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DE RAZÓN PRÁCTICA
Directores
Javier Pradera / Fernando Savater N.º111
Abril 2001
Precio 900 Pta. 5,41
Abril 2001 111
JUAN ANTONIO RIVERA
La negra espalda de Javier Marías
EDURNE URIARTE
La sociedad civil contra ETA
FÉLIX OVEJERO
Democracia liberal
y democracias republicanas
JORGE HERRALDE
H. M. Enzensberger
EUGENIO GALLEG0
Desde las islas de los vientos
EMILIO LAMO
DE ESPINOSA
La normalización de España
SUMARIO
NÚMERO 111 ABRIL 2001
EMILIO LA NORMALIZACIÓN DE ESPAÑA
LAMO DE ESPINOSA
4
España, Europa y la modernidad
DEMOCRACIA LIBERAL
FÉLIX OVEJERO
18
Y DEMOCRACIAS REPUBLICANAS
NEOLIBERALISMO, TERCERA VÍA
FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA
31
Y SOCIALDEMOCRACIA
JOSÉ MARTÍNEZ DE PISÓN
40
GLOBALIZACIÓN Y DERECHOS HUMANOS
‘SUPERMUJERES’ Y BIENESTAR
LUIS MORENO
49
en las sociedades mediterráneas
Semblanza El ‘slalom’ gigante de
Jorge Herralde
54
Hans Magnus Enzensberger
Literatura
Carlos García Gual
58
Autobiografía como novela
Biografía
Eugenio Gallego
62
Desde las islas de los vientos
Narrativa
Juan Antonio Rivera
68
La negra espalda de Javier Marías
Objeciones y comentarios
Edurne Uriarte
77
La sociedad civil contra ETA
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Internet: www.progresa.es/claves
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Coordinación editorial
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Maquetación
ANTONIO OTIÑANO
Caricaturas
LOREDANO
Ilustraciones
FERNANDO HERNÁNDEZ (Madrid, 1955)
La obra de este autor, que utiliza en sus
telas colores, materiales e impresiones
cercanas al pop-art y al op-art, recoge
en sus volúmenes inmateriales, en sus
fantasiosos entramados, la idea de un
mundo que recrea los recónditos cami-
nos del cerebro, de las misteriosas neu-
ronas que lo conforman. Un mundo
hecho de visiones, de deseos, de res-
plandores y de sueños.
Enzensberger
DE RAZÓN PRÁCTICA
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y números atrasados dirigirse a:
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LA NORMALIZACIÓN DE ESPAÑA
España, Europa y la modernidad
EMILIO LAMO DE ESPINOSA
“No se puede recordar más que a condición de en-
contrar, en los marcos de la memoria colectiva, el lu-
gar de los acontecimientos pasados que nos intere-
san... El olvido o la deformación de algunos de nues-
tros recuerdos se explica también por el hecho de que
esos marcos sociales de la memoria cambian de un
periodo a otro. La sociedad, según las circunstancias
y según los tiempos, representa de diferentes mane-
ras el pasado”.
Maurice Halbwachs,
Les cadres sociaux de la mémoire,
Alcan, París, 1925, pág. 377.
“Les hommes se méconnaissent dans le bien et
s’aiment dans le mal....En ce qu’elle a d’intime, de
doux, de desintéressé, la société repose sur le mal: elle
est comme la nuit, faite d’angoisse”.
Georges Bataille,
Le Petit,
J. J. Pauvert, París, 1963.
l objetivo de estas páginas es ofrecer
un análisis interpretativo del proceso
histórico de la conflictiva relación
entre España y la modernidad, que en
nuestro caso no es sino trasunto de la re-
lación entre España y Europa. Un proce-
so, pues, de ciclo largo que podemos sin-
tetizar en tres momentos históricos: a) la
herida de la modernidad que separa a Es-
paña de la Ilustración y de Europa, y que
se genera al hilo de la invasión napoleóni-
ca; b) la formalización del proyecto de re-
construcción nacional al hilo de la catás-
trofe del 98 y, muy especialmente, con la
generación de 1914, la que definitiva-
mente elabora el triple proyecto de cam-
bio, modernización y europeización de
España que va a definir la cultura política
de los españoles durante varias generacio-
nes, y c) la ejecución de ese mismo pro-
yecto y, por tanto, la modernización y
normalización de España tras la muerte
del general Franco y la transición españo-
la en el periodo que va de 1975 a la con-
memoración de los fastos del 98. A ello
podría añadirse una última fase, la revi-
sión de la conciencia de España y de
nuestra propia historia para ajustarla a la
nueva realidad, la normalización, ya no
de la realidad de España sino de la de su
imagen. Es, pues, el ciclo de separación
primero y de reconciliación después de
España con la sociedad moderna y, por
tanto, también consigo misma: emergen-
cia y clausura de “las dos Españas”.
