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Remotando el 32
La memoria histórica contra el archivo
Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…
Resumen/ Abstract
0. La memoria contra el archivo
I. El apoyo a Martínez
II. Martínez masferreriano
III. “Mi respuesta a los” re-volucionarios
IV. Coda
Bibliografía
Apéndices
I. Contra el ex–presidente Araujo
II. El padre del general Sandino agradece a El Salvador su oportuna cooperación
moral en pro de la justicia
[La memoria histórica] tiene por vocación silenciosa borrar el archivo y
empujarnos a la amnesia. J. Derrida
Resumen: “Remotando el 32. La memoria histórica contra el archivo” analiza el
papel que desempeña el escritor salvadoreño Salarrué (1899-1975) —y los
círculos de artistas teósofos— durante el año clave de 1932. El siglo XXI rescata la
imagen del autor como prototipo de la denuncia de una represión desmesurada
que organiza el régimen del general Maximiliano Hernández Martínez (1931-
1934; 1935-1939; 1939-1944) contra una revuelta ocurrida en enero de ese año.
Para tal efecto, la ley de la memoria histórica suprime casi toda la documentación
primaria de ese año clave. La argumentación cimienta su tesis en un par de
publicaciones del autor eliminando el amplio archivo histórico que haría del
artista un colaborador solapado del régimen. El artículo restituye el registro
borrado adrede por una historiografía ansiosa de olvidar.
Abstract: “Remoting 1932. Historical Memory against the Archive” analyzes the
role that plays the Salvadoran writer Salarrué (1899-1975) during the key year of
1932. In the 21th century, the author symbolizes the emblem of an engaged
writer denouncing the atrocities of the regime commanded by General
Maximiliano Hernández Martínez (1931-1934; 1935-1939; 1939-1944) against a
popular revolt in January 1932. For such a matter, the law of historical memory
suppresses almost all-primary documentation of that key date. The current
argument founds its thesis a couple of the author’s publications, erasing the
ample archive, which would transform him into a cunning collaborator of
Martínez’s regime. The article restitutes the file obliterated in purpose by a
historical memory anxious of oblivion.
0. La memoria contra el archivo
Una hipótesis esencial del filósofo francés Jacques Derrida contrapone la
memoria histórica al archivo. Cuando el legado cultural de un país remite a un
pasado trágico y borroso —a un “archivo del mal”— un “mal de archivo”
impone el olvido. La historiografía tiende a ocultar cierta documentación
primaria para reinventar el pasado en el presente. Esta omisión es el caso de la
historia intelectual salvadoreña hacia el inicio del siglo XXI. En particular, la
omisión de un amplio archivo artístico-literario afecta el despegue de la
presidencia del general Maximiliano Hernández Martínez (1931-1934; 1935-1939;
1939-1944). De aplicar la hipótesis derridiana a los estudios salvadoreños, la
razón sería obvia. “El mal de archivo” marca la huella del “archivo del mal” bajo
tachadura (sous rature). La condena que el siglo XXI ejerce sobre un régimen
militar y represivo se traduce en la supresión de sus registros culturales.
Tal borrón lo demuestra la siguiente lista de revistas jamás citada en los trabajos
académicos especializados sobre el martinato, a saber: A. B. C. (1932), Ahora
(1938-1951), Amatl. Correo del Maestro (1939), Antena (1934), Ateneo. Revista del
Ateneo de El Salvador (1912-1933; 1940-1958), Boletín de la Biblioteca Nacional (1932-
1946), Boletín de la Policía Nacional (1932), Boletín Estadístico (1934), Cypactly,
Revista de Variedades (1933-1952), Dharma. Órgano de la Sociedad Teosófica Teotl
(noviembre de 1932-1941; Cypactly (No. 14, 15 de abril de 1932); establece un
vínculo directo entre el director de la revista y de la Logia, Rafael Heredia Reyes,
y la diplomacia del régimen del general Martínez, miembro de la Logia), Diario
Nuevo (1933-1944), Guión (1938), Hermes. Revista de Ciencias (1934-1937), La
República, Suplemento del Diario Oficial (1932-1944), Repertorio Americano, Revista
del Banco Central de Reserva (1934-), Revista del Círculo Militar (1935-1938), Revista
del Departamento de Historia (1938-1940), Revista El Salvador. Órgano Oficial de la
Junta Nacional de Turismo (1935-1939), Atlahunka, Revista del Ministerio de
Instrucción Pública (1941-1944), Revista Mensual Ilustrada (1936-1939), Tzunpame
(1941-1948), Vivir (1932-; dirigida por Alberto Guerra Trigueros, director de
Patria e ilustrada por Cáceres Madrid, “fiel retrato de nuestra sociedad en “él [=
Patria] hay patriotas”), etc.
Este listado parcial se halla ausente, casi en su integridad, en los trabajos
académicos más autorizados sobre el tema (véanse: Alvarenga, 1996; Gould y
Lauria-Santiago, 2008; Lindo, Ching y Lara-Martínez, 2007, Pérez-Brignoli, 2001,
Roque Baldovinos, 1999 y Tilley, 2005). La razón derridiana del “mal de archivo”
la explica la colaboración de los intelectuales con el régimen del general
Martínez. La memoria histórica en boga recuerda su presidencia por la represión
despiadada contra un levantamiento campesino ocurrido en el occidente de El
Salvador, a principios de 1932.
En particular, la investigación histórica se centra en elucidar la organización
social de la revuelta y las razones de la reprimenda militar. Aún no existen
estudios exhaustivos que indaguen la relación del intelectual salvadoreño con el
poder martinista. La tónica del comentario señala una neta contradicción entre la
memoria y el archivo nacional olvidado. Mientras la historia social considera que
un escritor indigenista como Miguel Ángel Espino constituiría uno de los pilares
“ideológicos […] para apoyar las peticiones indígenas” (Gould y Lauria-
Santiago, 2008: 52-53), el Diario Oficial lo describe como funcionario del régimen
quien defiende la represión en nombre de la soberanía nacional y del anti-
imperialismo en México y en Guatemala (Diario Oficial, 9 de febrero, 12 de
septiembre y 21 de noviembre de 1932).
La paradoja resulta flagrante, ya que la lectura de la obra espiniana urge a fundar
un indigenismo americanista autónomo, a la vez que en su cargo como miembro
del servicio diplomático —“Secretario y Encargado de los Archivos de la
Legación de El Salvador en Guatemala” y “Jefe de la Sección Diplomática de
Relaciones Exteriores”— defiende la acción armada del régimen martinista
(Diario Oficial, fechas citadas de 1932). Además, su padre —el poeta Alfonso
Espino— es colega del general Martínez en el Ateneo de El Salvador y Secretario
Privado de la Presidencia (Diario Oficial, 22 de diciembre de 1931).
Otro ejemplo notable es el del mejor escritor salvadoreño de la primera mitad del
siglo XX: Salarrué (1899-1975). La única obra que suele citarse en los trabajos
históricos se intitula “Mi respuesta a los patriotas” (Repertorio Americano, 27 de
febrero de 1932). A lo sumo se agrega Catleya luna (1974) cuya novela incrustada,
“Balsamera”, narra la epopeya de los Izalco y su represión desmesurada. Mi
experiencia de conferencista en El Salvador me enseña que la “respuesta” es el
escrito más popularizado entre el público general y universitario. El auditorio
siempre lo cita en prueba contundente de la distancia del autor con el general
Martínez y en denuncia de la “matanza”. Recientemente, se añade su defensa
tardía de Faramundo Martí (Patria, mayo de 1931), sin anotar los nombres de
quienes saludaron al líder en la cárcel y reconocieron su ética intachable al
acompañarlo al paredón. La memoria histórica excluye el apretón de manos que
le extiende el sandinista Gustavo Alemán en la cárcel: “en presencia del propio
Director del centro penitenciario, Alemán Bolaños dijo a Martí: “Usted
acompañó al general Sandino en Las Segovias; doy a usted las gracias a viva
voz” (El Día, 1º de febrero de 1932: 4). Menos aún incluye el “gesto” solidario de
Jacinto Castellanos Rivas —Secretario Personal de la Presidencia— al abrazarlo y
acompañarlo al patíbulo, junto a otros militares. Ambos actos nobles no forman
parte la de memoria histórica nacional, ya que su recuerdo anticiparía que
reconocer a Martí no significa apoyar su causa, salvo al declarar “burguesía, yo te
saludo” (Alemán Bolaños, 1930-1938: 37) y participar en el gobierno martinista
equivalen al farabundismo.
