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ANTROPOLOGÍA Y RITUALES DE MUERTE A COMIENZOS DEL SIGLO XX EN ANDALUCÍA. Anthropology and Rituals of death at the beginning of the 20th Century in Andalusia.

Authors:

Abstract

A partir de las fuentes escritas, la " Encuesta del Ateneo de Madrid " acerca del nacimiento, matrimonio y muerte en España (1901-1902) y la obra dramática de Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba (1936) se hace una etnografía sobre la muerte y sus rituales en Andalucía a finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX y se avanzan interpretacio-nes desde la perspectiva de la Antropología social y cultural. Abstract: From written sources, the "Encuesta del Ateneo de Madrid" about birth, marriage and death in Spain (1901-1902) and the Federico García Lorca's, play, " La Casa de Bernarda Alba " (1936) becomes a kind of ethnography on death and its rituals in Andalusia at the end of the 19th century and the first third of the 20th century. Likewise, an interpretation of the same is made from the perspective of social and cultural anthropology.
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Resumen:
A partir de las fuentes escritas, la “Encuesta del Ateneo de Madrid” acerca del naci-
miento, matrimonio y muerte en España (1901-1902) y la obra dramática de Federico García
Lorca, La casa de Bernarda Alba (1936) se hace una etnografía sobre la muerte y sus rituales
en Andalucía a finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX y se avanzan interpretacio-
nes desde la perspectiva de la Antropología social y cultural.
Abstract:
From written sources, the "Encuesta del Ateneo de Madrid" about birth, marriage and
death in Spain (1901-1902) and the Federico García Lorca’s, play, “La Casa de Bernarda
Alba” (1936) becomes a kind of ethnography on death and its rituals in Andalusia at the
end of the 19th century and the first third of the 20th century. Likewise, an interpretation
of the same is made from the perspective of social and cultural anthropology.
Palabras clave:
Rituales de muerte. Ateneo de Madrid. García Lorca. Andalucía.
Key words:
Mortuary rituals. Ateneo of Madrid. Garcia Lorca. Andalusia.
Introducción
Los ciclos de la vida están ritualizados en todas las sociedades y su grado de compleji-
dad, duración y significado está en función de la importancia que concede cada sociedad
a este tránsito y del valor que adjudica a la etapa que comienza o culmina (1). Estos rituales
son conocidos desde que Van Gennep en 1909 acuñara el término como “ritos de paso”.
ANTROPOLOGÍA Y RITUALES DE MUERTE
A COMIENZOS DEL SIGLO XX EN ANDALUCÍA
Anthropology and Rituals of death
at the beginning of the 20th Century in Andalusia
Salvador Rodríguez Becerra
Universidad de Sevilla
becerra@us.es
1 Algunos de los datos e ideas que aquí se recogen fueron expuestos en “Rituales de muerte en Andalucía:
significados y funciones”, La función simbólica de los ritos (P. Molina y F. Checa, eds.), Icaria Editorial,
Barcelona, 1997, pp.129-157.
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Hay sociedades que celebran con más intensidad el comienzo de la pubertad o las bodas
que los funerales, pero existen otras en las que se valora más tener una tumba que una
casa y otras que celebran dobles exequias. En el mundo occidental, en las últimas décadas,
los ritos funerarios han ido simplificándose y escamoteándose a la familia, para dejarlos
en manos de profesio nales en nombre de la sanidad, la eficacia y el bien común. Los rituales
tradicionales son sustitui dos por otros de distinta naturaleza que ocupan un lugar secun-
dario en el complejo ritual de la muerte. El progresivo uso de tanatorios y de la cremación
que en las principales ciudades de Andalucía supera el 65%, muy por encima de la media
española frente a poco más del 10% en Murcia y aún menos en Portugal, es ilustrativo de
esta tendencia.
En las páginas que siguen trataremos sobre rituales funerarios a comienzos del siglo
XX en Andalucía a partir de unas fuentes de información concretas cuyas virtudes y limi-
taciones metodológicas expondremos más adelante. Creemos que hay un espacio común
de coincidencia en las creencias y ritos entre andaluces, justifica do, por las características
medioambientales y las vicisitudes sociohistóricas de este pueblo, que ha conformado unas
peculiaridades culturales que estructuran una visión del mundo que hacen de Andalucía
una comunidad singularizada en el conjunto de la cultura española. No puede olvidarse
que una parte de ella, los reinos cristianos de Jaén, Córdoba y Sevilla, desde el s. XIII y el
reino de Granada dos siglos y medio después, fueron incorporados a la Corona de Castilla.
En todo estos reinos que constituyeron Andalucía, la Iglesia Católica estuvo muy presente
e influyó poderosamente a través de las órdenes religiosas, según hemos demostrado en
otro lugar (Rodríguez Becerra, 2009). Esta institución que siempre ha tendido hacia la uni-
dad e incluso a la uniformidad, aunque sin conseguirlo plenamente, penetró y controló la
vida social y cultural, basada en un sistema de creencias muy elaborado y una organización
amplia y poderosa capaz de hacer cumplir las normas emanadas de sus concilios y de la je-
rarquía. Ello no impidió que se desarrollara una cultura cristiana con características propias,
lo que hemos llamado religión de los andaluces (Rodríguez Becerra, 2006).
En esta tarea unificadora la Iglesia española contó con la colaboración del Estado, el
cual fue paulatinamente acaparando más poder y sustituyéndola en amplias esferas del
comportamiento. A título de ejemplo, toda la cultura y organización de la muerte pasó de
ser una función de las diócesis y parroquias, con enterramientos en las propias iglesias
desde los siglos bajomedievales, a ser prácticamente una actividad de exclusiva competencia
de la sociedad civil en el siglo XIX y actualmente de las comunidades autónomas y los
ayuntamientos (2). A este respecto es ilustrativo lo que escribía un clérigo gaditano a co-
mienzos del siglo XIX en un manual para enterramientos:
"La Iglesia Católica siguiendo las buenas costumbres, y usos adaptables a su espíritu que
practicaron los antiguos con los muertos, y asimismo las leyes y mandatos de la potestad
civil,... ha añadido varios ritos, y ceremonias en los funerales, que se hallan prescritas en el
Ritual Romano..., cuyos mandatos traducidos al castellano se presentan aquí como reglas
precisas de nuestra conducta en los enterramientos..." (Gómez Bueno, Introducción, en
Instrucciones mortuorias…, 1802).
2 Reglamento de Policía Sanitaria Mortuoria de Andalucía. Decreto 95/2001 de 3 de abril. BOJA 3 de
mayo 2001, núm.50, pág. 6679.
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En cualquier caso, a pesar de esta legislación oficial, las diferencias en los rituales mor-
tuorios entre comarcas y pueblos han existido y existen, pudiéndose hablar de comunidades
o sociedades necróla tras, porque rinden culto o lloran exageradamente a sus muertos, frente
a otras que celebran menos a sus muertos (3). Estas diferencias son siempre ilustrativas de
creencias, situaciones sociales y experiencias históricas determinadas que como tales nece-
sitan una explicación, ésta ha de partir de la premisa de que los rituales reflejan los cambios
sociales y a su vez operan como modelos para el comportamiento futuro; pero los cambios
no se producen de forma homogénea ni al mismo ritmo en todas los ámbitos de la cultura
ni en todas las sociedades. Andalucía como otras regiones del Mediterráneo, se sitúa entre
las sociedades con menos intensidad de prácticas funerarias o menos necrólatras, según es-
tableciera Hoyos Sáinz (1947:366) y refrendara posteriormente Foster (2002:284).
