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Los curvilíneos trazos del calígrafo

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Los curvilíneos trazos del calígrafo
Edgardo Civallero
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Al-hamdullillah al-lathīna jaʿala al-aqlām rāhatan al-āqdām wa
ʾibatan ʿan al-mushāfahati bil-kalām.
[Alabado sea Dios por el que nos trajo las plumas que nos evitan
tener que utilizar nuestros pies y reemplazó la necesidad de
hablar con palabras].
Frase antaño usada por las poblaciones islamizadas del Sahara
como encabezamiento de una carta.
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© Edgardo Civallero, 2015.
Distribuido como pre-print bajo licencia Creative Commons by-nc-nd 4.0
"Bibliotecario". http://biblio-tecario.blogspot.com.es/
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Introducción
La caligrafía (árabe khatt, turco hat) fue, en tiempos pasados, una forma de arte. Una
que, lamentablemente, se ha ido perdiendo de manera progresiva con el (alarmante)
abandono de la escritura a mano.
Para los pueblos que lo crearon y para aquellos que asumieron como propio el
alfabeto árabe (o alguno de sus derivados y asociados), esto no fue una excepción. Sus
signos escritos –que fluían en su grácil trazado de derecha a izquierda– demostraron
poseer buenas cualidades para convertirse en una prestigiosa forma de arte. Y
terminaron haciéndolo: no solo sobre los manuscritos y otros documentos en papel o
pergamino, por cierto, sino también en la cerámica, los textiles y, sobre todo, en la
arquitectura. En los espacios religiosos islámicos –y buena parte de los grandes
edificios públicos lo eran– no estaban permitidas las representaciones gráficas de seres
con alma y, por ende, la decoración se realizó siempre a base de motivos geométricos
y vegetales y de frases caligrafiadas, generalmente extraídas del Corán.
Los escritores árabes decían que la caligrafía era "música para los ojos". "La pluma",
explicaban, "es la embajadora de la inteligencia, la mensajera del pensamiento, y la
intérprete de la mente". "La caligrafía da mayor claridad a la verdad", concluían.
Como muchos otros artistas, el calígrafo árabe (khattat, khattatiya) tenía una relación
muy especial con sus instrumentos de trabajo (adawat al-khatt). Los trataba con
mimo, los adornaba e incluso los rodeaba de mística, de secretos y de leyendas, las
cuales también eran, al fin y al cabo, parte del oficio.
El cálamo
El cálamo (árabe qalam; también mirqash, mizbar, midhbar, qasab, yara'ah o
rashshash; turco kalem) era la principal herramienta del escribiente, una verdadera
extensión de su brazo y de su espíritu.
Consistía en una pieza de caña (Arundo donax, Phragmites australis...) de unos 20 cm
de longitud, tallada a mano. La caña –planta generalmente bianual, que alcanza unos 4
m de altura– necesita agua, viento y sol: el primero permite su crecimiento, el segundo
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la bambolea de un lado a otro (lo que resulta en fibras más resistentes y elásticas), y el
tercero la seca y convierte la película exterior en una capa lisa, dura y brillante. Las de
mejor calidad solían encontrarse en las costas del Golfo Pérsico, aunque también se
alababan las virtudes de las del Nilo y las del Mar Caspio. El calígrafo seleccionaba las
piezas maduras y secas que le pareciesen más sólidas, rectas, agradables al tacto y a la
vista, y que se ajustasen bien a su mano. Incluso las golpeaba levemente contra una
superficie dura para escuchar el sonido que producían.
Tras dividir la caña en piezas de longitud apropiada (generalmente segmentos
comprendidos entre nudo y nudo), algunos calígrafos sometían el material a ciertos
procesos que le proporcionaban unas características determinadas. En Turquía, por
ejemplo, se enterraban los tubos hasta cuatro años en estiércol, el cual mantenía una
temperatura constante y daba a los cálamos dureza y un característico color marrón-
rojizo.
