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História Unisinos
21(2):234-245, Maio/Agosto 2017
Unisinos – doi: 10.4013/htu.2017.212.08
Este é um artigo de acesso aberto, licenciado por Creative Commons Atribuição 4.0 Internacional (CC BY 4.0), sendo permitidas reprodução, adaptação e distribuição desde que
o autor e a fonte originais sejam creditados.
Resumen: Las reconstrucciones que las ciencias sociales, la historia apologética y la teolo-
gía han realizado sobre los orígenes del pentecostalismo chileno se han caracterizado por
una limitación significativa: la creación de una imagen distorsionada o la simple ausencia
de una de sus líderes fundadoras, Elena Laidlaw. El objetivo doble de este artículo es
reconstruir y describir el rol que jugó esta mujer en el nacimiento del movimiento pente-
costal, así como las condiciones socio-religiosas que generaron su exclusión y omisión del
protestantismo y el pentecostalismo chileno. Como perspectiva teórica hemos utilizado
la teoría dramatúrgica de Turner, mientras que como metodología hemos utilizado el
análisis de fuentes documentales primarias y secundarias.
Palabras claves: drama, exclusión, pentecostalismo, Chile, Elena Laidlaw.
Abstract: The reconstructions that the social sciences, apologetic history and theology
have realized on the origins of Chilean Pentecostalism have been characterized by a
significant limitation: the creation of a distorted image or the simple absence of one of
its founding leaders, Elena Laidlaw. The double objective of this article is to reconstruct
and describe the role played by this woman in the birth of the Pentecostal movement,
as well as the socio-religious conditions that generated her exclusion and omission from
Protestantism and Chilean Pentecostalism. As a theoretical perspective we have used
the dramaturgical theory of Turner, while as a methodology we have used the analysis
of primary and secondary documentary sources.
Keywords: drama, exclusion, Pentecostalism, Chile, Elena Laidlaw.
El drama de una fundadora. Exclusión y omisión
de una líder del movimiento pentecostal
chileno (1909-1910): Elena Laidlaw1
The drama of a founder. Exclusion and omission of a leader
of the Chilean Pentecostal movement (1909-1910): Elena Laidlaw
1 Agradecemos el apoyo y financia-
miento de la Vicerrectoría de Inves-
tigaciones, Innovación y Postgrado
(VRIIP) de la Universidad Arturo Prat.
2 Investigador del Instituto de Estu-
dios Internacionales (INTE). Univer-
sidad Arturo Prat. Avda. Arturo Prat,
2120. Iquique CP 100000, Chile.
3 Investigador asociado de la Univer-
sidad de Tarapacá, el Grup de Inves-
tigacions en Sociologia de la Religió
(ISOR) de la Universitat Autònoma de
Barcelona, e investigador doctoral del
Laboratoire d’Anthropologie Sociale
(LAS) del Collège de France/EHESS/
CNRS. Becario doctoral CONICYT
(Becas Chile). Av. 18 de septiembre
#2222, Arica, Chile.
Miguel Ángel Mansilla2
mansilla.miguel@gmail.com
Luis Orellana²
luis_ubl@yahoo.com
Carlos Piñones²
carlospinonesrivera@gmail.com
Wilson Muñoz3
wilsonsocio@gmail.com
História Unisinos
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El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno
Introducción
En los inicios del pentecostalismo chileno (1909)
encontramos la presencia de dos personajes relevantes:
Willis Hoover y Nellie Laidlaw (en adelante Elena, tal
como fue conocida). Sobre Hoover se ha construido una
leyenda dorada que nada la opaca, pese a los relatos que
ensombrecen su aura. Sin embargo, en torno a Elena se
construyó una leyenda negra que la transformó en una
anti-heroína, para luego ser arrojada al olvido, tanto de las
investigaciones en ciencias sociales como de las memorias
institucionales, e incluso la teología.
Por un lado, los investigadores que han escrito
sobre la historia del pentecostalismo chileno afirman y
reafirman a Hoover como único líder fundacional, olvi-
dando a Elena como la primera líder y fundadora del mo-
vimiento. Incluso investigaciones históricas especializadas
en movimientos carismáticos y pentecostales, ni siquiera la
mencionan (Burges y Van der Mass, 2003). En las escasas
investigaciones que aluden a Elena (Bullon, 1998; Sepúl-
veda, 1999) sólo se hacen breves alusiones, y aquellas que le
brindan un espacio la presentan como una mujer infame,
vinculada al alcohol, a la morfina, la venta de lotería, la
prostitución, esquizofrénica y engañadora (Kessler, 1967;
Bullon, 1998). Por otro lado, en la bibliografía apologética
de las denominaciones pentecostales, Elena está ausente
y a Hoover se le asigna todo el liderazgo y fundación del
movimiento (Hoover, 2002). Por último, en la teología
encontramos algunas referencias que intentan redimirla
del olvido, como es el caso de Salazar, quien destaca que
“Elena era la principal líder del movimiento pentecostal
que se estaba gestando”, agregando que “existía un clima
de hostilidad contra ella, pero también era contra lo que
representaba” (Salazar, 1995, p. 67). Sin embargo, pese a
la aguda visión de Salazar, tampoco logra desarrollar ni
argumentar las condiciones y carácter del liderazgo de
esta mujer.
Más allá de estas ausencias, la reconstrucción de
la historia de vida de Elena nos muestra una existencia
dramática vivida tanto al alero del protestantismo, como
del naciente pentecostalismo. La historiadora metodista
Florrie Snow señala que Elena “fue hija de inmigrantes
escoceses, que murieron de viruela. Quedó huérfana a
la edad de dos años junto a dos hermanitas y recogidas
en 1891 por los misioneros metodistas, Roland y Emily
Powell en el Orfanatorio y Escuela Industrial de Santiago.
Vivió con ellos hasta 1900. Una de sus hermanas volvió a
Escocia, la otra se casó en Santiago” (Snow, 2014). A esta
historia aludían algunos para decir que “las bendiciones
que el Señor está derramando, a través de Elena, son
las compensaciones de Dios a la misericordia de dicha
iglesia… para con los huérfanos del mundo” (CH.PEN.,
18/12/1910, p. 3). No se sabe en qué momento y por qué
la vida de Elena toma un rumbo de mujer disipadora y
otras licencias de las que se le acusa (alcohólica, idolatra
o prostituta), pero a los treinta años regresa para liderar el
movimiento pentecostal. Más allá de esto, consideramos
que su historia no es sólo una experiencia individual, sino
más bien una historia vivida por muchas mujeres que
han encabezado una revolución o un gran movimiento
(Tarducci, 2001), las que al poco andar han sido excluidas,
difamadas, olvidadas y borradas de los mitos fundacionales
(Tarducci, 2005; Mansilla y Orellana, 2014).
En esta línea, sostenemos que es de vital im-
portancia reconstruir y describir el rol que jugó Elena
en el nacimiento movimiento pentecostal, así como las
condiciones socio-religiosas que generaron su exclusión y
omisión del protestantismo y el pentecostalismo chileno.
Este es el objetivo doble de este artículo.