Y ello a pesar de que los rituales mortuorios deben mucho a la regulación legislativa
eclesiástica y civil, que en nuestro caso arranca al menos desde los fueros medievales y las
Partidas de Alfonso X (s. XIII), el Sínodo de Jaén (1492), el Ritual Romano de Paulo V (1614),
las disposiciones de la Novísima Recopilación (1805) que prohibía enterrar en las iglesias
y un sinfín de normas que incluían detalles como el luto, los llantos, las canciones lúgubres
y todo tipo de representaciones. Así y a título de ejemplo, una disposición de Felipe V li-
mitaba el duelo a seis meses, una Real Orden de 1857 prohibía pronunciar panegíricos y
elegías poéticas, se regularon los epitafios y las misas de cuerpo presente a lo largo del
siglo XIX (4), se prohibió comunicar la muerte por pregonero a comienzos del siglo XX y a
finales de este siglo se ha autorizado la inhumación y la creación de columbarios (5). En
síntesis, y por no seguir enumerando disposiciones que alcanzaban al mínimo detalle, di-
remos que los comportamientos de los vivos para con los muertos han sido regulados en
nuestro país "según los Ritos de la Iglesia Católica, y órdenes de los soberanos(Gómez
Bueno, 1802). A pesar de ello, su puesta en práctica, a pesar de la vigilante presencia de los
curas -cuya autoridad en todo el ritual era indiscutible-, pero también la de corregidores,
alcaldes y gobernadores, permiten reconocer diferencias culturales entre comunidades.
Estudiar los rituales es una forma de acercamiento a la explicación de una cultura.
Entendemos con Lévi-Strauss que comprender los rituales es como dilucidar las reglas gra-
maticales y la sintaxis de una lengua, es decir las normas y valores que estructuran una
cultura. El ritual sería así una forma de lenguaje que hay que aprender a leer (6). No es el
momento de discutir sobre si la estructura es ya la gramática de que hablamos, -así lo cre-
emos nosotros- o ésta es también cambiante y hay que analizarla en perspectiva temporal.
Con este trabajo pretendemos ofrecer una panorámica de los rituales de los andaluces en
torno a la muerte hace poco más de un siglo y acercarnos a la explicación de su sentido y
3 Así, por ejemplo, Foster cita el caso de El Cerro de Andévalo (Huelva), donde las mujeres debían dejarse
el pelo corto toda la vida, no sentarse en sillas durante un año, mostrar desdén por los alimentos, que
no hicieran ruido, entre otros tabúes (2002:227).
4 R. R. O. O. de 1849, 1855, 1857, 1865, 1867, 1872, 1875
5 Las hermandades y cofradías andaluzas están creando en los últimos tiempos columbarios para sus
miembros en sus capillas e iglesias con lo que de alguna manera la iglesia recupera parte de su control
sobre la muerte.
6 Entendemos por ritual o rito todo acto normalizado de carácter cultural de naturaleza sagrada o profana,
repetitivo y predecible, y cuya relación entre la actuación y el fin que se pretende conseguir no es in-
trínseca y no puede explicarse "racionalmente" (Leach, 1979, citando a Goody).
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funciones que cumplía en la sociedad, para así mejor comparar con el presente, objetivo
último de la Antropología social y cultural.
Las fuentes documentales: La Encuesta del Ateneo y García Lorca
La información utilizada para este trabajo procede de las respuestas dadas a un cues-
tionario abierto elaborado en 1901 en la sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo
de Madrid, una de las instituciones culturales más prestigiosas de la época, relativas a las
costumbres populares sobre el nacimiento, matrimonio y muerte (7). De esta Encuesta han
dado cumplida noticia Lisón (1971) y Limón (1976 y 1990); otros han editado los datos
correspondientes a varias comunida des autónomas. En cuanto a Andalucía se refiere dis-
ponemos de una edición según el esquema en que fue concebida la Encuesta que ha servido
de base para nuestro trabajo (Limón, 1981).
La Encuesta del Ateneo fue organizada en tres secciones: Nacimiento (I), Matrimonio
(II) y Defunción (III), como hechos fundamentales en la vida, que se dividían en otros tantos
apartados. El relativo a la muerte, que es el que aquí nos ocupa, incluye: Prevenciones para
la muerte, Defunción, Entierro, Prácticas posteriores al entierro, Culto a los muertos, Ce-
menterios y Refranes y consejas. Estos últimos apartados se dividían en epígrafes, y subepí-
grafes que sugerían numerosas posibilidades de respuestas alternativas, según cada caso. Las
respuestas fueron posteriormente vaciadas en papeletas o fichas, según el esquema temático
del cuestionario y ordenadas por regiones, provincias y poblaciones según unas claves nu-
méricas aleatorias en el primero y segundo casos y números correlativos en el tercero. A la
región de Andalucía le correspondió el número 13 entre las 15 regiones en que se dividió
España.
Las respuestas originales han desaparecido y solo se conservan las fichas en el Museo
Nacional de Etnología de Madrid. Del conjunto han desaparecido, al parecer desde los pri-
meros años, la totalidad de los apartados E (El culto a los muertos) y G (Refranes y Consejas)
y los epígrafes referidos a la costumbre de llevar el cadáver a la iglesia y el sepelio. Contesta -
ron más de doscientas localidades de toda España, de las que treinta y una corresponden
a Andalucía (8). Destaca por el número de respues tas la provincia de Córdoba con 9, le
7 El Ateneo de Madrid fue durante los finales del siglo XIX y comienzos del XX, una de las instituciones
culturales más sobresa lien tes de nuestro país en la que se daban cita intelectuales a los que el marco de
la universidad les resultaba estrecho o eran ajenos a ella. A ella pertene cieron personalidades de la talla
de Joaquín Costa, Constancio Bernardo de Quirós, Rafael Salillas y Casas Gaspar, entre otros muchos,
para los que el comportamiento y los saberes populares centraban gran parte de sus preocupaciones. A
este respecto conviene recordar que el movimiento de empatía hacia las expresiones culturales del pueblo
había encontrado un gran valedor y divulgador en la persona de Antonio Machado y Álvarez "Demófi -
lo" (1846-1893) que introdujo en España la disciplina del Folk-Lore. La importancia de la presencia de
Costa en la Institución libre de Enseñanza y el Ateneo de Madrid ha sido comparada por Lisón a la cre-
ación de las Sociedades regionales de Folk-Lore por Machado (1971: 151 y sgts.). Sobre el perfil sociológico
de los informantes de la Encuesta para Andalucía y Extremadura, ver (Rodríguez Becerra y Marcos Aré-
valo, 1997).