El punto de partida es obvio. ¿Acaso
Francia, Italia o Alemania se han plantea-
do, se han preguntado alguna vez si son o
no Europa? Nosotros sí, de modo obsesi-
vo, y para responder con frecuencia que
no, que no éramos europeos. ¿Es España
parte de Europa? ¿Puede entenderse la
historia de la civilización occidental sin
España? La respuesta se nos antoja hoy
evidente y muestra el sinsentido de un es-
tereotipo anglosajón: la existencia de una
“civilización hispana” distinta de la euro-
pea y occidental, una idea que está ya en
Toynbee pero que se conserva en un ana-
lista por lo demás tan agudo como Sa-
muel P. Huntington en El choque de civi-
lizaciones1. Pero que no es un estereotipo
ajeno a nosotros mismos. Al contrario,
somos en gran parte responsables de ese
estereotipo de lo hispano como elemento
diferenciado de lo europeo2. Hoy sabe-
mos que somos europeos; pero además sa-
bemos que, malgré nous, siempre lo he-
mos sido y la conciencia de la excepciona-
lidad de España era sólo el reflejo
maligno de un problema político de cons-
trucción nacional. De modo que la pre-
gunta, para nosotros, españoles de finales
del siglo XX, no puede ya ser si somos o
no Europa; la pregunta es más bien qué
tipo de ceguera nos llevó a pensar que no
lo éramos. El problema no es la europei-
dad de España, sino la pregunta misma
por la europeidad.
1. La herida de la modernidad
La ruptura de la conciencia de España con
la Europa y la modernidad se produce, co-
mo en otros países, al socaire de la inva-
sión napoleónica, ella misma producto de
la pulsión expansiva de la Revolución
Francesa. Como en Polonia, en Rusia o en
la misma Alemania, las tropas invasoras de
Napoleón agostan la Ilustración nativa
creando una alternativa esquizoide: bien
se opta por la Ilustración, pero eso te arro-
ja del lado del invasor como un gabacho y
afrancesado; bien se opta por lo propio, lo
nativo, pero eso te lleva a romper con la
Ilustración para regresar a las tradiciones,
a la Monarquía de Fernando VII y al Vi-
van las caenas. Los ilustrados del fin de si-
glo vivieron esa contradicción en sus pro-
pias carnes, como la vivieron al tiempo
Fichte en sus Discursos a la nación alemana
o los historicistas alemanes (Savigny)
opuestos a la codificación afrancesada que
proponen Thibaut y los juristas de la Es-
cuela de la Exégesis. Cuando Herder criti-
ca el pseudocosmopolitismo de Montes-
quieu como simple proyección parisina,
ajena al Volkgeist alemán, sentando la esci-
sión de la cultura germana de la moderni-
dad racionalista, comercial y mercantil, es-
taba escribiendo en nombre de todos los
invadidos.
Los historiadores datan la emergencia
de los modernos nacionalismos en el im-
pacto de las invasiones napoleónicas, de
modo que no es casual que aquellas jor-
nadas de revuelta contra el invasor fueran
el crisol del nacionalismo español y sean
4CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA nNº 111
E
1The Clash of Civilizations and the Remaking of
the World Order, Simon & Schuster, Nueva York,
1996; traducción El choque de civilizaciones y la recon-
figuración del orden mundial, Ediciones Paidós Ibérica,
Barcelona, 1997.
2Y cuando Pedro Almodóvar, al recibir el Oscar,
asegura venir “de otra cultura” no hace sino confirmar
el estereotipo: España no es parte de la cultura occi-
dental. Que una necedad tal haya podido ser aceptada
por nosotros mismos revela toda la fuerza de las ideo-
logías y las falsas conciencias.
aún una de las pocas fechas de unidad
nacional. El Dos de Mayo o Los fusila-
mientos de la Moncloa constituyen emble-
mas de unión que tienen aún eficacia co-
lectiva. Es la “terrible conflagración de
1808 a 1814”, señala José Álvarez Junco,
“la que va a servir de base para el surgi-
miento de la gran mitología nacionalista
dominante durante todo el siglo XIX e in-
cluso el primer tercio del XX. Sólo ella su-
birá al altar de las glorias patrias como
‘guerra de independencia nacional’3. Más
que la exaltación de la propia identidad,
el aglutinante de los movilizados es la re-
pulsa de lo francés”4, continúa Álvarez
Junco5. La España moderna emerge de
aquel conflicto y lo hace como conflicto,
como escisión, separada de (y enfrentada
a) Europa.
El siglo XIX será en gran parte la his-
toria de ese conflicto que separa la mo-
dernidad, Europa, la ciencia, la innova-
ción, de la tradición, lo castizo, la reli-
gión. Hasta las guerras carlistas y el
fuerismo son el reflejo de ese conflicto
esencial que había opuesto el patriotismo
a la modernidad, la Nación a la Razón.