Consideramos que la perspectiva que mejor se
adecúa a nuestra problemática es la teoría dramatúrgica
que posee Turner, tanto a nivel ontológico como teórico-
-conceptual. A nivel ontológico, el antropólogo concibe
a la sociedad como “un proceso más que un objeto, un
proceso dialéctico con fases sucesivas de estructura y
communitas” (Turner 1988, p. 206). Esta concepción
nos permite evitar la teoría funcionalista, la cual posee
una “concepción cíclica y repetitiva del cambio y una
concepción estructural del tiempo” (Turner, 1974, p. 9), y
donde la crisis es percibida como caótica y disfuncional.
La propuesta de Turner concibe a los actores como seres
condicionados, pero activos y autónomos a su vez, muy
lejos de aquella imagen de seres manipulados, pasivos o
embelesado por las sectas, lo cual es extremadamente útil
para nuestro caso de estudio. A nivel teórico-conceptual
nos interesa su concepción de drama como un proceso
relacional que normalmente implica la emergencia de una
propuesta simbólico-ritual, la ruptura de las relaciones
sociales, la aparición de crisis sociales, y finalmente la
restauración o inclusión del viejo orden (Turner, 1974,
1988). Esta batería conceptual permite iluminar más
apropiadamente la crisis, ruptura, transición y exclusión
que vivió Elena en el movimiento pentecostal; así como
las características de este movimiento religioso liderado
por Elena. Finalmente, utilizaremos tres supuestos sobre
la religión en nuestro análisis general: su importancia no
está en solucionar problemas, sino en brindar el lenguaje
para expresar lo indecible; “brinda los recursos simbólicos
para hacer los problemas más tolerables, soportables y
sufribles” (Geertz, 2005, p. 100); y por último, permite la
producción de símbolos y significados que utilizan diversos
actores sociales, más allá de la figura clásica del sujeto
burgués, masculino y racional, considerando también a un
sujeto pobre, femenino y desde una dimensión emotiva.
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Miguel Ángel Mansilla, Luis Orellana, Carlos Piñones, Wilson Muñoz
Vol. 21 Nº 2 - maio/agosto de 2017
En términos metodológicos realizamos funda-
mentalmente un análisis de fuentes documentales, tanto
primarias como secundarias. Como fuentes primarias,
primero utilizaremos Chile Evangélico (CH.EV.), un
periódico independiente vinculado al líder presbiteriano
Tulio Morán. Si bien se publicaron sólo 48 números, es
la fuente que más información nos brinda sobre Elena,
pues se dedicó a publicar y rebatir todas las difamaciones
que hacían otros periódicos de la época, como El Heraldo
Evangélico (de la Iglesia Presbiteriana), el Cristiano (Iglesia
Metodista) o El Mercurio (diario secular). En segundo
lugar utilizaremos la revista Chile Pentecostal, un periódi-
co perteneciente al movimiento pentecostal hasta el año
1926 (luego cambió de nombre a Fuego de Pentecostés)4.
En tercer lugar consideraremos al diario El Mercurio,
periódico secular que describió los acontecimientos que
involucraron a Elena con la Iglesia metodista, su estadía
en la cárcel y su posterior expulsión. Como fuentes se-
cundarias utilizaremos el libro de Willis Hoover, el cual
comenzó a publicarse parcialmente entre el año 1927 y
1930 en la revista Fuego de Pentecostés, pero se publicó como
libro en 1931. Por último, también es importante señalar
que incluimos una conversación personal entablada con
a Florrie Snow, historiadora y Directora del Centro de
Archivos de la Iglesia Metodista, llevada a cabo el 23 de
marzo de 2014 en Santiago de Chile. La clave hermenéu-
tica que utilizaremos para analizar estos documentos sigue
la propuesta de Foucault, quien ha utilizado este tipo de
fuentes para poder “llegar a la información a través de las
declaraciones, las parcialidades tácticas, las mentiras im-
puestas que suponen los juegos del poder y las relaciones
de poder” (Foucault, 1996, p. 81).
A través de este texto esperamos contribuir a cues-
tionar la idea, ampliamente instalada en la bibliografía so-
bre el pentecostalismo chileno, de que Hoover fue el único
líder y fundador del movimiento pentecostal; y proponer
que Elena Laidlaw también fue una de las líderes de este
movimiento en sus comienzos, pero que fue excluida por
el protestantismo y el pentecostalismo, y olvidada por la
investigación que ha estudiado este movimiento religioso.
El contexto social del naciente
pentecostalismo en Chile
La época entre 1909 y 1910 se caracterizó por
la intensificación de las manifestaciones populares que
exigían los derechos sociales y políticos para los sectores
sociales que les habían sido negados. Es la época de la lla-
mada cuestión social. Son años en que la prensa, múltiples
libros y folletos abordaron temas como el alcoholismo,
la mortandad infantil, la prostitución, la miseria en las
viviendas y las condiciones insalubres de sectores mayori-
tarios de la población. La sociedad chilena de esta época se
caracterizaba por la existencia de todo tipo de problemas
sociales, lo que se reflejaba en abismantes cifras: el índice
de analfabetismo era de un 60%; la gran mayoría de los
pobres en Santiago vivían en conventillos insalubres; los
índices de mortalidad infantil llegaban al 25% (uno de los
más altos del mundo); en todo Chile había aproximada-
mente 80 hospitales, lo que hacía prácticamente imposible
combatir las enfermedades que aquejaban a la población.
Ante un panorama tan sombrío como este, la expectativa
de vida, tanto para hombres como para mujeres, era de
sólo 30 años; en 1910, más del 57% de la población chilena
vivía en el campo, una sociedad agraria que mantenía las
estructuras de poder heredadas de la Colonia; y a esto hay
que sumar las agotadoras jornadas laborales, con más de
12 horas de trabajo al día y sin descanso dominical.
El pentecostalismo emerge como parte de la
protesta popular que se manifiesta en esta época, pero
desde el ámbito religioso: una lucha por los derechos
a la participación del trabajo religioso, no sólo como
“obrero”, sino también como “pastor”. Así, representa una
demanda por la movilidad y el ascenso social en el trabajo
religioso, así como por la inserción de las expresiones,
símbolos, costumbres nacionales y populares en la liturgia
protestante. En consecuencia, el pentecostalismo vino a
encarnar la “cuestión religiosa” o “cuestión pentecostal” que
se transformó en un proceso de chilenización y populari-
zación de la religiosidad protestante, que hasta entonces
se había caracterizado por su aburguesamiento. Así, los
sub-proletarios, las mujeres, los indígenas y los campesinos
se constituyeron en productores y reproductores de sus
propias creencias religiosas. De ahí en adelante el pente-
costalismo será entendido como una religión de los pobres
(Browning et al., 1930; Hurtado, 1995; Piñera, 1961), un
“esfuerzo por parte de los pobres para tomar el dominio
de sus propias vidas” (Deiros y Wilson, 2001 p. 348).
Sus pastores eran “pobres, trabajan entre los pobres, viven
entre los pobres y comen con los pobres. Sus adeptos son
casi todos obreros y campesinos, mujeres humildes, niños
de los barrios” (Piñera, 1961, p. 12). Esta conciencia de ser
una religión de los desheredados y de los excluidos, fue
lo que la transformó en una competencia religiosa, social,
política y cultural en los sectores populares.
Mientras en la sociedad chilena la mujer era parte
de un determinismo doméstico y de una posición subal-
terna frente al padre y al esposo; en el pentecostalismo
la mujer comenzó poco a poco a ser considerada como
4 Para mayor detalles de las revistas Chile Evangélico y Chile Pentecostal se puede consultar el libro de Orellana (2006).