8 Los pueblos que contestaron a la encuesta fueron: Aguilar, Alcalá de los Gazules, Alcaracejos, Alhama
de Almería, Aracena, Arcos de la Frontera, Arjona (2), Arjonilla, Badolatosa, Benacazón, Benamejí, Bo-
llullos del Condado, Cádiz, Castro del Río, Cazorla, Córdoba, Coronil (El), Espiel, Granada, Isla Cristina,
La Palma del Condado, La Rambla, Marmolejo, Martos, Nerja, Pozoblanco, Puente Genil, Ronda, Santa
Fe, Teba y Turre.
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sigue Jaén con 5, Granada con 4, Málaga, Sevilla, Huelva y Cádiz con 3 y finalmente Al-
mería con1, aunque no todas las respuestas corresponden a la Defun ción (III) (9).
Los informantes, cuyos nombres los conocemos porque Rafael Salillas, uno de los trans-
criptores y redactores de las fichas, que los dio a conocer en su libro La fascinación en España
(1905), elaborado a partir de este material, fueron en su mayoría profesionales del derecho,
de ahí el énfasis en los aspectos jurídicos, y en general personas ilustradas que pertenecían
a las clases acomodadas, lo que inevitablemente da cierto sesgo a la información, con claras
referencias negativas a las clases trabajadoras en algunas respuestas.
En cualquier caso y pese a las limitaciones, la información obtenida por esta Encuesta
es imprescindible para el conocimiento de la cultura española de hace poco más de cien
años, ha sido valorada muy positivamente por cuantos se han acercado a ella, dado su sin-
gularidad en el continente europeo: "Es, quizá, el más amplio cuestionario que los etnólogos
han usado hasta la fecha" (Foster, 1962:14); " Es quizá la nación que más abundantes datos
posee sobre el nacimiento, matrimonio y muerte" (Lisón, 1971: 159). Julio Caro, por su
parte, en el prólogo a la obra de Casas Gaspar, Costumbres españolas de nacimiento, noviazgo,
casamiento y muerte (1947), elaborada también con los datos de la Encuesta, se pregunta
sobre la hermenéutica del saber etnológico (antropológico) y arremete contra
"los que no pueden contemplar lo que es impedidos por el dogmatismo de lo que 'debe ser',
encastillados en una semi-ignorancia mil veces peor, puesto que se halla encubierta con los
ropajes del cristianismo más severo, del escepticismo de una 'elegante ironía'"; en cuanto a
la naturaleza de la información de la Encuesta, afirma rotundamente: "Lo que no se
puede creer es que haya un grupo de gentes confabuladas para difundir toda clase de inven-
ciones, y que estos mentirosos seamos los folcloristas o etnólogos precisamente".
Por su parte Limón Delgado (1976) la califica como
"un instrumento de gran valor científico y aún nos atreveríamos a aventurar que es una
pieza histórica por su sistemática y meticulosidad solo comparable a las encuestas casi con-
temporáneas redactadas por Sir James Frazer" (1976: 321).
A estos merecimientos habría que añadir el hecho de que determinadas costumbres
relacionadas con los enterramientos habían sido introducidas o modificadas poco antes de
la Encuesta, dado que la creación de cementerios fuera de los cascos urbanos no se genera-
lizó hasta la segunda mitad del siglo XIX, por ello resulta valiosísima como base de compa-
ración para estudiar los cambios de rituales y creencias (10).
9 La respuesta excepcional de la provincia de Córdoba pudiera estar ligada a la labor de D. Rafael Ramírez
de Arellano, investigador cordobés, gran conocedor de la provincia que había conocido y utilizado la
ingente información conseguida por D. Luis Mª. Ramírez de las Casas-Deza (1802-1874) autor de la Co-
rografía histórico-estadística de la provincia y obispado de Córdoba (1840-42), que sirvió de base, a Pascual
Madoz en su conocido Diccionario...
10 Una Real Orden de 26 de Noviembre de 1857 se recoge el dato que 1.655 pueblos españoles carecían de
cementerio, a pesar de las reiteradas disposiciones que obligaban a ello desde 1787, e insta a las autori-
dades para que en el menor tiempo posible se construya, "cuando menos, un cercado fuera de cada po-
blación con destino a cementerio,..." (Martínez Alcubilla, 1892:430). En otra R. O. de 1868 de nuevo se
insta a los gobernadores civiles en este sentido, lo que prueba que aun no se había dado total cumpli-
miento a la disposición casi un siglo después.
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La otra fuente que hemos utilizado es la obra teatral de Federico García Lorca, La Casa
de Bernarda Alba (1936), que refleja la muerte y sus rituales y de cuya veracidad da cuenta
el mismo poeta cuando dice:
“Toda mi infancia es pueblo. Pastores, campos, cielo, soledad. Sencillez en suma. Yo me sor-
prendo mucho cuando creen que esas cosas que hay en mis obras son atrevimientos míos,
audacias de poeta. No. Son detalles auténticos,…” (García Lorca, “Galería”, en Obras Com-
pletas).
El antropólogo Joan Frigolé, que realizara trabajo de campo en Andalucía oriental y
Murcia en los años 80 del pasado siglo, ha analizado la citada obra dramática junto a otras
en un libro titulado: Un etnólogo en el teatro (1995) . Este autor sigue un modelo que con-
textualiza las piezas dramáticas temporalmente huyendo de esquemas míticos, en una so-
ciedad fuertemente estratificada que condiciona los procesos de reproducción social y la
vida en general. Es un método de abstracción distinto del de eliminar cada vez más carac-
terísticas del objeto estudiado hasta vaciarlo de todo contenido (Frigolé, 1995:18) (11). El
dramaturgo, dice Frigolé, nos invita a contemplar lo general en lo históricamente único y
refleja con verosimilitud varios de los momentos de la muerte del segundo marido de Ber-
narda Alba, figura central de la obra, la cual viuda por segunda vez, mantiene a sus hijas
solteras para conservar el prestigio de clase social a la que pertenece y a la que se aferra
pues con ello acrecienta el capital simbólico almacenado por su casa y familia frente al
común del pueblo representado en la criada Poncia.
También nos ha servido de apoyatura la obra de George M. Foster La cultura tradicional
en España y América (1960), que refleja el trabajo de campo realizado en España en los años
50 en compañía de Julio Caro Baroja y que refleja entre otras las tradiciones y ritos de la
muerte de la primera mitad del siglo XX.
Etnografía de la muerte: Fases secuenciales del ritual.
En la época que estudiamos, albores del siglo XX era habitual que la muerte se produ-
jera en la casa y el período de agonía era esperado, conocido con cierta aproximación y, na-
turalmente, temido por la familia y, en ocasiones, deseado por el alivio que supondría para
la familia los posibles dolores y temores del moribundo. En general los informantes de la
Encuesta hablan de que sólo la familia estaba presente en este momento y, en ocasiones,
un sacerdote que “ayudaba a bien morir” o había tratado de "la encomien da de su alma".
