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TESIS DOCTORAL
Programa de doctorado en Sociología Jurídica
e Instituciones Políticas
Facultad de Derecho – Universidad de Zaragoza
LA RESPUESTA
FRENTE AL MALTRATO FAMILIAR
HACIA LAS PERSONAS MAYORES
Un análisis sociojurídico
Doctorando: Jorge Gracia Ibáñez
Directores: Manuel Calvo García / Teresa Picontó Novales
2 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
3 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
A la memoria de mis abuelos: Pilar, Elías y Vitorina.
A la ausencia de mi abuelo Maximino.
A mis tías: Josefa y Antonia.
A mis mayores.
Pero sobre todo a mis padres, Gonzalo y Pilar,
que lo darían todo por sus hijos.
4 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
5 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
Olhe os seus netos. Eles hão-de querer que o avô
lhes dê moedas de cinco escudos e lhes pergunte
se passam de ano.
Olhe as suas filhas. Elas hão-de querer um pai
ainda mais velho.
Setembro. Não se esqueça de setembro.
As oliveiras estão carregadas de abundância,
Os estorninhos desfazem-se no ar.
José Luis Peixoto
Cal
Mire a sus nietos/ Han de querer que el abuelo les dé monedas de cinco escudos y les
pregunte/ si aprueban el curso.
Mire a sus hijas / Han de querer un padre/ todavía más viejo.
Septiembre/ No se olvide de septiembre.
Los olivos están cargados de abundancia/ los estorninos se deshacen en el aire.
6 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
7 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
Agradecimientos
Me gustaría mostrar en este momento mi gratitud hacia las personas que me han
acompañado en el complejo camino que implica la realización de una tesis doctoral.
Comenzando desde luego por mis directores de tesis, Manuel Calvo y Teresa Picontó.
Sobre todo por la exigencia mostrada. No sólo por hacerme ver siempre lo que se podía mejorar
sino por convencerme de que todo esfuerzo merecía la pena y hacerlo siempre desde la cercanía
y la disponibilidad. También muy especialmente quiero agradecer a Carmen Mesa, por sus
siempre acertadas indicaciones y consejos pero sobre todo por su generosidad, cariño y
entusiasmo.
Esta tesis ha podido llegar a su fin por el apoyo prestado por el IMSERSO a través de su
programa de I+D +i., así como por el respaldo del Laboratorio de Sociología Jurídica de la
Universidad de Zaragoza, y del proyecto Consolider-Ingenio 2010 “El tiempo de los derechos”.
Gracias a los integrantes del grupo consolidado de investigación del Laboratorio de Sociología
Jurídica de la Universidad de Zaragoza. Sobre todo a los compañeros y compañeras con los que
he compartido despacho, esfuerzos comunes e intercambio de dificultades. Y, muy
especialmente, también a María José Bernuz (siempre dispuesta a dar una palabra de ánimo y a
echar una mano) y a Andrés García Inda.
Igualmente merecen mi sincero reconocimiento todas las personas que como informantes
han puesto a mi disposición su tiempo, su experiencia profesional e incluso, a veces, sus
vivencias personales. Sin ellos este trabajo no hubiera sido posible. Por otro lado, me gustaría
reconocer a las instituciones y asociaciones que permitieron o facilitaron el acceso a estas
personas. Es el caso por ejemplo el IASS, el SALUD, la Concejalía del Mayor del Ayuntamiento
de Zaragoza, la Sociedad Aragonesa de Geriatría y Gerontología (SAGG), COAPEMA,
AFEDAZ, ASAPME, Voluntariado en Geriatría, y Caritas-Diocesana. También he contraído
una deuda con aquellos organismos e instituciones que han facilitado espacios para la
celebración de algunas de las entrevistas o grupos de discusión como el Real e Ilustre Colegio de
Abogados de Zaragoza o el Colegio profesional de Trabajadores Sociales de Aragón.
Muy especialmente quiero tener un recuerdo hacia los amigos que me han ayudado en las
transcripciones, esa tarea tan ingrata y en algún caso hasta dolorosa. Gracias a Ana y gracias a
8 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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Andrés no sólo por haber cumplido perfectamente la tarea encomendada sino también por los
comentarios y el apoyo constante. Y por no haberos quejado más allá de lo imprescindible.
Igualmente valiosa ha resultado la labor de todas las personas que me pusieron en
contacto con otras personas. Gracias a Ricardo y Raquel. También a Joana, Marian, Silvia,
Noelia, obrigadissimo!
Me gustaría mostrar mi gratitud a los colegas del GERN que en el Interlabo celebrado en
Zaragoza me escucharon atentamente y me dieron interesantes consejos y palabras de apoyo
desde su gran experiencia.
Quiero, de la misma forma, agradecer a las personas e instituciones que hicieron posible
un intercambio de puntos de vista escuchando en los foros que ellos promueven lo que yo tenía
que decir sobre el tema: COAPEMA, SAGG, Ayuntamiento de Zaragoza e IASS. Y con especial
cariño al Instituto Internacional de Sociología Jurídica (IISJ) de Oñati, a Mariana Sánchez, Maria
Isolina Davobe y Eduardo Victor Lamenta. También a los colegas de la Escola de Criminologia
de Oporto, por la acogida y por hacerme sentir como en mi propia casa, muito obrigado.
Ciertamente el camino de una tesis doctoral nunca se recorre solo. A todos los que me
han acompañado, les doy en este momento las más sinceras gracias.
9 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
Índice
Abreviaturas y siglas empleadas …………………………………………………………………..…………….…… 13
Listado de figuras, tablas, cuadros y gráficos……………………………………………………………….…… 15
Introducción ………………………………………………………………………………………………………….….….. 17
[Pimera Parte]
El maltrato hacia los mayores en el ámbito familiar y la respuesta
frente al fenómeno.
Marco teórico y conceptual
Capítulo I: Contexto social, concepto y tipología del maltrato familiar hacia las personas
mayores. ............................................................................................................................. 33
1.- Contexto social de los malos tratos familiares a los mayores. ............................................. 34
1.1.- Imágenes de la vejez: edadismo y marginación. .......................................................................... 34
1.2.- Posición de las personas mayores en la sociedad actual. ............................................................ 46
1.3.- Los derechos humanos de las personas de edad y la respuesta frente al maltrato familiar. ..... 55
1.4.- La responsabilidad familiar del cuidado hacia las personas mayores y el papel de los Estados de
bienestar. .............................................................................................................................................. 75
2.- La construcción del maltrato al mayor como problema social. Una genealogía. ................... 90
3.- Marco teórico conceptual del maltrato contra los mayores en la familia. .......................... 100
3.1.- Hacia una definición válida: dificultades, tentativas, y resultados. ............................................ 103
3.2.- Tipologías.................................................................................................................................... 112
3.3.- Elementos esenciales y delimitación del campo. ....................................................................... 124
Capítulo II: Marco teórico explicativo del maltrato familiar a los mayores. ......................... 134
1.- El maltrato familiar hacia los mayores. Teorías sobre la causación. ................................... 135
1.1.- Principales modelos explicativos. ............................................................................................... 137
1.2.- Hacia una teoría integrada de la violencia intrafamiliar contra los mayores. ............................ 150
2.- Riesgo y maltrato familiar contra las personas mayores. Factores y perfiles. ..................... 153
2.1.- Factores de protección y de riesgo del maltrato familiar hacia los mayores. ............................ 156
2.2.- Perfiles de la víctima y de la persona que ejerce el maltrato. .................................................... 174
3.- Algunas consideraciones en relación con la perspectiva de género aplicada al análisis de la
violencia familiar contra las personas mayores. .................................................................... 180
3.1.- La gerontología feminista. .......................................................................................................... 181
3.2.- La posición social de las mujeres mayores ................................................................................. 185
10 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
3.3.- El cuidado de las personas mayores dependientes como una actividad condicionada por el
género................................................................................................................................................. 190
3.4.- El maltrato familiar hacia las personas mayores desde una perspectiva de género. ................. 204
4.- Revisión crítica del marco teórico explicativo del maltrato familiar al mayor. ................... 217
4.1.- Valor del estrés del cuidador como explicación del maltrato familiar hacia los mayores. ........ 217
4.2.- Relación entre el maltrato familiar a los mayores y otras formas de violencia intrafamiliar..... 220
Capítulo III: La respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas mayores. Perspectivas
teóricas. ............................................................................................................................ 227
1.- Principales modelos de respuesta frente a la violencia familiar contra los mayores. .......... 228
2.- Los diferentes niveles de prevención. .............................................................................. 239
2.1.- La prevención primordial y primaria. ........................................................................................ 241
2.2.- La prevención secundaria. .......................................................................................................... 259
2.3.- La prevención terciaria. .............................................................................................................. 281
3.- La dimensión jurídica de la respuesta y la intervención desde la administración de justicia.
........................................................................................................................................... 299
4.- La respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas mayores. ................................ 315
4.1.- Un proceso complejo.................................................................................................................. 315
4.2.- Perspectiva integrada del proceso de respuesta. ...................................................................... 325
[Segunda parte]
La respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas mayores.
Estudio empírico
Capítulo IV: El fenómeno del maltrato al mayor en la familia. Dimensiones cuantitativas. .. 339
1.- Algunas consideraciones metodológicas previas en relación con la evaluación epidemiológica
del maltrato hacia las personas mayores. ............................................................................. 341
2.- Revisión de los resultados obtenidos por algunos estudios internacionales. ..................... 347
3.- Análisis de los resultados de los principales estudios en el contexto español. ................... 354
4.- Análisis de los datos extraídos del estudio del LSJUZ en relación con los casos de maltrato
familiar hacia las personas mayores que acceden a la justicia penal.. .................................... 363
Capítulo V: La percepción del fenómeno. Contexto, naturaleza y factores de riesgo
emergentes. ...................................................................................................................... 389
1.- La construcción social de la vejez y la posición de las personas mayores. La sociedad
edadista. ............................................................................................................................. 390
2.- Concepto y formas percibidas del maltrato familiar hacia las personas mayores. ............. 398
3.- La violencia de género en el seno de las parejas mayores. ................................................ 407
4.- Factores de riesgo percibidos y explicaciones sugeridas. .................................................. 411
4.1.- El estrés del cuidador y la dependencia de la víctima como factores de riesgo esenciales. ..... 412
11 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
4.2.- Algunos factores de riesgo asociados con la dependencia del agresor: enfermedad mental
grave y el abuso de sustancias. .......................................................................................................... 423
4.3.- Otros factores de riesgo emergentes. ....................................................................................... 443
5.- Principales rasgos del maltrato familiar a los mayores: la percepción de los informantes. 447
Capítulo VI: La respuesta social e institucional frente al maltrato familiar hacia las personas
mayores. ........................................................................................................................... 455
1.- La prevención. ................................................................................................................ 456
2.- La detección y evaluación. ............................................................................................. 482
3.- La intervención. ............................................................................................................. 499
4.- La respuesta frente al maltrato familiar hacia los mayores en contextos de dependencia del
agresor. ............................................................................................................................... 511
Capítulo VII: La respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas mayores articulada
desde el derecho y la administración de justicia ................................................................ 518
1.- La ley de Promoción de la autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de
Dependencia. Expectativas y valoración del proceso de implementación del SAAD. ............... 519
2.- La respuesta articulada desde la administración de justicia. La perspectiva de los
profesionales sociosanitarios y los operadores jurídicos. ....................................................... 527
2.1.- La intervención jurídica desde el orden penal ........................................................................... 533
2.2.- La respuesta del derecho desde el orden civil. .......................................................................... 541
3.- El papel de los notarios en la respuesta contra el maltrato familiar contra las personas de
edad. ................................................................................................................................... 561
4.- La percepción de la respuesta frente al maltrato familiar a los mayores. Principales aportes
de la investigación. .............................................................................................................. 576
Conclusiones .................................................................................................................. 581
Anexos
Anexo I:Objetivos, metodología empleada y alcance de la investigación. ............................ 601
1.- Objetivos de la investigación. .......................................................................................... 601
2.- Metodología empleada. .................................................................................................. 603
3.- Alcance de la investigación: rigor metodológico y limitaciones del estudio. ...................... 623
Anexo II: La vejez y el maltrato hacia las personas mayores en el ordenamiento jurídico. Una
visión panorámica.............................................................................................................. 626
1.- La protección jurídica de las personas mayores: perspectivas internacionales. .................. 630
1.1.- Los derechos humanos de las personas de edad en los instrumentos internacionales. ........... 630
12 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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1.2.- Breve referencia a la protección de los mayores en el derecho comparado. ............................ 635
2.- Las personas mayores en el ordenamiento jurídico español. ............................................ 640
2.1.- Las personas mayores en la Constitución Española. .................................................................. 641
2.2.- Legislación autonómica referida a las personas mayores. Especial referencia a Aragón. ......... 646
2.3.- La Ley de Promoción de la Autonomía Personal y de Atención a las Personas en Situación de
Dependencia. ...................................................................................................................................... 653
3.- El maltrato familiar hacia los mayores: aspectos penales. ................................................ 664
3.1.- La regulación del maltrato hacia las personas mayores a raíz de la promulgación de la Ley
Orgánica 1/2004 de Medidas de protección Integral contra la Violencia de Género ........................ 664
3.2.- La tipificación de los malos tratos hacia las personas mayores en el Código Penal ................... 671
3.3.- Otros aspectos relacionados con el tratamiento penal. ............................................................. 678
4.- Protección frente a los malos tratos hacia las personas mayores desde el ámbito civil. ..... 688
4.1.- Incapacitación y tutela. .............................................................................................................. 688
4.2.- Especial referencia a la autotutela como forma de protección frente a los malos tratos. ........ 693
4.3.- Internamiento no voluntario por razón de trastorno psíquico .................................................. 695
4.4.- Acogimiento familiar y guarda de hecho de personas mayores ................................................ 698
4.5.- Obligación de prestación de alimentos entre parientes. ........................................................... 702
4.6.- La protección dispensada a través de la Ley 41/2003, de protección patrimonial de las personas
con discapacidad. ............................................................................................................................... 704
4.7.- El juicio notarial de capacidad. ................................................................................................... 711
4.8.- Las causas legales de desheredación relacionadas con el maltrato hacia los mayores. ............ 714
Anexo III: Propuestas de intervención. ............................................................................... 718
Bibliografía
Libros, artículos e informes...................................................................................... 729
Normativa citada..................................................................................................... 767
Jurisprudencia ........................................................................................................ 772
Otras fuentes documentales ................................................................................... 772
Páginas web............................................................................................................ 773
13 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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Abreviaturas y siglas empleadas
ABVD, Actividades básicas de la vida diaria.