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El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno
poseedora de dones como la sanidad, la profecía, la visión y
el éxtasis. Asumieron la responsabilidad de predicadoras de
la Biblia en las calles y en los hogares. Si bien las mujeres
pentecostales tenían la prohibición de la palabra en el
púlpito, la calle y los hogares se convirtieron en espacios
de libertad para ellas. Los relatos muestran a grupos de
mujeres “después de los servicios regulares, [quienes]
voluntaria y espontáneamente, tomaban la iniciativa de
compartir sus testimonios en los conventillos y barriada
urbana” (Orellana, 2006, p. 54). Aún antes de que los
pentecostales se independizaran, las mujeres guiadas por
Elena Laidlaw, se preocuparon de predicar y orar por los
enfermos desde el centro (Valparaíso) hasta el sur de Chile
(Chiloé). Regiones que se caracterizaron por la presencia
de fuertes procesos de industrialización, urbanización y
crisis rural, lo que incentivó una corriente inmigratoria
campesina que trajo como consecuencia un mayor nivel
de marginalidad, con la consiguiente segregación y discri-
minación de los habitantes de estas poblaciones. Éste fue
precisamente el “campo misionero” donde se expandió el
pentecostalismo chileno.
¿Qué era lo que atraía al pueblo para aceptar a esta
religión despreciada? Probablemente, uno de los recursos
más eficientes y atractivos fue la oferta de sanidad desple-
gada en una época donde los pobres se morían de hambre,
de frío o de alguna enfermedad curable (por la falta de
atención). De hecho, los distintos relatos y testimonios
“muestran cierta linealidad discursiva de los conversos:
enfermedad, crisis individual y familiar, oferta del discurso
pentecostal sobre la concepción de las enfermedades, salud
y técnicas de sanidad, aceptación de las ritualidades de
iniciación y aceptación de las ritualidades de conversión”
(Mansilla, 2009, p. 111-137).
De igual forma el indígena hará propia esta reli-
gión. El pentecostalismo llegó a territorios mapuches en el
mismo momento de su nacimiento (1910). Lo hizo de tres
formas: a través de la predicación en las fronteras urbanas
del centro sur (Concepción y Temuco), donde estaban
los indígenas expulsados de sus tierras en segundo lugar;
en los sectores fabriles y en los fundos (Willems, 1967;
d’Epinay, 1968); y también gracias a los mismos mapu-
ches convertidos, quienes retornaron a sus tierras con un
mensaje milenarista que intentaba compensar la pérdida
de sus tierras y el desprecio de su cultura. En general,
dentro del pentecostalismo se generó una revalorización
del pasado, los mitos, los caciques y las machis (d’Epinay,
1968; Foerster, 1989). También se valorizaban los sueños
como una forma de comunicarse con Dios; la utilización
del mapudungun tanto en la predicación como en la glo-
solalia, por la cual el Espíritu Santo se comunicara con
el creyente; que el ser pastor y predicador fueran trabajos
donde los nuevos caciques pudieran revitalizar su rol.
De igual manera la mujer mapuche, activa en su cultura,
encontró ese espacio activo al interior de las iglesias. Pero
por sobre todo, el sentido comunitario de la religión era
homologable al sentido comunitario del indígena, por ello
muchas iglesias pentecostales se constituyeron en iglesias
étnicas y familiares (d’Epinay, 1968). Por último, también
fue funcional el espíritu cismático del pentecostalismo,
porque cuando había un conflicto irreparable al interior
de las iglesias, se producía la separación y la posibilidad
de formar una nueva iglesia, sin que tuviera que partir de
cero, ya que el líder contaba con una parte de la iglesia
anterior para poder iniciar una nueva.
Las condiciones miserables de la sociedad chilena,
donde existía una estigmatización hacia los indígenas y
lo campesino, sumada a la exclusión religiosa del pen-
tecostalismo chileno; permiten comprender por qué los
pentecostales concibieron a la sociedad como suciedad
(Tennekes, 1985), y propusieron una religión comunita-
ria donde los pobres, los indígenas, los campesinos y las
mujeres, fueran centrales. Aunque opacaron el liderazgo
de Elena, su fundadora.
Elena y las rupturas de las
relaciones sociales
La sombra de la infamia es paradójica, pues si bien
sobre Elena cayó todo el poder de los improperios, ella
vive y aún existe en una memoria oculta y difusa gracias
a esa execración. Es como “si no hubiese existido, pero
sobrevive gracias a la colisión con el poder que no quiso
aniquilarla o al menos borrarla de un plumazo” (Foucault,
1996, p. 82). Inicialmente el pentecostalismo fue descri-
to como un movimiento pandemónico por la sociedad
chilena. En sus inicios, la prensa llamó la atención sobre
“el escándalo del grupo de fanáticos”, agregando que se
encontraba “rodeada por una histérica conocida entre ellos
como la “hermana Elena”, y que se entregan a actos de
fanática exaltación y pretende tener visiones, hacer cura-
ciones, y de todo lo que es usual en estas enfermedades
mentales” (El Mercurio, 03/03/1912). Si bien la expresión
de fanatismo estaba históricamente vinculada al mundo de
lo sagrado, ya sea a los oráculos, porteros o servidores de
los templos; con la institucionalización de la religión en
la modernidad, el fervor religioso fue considerado como
una manifestación de los desenfrenados e ignotos, tolerado
para las mujeres y los sectores populares, pero despreciado
por los llamados “normales” o gente de bien. Esta posición
aparece reflejada en periódicos como El Mercurio, quien
describió la situación utilizando conceptos como: “histe-
ria”, “enfermedad mental” y “embaucador”. Se realiza una
infamia hacia Elena, utilizando metáforas psicopáticas, lo
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que permite “seleccionar, enfatizar, suprimir y organizar
rasgos del sujeto principal, implicando afirmaciones sobre
el que normalmente se aplica al sujeto subsidiario” (Turner,
1974, p. 7). Esta estigmatización intensifica el conflicto y
empuja a la búsqueda de compensación social y simbólica
para enfrentar dicha situación estresante para el individuo
y el grupo. Esta des-acreditación y elaboración de leyendas
negras, va mostrando paulatinamente “el reconocimiento
social y la legitimación del cisma irreparables entre las
partes disputadas” (Turner, 1974, p. 17).
Tal como destacara Foucault para aquellos seres
infames de la historia, “las concisas y terribles palabras
los destinaron y convirtieron en seres indignos de la
memoria de los hombres” (Foucault, 1996, p. 82). Y
pareciera que, al igual que la Emily Bronte destacada
por Bataille, Elena terminó siendo, “entre todas las mu-
jeres… objeto de una maldición privilegiada” (Bataille,
2000, p. 25). No obstante al velo de infamia que la
cubría, Elena se transformó en una líder del movimiento
pentecostal antes de que fuera autónomo. Fueron las
mismas autoridades religiosas quienes la empujaron a esa
autonomía, separación, y posteriormente a la fundación
de un nuevo movimiento.