No obstante, en 1932, ni Salarrué emplea el término de “matanza”, ni su escrito
ofende a los intelectuales martinistas de la época. Basta recordar que el propio
redactor de Dharma. Órgano de la Sociedad Teosófica Teotl, Juan Felipe Toruño, no
interpreta la “respuesta” de su colega Salarrué como una denuncia (“Actividades
literarias en el año de 1932”, Revista del Ateneo, no. 145, 1932 y Boletín de la
Biblioteca Nacional, Nos. 12-13, enero de 1934: 51-55). Es cierto que Salarrué se
aparta de “los patriotas” y de los “capitalistas”; pero a la vez acusa a “los
comunistas” —a los insurrectos— de imponer “la justicia” al “degollar” a sus
enemigos. Por esta razón, sus colegas lo leen de manera muy distinta al público
salvadoreño actual.
El conocimiento generalizado de la “respuesta” de Salarrué sirve para ocultar
todas las demás “actividades literarias” y públicas del autor en 1932. Un ejemplo
adicional sienta la pauta final antes de revelarlas. Para Roque Baldovinos (1999),
el “Cuento de barro. La botija” testimonia de la defensa de los valores indígenas
tradicionales. Sin embargo, el estudioso no menciona que el relato lo publica y lo
elogia la revista gubernamental Boletín de la Biblioteca Nacional en 1932, como si
las esferas oficiales del martinato criticaran su propia labor anti-indigenista
estatal. A semejanza del caso de Espino, habría en Salarrué una ausencia de los
archivos nacionales de la época que validan afirmaciones contradictorias. Basta
recordar que su primer antólogo —Hugo Lindo (1969: LXXXII)— privilegia “la
paradoja” como “elemento esencial” del relato, sin mencionar ese año clave,
como si la consciencia del 32 aún no hace mella en la crítica literario de su época.
No en vano, el mismo Roque Baldovinos juzga el cuento de barro “El espantajo”
—incluido tardíamente en Trasmallo (1954)— como prueba de la denuncia de la
matanza de 1932 (véase también: Ramírez, 1977). Pero, de nuevo, una parte
esencial del archivo de Salarrué queda suprimido. Hacia los años cincuenta, el
artista ocupa cargos oficiales en el Ministerio de Relaciones Exteriores de los
gobiernos del coronel Óscar Osorio (1950-1956) y de José María Lemus (1956-
1960), a quienes defiende en una carta pública (La Prensa Gráfica, 15 de diciembre
de 1955). Hay que “colaborar con uno de los mejores gobiernos que ha tenido El
Salvador en toda su historia […] la verdadera vanguardia del país” sin la cual
1932 pasa al olvido. Además, unos veinte años antes, en 1938, “el espantajo” más
original lo diseña Salarrué en la “Escuela de Varones de la Colonia América” en
honor al hijo del general Martínez, al igual que a la reforma educativa del
régimen (Revista del Ministerio de Instrucción Pública, No, 3-4, julio-diciembre de
1942). Antes que la represión militar contra el indígena en 1932, hacia finales del
martinato, “el espantajo” representa “el fantasma de la escuela vieja —tristeza y
tortura— destruido por el aliento vital —alegría y amor de la nueva escuela”. De
nuevo, según Lindo (LXXXVII), “El espantajo” no denuncia la matanza sino
añade una “precisión geográfica” a la imaginación del autor.
Ante tales omisiones documentales y paradojas flagrantes, a continuación se
descubren algunas fuentes primarias jamás citadas en los trabajos sobre el
período martinista. Estas revistas culturales no sólo declaran el apoyo de los
intelectuales salvadoreños más connotados a su régimen. También exponen la
defensa de la represión en nombre de la soberanía nacional, del anti-
imperialismo e, incluso, del pacifismo “comunista”. Tal es el “archivo del mal”
que en el siglo XXI provoca un “mal de archivo”, oculto por la historiografía
literaria hasta el 2014.
I. El apoyo a Martínez
En diciembre de 1931, el ascenso de Maximiliano Hernández Martínez lo apoyan
casi todos los intelectuales anti-imperialistas de Centroamérica (Repertorio
Americano, 21 de diciembre de 1931). El primer escritor que condena de “matanza
de El Salvador” en público —el costarricense Octavio Jiménez Alpízar (Juan del
Camino) en el Repertorio Americano (30 de enero y 13 de febrero de 1932)— un
mes antes califica el golpe de estado de “ejemplo viril” contra el imperialismo
estadounidense. Entre diciembre de 1931 y enero-febrero de 1932, Jiménez
Alpízar oscila de considerar al general Martínez como fuerza política contra el
“tutelaje” estadounidense, hasta incriminarlo por “la matanza”. Un giro tan
radical aún no se documenta para los intelectuales salvadoreños, quienes jamás
emplean ese término de manera explícita en sus publicaciones, nacionales ni
extranjeras.
Igualmente, en una revista de teósofos independientes, Cypactly. Tribuna del
Pensamiento Libre de América, la foto que certifica al general Martínez como
“presidente constitucional de El Salvador” se conjuga con el “Cuento de barro.
Benjasmín” de Salarrué, ilustrado por Luis Alfredo Cáceres Madrid, en una
unidad indisoluble entre el letrado y el soldado (Cypactly, 8 de diciembre de
1931; junto a otros diez cuentos de barro, “Benjasmín” no se incluye en el libro de
1933 ni en la Narrativa completa de 1999). A la vez, entre los círculos universitarios
cercanos al radical periódico Opinión estudiantil, “esta nueva época” significa
“momentos de rebeldías libertarias […] a la obra de la regeneración
maravillosamente generada la noche del dos de diciembre [día del golpe de
estado, en el cual renacen] las libertades ciudadanas tiránicamente en cadenas”
(Augusto Antonio Villalta, en Cypactly, 1º de enero de 1932).
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR
General Max. Hernández Martínez,
Quien a raíz del levantamiento del dos de Diciembre corriente, fue llamado por el
Directorio Militar a fin de tomarle la protesta de ley para que ejerza la Primera
Magistratura de la Nación Salvadoreña, por corresponderle a él en su concepto de
Vicepresidente. Cargo que esperamos sabrá llevar por buen derrotero sin ir al fracaso
como su antecesor, que no supo comprender las aspiraciones del pueblo salvadoreño
que había confiado en él, causando descontento general que dio margen a su caída.
El máximo oponente salvadoreño de la matanza, Alberto Masferrer, secunda las
motivaciones de los círculos teosóficos por apoyar al general Martínez de manera
indirecta. En nombre del anti-imperialismo, no sólo Masferrer convoca la
destitución del presidente Araujo —quien invita a EEUU a intervenir para
restituirlo— también aprueba al nuevo mandatario (Masferrer, “Contra el
expresidente Araujo”, 6 y 10 de diciembre de 1931). Si Araujo “pone en manos
del gobierno de Washington la solución del conflicto que ha estallado entre él y
el pueblo salvadoreño”, Masferrer favorece la destitución del presidente electo
por el Directorio Militar, junto a sus colegas Serafín Quiteño y Adolfo Pérez M.
Dos días antes que Cypactly endose al general Martínez, el maestro declara su
fidelidad anti-imperialista. “Sean quienes fueren los que han asumido el poder
en El Salvador, nosotros los aceptamos desde ahora, y les prestamos nuestra
adhesión, por habernos desembarazado de un hombre que con tanta facilidad
acude a la intervención de un poder extraño, que ningún derecho tiene para
dirimir nuestras contiendas”. La hoja suelta que circula en Guatemala la publica
el Diario Latino cuatro días después, el 10 de diciembre, cuya lectura motiva a los
grupos masferrerianos a proseguir el ejemplo de colaboración de los teósofos con
el nuevo régimen. Dada la importancia de este documento olvidado, se
reproduce en un apéndice.
En enero de 1933, un criterio político semejante lo declara el socialista Vicente
Sáenz en México. Según este otro costarricense, todos los intelectuales
salvadoreños respaldan la política anti-imperialista de su presidente, el general
Martínez, quien representa el eslabón más fuerte para “romper las cadenas, las
del imperialismo yanqui en Centroamérica”. La retórica anti-imperialista opaca
la conmemoración de la matanza en enero de 1933, fecha de la visita de Sáenz a
El Salvador y de su entrevista al general Martínez y a sus colegas salvadoreños.