AFEDAZ, Asociación de Familiares de Enfermos de
Alzheimer de Zaragoza.
ALMA, Allô Maltraitance des Personnes Agées et/ou
des Personnes Handicapés.
AMA, American Medical Association.
AMPID, Associação Nacional dos Membros do
Ministério Público de Defesa dos Direitos dos Idosos
e Pessoas com Deficiencia
APA, Allocation Personnel d´Autonomie.
APAV, Associação Portuguesa de Apoio à Vítima
APS, Adult Protective Service.
Art, artículo.
ASAPME, Asociación Aragonesa Pro Salud mental.
BASE, Brief Abuse Screen for the Elderly.
CA/ CC.AA, Comunidad Autónoma, o Comunidades
Autónomas.
CASE, Caregiver Abuse Screen for the Elderly.
CC, Código Civil.
CCAT, Coordinated Community Agency Teams.
CE, Constitución española.
CEPAL, Comisión Económica para América Latina y el
Caribe.
CGPJ, Consejo General del Poder Judicial.
COAPEMA, Consejo Aragonés de Personas Mayores.
Comp./comps., compilador o compiladores.
Coord./coords., coordinador o coordinadores.
CP, Código Penal.
CTF, Canadian Task Force.
d. de C, después de Cristo.
DEA, Diploma de Estudios Avanzados.
DGA, Diputación General de Aragón.
DNI, Documento Nacional de Identidad.
DUDH, Declaración Universal de los Derechos
Humanos.
EAI, Elder Assessment Instrument.
EASI, Elder Abuse Suspicion Index.
ed./eds, editor o editores.
EIMA, Equipo de Investigación sobre Malos tratos a
Ancianos.
FAST, Fiduciary Abuse Specialist Teams.
FRT, Fatality Review Teams.
H-S/EAST, Hawlek-Segstock Elder Abuse Screening
Test.
IAEST, Instituto Aragonés de Estadística.
IMSERSO, Instituto de Mayores y Servicios Sociales.
IAM, Instituto Aragonés de la Mujer.
IASS, Instituto Aragonés de Servicios Sociales.
IISJ, Instituto Internacional de Sociología Jurídica.
INE, Instituto Nacional de Estadística.
INPEA, International Network for the Prevention
Elder Abuse.
INSTRAW, International Research and Training
Institute for the Advancement of Women.
IOA, Indicators of Abuse screen.
LEC, Ley de Enjuiciamiento Civil.
14 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
LISMI, Ley de Integración social de los minusválidos.
LECr, Ley de Enjuiciamiento Criminal.
LOPJ, Ley Orgánica del Poder Judicial.
LSJUZ, Laboratorio de Sociología Jurídica de la
Universidad de Zaragoza.
MADD, Mothers against Drunk Drivers.
MTAS, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales.
NCEA, National Center on Elder Abuse.
NEAIS, National Elder Abuse Incidence Study.
ONCE, Organización Nacional de Ciegos Españoles.
PAEVPI, Plano de Ação para Enfrentamento da
Violência contra a Pessoa Idosa
PIA, Programa Individual de Atención.
QEEE, Questions to Elicit Elder Abuse.
RAE, Real Academia Española de la Lengua.
SAAD, Sistema Aragonés de Atención a la
Dependencia.
SAAD, Sistema para la Autonomía y Atención a la
Dependencia.
SAD, Servicio de Atención a Domicilio.
SAGG, Sociedad Aragonesa de Geriatría y
Gerontología.
SALUD, Servicio Aragonés de Salud.
SAMFYC, Sociedad Andaluza de Medicina Familiar y
Comunitaria.
SEGG, Sociedad Española de Geriatria y
Gerontología.
SEN, Sociedad Española de Neurología.
SMA. Sospecha de Maltrato a Ancianos.
ss., siguientes.
STC, Sentencia del Tribunal Constitucional.
STS, Sentencia del Tribunal Supremo.
Trad., traducción.
TSJA. Tribunal Superior de Justicia de Aragón.
ULE, Unidad de larga estancia.
UME, Unidad de media estancia.
USTF, US Preventive Services Task Force.
UVSS, Unidad de Valoración Sociosanitaria.
15 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
Listado de Figuras, cuadros, tablas y gráficos
Figura 1: La economía mixta del cuidado y la atención a los familiares mayores. [p.87]
Figura. 2: Modelo de Johnson sobre la definición de maltrato. [p.105]
Figura 3: Maltrato hacia las personas mayores y dominios adyacentes de investigación y
elaboración de políticas. [p.130]
Figura 4: Teoría integrada de la violencia familiar contra las personas mayores. [p.152]
Figura 5: Factores de protección del maltrato familiar hacia las personas mayores por niveles
según el modelo ecológico. [p.160]
Figura 6: Modelo de riesgo de maltrato hacia los mayores [p.173]
Figura 7: Marco para el cribado clínico y la identificación de casos. [p.272]
Figura 8: Algoritmo de intervención I. [p.318]
Figura 9: Algoritmo de intervención II. Prevención secundaria y terciaria. [p.322]
Cuadro 1: Factores de riesgo clasificados según grado de contraste empírico. [p.164]
Cuadro 2: Factores de riesgo emergentes investigación cualitativa. [p.450]
Tabla 1: Tasas de prevalencia principales estudios internacionales reseñados. [p.350]
Tabla 2: Tasa de prevalencia estudios españoles. [p.358]
Tabla 3. Tipo de violencia. Estudio LSJUZ (2004). [p.365]
Tabla 4. Registros por Comunidades Autónomas. Estudio LSJUZ (2004). [p.366]
Tabla 5. Tipo de violencia y órgano. Estudio LSJUZ (2004). [p.367]
Tabla 6: Sexo de la víctima. Estudio LSJUZ (2004). [p.368]
Tabla 7: Edad de la víctima. Estudio LSJUZ (2004). [p.371]
Tabla 8: Agresiones anteriores violencia contra ascendientes. Estudio LSJUZ (2004). [p.372]
Tabla 9: Agresiones anteriores violencia contra personas mayores en relaciones de pareja.
Estudio LSJUZ (2004). [p.374]
Tabla 10. Sexo del inculpado. Estudio LSJUZ (2004). [p.375]
Tabla 11: Edad inculpado. Estudio LSJUZ (2004). [p.377]
Tabla 12 a: Circunstancias imputado. Ascendientes. Estudio LSJUZ (2004). [p.381]
Tabla 12b: Circunstancias Imputado. Violencia contra personas mayores en relaciones de
pareja. Estudio LSJUZ (2004). [p.382]
Tabla 13: Causa de la violencia ejercida contra personas mayores. Estudio LSJUZ (2004). [p.383]
16 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
Gráficos 1 y 2: Sexo de la víctima. [p.369]
Gráficos 3 y 4: Sexo Inculpado. Violencia contra personas mayores en relaciones de pareja y
contra ascendientes. Estudio LSJUZ (2004). [p.375]
Gráfico 5: Edad del inculpado. Estudio LSJUZ (2004). [p.379]
Gráfico 6: Circunstancias personales del imputado. Estudio LSJUZ (2004). [p.380]
17 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
Introducción
Tradicionalmente la familia se ha contemplado, desde un prisma unidimensional, como
un refugio. Un lugar cálido y seguro en el que el amor y la comprensión es ley. Como una
estructura social básica de la que recibimos casi todo: desde ayuda material hasta apoyo moral,
pasando por educación, valores, límites y estímulos. Prácticamente el único lugar donde sería
posible la armonía perfecta, una convivencia idílica entre padres, hijos y abuelos basada en el
cariño, el respeto y la ayuda mutua. En definitiva, el espacio donde se pone en marcha y se
desarrolla realmente la solidaridad intergeneracional.
Es cierto que, en las últimas décadas, la institución ha sufrido una profunda
transformación diversificándose en sus formas y democratizándose en sus mecanismos de
funcionamiento. Hasta el punto de que, hoy en día, resulta difícil seguir hablando de familia (en
singular) como un concepto excluyente que tome como única referencia válida el modelo más
tradicional, siendo necesario hablar de familias (en plural). Familias diversas (monoparentales,
reconstruidas, tradicionales, homosexuales, etc.) todas ellas presentes en la sociedad e
igualmente legítimas. A pesar de algunas voces que insistentemente pregonan lo contrario, la
familia goza en España de muy buena salud como institución, siendo la nuestra una sociedad
fuertemente familiarista, en el que una buena parte del bienestar de los individuos descansa
sobre la familia más que sobre un Estado social débil e insuficiente. Por ello no es de extrañar
que la falta de familia se considere como una carencia personal (especialmente grave en el caso
de los niños y de los mayores) y que la visión dominante de la misma se corresponda con ese
espacio idílico de armonía familiar y solidaridad intergeneracional.
Desde luego no se niega que las familias (algunas familias) pueden ser todo esto que
señalamos, pero esa visión idealizada de la institución oscurece otras realidades que también se
producen en el seno de la misma. Las familias (de nuevo, algunas familias) pueden ser también
escenario de desigualdad y de violencia, de abuso y de desprotección. No siempre son un refugio
seguro e idílico. A veces son, en realidad, un lugar peligroso para el individuo.
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Lo cierto es que esa visión que desafía la imagen idealizada de la familia, y que introduce
la noción de la misma como un espacio social en el que también puede surgir la violencia en sus
más variadas manifestaciones, es relativamente reciente. Lo que no significa que esa violencia no
haya existido desde antiguo. Aunque sólo se le haya dado nombre y se haya sentido la necesidad
de responder decididamente frente a este fenómeno desde hace unas décadas, la violencia en el
seno de la familia (incluida aquella dirigida contra las personas mayores) ha sido descrita en la
literatura desde hace siglos1.
Internacionalmente, aunque con algo más de retraso en nuestro país, el foco de atención
se colocó primero sobre el maltrato infantil (a partir de los años 60 del pasado siglo), después
sobre el maltrato contra la mujer (que emergió como problema social en los 70); y, sólo desde
hace relativamente poco tiempo (años 80 y sobre todo años 90), se ha incrementado el interés,
tanto académico como institucional, en relación con las diferentes formas de maltrato de la que
pueden ser objeto las personas de edad. El maltrato hacia las personas mayores constituye
todavía, por tanto, una tipología reciente dentro del campo de estudio más genérico de la
violencia familiar. Y ello determina que se asuma socialmente que en el seno de la familia las
mujeres y los niños son objeto de maltrato, pero resulte más complejo asimilar que las personas
ancianas puedan ser también víctimas de violencia a manos de sus familiares.
Nos encontramos, por lo tanto, ante un fenómeno que adolece de cierta falta de
visibilidad social. Una realidad oculta que no se percibe todavía como un problema social
acuciante. (Al menos no en el mismo grado que la violencia familiar de género o el maltrato
infantil.) No suele estar presente en el discurso de los políticos. No aparece casi nunca en la
prensa ni en la televisión, identificado como un problema social grave con características y
dinámicas propias. Y, entre las preocupaciones de profesionales y estudiosos, parece haberse
hecho un hueco sólo desde hace relativamente pocos años.
Aunque es innegable que las cosas, poco a poco, están cambiando: cada vez se habla más
de la cuestión, se publican más estudios y el fenómeno comienza a colocarse en la agenda de las
instituciones. Geriatras y gerontólogos se ocupan cada vez más de la cuestión. También (aunque
tal vez en menor medida) lo hacen criminólogos y juristas. Las instituciones nacionales e
internacionales hace un tiempo que comenzaron a hablar del tema.
1 Un interesante recorrido sobre el tema del conflicto y la violencia entre hijos adultos y sus padres ancianos a través
de una serie de productos culturales y de fuentes históricas puede encontrarse por ejemplo en Reiharz (1986: 25 y
ss.).
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U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
Es verdad que la visibilidad del problema alcanza cuotas mucho mayores en
determinados países (sobre todo Canadá, Estados Unidos, Reino Unido, también en Nueva
Zelanda, Australia, Francia, Brasil o Japón) en comparación con España, donde el interés sobre
el tema, aunque creciente, presenta un grado menor de desarrollo. Pero, es indudable que, nos
encontramos ante lo que habitualmente se conoce como una cuestión emergente2.
En este sentido, el interés objetivo sobre el tema se remite inexcusablemente al hecho de
encontrarnos en una sociedad cada vez más envejecida. Las sociedades contemporáneas
envejecen y ello genera cambios sociales con múltiples implicaciones (desde luego no todas
negativas). Por ello, superando una visión catastrofista del envejecimiento poblacional, conviene
que dejemos de hablar tanto en términos de problemas, para pasar a hablar más bien de los
desafíos que ese fenómeno va a suponer desde ahora en adelante. Al fin y al cabo nuestra
sociedad, utilizando el término que empleó en su momento Maria Teresa Bazo (1990), se ha
convertido en una sociedad anciana. Por eso mismo todas las cuestiones que se refieren a las
personas de edad avanzada suscitan (deberían suscitar al menos) cada vez mayor interés. Porque
son cuestiones que nos afectan a todos.
Pero también es cierto que ese interés que se supone a las cuestiones relacionadas con la
ancianidad contrasta fuertemente, en consonancia con la imagen predominantemente negativa de
la vejez, con la posición relegada que las personas mayores ocupan hoy en día en la sociedad. Es
lo que algunos autores (Butler y Lewis, 1973; Bytheway, 1995; Palmore, 1999, 2001 entre otros)
han venido en denominar ageismo o edadismo. Concepto que se refiere a la desigualdad y
discriminación que sufren las personas mayores en la sociedad y que es tan grave al menos como
el sexismo o el racismo. Una discriminación además que, a diferencia de otras, resulta más oculta
porque sus manifestaciones son más sutiles. Una forma de discriminación que pasa más
desapercibida y se encuentra socialmente más aceptada.