En estos últimos momentos ya se encendían algunas velas, cirios o candelas, se le ponía al
moribundo un crucifijo en las manos, escapularios al cuello y se le administraba el viático
y el “santolio” o extremaunción, si ya no se le había administrado con anteriori dad. En re-
lación con esta práctica las actitudes eran muy marcadas, según clases sociales, como ten-
dremos ocasión de ver y hemos expuesto en otra ocasión. Entre las clases bajas, no se
llamaba habitualmente al sacerdote; su religiosidad no incluía este sacramento porque no
se quería sobrecoger al enfermo con la presencia del sacerdote, que en el sentir popular era
11 Moore, B., “Estrategias en las Ciencias Sociales”, en Poder político y teoría social. Seis estudios. Anagrama.
Barcelona, 1969, citado por Frigolé, 1995: 18.
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presagio del fatal desenlace; sólo la habilidad e insistencia del sacerdote y algunas personas
piadosas vencía a veces la resistencia de la familia y del enfermo (Rodríguez Becerra, 1982).
El momento de la expiración era anunciado a la comunidad con toques de campana,
"toques de agonía", -que ya en esta época indicaban el hecho mismo de la muerte, y no los
momentos previos a la defunción-, y que revelaban el género y el grupo de edad del difunto,
y la hora del sepelio por el tiempo en que se daban estos toques. En Alcalá de los Gazules,
cuando el enfermo entraba en este período crítico, si éste pertenecía a alguna cofradía, los
hermanos eran convocados para celebrar “la hora”. Era buena señal en cuanto a la salvación
de su alma si la muerte ocurría dentro de esta hora. Durante este tiempo, entre las clases
pudientes se decían oraciones por el perdón de los pecados del enfermo dirigidas por un
sacerdote.
Posteriormente, se procedía a amortajar el cadáver, que salvo situaciones de extrema
pobreza, no incluía mortaja o sudario, sino un traje. Previamente se había lavado y afeitado
al difunto, cerrado los ojos y atado un pañuelo a la cabeza por debajo de la barbilla. No
hay noticias sobre maquillado (12). El cuerpo se situaba sobre un paño negro en el suelo,
o encima de la cama sin colchón, en su habitación o en otra pieza más digna, caso de que
se montara un túmulo. El cuerpo era vestido con las mejores galas, que en muchos casos
era un traje -negro o serio-, en ocasiones la túnica de alguna hermandad o cofradía, hábito
de orden religio sa, uniforme, traje de etiqueta y hasta mantos de las órdenes militares, si el
finado era caballero de alguna de ellas. A la mujer se le viste de negro si es casada y de
blanco si es soltera. Esta operación era realizada por parien tes femeninos, amigos, criados,
"personas mercenarias", según expresa un informante, y, excepcionalmente, miembros de
la familia.
La identidad de la persona muerta es pronto difundida de boca en boca, una vez ha
sido anunciada por las campanas. La pregunta -¿quién ha muerto?- recorría el pueblo, tam-
bién se comunicaba el evento en las ciudades a través de esquelas mortuorias y de la prensa
escrita. En todos los casos se cuida mucho de notificarlo a los parientes que viven fuera de
la locali dad. En los últimos años todavía se considera imperdonable la ausencia no justi-
ficada de la familia más cercana en los sepelios, movilizándose todos los medios para que
la familia en primer grado tuviera conocimiento del suceso y llegaran a tiempo para la hora
del entierro. Aunque a partir de la notificación podían personarse algunos miembros de la
comunidad en el domicilio mortuorio a hacer una visita es, sobre todo, la noche el mo-
mento para "cumplir" para todos cuantos se sentían obligados a ello, los parientes y amigos
permanecían toda la noche o gran parte de ella en la casa mortuoria velando al cadáver. En
las pequeñas comunidades todas las familias pasarán por la casa mortuoria. El velatorio o
velorio es pieza clave en el ritual funerario. Casi siempre, salvo en casos de viviendas muy
humildes en que también se ocupa la calle, se sitúan en piezas separadas por sexo y distintas
a la que ocupa el difunto; rezando las mujeres y hablando los hombres.
12 A finales del siglo XIX y comienzos XX se introdujo la costumbre de fotografiar a los difuntos, primero
en el estudio fotográfico hasta que fue prohibido y luego en la casa del difunto; a éste se le maquillaba
y vestía con las mejores galas para así conservar de alguna manera al muerto. Se fotografiaba especial-
mente a los niños y jóvenes, aunque también a adultos, como el caso del capellán del santuario de la
virgen de los Remedios de Olvera (Cádiz); este santuario conserva una fotografía de uno de sus rectores
sentado y revestido. Esta práctica ha desaparecido y es incluso reprobada (López Mondéjar, 1984:43-47
y Rodríguez Becerra, 1997).
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La familia, dicen los informantes, permanece separada y acompañada. Los parientes y
amigos hacen continuas invitaciones a la familia al descanso. En las habitaciones que ocu-
pan los visitantes, en ocasiones la cocina y en verano el patio, es una constante que surjan
no pocos momentos para el humor que en estas ocasiones parece más contagioso; no suelen
faltar a lo largo de la madrugada el ofrecimiento de dulces y licores por los parientes. La
llegada del nuevo día termina con esta jornada nocturna que permite abandonar el domi-
cilio mortuorio a parientes y amigos más íntimos.
Durante el día la casa mortuoria presentará signos evidentes de que en su interior hay
un cadáver; la puerta aparecerá encajada o con una de los hojas cerrada y, en ocasiones,
según la categoría social, aparecerá una mesa con una bandeja en donde se depositan las
tarjetas de visita dobladas que indicaban pésame; los balcones estarán cerrados, las persianas
y celosías echadas, los visillos negros sustituirán a los blancos, se descolgarán o pondrán
contra la pared los cuadros, y hasta se colgarán tules negros. Los anafes no se encenderán
y por tanto no se cocinará en la casa. Entretanto, algún pariente gestiona el certificado de
defunción, avisa a la parroquia, fija la hora del entierro, y en poblaciones de cierta impor-
tancia hace imprimir y distribuir las esquelas; empiezan a tocar las campanas y los herma-
nos de las cofradías son avisados casa por casa de la hora del sepelio.
El siguiente paso es la conducción del cadáver al cemente rio, o entierro; una vez intro-
ducido en el ataúd o caja de madera de color negro, que suele ser comprada excepto en
casos de pobres de solemnidad, se reza un responso y el sacerdote la rocía con agua bendita;
se saca el ataúd a la calle con los pies por delante, salvo que se trate de un sacerdote que
irá revestido y descubierto, -hecho este último que compartía con niños y jóvenes de ambos
sexos- y saldrá con la cabeza hacia delante. A continuación se organiza una procesión o co-
mitiva con el siguiente orden: Hermandades con insignias -cuando existen-, clero, cantores
y acólitos con manga o cruz, sigue la caja mortuoria cerrada de la que cuelgan cuatro cintas
que serán portadas por personas especial mente escogidas entre representantes de la profe-
sión o carrera y de los amigos y parientes. En el caso de entierros de niños, los llevan los
primos y compañeros. El ataúd puede ser llevado a hombros, a mano, en carro o carroza,
por amigos, deudos y parientes, gente pagada, y colonos, según circunstancias y clase social,
pero, en ningún caso por la familia; prosiguen los acompa ñan tes que concurren espontá-
neamente, ya sea el difunto rico o pobre y a los que se unen, cuando se trata de personas
pudientes, los ancianos de los asilos y los niños de los orfelina tos, en este último caso
cuando se trata de un párvulo; cierra el cortejo fúnebre el duelo o presidencia del duelo
compuesto por "personas de la familia no muy allegadas, el confesor y otros", es decir pa-
rientes, amigos íntimos, y autorida des, caso de que fuera una personalidad relevante.