Todo calígrafo poseía una navaja especial (barrayah, mibrah, mibzaq, mijza'ah,
mijwab) para cortar y tallar (bary, birayah) sus cálamos. Se trataba de un cuchillo de
hoja fina y filosa de acero templado y mango de hueso o marfil. Antaño había
artesanos especializados en su fabricación, y las mejores navajas (ricamente
decoradas) venían firmadas.
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A la hora de preparar su cálamo, el calígrafo tomaba la pieza de caña y de un solo
golpe cortaba en oblicuo la parte inferior de uno de sus extremos. Quedaban entonces
a la vista tanto el exterior rojizo, llamado "la carne del cálamo" (lahm al-qalam), como
el interior blanco, "la grasa del cálamo" (shahm al-qalam). Luego procedía a cortar los
dos costados para crear una silueta de pluma (anfah, khurtum), y rebajaba ésta hasta
darle el ancho que quería para su caligrafía. A continuación hendía la punta para
facilitar la circulación de la tinta. Y finalmente seccionaba el extremo de esa punta
(qatt o qattah) dándole la forma deseada: horizontal o jazm (al-qatt al-mustawi),
oblicua o tahrif (al-qatt al-muharraf), o redondeada (al-qatt al-musawwab y al-qatt al-
qa'im). Los dos últimos pasos generalmente se realizaban sobre una plaqueta de corte
llamada miqatt o miqattah (turco makta), hecha de marfil, nácar, cuerno (almikt) o
madera dura, que estaba provista de un hueco en el cual el cálamo quedaba sujeto.
Todas las etapas del proceso, llamado ta'nif, eran importantes, pero el último paso, el
de cortar la punta de la pluma, era fundamental; tanto, que a veces era usado como
nasib, prueba iniciática para entrar a algunas órdenes místicas. Pues se creía que para
cortar la punta de forma correcta había que ser una persona recta y honesta.
"Un cálamo bien tallado ya es la mitad de la caligrafía" anotó el escritor egipcio Ahmad
al-Qalqashandi en el s. XV. "Si das una buena forma a tu pluma, tu caligrafía será
buena. Pero si eres negligente con tu pluma, lo serás con tu caligrafía", había dejado
escrito Yāqūt al-Musta'simi dos siglos antes. Cada calígrafo, pues, creaba su propio
cálamo de acuerdo a sus gustos y características físicas y personales. Y lo volvía a tallar
periódicamente, para ajustarlo y enmendar los efectos del natural desgaste del
material.
Cuando el cálamo se arruinaba era preciso preparar otro, pero había que hacerlo
cuidadosamente, sobre todo si la sustitución ocurría durante la escritura de un
manuscrito: dado que en toda la obra debía mantenerse el mismo grosor de línea y de
letra, la anchura del nuevo cálamo tenía que ser la misma que la del que había
quedado inservible. Para comprobar esa anchura, los calígrafos habían ideado un
sistema de medición muy particular: en pelos de asno. Cada uno de los principales
estilos caligráficos del mundo islámico tenía una medida determinada en esa curiosa
unidad: una de los más importante, el tomar, se escribía con cálamos cuyas puntas
tenían una anchura equivalente a 24 pelos de asno. El thoulthaine tenía una anchura
de 16, el nisf una de 12 y el thoulth, una de ocho (nótese que los nombres de estos
últimos estilos significan "dos tercios" de la anchura del tomar, "la mitad" de la
anchura del tomar y "un tercio" de la anchura del tomar).
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Los calígrafos diferenciaban entre lados y caras de la pluma. Así, por ejemplo, hablaban
de sadr al-qalam (cara externa de la pluma) y wajh al-qalam (cara interna). Usando
uno u otro lograban distintos tipos de trazos y adornos en las letras.