Pese a que en la revista Chile Evangélico tanto
hombres como mujeres tenían la oportunidad de enviar
su cartas, eran los hombres quienes fundamentalmente
enviaban cartas de elogios y respaldo a la labor testimo-
nial y expansiva de Elena. Al respecto, una de las misivas
destacó lo siguiente: “[…] tuvimos el agrado de oír su
mensaje [de Elena], el cual debemos de confesar que hizo
un gran provecho a nuestras almas, por venir conforme a
la palabra de Dios” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Siguiendo
a Turner, esto ha producido que “nuevas reglas y normas
se han generado en los intentos de reprimir el conflicto;
viejas reglas han caído en desuso” (Turner, 1974, p. 18):
aquí los hombres son capaces de escuchar a una mujer;
pese a que su palabra es escudriñada, la legitiman, auto-
rizan y promueven.
Esto se produjo porque aún no existía una lucha
por el liderazgo. Una vez que esto último se produjo, fueron
ellos quienes la invisibilizaron, obstruyeron o simplemente
la excluyeron. Mientras tanto, se promovió el liderazgo
de Elena, presentándola “a los demás hermanos que no
habían tenido la oportunidad de oírlo en esa noche…”
(CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Sin embargo fue el Pastor,
el Sr. Robinson, quien “habiendo tenido conocimiento
que era de Valparaíso, se opuso tenazmente, cantando un
himno, a fin de ahogar las súplicas de la hermana [Elena]
y de toda la congregación” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2).
El fundamento de su decisión se basaba en los hechos
ocurridos recientemente en la congregación de Valparaíso,
donde se llevaba a cabo la manifestación pentecostal.
Un miedo doble se apoderó de los pastores me-
todistas: que el carisma supere la institución y que este
nuevo liderazgo lo encarnara una mujer. Por ello excluyen
a Elena y a quienes la respaldan. Como señala un testi-
monio “habiendo sido objeto de tan abierto desprecio…
nos dirigimos a nuestro pastor para interrogarle por el
motivo de su proceder… la respuesta fue el abandono
inmediato del templo, con la respectiva advertencia, que
en ese mismo momento quedábamos destituido de la con-
gregación” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Quienes defendían
el liderazgo de Elena, y como tal la pentecostalización del
movimiento protestante, fueron expulsados de la congre-
gación. Aquí se expresa el paternalismo que desconfía
del liderazgo de los líderes nacionales y el patriarcalismo
que desconfía del liderazgo de una mujer. Este ejercicio
de poder no es un hecho aislado, pues se repitió en otros
templos metodistas (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Sin
embargo “Elena sintió dos voces de mando: la de nuestro
pastor… y la del Espíritu de Dios que le decía: ‘habla, no
calles’” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). El dilema que se le
presentó a Elena entonces fue la escisión entre la tradición
y el carisma, la estructura y la liminalidad.
Los pastores de la Iglesia Metodistas manifesta-
ron su aversión al fenómeno pentecostal y al liderazgo
de Elena. Utilizaron una forma poco diplomática para
resolver un problema interno: enviaron a sus correligio-
narios a la cárcel (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). La idea era
no dejarla hablar, sin embargo, esta acción también fue
un hecho ejemplarizante para que otras mujeres no se
atrevieran a hablar ni a liderar el movimiento: “hubo una
protesta general, pero que no sirvió de nada para calmar
el ánimo del Sr. Rice… pidió fuerza armada para venir
y llevar presa a la hermana [Elena] y arrojar a la calle a
toda la iglesia” (CH.EV., 19/11/1909, p. 3). No obstante,
Elena tenía una notoria influencia: “Una vez en la calle, y
viendo desfilar el pelotón de policía llevando a la hermana
Elena quisimos acompañarla hasta la Comisaría y así en
la retaguardia, nos pusimos a cantar el himno El Fuego y
la Nieve (Nube)… Con esto se terminó el memorable 12
de septiembre de 1909” (CH.EV., 19/11/1909, p. 3). Esta
frase es clave, pues la calle y la cárcel se convirtieron en el
topos donde comenzó el movimiento pentecostal iniciado
por Elena. Como muchos movimientos de escisión, nació
en la liminalidad, entendido como: “la condición de no ser
miembro completo de ningún status: ya no se es lo que
era antes, pero tampoco se ha alcanzado el nuevo status”
(Turner, 1988, p. 102).
Durante este periodo liminal se generaron tres re-
cursos simbólico-rituales especialmente significativos para
el pentecostalismo: la himnología marcial, el relato fun-
dacionalista encabezada por Elena, y el culto en casa. En
primer lugar, el himno antes mencionado se transformó en
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El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno
uno de los más influyentes dentro del naciente movimiento
pentecostal. Se trataba de uno de esos “cantos que instan a
ponerse de pie, como huestes de soldados dispuestos a la
lid que para la fe no hay batalla indecisa” (Galilea, 1991,
p. 46). No obstante, también posee otra connotación, pues
en él “se presenta una imaginería veterotestamentaria, el
pueblo de Israel que peregrina o marcha por el desierto,
guiado por su Dios Libertador manifiesto en la ‘columna
de fuego y nube’”, como se narra en el Pentateuco” (Guerra,
2008, p. 32). Esto influirá profundamente en la imagen
nómada de la vida que tendrá el pentecostalismo chileno
durante el siglo XX y su identidad de religión de los pobres
y los desheredados.
En segundo lugar, el relato muestra uno de los
elementos más significativos y a la vez desconocidos del
movimiento: el “memorable 12 de septiembre de 1909”,
considerada como la fecha oficial del nacimiento del
pentecostalismo chileno (Orellana, 2006). En ese día,
feligreses de la Primera y Segunda Iglesia Metodista de
Santiago que apoyaban a Elena y su liderazgo, fueron
expulsados de la iglesia. La criminalización del carisma y
del liderazgo femenino produjo una experiencia dramática
para el grupo pentecostal, al ver cómo sus correligionarios
los entregaban a la policía. Mientras una parte de sus con-
gregados la acompañan, otros la esperan y la van a buscar al
otro día (CH.EV., 19/11/1909, p. 3). Este acontecimiento
también fue destacado por los diarios locales, quienes se
centraron en la criminalización de la mujer. No obstante,
como “la prohibición diviniza aquello a lo que prohíbe el
acceso” (Bataille, 2000, p. 37), Elena, patrocinada por los
disidentes, comienza a predicar, pese a los impedimentos
institucionales que excluyen la expresión de su carisma:
“Nos fuimos a celebrar nuestra reunión a la casa del her-
mano Carlos del Campo” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2).
Así, nace el mito fundacional del pentecostalismo, entre
la calle y la cárcel, de la mano de Elena.
En tercer lugar, durante este periodo liminal el
pentecostalismo se constituyó como una religión casera
y sin templos, una práctica propia de una religión de los
excluidos. Esta fue una de las razones que favoreció la
congregación de los indígenas, campesinos, hombres y
mujeres populares.
El liderazgo e influencia de Elena es innegable,
como lo reconocieron los líderes externos al metodismo
y el pentecostalismo (Oyarzún, 1921, p. 50). Hoover fue
el pastor de la iglesia, pero Elena fue la líder. El mismo
Hoover lo destaca cuando dice que el Superintendente
quería tomar decisiones extremas para “hacer cesar la obra
en Valparaíso” (Hoover, 2008, p. 44). De hecho, los adver-
sarios de Elena la consideraban predicadora, profetiza y
líder del movimiento pentecostal, algo también destacado
por el Obispo Bristol, quien en una entrevista dada a la
revista Christian Advocate el 3 de noviembre de 1910,
“considera a Elena una líder del movimiento pentecostal,
aunque de dudosa reputación” (Hoover, 2002, p. 163).