El féretro será acompañado por el clero durante un tramo urbano del recorrido o por
la totalidad del mismo si se trata de un entierro de primera clase, haciendo paradas o des-
cansos en las "pozas" con responsos y cánticos, tantos como tenga por costumbre y se pa-
guen al clero, y, salvo excepciones, no será llevado a la iglesia (13). En 1868 se prohibieron
no sólo los enterramientos en las iglesias sino la entrada del féretro, discurriendo por las
calles y plazas principales y más concurridas; en otros pueblos el recorrido se hace por un
13 Los frailes están ausentes desde la Desamortización, especialmente los franciscanos que tenían ésta entre
sus actividades pastorales y constituía una fuente de ingresos.
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trayecto fijo, y en ciertos casos por el camino más corto –que era lo ordenado- o por las
calles secundarias o más excusadas en los entierros de pobres o de caridad. Un informante
cuenta a este respecto que salvo "cuando la marina está en tierra, o sea, la gente jornalera
cuando no trabaja, se imponga y haga tomar al cortejo la ruta de los entierros medio y prin-
cipal" (Alcalá de los Gazules). No asisten al entierro los parientes en primer grado: padres,
suegros, hermanos, esposos e hijos, es decir la familia extensa. Están totalmente ausentes,
así mismo, las mujeres de toda edad, condición o parentesco. Estas ya sean familiares, pa-
rientes, amigas, criadas o rezadoras contratadas permanecen en la casa mortuoria durante
todo el entierro. Como excepción se da la noticia de que en los entierros de la etnia gitana
acudía la viuda cuando el difunto era su marido.
La inhumación se produce una vez comprobada la identidad del difunto y en el lugar
que socialmente le corresponde: panteón, nichos, vedas u "hornillos", suelo o fosa común,
siendo los primeros construcciones exentas situadas en el primer patio y/o avenida princi-
pal del cementerio labradas con materiales nobles; los nichos están construidos con bóveda
de ladrillo adosados a los muros perimetrales y cerrados con lápidas, generalmente de már-
mol, con inscrip ciones estereotipadas "desde que se mandó que fueran revisadas por el mu-
nicipio para evitar disparates"; los enterramientos en el suelo lucían una cruz de hierro o
madera y el osario común o carnero carecía de todo signo. Al acto de inhumación sólo acu-
den el duelo que es testigo de la inhumación y que, en algún caso, según narra algún in-
formante, arrojan unos puñados de tierra sobre el ataúd que previamente ha sido rociado
de agua bendita por el sacerdote que también reza un responso -caso de que acuda al ce-
menterio o forme parte del duelo-.
Al regresar se le unen los acompañantes que se han quedado en las últimas casas del
pueblo y juntos irán hasta el domicilio mortuorio; allí formarán dos filas y los dolientes
pasarán entre ellos para recibir el pésame. Este consiste en pasar ante la presiden cia del
duelo, de la que no forma parte la familia, que se sitúa en la puerta de la casa del difunto,
e inclinar la cabeza -"dar la cabezá"- expresando alguna de las frases: "Acompaño a Vd. en
el sentimiento”; “siento mucho su disgusto”; “doy a Vd. mi pésame”; “me asocio a su pena”;
“siento mucho la desgracia de Vd.”; “salud para encomendarle a Dios”; “Requiescat in pace”;
“que en paz descanse” (para adultos); “que en gloria esté” (en el caso de niños); “salud por
muchos años para hacer bien al difunto”; todas ella con variantes, según el tratamiento y
relación entre el doliente y quien da el pésame.
Tras esta ceremonia, se retiran los asistentes; los dolientes y los portadores de las cintas
pasan al interior a departir brevemente con la familia, retirándose posteriormente. Termina
así la fase de eliminación física del cadáver del mundo de los vivos y comienza otra de luto
en que el difunto estará presente de otra forma. La familia quedará al menos tres días, pero
frecuentemente hasta el noveno día en la casa, sin salir a la calle, -aunque los hombres tras-
greden esta norma frecuentemente-, llevando vestidos y prendas negras -luto riguroso- y re-
cibiendo las visitas de pésame de aquellos que no estuvieron en el sepelio y de los más
allegados. Las mujeres se reunirán en sala aparte para rezar el rosario y otras muchas oracio-
nes que en ciertos lugares realiza ban las "rezadoras de oficio". Es frecuente que entre gente
acomodada las visitas de pésame se hagan por matrimonios, aunque en el interior de la
casa mortuoria seguirán teniendo comportamientos separa dos. Este período se atenuará des-
pués de la primera misa de difuntos, "misa de alma", "misa de la luz" o funeral que se dirá
en una iglesia al noveno día, y que de nuevo congregará a muchas personas relacio nadas
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con la familia del difunto. En años sucesivos se conmemorará el acontecimiento celebrando
misas de aniversario o de "cabo de año".
Todos los miembros de la familia, de la que no se exceptua ban los niños, quedaban se-
ñalados por el uso de prendas negras y unas limitaciones en el comportamiento tanto en
el interior de la casa como, y sobre todo, en el exterior; así, no era aceptable asistir a lugares
públicos, especialmente prohibidos los de mayor aglomeración, durante el tiempo que podía
llegar en casos extremos hasta los cinco años, que estaba estipulado que debía guardarse
según reglas convencionales. El luto estaba en función de la proximi dad en el parentes co,
el sexo, la edad y la actividad profesio nal. El período de luto que afectaba a toda la familia,
"estamos de luto" podía oírse, era cumplido con mayor rigor por las mujeres que eran va-
loradas o criticadas según cumplieran o no tajantemente las normas. Un padre difunto "exi-
gía" en algún caso, seis años de luto; un hermano, tres; los abuelos y tíos carnales, dos; y
varios meses el resto de los parientes. Nada dice el informante sobre el luto que debía guar-
darse a un marido por la esposa pero si consideramos que toda viuda al casarse en segundas
nupcias era "castigada" con la cencerrada, podemos concluir que el luto para las viudas se
entendía que era muy largo o de por vida. Estos períodos se dividían en tres fases: luto ri-
guroso, que en el caso más extremo duraba tres años, medio luto, que abarcaba dos años, y
el alivio de luto, un año; éste período permitía aligerar el rigor de las prohibiciones y del
negro en los vestidos hasta desapare cer y poder realizar vida ordinaria (Almansa Tallante,
1995).
Este proceso se interrumpía si entre tanto no ocurría otra defunción, pues aunque los
lutos no eran sumatorios, si podían superponerse unos a otros. La casa, al menos en su
parte externa, aparecía abandonada al no blanquearse durante este período, según recogió
Caro en Alosno (1993: 197). Terminaba así un período excepcional que empezó con la de-
función y terminó con "quitarse el luto", hecho que no lleva consigo ningún ritual público.
