitúa estas cerámicas en
sintonía con la colonización fenicia del sur peninsular. El vaso pertenece a una
cazuela carenada con la superficie gris, por el efecto de la cocción reductora,
sobre la que se aplicó una capa homogénea de pintura roja sobre la que se
diseñó una decoración de motivos geométricos pintados con pigmentos ama-
rillos; entre los motivos destaca el enrejado a modo de trenzado de cestería, así
como una serie de metopas con otros motivos también geométricos; por último,
y a la altura de la carena, aparecen una serie en forma de “S” que parecen imitar
ánades (fig. 15).
Fig. 15. Cerámica pintada hallada sobre los cimientos de la cabaña oval
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A comienzos del siglo VI, por circunstancias que desconocemos pero
donde no se aprecian signos de violencia, se decidió amortizar el último edificio
protohistórico rellenando sus habitaciones de piedras sueltas y una gruesa
capa de arcilla roja. Este desmantelamiento voluntario de la edificación es tam-
bién el causante de la escasez de material, si bien se ha recuperado el suficiente
como para poder datar con certeza ese momento de abandono, en torno a los
comienzos del siglo VI a.n.e., como lo avala el hallazgo del plato gris carenado
elaborado a torno, ya aludido anteriormente. Por último, entre las cerámicas del
segundo edificio, recuperamos un fragmento decorado con bandas marrones y
negras de similares características a las urnas tipo “Cruz del Negro”, un dato de
interés por cuanto supone uno de los pocos ejemplos de cerámica a torno de
este segundo edificio cuya destrucción y abandono se produjo, como ya he-
mos apuntado, hacia los inicios del siglo VI a.n.e. Este desmantelamiento coin-
cide con la construcción del primer santuario de Cancho Roano o “CR C”,
ubicado a tan solo 3 kms. de Cerro Borreguero, lo que interpretamos como un
cambio de estrategia que pudo deberse a las excelentes condiciones que ofrece
el sitio de Cancho Roano (Celestino y Rodríguez González, 2016), también junto
al río Ortigas, pero también surcado por el arroyo Cagancha, que en este punto
está alimentado por fuentes que lo mantienen con caudal todo el año, además
de la vena de agua que cruza todo el edificio y que es proporciona agua a los
dos pozos del santuario y al foso que lo encierra.
4.2. El túmulo tartésico de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña):
Sin miedo a equivocarnos, el descubrimiento del yacimiento de ‘Casas
del Turuñuelo’ constituye la mayor novedad dentro de la arqueología tartésica
de la última década. El magnífico estado de conservación que presenta el yaci-
miento lo convierten en un ejemplo excepcional para el estudio de esta cultura,
no solo porque ha mantenido casi intacta su arquitectura, sino porque nos ha
legado un amplio y rico elenco de materiales dentro del cual destacan el conjun-
to de piezas de bronce, los tejidos o los restos de maderas y carbones, que
ahora nos permiten profundizar en los hábitos de vida de esta cultura.
El yacimiento de ‘Casas del Turuñuelo’ se localiza en término municipal
de Guareña, en la margen derecha del río Guadiana, junto a uno de los
paleocauces de dicho río (fig. 16).A pesar de su proximidad a Medellín, ambos
enclaves no poseen contacto visual, pues la sierra de Yelbes impide su contac-
to; sin embargo, es inevitable marcar las relaciones que este enclave debió
tener con la necrópolis hallada en Medellín. Su localización geográfica le permi-
te controlar un espacio definido por el paso de los ríos Guadámez y Búrdalo,
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justo en el punto en el que sendos ríos desembocan en el Guadiana. En la
actualidad, controla un extenso terreno de regadío que poco o nada tiene que
ver con el paisaje que dominaría este territorio durante el siglo V a.n.e; frente a
ello, el arrasamiento de las tierras que se extienden frente a él le permiten, hoy
en día, despuntar dentro de las Vegas del Guadiana (fig. 17).
Fig. 16. Vista aérea del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).
Fig. 17. Túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).
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Aunque hay constancia de la existencia de un yacimiento en este punto
desde los años 80 del pasado siglo (Suarez de Venegas, 1986: 166), las primeras
excavaciones arqueológicas fueron llevadas a cabo por un equipo del Instituto
de Arqueología del CSIC en el año 2014. Los trabajos tenían como objetivo
conocer la potencia arqueológica del enclave y la cronología a la que se adscri-
bía la ocupación. Para ello se llevaron a cabo la limpieza de tres de los perfiles de
la elevación y la ejecución de un sondeo en el punto más occidental y elevado
del túmulo (fig. 18). La aparición de un lote de cerámicas y un fragmento de un
brasero de bronce nos alertó de la importancia del enclave, razón por la cual, el
sitio ha sido objeto de dos intervenciones más, en los años 2015 y 2016 dentro
de un proyecto del Plan Estatal de Investigación I+D+I y gracias a los fondos
FEDER de la Unión Europea. Dichos trabajos han permitido documentar una
extensa habitación, de 70 m2 en un excelente estado de conservación (fig. 19),
razón por la cual el edificio de ‘Casas del Turuñuelo’ constituye el mejor ejem-
plo para el estudio de la arquitectura tartésica.
Fig. 18. Localización de las zonas de trabajo en la campaña de 2014
en el túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).