El silencio de la matanza lo certifica la chilena Gabriela Mistral en su único
artículo sobre El Salvador, publicado originalmente en Chile y en Costa Rica
(Repertorio Americano y La República, 1933). Desde Italia, la futura premio nobel
recuerda el sabroso café salvadoreño que prueba en septiembre de 1931, durante
una apoteosis del indigenismo nacional financiada tardíamente por el general
Martínez (Diario Oficial, 23 de junio de 1933). Una foto célebre —publicada en el
Repertorio Americano— consigna la amistad intelectual de la chilena con Salarrué
y con el nicaragüense Adolfo Ortega Díaz (octubre de 1931; la chilena introduce
varios cuentos de barro de Salarrué al público costarricense). Menos conocida es
la amistad que Mistral entabla con otros artistas salvadoreños. La revista que
reúne a los literatos teósofos, Cypactly, le dedica un número, ilustrado en su
portada por Luis Alfredo Cáceres Madrid, uno de los fundadores del
indigenismo nacional y promotor de esta ideología en el ejército (Cypactly, 1º de
octubre de 1931). La misma red de intelectuales que, junto a Mistral, festeja la
autonomía cultural es aquella cuyo nacionalismo fundará una idea de nación
durante el martinato. Existe una neta dislocación del indigenismo letrado y la
revuelta indígena, según habrá de verse, por el apoyo artístico al general
Martínez.
Grabado “elaborado con exquisito arte por nuestro colaborador y sincero amigo Luis
Alfredo Cáceres Madrid” (Cypactly. Tribuna del Pensamiento Libre de América, 1º de
ocubre de 1931).
***
Pero no sólo el imperialismo yanqui acecha el istmo, ya que “el oso ruso” —
según el decir sandinista de Gustavo Alemán Bolaños (1944)— también
promueve un “levantamiento de venganza” (Salarrué, “Cuento de barro.
Balsamera”, Repertorio Americano, 1935). Por tal asedio “vengativo”, en México, el
indigenismo de Miguel Ángel Espino defiende la legítima defensa contra el
imperialismo soviético que asalta la nación salvadoreña, mientras el futuro
marxista Alejandro Dagoberto Marroquín trabaja en la Gobernación del
Departamento de La Libertad por Decreto Ejecutivo (Diario Oficial, 9 de febrero,
12 de septiembre y 9 de noviembre de 1932 para Espino y 25 de febrero de 1932
para Marroquín). Ambos escritores la actualidad los evalúa como un anti-
martinista en la “resistencia pasiva” el primero por su novela Hombres contra la
muerte (1942; véase: Alvarenga, 2007) y acérrimo oponente por su marxismo
científico el segundo. Pero se olvida que hasta la segunda mitad del segundo
mandato, como intelectual de prestigio, en la Universidad de El Salvador, el
general Martínez alterna junto “a dos alumnos de la Facultad de Jurisprudencia y
Ciencias Sociales” de los quienes destaca “Alejandro Dagoberto Marroquín” (La
Universidad, No. 2, 1937). El futuro marxista y Martínez mismo alternan en
diálogo constructivo sin confrontatarse.
Los llamados primeros poetas comunistas —“poetas del 32” como Pedro
Geoffroy Rivas y Gilberto González y Contreras— publican poemas de amor en
las revistas oficiales y trabajan para la censura de prensa del régimen. Se hallan
más interesados en el cuerpo femenino que en la matanza (Boletín de la Biblioteca
Nacional, 1932). Si a Geoffroy Rivas le preocupa el “sexo” con una “mujer
blanca”, González y Contreras elogia la libertad del jazz mientras ejerce su cargo
de “censor de prensa” (Boletín de la Biblioteca Nacional, 10 de septiembre de 1932).
De nuevo, antes de su conversión agustiniana al marxismo, defienden al dictador
o ignoran sus acciones.
***
Ante la doble amenaza imperialista —estadounidense y soviética— la
“respuesta” de Salarrué propone un cometido dual —de represión y de amor—
en metáfora de la autoridad familiar. Es necesario el castigo del Padre, el del
estado, y el consuelo de la Madre, el de la nación. Según la alegoría salarrueriana,
el Padre, el estado, reprime; la Madre, la nación, conforta (“Los que no
entendemos. El sentido común”, sin fecha ni editorial, cortesía de Ricardo
Aguilar). En 1932, para las redes intelectuales teosóficas y la iglesia católica, la
sanción paterna justifica la matanza en legítima defensa por la soberanía
nacional, según lo confirman las dos citas siguientes, al igual que la “misa en el
portón de la catedral” —ofrecida por el Arzobispo— para “bendecir al Gobierno,
Cuerpo del Ejército, Guardia Nacional, Guardia Cívica y Cuerpo de Policía
General, por su noble y patriótica actitud en defensa de la sociedad salvadoreña,
de las instituciones patrias y de la autonomía nacional” (El Día, 25 de febrero de
1932 y Diario Latino, 29 de febrero de 1932).
“Matan a sangre fría […] los peores asesinos. Por eso merecen condena eterna
todos los hechos sangrientos hace algunos meses ejecutados por forajidos […] es
una dolorosa equivocación creer que el comunismo se practica segando vidas y
arrasando propiedades. Esas doctrinas que tuvieron origen en el Sermón de la
montaña, no son de destrucción sino de conservación […] Esto lo han ignorado
[…] nuestros campesinos por eso han delinquido […] y se dejaron llevar al
sacrificio de su vida” (Eugenio Cuéllar cuyo cuento lo ilustra Pedro García V.,
quien diseña varios “cuentos de barro”. Cypactly, No. 17, 22 de junio de 1932; la
relación de Cuéllar con Salarrué queda a determinar, aun si su enlace visual
resulta obvia en 1932 por sel el ilustrador común de sus escritos).
Quienes deciden “lanzarse a desantentadas rebeldías obedeciendo azuzamientos
subversivos [de los comunistas] sólo les dejan saldos de miseria y muerte”
(Cypactly, No. 19, 31 de julio de 1932; juicio anónimo editorial de la revista).
El acto represivo del padre lo subsana la Mater Dolorosa. El alivio materno se
intitula “La hora de los maestros” (Salvador Cañas, Cypactly, 28 de febrero de
1932). Suprimida la amenaza comunista —la “ola roja” de violencia en la “selva
roja”— hay que forjar patria (véase: Machón Vilanova, 1948 y Salarrué. “Selva
roja” es el título original de Catleya luna (1974) hasta mediados de los sesenta; se
trata de una novela tardía sobre 1932 en la cual los críticos confunden la fecha en
la novela (1932) con la fecha de la novela (1964-1974). Al hablar de los pipiles,
Salarrué mezcla las divinidades mexicas con las salvadoreñas; el náhuatl-
mexicano del altiplano se revierte al náhuat-pipil del trópico según se justifica en
la conclusión).
“Fue preciso que la tragedia surgiera, para que supiéramos […] los hombres de
letras […] sugerir ideales” de identidad nacional (Cañas, Cypactly, 28 de febrero
de 1932). Tal labor de la “política de la cultura” es “la obligación del “intelectual
en el amplio sentido de la palabra” (Quino Caso, Boletín de la Biblioteca Nacional,
1932). El compromiso letrado al que urge Cañas sella el vínculo entre el
intelectual y el poder.
En 1932, ese artista por excelencia se llama Salarrué. Sus “cuentos de barro” los
reproducen las publicaciones oficiales en muestra de una “política de la cultura”.
Esta nueva “política del espíritu” se organiza alrededor de las revistas oficiales
como el Boletín de la Biblioteca Nacional. Según el ultra-martinista Julio C. Escobar
—Director de la Biblioteca y de la revista— “auspiciada por el Señor Presidente
de la República, general Max. H. Martínez, y a iniciativa del Ateneo [y de] un
espíritu dilecto, Salarrué, el hombre llamado a recoger el estandarte de los
intelectuales salvadoreños”, estamos frente a una política nueva. La política de la
cultura” (Escobar, “Discurso del Director de la Biblioteca Nacional leído el 12 de
noviembre en el acto inaugural de la exposición de libros”, Boletín de la Biblioteca
Nacional, noviembre de 1933). Escobar acuña un término muy en boga en el 2013
—“política de la cultura”— con el beneplácito del presidente y del intelectual.
En dicha revista, no sólo se anticipa la publicación del libro Cuentos de barro
(1933) con los relatos “El negro”, “El damo”, “La botija” y “El Cheje”, en
demostración de un reconocimiento estatal a su narrativa. También se difunden
juicios laudatorios oficiales sobre su obra, los cuales luego se repiten en nombre
de lo popular-socialista, según se verá en seguida. En un acto público en la
Universidad Nacional, se fragua la alianza entre los intelectuales, el
masferreriano diario Patria, las autoridades universitarios y el gobierno. Se
celebra un doble centenario: el de José Matías Delgado, prócer de la
independencia salvadoreña, y el del escritor alemán Goethe (Centenario. Torneos
universitarios, 1933; masferreriano refiere a Alberto Masferrer, el reformador
idealista salvadoreño que propone un “mínimum vital” de vivienda, salud,
educación y trabajo para todo ciudadano).