Es precisamente entre estas dos coordenadas – la de la sociedad anciana y la de la
sociedad edadista – donde se sitúa la perturbadora realidad del maltrato familiar hacia las
2 Término que nos sirve para referirnos a este proceso de visibilización social, mediático y académico apuntado pero
que no deja de presentar cierta ambigüedad. ¿Qué es lo que ha emergido? ¿El problema en sí o el interés sobre el
problema y por lo tanto la necesidad de articular respuestas sobre el mismo desde diversas instancias? En general, el
fenómeno de la violencia familiar tiene raíces profundas, asentadas desde antiguo en ciertas convenciones sociales,
en creencias y prejuicios profundamente arraigados. También la violencia contra los mayores, como decíamos, es un
fenómeno que difícilmente podemos calificar como nuevo puesto que ha existido desde hace mucho tiempo en el
seno de las sociedades en general y de las familias en particular. Y, a pesar de algunos datos que podrían sustentar lo
contrario, tampoco estamos en condiciones de concluir inequívocamente que la violencia contra los mayores haya
aumentado espectacularmente en los últimos años. No lo sabemos con certeza. Sobre todo porque en relación con el
tema existe una gran carencia de investigaciones y estudios. En consecuencia debemos puntualizar que lo que ha
emergido es el interés sobre el tema, pues la violencia familiar contra los mayores estaba presente desde antiguo.
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personas mayores a cuya respuesta desde diferentes instancias dedicamos la presente tesis
doctoral.
El maltrato hacia las personas mayores, tanto en su dimensión familiar como institucional
(no analizada en este trabajo), es además una cuestión extraordinariamente compleja. Un
fenómeno con numerosas caras, poliédrico. Relacionado con el envejecimiento demográfico, la
posición social de las personas mayores, el papel de la familia, la salud pública, las políticas
sociales y el desarrollo del Estado de bienestar, la bioética y también con el derecho. Una
cuestión relativamente poco estudiada, sobre todo en comparación con otras formas de violencia
que tienen lugar en el seno de la familia. Y, como consecuencia de ello, una tema sobre el que
los consensos relativos a su definición, tipología, y etiología están, en algún sentido, todavía por
construir.
Por otro lado, existe un acuerdo al considerar que este tipo específico de violencia
familiar presenta una elevada cifra negra u oculta, por lo que estaríamos ante otro fenómeno de
tipo iceberg sobre el que sólo conoceríamos una parte mínima de su prevalencia entre la
población anciana. Se trata de una realidad que además accede al conocimiento de la
administración de justicia en menor medida que otras manifestaciones de violencia o maltrato
que acontecen en el seno de la familia.
Por todas estas características del campo y por el origen biomédico del interés inicial
sobre el tema, las aproximaciones sobre la cuestión se suelen afrontar (en nuestro país y, en
general, en el contexto internacional) desde el ámbito de la medicina, de la gerontología y sólo
tangencialmente se considera el tema en sus dimensiones jurídicas.
Sin embargo, como advierte por ejemplo Payne (2002), el principal peligro de una
aproximación fragmentada al fenómeno del maltrato hacia las personas mayores, es que puede
llevarnos a una serie de concepciones erróneas sobre el mismo. No en vano, el tema es objeto de
interés y estudio por parte de numerosas disciplinas académicas (gerontología, sociología,
criminología, trabajo social, victimología, medicina, psicología) por lo que los expertos se
refieren al mismo como un problema multidisciplinar.
En ese sentido, en el presente trabajo hemos pretendido hacernos eco de esta complejidad
pero centrándonos en un aspecto determinado de la cuestión: la respuesta que la sociedad plantea
en estos momentos ante esta realidad del maltrato familiar hacia las personas mayores. A través
de esta tesis doctoral, se pretende ir un paso más allá de la constatación de que también las
personas mayores son maltratadas en el seno de la familia, para abordar una cuestión clave:
cómo estamos respondiendo como sociedad ante esta situación.
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Se afronta la cuestión, en la línea apuntada por Payne (2002), desde una perspectiva
claramente multidisciplinar aunque esencialmente articulada por el prisma de la sociología
jurídica3. La respuesta frente al maltrato hacia las personas mayores incluye – y en este trabajo se
le dedica, como no podía ser de otra forma, atención preferente – aquella que se articula a través
del derecho pero también desde otros ámbitos. En realidad ambos aspectos se retroalimentan
porque otras formas de intervenciones posibles frente al maltrato hacia las personas mayores –
desde el sistema de salud, desde los servicios sociales – están en buena medida moldeadas por
las diversas normas que las sustentan (leyes, planes de actuación, protocolos de intervención,
normas reguladoras de dispositivos de intervención). En definitiva, la respuesta frente al maltrato
familiar hacia las personas mayores se sustancia a través de normas y, por ello, el tema elegido
es un tema que entra de lleno dentro del ámbito de la sociología jurídica. No obstante, el hecho
de elegir la perspectiva de la sociología jurídica como enfoque articulador no implica obviar las
aportaciones sobre un tema tan complejo realizadas desde otros enfoques. Aportaciones que no
deben oponerse sino integrarse sobre todo en el campo de la respuesta al problema, objeto de
estudio en este trabajo4. Sobre esta respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas
mayores proyectamos, por lo tanto, un análisis sociojurídico abordado a través de una
investigación propia llevada a término mediante el empleo de técnicas esencialmente cualitativas
(aunque también se utilizan técnicas cuantitativas) en el contexto espacial de la Comunidad
Autónoma de Aragón5.
Esta tesis doctoral trata de aportar datos y reflexiones de carácter científico con la
finalidad de hacer más eficaces en la praxis los instrumentos de intervención encaminados a la
erradicación y prevención de la violencia familiar ejercida contra las personas mayores. La
finalidad última no es otra que la de abordar una reflexión profunda (partiendo de la concreta
realidad social, política e institucional de la Comunidad Autónoma de Aragón pero en buena
medida generalizable al resto del Estado y a otras sociedades de nuestro entorno) que repercuta
3 Una sociología jurídica en la línea de lo que Treves (1978: 122) denominó en su momento nueva sociología del
derecho, es decir, “aquella constituida por las investigaciones empíricas realizadas sobre los hechos particulares y
sobre los problemas sectoriales que interesan grandemente a la vida y al desarrollo de la sociedad
contemporánea‖.
4 Ya que no en vano, como recuerda Calvo García (1995:36): “Siempre se ha tenido claro que la sociología jurídica
nace como un saber interdisciplinar y, por supuesto, “transdisciplinar” y “reflexivo”, con vocación de establecer
comunicación con las disciplinas jurídicas y sociales; con los profesionales del derecho y con los diversos agentes
sociales. La sociología jurídica encerrada en sí misma carecería de fundamento y de razón de ser”.
5 Para una descripción detallada tanto de los objetivos, como del alcance y sobre todo de la metodología empleada
vid. infra Anexo I.
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también en el colectivo de las personas mayores en la obtención de instrumentos para una
adecuada prevención y, dado el caso, intervención frente a los malos tratos de los que puedan ser
objeto.
Es en este contexto descrito, en el que una tesis doctoral como la que se presenta
constituye una aportación novedosa al todavía incipiente interés en relación con el tema en el
ámbito científico español. Sobre todo si consideramos la especial atención que, desde la óptica
de la sociología jurídica, se concede en el presente trabajo a un aspecto raramente abordado con
profundidad en otros estudios y monografías (a pesar de su importancia) como es el de la
respuesta que se articula desde el derecho frente al maltrato familiar hacia las personas mayores.
El abordaje del tema resulta novedoso al aportar interesantes resultados en torno al grado
de conocimiento de las características específicas de este tipo de maltrato, sensibilización y
capacidad de actuación eficaz para su abordaje por parte de los diferentes operadores jurídicos:
jueces, fiscales, abogados, notarios.
De igual modo resulta novedosa e interesante la determinación de la efectividad y
eficacia de los diferentes medios disponibles para la prevención, detección e intervención de los
profesionales tanto de los ámbitos sanitarios como de los servicios sociales y asistenciales. Se
vislumbra como de especial relevancia el conocer cómo los profesionales sanitarios
especialmente de la atención primaria que tienen un contacto directo con la población anciana y
los trabajadores de los servicios sociales (en recursos como los centros de día, residencias,
servicios de ayuda a domicilio…) reciben apoyo y formación sobre el tema. Y también el
conocer cómo se articula la respuesta de las diversas administraciones implicadas en el tema.
Finalmente hay que destacar también la importancia del momento en el que este trabajo
se ha realizado. Un momento de encrucijada desde la perspectiva de la aprobación, entrada en
vigor e implementación de importantes reformas legislativas. De un lado, la Ley 39/2006, de 14
de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación
de Dependencia, cuya implementación supone un proceso complejo y todavía en marcha que
implica la construcción de lo que se ha venido en denominar cuarto pilar del Estado de
bienestar. Con esta importante norma se pone encima de la mesa la cuestión de la atención a la
dependencia que afecta, en buena medida aunque no exclusivamente, a las personas ancianas. En
este sentido nos encontramos en un momento privilegiado para conocer y analizar por ejemplo,
desde el sistema de atención a la dependencia, las acciones encaminadas a la formación y apoyo
de esos cuidadores familiares. Igualmente desde el sistema de servicios sociales en general y
desde una óptica preventiva, conocer y analizar cómo funciona la atención de otras situaciones
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que pueden constituir factores de riesgo para la ocurrencia. De otro lado, en el contexto de la
Comunidad Autónoma de Aragón, la muy reciente aprobación y puesta en marcha de la Ley
5/2009, de 30 de junio, de Servicios Sociales de Aragón viene a suponer (en línea con otras leyes
autonómicas de última generación, reguladoras del sistema de atención social) un hito y un
cambio de paradigma en el desarrollo de los servicios sociales. Elemento clave, como veremos
en profundidad en las páginas que siguen, en la respuesta frente al maltrato familiar hacia las
personas mayores. En general se trata de evaluar si estas importantes reformas legales permiten
integrar una respuesta preventiva eficaz frente a los malos tratos hacia los mayores.
Especialmente, una temprana detección de los mismos y una intervención pronta y adecuada. A
ello hay que añadir además las reformas en relación con el tratamiento penal de la violencia
familiar y de género que se han venido sucediendo en los últimos años en nuestro país con
especial referencia a la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección
Integral contra la Violencia de Género. Reforma cuya eficacia puede valorarse en este trabajo
desde la perspectiva de haber transcurrido unos años desde su aprobación.
Junto con este marco jurídico relacionado con el tema objeto de estudio debemos tener en
cuenta el contexto socioeconómico actual marcado por una profunda crisis económica. Una crisis
económica que se traduce en una necesidad de recorte del gasto de los Estados que está
afectando a las políticas sociales y familiares, incluidas aquellas dirigidas hacia las personas
mayores. Medidas como la congelación de las pensiones o la ralentización del proceso de
implementación del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD), así como
otros recortes asociados a la necesidad de contención del déficit público, tienen un efecto directo
sobre el bienestar de las personas mayores como colectivo. Y la crisis económica en general (con
consecuencias como la elevada tasa de desempleo, la pérdida de nivel adquisitivo, el
sobreendeudamiento y el aumento de la morosidad) ha colocado a muchas familias en una
situación de mayor vulnerabilidad y precariedad que afecta también a los mayores. Bien
condicionando la responsabilidad familiar del cuidado y la atención de las personas de edad
necesitadas de apoyo, o bien generando escenarios en los que, en el seno de las familias, se
recurre a los familiares ancianos como fuente de recursos financieros o de ayuda económica,
pudiendo generarse situaciones de abuso. Ese contexto socioeconómico adverso, que enmarca
también la realidad del maltrato familiar hacia las personas mayores condicionando la eficacia de
la respuesta, es también tenido en cuenta como variable en nuestro análisis sociojurídico.
En definitiva, como decíamos, el tema objeto de nuestro trabajo permanece todavía
escasamente estudiado en nuestro país. De ahí que partamos esencialmente, en la primera parte
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de la tesis doctoral, a la hora de elaborar el marco teórico – y también en buena medida, en la
segunda parte a la hora de determinar la prevalencia e incidencia del fenómeno – de la literatura
especializada y de los estudios e investigaciones que se han generado en el ámbito científico
anglosajón (sobre todo Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y en menor medida Australia y
Nueva Zelanda) que lidera a nivel mundial el campo. Bibliografía que plantea, sobre todo a partir
de la proliferación de estudios empíricos en los últimos años, una superación o ampliación de las
visiones tradicionales sobre el objeto de estudio. En estos estudios y monografías se contempla
un enfoque multidisciplinar que se aleja de la perspectiva en torno al análisis del maltrato hacia
las personas mayores que parte de un paradigma estrictamente biomédico para abarcar también
otras consideraciones sociológicas, jurídicas, y éticas. Las aportaciones de estos autores además
han contribuido fuertemente al consenso en relación con la conceptualización del fenómeno
tanto en su definición como en las tipologías que presenta, aunque el grado de acuerdo en este
sentido entre los estudiosos del tema diste de ser total.
Por otro lado, hay que tener en cuenta, en relación con las teorías de la causación, que
esta profundización en el tema llevada a cabo esencialmente por los autores de la órbita
anglosajona, va más allá (aunque se asuma también como una de las causas posibles del
fenómeno) de la explicación privilegiada que tradicionalmente y con cierto automatismo se ha
manejado en torno al maltrato hacia las personas mayores. Explicación según la cual éste se
encuentra causado fundamentalmente por el estrés generado en el cuidador o cuidadora siendo la
víctima generalmente una persona mayor extremadamente frágil y vulnerable. Nuevas causas,
nuevas explicaciones se han ido aportando con una base empírica cada vez más sólida lo que ha
permitido afianzar algunas intuiciones y rechazar tópicos en torno al tema que carecen de
evidencia científica sólida. De esta forma, la dependencia del agresor por diversos motivos
aparece como un factor relevante en la causación. Y en otro orden de cosas esta literatura
especializada anglosajona resalta también la elevada prevalencia de ciertas formas de maltrato
como el maltrato financiero o económico. Todas estas consideraciones están muy presentes en la
elaboración del marco teórico de la tesis.
Así pues, el marco teórico de la presente tesis doctoral debe mucho a estos autores
anglosajones que desde el origen del interés sobre el tema en los años setenta del pasado siglo y
sobre todo a partir de los años ochenta y noventa sentaron las bases de la conceptualización del
maltrato familiar hacia las personas mayores (Wolf y Pillemer,1989; Pillemer y Filkenhor,1988;
Quinn y Tomita,1997; Anetzerberger,1987, 1998; Aitken y Griffin, 1996; Bennet et al.,1997,
entre otros). Y que han seguido expandiendo en los último años, asentando en sólidas bases
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empíricas, el conocimiento sobre la cuestión que nos ocupa (Decalmer y Glendenning, 2000;
Nerenberg, 2008; Brandl et al., 2007; Bonnie et al.,2003).