Las crisis y el breve liderazgo
de Elena Laidlaw frente al
movimiento pentecostal
Los pastores norteamericanos alimentaron el
liderazgo de Elena, la aceptaron inicialmente y la pro-
movieron a otros templos protestantes. De esta manera el
movimiento iniciado por Elena pasó de ser movimiento
liminal a uno comunitario, que lindaba entre una religión
casera (independiente) y los templos, donde ella era invi-
tada a predicar. Así, se reunía en Santiago frecuentemente
junto a un grupo de personas que fueron expulsados de la
Iglesia Metodista Episcopal.
Cuando ella viajaba visitando las iglesias del sur
de Chile, eran los mismos líderes quienes la promovían.
Se trata de una lucha de representaciones propia del
fenómeno carismático: los adversarios de Elena la lla-
maban “iluminada” y los pentecostalizados la llamaban
“profetiza”. Los adversarios concebían tal fenómeno como
una experiencia diabólica, mientras los otros la defendían
como una experiencia bíblica, al decir: “he aquí el mensaje
que nos trae esta maltratada hermana... ¡Oh hermanos,
esto es una verdadera bendición de Dios!... no podremos
cerrar nuestras bocas ni avergonzarnos…” (CH.EV.,
19/11/1909, p. 3). Este mensaje lo firma Enrique Jara
Ortiz, uno de los líderes de la pentecostalización, quien
posteriormente será nombrado pastor pentecostal. El Sr.
Jara aquí hace una defensa de Elena y destaca que ella es
“una maltratada hermana”, en este caso, por los periódicos
protestantes, seculares y por los pastores metodistas. Otro
de sus fervientes defensores fue Tulio Morán5, proveniente
de los pentecostalizados de la Iglesia Presbiteriana de
Concepción. Lo que demuestra que el movimiento afec-
tó, no sólo a la Iglesia Metodista, sino al protestantismo
misionero en general: metodistas (Valparaíso y Santia-
go), presbiteriano (Concepción) y aliancistas (Valdivia y
Castro), todos fueron influenciados por el movimiento
pentecostal difundido por Elena.
En una lucha permanente entre la institucio-
nalidad y el carisma, entre la tradición y la innovación,
como si fueran dos realidades mutuamente excluyentes,
5 “Tulio Morán, pastor de la iglesia presbiteriana de Concepción en la época del avivamiento, simpatizante al punto que fundó el periódico Chile Evangélico para difundir sus
posturas y quien tenía claras habilidades literarias”.
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Miguel Ángel Mansilla, Luis Orellana, Carlos Piñones, Wilson Muñoz
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los nuevos pentecostales defienden su postura diciendo:
“¿qué interés puede haber en nosotros, como evangélicos,
en no creer en profetizas, en lenguas, en sanidades, en
sueños? De todos modos, es preferible creer demasiado a
no creer demasiado” (CH.EV., 12/11/1909, p. 2). Elena
tenía, promovía y practicaba los dones de sanidad y de
interpretación de sueños, dos de los recursos simbólicos
más valorados en el pentecostalismo. Sin embargo, para
los adversarios ella sólo era una iluminada, una metáfora
psicopática. Así, se “seleccionan, enfatizan y suprimen
rasgos de las relaciones sociales legítimas” (Turner, 1974,
p. 8). Pero también aplican metáforas de minoridad a los
que la siguen, llamándolos ingenuos, ignorantes o heréticos.
En este tránsito liminal a lo comunitario los vín-
culos se estrechan, porque “la communitas es un vínculo
entre lo humilde y lo sagrado, de la homogeneidad y el
compañerismo, es un tipo de sociedad rudimentaria-
mente estructurada y relativamente indiferenciada, de
individuos iguales que se someten a la autoridad genérica
que controlan los rituales” (Turner, 1988, p. 103). Esta
autoridad sagrada la tenía Elena y a ella se debe la expan-
sión del movimiento pentecostal (CH.EV., 01/12/1909,
p. 2). Elena y Natalia de Arancibia (más tarde esposa del
Pastor Arancibia) viajaron visitando distintas congrega-
ciones protestantes, fundamentalmente Iglesias Alianza
Misionera y Presbiterianas del sur de Chile. Pero fueron
las iglesias presbiterianas las que fundamentalmente les
abrieron las puertas y les dieron el espacio en el púlpito
para que Elena diera su testimonio.
Pese a la queja de los nuevos pentecostales, la
difamación les dio visibilidad: “oímos decir que esa obra
de: iluminados, hipnotismo, sugestiones, brebajes… no
sabemos si dicen la verdad o es sólo obra de envidia, el
despecho, el error o si, los que han escrito son hombres
verdaderamente convertidos y espirituales o sólo parti-
distas” (CH.EV., 26/11/1909, p. 1). Aquí vemos cómo
las metáforas permiten “seleccionar, enfatizar, suprimir
y organizar rasgos del sujeto principal, implicando afir-
maciones sobre el que normalmente se aplican al sujeto
subsidiario” (Turner, 1974, p. 7). Fue esa duda ante el alarde
de la información lo que estimuló el deseo de conocer a
Elena y por ello fue invitada por las iglesias del sur de
Chile (CH.EV., 26/11/1909, p. 3).
El rol difusor del movimiento pentecostal de Elena
tuvo un impacto en los templos metodistas, presbiterianos
y aliancistas; no sólo en su crecimiento, sino también en la
posterior salida de los nuevos pentecostales en busca de su
independencia denominacional. Un caso conocido fue el
de “un grupo de 40 integrantes de la Iglesia Presbiteriana
en Concepción” quienes “abandonaron la iglesia para or-
ganizarse de manera independiente en enero de 1910, li-
derado por su pastor Tulio Morán” (Orellana, 2006, p. 37).
Luego este grupo se unirá a Hoover, junto al de Santiago y
Valparaíso. También en Valdivia “un grupo de veinte per-
sonas abandonan la Iglesia Alianza Cristiana y Misionera,
para unirse el pastor Carlos del Campo” (Orellana, 2006,
p. 38), pero no se unieron a Hoover, sino que formaron
un grupo independiente conocida como Iglesia del Señor,
en diciembre de 1911. En este sentido se puede entender
la difamación y posterior expulsión de Elena de parte de
los líderes protestantes, por la influencia carismática y el
liderazgo femenino que promovía. Pero ¿cómo se entiende
el accionar de los líderes pentecostales, si ella produjo el
nacimiento y expansión del movimiento? Nos atrevemos
a decir que ellos pensaban que el pentecostalismo sería
un aggiornamento al interior del protestantismo misionero,
como todos lo expresaban, pero nunca la fundación de un
nuevo movimiento, ni mucho menos que su fundadora,
líder y posible dirigente fuera una mujer.
Sin embargo, el cambio que estaba produciendo
Elena era más que un aggiornamento. No se trataba sólo de
una renovación religiosa, sino de una propuesta fundacio-
nalista del protestantismo. Por ello, se destaca que “uno de
los fenómenos que más ha resaltado en este despertamien-
to es la desaparición de las fronteras sectarias y así vemos
metodistas de Valparaíso y Santiago con los presbiterianos
de Concepción y los Aliancista del Sur en un abrazo de
amor cristiano” (CH.EV., 10/12/1909, p. 1). Esto porque
durante el proceso de liminalidad y de communitas que
se vivía en el periodo de Elena, se tenía la sensación de
igualitarismo y de una libertad mítica anhelada, pero que
sería limitada luego por la estructuración del movimiento.