En la Universidad, las alocuciones se le dirigen al “Señor Presidente de la
República, Señores Ministros del Estado, Señor Rector de la Universidad”, como
lo efectúa la conferencia de Francisco Gavidia, el máximo intelectual de la época.
Mientras Gavidia certifica que en 1932, “la democratización de toda la América”
significa que “el menor de los pueblos […] como el José de la Biblia y como el
David” El Salvador repite la gesta heroica de “la gran constituyen de 1824, los
demás ponentes ratifican que la “obra” de los próceres “está en nosotros”
(Centenario, 1933). Para renovar el pacto por la independencia nacional, se
necesita la acción de “los hombres ilustres”. Basta la presencia de un hombre
providencial —uno de “los grandes conductores intelectuales de la
humanidad”— cuyos atributos teosóficos resalten. La alusión a Salarrué resulta
incontestable, ya que él es el único en inventar una Atlántida, como en 1932 se
anhela forjar un país renovado.
No se trata de una nueva alianza del “soldado y el letrado”, entre colegas
teósofos quienes pertenecen a la misma Logia Teotl. Desde la década de los
veinte el general —“lector de la filosofía indostana”— y el escritor —“entusiasta
de la Teosofía”— comparten espacios intelectuales comunes (J. Gómez Campos,
Semblanzas salvadoreñas (1930) y Revista Excelsior, 1928). Además, al igual que el
general José Tomás Calderón, quien dirige la campaña militar contra los
insurrectos en 1932, el general Martínez desempeña un alto cargo en la directiva
del Ateneo de El Salvador, desde mediados de la década de los veinte, lo cual le
concede un prestigio intelectual insospechado, antes de su nominación
presidencial (Revista del Ateneo, 1920-1932).
La reseña de mayor relevancia política se intitula “Escritores salvadoreños
Salarrué”, escrita por Quino Caso, el teniente Joaquín Castro Canizález, miembro
del “Directorio Militar” en diciembre de 1931, quien “controla los asuntos
nacionales”, incluso la literatura (Boletín de la Biblioteca Nacional, mayo de 1932).
Su obra pictórica la ensalza Luis Alfredo Cáceres Madrid, “Salarrué colorista”,
quien se dedica a “culturizar la tropa” junto a su colega indigenista José Mejía
Vides (Boletín de la Biblioteca Nacional, mayo de 1932).
Si la actividad pedagógica de Cáceres Madrid y Mejía Vides lleva a la práctica la
propuesta de Cañas en “La hora del maestro” —“culturizar” y “nacionalizar al
pueblo” para evitar el engaño comunista— la difusión de los “cuentos de barro”
desempeñaría el papel de inculcar un sentimiento nacionalista similar, por la
lectura de temas campestres e indigenistas. “Ofrecen sus servicios […] los Sres.
Mejía Vides, Cáceres y Álvarez […] en la modelación espiritual” del pueblo y en
la “difusión cultural en los poblados” y “en la tropa para mejorar las condiciones
materiales y espirituales de la clase proletaria” (La República, No. 68 y 84, 1º de
febrero y de marzo de 1933). El arte plástico indigenista de los mejores pintores
se pone al servicio de la causa nacionalista y anti-comunista.
La “política del espíritu” requiere que los intelectuales se comprometan en
desarrollar la nación por un “leer y escribir” según la consigna del pensador
Alberto Masferrer, quien propone la alfabetización de las masas como un
derecho humano fundamental. Hay que construir un canon literario y pictórico
que exalte los valores nacionales. A los escritores y artistas les corresponde
rescatar las tradiciones campesinas e indígenas para plasmarlas en el lienzo, en la
poética y en la música. Tal es la solicitud que Cypactly. Tribuna del Pensamiento
Libre de América les extiende a sus colaboradores, a los intelectuales teósofos.
Si sus contribuyentes son los “ungidos”, la petición de Cypactly significa la
formación de una cultura nacional arraigada en lo popular. “Francisco Gavidia,
Salarrué… cuántos y cuántos, todos los ungidos, las almas luminosas de nuestra
patria, ungen y consagran con sus plumas estilistas las páginas de Cypactly“
(Lydia Valiente, Cypactly, 20 de marzo de 1932). Las figuras fundadoras de la
literatura nacional salvadoreña colaboran en esa “tribuna del pensamiento libre
de América” que legitima la matanza en nombre del anti-imperialismo. La
soberanía nacional autoriza la legítima defensa.
Los requisitos que Cypactly le impone al arte nacional equivalen a la exigencia
política que solicitan los comprometidos décadas después. Se trata de la re-
presentación y recolección (Logos) de una cultura popular y democrática. Hay
que prestarle “atención a las cosas nuestras para trasladarlas al libro, al lienzo, al
pentagrama” reconociendo “la riqueza” que genera “la clase proletaria”—
(Cypactly, 10 de febrero y 10 de julio de 1932, nótese el uso de la terminología
marxista que la reitera oficialmente La República. Suplemento del Diario Oficial).
En eco cercano a la “Mi respuesta a los patriotas”, los intelectuales teósofos
apoyan un gobierno neutral. Su obra no favorece a los “crueles comunistas
pedigüeños” que “hablan de degollar” para imponer “la justicia”, ni a los
“capitalistas embrutecidos” que sólo piensan en “el mercado” (Repertorio
Americano, febrero de 1932). Hacia 1932, se insinúa que el régimen del general
Martínez establece un balance socialista radical entre “la tesis proletaria” del
“trabajo como fuente de riqueza” y “la tesis burguesa” del “capital” en una
“democracia integral” (La República. Suplemento del Diario Oficial, 1932 y Cypactly,
1932).
II. Martínez masferreriano
Toda actividad tendiente a la divulgación de la cultura en el conglomerado social
salvadoreño ha sido decididamente auspiciado por el Supremo Gobierno (La
República, Año I, No. 255, 7 de octubre de 1933).
A este efecto, un documento olvidado del despegue presidencial del general
Maximiliano Hernández Martínez se intitula La República. Suplemento del Diario
Oficial. Su primer número aparece en noviembre de 1932 con un editorial en
primera plana que reclama una «política de “puertas abiertas”» a todas las
tendencias de pensamiento. Los intelectuales salvadoreños que primero
concurren a ese llamado gubernamental de “unidad nacional” y de “servicio” a
un proyecto abierto de nación son los seguidores del máximo pensador
reformista salvadoreño de la primera mitad del siglo XX, Alberto Masferrer, En
su conjunto, apoyan la presidencia del general Martínez y la asisten en su ideario
por forjar una política cultural indigenista y de reforma agraria, apegada a un
“minimum vital”. Se trata de resolver “el problema social del proletariado” (La
República, Año I, No. 67, 9 de febrero de 1933; nótese uso oficial de términos
marxistas).
El acercamiento lo justifica la publicación oficial, desde mayo de 1933, al
concederle pensión vitalicia a viuda de Masferrer, y al fundarse luego el “Grupo
Masferrer” que apoya la reforma agraria, la política de la cultura de corte
indigenista, la edición de la obra completa, en homenaje oficial a un año de su
muerte y la promoción de la literatura nacional. Todas estas actividades las
promueve el propio Poder Ejecutivo en prueba patente de su determinación
reformista y de refundación cultural del país.
La afinidad entre el legado masferreriano y la posición gubernamental la legaliza
el propio Diario Oficial que en mayo de 1933 le concede “pensión a la viuda de
Masferrer” (La República, Año I, No. 129, 12 de mayo de 1933: 4). La gratitud
presidencial demuestra el “vigor [de] los principios de justicia y equidad” que
caracterizan al primer mandatario. En julio se crea un “importante organismo
[en] Relaciones Exteriores”, el cual aúna “propaganda e información” a la
diseminación “literaria de El Salvador” (La República, Año I, No. 190, 14 de julio
de 1933). Miguel Ángel Espino es uno de sus miembros de mayor renombre
actual.
En agosto de 1933, esta reconciliación del legado reformista de Masferrer lo
continúa la Radio Difusora Nacional la cual organiza “la semana de Masferrer”.