Pero junto con esta bibliografía anglosajona se han analizado en profundidad el resto de
aportaciones relevantes bien provenientes de otros países de Europa (Ferreira-Alves, 2005;
Hugonot, 1998, entre otros) bien del ámbito científico español. En este último sentido resultan de
gran importancia los trabajos de Iborra Marmolejo (2005,2008), Barbero y Moya (2003,2005),
Muñoz Tortosa (2004), Pérez Rojo (2004a, 2004b, 2008), Tabueña Lafarga (2006), y Bazo
(2001), entre otros autores. Pero lo cierto es que en el contexto español, a pesar de algunos
interesantes esfuerzos llevados a cabo sobre todo en la última década, faltan todavía estudios e
investigaciones que se ocupen de esta realidad. Cuando hablamos por ejemplo de tasas de
prevalencia e incidencia los datos disponibles referidos a España resultan todavía poco
concluyentes y muestran la necesidad de replicar en nuestro país las investigaciones más sólidas
llevadas a cabo en otros contextos sociales y culturales; especialmente nos referimos a estudios
de base poblacional y que incluyan grupos de control en su diseño partiendo desde un análisis
multidisciplinar abarcador de la enorme complejidad del asunto de la violencia familiar contra
los mayores.
Está claro que la violencia ejercida contra las personas mayores en general en el ámbito
familiar tiene aspectos propios que la singularizan. Todas las manifestaciones de violencia
familiar presentan causas complejas, multifactoriales y es por ello que en su abordaje
necesariamente se ha de ser consciente de la complejidad del fenómeno.
Una complejidad que se pone de manifiesto en las ramificaciones del tema que surgen a
partir del maltrato familiar hacia las personas mayores como núcleo estricto de nuestro interés.
En este sentido, para un análisis sociojurídico en profundidad como el que realizamos en esta
tesis doctoral, es importante reflexionar sobre el cuidado de los mayores dependientes, y el papel
que al respecto juegan Estado y familia. En definitiva, sobre las implicaciones éticas y sociales
de la obligación familiar del cuidado de las personas mayores pero también sobre la
implementación de políticas sociales adecuadas dirigidas al colectivo. Reflexionar también sobre
las personas mayores como sujeto de derechos humanos así como sobre la viabilidad de un
derecho de la ancianidad. E igualmente parece necesario repensar todo el fenómeno del maltrato
hacia personas mayores y su respuesta desde la perspectiva de género.
Es preciso aclarar en este punto que la introducción de esta perspectiva de género en
nuestro trabajo no es marginal sino que constituye un elemento central en el diseño de la
investigación. Esta decisión implica la atención en torno a varias cuestiones.
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Por un lado, es evidente que, las mujeres ancianas maltratadas sufren, o pueden sufrir,
una situación de violencia que tenga que ver tanto con su vejez como con su condición de
mujeres. De hecho en nuestro trabajo se aborda el maltrato hacia las mujeres mayores por sus
parejas como una manifestación más del maltrato familiar hacia las personas mayores pero con
sus características propias que se asientan, como cualquier forma de violencia de género, en
dinámicas de desigualdad, poder y control, propias de la sociedad patriarcal. Estas
consideraciones son importantes a la hora de articular y diseñar respuestas adecuadas y eficaces.
El análisis excesivamente centrado en aspectos biomédicos del maltrato hacia los ancianos, que
suele ser el más extendido, y del que hablábamos más arriba no favorece intervenciones eficaces
y les hace un flaco favor a estas mujeres mayores víctimas de violencia.
Además, hay que tener en cuenta que la labor de cuidado de las personas mayores (y de
toda la familia, en realidad) es una tarea que se ha dejado casi en exclusiva para las mujeres. Esto
supone una situación de desigualdad sobre la que se debe intervenir para un mayor y equitativo
reparto de las tareas. Por último, y desde otro punto de vista, hay que ser conscientes de que las
mujeres cuidadoras también pueden ser objeto de malos tratos por parte del anciano que cuidan.
Y, en general, es preciso atender a la situación de especial fragilidad y dificultad en la que se
encuentran las mujeres ancianas – también de los hombres ancianos que cuidan a sus esposas –
que atienden a su vez a otro familiar más anciano o en situación de dependencia.
En otro orden de cosas, y antes de pasar a explicar la estructura de esta tesis doctoral, hay
que destacar que hemos partido siempre de una premisa básica: ante un tema tan complejo, la
forma de presentar los resultados del trabajo debía tender siempre hacia la mayor claridad
expositiva posible sin por ello simplificar la cuestión.
Por eso mismo, la estructura del trabajo está esencialmente constituida por dos grandes
bloques. El primero de estos bloques (compuesto por los capítulos I a III) se dedica a la
elaboración del marco teórico y conceptual del maltrato al mayor en la familia. El segundo de los
bloques (constituido por los capítulos IV a VII) se focaliza en el análisis de la respuesta a través
de la plasmación de los resultados de la investigación emprendida en sus dimensiones tanto
cuantitativas como cualitativas.
Se trata de una estructura que hemos considerado aportaba claridad expositiva a un tema
complejo que presenta una pluralidad de posibles dimensiones de análisis y que constituye una
cuestión de gran porosidad abarcando numerosos ámbitos de conocimiento y actuación. El hecho
de que, como ya hemos apuntado, sea además una cuestión en líneas generales poco estudiada en
España (sobre todo si se la compara con otras formas de violencia en el seno de la familia) nos
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llevó a valorar la oportunidad de manejar una estructura de tesis doctoral que privilegiara en todo
momento la transparencia del discurso.
Por otro lado hay que tener en cuenta que la perspectiva de la sociología jurídica aplicada
al estudio del fenómeno resulta, como hemos ya hemos argumentado, un camino poco transitado
(al menos en nuestro país) en relación con este tipo de fenómeno. A nuestro entender, este hecho
reforzaba la necesidad de que, previamente a la plasmación de los resultados obtenidos en la
investigación propia emprendida, planteáramos de la manera más clara y completa posible el
marco teórico y conceptual de la respuesta frente a las situaciones de maltrato familiar de las que
son víctimas las personas mayores.
El primero de los dos grandes bloques en los que se divide la tesis doctoral, por lo tanto,
comienza por un capítulo I en el que se contextualiza el fenómeno de los malos tratos hacia las
personas mayores insertándolo en el marco más amplio de la situación y posición de las personas
mayores en el seno de nuestras sociedades occidentales contemporáneas (con especial referencia
al colectivo de las personas mayores como sujeto de derechos humanos y a la responsabilidad
familiar y del Estado en el cuidado de los ancianos dependientes). Para después analizar la
construcción del maltrato familiar hacia los mayores como problema social y finalmente
descender al análisis del marco teórico conceptual en busca de una definición y una tipología
válidas y de consenso. En el capítulo II, a su vez, se abordan las principales explicaciones
teóricas del fenómeno, al tiempo que se trata el tema de la gestión del riesgo en las respuestas
diseñadas y se introduce la perspectiva de género en el análisis. El capítulo concluye con una
revisión crítica del marco teórico explicativo. Por último cierra este primer gran bloque de la
tesis doctoral el capítulo III, centrado en las perspectivas teóricas en relación con la respuesta
frente al maltrato familiar hacia los mayores. En este capítulo se analizan los principales modelos
teóricos de respuesta así como los diferentes niveles de prevención. Dado el enfoque
sociojurídico del análisis, se hace una especial referencia a la dimensión jurídica de la respuesta
y al papel de la administración de justicia. De la misma manera se considera la respuesta como
un proceso complejo y la necesidad de su abordaje desde una perspectiva integrada y
multidisciplinar.
El segundo gran bloque de la tesis doctoral se consagra en su mayor parte a la plasmación
de los hallazgos de la investigación cualitativa emprendida (capítulos V, VI y VII). No obstante,
con carácter previo, el capítulo V se dedica a la cuantificación del fenómeno del maltrato
familiar hacia las personas mayores; especialmente a la determinación de las tasas de prevalencia
que se derivan de los principales estudios disponibles tanto españoles como internacionales. De
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igual modo se analiza en este capítulo IV la respuesta de la administración de justicia en sus
rasgos esenciales que se deducen de los datos referidos a las personas mayores de 60 años
extraídos de un estudio más amplio sobre tratamiento de la violencia familiar por parte de la
administración de justicia en España elaborado por el LSJUZ. Los tres últimos capítulos se
centran exclusivamente en la plasmación de los resultados obtenidos por la investigación
cualitativa propia emprendida. Más en concreto, en el capítulo V se analizan los resultados en
relación con el contexto social y el marco conceptual del maltrato familiar. En el capítulo VI se
plasman los resultados en relación con la respuesta frente al maltrato hacia las personas mayores
(prevención, detección e intervención) de una forma más genérica. Y, finalmente, en el capítulo
VII se presentan las informaciones obtenidas referidas a la respuesta frente al fenómeno del
maltrato familiar hacia las personas mayores que se articula desde el derecho. Estos tres últimos
capítulos de la tesis doctoral constituyen, tal vez, la aportación esencial de este trabajo en el
sentido de suponer un análisis válido en relación con la respuesta frente al maltrato familiar hacia
las personas mayores. Análisis que parte del ámbito espacial de la Comunidad Autónoma de
Aragón pero que resulta perfectamente generalizable en el contexto del conjunto del Estado y
también de otras sociedades de nuestro entorno. Un análisis que incluye la respuesta que se
articula desde el derecho pero que abarca también la respuesta desde otros ámbitos implicados a
partir de las informaciones obtenidas a través de los informantes contactados.
A ello hay que añadir, al margen de esta introducción y las oportunas conclusiones, una
serie de anexos. En el ya mencionado Anexo I se da detallada cuenta de los objetivos,
metodología empleada y alcance del estudio. En el Anexo II, se hace un recorrido descriptivo
que permite una visión panorámica sobre el tratamiento jurídico de la ancianidad en general y del
maltrato familiar hacia las personas mayores en particular. A pesar de que en el cuerpo central de
la tesis, tanto en la elaboración del marco teórico como en la plasmación de los resultados de la
investigación propia, se integra y analiza la respuesta frente al problema en sus dimensiones
jurídicas como un elemento central, hemos considerado oportuno completar esta información
con una descripción panorámica del marco jurídico aplicable en sus niveles internacional,
constitucional, estatal y autonómico y en sus aspectos penales, civiles e incluso administrativos.
El colocar esta descripción en un anexo, nos permitía mantener el tono analítico y crítico del
discurso en el cuerpo central de la tesis, sin perder información mediante las remisiones
oportunas al contenido material de la normativa aplicable explicada en el anexo, haciendo más
fluido e integrado el texto. Finalmente, con la finalidad de cumplir la intención ya mencionada
de que la reflexión repercuta sobre el campo de estudio elegido, se realiza en el Anexo III una
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serie de propuestas de actuación que pensamos (modestamente y a la luz de las posibles
aportaciones de este trabajo al conocimiento sobre el tema) podrían mejorar la respuesta frente al
maltrato familiar hacia las personas mayores.
En definitiva, en esta tesis doctoral se aborda la cuestión de la respuesta frente al
maltrato familiar hacia las personas mayores desde un determinado ángulo de visión pero con la
intención de abarcar desde ahí la complejidad del objeto de estudio elegido. Una realidad que
ahonda sus raíces más profundas en una contradicción muy presente en las sociedades
occidentales contemporáneas, aunque no del todo visible para la opinión pública: la sociedad
anciana es también una sociedad edadista.
Por eso mismo, la discriminación contra las personas mayores, el edadismo, implica la
negación de nosotros mismos como sociedad. Y supone entre otras cosas un considerable
empobrecimiento al no estar construyendo, como señalaba el lema del Año Internacional de las
Personas Mayores, una sociedad para todas las edades.
Nuestro análisis parte de la constatación del edadismo presente en nuestra sociedad,
entendido como la raíz esencial y el origen último del maltrato frente a las personas mayores
también en el seno de la familia. Una discriminación que determina, a través de sus diversas
manifestaciones, la posición relegada de las personas de edad en el esquema social poniendo en
cuestión la efectiva realización y el cumplimiento de los derechos humanos del colectivo en
general. Constituyendo, como es evidente, el maltrato hacia las personas mayores en particular
(y en cualquiera de sus formas o contextos en los que se produzca) una grave violación de esos
derechos humanos.
El presente trabajo, tanto en sus dimensiones teóricas como empíricas, pone de
manifiesto la compleja naturaleza de un fenómeno relativamente poco estudiado. Siempre
tratando de abarcar, desde una perspectiva multidisciplinar, la pluralidad de causas y contextos
observables, obviando las explicaciones simplistas y tratando de superar tópicos e imágenes
preconcebidas que han venido manteniendo un peso excesivo sobre el análisis del campo objeto
de nuestro interés. En este sentido, se concede gran importancia a la dimensión del cuidado de
las personas mayores dependientes en el marco de las obligaciones familiares pero se integra el
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análisis con otros posibles contextos familiares en los que puede aparecer este tipo de violencia.
Con la misma intención, se utiliza la perspectiva de género como una lente necesaria para
contemplar adecuadamente la realidad de la violencia intrafamiliar contra las personas mayores
y la respuesta frente a la misma. Una violencia de la que son víctimas las mujeres de edad
también en el marco de sus relaciones de pareja.
Este trabajo constituye un análisis complejo de la respuesta frente al maltrato familiar
hacia las personas mayores aunando varias perspectivas que convergen. Un análisis que parte de
la sociología jurídica y que, por lo tanto, se detiene en la dimensión jurídica, aunque inserta en
una concepción de la respuesta entendida como un proceso complejo, integrado y
multidisciplinar. Y, además, un análisis que se apoya en los resultados relevantes y
generalizables a otros contextos obtenidos a través de la investigación propia, diseñada y
realizada con rigor metodológico.