Todavía a finales del XVIII los pensadores
españoles apostaban sin duda por la inno-
vación y la modernidad. Feijoo calificaba
a la tradición de “vano y ostentoso títu-
lo”; cuando Campomanes quiere descali-
ficar una institución la llama “tradiciona-
ria”; Cadalso comienza sus Cartas marrue-
cas condenando “las costumbres de
nuestros abuelos”, e Iriarte critica en sus
fábulas a quienes “alegan la costumbre
envejecida contra el dictamen racional”.
Pero mediado el siglo XIX un agudo ana-
lista, Jaime Balmes, habría de representar
así la escisión:
“Hombres hay que viven en lo pasado, y los
hay también que viven en el porvenir. Unos y otros
condenan lo presente; aquéllos ensalzan lo que fue,
éstos lo que será; los primeros se consuelan con re-
cuerdos, los segundos con esperanzas”.
El pasado y el futuro, la tradición y la
innovación, lo castizo o lo importado. Y,
sin embargo, no había nada de singular
en ello. Lo que en España o Alemania
ocurría sobre el trasfondo de la invasión
extranjera, en Francia o Inglaterra, los
bastiones y ejemplos de la modernidad
europea, ocurría igualmente: la lenta su-
presión de tradiciones, de respuestas en-
contradas en el pasado, por la dinámica
racionalista de la innovación, el cambio,
la mirada hacia el futuro, el progreso. Só-
lo que en esos países esa dinámica, la di-
námica misma de lo que hoy llamamos
procesos de modernización, no había
quedado manchada por el pecado de ex-
tranjería y era nativa y autóctona, no im-
portada a lomos de bayonetas.
España aparecía así, sin que ella lo su-
piera, escindida entre ser ella misma pero
a costa de renunciar al mundo moderno,
o aceptar este pero a costa de una supues-
ta pérdida de su singularidad y de sus
esencias. La escisión entre las dos Espa-
ñas, una herida que no habría de saldarse
sino a finales del siglo XX, se abre al ritmo
de penetración de las tropas francesas. La
toma de conciencia de esa herida y, por
tanto, los inicios del proyecto nacional
de su superación se producirán a finales de
siglo como consecuencia de la catástrofe
del 98, momento en el cual España se ve
forzada a resolver la escisión: no puede se-
guir existiendo, en cualquier forma, sino
a costa de una profunda revisión, de una
profunda modernización.
2. El sentido de “los noventayochos”
El “corto siglo XX”, que comienza en la
guerra del 14 y singularmente con la Re-
EMILIO LAMO DE ESPINOSA
5
Nº 111 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
3J. Álvarez Junco: La invención de la guerra de la
Independencia, CLAVES DE RAZÓNPRÁCTICA, 67, no-
viembre de 1996, pág. 11.
4J. Álvarez Junco: op. cit., pág. 12.
5J. Álvarez Junco: op. cit., pág. 13.
volución Rusa, y se cierra con el fin de esa
ilusión en 1989, se gesta alrededor de tres
“noventayochos” que marcan la emergen-
cia como grandes potencias de las tres na-
ciones cuya hegemonía va a marcar el si-
glo XX: Estados Unidos, Alemania y Ja-
pón. Los tres iniciarán en el último tercio
del XIX un acelerado y rápido proceso de
modernización, industrialización y urba-
nización, para emerger a finales de siglo
como potencias nuevas en el escenario de
la historia mundial. Estados Unidos ten-
drá su periodo de crecimiento a partir del
fin de la guerra civil en 1865, para emer-
ger tras la guerra con España como po-
tencia naval dominante del Atlántico y
del Pacífico. Alemania seguirá un camino
similar tras la victoria de Sedan (1870)
frente a Francia y la unificación, y a lo
largo del periodo guillermino superará la
producción industrial inglesa –ya a co-
mienzos de siglo– para emerger como in-
discutible potencia militar en la Gran
Guerra. Japón, tras la Restauración Meiji
(1868), iniciará una acelerada y potente
dinámica de occidentalización y vence a
la armada rusa del Pacífico en Tsushima
(1905), momento que indica su emergen-
cia como gran potencia asiática.
Hablamos, pues, de la emergencia del
orden internacional moderno alrededor
de tres grandes potencias, tres noventayo-
chos y tres vencidos: Francia, España y
Rusia. Y no es nada casual que los tres paí-
ses vencedores tuvieran ya a comienzos de
siglo sistemas educativos excelentes en
educación primaria prácticamente univer-
sal y una excelente educación secundaria.
Además, Alemania tenía el paradigma de
sistema universitario moderno, y Japón y
Estados Unidos comenzaban ambos a co-
piarlo; es la época del gran desarrollo de
la universidad americana en el medio oes-
te (Chicago) y el oeste (California). Y no
es trivial, pues los tres vencedores serán
todos ellos ejemplos de lo que más tarde
llamará el presidente Eisenhower el mili-
tary-industrial complex, a saber, la articu-
lación de una red que, controlada desde el
Estado, vincula a las universidades y los
centros de investigación con la industria
del armamento y los ejércitos. La ciencia
deviene poder.