La tinta
La tinta (árabe ahbar; también niqs o murakkab; turco mürekkep) era un material muy
especial para los calígrafos árabes. "Las estrellas de la sabiduría brillan en la
profundidad de la tinta", escribió el célebre califa abásida Al-Ma'mun en el s. IX. Se
trataba, sobre todo, de tinta negra (khidad, sawad) de dos clases: de hollín y de
agallas. La primera, llamada madâd, se elaboraba con hollín obtenido de la combustión
de aceites (rábano, lino), maderas, pelos de cabra, huesos de dátiles, cebada, guisantes
o cera; debía ser un poco graso y extremadamente fino, y se mezclaba con goma
arábiga y agua de mirto. A veces ese hollín se raspaba de las lámparas de las
mezquitas, lo que daba al resultado final cierto toque espiritual. La segunda,
denominada hibr, se preparaba con agallas de roble de Siria ('afs), sulfato de hierro
(zaj) y goma arábiga.
Si bien había numerosos maestros (habbar, hibri) en el oficio de preparar tintas (de
hecho, en todas las grandes ciudades solía haber un mercado especializado en el
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tema), cada calígrafo se vanagloriaba de poder elaborar él mismo las suyas, e incluso
de poseer recetas secretas. De hecho, cada cual añadía uno o varios ingredientes
"personales": alumbre, corteza de granada, huesos de dátiles carbonizados y molidos,
leche cuajada, azafrán, miel, clara de huevo, agua de rosas, agua de mirto, clavo de
olor... La fase más delicada del proceso era la de obtener una mezcla homogénea de
todos los materiales. Para ello, los textos antiguos ofrecían pintorescos consejos sobre
la manera de conseguir que los componentes se aglutinaran bien: unos decían que era
preciso atar la botella de tinta sobre el lomo de un camello que fuese en las caravanas
de peregrinación a La Meca (el viaje tomaba varios meses, y a la vuelta, con tanto
bamboleo, la tinta estaba perfectamente mezclada); otros, que había que atarla a la
puerta de un hammam (baño público) muy frecuentado. El último paso consistía en
filtrar la tinta para librarla de impurezas, y aromatizarla.
Los calígrafos tenían sus tintas favoritas en función de cómo se adaptasen a tal o cual
papel, y también de acuerdo a una densidad, una negrura o una fluidez determinadas.
Era un ingrediente tan importante que se escribieron numerosos textos sobre ella,
como los que, en 1025, Tamin ibn al-Mu'izz ibn Badis incluyó en su obra Kitab 'umdat
al-kuttab wa 'uddat dhawi al-albab. Algunas tintas se presentaban secas, como
galletas, bloques o saquitos de polvos, y estaban destinadas a los calígrafos viajeros o a
los itinerantes, que solo tenían que meterlas en su tintero (o en un recipiente llamado
misqah, siqah, mimwah o mawardiyah), añadirles un poco de agua y diluirlas
ayudándose de una espatulilla llamada milwaq.
Para ayudar al secado rápido de la tinta se la rociaba con arena fina (árabe turab; turco
rih o rik), la cual se conservaba en un recipiente especial, el rihdan. Algunos agregaban
polvo de oro, que se adhería a la tinta fresca y, cuando estaba seca, la hacía destellar.
La mayor parte de los antiguos manuscritos árabes presentaban caligrafías realizadas
con tinta negra, negro-azulada (akhal) o marrón. Solo se usaban algunos puntos de
color, concretamente rojo (humrah), para señalar las vocales (al-naqt bi-al-nahw). Esta
economía tonal proporcionaba a los libros una gran sobriedad. Más tarde se comenzó
a agregar más colorido en las cabeceras de los capítulos, y se emplearon gamas más
vivas –rojas, amarillas, azules o verdes– para marcar tanto las vocales como los signos
diacríticos (un proceso, el de decorar el texto con puntos multicolores, llamado
barshamah). Los ornamentos vegetales o geométricos con los que se rodeaban los
títulos también fueron coloreándose. Para algunos adornos, especialmente los del
Corán, se utilizaba mucho el oro (incluyendo la tinta ma' al-dhahab), símbolo del
paraíso.