La propia Asamblea Legislativa prevé la “erección de un mausoleo simbólico” y
“la denominación de “Barrio Alberto Masferrer, al barrio de casas baratas para
obreros” (La República, Año I, No. 213, 16 de agosto de 1933: 4). También se
propone la edición de la obra literaria completa bajo subsidio del erario público,
ya que su legado es “Tesoro de la Nación”.
Entre las figuras que participan en su homenaje se encuentran comandantes
departamentales del ejército. La instrucción de los rangos militares juega un
papel primordial para la difusión de la cultura nacional: “Salas de lectura para
tropa” que difundan el legado masferreriano (La República, Año II, No. 317, 20 de
diciembre de 1933). “La apoteosis de Masferrer” cobra sentido pleno en la “tierra
para los campesinos como “acto de veneración a” su “memoria” (La República, 4 y
8 de septiembre de 1933). Las acciones reformistas de la presidencia se perciben
como aplicación estricta del “minimum vital”.
Aparte de la viuda, el “grupo Masferrer” recibe amplia acogida oficial en su
proyecto por “valorizar nuestro folklore”, “celebrar el Día del Indio” y “fiestas de
belleza y arte”. Entre sus miembros se cuentan renombrados escritores clásicos
quienes hacen efectivo el llamado por la unidad nacional en la creación de una
cultura salvadoreña propia: Sarbelio Navarrete, doña María de Baratta, Mercedes
Viuad Rochac, Amparo Casamalhuapa, Marta Alegría, Emma Posada, los
hermanos Andino, Serafín Quiteño, Quino Caso Adolfo Pérez M., Francisco
Morán, Miguel Ángel Espino (La República, Año I, No. 260, 14 de octubre de
1933). Carmen Brannon también se une al grupo. Los actos promueven danzas
indígenas “de Izalco y Nahuizalco” como manifestación de alto sentido
“espiritual y artístico girando en torno del alma de la raza” (No. 319). Un
compromiso político irreconocido logra “la unificación de los intelectuales”
alrededor de una temática nacionalista (Año I, No. 255, 7 de octubre de 1933). Su
festejo poético, plástico y musical propone el indigenismo como ámbito artístico
de nueva política oficial.
Asimismo, sucede con la obra de Salarrué la cual el estado mismo recomienda
como lectura que debe difundir un nuevo proyecto de nación, como si el texto
que el siglo XXI ensalza, “Faramundo Martí” (mayo de 1933) no contradijese la
política estatal de ese mismo año. Entre la lectura de los agentes históricos vivos
y la memoria actual se erige ese trecho insalvable del hecho pasado al dicho
presente. Por su parte, a Francisco Gavidia se le rinden honores oficiales y se
recomienda otorgarle pensión vitalicia y casa propia (La República, Año I, No.
265, 20 de octubre de 1933). “La Representación del Pueblo ha querido este año
[…] sentar un precedente espiritual, con esta pública manifestación de gratitud al
más alto valor intelectual y moral que honra a la Patria” (La República, Año I, No.
260, 14 de octubre de 1933: 2).
El proyecto “masferreriano” lo legitima también una amplia “reforma educativa”
la cual se concentra en diseminar una cultura nacional por la lecto-escritura,
alfabetización, bibliotecas populares, escuelas rurales de carácter práctico, cursos
de extensión cultural, pláticas informativas para “proletarios” o “clase
laborante”, uso de la radio para fines pedagógicos y culturales, mejoramiento de
escuelas normales, etc. La “obra de aliento” del “Supremo Gobierno” elevaría la
condición escolar de “las clases pobres, trabajadoras, que entre nosotros
representan la gran mayoría aborigen [indígena]” (Año I, No. 310, 12 de
diciembre de 1933). Estos “asomos de evolución cultural” brotarían de una
“nacionalización de la escuela” (No. 255, 7 de octubre de 1933).
Hacia octubre/noviembre, la “Exposición de Libros en la Biblioteca Nacional”
establece acción concertada entre sociedad civil y política gubernamental en la
cual participan “el grupo Masferrer”, “un espíritu dilecto como Salarrué”, “la
Sociedad de Geografía e Historia” y un “Certamen Pictórico Infantil” bajo
“capacidad orientadora y técnica de los jóvenes pintores don José Mejía Vides y
don Luis Alfredo Cáceres” (La República, Año I, No. 275 y 286, 1 y 14 de
noviembre de 1933). La reseña oficial del evento al cual asiste “numeroso público
amante de la cultura espiritual” la realiza la misma publicación oficial. La noticia
reconfirma vínculo entre mandatario, intelectuales y grupos masferrerianos que
impulsan participación activa de la mujer (Año I, No. 286, 14 de noviembre de
1933: 4).
La iniciativa anual del Grupo Masferrer culmina con la celebración de los Juegos
Florales Centroamericanos cuya “Flor Natural” se le otorga a Arturo R. Castro,
poeta que la actualidad desconoce (La República, Año II, No. 306, 7 de diciembre
de 1933: 4). Otros premios corresponden también a poetas ignorados por el
presente: Agenor Argüello, Francisco Méndez y Mariano Valle Quintero. Todo
ideal que los escritores clásicos y los contemporáneos recomendarían —
“incorporación de la poesía en la enseñanza”— Martínez lo hace suyo (La
República, Año II, No. 317, 20 de diciembre de 1933). Una conferencia sobre Fray
Bartolomé de Las Casas redondea los honores que el Grupo Masferrer le tributa
al estado reformista. Además, durante la celebración de los Juegos Florales
descuellan las danzas indígenas de Izalco las cuales los masferrerianos
promuevan en la propia capital salvadoreña bajo aplausos del presidente y
gabinete.
En síntesis, hacia finales de 1933, existe evidencia suficiente para asegurar que
Martínez recibe el apoyo incondicional del Grupo Masferrer y de la mayoría de
intelectuales y artistas salvadoreños, ahora consagrados como clásicos. Un nuevo
proyecto de nación que valora la herencia indígena por medio de la plástica,
literatura y danzas autóctonas se halla a la obra. Si a esta “política de la cultura”
se agrega la planificación de una reforma agraria, de vivienda barata para
“proletarios”, promoción del turismo, al igual que educación “popular” y “de la
tropa”, no resultaría contradictorio que a Martínez el Suplemento del Diario Oficial
lo califique de “masferreriano”. En nombre del “minimum vital”, los seguidores
mismos del maestro apoyan calificativo y acciones reformistas del Primer
Mandatario. En estricta teosofía, el despegue de la política del martinato la
intelligentsia salvadoreña lo vive como “la apoteosis de masferrer”.
III. “Mi respuesta a los” re-volucionarios
Si “Mi respuesta a los patriotas” vindica “al indio del arado y la cuma”, es
porque “nada tiene” ni reclama. “Está satisfecho de hacer vivir” con su trabajo
sin alzarse en armas como los “embrutecidos degolladores” que exaltan a la
revuelta. El indio que trabaja para restaurar el orden tradicional —Juan Pashaca
en “Cuento de barro. La botija”— se caracteriza por una actitud laboral muy
distinta a la del “indio comunista” de 1932. No se lanza a un “levantamiento de
venganza”, como el protagonista de “La botija”. Igualmente si “Mi respuesta a
los patriotas” vindica a “la mujer soñadora”, es porque carece de voto, del
derecho político más elemental de una democracia electoral. Junto al “indio
contemplativo”, la fémina no hace política. ”La política no sólo es infructuoso
sino dañina” a quien la ejercita.
Quizás por defender la pasividad vegetal, apolítica sublime, de los indígenas y
las mujeres, “Mi respuesta a los patriotas” pasa desapercibida de todas las
“Actividades literarias en el año de 1932” que reseña Juan Felipe Toruño en el
Boletín de la Biblioteca Nacional (1934) y en la Revista del Ateneo de El Salvador
(1932). En 1932, el único escritor salvadoreño que directamente denunciaría la
“matanza” jamás la refiere como tal, ni sus colegas y contemporáneos lo perciben
en oposición al gobierno. Como redactor de la revista de la Logia Teotl —a la
cual pertenecen Salarrué, el general Martínez, etc.— Toruño desempeña el papel
del intelectual orgánico, estrechamente ligado al ascenso y a la presidencia del
general. Así lo testimonia el único escritor marxista estalinista —Miguel A. Ibarra
en Cafetos en flor (1947)—cuya obra queda en el olvido. Por tal razón, para
Toruño, la lectura de Salarrué —como un intelectual teósofo, colega y partidario
de la misma causa política— resulta de un juicio contundente.