¿Qué significó para nosotros el 98,
ese pistoletazo de la historia moderna? Sin
duda el fin del primer imperio europeo
moderno, anunciado y previsto, a manos
de una nación de “choriceros” y “nuevos
ricos”, que acaban en horas con la armada
del viejo hidalgo arruinado, derrota final
porque ya no quedan más batallas que
dar. La “terrible fecha de 1898”, dijo Or-
tega, comparable en su impacto en el in-
consciente colectivo a la terrible noche en
que la Armada de Felipe II se aproximó a
las costas de Inglaterra. Es “el año cero
de la historia de España moderna.
Y, sin embargo, la derrota no produce
crisis económica alguna, ni tampoco la
quiebra política del régimen, que sí se
producirá en torno a la huelga de 1917, la
catástrofe de Annual de 1920 y el golpe
de Primo de 1923. Pero sí dará lugar a
una profunda crisis de legitimidad, no só-
lo política sino casi ontológica: España no
existe, debemos crearla de nuevo.
Por ello el 98 español plantea la agen-
da de la modernización española, que es
al tiempo la agenda de la europeización, y
en esa agenda el tema central es la educa-
ción, la cultura y la ciencia. Pues la res-
puesta a la catástrofe sólo podía ser apren-
der de los vencedores o bien defender a
ultranza la singularidad. Ambas respues-
tas están en el 98, aunque la primera será
dominante a la larga. Si Ganivet en su
Idearium español podía decir que “la ha-
banera por sí sola vale por toda la produc-
ción de Estados Unidos, sin excluir la de
máquinas de coser y aparatos telefónicos”,
bien pronto se apercibirán del disparate.
Y así, es ya tradicional citar las palabras
del diputado Vincenti del 23 de junio de
1899 en las Cortes:
“Yo no cesaré de repetir que, dejando a un la-
do un falso patriotismo, debemos inspirarnos en el
ejemplo que nos ha dado Estados Unidos. Este pue-
blo nos ha vencido no sólo por ser más fuerte, sino
también por ser más instruido, más educado… Se
nos ha vencido en el laboratorio y en las oficinas,
pero no en el mar o en la tierra”.
Y Costa señalará al año siguiente: “El
problema de la regeneración de España es
pedagógico, tanto o más que económico
y financiero, y requiere una transforma-
ción profunda de la educación nacional
en todos sus grados”. De ahí su proyecto:
la europeización de España (Reconstruc-
ción y europeización de España, 1903);
LA NORMALIZACIÓN DE ESPAÑA
6CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA nNº 111
echar siete llaves al sepulcro del Cid, al
pasado; y ocuparse del futuro: despensa y
escuela. Cajal escribirá en 1898 en sus
memorias: “Nos arrastró a la catástrofe la
vergonzosa ignorancia en que vivían
nuestros partidos de turno” (Recuerdos de
mi vida, 1917). Cossío asegura en 1899:
“¿Quién duda ya a estas horas de que, en
primer término, la causa más inmediata
de nuestra catástrofe ha sido la ignoran-
cia?”. Y en 1909, José Rodríguez Carraci-
do, catedrático de Química y rector de la
Central, escribe: “No fuimos vencidos
por las armas sino por la escuela”.
Por supuesto esto es una lectura sin-
gular de los hechos. Más que un diagnós-
tico, es un proyecto. Por supuesto que
nos vencieron las armas, pero esa derrota
fue la gran oportunidad que aprovechó el
regeneracionismo español para imponer
su programa modernizador, uno de cuyos
ejes vertebradores había sido siempre la
educación. Y no necesito señalar que el
nivel educativo de España era muy bajo.
Todavía en 1860 no llegaban a uno de ca-
da tres los españoles que sabían leer, y
aunque la tasa sube, su desarrollo es len-
to, y para 1930 eran algo menos de dos
de cada tres, una tasa de analfabetismo de
algo menos del 40%, justo la que tenían
Inglaterra, Francia o Alemania a media-
dos del XIX (pues para 1900 la alfabetiza-
ción era ya universal)6.