Para finalizar estas páginas de presentación e introducción al tema objeto del trabajo, y
desde una óptica cultural y estética, resulta oportuno recordar la figura trágica del shakesperiano
Rey Lear (aludida por no pocos estudiosos del tema, como veremos), enloquecido de dolor por la
traición de sus hijas, que bien podría servirnos como símbolo, al menos literario, para
expresar el menosprecio, el desvalor y la violencia familiar contra las personas mayores. Pero, a
pesar de la fuerza icónica de ese referente, en este momento me gustaría traer también a
colación, otra referencia cultural sobre la vejez de signo casi opuesto. Una referencia que expresa
muy bien, de forma simbólica, algunos de los objetivos e intenciones de este trabajo. Se trata de
una secuencia de la película Cuentos de Tokio (Tokyo Monogatari, 1953) del cineasta japonés
Ozu Yasujiro, una hermosa y emocionante meditación sobre la vejez. En esta secuencia, los dos
ancianos protagonistas contemplan el mar en sus vacaciones en un balneario de la costa
japonesa; después de ponerse en pie, caminan por el bordillo en el que estaban sentados y la
cámara de Ozu los fotografía en un espléndido plano en el que estos dos viejos caminan tal vez
vacilantes pero serenos; frágiles, pero seguros al borde del mar. La vejez puede resultar un
periodo de especial vulnerabilidad, pero como estos ancianos del film de Ozu, todos tenemos
derecho a caminar por él con paso firme y seguro, libres de toda situación de maltrato. Al
análisis de la respuesta social que trata de garantizar este desideratum se dedican precisamente
las páginas que siguen.
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El maltrato al mayor en la familia y
la respuesta frente al fenómeno
Marco teórico y conceptual
[Primera parte]
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Capítulo I:
Contexto social, concepto y tipología del maltrato familiar hacia las
personas mayores
Como ya ha quedado advertido, para nuestro trabajo hemos acotado el objeto de estudio a
aquel maltrato que tiene como objeto a las personas mayores y que se produce en el seno de la
familia. Es decir, aquel que es perpetrado por los parientes o por los esposos o pareja. Pero incluso
limitándose al estudio de este aspecto parcial del fenómeno, la conceptualización y categorización,
así como la explicación de sus principales causas, resultan tareas tremendamente complejas. Dada
esa dificultad, vamos a dedicar tanto el capítulo I como el capítulo II a estas cuestiones con la
finalidad de elaborar un marco teórico válido como punto de partida indispensable para el análisis
sociojurídico sobre la respuesta frente a esta realidad.
Para ello comenzaremos, en este capítulo I, por examinar el contexto social en el que se
inserta el problema. Haciendo especial hincapié en la imagen de la vejez y en la posición que
ocupan las personas mayores en nuestra sociedad. Pasaremos después a contextualizar esa
respuesta frente al maltrato al mayor (que es el núcleo central de nuestro trabajo) en las
coordenadas de los derechos humanos de las personas de edad con especial referencia a la
obligación familiar de cuidado de las personas mayores y al papel de los Estados de bienestar en la
satisfacción de sus derechos humanos, incluidos los derechos sociales, económicos y culturales.
Después nos ocuparemos de analizar el origen del interés y estudio de estas formas de violencia
centrándonos en su construcción como problema social en el contexto internacional y español.
Finalmente, una vez explorado el contexto social en el que el fenómeno tiene lugar, entraremos de
lleno en el análisis propiamente dicho del marco teórico conceptual. De esta forma abordaremos la
conceptualización del maltrato familiar hacia los mayores deteniéndonos especialmente en los
procesos (no exentos de controversia) de obtención de definiciones y tipologías válidas, útiles y
capaces de concitar un elevado grado de consenso entre el público en general, estudiosos y
profesionales implicados.
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1.- Contexto social de los malos tratos familiares a los mayores
En esta primera parte del capítulo, como anunciábamos, se explora desde diversos
ángulos el contexto social en el que las situaciones de maltrato tienen lugar. Partiremos de la
imagen misma de los mayores que construye nuestra sociedad edadista. Sociedad que los
discrimina, los relega a una posición secundaria y, en última instancia, los maltrata.
Esa misma posición relegada que se reserva para los mayores condiciona igualmente los
recursos que se les dedica para su bienestar repercutiendo sobre sus condiciones de vida. Por ello
es importante que en este tiempo de los derechos, por utilizar una terminología empleada por
Bobbio (1991), contemplemos la situación de las personas mayores y la mejora de su bienestar
también en términos de respeto a los derechos humanos.
En estas coordenadas resulta especialmente relevante para nuestro objeto de estudio el
análisis de las necesidades de provisión de cuidados a los ancianos en situación de dependencia
como una circunstancia que los coloca en situación de especial vulnerabilidad. Y por ello lo
abordamos desde un doble sentido: desde el punto de vista de la obligación familiar de cuidado
pero también desde la corresponsabilidad del Estado de bienestar en el desarrollo y plena
realización de los derechos sociales, y económicos de las personas de edad.
1.1.- Imágenes de la vejez: edadismo y marginación.
Comenzaremos por analizar cómo la imagen predominantemente negativa de la vejez
determina en nuestra sociedad la posición de los mayores dando origen a lo que se reconoce
como edadismo o discriminación por razón de edad. Esta forma de discriminación está sin
duda en la base del maltrato hacia los mayores constituyendo su raíz profunda. Una raíz que,
como ocurre con el sexismo respecto de la violencia contra la mujer, resulta relativamente fácil
de detectar, pero muy difícil de arrancar.
Tanto el ya clásico estudio sobre la Historia de la vejez de George Minois (1989: 31)
como el ensayo que Simone de Beauvoir (1989: 112) dedicó a la vejez, se hacen eco del
contenido del que se considera como primer registro escrito conservado de un anciano
hablando sobre sí mismo. Se trata de un escriba egipcio, Ptah-Hotep, al servicio en la corte del
faraón Tzezi, de la dinastía V, que vivió y murió hace cuatro mil quinientos años. Sus palabras,
como bien señala el propio Minois (1989: 31), son un grito de angustia que conmueve a la vez
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por su antigüedad y por su actualidad6. ―La vejez es la peor de las desgracias que pueda afligir
a un hombre”, concluye el escriba su queja que demuestra, bien a las claras, que tal vez nada
esencial haya cambiado en la dolorosa experiencia del envejecimiento desde el tiempo de los
faraones.
Si bien es cierto que no todas las sociedades han sido gerontofóbicas – o al menos no lo
han sido en la misma medida – no es menos cierto que la vejez se ha contemplado siempre con
temor y angustia7. Para Gil Calvo (2003: 52), la razón de ese temor, y el consiguiente rechazo
de la vejez, está fundado esencialmente en su estrecha conexión con la muerte. Como la muerte
nos da miedo, también nos dan miedo los viejos en general que nos recuerdan a la muerte, y
nuestra vejez en particular. Una vejez que nos anuncia la inminencia de nuestra propia muerte8.
La muerte y la vejez serían dos realidades inseparables y contiguas, también afines y análogas,
por lo que parecen insustituibles e intercambiables entre sí (Gil Calvo, 2003: 52) 9.
Ante esta situación, la vejez, realidad angustiosa y misteriosa, sólo admite, como nos
sugiere Minois (1989: 30), un remedio: la eterna juventud; los otros no son más que paliativos.
Y la humanidad busca ese remedio desde sus orígenes de tal forma que entre todos los pueblos
han existido creencias acerca de los remedios para mantenerse joven (De la Serna, 2003: 30).
Quizás por ello, y tal vez más que nunca, las sociedades contemporáneas practican el
6 No nos resistimos a reproducir el contenido íntegro de este texto: ―¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va
debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina; su corazón ya no descansa;
su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse
hoy de lo que sucedió ayer. Todos sus huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace
mucho con placer, sólo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. La vejez es la peor de las
desgracias que pueda afligir a un hombre” (Minois, 1989: 31).
7 El estudio de la vejez y del proceso de envejecimiento desde diversas perspectivas, desde la biología
hasta la historia pasando por la antropología y la sociología, excede claramente los límites de este trabajo.
Para un detenido análisis de este asunto pueden consultarse entre otros a Beauvoir (1983) Minois (1989),
Bazo (1990), Barash (1994), De la Serna (2003), Gil Calvo (2003), Schirrmacher (2005).
8 La problemática consciencia de la finitud de la propia vida, de la mortalidad del hombre, y su estrecha conexión
con la vejez constituye, por lo tanto, un elemento clave para entender la imagen social de los mayores. En definitiva,
es casi tan difícil (y tan doloroso) el pensarse mortal, como el concebirse a uno mismo como viejo. Como señala
Beauvoir (1983: 10) en la introducción del interesante ensayo que consagró al estudio de la vejez: ―Todos los
hombres son mortales; lo piensan. Muchos de estos llegan a viejos; casi nadie prevé de antemano ese avatar. Nada
debería ser más esperado, nada es más imprevisto que la vejez.”
9 En este contexto resultan aparentemente paradójicos los hallazgos un estudio reciente sobre las representaciones
sociales de la muerte realizado entre personas mayores de 65 años en el que se ponía de manifiesto la escasa
valoración del miedo como idea vinculada a la muerte entre las personas mayores en comparación con los más
jóvenes (Pinazo y Bueno, 2004: 25). Los mayores, parece sustentar el resultado de esta investigación, alcanzan un
cierto grado de serenidad frente a la muerte que angustiaría sin embargo en mayor medida a las personas más
jóvenes que, de seguirse el curso natural de las cosas y la lógica de la probabilidad, estarían, sin embargo, más
alejados de enfrentarse a ese momento final.
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culto a la juventud como la única etapa verdaderamente valiosa de la vida y contemplan la vejez
y el envejecimiento como una progresiva pérdida de cualquier impulso vital hasta la
paralización de la actividad en todos los campos por parte del individuo10. Sujeto que alcanza,
antes de que llegue la auténtica muerte física, esa especie de muerte civil que lo orilla de la
comunidad11. Por todo ello la ancianidad queda reflejada en el imaginario cultural colectivo
como una situación indeseable frente a la que no queda sino la necesidad de combatirla, de
alejarla por todos los medios, de enmascararla y disimularla12.
La vejez en buena medida es, por lo tanto, contemplada como una situación indeseable y
no como una fase vital más. La obsesión de no envejecer, de no parecer nunca viejos, tiene en
parte que ver con la propia glorificación de la juventud casi como un valor moral y, desde luego,
10 Llegados a este punto, habría que hacer una distinción terminológica entre envejecimiento y vejez. Desde el punto
de vista de la psicología y la gerontología social, Corraliza Rodríguez (2000: 229-230) caracteriza a la vejez como
un complejo entramado de características que afectan a las diversas esferas de la vida personal (competencia,
valores, salud, economía, etc.) y que configuran una experiencia vital determinada como consecuencia del hecho
biográfico de cumplir años. Pero cuando hablamos de envejecimiento estamos haciéndolo de “un proceso dinámico
evolutivo y de gran diversidad, un proceso multivariable y multifuncional que en su trayectoria va dando lugar a
efectos encadenados y acumulativos, en algunos casos, y a efectos compensatorios en otros” (Algado Ferrer, 1997:
15). Este proceso concluiría, en muchas ocasiones – porque no todos los ancianos son dependientes – en una
situación de dependencia, total o parcial de las personas con respecto a terceros – habitualmente parientes – o las
instituciones. Ese último estadio sería precisamente el que define el concepto de vejez como una situación
irreversible, a la que toda persona (que vive lo suficiente para ello) llega como consecuencia inevitable de su
deterioro mental y físico. Si bien está claro que ese deterioro puede ser mayor o menor y que precisamente el ideal
sería el alcanzar una vejez activa. Por ejemplo Sánchez Salgado (2000: 33) define el envejecimiento como “un
proceso natural, gradual de cambios y transformaciones a nivel biológico, psicológico y social que ocurren a través
del tiempo”. Mientras que para Algado Ferrer (1997: 16) el envejecimiento es considerado como “una compleja
diacronía en la que se enmadejan, por lo tanto, procesos biológicos, culturales, económicos y sociales y en la que
los cambios que experimentan los seres humanos no son sólo biológicos sino también de personalidad, de estilo de
vida, de nivel educativo”. El envejecimiento consistiría en última instancia en un proceso individual de adaptación a
esos cambios. Sin embargo estos cambios no se producen de igual manera en todos los individuos y de este modo
las diferentes experiencias individuales, los acontecimientos históricos sólo vividos por algunas generaciones, o las
diferencias culturales dan lugar a la imposibilidad de referirnos al envejecimiento como un proceso universal. En
definitiva, vejez y envejecimiento son conceptos diferenciados ya que la vejez (resultado) sería la consecuencia del
envejecimiento (proceso).
11 Para Beauvoir (1983: 108) el viejo, en tanto categoría social, nunca ha intervenido en el curso del mundo.
Mientras conserva eficacia, permanece integrado a la colectividad y no se distingue de ella: es un adulto masculino
de edad avanzada. Cuando pierde sus capacidades, se presenta como otro; entonces se convierte, mucho más
radicalmente que la mujer, en un objeto. Según Camps (2003: 267), por cierto, las mujeres estarían sin embargo más
preparadas que los hombres para enfrentar su propia vejez porque resultan, en líneas generales, más previsoras. Para
Beauvoir (1983), debido al apartamiento social de los mayores, escribir una historia de la vejez es una tarea
imposible. Aseveración que, por otro lado, refutaría Minois (1989) por la vía de los hechos con su propia y
espléndida Historia de la Vejez.
12 Gil Calvo (2003: 58) acuña para referirse a este fenómeno el término de vejez prohibida, que caracteriza como
“patología incurable, cuyos síntomas se tratan de erradicar mediante una sistemática campaña terapéutica de
curación del envejecimiento emprendida por la industria químico farmacéutica y dirigida por las autoridades
médicas. Y esta guerra contra la vejez tiene múltiples frentes, pues se celebra a la vez tanto en la arena pública
como en los demás terrenos privados.”
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como un valor comercial de la sociedad13. Ser viejo parece implicar una serie de renuncias
concatenadas e irremediables que empiezan con la vida laboral y continúan por todos los demás
aspectos hasta prácticamente dejar de ser, dejar de existir, dejar de contar, volverse invisible.