El luto era menos riguroso o no se daba cuando se trataba de niños pequeños, los dichos
“angelitos al cielo, ropita al arca”, recogido en Álora (Málaga) o “angelillos al cielo y pica-
tostes a la barriga” citado en Jódar (Jaén) son suficientemente ilustrativos de la respuesta
cultural a las muertes infantiles producidas por las endémicas enfermedades intestinales
de la época. Foster refiere que estos sepelios se celebraban con fiestas pues la pureza de los
infantes hacía que su destino fuera directamente el cielo, aunque no debe descartarse cierto
alivio, dada la frecuencia de estas defunciones. El baile de los angelitos, ya citado por Da-
villier para Jijona (Alicante) hacia 1870 se celebró en la localidad sevillana de El Viso del
Alcor hasta la Guerra Civil de 1936 (Foster, 2002: 269-271).
Antropología de los rituales funerarios.
Una vez establecida la etnografía de los rituales mortuorios en Andalucía, extractada
de los datos de la Encuesta del Ateneo y las referencias a la Casa de Bernarda Alba de Federico
García Lorca y Foster, pasamos al análisis de los mismos.
La Agonía. Esta fase se considera estrictamente familiar y era prepara toria del desenlace
ya previsto tanto para el enfermo como para su familia. La comunidad sigue desde fuera la
marcha de la enfermedad, sólo los familiares y amigos visitan al enfermo, los demás pre-
guntan por él. La presencia de la familia reconforta al moribundo; el sacerdote, caso de que
su presencia sea aceptada, lo confesará y le administrará el viático y lo preparará a bien
morir; la presencia de velas y cirios simbolizan la luz a la que se dirige el moribundo a la
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vez que iluminan el camino; los crucifijos, escapula rios y hábitos constituyen verdaderos
amuletos que garantizan el tránsito. La extre maun ción, original men te rito sanador del
cuerpo y del alma, ha sido frecuentemente rechazada. El rechazo de este sacramento, fre-
cuentemente confundido con el viático o sacramento de la eucaristía, parece haber sido
identificado popularmente como ritual de muertos y, en ocasiones, como desencadenante
mismo de la muerte. La contigüidad entre el sacramento y la muerte ha podido producir
la inversión que de hecho se ha producido (14). La separación por género y edad estará pre-
sente en todo el ritual; en el momento de la agonía se tañían para los hombres y sacerdotes
un número impar de campana das y siempre superior al de mujeres y niños. Este toque de
agonía que no era ya de uso generalizado a principios del pasado siglo, es indicativo de es-
tatus y género.
La Mortaja. El cadáver ha sido lavado y colocado en el suelo o en la cama sin colchón.
Aquí se dan junto a ritos profilácticos y preventivos de enfermedades, otros preparatorios
del viaje que pronto va a emprender el difunto y de acotamiento de la muerte. Éste es to-
davía un miembro de la comunidad con vestidos de fiesta propia de los vivos que confirma
el estatus de la familia, al tiempo que dejaba un buen recuerdo para ésta y los convecinos.
Para amortajarlo se utiliza a personas contratadas, parientes o especialistas que por oficio
están inmunes a esta posible extensión de la muerte, quedando excluida la familia, que de
esta forma no se mezcla ni se contamina de la muerte que ya empieza a ser una realidad
en la casa. Algunos hablan de la necesidad de circunscribir el hecho de la muerte a una
sola persona o familia evitando el contagio a otras.
El Velatorio. Si el óbito ocurre durante el día la casa mortuoria se mostrará cerrada al
exterior y la vida casi se detendrá -recuérdese que no funcionará la cocina-, y la familia que-
dará en la casa aislada de la comunidad guardando el cadáver, sirviendo como enlace algún
pariente. No es el momento de acudir a dar el pésame y a manifestar las condolencias; es
el tiempo para que la familia en su recogimiento se haga a la idea de la nueva situación y
vaya aceptando la pérdida. Durante la noche es cuando la comunidad se hace más patente,
todos los miembros adultos acudirán a la casa mortuo ria. Pareciera como si la noche fuera
más peligrosa y se hiciera necesario afirmar la vida frente a la muerte. Signos de esta afirma -
ción de la vida son la ingestión de comidas y bebidas y también la risa, a veces contenida,
que provocan ciertos comentarios, críticas, bromas e incluso chistes contados durante el
velatorio.
El Entierro. A la salida del féretro de la casa, se proferían gritos y lamentos emitidos
por las mujeres, que se atribuyen a las clases humildes por los informantes. Este analista re-
cuerda, pues quedó grabada en su memoria de niño, los gritos y alaridos que salían de una
casa del pueblo donde vivía, rompiendo el silencio impuesto incluso a los animales domés-
ticos. El cadáver es rociado con agua bendita una o varias veces; el agua es el elemento que
14 Esta creencia ahonda sus raíces en un pasado muy lejano y así un concilio celebrado en Inglaterra
(1240) y el obispo de Lisieux, Francia (1321) llamaron la atención sobre la extremaunción que podía re-
cibirse varias veces y que "algunas personas que recobraron la salud después de haber recibido este sa-
cramento, consideran pecaminoso ya sea tener relaciones carnales con su cónyuge, o comer carne, o
andar descalzo...". De acuerdo con esta creencia los enfermos curados eran situados en una zona ambigua
entre la muerte, a la que se habían acercado, y los vivos, y por ello habían de abstenerse de ciertas fun-
ciones básicas de la vida como reproducirse o alimentarse con carne (Mellot, 1961:117).
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simboliza más claramente la limpieza necesaria para presentar el alma en la otra vida limpia
de pecado. Los bautismos por su función purificadora son siempre previos a la entrada en
una nueva vida. Será la comunidad la que se haga cargo del féretro y lo depositará en el
lugar que le corresponde según su estatus social en vida. En la comitiva, el ataúd queda
entre los símbolos religiosos que abren el cortejo, la cruz e insignias de hermandades, y el
clero y la presidencia del duelo en la que forman los familiares y las autoridades cuando
el difunto es persona relevante.
Es esta la secuencia del ritual en que la comunidad se afirma como tal haciéndose
presente, a través de los hombres que la representan, como un todo compacto y mostrándose
en su diversidad y jerarquización de clases y género en el ámbito del núcleo urbano, refe-
rente que lo caracteriza como grupo humano. Esta presencia, generalmente masiva, no es
respuesta a ninguna invitación expresa para que asistan al entierro sino a la obligación para
con la comunidad. Recuérdese que al cementerio, ya en esta época construidos extramuros,
por tanto fuera del ámbito más culturizado, sólo acuden los parientes y, en contadas oca-
siones, el sacerdote para rezar un último responso y rociarlo de agua bendita.
A diferencia de otros ritos de paso, la muerte sólo se notifica por medios convencionales
y sin invitación expresa, a toda la comunidad, por ello no se podrá alegar no haberse ente-
rado. Esta obligación con la comunidad se expresa habitualmente con la expresión "cum-
plir" que expresa un fuerte sentido de reciprocidad entre los miembros del grupo social;
los enfrentamientos de clase, el poder económico, el prestigio social e incluso las enemista-
des, que pueden afectar a esa reciprocidad, quedan en suspenso mientras se realizan los ri-
tuales del sepelio. Podría decirse que temporalmente y mientras dura el sepelio se
suspenden las actitudes contrarias al mantenimiento y persistencia de la comunidad. "El
muerto actúa de revulsivo y catalizador para que, superando los egoísmos y envidias colec-
tivas, salgan a la luz más relucientes, por más negadas, las normas del respeto y la ayuda
mutua", asevera Gondar (1982:455) refiriéndose a la sociedad tradicional de Galicia.