3. La ambivalencia del 98 español:
que inventen ellos
Pero hay una profunda ambivalencia en el
proyecto noventayochista español. Efecti-
vamente, la primera reacción es el ensi-
mismamiento: España regresa sobre sí
misma e inicia una durísima autocrítica a
manos de la primera generación de inte-
lectuales. El 98 es el equivalente español a
la emergencia de los intelectuales en el af-
faire Dreyfus en Francia. Una autoobser-
vación que cambia por completo la ima-
gen que España tenía de sí misma. “Es un
país en decadencia, sin pulso” (Silvela);
“muerto e inerte, un pantano de aguas
muertas” (Besteiro); “una nación en rui-
nas” (Macías Picavea); un “pantano de
agua estancada” o un “páramo espiritual”
(Unamuno). Lo que llevará a este último
a decir (supongo que se arrepentiría, co-
mo lo hizo Araquistain, que le siguió –en
esto como en otras cosas– con poco tino)
“bendita sea la guerra civil, que podrá
mover este pantano”. Un país poblado
por mendigos, jornaleros harapientos,
prostitutas o marginados; “pueblo de pig-
meos”, lo había llamado Masson de Mor-
villiers en la Enciclopedia. Es la imagen
del español bruto, pero anarquista, indivi-
dualista, insolidario y, desde luego, ingo-
bernable. No, desde luego, la imagen del
español del XVI o del XVII, del imperial o
de los tercios pero sí, nótese, la imagen
del español que encontramos en el mismo
general Franco.
Cambia incluso la imagen física
de España. Es el fin del mito isidoriano de
la España ubérrima sustituido por la vi-
sión de una tierra donde llueve hacia arri-
ba (Ortega), pobre y requemada, ávida de
humedad y agua, la imagen castellana por
excelencia. Ya en Los males de la patria, de
Lucas Mallada (1890), encontramos la
problemática hidráulica –los pantanos de
Franco.
Pero en la crítica, como señalaba, hay
una profunda ambivalencia. Pues al igual
que el rechazado se afirma en el símbolo
del rechazo, el vencido se afirma en lo
que le llevó a la derrota y así el 98 se re-
godea también en esa singularidad casti-
cista de lo español y ve en ello timbre de
gloria y originalidad, una nueva espiritua-
lidad o una singularidad espiritual a con-
servar. Y así se preocupa, no tanto por
cambiar España, sino ante todo por el
“ser” de España y las raíces de esa excep-
cionalidad. Una profunda ambivalencia
entre el rechazo de la excepcionalidad de
una parte, y su afirmación de otra entre
ser Europa o ser anti-Europa.
La ambivalencia la vemos en Unamu-
no, sobre todo. Su citado “que inventen
ellos” es, más que una anécdota o una
boutade, un síntoma. España, como país
espiritual o “reserva espiritual de Europa”,
que dirá Franco; pero también en Gani-
vet, Baroja, Maeztu o el propio Azorín
encontramos la misma ambivalencia. Sal-
vador de Madariaga, que fue muy cons-
ciente de esta peligrosa ambivalencia, en
su best seller Spain (1930) la ejemplificaba
en un doble contraste. Por una parte,
el de Costa y Ganivet. Pero, sobre todo, el
de Unamuno y Ortega (“hermano y ene-
migo”, decía Ortega de Unamuno), “pro-
tagonistas de las dos tendencias de pensa-
miento de la generación del 98; una pro-
pugna la salvación de España en su propia
sustancia; la otra su renovación a través
del ejemplo y la influencia europea7. Si
comparamos la pintura de Sorolla con la
de Zuloaga o Gutiérrez Solana, los dos
pintores admirados del 98, fascinados
ambos por la España misérrima; o El Gre-
co, cuya espiritualidad descubrieron en la
imperial ciudad de Toledo, una nueva
Roma hecha de ruinas, apreciaremos me-
jor esa fascinación narcisista con lo casti-
zo y propio, ejemplificado ahora por la
pobreza, e incluso la miseria, de Castilla.
El 98, al ensimismarse adentro del “ser
de España, caricaturiza pero también este-
tiza la España castiza, de charanga y pan-
dereta. La excepcionalidad es al tiempo
una maldición y un timbre de gloria: no
somos choriceros ni mercaderes. Y de
aquí a la idea de un país de santos y gue-
rreros hay un paso fácil de dar.
En este sentido el 98 español retoma
uno de los dos estereotipos de la imagen
exterior de España. En tanto que primer
imperio europeo y verdugo de no pocas
naciones, la imagen exterior de España es
ya nítida en el XVII y, sobre todo, en el
XVIII. Es la imagen ilustrada de un país en
decadencia pero que fue moderno, inte-
grista e inquisitorial, la España de la le-
yenda negra, poblada de conquistadores,
inquisidores e hidalgos rígidos, la España
“martillo de herejes y luz de Trento” de
Menéndez y Pelayo. Es una visión deni-
grante y negativa, pero la visión de un
país sin duda europeo, mal gobernado pe-
ro con un buen pueblo. Es la imagen que
encontramos en Kant o Goethe, Montes-
quieu, Voltaire o la Enciclopedia, del pri-
mer debate sobre la ciencia. Es la imagen
del XVIII.
Que será sustituida en el XIX por la
imagen romántica, derivada de los ingleses
y la guerra de independencia, que cobrará
forma con los escritos de Byron y Víctor
Hugo, a los que se añaden pronto los de
Washington Irving y Téophile Gautier.