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De todas formas, el color siempre se usó de manera discreta en el mundo árabe, y no
solo por razones de equilibrio estético: muchos de los pigmentos (sabghah, sibagh,
lawn) utilizados en la confección de tintas eran muy costosos, sobre todo los de origen
mineral, que eran los mayoritarios. Los ocres (maghrah) eran los más baratos, pues se
extraían de determinadas arcillas bastante comunes. El amarillo dorado se obtenía de
un sulfuro de arsénico llamado oropimente, un poco más difícil de conseguir, aunque
mucho más económico que el oro al que solía reemplazar. El bermellón, por su parte,
se preparaba con cinabrio (zunjufr) o con cierta arcilla roja de Iraq (maghra 'iraqi). Los
azules se obtenían de dos piedras semi-preciosas, la azurita y el lapislázuli o lazuward,
y valían tanto como el oro; con ellos se acostumbraba a decorar las dos primeras
páginas del Corán y el titulo de las suras.
También se usaban pigmentos vegetales: añil, azafrán, cártamo, semillas de achiote,
corteza de granada, cebolla, cáscara verde de nuez, bayas de espino cerval, henna, y
todo tipo de té. Sin embargo, se empleaban en menor cantidad, dado que eran muy
sensibles a la acción de la luz y con el tiempo iban perdiendo fuerza y contraste.
Además, eran bastante difíciles de preparar: se necesitaban grandes cantidades de
materia prima y largos procesos de fermentación, filtrado y concentración, para
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conseguir pequeñas cantidades de pigmento puro. Por lo general se aprovechaban
para teñir el papel.
En cuanto a los pigmentos animales, como el rojo de cochinilla, su uso no estuvo
demasiado extendido en el mundo árabe.
El tintero del calígrafo (uskurrujah, sukurrujah, mihbarah, hibriyah, huqqah, hanifah,
raqim, nun o rakwah; kubur o qubur, si era cilíndrico; en turco, hokka) tenía que ser,
por lo menos, "de la mejor madera", según un tratado anónimo del s. XI. En esas
mismas páginas se señala que "el diámetro interno debe ser suficiente para contener
cinco cálamos"; sin embargo, continúa el texto, "para retener la fortuna, deben de ser
siete; siete cálamos para reinar sobre las siete partes del mundo".
El calígrafo le daba mucha importancia a su tintero, pues de su estructura y calidad
dependía la buena conservación de los cálamos y las tintas. Con esa finalidad, en el
fondo del mismo colocaba la lika (liqah; también milaq, 'utbah, kursuf, mushaq harir):
una estopa de hilos de seda, lana, algodón o lino, o un simple pedazo de esponja
natural. Además de minimizar las consecuencias del vuelco del tintero, la lika evitaba
que las puntas de los cálamos se dañasen al golpearse contra el fondo del recipiente.
Por otra parte, al absorber la tinta, permitía que el cálamo recogiese solo la necesaria
para la escritura, ahorrando manchas y goteos. Había que cambiarla regularmente
(una vez al mes, por lo menos) porque con el paso del tiempo empezaba a oler mal y, a
veces, incluso aparecía cubierta por una capa blancuzca de hongos que algún calígrafo
antiguo comparó, poéticamente, con sus propias canas.
Junto al tintero, el calígrafo dejaba a menudo un pequeño lienzo llamado waqi'ah
(wafi'ah, mimsahah, daftar), con el que limpiaba la pluma. Asimismo, usaba un paño
de algodón o de lana (mifrash o mifrashah) como papel secante.
En la elaboración de un tintero, además de la madera, podía utilizarse todo tipo de
material: cerámica esmaltada, porcelana, vidrio, cobre, plata... Había sencillos tinteros
portátiles con soportes para las plumas (turco divit), que eran empleados tanto por los
viajeros como por los funcionarios que trabajaban a pie de calle, realizando censos o
cobrando impuestos. Y había verdaderas obras de arte, si se toman en cuenta las ricas
decoraciones de los que han sobrevivido hasta nuestros días.