Pero es cierto que no todas las imágenes históricas de la vejez han implicado
valoraciones negativas. Puede afirmarse que tradicionalmente han convivido dos visiones
diferentes e incluso enfrentadas: una que, según identifica Corraliza Rodríguez (2000: 233-
234), consideraría a la persona mayor como un sabio, cargado de experiencias, de alto estatus
social14. Un individuo socialmente valioso merecedor de gran respeto, y con una clara posición
de influencia sobre los demás15. Y frente a ésta, otra visión negativa que caracteriza a la vejez
13 Es lo que Pérez-Díaz (2005:.68-69) denomina juvenilismo de las sociedades occidentales en los estilos de vida y
la retórica de sus argumentos, a veces incluso en la tonalidad dominante de sus sentimientos así como se expresan
en el espacio público, la propaganda política y la publicidad comercial. Hablamos de ese culto a la juventud que el
mencionado autor llega a incluso a conectar con el auge de los totalitarismos – fascismo y comunismo – en Europa
tras la primera guerra mundial ya que, en el fondo, éstos siempre apelaron a los jóvenes. En virtud del progresivo
cambio demográfico se habría sosegado en los últimos cuarenta o cincuenta años esa juvenilización, mitad genuina,
mitad impostada de generaciones que han dejado de ser jóvenes pero que mantienen un discurso juvenil de la
modernidad, la vanguardia y el cambio permanente, la conquista de nuevas fronteras y la recreación del mundo a su
imagen y semejanza. Con todo, es evidente que las sociedades contemporáneas practican el culto a la juventud al
menos simbólicamente. Quizás más como un ideal que como algo real ya que los propios jóvenes, en buena
medida, tienen también muchas dificultades relacionadas con la vivienda, el mercado de trabajo, etc.y su
integración en la sociedad resulta muchas veces conflictiva. Por ello puede afirmarse que el modelo que realmente
valora y admira la sociedad es, más que el de propio joven, el del adulto que parece siempre joven.
14 Aunque de todas formas esa conexión de la vejez con la sabiduría se percibe esencialmente en relación sobre todo
con los hombres. Ya que el poder y el conocimiento asociado a las mujeres ancianas, como sugieren Atkien y
Griffin (1997: 58), es presentado habitualmente en la forma de un poder siniestro o un conocimiento secreto. Un
conocimiento que, en cualquiera de los dos casos, tiende a ser contemplado más bien como algo malevolente que
benevolente. De esta forma, “a la hembra, añosa, desprovista de atractivo sexual y de posibilidades de procreación,
se la confunde en su papel con el de curandera o maga con capacidad de conjurar‖ (De la Serna, 2003: 26). Es la
figura de la bruja que, en algunos momentos históricos, ha sido utilizada como una forma de justificación a los
ataques a las mujeres ancianas. Esas prácticas aún persisten hoy en día en determinados puntos del planeta, sobre
todo en el continente africano, donde algunas mujeres mayores siguen siendo acusadas de brujería y perseguidas por
ello.
15 Esta es la visión que tiene tal vez su más alta expresión estética y literaria en Cicerón y su De Senectute una de
las obras fundamentales acerca de la vejez. Mediante un diálogo, de reminiscencias platónicas, entre Catón el Viejo,
de 84 años de edad y aún vigoroso, y dos jóvenes, Escipión, hijo de Pablo Emilio, y su amigo Lelio, Cicerón trata de
refutar, una a una, las cuatro razones esenciales por las que se desprecia a la vejez; a saber: una, porque nos aparta
de los negocios; otra, porque debilita el cuerpo; la tercera porque priva de casi todos los placeres; y la cuarta, porque
no dista mucho de la muerte. Como señala Minois (1989: 147- 156), se trata de “una obra extraordinaria en torno a
la vejez por la calidad de su estilo y su argumentación”. Pero, en todo caso, el mismo autor se refiere a la misma en
términos de apología sospechosa. En definitiva, “una obra hermosa en la que se recoge todo lo que podía decirse
en la época para consolar a los ancianos cuya lectura ha podido serenar tal vez a los viejos prudentes y a los viejos
rentistas. La vejez que nos muestra la obra es una vejez ideal, expuesta por un Catón de leyenda; se trata de la edad
provecta de un rico y culto propietario, de buena salud, conocido y honrado, imbuido de la más alta filosofía en
todos sus actos” (Minois, 1989:156). Por su parte, Simone de Beauvoir (1983:143) aporta, a su vez, una lectura
política de la obra al considerar que Cicerón, a los 63 años y siendo senador, la escribe con la finalidad de reforzar la
autoridad del Senado, cuestionada desde hacía muchos años. Como concluye Alonso Pérez (2004: 21), “La vejez
que elogia el gran escritor romano es la que concentra riqueza y autoridad, la creadora del “ius” y las “leges”
para el Estado y para la familia; la misma que desde el senado mueve el destino universal de Roma”.
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como un estado esencialmente deficitario. En las condiciones actuales, caracterizadas por el
predominio de la estructura familiar nuclear y estructuralmente aislada, la visión positiva de la
vejez está poco extendida al relacionarse con la prevalencia de un grupo – la familia extensa –
y también con el hecho demográfico de la existencia de un reducido número de ancianos16.
Simplemente en otras sociedades, en otras circunstancias históricas, en las que podría
sustentarse una visión más positiva de la vejez, la gente no llegaba a vieja. El número de
ancianos era limitado y la posición que estos ocupaban, por lo tanto, diferente17.
Esas visiones de la vejez también han tendido a resultar más negativas que positivas en la
16 En relación con la percepción de las personas mayores por parte del colectivo adulto, un interesante estudio de
Santamarina (2004) distingue significativamente según se trate de hombres o mujeres quienes proyecten su visión
sobre los ancianos. Para las mujeres, la mirada hacia las personas mayores resulta ―más despiadada y descarnada
dado el mayor peso que implica para ellas la relación, los cuidados, y la implicación con este colectivo”
(Santamarina 2004: 63). Para los hombres, sin embargo, la visión de los ancianos se cifra sobre todo en aspectos de
gastos económicos y de inversiones necesarias para el desarrollo de los cuidados que precisan. Por ello serían
más propensos a reclamar de las administraciones una labor más activa en el cuidado de los ancianos esgrimiendo
para ello su condición de ciudadanos, de contribuyentes y, dado el caso, de consumidores exigentes de servicios
adecuados que reclaman en función de su capacidad de pago. La visión de las mujeres adultas, en general, se
centra más en el cuidado de los ancianos como algo que les va a tocar a ellas (no sólo el cuidado de los familiares
por sangre, sino, en muchas ocasiones, los familiares políticos) implicando ―un cúmulo de nuevas responsabilidades
y tareas que han de sumarse a las que ya ostentan por ser esposas, madres, trabajadoras, amas de casa,
consumidoras, etc.” (Santamarina 2004: 64). También resulta muy interesante otro trabajo reciente en el que participa
la misma autora (Santamarina y Marinas, 2009) sobre la percepción de los mayores por parte de niños y adolescentes.
Entre otras cosas porque su visión resulta más positiva, cómplice y consciente de la diversidad del colectivo. En el
discurso espontáneo de niños y adolescentes analizado, la imagen de las personas mayores tiene un carácter
dinámico y va cambiando con las experiencias que viven los niños y jóvenes. Así, entre los 8 y 10 años, los mayores
son vistos como una prolongación de los padres; entre los 10 y 12 años, como personas autónomas y entre los 11 y
14 años, como colegas. Esta relación de complicidad con los abuelos es uno de los aspectos que más se diferencia de
otros momentos de nuestra historia y que surge como consecuencia de los cambios sociales que repercuten de forma
especial en la estructura familiar. Fenómenos, como la aparición de nuevos modelos de familia o la incorporación de
la mujer al mercado laboral, han propiciado las relaciones de igualdad, en las que los abuelos y los nietos comparten
actividades e intereses. Aunque también es cierto que, según el estudio reseñado, esta percepción varía si los abuelos
no habitan la misma localidad, especialmente si viven en un medio rural. En ese caso su imagen se asocia más con el
modelo tradicional de transmisión de valores.
17 Stearns (1986: 21) plantea en concreto como la perspectiva histórica en relación con el análisis del maltrato hacia
los mayores proporciona algunas certezas sobre el conflicto familiar entre generaciones, pero deja también muchas
preguntas sin resolver. Sobre todo en lo referente a la extensión del fenómeno en épocas pasadas y al efecto de
décadas de industrialización. Los historiadores que se han ocupado de la vejez habrían generado multitud de datos
sobre los grandes cambios sociales que afectan a las condiciones que han acompañado la experiencia de envejecer
pero, en general, no han proporcionado micro análisis que permitan fundamentar la apreciación del cambio en las
dinámicas del maltrato familiar hacia los mayores. En este sentido, es difícil determinar si realmente existe un
aumento de los casos de violencia familiar sobre los mayores o si lo que en realidad ocurre es que por un lado las
cuestiones que se relacionan con los mayores resultan ahora más visibles y el mismo concepto de maltrato ha sido
fijado con unos estándares mucho más exigentes que en épocas anteriores. De cualquier forma, con estas
matizaciones, el mencionado autor (Stearns, 1986: 18) considera que estamos ante un nuevo periodo histórico en
relación con el contexto familiar en el que se desarrolla la vida de las personas mayores cuya configuración y
características podría haber llevado a un incremento de las tasas de maltrato.
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literatura y el arte en general18. Aunque también existen algunas notables excepciones a esta
tendencia como por ejemplo la iconografía en la escultura romana que muestra una extraordinaria
dignidad de los ancianos19.
A pesar de que, evidentemente, no podemos detenernos por razón de espacio en un
análisis que abarque siquiera epidérmicamente la visión de la vejez en la literatura entre las obras
literarias que han tocado ese tema, nos gustaría resaltar especialmente una de ellas: la tragedia
shakesperiana de El rey Lear, por su estrecha conexión argumental con el tema objeto de este
trabajo20. La historia de Lear, anciano desposeído y abandonado por sus hijas, surge como un
poderoso icono cultural, símbolo de la persona mayor abandonada, rechazada y maltratada21.
Por su parte el cine, tan obsesionado con la belleza y la juventud, se ha ocupado muy
escasamente de un tema como la vejez que, en general, parecería no resultar demasiado agradable
18 Como es lógico, esbozar siquiera este interesante recorrido cultural y artístico por las visiones de la senectud
humana nos apartaría demasiado del objeto de nuestro estudio. Sin embargo en este sentido resulta esclarecedora la
síntesis en relación con las imágenes de la vejez en las artes y las letras realizada por De la Serna (2003: 33 y ss).
Por ejemplo, para Simone de Beauvoir, (1983: 197), desde el antiguo Egipto al Renacimiento, el tema de la vejez ha
sido tratado casi siempre de forma estereotipada; las mismas comparaciones, los mismos adjetivos. Como el viejo no
es agente de la historia, en realidad no merece la pena estudiarlo en su verdad. Y así, lo exalte o lo rebaje, la
literatura lo tapa con lugares comunes. En cualquier caso, como señala la misma Beauvoir (1983:183), sintetizando
(aunque tal vez algo reductoramente) la visión de la ancianidad en gran parte de la literatura, “mientras los poetas
cubren de oprobio a la mujer de edad, el viejo es ridiculizado por el teatro cómico”. Y más en concreto respecto del
fenómeno que nos ocupa, para Reinharz (1986: 25), el análisis de muchos registros culturales e históricos (desde la
mitología griega hasta Shakespeare, pasando por la Biblia o la gran novela europea del S. XIX), demostraría como
el maltrato hacia los mayores no tendría un origen reciente basado principalmente en el aumento del número de
personas de edad, en la crisis de la familia nuclear, la incertidumbre económica o la pérdida del sentido de la
comunidad sino que, más bien, es el resultado de un continuo en las relaciones entre jóvenes y viejos, entre padres e
hijos adultos. Un producto en el que “el respeto y el desdén definen a la vez las relaciones intergeneracionales,
constituyendo temas culturales gemelos de honor y desprecio experimentados a través del amor y del odio”.
19 A pesar de ello, Minois (1989: 155-156) sostiene que el único terreno en el que los romanos han tratado siempre
bien a la vejez es el del arte. La nobleza de las estatuas contrasta con las burlas de Cátulo y estas imágenes
contratadas precisan el hecho de que ese mundo romano ha tenido conciencia de la ambigüedad fundamental de la
edad avanzada: noblemente trágica y ridículamente cómica, mezquina en sus defectos, sublime en sus cualidades.
20 No en vano, como explica Dunn (1993) en el análisis que realiza sobre las primeras fases de la inclusión del
maltrato hacia las personas mayores en la agenda institucional en los Estados Unidos, la denominación síndrome del
Rey Lear (King Lear syndrome) fue uno de los primeros términos manejados, aunque no llegara a cuajar del todo,
para referirse al fenómeno.
21 Para Beauvoir (1983: 200) El rey Lear sería la única obra teatral - aparte de Edipo en Colona, la tragedia de
Sófocles - dónde el héroe es un viejo y en la que la vejez “no es concebida como el límite de la condición humana
sino como su verdad a partir de la que hay que comprender al hombre y su aventura terrena”. Mientras que para
Bloom (1998: 510-511) los dos grandes personajes shakesperianos que ejemplifican su visión de la vejez, Falstaff y
Lear, representan a su vez imágenes opuestas. Mientras Falstaff trasciende la vejez negándola al tiempo que afirma
su juventud eterna, Lear se lamenta de su decrepitud. La visión de la vejez en el rey Lear es, por eso mismo,
esencialmente trágica. Como apunta el propio Bloom (1998: 510), “la peculiar cercanía que tenemos con la figura
del rey, como nuestro padre muerto, descansa en parte sobre la indignación compartida con el personaje”.
Indignación que poseería un origen doble: frente al abandono de sus hijas en la vejez, pero también frente a la
conciencia del hombre como un ser mortal.
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para el público22. Las películas sobre la ancianidad, por eso mismo, son más bien infrecuentes.
Sin embargo, existe al menos una obra de extraordinaria belleza y profundidad en torno al tema,
Cuentos de Tokio (Tokyo Monogatari 1953) del cineasta japonés Ozu Yasujiro23. La mencionada
cinta refleja además espléndidamente tanto el concepto de obligación familiar y responsabilidad
como las complejas dinámicas familiares que se establecen en relación con el cuidado de las
personas mayores. Temas ambos, de los que nos ocuparemos por extenso en este trabajo (vid
infra caps. I, 1.4 , II, 3.3 y V, 4.1).
En definitiva, como acertadamente sintetiza y concluye Bazo (1990: 201), el principal
problema de la vejez es que resulta mal vista suponiendo objeto de aversión por parte de las
personas en general e incluso de las propias personas ancianas en particular. A las personas
mayores se les arrincona al convertirlas en jubiladas y se les estigmatiza al considerarlas viejas.
A causa de los estereotipos negativos que configuran la percepción de la vejez, las personas
ancianas sufren discriminación por parte de la sociedad por razón de su avanzada edad.