Merimée y Bizet cerrarán la imagen que
continuará hasta Hemingway, Orwell o
Brenan. Ahora es una España orientali-
zante y no europea, premoderna (más que
posmoderna) y primitiva, que gusta por
su salvajismo, poblada de gitanos, cárme-
nes (mujer liberada y salvaje), y sobre to-
do guerrilleros, bandoleros, contrabandis-
tas, anarquistas, milicianos o maquis (y
con esa retahíla pasamos sin solución de
continuidad desde comienzos del XIX a
mediados del XX), pues todos son lo mis-
mo, que fascinan por su vitalidad y fuerza
primitiva. Y nótese que es una imagen
positiva, pero justamente porque somos
distintos, porque no somos europeos.
Pues lo que el romántico busca, encuen-
tra y valora en España es que en ella no
hay comercio, ni industria, ni ciencia, ni
EMILIO LAMO DE ESPINOSA
7
Nº 111 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
6Datos de Clara Eugenia Núñez: La fuente de la
riqueza. Educación y desarrollo económico en la España
contemporánea. Alianza Editorial, Madrid, 1992. 7Op. cit., pág. 139.
burguesía, nada de aquello que odia.
Con el 98 pasamos de la imagen ilus-
trada de España como verdugo de Europa
a la imagen romántica de España como
tierra de individuos auténticos y frontera
exterior de Europa, que empieza en los
Pirineos. Y con ello reencontramos el di-
lema que ha atravesado la cultura españo-
la desde la guerra de independencia y que
sólo ahora se desvanece: ser español nos
opone a la modernidad, las luces, la de-
mocracia y la ciencia; ser moderno, racio-
nalista, ilustrado, es tanto como ser an-
tiespañol. España, de una parte, y Europa
y la modernidad, de otra, se encontraban
en lados distintos de la divisoria.
4. La generación de 1914 y el proyecto
europeizador
Como señalaba Madariaga, la generación
de 1914 rompe con el dilema y la ambi-
valencia. Es la generación que es joven
cuando el 98 y que, como señaló Ortega,
“nació a la atención reflexiva en la terrible
fecha de 1898, y desde entonces no ha
presenciado en torno suyo, no ya un día
de gloria o de plenitud, pero ni siquiera
una hora de suficiencia” (discurso Vieja y
nueva política, al fundar la Liga de Educa-
ción Política, en 1914). No es madura
cuando el desastre, como la del 98, y su
reacción es por ello menos autocrítica,
menos reflexiva y autoanalizadora, más
volcada al exterior y no pocos de ellos se
forman en Alemania becados por la Junta.
Son los teenagers del desastre”, como los
llama Cacho Viu acertadamente.
Sin duda la figura central de esa gene-
ración claramente modernizadora8es Or-
tega, y la cita que mejor la representa ha
sido repetida hasta la saciedad como eslo-
gan de una actitud y resumen sentencioso
de un proyecto político nacional: “España
es el problema, Europa la solución9. Es
la postura, por supuesto, de Azaña o Ma-
rañón, pero también de Fernando de los
Ríos o de Julián Besteiro (el mayor de esa
generación) y de los krausistas que, a tra-
vés de la Junta de Ampliación de Estu-
dios, envían a los jóvenes a formarse en
Alemania, “japonizando” España que, co-
mo el país oriental, necesita una acelerada
occidentalización que rompa con sus raí-
ces orientales y primitivas.
¿En qué coinciden ambas generacio-
nes, la del 98 y la del 14? Sin duda en
bastante. Así, en la singularidad histórica
de España vista como fracaso y decaden-
cia. Ortega en La España invertebrada di-
rá tajantemente: “La historia de España
entera, y salvo fugaces jornadas [se refiere
al periodo 1450 a 1550], ha sido la histo-
ria de una decadencia en la que la anor-
malidad ha sido lo normal”. Singularidad
que se extiende hasta la realidad física: el
fin del mito isidoriano y la castellaniza-
ción de España. Y del que se sale con la
educación. Pero difieren en algo crucial:
en su postura frente a la modernización y
europeización, claramente favorable en el
14, más que discutible en el 98. Unos mi-
ran hacia adentro, otros (sin duda porque
habían estudiado fuera) miran hacia fue-
ra. Unos son pesimistas, desconfían de las
masas o el pueblo atónito, no son propia-
mente demócratas (y no lo son ni Una-
muno ni Maeztu ni Baroja), aunque pue-
dan ser liberales; los otros son demócra-
tas, optimistas y reconstructores. Y por
eso tienen un proyecto político, mientras
que el 98 sólo tiene un proyecto cultural.