El entierro constituye, así mismo, la exaltación y confirma ción de los estatus; cada
grupo se sitúa en el lugar que le corresponde y la familia del difunto, ausente, pero repre-
sentada por la presidencia del duelo, ocupa el lugar de honor del cortejo. Por otra parte, la
categoría del entierro se mide por la presencia del clero, que podía llegar a ser numerosísimo
y luciendo sus mejores galas, -recuérdese que los entierros estaban clasificados por el número
de curas o capas-. Al entierro del segundo marido de Bernarda acudieron, según García
Lorca, todos los curas de la comarca. Éste, cuando se trata de familias pudientes, discu rre
por los lugares más importantes, realiza paradas ceremoniales, acompañado por muchos ve-
cinos, pobres de los asilos, los criados -considerados miembros de la casa- vestidos de negro
y por todos los hombres que habían tenido dependencia del finado, sin olvidar su carruaje
y otros signos de distinción. Este cortejo constituía, sin duda, una rotunda afirmación de
la continuidad de la familia y, simultáneamente, de la sociedad fuertemente jerarquizada,
característica de la sociedad española y andaluza a finales del siglo XIX y comienzos del
XX. La Encuesta recoge así mismo, el enfrentamiento de clases cuando los sectores más hu-
mildes alteraban el itinerario que según la regla debían discurrir por el camino más corto,
norma que al parecer solo se aplicaba a los más pobres.
Finalmente, el cementerio de esta época, situado extramuros o fuera del núcleo, cons-
tituirá la plasmación material de la sociedad jerarquizada de la época en una arquitectura
de mármol, ladrillos y tierra. Estos espacios organiza dos en torno a uno o dos patios alber-
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garán en el primero de ellos los restos de la nobleza, -reacia durante décadas a ser enterrada
fuera de las iglesias- y la burguesía en mausoleos y panteones y los de las clases medias en
los nichos o bóvedas; en el segundo patio se enterrarán los jornaleros y familias modestas
en tumbas en el suelo y, finalmente, los pobres de solemnidad y gentes sin familia serán
enterrados en la fosa común. Los cementerios también incluían un espacio separado y con
puerta independiente, conocido como cementerio civil, para los no católicos y muertos
fuera de la iglesia; esta separación ha desaparecido en el último tercio del siglo XX. Los sui-
cidas fueron siempre un problema que párrocos intransigentes elevaron en ocasiones a con-
flicto abierto al no consentir que lo fueron en el campo santo, como también se nombraba
al cementerio.
La resistencia a abandonar las iglesias como lugar de enterramiento duró más de un
siglo; a ello se opusieron los curas que tenían en esta práctica una fuente de ingresos y la
nobleza que ocupaba lugares de privilegio en las capillas de los templos. La burguesía en-
contró en los cementerios de extramuros la posibilidad de construir mausoleos, exponente
de su reciente acceso al poder, por lo que no se opuso; el pueblo encontraría satisfactorio
el hecho de tener a sus muertos a buen recaudo entre los muros de los nuevos cementerios,
máxime cuando con anterioridad los más pobres se enterraban en el campo y existía un
acendrado temor a la profanación por los animales. Esta resistencia ha quedado plasmada
en el preámbulo de una disposición oficial en los siguientes términos:
"Es imposible que al legislador y al higienista pueda ofrecerse un asunto en que con un
tesón, digno de mejor causa, se hayan tocado tantas y tan poderosas dificultades como las
que hubieron de vencerse para desterrar los enterramientos en nuestras iglesias. Todo el pres-
tigio y autoridad del antiguo Consejo de Castilla se estrellaba contra aquella nociva y fu-
nesta preocupación sostenida, como ahora y siempre, dicho sea sin carácter de ofensa, por
los que tal vez escuchan más bien los consejos de una mal entendida piedad que los de la
razón y el juicio...; a pesar de todo, todavía no se ha extinguido el espíritu de resistencia de
práctica tan funesta, de la cual es una desviación o consecuencia la celebración de las exe-
quias de cuerpo presente,...(R.O. 15 Febrero 1872).
El cementerio, espacio con muro perimetral que lo separa del campo abierto, situado
con frecuencia alrededor de ermitas preexistentes o dotado de capilla de nueva construc-
ción, con el espacio dividido en patios y los enterramientos según categorías, en los que
figuraban nombres y apellidos, títulos y escudos de armas, en unos casos, y sólo las iniciales
o el anonimato de una cruz de hierro o madera en otros, reproducen la ciudad de los vivos
en las que las familias lucen los signos externos de poder o de carencia de ellos.
El Pésame. Tras el entierro, la presidencia del duelo regresa y se sitúa en la puerta de
la casa y recibe el homenaje con la inclinación de cabeza y el apoyo de toda la comunidad,
representada por los hombres como expresión pública de las unidades familiares. No es un
homenaje ni muestra de respeto al difunto, que ya ha sido alejado del mundo de los vivos,
sino a su familia que debe continuar formando parte de la comunidad, aunque transitoria-
mente sea excluida de ella. Esta exclusión se expresará por el total aislamiento social, el en-
claustramiento en la casa, y del cumplimiento de los tabúes a que es sometida la familia.
El Luto. Éste margina a los que lo cumplen con el asilamiento en las casas y los señala
con el color negro, como si de un gueto se tratara, a toda la familia, con tabúes que vigila
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y sanciona toda la comunidad; marginación que es mucho más severa en las mujeres, pues
en ciertos casos quedaban recluidas en sus casas por varios años. La frase "están de luto"
justifica y exonera de cualquier obligación de carácter social, tanto para rechazar invitacio-
nes como para justificar su ausencia. Pero también impide celebrar actos tan fundamentales
como el matrimonio o el bautismo, e incluso realizar otras actividades menos relevantes
como preparar o comprar dulces, cantar o jugar, festejar la matanza, asistir a espectáculos o
lugares de encuentro, y un largo etcétera. Pareciera que se quiere negar a los dolientes toda
ocasión de gozo y participación en la vida social plena pues sus derechos están suspendidos
temporalmente. La obra de Federico García Lora, refleja claramente esta situación. Bernarda
tiene un concepto tan acendrado de su reputación que decide guardar luto y vivir enclaus-
trada, tras quedar viuda de su segundo marido, durante ocho años, período superior al re-
glado. El luto se atenúa con las visitas que reciben en la casa las clases medias y altas, entre
las bajas era menos riguroso por las obligacio nes laborales en el exterior.