Se encuentra un “sentido moral de la rebelión surgida de la
imaginación y el sueño. Esta rebelión es la del Mal contra
el Bien” (Bataille, 2000, p. 33). Es el concebir el mal del
carisma contra el bien de la razón o el mal de lo femeni-
no contra el bien de lo masculino. El llamado bien de la
competencia y el individualismo racionalista protestante,
versus el concebido mal de la emoción y la communitas
promovidos por el liderazgo de Elena. Así, a este naciente
movimiento se le asigna un doble carácter fundacionalista:
re-crear un nuevo sentido comunitario y fortalecer las
comunidades religiosas existentes. En el fondo, la exten-
sión del movimiento pentecostal liderado por Elena vino
a revitalizar el espíritu comunitario del protestantismo,
pero ellos no lo aceptaron, porque era realizado a partir
del carisma y liderado por una mujer. Justamente este
doble espíritu fundacionalista es lo que dará su identidad
al pentecostalismo, transformándose en un proceso cíclico
entre institucionalización y carisma, expulsión y nuevos
movimientos, crecimiento y estancamiento.
En este corto periodo de transición se recono-
cen el status social y religioso de las mujeres (CH.EV.,
10/12/1909, p. 2). A su vez, el pastor de la Alianza Cristia-
História Unisinos
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El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno
na y Misionera de Valdivia hizo un elogio y una defensa del
rol carismático de Natalia y Elena, resaltando otro aspecto
significativo: “Hasta los pastores se humillaron hasta el
polvo de la tierra. Los pastores son los primeros que resiste
al Espíritu Santo y los últimos que se humillan en el polvo
de la tierra” (CH.EV., 10/12/1909, p. 2), enfatizando que
son ellos los que resisten el liderazgo femenino y el mover
carismático. La refracción o aceptación de los pastores por
aceptar el liderazgo femenino es imitado por otros líderes
cuando se destaca lo siguientes: “Vacilamos en aceptar que
nos visiten las referidas hermanas… por los comentarios
del Heraldo Evangélico… ahora queremos que nos visiten,
como ya lo manifestó el hermano Weiss. No importa que
nos llamen ilusionistas o fanatizados o locos” (CH.EV.,
10/12/1909, p. 3). Esta noticia la escribe Manuel Gómez,
quien hace referencia a las descalificaciones aparecidas en
el Heraldo. Desde el punto de vista de Foucault, se puede
señalar que “estos textos que hablan de ellos, llegan hasta
nosotros sin poseer más índices de realidad que los que
trazan la Leyenda dorada o una novela de aventuras”
(Foucault, 1996, p. 82).
Esto nos ayuda a entender no sólo la postura de
difamador de los adversarios, sino también la postura
defensiva de los seguidores de Elena. Es un aspecto
significativo que el desprestigio que generaron hacia el
nuevo movimiento pentecostal, y en particular sobre
Elena, afectó la credibilidad. No obstante la defensa que
hicieran algunos pastores del Sur, sobre todo de la Alianza
Cristiana y Misionera, y la Iglesia Presbiteriana, ayudaron
a disipar dudas al respecto: “los mensajes de la hermana
Elena Laidlaw han electrizado el corazón… La obra es
verdaderamente magnifica, indicando que estamos en el
principio de una gran obra que se prepara en este país”
(CH.EV., 10/12/1909, p. 3). Era justamente lo que se
estaba fraguando, el inicio del pentecostalismo chileno,
comandado por Elena y continuado por Hoover y otros
líderes. Pero “esa gran obra” olvidó a su fundadora.
Con Elena se disfrutaba del resurgimiento de
una nostalgia religiosa, que por su sentido de communitas
“transmite algo del carácter sagrado de la humildad y
ejemplaridad pasajeras, a la vez que modera el orgullo de
quienes ocupan posiciones o cargos superiores” (Turner,
1988, p. 103). Este vivir religioso, contrastaba con una
sociedad chilena marcada por el sentido de raza resaltado
por la oligarquía y algo que también se avizoraba en el
protestantismo, este ethos de superioridad. La vivencia
religiosa de Elena “trataba de otorgar el debido recono-
cimiento a un vínculo humano esencial y genérico, sin el
cual no podría existir ninguna sociedad. Esto implica que
el que está arriba tiene la conciencia de que no podría estar
arriba si no existieran los que están abajo” (Turner, 1988,
p. 103-104). Porque estar arriba en realidad es estar abajo
sirviendo. El líder sirve y los liderados son servidos. Sin
embargo pronto abandonarán su naturaleza primigenia y
se unirán a Hoover para constituirse en una comunidad
estructurada de religión. Entendiendo que “la estructura
es un tipo de organización social diferenciado y a menudo
jerárquico, de posiciones político- jurídico-económicas
con múltiples criterios de evaluación, que separan a los
hombres entre más o menos” (Turner, 1988, p. 103).
Cada potencial líder que acompañó o recibió
a Elena, se vio beneficiado de su influencia (CH.EV.,
03/11/1909, p. 2). En varias iglesias visitadas, salieron líde-
res con unas pocas personas convencidas del movimiento.
Elena y Natalia, “recibieron numerosas invitaciones…
Temuco, Lautaro, Loncoche, Victoria, Osorno, La Unión y
Ancud… quisiera el Señor que estas dos siervas humildes
puedan seguir juntas en esta obra” (CH.EV., 24/11/1909,
p. 2). Al menos quedan estampadas palabras de lo que
Elena provocaba con sus visitas y palabras. Uno de los
testimonios señala: “tuvimos el gran placer de tener entre
nosotros a las hermanas Natalia y Elena Laidlaw. Fueron
muy bien recibidas por la congregación y podemos decir
que han traído muchas bendiciones a nosotros. Hemos
aprendido a orar mejor” (CH.EV., 24/12/1909, p. 3). Y se
continúa con el deseo de los distintos líderes protestante de
que Elena pase por sus congregaciones: “he despertado un
vivo interés por la gira que hacen las hermanas Arancibia
y Laidlaw por las iglesias del sur y tendremos a nuestros
lectores al corriente de todos los acontecimientos que este
suceso produzca en esa región” (CH.EV., 24/12/1909,
p. 3). En última instancia, la más beneficiada fue la Sra.
Natalia, quien llegará a ser una notable mujer pentecostal,
ya que junto a su esposo se harán cargo de la primera
Iglesia pentecostal en Concepción en 1911 donde a su vez
tendrán una hija que posteriormente llega a ser la primera
pastora reconocida por la Iglesia Metodista Pentecostal.
La propuesta simbólica-ritual de
Elena Laidlaw en el movimiento
pentecostal
Elena dio inicio y redefinió cinco recursos sim-
bólicos relevantes para el desarrollo del pentecostalismo
chileno, los cuales detallamos a continuación.