Desde esta perspectiva, si la genera-
ción del 98 es el equivalente hispano a la
del fin-de-siécle europea, modernista e irra-
cionalista, sin duda más nietzscheana que
positivista, la del 14 es el equivalente espa-
ñol a la del 18 europea, la del neopositi-
vismo lógico o la reconstrucción de la ra-
zón, la del primer Wittgenstein o el pri-
mer Mannheim, y las semejanzas de éste
con Ortega son evidentes (perspectivismo,
generaciones; rechazo-aceptación del his-
toricismo; sociología del conocimiento).
El fracaso del proyecto modernizador
de la generación del 14 es, sin embargo,
indiscutible. Fracasa en su intento de ac-
tualizar la Restauración, que se salda con
la dictadura de Primo de Rivera. Pero so-
bre todo fracasa en la II República, que se
salda con la guerra civil, que confirma el
mito de la excepcionalidad histórica de
España y todos los estereotipos sobre ella.
De una parte, los inquisidores, los obis-
pos y los latifundistas; de otra, los anar-
quistas, los bandoleros y los jornaleros. La
guerra civil confirma ante extraños y pro-
pios la imagen de un país premoderno, la
imagen romántica de España, que sólo
conseguiremos cambiar con la transición
a la democracia.
5. La confirmación de la profecía:
la guerra civil y el franquismo
Como escribe Santos Juliá, “con la derro-
ta de la República después de tres largos
años de guerra entre españoles..., la repre-
sentación de la historia de España, inicia-
da por la generación romántica como una
anomalía, se transformó en manos de his-
toriadores y sociólogos profesionales en
un fracaso de universal dimensión que
afectaba a todos los órdenes de la vida10.
La guerra civil primero y el franquismo
después iban a confirmar la excepcionali-
dad de España como país singular.
Hay dos interpretaciones historiográ-
ficas divergentes sobre las consecuencias
de la guerra civil para la (auto)imagen de
España. Tusell ha defendido que la visión
de España fue menos paternalista que la
ilustrada o la romántica: se vino a apren-
der, y no a enseñar, aunque se llegara con
imágenes preconcebidas y dispuesto a
confirmarlas. Si en el romanticismo pri-
maba el exotismo y el encantamiento cul-
tural, en la guerra civil se dio más el entu-
siasmo en la asunción de una ideología
política11. Para Ucelay, por el contrario,
las imágenes exteriores de la guerra civil y
el franquismo estuvieron filtradas por los
estereotipos ilustrados y románticos, pues
“la naturaleza de la solidaridad política…
tiene que ver más con las preocupaciones
de quienes ofrecen apoyo que con las rea-
lidades de quienes en teoría lo reciben12.
Dado que la mayoría de los que se sintie-
ron motivados a favor de un bando o del
otro sabían muy poco de España, las reac-
ciones de simpatía o solidaridad se basa-
ban en gran medida en “ideas preconcebi-
das o estereotipos heredados culturalmen-
te”13. Y así,
“la propaganda republicana y la nacional, justo en
el mismo momento de nacer, se han de adaptar a la
manera romántica de entender los problemas espa-
ñoles, tanto si les gusta como si no, dado que ésta
es la única comprensión de España desde fuera”14.
Las dos interpretaciones de la guerra
civil en el extranjero entroncaban con las
dos imágenes heredadas de España. La
propaganda exterior profranquista está
plagada de la mitología de la España ne-
gra, mientras que la visión republicana de
la guerra se hará eco del estereotipo ro-
mántico del pueblo libre en armas, tra-
sunto de la guerrilla que sorprendió a los
ejércitos ingleses un siglo antes. La visión
LA NORMALIZACIÓN DE ESPAÑA
8CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA nNº 111
8Una visión más negativa de la generación del
14, en S. Juliá, Anomalía, dolor y fracaso de España,
en CLAVES DE RAZÓNPRÁCTICA, 66 (1996), 10-22.
Me parece acertada la tesis de J. M. Beneyto en Tra-
gedia y razón. Europa en el pensamiento español del
siglo XX, Taurus, Madrid, 1999, al que sigo en este
tema.
9Ortega y Gasset: Obras completas. Editorial Re-
vista de Occidente, 1963, vol. I, pág. 521.
10 S. Juliá: op. cit., pág. 16.
11 M. Tusell (1992): La imagen de España duran-
te la Guerra Civil, en VV AA (1992), pág. 10.
12 Ucelay: ‘Ideas preconcebidas y estereotipos en
las interpretaciones de la guerra civil española: el dor-
so de la solidaridad’, Historia Social, 6, 1990,
págs. 23-43, pág. 26.
13 Ucelay: pág. 23.
14 Ucelay: pág. 25.
“humanista laica”, aliada del bando repu-
blicano, retomará el discurso protestante
de la leyenda negra y reproducirá los tópi-
cos puestos en circulación durante la re-
forma sobre la intolerancia, la represión y
los atropellos del catolicismo. Sólo así se
pueden entender las manifestaciones de
simpatía por la república de unas culturas
secularmente antiespañolas como la ingle-
sa y americana. Y así, con Brenan y Prit-
chet el estereotipo romántico se actualiza.