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La estancia principal se encuentra flanqueada por cuatro potentes muros
construidos en adobe con una anchura de 2 m y una altura que en algunos
puntos alcanza casi los 3 m, lo que da fuerza y consistencia a la construcción.
En la parte oriental de la estancia se localiza la puerta de acceso. Se trata de una
puerta monumental, con tres escalones y flanqueada por dos pilares enlucidos
de cal y decorados con pequeñas molduras diseñadas en el propio adobe. En
cuanto a la habitación, se encuentra dividida en tres ámbitos bien diferencia-
dos. El primero de ellos se localiza en la parte más occidental de la estancia. Se
distingue del resto por su pavimento, construido con losas de adobe naranja
muy cocidas y la presencia de una pileta semicircular encastrada en el suelo de
cuyo interior se recogió arena de playa. Sobre el suelo de la estancia se recogie-
ron casi un centenar de platos, únicas formas documentadas en este espacio,
así como diversos bronces, hierros y una caja de marfil cuyas placas se decoran
con leones, peces y barcos(fig. 20).
Fig. 19. Estancia principal del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).
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El segundo ámbito de la estancia está estructurado en torno a una piel de
toro extendida (fig. 21) que domina el centro de la habitación. Dicha estructura
está dibujada en el suelo con finas lajas de pizarra y rellena con ladrillos de
adobe amarillo. A diferencia del resto de ejemplos conocidos, como en Cancho
Roano, El Carambolo o Coria del Río (Gómez Peña, 2011 con bibliografía), la
estructura del Turuñuelo no parece hacer las veces de altar de sacrificio, pues
carece de focus, razón por la cual creemos que tendría un carácter emblemático.
Frente a la estructura, aparece un extenso banco corrido que recorre parte del
muro de cierre norte de la estancia. El banco se encuentra forrado con finas
lajas de pizarra y conserva todavía parte de las molduras que decoran su extre-
mo occidental, mientras que el otro lado de la estructura ha quedado secciona-
do, por lo que no conocemos cuál sería su longitud total.
Fig. 20. Caja de marfil hallada en la estancia principal
del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).
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El tercer y último ámbito es el más próximo a la puerta de acceso. Su suelo
es de arcilla apisonada y parece que estaría cubierto con finas lajas de pizarra,
un hecho que nos lleva a pensar que no estaría destinado a ser continuamente
pisado. Quizás el elemento que más llama la atención dentro de este ámbito sea
la aparición de una gran “bañera”, adosada al muro sur de la habitación y
ubicada sobre un pedestal de adobe en forma de “U” (fig. 22). Los análisis
realizados a esta estructura han permitido determinar que está realizada con cal,
concretamente, con la misma cal con la que se revistió la pileta semicircular
hallada en el primer ámbito de la estancia y con la que han sido enlucidas las
paredes. La función de este gran recipiente de 1,70 metros de longitud nos es
por el momento desconocida. Su forma, aunque recuerda a la de un sarcófago,
sin embargo, todavía no existen evidencias claras que nos permitan certificar
que lo que esconde el túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ sea una tumba.
Fig. 21. Fotografía de detalle de la piel de toro extendida hallada
en la estancia principal del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).
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Como apuntábamos anteriormente, a la estancia se accede por una monu-
mental puerta de 1.70 metros de luz, flanqueada por dos pilares. Frente a la
puerta se extiende un pequeño vestíbulo de planta cuadrangular en el que este
año se han recuperado varias ánforas R-1 y un telar (fig. 23). Este vestíbulo da
paso a tres pasillos, si bien solo conocemos el inicio del pasillo que arranca
hacia el sur, el punto en el que han sido documentados algunos de los hallaz-
gos más destacados de El Turuñuelo, caso de la parrilla de bronce, el caldero, el
jarro o el mango decorado con una piel de toro extendida y dos palomas, todos
en proceso de restauración en el SECYR, el laboratorio de la Universidad Autó-
noma de Madrid. Poco podemos adelantar sobre la funcionalidad de esta es-
tancia y de los mencionados hallazgos, pues todavía queda pendiente la exca-
vación del extremo sur del pasillo.
En cuanto a la funcionalidad de El Turuñuelo, todavía es pronto para
emitir un juicio definitivo acerca de su uso. Apenas ha sido excavado un 6% de
la extensión de la elevación, la cual alcanza una hectárea de terreno. Sin embar-
Fig. 22. Bañera hallada en las excavaciones del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’
(Guareña).
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go, el hecho de que la habitación principal únicamente cuente con la presencia
de platos, la documentación de la piel de toro extendida en el centro de la misma
y el carácter votivo que se desprende de los objetos de bronce hallados, nos
llevan a pensar en el carácter cultual que tendría este enclave; no obstante,
solo el avance de las excavaciones y las investigaciones acerca de este yaci-
miento nos permitirán desentrañar la finalidad de tendría este monumental en-
clave.
Fig. 23. Fotografía de la puerta y parte del vestíbulo que da acceso a la estancia
principal del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).
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TARTESO EN EXTREMADURA
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Revista de Estudios Extremeños, 2017, Tomo LXXIII, N.º I I.S.S.N.: 0210-2854
SEBASTIÁN CELESTINO PÉREZ
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