Al presente, el conocimiento generalizado de “Mi respuesta a los patriotas” no
sólo sirve para rechazar la historia, es decir, para recordarla sin las otras fuentes
primarias de 1932 (véase el capítulo 12 “Terruño, nación, humanidad” de Las
fuerzas morales de José Ingenieros para entender el concepto que Salarrué calca
de nación). Así se justifica borrar la recepción temprana que goza la obra de
Salarrué en los círculos oficiales del martinato, según las revistas antes citadas.
También, como única referencia, la “respuesta” oculta las otras actividades de
Salarrué en ese año clave, las que rara vez se mencionan en la historiografía
literaria. Nadie refiere las múltiples reseñas que recibe su indigenismo y fantasía
—en literatura y en pintura— de sus contemporáneos y primeros espectadores.
Ni menos aún se cita el compromiso tardío de Salarrué, quien al despegue del
segundo mandato presidencial del general Martínez (1935) desempeña el cargo
de “delegado oficial” a la Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas
en San José, Costa Rica, 1935 (Diario Oficial, septiembre de 1935; véase: Salarrué.
El señor de los mares, 2007, que omite citar el evento artístico más connotado del
istmo en los años treinta; véase también: la “Carta de agradecimiento del padre
de Sandino a Maximiliano Hernández Martínez”, “por su cooperación moral en
pro de la justicia”, La República. Suplemento del Diario Oficial, 12 de marzo de
1934).
La tesis que sustenta la falta de denuncia, la verifican otros lectores
contemporáneos de Salarrué. Basta citar que su primer antólogo, Hugo Lindo
(1969-1970), excluye la estrecha relación entre su narrativa y el 32; o que un
crítico estadounidense de prestigio, Seymour Menton (1964), entrevea en “La
botija” una burla socarrona de un campesino hecho payaso. Toda lectura
temprana de Salarrué contradice la interpretación actual. No existe una obra sin
lectores ni intérpretes contemporáneos, quienes jamás la perciben como una
crítica social de la matanza.
No sólo ese aspecto histórico —la conciencia tardía de 1932 cono “el 32”— lo
ignora la lectura generalizada de “Mi respuesta a los patriotas”. La aburrida cita
que se re-cita también se utiliza para descalificar todas las demás “actividades
literarias [que] en el año de 1932” realiza Salarrué. Sirve de excusa para hacer
historia sin historiografía. Ya se anotó la serie de cuentos y reseñas oficiales de
1932, las cuales demuestran que los juicios laudatorios sobre Salarrué los inician
las revistas ligadas al régimen del general Martínez, antes que los re-pita la
generación comprometida en la continuidad de su ruptura.
El propio Ítalo López Vallecillos —quien acuña el término “generación
comprometida”— honra a Salarrué por sus dotes poéticas y personales sin
establecer un vínculo entre su obra y la política (La Pájara Pinta, septiembre de
1969). Más bien, podría fecharse de 1968 en la antología cubana que prologa
Roque Dalton el considerar Cuentos de barro como “el testimonio global de la
realidad campesina de El Salvador”, “en un momento histórico de gran actividad
político-social […] la rebelión indígena de 1932”. A Dalton lo refrenda el
nicaragüense Sergio Ramírez en la antología venezolana (1977) por su “respuesta
[de alivio] frente al clima [de etnocidio] creado por los ladinos”. Después de
ellos, José Roberto Cea (1986) califica a los pintores Cáceres Madrid y Mejía Vides
“fiel[es] a la expresión nacional […] en busca de la identidad” genuina. Todas
estas reseñas críticas de la generación comprometida comparten un rasgo en
común. Al convertir a Salarrué y al arte indigenista en artífices de su causa
política no documentan el contexto histórico de su producción y recepción. La
obra original queda desprovista del marco historiográfico de la década de los
treinta.
A los cuentos de barro falta agregar la publicación de Remotando el Uluán, la
única novela de Salarrué en 1932, su participación en los actos oficiales del
Centenario de José Matías Delgado y de Goethe —referido anteriormente— junto
a las autoridades gubernamentales y de la Universidad de El Salvador, al igual
que la exhibición de “muñecas indígenas” que dan risa, junto a su esposa Zelie
Lardé (Cypactly, 20 de marzo de 1932 y 22 de junio de 1932). Son “tan graciosos
que hacen reír al más triste” (Cypactly, marzo y junio de 1932)
Si en Cypactly lo indígena hecho monigote es lo cómico y lo irrisorio —tal cual lo
refrenda Menton años después— el Centenario de Matías Delgado y Goethe
revalida el juicio de Castro Canizález quien hace de Salarrué el escritor cuya
“labor intelectual” resulta precisa para refundar la nación luego de “imprevistos
y fatales sucesos” (Centenario, 1933). Sólo un “alma solitaria y complicada” —
quien “como Platón” y “Goethe tiene su Atlántida”— podría encarnar una tarea
tan “inquietante” como expresar el “espíritu sabio” de El Salvador. En “esta hora
americana de profundas y trascendentales renovaciones” —según cita de León
Trotsky— un “hombre y su pensamiento” nos salva: Salarrué (Centenario, 1933).
La única novela del autor en 1932 siempre se juzga como pura fantasía. Pero, sin
asombro, la fantasía masculina por excelencia siempre se arraiga en el cuerpo
sexuado de la mujer. El viaje astral del escritor místico lo propulsa una
experiencia sexual con una “bella” afro-descendiente desnuda. La vivencia más
espiritual del teósofo la estimula el apetito por la pródiga carne femenina.
“Abriendo aguas vírgenes […] tras algunas caricias y mimos [en el] fumbultaje
musical con Gnarda, perfectamente negra y perfectamente bella”, Salarrué
“remota el Uluán”; “encantador el viaje” de ingreso “a las nebrunas sensuales y a
las alectaras sensitivas” de “la minería” femenina. “Se unieron nuestros labios y
nos besamos […] desde aquel día fue para mí doblemente encantador el viaje […]
habiendo llegado una mañana a […] una abertura circular que tenía el aspecto de
laguna”.
La fantasía revela un aspecto étnico y de género acallado por el puritanismo
crítico que no reconoce el cuerpo humano ni el deseo. El hombre blanco se
deleita de su poder sexual sobre una “mujer negra”. Bastaría cambiar el género
de la cita precedente —Zelie Lardé fornicando con un “hombre negro” en el
encanto de su “abertura circular”— para que la experiencia místico-sexual se
vuelva escándalo.
1932 se resuelve en la disparidad étnica y de género: hombre blanco vestido vs.
mujer desnuda negra o de color como relación de clase. Si se prefiere, la lascivia
del Conquistador se satisface en la desnudez de La Chingada, la primera
comunista de América (Alemán Bolaños, 1944 y Machón Vilanova, 1948; en
ambos autores la dirigente del Socorro Rojo Internacional es una indígena que
sufre el abuso sexual del hombre blanco).
Viñeta de Remotando el Uluán (1932) la única novela corta de Salarrué,
publicada en un año clave, pero excluida de todo comentario sobre los sucesos
de 1932. El viaje astral reseña su relación étnico-sexual con Gnarda, una “bella
mujer negra desnuda”, y el encuentro con múltiples grupos étnicos en su
mayoría femeninos, de colores exóticos, y de carácter sensual. Parecería que
ocultar el trasfondo étnico y sexual de los asuntos sociales sería una manera de
escribir la historia.
IV. Coda
Al presente, la categoría de memoria histórica se halla en boga en los estudios
culturales e históricos. Se presupone que una introspección personal —la
anamnesis— reemplazaría toda hipómnema o prueba de archivo. La memoria
presente de los sujetos históricos bastaría como prueba de los hechos pasados.
Tal imagen remeda lo que sucede en la Biblioteca Nacional de El Salvador. En los
anaqueles, faltan casi todos los periódicos de 1932. El lugar de consignación de
los archivos nacionales anticipa el vacío de la memoria actual. No habría más
huella de la historia que el indicio interior. La marca en el recuerdo subjetivo de
los agentes históricos sustituye las fuentes primarias de la época. Toda
exterioridad queda anulada o reducida al mínimo.
La fórmula derridiana resulta pertinente. El archivo lo guarda “un lugar de
autoridad (el arconte, el arkhefon, es decir, frecuentemente el Estado)”. Al
repudiar tal jurisdicción política —un estado militar y represivo— el lugar
mismo de la consignación del archivo queda en entredicho. De este
cuestionamiento se deriva una dislocación que separa la memora del archivo. No
sólo sucede que las fuentes primarias de 1932 no se mencionen al hablar del 32.
Ocurre que las referencias tardías se dictaminen con mayor rigor en evidencia de
los sucesos ocurridos ese año clave.