(1) Las experiencias carismáticas: Pese a que fueron
varias las personas adultas, jóvenes y niños que tuvieron
experiencias carismáticas, ella fue la que más sobresalió
por sus dotes de liderazgo: “entre algunos de los bautizados
[por el Espíritu Santo] se suscitó una cierta desavenencia
por causa de la grandeza de las manifestaciones de Elena,
lo que causó extrañeza por lo nueva que era” (Hoover,
2008, p. 40). A pesar de ello, decidieron dar libertad a las
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manifestaciones carismáticas. Aunque era considerada
como una mujer viciosa, busca el bien del carisma, en don-
de no importa el pasado sino el presente, e incluso cuanto
más grandes son los vicios del pasado, más extraordinaria
es la redención. Elena simboliza la metamorfosis de vida
que experimentarán y vivirán más tarde los convertidos
al pentecostalismo, al pasar del anonimato al liderazgo.
(2) El inicio de la danza extática: Esta danza se
manifestaba “cuando el Espíritu la tomaba, con los ojos
cerrados iba a cualquier parte de la congregación, sacaba
de en medio alguna persona, la hacía hincarse, le decía las
cosas que tenía en su corazón, la llamaba al arrepentimien-
to, le ponía las manos encima y oraba y bendecía” (Hoover,
2008, p. 41). Elena entraba en éxtasis y danzando con los
ojos cerrados y zigzagueando, tomaba a una persona y
la llevaba al altar, para hablarle en lenguas o entregarle
alguna profecía. Se trataba de un hecho sobrecogedor y
estremecedor, encarnado por una mujer considerada de
segunda clase e invisibilizada por la sociedad, pero que fue
considerada por el Espíritu Santo, haciéndose visible en la
comunidad religiosa. Hoover no detiene esta experiencia
sino que la toma con cautela, por ello destaca que “en ese
tiempo todas estas cosas eran tan nuevas y extrañas, nos
hallamos en el deber de estudiarlas; y para eso era nece-
sario dejar cierta libertad. Viendo tanto fruto bueno no
podíamos condenarlas meramente porque eran fuera de
nuestra experiencia… forzosamente las cosas tenían que
ser nuevas y extrañas” (Hoover, 2008, p. 41). Sin embargo,
las innovaciones propiciadas por Elena se transformaron
en prácticas comunes, pero sin nombrarla ni reconocerla
a ella, importando más la experiencia y el resultado y no
quién la haya originado.
(3) El testimonio: Elena inauguró el testimonio6, uno
de los recursos más importante de la cultura pentecostal,
que se transformará en el símbolo del exvoto pentecostal.
No se trataba sólo de la transmisión de experiencia de
conversión, sino de una nueva experiencia, el bautismo del
Espíritu Santo, del milagro de la transformación de vida y
del incentivo a los convertidos a la experiencia pentecostal.
A ella se le reconocía las habilidades de la testificación y
predicadora, pero fue más que eso: fue una líder que inau-
guró el testimonio pentecostal. Esta transgresión implicaba
un “quiebre en las relaciones sociales regulares y goberna-
das por normas entre personas o grupos en el interior de
un mismo sistema de relaciones sociales” (Turner, 1974,
p. 14). Sin embargo se tradujo en una de las experiencias
más significativas para la mujer, a través del testimonio ella
tenía un espacio para ser visible y escuchada: su vida era
valiosa. Mujeres ancianas, analfabetas y pobres utilizarán
este recurso, para repetir una y otra vez el mismo testimonio.
Otras permanentemente andaban en busca de experiencias
para poder dar un testimonio en la iglesia.
(4) La imposición de manos7: Otro recurso rele-
vante para el pentecostalismo que redefine Elena es
la imposición de manos, algo también realizado por el
protestantismo, pero ahora realizada por un laico, una
mujer, una neófita y más aún una mujer que impone las
manos sobre el pastor. Esta tradición la seguirá en el
pentecostalismo y le brindó a la mujer un poder manual
sagrado y legitimado por el carisma: ahora lo podía
llevar a cabo cualquier mujer conversa en cualquier
lugar, pues detentaba un poder sagrado necesario para
una comunidad religiosa. Pese a construir una leyenda
oscura sobre esta mujer, a partir de los discursos de “la
desgracia o el resentimiento, ella entra en relación con
el poder” (Foucault, 1996, p. 82) y dado que la mujer era
considerada en un estado permanente de minoridad, la
responsabilidad de la osadía de la imposición de manos
recayó sobre Hoover. Tanto para Hoover como para los
líderes locales, este liderazgo no era usurpación sino una
obra del Espíritu Santo que usa a hombres y mujeres.
No obstante, para los líderes metodistas esto era una
aberración, considerado como “actos graves e indignos
en donde la Srta. Laidlaw ocupó el tiempo de la escuela
dominical con la imposición de sus manos en la cabeza
de muchas personas, y hasta el mismo Hoover, preten-
diendo impartir el Espíritu Santo” (Hoover, 2008, p. 68).
(5) El rol de profetiza: Un quinto recurso inau-
gurado por Elena y que hasta hoy se ha desarrollado
ampliamente en el pentecostalismo indígena, sobre todo
en el mundo mapuche (Willems, 1967; d’Epinay, 1968;
Foerster, 1989; Guevara, 2009), ha sido la profecía. Esta
se producía en un contexto de amplia exaltación emocio-
nal. Sin embargo la tradición religiosa no le permitía a la
mujer ser profetiza y por ello se desconfía de tal actuación,
porque al “ser profetiza, está enseñando doctrinas extrañas
y contrarias a las Escrituras y metodistas, nosotros por la
presente rechazamos… en doctrina, métodos o conducta”
(Hoover, 2008, p. 70). Elena generó un miedo innovador.
El mismo Hoover opaca el rol de esta mujer al decir “Elena
Laidlaw nunca ha sido, ni pretendido ser una enseña-
dora, ni se ha dado el título de ‘profetiza’. Este término
ha nacido entre los enemigos de la obra y ha sido usado
solamente por ellos. Ella se limitaba a dar su testimonio de
su experiencia donde la invitaban o la permitían” (Hoover,
2008, p. 71). Hoover cedió a las presiones protestantes
para disminuir y posteriormente justificar la exclusión de
Elena y reducirla a un simple testificadora.
6 Para una mayor información sobre lo qué es el testimonio en el pentecostalismo se puede ver: Galilea (1991).
7 Para mayor información sobre la imposición de manos en el cristianismo se recomienda ver: Barrios (2011).
História Unisinos
243
El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno
Restauración o inclusión
del viejo orden: Elena como
símbolo de exclusión del
liderazgo femenino en el
movimiento pentecostal
Turner destaca que en la última fase del drama
social, el grupo social perturbador es integrado, reconocido
o legitimado (Turner, 1974). Esto se puede apreciar en
el caso del pentecostalismo, el cual se constituyó en una
comunidad estructurada, abandonando al plano simbó-
lico su condición de communitas y constituyéndose en un
deseo sublimado a través de los ritos, mitos y utopías.
Es así como entra en competencia con el protestantismo
misionero. En este nuevo escenario, ¿qué pasó finalmente
con Elena? Kessler logra decir algo al respecto, a partir de
testimonios orales de diversos hijos de los líderes inicia-
les, como Víctor Pavez Ortiz, quien destacó que “Nellie
terminó sus días como drogadicta e irredenta” (Kessler,
1967, p. 121). Si esto es así, ¿por qué sucedió? ¿Por qué
Elena dejó de ser líder? ¿Por qué una vez que se consti-
tuye el movimiento pentecostal Elena se torna invisible
e innombrable? Según el mismo autor, fue Hoover quien
dio vida y muerte al liderazgo de Elena, y fue “a final de
ese año (1909) [cuando] Hoover finalmente repudió a
Nellie” (Kessler, 1967, p. 121).