A este respecto, Thompson (2006: 13) define discriminación como “el proceso o
conjunto de procesos a través de los cuales se identifica una diferencia, utilizándola después
como base para un tratamiento injusto”. A través de esta discriminación se puede denegar a las
22 Claro que esta afirmación no deja de ser discutible. En este sentido resulta esclarecedora la polémica, de la que se
hacía eco The New York Times en su edición digital de 5 de abril de 2009, relacionada con UP, la película de
animación de los estudios Pixar. Como contaba el diario neoyorquino, varios inversores y asesores financieros
habían manifestado una cierta inquietud y desasosiego ante el hecho de que el protagonista de la cinta fuera un
anciano. Según su análisis, este hecho podría limitar considerablemente las posibilidades comerciales del film así
como la venta de merchandising asociado a la explotación comercial de la película. Sin embargo, el espléndido
trabajo que resultó ser UP inauguró con enorme brillantez y considerable éxito el festival de Cannes de ese año.
Obtuvo críticas favorables, cuando no entusiastas, en todo el mundo y cosechó muy satisfactorios resultados en su
explotación comercial. Vid “Pixar’s Art Leaves Profit Watchers Edgy” en The New York Times (edición digital de
5/4/2009).
23 Como señala Ritchie (1974:41), estudioso norteamericano del cine japonés, en la monografía que dedicó a la obra
de Ozu, una de las grandes claves temáticas de los Cuentos de Tokio (Tokyo Monogatari 1953) descansa sobre un
proverbio confuciano que aparece repetido en boca de dos personajes en momentos muy diferentes del film: ―Sé un
buen hijo mientras tus padres viven, pues nadie puede servirlos más allá de la tumba”. De hecho la vejez es quizás
un tema menos infrecuente en la cinematografía japonesa en comparación con otras. No hay más que pensar en
películas como Vivir (Ikiru, Kurosawa Akira, 1952) o en las diferentes versiones de la Balada del Narayama, mito y
narración muy arraigado en la cultura japonesa que recoge la costumbre ancestral de abandonar en las montañas de
ciertas zonas del Japón profundo hasta su muerte a los ancianos por parte de los hijos al llegar éstos a determinada
edad y no poder seguir siendo alimentados por la comunidad. Las dos versiones que yo conozco (ambas muy
diferentes pero igualmente valiosas) fueron realizadas por Imamura Shoei (Narayama Bushiko, 1983) – con una
visión antropológica, casi de entomólogo, que le valió la Palma de Oro de 1983 – y, con anterioridad, por Kinoshita
Kinosuke (Narayama Bushiko, 1958) – con una estética inspirada en el teatro tradicional japonés kabuki. En este
sentido tampoco hay que olvidar otras dos obras maestras europeas: Umberto D (Vittorio de Sica, 1953) y Las
Fresas Salvajes (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957). La primera de ellas es una de las cumbres del
neorrealismo italiano, al tiempo trágica y poética, mientras que la segunda es una profunda y metafísica reflexión
sobre la vejez y la fugacidad de la vida, magistralmente interpretada por el director y actor sueco Victor Sjöström,
mentor y maestro de Bergman.
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personas sus derechos y colocarlas consecuentemente en una situación de opresión. Opresión
entendida en un doble sentido: como injusticia social y como barrera para la autorrealización
(Thompson 2006: 115).
Esta discriminación, cuando está dirigida hacia las personas mayores, se denomina
edadismo, edaísmo o también ageismo en apropiación literal del vocablo anglosajón ageism.
La terminología fue utilizada por primera vez a finales de los sesenta por Butler que definió el
edadismo24 como “un proceso por medio del cual se estereotipa de forma sistemática a, y
en contra de, las personas mayores por el hecho de ser viejas, de la misma forma que actúan
el racismo y el sexismo, en cuyos casos es debido al color de la piel o al género” (Butler y
Lewis, 1973: 141). Bytheway (1995: 9) sugiere que se trata de “un prejuicio basado en la edad”
mientras que Hughes y Mtzezuka (1992: 220) describen el concepto como “un proceso mediante
el cual a través de imágenes y actitudes negativas hacia las personas mayores, basadas
únicamente en las características de la vejez, se discrimina a los mayores”25.
Dentro de esa actitud se incluiría desde la difusión de estereotipos negativos en los
medios de comunicación y en la vida cotidiana que lleva hacia la estigmatización del colectivo,
hasta actitudes paternalistas y condescendientes con respecto a los ancianos26. Para Palmore
24 El término edadismo es el que prefiero (o el que me suena menos extraño) de todas las traducciones españolas del
término inglés ageism. Por ello es el que se usa a lo largo de toda la tesis.
25 Todas estas definiciones ponen el énfasis en los aspectos negativos del edadismo reforzando que se basa en
estereotipos y prejuicios que llevan hacia la discriminación. Pero existen importantes matices en la discusión sobre
el concepto y su alcance. Para empezar, Palmore (1999) desarrolla una tipología en la que reconoce la existencia de
un edadismo en sentido positivo que tendría su origen en ciertos estereotipos positivos sobre la vejez y que pueden
implicar una discriminación favorable hacia las personas mayores en determinados casos (por ejemplo en el
ordenamiento jurídico y mediante actuaciones institucionales). En cualquier caso se le presta menos atención por
estar menos extendido y no causar daño al colectivo de personas mayores (Palmore, 1999: 34). Por otro lado,
Bytheway (1995) rechaza la idea de que el edadismo constituya un proceso ya que, en su concepción, esa sería más
bien la forma en la que se hace evidente a través de comportamientos y prácticas sociales y profesionales.
Considera, por lo tanto, el edadismo como una forma de ideología, entendida como un conjunto de creencias que
justifican la manera en la que un grupo, normalmente dominante, trata a otro (Crawford y Walker, 2004: 11).
26 Como recoge y sintetiza Losada Baltar (2004), el edadismo actúa tanto sobre las mismas personas mayores que lo
asumen y viven su vejez con esas pautas como sobre los profesionales que trabajan con los mayores y que lo
trasladan a sus actividades y prácticas cotidianas. Y así, las personas mayores tienden a adoptar la imagen negativa
dominante en la sociedad (Mena et al., 2005: 219) y a comportarse de acuerdo con la misma, que define lo que una
persona mayor debe o no debe hacer. La infraestimación de las capacidades físicas y mentales de las personas
mayores puede favorecer una prematura pérdida de independencia, una mayor discapacidad, mayores índices de
depresión y una mortalidad anticipada en personas que, en otras condiciones, mantendrían una vida productiva,
satisfactoria y saludable. Las reacciones de los demás hacia una persona le muestran la imagen que presenta,
constriñéndola a adoptar los comportamientos que sabe que se esperan de ella. La categoría de la vejez, en este
sentido, está rodeada de falsas creencias y contradicciones, por lo que el proceso de envejecer puede convertirse
fácilmente en una serie de profecías que se autocumplen (Montorio et al., 2002: 62). En el ámbito de los
profesionales que trabajan con personas mayores, una de las consecuencias fundamentales del mantenimiento de
actitudes edadistas hace referencia a la utilización de pautas terapéuticas distintas en función del grupo de edad al
que se pertenezca, aun no estando justificadas tales acercamientos diferenciales. En cuanto a la salud mental, el
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(2001: 572) se trata de una de las formas más importantes de discriminación en nuestra sociedad
junto con el racismo y el sexismo27. En definitiva, como sugiere Herring (2009: 13), el edadismo
impregnaría toda nuestra sociedad. Pero lo cierto es que presenta también algunas diferencias
respecto a otras formas de discriminación como el sexismo, el racismo o la homofobia: ya que,
por un lado, todas las personas pueden llegar a ser objeto del mismo si viven lo suficiente28 ;y,
por otro lado, en líneas generales, no existe una conciencia clara y generalizada sobre el tema
porque se trata de un concepto relativamente nuevo y con manifestaciones en ocasiones muy
sutiles29.
En cualquier caso, como indica Schirrmacher (2005: 49), parece necesaria una revuelta
(pacífica y democrática) contra esta forma singular de odio del ser humano contra sí mismo que
mantenimiento de actitudes edadistas contribuye en gran medida a la limitada atención que se le proporciona a las
personas mayores con problemas psicológicos. Por último, las actitudes edadistas pueden influir además en la forma
en la que se trata a las personas mayores en las instituciones tanto públicas o privadas, responsables de la atención a
este colectivo (Losada Baltar, 2004: 7-8). En última instancia, y aunque la violencia hacia las personas mayores
– tanto en sus manifestaciones en el seno de la familia como institucionales – sea un fenómeno con una explicación
multifactorial, es evidente que esa discriminación hacia las personas ancianas se encuentra en la base y juega un
importante papel en una forma análoga a la que el sexismo de la sociedad tiene su reflejo en las diversas
manifestaciones de la violencia de género. De cualquier forma volveremos sobre este tema al referirnos en
profundidad a las teorías explicativas y a las causas del maltrato hacia las personas mayores (vid. infra cap. II, 1.1).
27 A estas formas de discriminación más relevantes Cohen (2001: 577) añade la homofobia. De cualquier forma,
como advierten Crawford y Walker (2004: 15) respecto del edadismo, es necesario considerar que otros grupos de
personas pueden experimentar múltiples formas de opresión a través de otros factores que se añaden al de la edad.
De esta forma, también la clase social tiene un considerable impacto en la vida de las personas mayores y su
bienestar debido a que determina la posibilidad de cubrir sus necesidades. Y así por ejemplo, como recuerdan Bazo
y Ancizu (2004: 72), es obvio que tener dinero o ahorros permite que las personas o sus familias consideren distintas
formas de cuidado. En esta línea Atkien y Griffin (1996) analizan también los mecanismos por los que tanto el
sexismo como el racismo implican para las mujeres mayores y para las mujeres mayores pertenecientes a una
minoría étnica que se ven así doblemente y hasta triplemente discriminadas. También numerosos autores analizan
como la orientación sexual actúa como un elemento de múltiple discriminación cuando se asocia a la edad (Boxer
1997; Rosenfeld, 1999; Pollner et al., 2000; Cook-Daniels 1997; O´loughlin, 2005).
28 A diferencia de otras discriminaciones como las que tienen origen en el sexismo o el racismo, la circunstancia del
envejecimiento es general para todos los seres humanos que viven lo suficiente para convertirse en mayores. Todos
(si sobrevivimos) pasaremos por la experiencia tanto de ser jóvenes como de ser viejos, pero, como es evidente, no
pasamos por la experiencia de pertenecer a distintas razas (aunque un cambio del contexto social en el que se inserta
el individuo puede implicar que la etnicidad antes una circunstancia poco relevante pase a serlo en términos de sufrir
discriminación) ni de pertenecer a diversos sexos (excepto los transexuales que ya de por sí son un grupo de
población que sufre situaciones especialmente graves de discriminación). Por ello esta dialéctica del ellos frente al
nosotros, tan propia de la discriminación por razón de sexo o de raza, en el caso de la discriminación por edad no
estaría tan marcada o no sería, al menos, tan evidente (Herring, 2009: 24).
29 Respecto a esta dificultad de percepción e incluso a una cierta justificación social de esta forma de discriminación
que es el edadismo, Herring (2009: 26) sugiere que mientras se admite que nunca o casi nunca está justificado
discriminar con base en la raza o el sexo, esto parece menos claro cuando se refiere a la edad. Y de esta manera es
frecuente escuchar argumentos por ejemplo en relación con restricciones para trabajar después de cierta edad que se
justifican con la necesidad de asegurar puestos de trabajo para los jóvenes. De tal manera que en ocasiones el
edadismo es contemplado como aceptable en sentidos en los que el sexismo o el racismo jamás lo serían (Herring,
2009:50).
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se esconde en la difamación de la vejez que constituye el edadismo30. Y así nuestras sociedades
no pueden sobrevivir si la mayor parte de su población futura – dado el envejecimiento
demográfico creciente – es denunciada como incómoda, olvidada y mensajera de la muerte. Los
derechos humanos de las personas mayores, como analizaremos más adelante con mayor
detenimiento (vid infra cap. I, 1.3), quedan así en este clima expuestos constantemente a ser
violados ya sea por prejuicios, mitos, estereotipos o simple desconocimiento de los rasgos que
caracterizan a esta etapa de la vida (Sánchez Salgado, 2000: 30).
Paradójicamente, esa visión predominantemente negativa y edadista que de la vejez tiene
la sociedad, contrasta por un lado con la creciente preocupación – científica e institucional – en
relación con estas cuestiones y con la sustancial mejora de la situación de los ancianos que se ha
producido sobre todo a partir de la extensión de los sistemas de protección social y de las
pensiones. Por un lado es innegable que, en comparación con otras épocas, como detecta Minois
(1989: 14-15), existe en este momento, a pesar de todo, una recuperación del interés por los
ancianos. Hasta ahora nunca se habría considerado a la vejez como un problema importante, ni
se había dedicado tanto tiempo a los mayores. Ciertamente todas las disciplinas estudian este
fenómeno y parece haber una preocupación generalizada por la realidad de los mayores y el
envejecimiento. Preocupación que el propio Minois (1989: 15) relaciona tanto con el desarrollo
de la investigación en las ciencias modernas31, como con la presión de las condiciones
30 Schirrmacher (2005: 18) destaca como una de las diferencias principales del edadismo frente al racismo o el
sexismo residiría en que éstos constituyen experiencias que cambian a las personas que las sufren. De esta manera,
afortunadamente, proliferan organizaciones contrarias, protestas, manifiestos e incluso se trata de crear un nuevo
lenguaje contra el lenguaje dominante. Sólo hacemos eso cuando el problema tiene que ver con nosotros o con
nuestro propio futuro. Como concluyen Atkien y Griffin (1996: 56), el edadismo es una de las más insidiosas
formas de discriminación en la sociedad occidental y está relacionado (como toda forma de discriminación en
realidad) con las formas en las que el poder es expresado y configurado en nuestra cultura Y, sin embargo, frente a
esta ideología realmente mortal del edadismo, la respuesta y la contestación social resulta prácticamente inexistente
(Schirrmacher 2005: 18). Para reducir el edadismo, como señala Losada Baltar (2004: 8), se tienen que producir
cambios en los sistemas que lo perpetúan, tales como los medios de comunicación, la cultura popular, instituciones,
gobierno, etc. Para ello, resulta necesario realizar e impulsar políticas de intervención que incluyan el diseño,
implementación y evaluación de programas dirigidos a reducir el impacto de las ideas y actitudes edadistas
insertadas en la sociedad, a través de programas coordinados de investigación e intervención dirigidos a estos fines.