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Igualmente bellos podían ser los dawah, escritorios en los que los calígrafos guardaban
y transportaban sus implementos. Los distintos modelos incluían varios cajones de
madera, decorados con incrustaciones y elaborados trabajos de marquetería, que
tenían a su vez varios compartimentos. Uno de ellos (mitrabah, mirmalah, ramliyah)
estaba destinado a la arena, otro (junah, furdah) al tintero, otro (majran, miqlam) a las
plumas (que iban envueltas en un paño de algodón o lana mifrash o mifrashah), otro
para el borrador y otro para alguno de los numerosos tipos de regla mistarah.
El papel
El primer papel árabe (waraq) solía elaborarse con fibras de algodón, de seda o de
cáñamo. Si bien se trataba de un producto de altísima calidad (al menos de acuerdo a
los parámetros modernos, dominados por distintas pastas químicas y mecánicas de
madera), su superficie era muy irregular. Debido a que trabajaban con cálamos de
caña y a que, en líneas generales, el trazo de la pluma de derecha a izquierda implicaba
ir "contra el grano" del papel (lo cual generaba una ruidosa fricción que dificultaba en
extremo la obtención de un trazo elegante, ininterrumpido y fluido), los calígrafos
preferían papeles de superficie lisa y poco absorbente.
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Para ello, tras obtener las láminas de papel (que debían ser finas, de estructura
homogénea, y resistentes a la acción del agua), se las sometía a un proceso que incluía
el coloreado (se consideraba que el papel blanco cansaba la vista), el encolado y el
abrillantado. Este tratamiento podía ser realizado tanto por un artesano especializado
como por el propio calígrafo. A lo largo de diez siglos, el procedimiento fue
mejorándose hasta que, en el siglo XIX, los otomanos alcanzaron lo que podría
calificarse como la cumbre del arte papelero islámico.
Para el coloreado se utilizaban colores suaves, considerados más elegantes y
agradables; solían ser tintes vegetales, casi transparentes. Se preferían los pardos y
tostados, aunque también se empleaba el rosa, el verde pálido y el azul pastel. En
algunos manuscritos, cada capítulo se escribía sobre papel teñido en un tono distinto.
Incluso existía un proceso, denominado ta'tiq, que permitía "avejentar" el papel
dándole una tonalidad sepia mediante el uso de azafrán o de paja hervida.
La siguiente fase era similar al moderno encolado: consistía en agregar una serie de
sustancias que contrarrestaban la natural porosidad y absorción de las fibras de
celulosa y proporcionaban una matriz elástica. En la versión más sencilla (que sería
asimilada por los papeleros renacentistas europeos), se trataba el papel con almidón y
una mezcla de alumbre y clara de huevo llamada ahar. Las recetas de ahar, como las
de tinta, fueron muchas y muy variadas. Al principio eran terriblemente complejas,
pero mediante ensayo y error fueron simplificándose progresivamente.
La fase de encolado contó con numerosas versiones. El maestro otomano Nefeszâde
Ibrahim Efendi, en su Gülzâr-ı savâb (hacia 1650), señala una de ellas:
Es necesario moler primero un poco de alumbre blanco. Se lo pone en agua
hirviendo y se lo hace cocer. Este líquido se coloca en un recipiente o una
artesa poco profunda y, mientras todavía está caliente, se remoja en él el papel
y se pone a secar a la sombra. A continuación se hierve agua pura [de lluvia] y
luego se vierte en ella almidón disuelto y filtrado. Se hierve hasta que
desaparezca el olor. Luego este líquido caliente se vierte en la artesa y el papel
tratado con alumbre se remoja en él y se vuelve a poner a secar a la sombra.
Por último, se pule a fondo. [El papel] debe dejarse reposar [por lo general de
uno a tres años] antes de usarse (Zakariya, 2013).
