De un tiempo a esta parte se ha transformado en un lugar común, relativamente seguro y por lo tanto cómodo, producir descripciones o diagnósticos sobre distintos mundos sociales a los que se concibe en plena descomposición. La vida social se encuentra poblada por narrativas e imágenes que tematizan recurrentemente, desde informes periodísticos hasta investigaciones académicas u anécdotas cotidianas, el colapso de las instituciones modernas, sus proyectos y programas de acción. El término más usado en dichas caracterizaciones suele ser la idea ambivalente de “crisis” a veces asociada a la obsolescencia o a los problemas de funcionamiento de un complejo institucional, otras a sus reformulaciones internas y oportunidades positivas de cambio. El consenso sobre la crisis contribuye a poner en cuestión las realidades instituidas en general y los órdenes que representan, es decir, las funciones asignadas, los sentidos colectivos que defienden, así como las fuentes de autoridad que legitiman sus mandatos o el saber experto de sus especialistas. Pensar la escuela, el Estado, la cárcel, pero también las empresas privadas o las organizaciones no gubernamentales, supone explorar modelos de organización dinámicos atravesados por procesos muchas veces subterráneos de destrucción, innovación y síntesis, cuyas consecuencias se desconocen.
Lo mismo ocurre con las estructuras de pensamientos y acción que comprenden las instituciones religiosas. La sospecha crítica sobre las formas establecidas de producción y reproducción social de lo sagrado lleva al cuestionamiento de un conjunto de nociones clásicas como, por ejemplo, la idea misma de religión y su contrapunto con el concepto de espiritualidad, las posibilidades y límites que representa el análisis de la religiosidad popular, el alcance efectivo de las iglesias, el culto y sus posiciones antagónicas de liderazgo -sacerdotes, profetas, magos y mistagogos-, la actualidad de la división entre especialistas y legos, la multiplicación progresiva de los perfiles creyentes y sus modos de habitar los espacios de pertenencia, el problema sobre las unidades colectivas de enunciación -hablar en términos de comunidad, grupos, congregaciones, feligresías- o el desafío que plantea reconocer las materialidades de la experiencia relacionadas al consumo de mercancías, artefactos y objetos espiritualmente marcados. La revisión de los razonamientos y hábitos lógicos que sintetiza el concepto de institución, así como sus usos prácticos, contribuye a dinamizar el campo de discusiones de las ciencias sociales . Para ello es preciso operar una suerte de extrañamiento y observar, atendiendo a la sugerencia de Durkheim en el epígrafe, una “determinada actitud mental” que permita entender los hechos sociales como cosas de las cuales nada sabemos hasta que las vemos de cerca. Es necesario, entonces, desfamiliarizarnos con el hecho institucional y todos los supuestos que lo rodean para reconstruirlo como un problema de estudio.