El clasismo de la sociedad británica es
contrastado con el igualitarismo de los es-
pañoles: “He respirado el aire de la igual-
dad”, señalará, en frase tópica, George
Orwell.
También la visión derechista-conser-
vadora se nutrirá del discurso católico
contra la Revolución Francesa. El bando
republicano es acusado de vandalismo e
incivilización por sus atentados contra la
cultura que representan los edificios y
obras de arte religiosos. De nuevo el mito
del exotismo, del salvaje español, esta vez
invertido para convertirlo en algo negati-
vo: “La escenografía derechista y católica
se revela así tan intensamente romántica,
si no más, como la justificación contraria
(...) Todo facilita que el mito de los bár-
baros dé a la propaganda nacionalista un
vocabulario de imágenes y de valores ab-
solutamente familiares y, justamente por
eso, efectivos”15.
En resumen, si en un primer momen-
to pudo producirse una aproximación
desprejuiciada a la realidad española, las
exigencias de la propaganda de uno y otro
bando –y la misma necesidad de subsu-
mir la violencia de la guerra en un esque-
ma orientador– reverdecen viejos estereo-
tipos que son usados como arma arrojadi-
za. Y así, si los republicanos se presentan
como el “pueblo en armas” y acusan a los
nacionales de inquisidores, éstos se pre-
sentan como “cruzados” en lucha con el
nuevo infiel comunista y acusan a aque-
llos de “antioccidentales” y bárbaros de-
fensores de un imperio “asiático”. Y así,
detrás del oficial nacionalista se puede ver
la imagen del caballero medieval, pero de-
trás del anarquista catalán o andaluz late
de nuevo toda la imaginería romántica,
desde el bandolero al guerrillero. Razón
por la que, con frecuencia, novelas o en-
sayos producidos en ese periodo, como
Por quien doblan las campanas, de He-
mingway, o El laberinto español, de Ge-
rald Brenan (o incluso, mucho después,
como la película de Loach Tierra y liber-
tad), irritan en ocasiones por su atmósfera
paternalista frente al “buen salvaje” espa-
ñol.
El legado de la guerra civil, sin duda
el evento histórico de mayor importancia
mundial en la conformación de la imagen
de España desde el siglo XVI, es, pues, una
fuerte estereotipación que, de uno u otro
modo, nos asegura una marcada singula-
ridad. La idea de que una cierta perversi-
dad de carácter nos aleja de la moder-
nidad y nos inhabilita para la vida “civili-
zada”, que ya había sido avanzada por la
generación del 98, así como la concomi-
tante preocupación (y casi obsesión) por
el “ser” de España, son herencia clara de
ese funesto periodo de nuestra historia.
La guerra civil epitomizó así, interna
y externamente, la excepcionalidad. Para-
dójicamente, fue Franco mismo quien,
utilizando la violencia fratricida que él
mismo había desatado como argumento
legitimador de su peculiar visión de la in-
gobernabilidad de los españoles, hizo de
la guerra civil el mito fundante de su régi-
men y, así, el mito fundante de la misma
transición e incluso de la actual democra-
cia. La visión franquista de la historia de
España como guerra civil ininterrumpida,
visión especialmente derogatoria de la
Restauración (simple tregua corrupta en-
tre las contiendas fratricidas del XIX y las
del XX), no sólo hizo escuela entre los his-
toriadores (incluso, sorprendentemente,
entre los historiadores de izquierda), pues
caló en la conciencia de los ciudadanos. Y
así, frente a una España excepcional y
anormal, hispanizada, tradicional y vio-
lenta, aceptada por todos como lo que
verdaderamente es, surge el proyecto na-
cional de conservar la paz construyendo
la España que debe ser: normalizada, eu-
ropeizada, moderna. Si Franco hizo inad-
vertidamente de la imagen romántica ar-
gumento legitimador de la excepcionali-
dad de su dictadura, los españoles
habríamos de arrojar al cubo de la basura,
junto con el franquismo, esa misma ima-
gen.
6. El sentido de la transición como
profecía que se autoniega; olvido y
memoria del horror
Por ello, la transición a la democracia sor-
prendió a extraños (y propios) porque su-
puso la ruptura de las expectativas negati-
vas sobre España que llevaban gestándose
más de un siglo, quebró estereotipos y au-
toestereotipos. Si ya en la Baja Edad Me-
dia el paroxismo del llanto de las plañide-
ras hispanas extrañaba al abad de Cluny,
ahora causará sorpresa y admiración la ca-
pacidad de los españoles para contener el
llanto, mirar adelante, olvidar el pasado y
empezar de nuevo. González y Gimber-
nat han llegado a comparar la transición
con la Unfähigkeit zu trauern de Alemania