Otro procedimiento incluía darle al papel una capa final de cola de pescado
(generalmente gelatina de esturión) y goma arábiga, sustancias que le daban un mayor
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brillo. Algunos calígrafos se evitaban los distintos pasos y procedían a mezclar goma
arábiga, cola de pescado, almidón y ahar, y a aplicar el producto resultante
directamente. Y eran muchos los artesanos y escribientes que, en lugar de remojar el
papel en una artesa, optaban por aplicar las sustancias de su preferencia sobre la
superficie del papel con una isfanjah o esponja, generalmente de algodón.
En épocas más modernas (s. XVII), y según el propio Efendi, el procedimiento de
encolado varió:
Tomar las claras de unos huevos de pato fresco y ponerlas en un bol. Si no hay
huevos de pato disponibles, utilizar huevos de gallina. Agregar un poco de leche
de higos verdes a las claras. Esta mezcla se agita con ramitas de higuera. (Si las
ramitas tienen una gran cantidad de leche, esta cantidad es suficiente y no es
preciso agregar la de los higos). Las claras de huevo empezarán a cuajarse.
Después de prensar lo cuajado, el fluido se filtra a través de un paño. Luego se
añade cola de pescado, dos o tres veces la cantidad de huevo. Cuando se
obtenga la consistencia adecuada, el papel se pasa a través del líquido y se seca
a la sombra. (Siempre es una condición de fabricación el que los papeles
puedan secarse a la sombra, en un lugar sin mucho viento). A continuación, con
el fin de deshacerse de lo aceitoso de las claras de huevo, el papel se pasa por
agua muy caliente, eliminando la pátina brillosa. Una vez más, se seca a la
sombra. El papel será bruñido y el resultado será muy brillante. Puede pasarse
por un baño caliente de almidón muy diluido (Zakariya, 2013).
Tras el encolado, se procedía al abrillantado: se pulía la superficie con una piedra
(hajar bajri lil-hakk) de ágata o de jade, con un diente de camello, o con una bola de
madera (kurah). Además de obtenerse como resultado un papel elástico, de superficie
suave y homogénea, el abrillantado permitía que el material durase más y envejeciera
bien.
El papel debía reposar al menos un año antes de ser usado, aunque cuanto más tiempo
se lo almacenase, mejor. A pesar de su apariencia resbaladiza, el cálamo se agarraba
perfectamente a la superficie, y la tinta se adhería sin ser absorbida. Las manchas y los
errores podían eliminarse raspando la tinta con un pequeño cuchillo (el "cuchillo de
corregir"; turco tashih kalemtıraşı) o con un pedacito de algodón húmedo. El material
era lo suficientemente fuerte como para aguantar la aplicación de pegamentos, y no se
desmigajaba (ni perdía la tinta) cuando se lo humedecía.
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Un mundo de letras
Con todos estos elementos y su uso adecuado, perfeccionado a través de generaciones
de escribientes-artistas árabes, persas y otomanos, se consiguió lo que en turco se
denomina kalem cereyanı, "el flujo de la pluma": el estado en el que mano, cálamo y
tinta combinan sus esfuerzos para deslizarse de manera fluida. O, como expresaban
Ibn-i Hilal y Yāqūt Al Musta'simi, calígrafos de la Bagdad abásida, que "la pluma fluyese
como la respiración".
Así se lograba el milagro de la caligrafía, la cual fue tenida en alta estima en todo el
mundo islámico a lo largo de la historia. Fue utilizada como decoración de mezquitas y
palacios, como poderoso talismán, y como medio lleno de belleza para transmitir
conocimiento. La caligrafía trascendió los siglos, las banderas, los reyes y los pueblos
para llegar hasta la actualidad.
Hoy, cuando la escritura a mano se encuentra en uno de sus momentos más bajos,
desplazada por las nuevas tecnologías y los medios digitales de comunicación, la
caligrafía logra mantenerse en algunos reductos como una exquisita forma de arte
llena de secretos, misterios y tradiciones seculares.
Bibliografía
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https://joshberer.wordpress.com/2010/09/10/the-kamis-pen/
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