La familia es separada de la sociedad y entra en una fase de marginación total de la
vida social que durará años, de esta comenzará a salir a través de los ritos que comienzan
con los rosarios en la casa del difunto, continúan con las misas de cabo de año y de aniversa -
rio –verdaderos hitos cronológicos- y terminarán con la atenuación y finalización del luto;
en unos casos la familia sale a la iglesia y en otros recibe visitas muy seleccionadas, alcan-
zándose finalmente la plena incorporación social. Este proceso se vive sin rituales comuni-
tarios pero si públicos, pues la familia va dejando atrás el original rigor de las misas de
alba y el enclaustramiento femenino, el luto riguroso será sustituido por el alivio de luto
y las salidas a actos religiosos o familiares privados; estaríamos en la fase que Van Gennep
llamó de agregación y que en nuestro caso, se trataría de ritos familiares pero no comuni-
tarios, de los que la sociedad local llevaba buena cuenta y que cumplían la función de ca-
tarsis o purificación ritual.
Algunos han querido ver en este ritual un progresivo habituamiento con efectos sico-
lógicos positivos que harían menos traumática la crisis existencial que suponía la muerte
de un miembro de la familia, pero también como castigo, y así lo han vivido muchas mu-
jeres jóvenes que no alcanzaban a ver el final del período de luto que les permitiera salir
con el novio o pretendiente y contraer matrimonio.
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Biografía del autor
Catedrático de Antropología Social de la Universidad de Sevilla, donde ha enseñado Antropología de
la Religión y de Andalucía. Cursó estudios de Historia y Antropología en las universidades de Sevilla, Madrid
y Pennsylvania. Ha realizado trabajos de campo en Guatemala, Aragón, Extremadura y especialmente en An-
dalucía. Es autor y/o editor de 25 libros y más de 250 artículos y capítulos de libros. Sus áreas de interés
son: religiosidad popular, patrimonio cultural y antropológico y órdenes religiosas. Entre sus libros cabe des-
tacar: Exvotos de Andalucía (1980), Guía de fiestas populares de Andalucía (1982), Las fiestas de Andalucía
(1985), La Religiosidad popular, 3 vols. (1989 y 2004), Santuarios andaluces (1995), Religión y cultura, 2
vols.(1999), Religión y Fiesta (2000), La Religión de los Andaluces (2006) y Aportaciones de la Antropología social
y cultural al conocimiento de Andalucía (2008), El fin del campesinado (2009). Ha dirigido Demófilo. Revista de
cultura tradicional de Andalucía (1987-2001), coordinado el área de cultura del foro “Andalucía en el nuevo
siglo” (1998-2000) y el Proyecto Andalucía. Antropología 12 vols. (2001-2005). Actualmente dirige el Grupo de
Investigación y Estudios sobre la Religiosidad de los Andaluces (GIESRA) y los proyectos de investigación:
“Religión y Religiosidad en Carmona. Un modelo integral desde la Historia y la Antropología” y “Caminos
de Pasión”.
Recibido: Septiembre 2015
Aceptado: Octubre 2015
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Los exvotos, especialmente los pintados, expresan la creencia en la curación de enfermedades y la evitación de daños mayores en los accidentes. Aquellos constituyen una especial forma de relación con lo sobrenatural que individualizan la acción positiva de los seres espirituales a cambio de una promesa de ofrecimiento por el ser humano de ciertos dones
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Aunque no se consideran materiales propiamente antropológicos porque pertenecen al pasado y han sido objeto de atención y uso por parte de los historiadores, existen una serie de documentos, resultado de interrogatorios o encuestas aplicados universalmente a un territorio, que por la diversidad de datos y por la extensión geográfica que abarcan constituyen referentes de obligada consulta por los antropólogos. Estos materiales son fruto generalmente del afán impositivo, o el intento de control por parte del poder del estado. Recordemos las " Relaciones geográficas de Felipe II " , realizadas entre los años 1575 y 1580, a las que tanto provecho ha sacado el antropólogo W. Christian (1981) para el estudio de la religiosidad y que tanto nos enseña sobre el comportamiento religioso de los españoles actualmente. El geógrafo real Tomás López al final del siglo XVIII apoyándose en la organización cuasi estatal de los obispados en el último tercio del s. XVIII remitió a todos los curas párrocos un cuestionario con preguntas de gran interés para los antropólogos y cuyos resultados están en parte editados, concretamente toda Extremadura y parte de Andalucía (Almería, Granada y Málaga); tampoco podemos olvidar el Catastro de Ensenada. Estas obras suponen un punto de arranque a toda investigación, y constituyen en su conjunto lo que Marcos Arévalo ha llamado Discurso histórico preantropológico. Conviene llamar la atención sobre una fuente de valor excepcional, el Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura (1791) tanto por sus contenidos como por la forma en que fue elaborado, y que constituye un precursor directo de los cuestionarios etnográficos. Esta información, excepcional y casi única, debidamente trascrita y ordenada ha sido publicada en su integridad recientemente por la Asamblea de Extremadura (Interrogatorio, 1993-96 y Marcos Arévalo, 1995).
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A la memoria de Jaime Nieto Guerrero que se fue de nuestro lado en plena juventud Salvador Rodríguez Becerra Universidad de Sevilla Fundación Machado Muchas culturas, si no todas, celebran ceremonias con ocasión de los cambios biológicos y sociales en los individuos y/o grupos. Los ciclos de la vida están ritualizados y su grado de complejidad, duración y significados está en función de la importancia que concede cada sociedad a este tránsito o período que comienza o termina y del valor que tiene el acto ritualizado para la misma. Hay sociedades que celebran más las bodas que los funerales o destacan especialmente los bautizos o las primeras comuniones, como parece percibirse en los últimos años en nuestro país. Todavía se pueden encontrar sociedades en las que los individuos valoran más tener una tumba que una casa. En el mundo occidental, en las últimas décadas, los ritos funerarios han ido simplificándose y escamoteándose a los tradicionales actores-fundamentalmente la familia-para dejarlos en manos de profesionales en nombre de la sanidad, la eficacia y el bien común; es decir los rituales tradicionales son sustituidos por otros de distinta naturaleza que ocupan un lugar secundario en el complejo ritual de la muerte y por los servicios prestados por instituciones y empresas especializadas. El progresivo uso de la cremación y el destino que se da a las cenizas es ilustrativo de esta tendencia. En las páginas que siguen hablaremos sobre rituales funerarios en Andalucía a partir de unas fuentes de información concretas cuyas virtudes y limitaciones metodológicas expondremos en su momento. Parece necesario aclarar, que hay un espacio común-creemos que muy amplio-de coincidencias de creencias y ritos entre andaluces justificado, por las características medioambientales y las vicisitudes sociohistóricas de esta tierra y este pueblo, que han conformado unas peculiaridades culturales, difíciles de definir pero que, en conjunto, estructuran una visión del mundo que hacen de Andalucía una comunidad singularizada en el conjunto de la cultura española. No puede olvidarse y tenerse muy en cuenta que una parte de ella desde el s. XIII y el conjunto desde el s. XV forman parte de un Estado-La Corona de Castilla, posteriormente España-en el que la presencia de la Iglesia Católica que siempre ha tendido hacia la unidad e incluso a la uniformidad, aunque sin conseguirlo plenamente, penetraba y controlaba toda la vida social y cultural basado en un sistema de creencias muy elaborado y con poder para hacer cumplir las normas emanadas de sus concilios. En esta tarea