Para el caso de Salarrué, una lectura de su denuncia tardía en Catleya luna (1974)
suele reemplazar la inmediatez de un testimonio. Falta cuestionar cómo un
recuerdo postrero enturbia el pasado. En la novela, una falsificación de los
actores mismos del 32 —los indígenas Izalco— se sucede en una secuencia
compleja. De imaginarlo como originario de la Atlántida, el autor culmina en la
invención de etimología y de una mitología náhuatl-mexicana y quiché. La
memoria histórica de Salarrué —el Sagatara mítico— sustituye todo archivo
nacional de los náhuat-pipiles.
En primer lugar, en la “región de Tlapallan (La Tierra del Arco Iris) y a raíz del
destronamiento de las dinastías aztecas, allá por el siglo XI, el gran Topilzin Axil
funda y gobierna el Señorío de Cuzcatlán. Topilzin Axil, gran sacerdote y gran
rey a la vez, volvía desde la tercera Tulán […] a la primitiva Tulán del Güija, la
semi legendaria, pues [el] origen de los Toltecas-Nahoas, existió en un Oriente
que los historiadores (ignorantes de las fuentes iniciáticas) consideran mítico,
cuando en verdad era el centro original Tolteca de la antigua Atlántida y los
Toltecas (esparcidos por todo el mundo) sólo eran la tercera sub-raza de la cuarta
raza humana, la raza atlante, de donde derivan todos los indios americanos”
(Salarrué, 1974: 145). Los errores históricos son crasos. Al origen atlante le
prosigue el invento de una Tollan “primitiva” en el lago de Güija, que sustituye
la del altiplano mexicano, la de pueblos aztecas dos siglos antes de su llegada a
México, hasta culminar en la fantasía de un “Avatar” inmortal o Topiltzin,
término que nombra un cargo político-religioso más que un personaje histórico.
A la invención de un génesis náhuat-pipil se agrega la negación de la
antropología moderna.
En segundo lugar, el logos indígena lo “proyecta” la actividad espiritual del
artista en su trascendencia creadora. De su artificio innovador se derivan
etimologías erróneas como “apuyeca” para Izalco que no significa “el hoyo de los
vientos” (Salarrué), sino “agua (at) caliente o salada (puyek)”. Teshcalán tampoco
significa “piedra de sacrificios”, sino el náhuatl-mexicano Texcallan designa una
«localidad tlaxcalteca (Tlaxcallan), de tlaxcalli, “roca, elevación…” y tlan,
“locativo”», etc. (Rémi Siméon, 1977 y Campbell, 1986). Un mínimo cotejo de los
sentidos de las palabras en Salarrué con diccionarios autorizados demuestra la
ficción del recuerdo.
En tercer lugar, el autor autoriza fabricar una mitología náhuat-pipil que, sin
prueba en los archivos, se reconoce fiel a un legado ancestral (Salarrué. El señor de
los mares, 2006). Las lecturas de fuentes náhuatl-mexicanas y quiché-
guatemaltecas testimonian de la “tragedia de los Izalco”. La cosmogonía náhuat-
pipil, el autor la calca del altiplano central mexicano. Por tal razón, aparece la
“b”, la “tl” y la “o” en una lengua que carece de tales sonidos. A falta de
documentos náhuat-pipiles, la evidencia náhuatl-mexicana llena el vacío en la
memoria de Salarrué. Figuran “Tlaloc y Chalchiutlicueye” en el “Tlalocán”, al
igual que los “Cenzón-Huitznahuas” en el Mictlán”, Quetzalcoatl, Tezcatlipoca,
Camaxtli (deidad tlaxcalteca), etc. (ojo: no se corrigen los errores ortográficos del
autor que saltan a la vista). El panteón lo completan el yucateco “Itzama”,
confundido con la chichimeca “Itzpapalotl”, de Cuauahtitlán, los quichés
“Kukulcán” y “Kabrakán”, al igual que el muisca Bochica, etc. (Salarrué, 1974:
144-146). No hay una sola divinidad náhuat-pipil que enmarque la revuelta de
1932 en la memoria salarrueriana.
Ya no hay un archivo nacional en su lugar de consignación, sino que la Biblioteca
Nacional existe al interior mismo del sujeto que escribe. Tal abolición la legitima
la “busca de mí mismo”, ya que el otro, el indígena náhuat-pipil, se revierte
sobre la subjetividad del autor. Por el otro, “emprendí anhelosamente el camino
hacia mi propio centro” (Salarrué, 1974). En imitación de uno de los padres
fundadores del canon literario nacional, la historiografía literaria salvadoreña
repite su consigna. Los archivos del pasado son secundarios, ante la memoria
histórica que nos define en nuestra identidad actual, en crisis por una
disgregación transnacional.
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Salarrué."Remotando'el'Uluán.""San"Salvador:"Agua"y"Arena,"1932."""
"
Cuentos'de'barro."San"Salvador:"Editorial"“La"Montaña”,"1933.""Viñetas"de"José"Mejía"
Vides."La" edición" príncipe" sólo"incluye" treinta" y" tres" cuentos,"dos" tercios" del" total.""
Tampoco"contiene" las" ilustraciones"originales" incluidas"en" las"revistas" de" la" época."
“El" mal" de" archivo”" ocasiona" que," a" ochenta" años" de" su" publicación," aún" no" exista"
una"edición"completa"de"uno"de"los"libros"emblemáticos"del"canon"nacional."""
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Cuentos."La"Habana:"Casa"de"la"Américas,"1968."Prólogo"de"Roque"Dalton.""
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Obra' escogida." San" Salvador:" Editorial" Universitaria," 1969-1970." Hugo" Lindo"
(Introducción"y"Editor)."
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El' ángel' en' el' espejo." Caracas:" Editorial" Ayacucho," 1977." Selección" y" prólogo" de"
Sergio"Ramírez.""
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Catleya' Luna." San" Salvador:" Dirección" de" Publicaciones" del" Ministerio" de" Cultura,"
1974."
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Obra' narrativa' completa." San" Salvador:" Dirección" de" Publicaciones" e" Impresos,"
1999.""Prólogo,"compilación"y"notas"de"Ricardo"Roque"Baldovinos."
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Salarrué,'el'último'señor'de'los'mares." San" Salvador:" Asociación" Museo" de" Arte" de" El"
Salvador," 2006." Texto" principal" de" Ricardo" Lindo;" Cronología" de" Ricardo" Roque"
Baldovinos."""
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“Los que no entendemos. El sentido común”. Sin Editorial ni fecha. Cortesía de
Ricardo Aguilar."
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Tilley,"Virginia."Seeing'Indians."Albuquerque,"NM:"U."of"NM"P.,"2005."""
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APÉNDICE"
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CONTRA EL EXPRESIDENTE ARAUJO
(Diario Latino, 10 de diciembre de 1931)
Interesante hoja suelta que circuló en Guatemala firmada por Alberto Masferrer,
Adolfo Pérez M, y Serafín Quiteño.
En las declaraciones categóricas que el presidente don Arturo Araujo ha hecho a
los diarios de esta capital (Guatemala) y en los declaraciones complementarias
que han hecho a las entusiasmadas personas que le acompañaron en su fuga se
ve con claridad que llega a la evidencia, que su único pensamiento, su único
propósito fue pone en manos del gobierno de Washington la solución del
conflicto que ha estallado entre él y el pueblo salvadoreño.
Antes de releer la extraordinaria e inolvidable declaración del señor Araujo,
conviene rememorar los episodios sobresalientes de esta debacle.
El dos de ese mes (02DIC931) en la noche, estalló el movimiento para derrocar al
señor Araujo.
Un cuarto de hora después, el señor Araujo abandonó la capital, siguiendo para
Santa Tecla, y de ahí a Sonsonate, Ahuachapán y Santa Ana. Eso suma un
trayecto de más de cuarenta leguas, recorrido desde noche, lo cual no impidió
(nos atenemos estrictamente al, contenido de las declaraciones) que en todos esos
lugares se le hicieran entusiastas y nunca vistas ovaciones.
Si es verdad que siguieran tan extraña, larga e innecesaria ruta, el señor Araujo y
sus acompañantes no han podido llegar a Santa Ana, en las pocas horas que ahí
permaneció, pidió consejo al vecindario, y tanto civiles como militares opinaron
que (sin negarle, naturalmente, su carácter de Presidente) lo mejor era que
continuara su viaje a Guatemala, de donde podría regresar cuando se hubiera
terminado la cosecha del café. Es decir, incluyendo la corta, el beneficio y el
embarque, de aquí a principios de marzo. El día cinco a las once, llegaron a
Guatemala, donde el primer cuidado del señor Araujo, fue pedir por cable el
auxilio de Washington. Ya veremos en qué términos.