El pentecostalismo se apropió de la doctrina pro-
testante y la hizo suya. De esta manera “los símbolos cul-
turales, incluyendo los símbolos rituales, le sirven de base
a los procesos que involucran cambios temporales en las
relaciones sociales” (Turner, 1974, p. 28). Pero los comple-
mentó pragmáticamente con las innovaciones generadas
por Elena. Así, Hoover rompe con el proyecto religioso
de Elena, integrando la estructura del protestantismo y
evitando así la liminalidad; pero sobre todo se debía poner
tope al carisma y al liderazgo de una mujer. Algo que el
Obispo Metodista Bristol destacó: “Elena fue repudiada
por Hoover y por los otros que la consideraban profetiza”
(Hoover, 2002, p. 163). Esto lo hace en consonancia con
los otros líderes pentecostales que si bien inicialmente la
consideraban un instrumento del Espíritu Santo, luego la
percibían como una mujer peligrosa. Elena “después de
los acontecimientos de 1909 y su gira por el sur de Chile
en 1909-1910, fue discontinuada como miembro en plena
comunión de la Iglesia Metodista Episcopal, el 30 de abril
de 1910” (Snow, 2014).
Una vez que Hoover tomó el liderazgo y la dirección
del movimiento pentecostal, no sólo excluye a Elena, sino
que también redujo el rol de la mujer al mínimo para evitar
que en el futuro aparecieran otras líderes que potencialmen-
te socavaran la autoridad masculina; tomando así “acciones
de desagravios” y “poniendo prontamente mecanismos de
ajustes y reparación” (Turner, 1974, p. 16). Esto permitió
establecer “un patrón de liderazgo: los hermanos tenían
que obedecer a los pastores” (Bullón, 1998, p. 66). Fue tal
el liderazgo masculino, caracterizado por la fuerza y el
autoritarismo que estableció Hoover, el que “creó la ten-
dencia de un culto a la personalidad pastoral” (Bullón, 1998,
p. 68), eliminando incluso la posibilidad de que “la esposa
del pastor sea llamada pastora” (Vergara, 1962, p. 120).
A medida que el naciente pentecostalismo se iba
institucionalizando, comienzan a preocuparse por el rol de
las mujeres, para controlarlas y evitar liderazgos femeni-
nos revolucionarios como el de Elena. Esto permite que
“la maquinaria de compensación sea capaz de manipular
y de restaurar las crisis” (Turner, 1974, p. 16). Por ello se
preguntaban ¿cuál es el ministerio de la Mujer? Al ser un
movimiento nuevo, esta pregunta se responde recurriendo
a un artículo publicado en una revista del pentecostalismo
norteamericano llamado The Trust, donde se defiende el rol
de la mujer como profetiza, predicadora y maestra, al igual
y a la par de los hombres; de igual forma tampoco debe
importar el status de la mujer, es decir si es soltera o casada,
joven, adulta o anciana” (CH.PEN., 06/04/1911, p. 5-6).
Se defiende el rol ministerial de la mujer fundamentado
en el Antiguo y Nuevo Testamento. Dado el rol misionero
de las mujeres, la pregunta es ¿cuál es y debería ser el rol al
respecto? Para ello, Willis Hoover, recurrió al The Apostolic
Faith: “¿Son llamadas las mujeres a predicar el evangelio?
En Cristo Jesús no hay macho ni hembra, porque todos
vosotros soy uno en Cristo. El Espíritu Santo profetiza y
predica por una y otra persona… pero la Biblia no impide
a la mujer dar testimonio ni profetizar en la iglesia” (CH.
PEN., 15/01/1912, p. 7). Sin embargo, las mujeres no po-
dían predicar desde el púlpito, ni ser líderes pastorales. Esto
muestra que “siempre hay algo de altruista, y de egoísmo,
en esa quiebra simbólica” (Turner, 1974, p. 14).
De esta manera los hombres utilizaron a Elena
para promover el pentecostalismo entre las iglesias pro-
testantes y, una vez que lo lograron. Elena ya no fue útil,
fue excluida del movimiento y de su mito fundacional,
reconstruido este último con pedazos de historia que
ennegrecen y arrojan al vacío su memoria. Quienes la
defendían la olvidaron y quienes la desprestigiaban la
guardan en la memoria negra. Elena fue transformada
en una figura caracterizada por “no haber sido nadie en
la historia, no haber intervenido en los acontecimientos
o no haber desempeñado ningún papel apreciable en la
vida de las personas importantes, no haber dejado ningún
indicio que pueda conducir hasta ella. Únicamente tiene y
tendrá existencia al abrigo precario de las (pocas) palabras”
(Foucault, 1996, p. 82).
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Vol. 21 Nº 2 - maio/agosto de 2017
La vida de esta mujer estuvo marcada por el drama,
pero logró transformarlo en un drama teológico, que final-
mente devino en un drama cultural y político de los usos
del poder. En este drama religioso, “se realizan elecciones
de medios y fines y se define la afiliación social, el énfasis
se deposita en la lealtad y la obligación, tanto como en
el interés, porque el curso de los sucesos puede adquirir
un carácter trágico” (Turner, 1974, p. 11). Después de ser
excluida del movimiento pentecostal y ser expulsada de la
Iglesia Metodista, “el resto de su vida mantuvo contacto
estrecho con su hermana y sobrino en Santiago. Se casó
pero no tuvo hijos. Falleció el 10 de diciembre de 19528.
Falleció en el Hospital Salvador de “absceso pulmonar y
absceso del cerebro. Su sepulcro está en el Cementerio
General de Santiago” (Snow, 2014).
Pese a la descalificación de Elena, al menos fue
nombrada en la historia y “podemos regocijarnos como si
se tratara de una venganza por la suerte que permite que
estas gentes absolutamente sin gloria surjan en medio de
tantos muertos, gesticulen aún, manifiesten permanen-
temente su rabia, su aflicción o su invencible empecina-
miento en vagar sin cesar” (Foucault, 1996, p. 82). De otra
forma no existiría registro de ella. De manera paradójica,
el juego del poder la sacó del anonimato.
Finalmente, podemos señalar que fueron tres
fuentes las que coadyuvaron en la exclusión y omisión de
Elena. En primer lugar, fueron los líderes metodistas que
intentaron silenciar, excluir y difamar a Elena para delimitar
claramente las fronteras de los roles femeninos dentro de
la comunidad religiosa. En segundo lugar, los periódicos,
tanto seculares como religiosos, participaron haciendo ex-
tensiva esta difamación a través de todo tipo de calumnias,
prejuicios y estigmas. En tercer lugar, los defensores del
movimiento pentecostal también hicieron lo propio, pues si
bien la apoyaron inicialmente y la enviaron como emisaria
del movimiento para difundirlo entre las iglesias protestan-
tes, cuando finalmente lograron el propósito la excluyeron
del movimiento. De esta manera sobre la figura de Elena
Laidlaw se construyó una imagen ejemplar respecto a un
ejercicio prohibido para las mujeres. Sobre ella se generó una
leyenda de desprestigio, la cual, más que hacerla invisible,
trató de deslegitimarla y arrojarla al olvido como líder y
fundadora del movimiento pentecostal chileno.
Referencias
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Submetido: 10/03/2016
Aceito: 07/04/2017