En Santa Ana, inmediatamente de la llegada del señor Araujo, se organizó un gran
ejército, que se puso a la defensa del presidente.
El Presidente, por humanidad, y para no estorbar la cosecha del café, no quiso
hacer uso de ese ejército, ni de los grandes recursos que el país pondría en sus
manos, a juzgar por las extraordinarias ovaciones que se le hicieron durante su
velocísima carrera. Lógico es aceptar que el doctor Olano, Tercer Designado a la
Presidencia y Delegado del Señor Araujo a quién este entregó el Gobierno se
inspirara en las mismos sentimientos de humanidad y de respeto a la cosecha de
café y no querrá el tampoco hacer uso del grande ejército que se organizó en
defensa del Presidente Araujo. Si el doctor Olano hiciera lo contrario, faltaría a
las intenciones y propósitos del Presidente que delegó en él su poder.
Estamos, pues, en una situación curiosísima, inédita, única hasta hoy en la
historia de El Salvador un gobernante constitucional popularísimo, ovacionado
como nunca, recibido entusiastamente en una plaza de tantos recursos como
Santa Ana, disponiendo de un gran ejército y de la adhesión fervorosa de civiles
y militares, seguro de que todo el país está con él - y quien, ante un puñado de
rebeldes, no encuentra mejor recurso que salir del país, en una carrera casi
vertiginosa, llega a la capital de Guatemala y – a pedir socorro a Washington.
Que el lector, si fuere medianamente reflexivo, enlace entre si los episodios
historiados. (léase El Imparcial del cinco del corriente), que trate de relacionarlos
con las causas verosímiles; que recuerde la historia y la índole de los
salvadoreños; que piense unos minutos en la psicología de las revoluciones y
rebeliones en Centroamérica, y en la manera usual: y obligada de combatirlas, y
que vea si da con la solución del enigma. No estará demás, para acertar mejor y
más pronto, advertir que el único miembro del Gobierno de acompaña al señor
Araujo, es el Subsecretario de Gobernación, y el único militar, el Director de
Policía. Aparte de ellos – y no adivina uno por qué ni para qué. El Director de la
Penitenciaría y el Director de Correos. No se puede viajar menos acompañado.
Olvidábamos al Secretario Particular y al Jefe de Protocolo.
No se necesita ser un lince político para adivinar las causas de lo sucedido ni
para comprender la verdadera e irremediable situación del señor Araujo. La
palabra Debacle, deshielo violento, encierra la explicación del drama. Eso es lo
que hay: en sólo nueve meses, el Presidente Araujo perdió la grandísima
popularidad de que gozaba; el prestigio de una elección libre, en la cual, ciento
cinco mil votos le dieron el triunfo más resonante y decisivo. Todo lo perdió el
señor Araujo en nueve meses apenas.
Es decir que a los nueve meses estalla el movimiento que lo ha derribado en
pocas horas su desprestigio, la decepción profunda que ocasionó al país con su
sistema y su criterio de gobierno, y el consiguiente y fuerte anhelo de quitarse de
él, fueron cosa de cuatro meses a los sumo.
Virtualmente, en la realidad correcta de las cosas, el señor Araujo ya no es
Presidente de El Salvador y le ha despedido como a un servidor inútil y
estorboso. Tanto es así que acude al único y tristísimo recurso de poner en manos
del Gobierno de Washington. Este mísero y repugnante arbitrio a que los
gobernantes desacreditados tras de largas y oprobiosas tiranías acuden en último
término, ha sido para don Arturo Araujo el primero, el mejor y el único. No se le
ocurrió otra cosa… porque no contaba con otra cosa.
Véase, en comprobación, lo que declaró a los diarios de esta ciudad, y cuyo texto
reproducimos de El Imparcial del cinco de este mes: “Espero que el
departamento de Estado de Estados Unidos decida su apoyo al Delegado de mi
gobierno, Doctor Olano, de acuerdo con el espíritu de la legalidad que siempre
ha sido norma en el gran pueblo del Norte, y tan pronto como ello ocurra, yo
regresaré a mi país a ponerme al frente de sus destinos, que ahora y siempre me
fueron tan caros”.
Es decir, tan pronto como el Departamento de Estado envié marinos americanos
don Arturo Araujo volverá a El Salvadora a asumir sus funciones de Presidente.
Se ve que el señor Araujo ni siquiera llega a conocer la patología de su país en lo
que tiene de más somero y bien puesto (?) que en su repugnancia invencible a
que lo gobiernen los extraños. Se engañó esta vez, como siempre: una simple
nota de Washington, no bastará para que los salvadoreños consientan de nuevo
en el gobierno a don Arturo Araujo. Sería indispensable la presencia de los
marinos y solo haber pensado en ellos, el expresidente Araujo se ha enajenado,
seguramente, las escasas simpatías que aún pudieran quedarle.
Sean quienes fueren los que han asumido el poder en El Salvador, nosotros los
aceptamos desde ahora, y les prestamos nuestra adhesión, por habernos
desembarazado de un hombre que con tanta facilidad acude a la intervención de
un poder extraño, que ningún derecho tiene para dirimir nuestras contiendas.
Don Arturo haría bien en renunciar ya su cargo de Presidente. Sería un servicio
al país, y quizá bastaría para que sus buenas intenciones levantaran un poco en la
balanza el platillo abrumado ahora bajo el peso de sus muchos y enormes
errores.
Guatemala, 6 de diciembre de 1931- Alberto Masferrer, Adolfo Pérez M., Serafín
Quiteño.
Cortesía de Caralvá a quien le agradezco el envío.
Apéndice II
El padre del general Sandino agradece a El Salvador su oportuna cooperación moral
en pro de la justicia
“Siento —dice— el supremo consuelo de ver en torno de Nicaragua y de sus
destinos, un Gobierno ardientemente sostenedor de los principios de honor y de la
dignidad centroamericanos”
“El Gobierno del general Hernández Martínez ha demostrado prácticamente su
devoción por la causa de la justicia”
El señor don Gregorio Sandino, padre de los generales Augusto y Sócrates Sandino, quien
desde hace algunos días se encuentra de visita entre nosotros, ha hecho a la prensa nacional
las importantes declaraciones que a continuación nos complacemos a reproducir:
“Para nosotros los nicaragüenses, la oportunidad con que llegó a nuestro país la Misión
Diplomática del Gobierno de El Salvador, integrada por don Antonio Álvarez Vidaurre y
por los pundonorosos militares Merino y Huezo, miembros del ejército salvadoreño, será
motivo de eterno y leal reconocimiento”.
“Al sentirnos rodeados por la fuerza moral amiga de los representantes del Gobierno que tan
acertada y patrióticamente preside el general don Maximiliano Hernández Martínez, y por la
de otras naciones centroamericanas y amigas, los nicaragüenses angustiados por la
incertidumbre de aquellos graves y lamentables momentos plenos de una intensidad,
experimentamos una reacción espiritual muy honda; y la labor hábilmente desarrollada por el
culto y distinguido diplomático y por sus compañeros los agregados militares pocas horas
después de su llegada, dio por resultado el nacimiento de la tranquilidad pública al
cristalizarse en histórico decreto promulgado por el señor presidente Sacasa, en su carácter
de Comandante General de la República, el orden constituido destruyendo la base viciada
sobre la que se levantaba el edificio de la Guardia Nacional, creada por las fuerzas de
ocupación norteamericana de la que aquel cuerpo era una sombra funesta”.
“Con la oportuna cooperación de El Salvador y de otras naciones hermanas, un nuevo plano
de acción fortifica en nosotros la esperanza de mejores días para la Patria; y puedo decir, con
sentimiento de gratitud y con orgullo de padre, que es a El Salvador al que se debe en gran
parte que después de la trágica muerte de mi hijo Augusto [21/febrero/1934], se cumplieran
las nobles aspiraciones suyas que luchaban por restablecer en todo su imperio el orden
constitucional interrumpido por el funcionamiento imperfecto de aquella guardia”.
“Como nicaragüense, como padre de los generales Augusto César y Sócrates Sandino y
como amigo del Presidente de Nicaragua, doctor don Juan Bautista Sacasa, rindo al pueblo y
al gobierno de El Salvador los más fervientes agradecimientos, y dentro del profundo dolor
que embarga mi espíritu, siento el supremo consuelo de ver en torno de Nicaragua y de sus
destinos, un Gobierno ardientemente sostenedor de los principios del honor y de la dignidad
centroamericanos”.
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