31 A este respecto resulta muy significativa (tanto de la consideración social de las personas mayores como del papel
del avance de la ciencia en la mejora de la misma) la anécdota que relata Simone de Beauvoir (1983: 29-30) en
relación con el nacimiento de la geriatría como disciplina médica. El norteamericano, aunque nacido en Viena,
Nascher al que se considera padre la geriatría fue a Nueva York en su infancia y allí estudió medicina. En su periodo
de aprendizaje al visitar un asilo con un grupo de estudiantes, oyó como una anciana se quejaba al profesor de
diversos trastornos. Ante la queja de la anciana, el profesor simplemente señaló que la única enfermedad
diagnosticable era su avanzada edad. Al preguntarle Nascher por lo que se podía hacer por ella, éste le respondió
sorprendido y tajante: ―Nada”. Nascher se mostró tan impresionado por esa respuesta que decidió entonces
dedicarse al estudio de la senescencia lo que le llevó a crear una rama especial de la medicina que bautizó como
geriatría.
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demográficas. Por otro lado también se le dedica al colectivo de ancianos importantes recursos
públicos que han mejorado sustancialmente sus condiciones de vida.
Sin embargo autores como Gil Calvo (2003: 69-70) desenmascaran la ambigüedad
cultural existente en el seno de nuestras sociedades poniendo de manifiesto cómo la vejez
resulta por un lado encarecida y por otro lado escarnecida. Por un lado se la protege
materialmente – a través del gasto público en salud, pensiones y servicios sociales – y por otra
parte se la humilla moralmente, descalificándola al identificarla con el estigma que la reconoce
como una carga familiar y social. Tal como concluye Flaquer (1998: 59), la paradoja es que su
respetabilidad en el plano económico – aunque ésta sea sólo relativa dado por ejemplo los altos
índices de pobreza que sufre el colectivo, como veremos (vid infra. cap. I, 1.2) – ha ido
acompañada de la vergüenza social. Y así frente a esta visión optimista de una sociedad
preocupada por las personas mayores, autores como De la Serna (2003: 70) contraponen un
panorama en el que, a pesar del innegable aumento de estudios y atenciones y de recursos
hacia la población anciana, ―es la gerontología lo que es popular, pero no los viejos”.
En una línea en esencia coincidente, Fernández Ballesteros (2000:143) además pone de
manifiesto como la gerontología32 se ha encontrado desde siempre muy ligada al estudio de las
condiciones patológicas (y por lo tanto negativas) de la vejez y del envejecimiento tanto del
individuo como de su reflejo en la sociedad.
Frente a este paradigma negativo sobre todo a partir de los años 90 del pasado siglo ha
ido emergiendo un nuevo enfoque en gerontología centrado en lo que se denomina
envejecimiento satisfactorio y en la investigación de una serie de factores positivos del mismo.
Se trata de ser conscientes de que el envejecimiento es un fiel exponente del éxito biológico,
psicológico y social de la especie y la sociedad humana. Por ello, centrarse única y
exclusivamente en los aspectos negativos del mismo implica focalizar la atención sólo en un
32 La gerontología constituye un campo de conocimiento interdisciplinar, definiéndose como el estudio científico de
los asuntos biológicos, psicológicos y sociales de la vejez. La gerontología estudia sistemáticamente la vejez, el
envejecimiento y las personas mayores desde dos puntos de vista: primero cómo la vejez afecta al individuo;
segundo, cómo la población anciana cambia la sociedad (Sánchez Salgado, 2000: 32). La geriatría, sin embargo, es
una especialidad de la medicina de reciente creación que trata los problemas o condiciones de salud de las personas
de edad avanzada (Sánchez Salgado, 2000: 33). Frente a una visión más tradicional de la gerontología ha ido
apareciendo a partir de los años 80 una gerontología denominada critica que según el análisis de Philpson (1998: 13
y ss.) se centraría esencialmente en tres áreas. Desde la economía política se otorga relevancia al análisis de los
condicionantes y limitaciones que afectan a las personas mayores relacionados con la clase social, el género y la
raza (Estes, 1978). Desde las corrientes gerontología humanística y biográficamente orientada se demuestra un
interés sobre la ausencia de significado y el sentido de la duda y la incerteza que parece prevalecer en su vida
cotidiana y sus relaciones (Moody, 1992). Y por último una corriente que pone el foco en la cuestión del
empoderamiento de las personas mayores ya sea a través de la transformación social (por ejemplo con nuevos
ingresos) o bien mediante el desarrollo de nuevos rituales y símbolos a través del curso vital (Kaminski, 1993). Para
Moody (1993:15) la esencia de la gerontología crítica tendría que ver sobre todo con el problema de la
emancipación de las personas mayores frente a cualquier forma de dominación.
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aspecto parcial del fenómeno. Desde este nuevo paradigma, concluye Fernández Ballesteros
(2000: 143), se está por un lado luchando directamente contra los estereotipos negativos sobre la
vejez y, por otro lado, proporcionando una base de conocimiento de indudable validez en una
sociedad que sigue y seguirá envejeciendo.
En definitiva, está claro que estas páginas que continúan vamos hablar de conceptos que
rozan casi el tabú, que son difícilmente aceptables en nuestro ámbito social y cultural, como son,
entre otros, la muerte y la vejez. Vamos a tratar de hacerlo de tal manera que observemos la
vejez y el envejecimiento como una realidad y un fenómeno complejos (también con aspectos
positivos) y en torno a los cuales, como es evidente, debe trabajarse para erradicar cualquier
forma de violencia.
Al fin y al cabo, el maltrato hacia las personas mayores (familiar pero también
institucional) se produce enmarcado entre dos coordenadas sociales, la sociedad anciana y la
sociedad edadista. La visión, las imágenes, que nosotros mismos y la sociedad tengamos de la
vejez, van a influir necesariamente en esa importante tarea que incluye la respuesta frente a estas
situaciones cuando se producen en el seno de la familia y que se analiza en esta tesis doctoral. En
última instancia, y de forma general, la lucha contra el edadismo y las imágenes unívocamente
negativas de la vejez debe emprenderse por lo tanto en interés propio como sociedad33.
Y ello sobre todo porque es evidente que la imagen de la vejez, ese edadismo social,
determina – junto con otras circunstancias y condiciones: estructurales, demográficas,
económicas, etc. – la posición relegada que las personas mayores ocupan en la sociedad. De
esa posición social de los mayores nos vamos a ocupar, precisamente, en el siguiente apartado.
33 Porque si algo resulta evidente en todo esto es que el interés en relación con las cuestiones que afectan a las
personas mayores, como ocurre con el interés en relación con las cuestiones de género, no concierne sólo a los
mayores o a las mujeres respectivamente, sino a la sociedad en su conjunto. Sin embargo en este sentido, muchas
veces resulta patente una cierta dificultad de empatía en relación con los intereses de las personas mayores. Ya la
propia Beauvoir (1983: 10) mostraba su sorpresa respecto al escaso interés de los jóvenes y de los adultos en
relación a la ancianidad por cuanto, ―aunque nada debería ser tan esperado, nada es más imprevisto que la vejez y
aun así, el adulto se comporta como si nunca fuera a llegar a viejo”. En este sentido, en un delicioso libro Nosotros,
los mayores que Fernando Fernán Gómez escribió por encargo editorial con motivo del año internacional de las
personas mayores en 1999 se da una clave, a mi modo de ver esencial, para comprender la indiferencia de la
sociedad, y de los jóvenes, en relación con la vejez y en la que reaparece la conexión estrecha e inevitable entre
vejez y muerte, tal vez causa profunda y fundamental del rechazo que ésta genera. Según Fernán-Gómez (1999: 94):
―Algo profundo, bastante interior diferencia a los jóvenes de los viejos: los jóvenes saben que no se han de morir
ellos, sino el hombre que serán años después y aún no conocen. Los viejos, sí sabemos quién es el viejo que se va a
morir”.
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1.2.- Posición de las personas mayores en la sociedad actual.
La forma en la que se trata a las personas mayores, los recursos económicos de los que
disponen, los fondos institucionales que se les dedican, así como los programas de apoyo y
promoción, reflejan la idea social compartida del ser mayor. Y, de esta forma, en multitud de
trabajos (Corraliza Rodríguez, 2000: 233; Sánchez Salgado, 2000:37, entre otros) se destaca la
conclusión, de fuerte raíz psicosocial, según la cual, el modo en el que la sociedad caracteriza a
la vejez, define en gran medida las condiciones sociales e institucionales en las que la gente
mayor vive.
Pero como consideración previa para analizar esa posición social de las personas de
edad resulta indispensable que nos planteemos quiénes son los mayores. Empezando por
considerar la cuestión de determinar desde qué edad se es mayor34. En este sentido, como apunta
Iborra Marmolejo (2005), la mayoría de los autores considera una persona como anciana
cuando ésta tiene más de 64 años, aunque en algunos supuestos se está manejando como edad
de corte los 60, o incluso los 50 años. También hay que tener en cuenta que, como
consecuencia fundamentalmente del incremento de la esperanza y de la calidad de vida35,
muchos de los profesionales de diversos ámbitos que trabajan con ancianos parecen incluir en
34 A este respecto, algunos autores como Sánchez Salgado (2000), hablan de la existencia de tres edades
diferenciadas: la edad social, basada en la utilidad sociolaboral de la persona; la edad biológica que se refiere a los
cambios fisiológicos que se producen en el envejecimiento; y la edad psicológica referida a los cambios cognitivos
y afectivos que aparecen con el paso del tiempo. Cada unas de estas dimensiones (biológica, psicológica y social)
están relacionadas entre sí en las vidas de las personas de edad avanzada (Sánchez Salgado, 2000: 36). Cuando nos
referimos a la edad a partir de la cual consideramos a una persona como mayor lo estamos haciendo esencialmente
a la edad social ya que habitualmente la edad en la que los estudiosos y científicos sociales colocan esa barrera
coincide con la edad de jubilación.
35 Como recuerda Pérez-Díaz (2005: 57), en general la mayor parte de la especie está haciendo suya,
tendencialmente, una definición de su horizonte vital, del curso de su vida que incorpora la expectativa de una
longevidad grande. Una extensión de la vida más allá de los 80 años y hacia la cifra mágica de los 100 años.
Prolongación de la vida – añadimos nosotros – en cada vez mejores condiciones de salud debido a los avances
médicos. Si bien es cierto, por otro lado, que esta visión positiva y esperanzadora no está exenta de contradicciones
y hay que tener en cuenta las enormes desigualdades del mundo contemporáneo para matizarla. Quizás los ancianos
del primer mundo puedan acceder a esa vida más larga y mejor, pero en otras sociedades en vías de desarrollo esta
pretensión está todavía lejos de ser una realidad. En este sentido habría que recordar que España es uno de
los países del mundo con una de las esperanzas de vida más elevadas. En el año 2003 se concretaba en
80 años para la población en su conjunto, y desglosado por sexo, 77,7 años para los hombres y 84,4 para las
mujeres. Fuente: Esperanza de vida. Eurostat; Data Navigation Tree. Consulta en mayo de 2008 en las personas
mayores en España. Informe 2008. (IMSERSO, 2009: 86).
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este grupo etario sólo a los que han cumplido los 70 o incluso 75 años36.
Evidentemente los resultados de los diferentes estudios acerca de cualquier aspecto
sobre la vejez van a depender en buena medida de dónde se haga el corte en la población que
consideramos como mayor. Iborra Marmolejo (2005) considera a una persona mayor cuando
cumple los 65 años, esto es, cuando alcanza la edad legal de la jubilación siendo éste el criterio
más extendido. Para este trabajo estamos partiendo de la consideración de que las personas
mayores son aquellas que tienen 60 años o más37, aunque somos conscientes de que, en cierta
forma, dicha distinción resulta de alguna manera convencional y que, quizás, tiende a reforzar la
visión de las personas mayores como un colectivo más o menos uniforme cuando en realidad se
trata de un sector de la población muy diverso38.
En cualquier caso, como ya determinó en su momento Beauvoir (1983: 20), la vejez no
es sólo un hecho biológico sino también cultural y, en este sentido, si en tiempos de nuestros
abuelos una persona de 60 años era ya anciana (sobre todo si era mujer) los cambios sociales y
culturales hacen que hoy en día esa misma persona sea percibida mucho más difícilmente como
una persona vieja39. La idea del envejecimiento y la vejez como una construcción social es,
36 En esta línea Robert Atchley (1991) sugiere las categorías siguientes: viejo joven, de 60 a 74 años; viejo de
mediana edad de 75 a 84 años y viejos-viejos de 85 o más años. En general se tiende a reconocer dos tipos de
población mayor: un grupo en el que las personas están más saludables, activos (60 o 65 años hasta 75 y, en algunos
casos hasta 80) y otro colectivo con personas que sobrepasan los 80 años y tienen más probabilidades de padecer
enfermedades e incapacidades (Sánchez Salgado, 2000: 23).
37 De cualquier forma, como se recoge explícitamente en el Glosario del informe del Observatorio de personas
mayores Las personas mayores en España (IMSERSO, 2002: 571) se considera población de edad o mayor a
aquellas personas que tienen 65 o más años; el umbral es arbitrario, pero generalmente aceptado. Naciones Unidas
también considera, tradicionalmente, el umbral de los 60 años para hablar de población mayor.
38 Para Sánchez Salgado (2000: 23-24) cada ser humano en la vejez es en sí la suma de todas las experiencias
vividas en esos días. Por tanto no sería posible formular generalizaciones acerca de las características personales,
financieras y sociales de este sector poblacional. Claro que esto mismo podría referirse a otros colectivos como el de
las mujeres, el de los adolescentes. Lo que es evidente es la propia heterogeneidad del colectivo de las personas
mayores y cómo, en muchos de los análisis, se tiende a oscurecer esa realidad con generalizaciones a veces abusivas
que deben evitarse. En esta línea Fahey y Holstein (1993: 243) plantean una visión dinámica de la, a veces, llamada
tercera edad en la que el individuo cambia y se transforma a la vez que muestran su confianza en las posibilidades
emancipatorias que existen incluso en el declinar y la proximidad de la muerte. Por ello estos autores prefieren no
dividir este periodo vital ni en tercera ni en cuarta edad honrando de esta manera su heterogeneidad y
contradicciones, su dicotomía entre fortaleza y debilidad. Dicotomía esta última que, por otra parte, no deja de ser
intrínseca a la misma condición humana en todas sus edades.
39 Resulta muy interesante la perspectiva planteada al respecto a través de la investigación ya
mencionada llevada a cabo acerca de la imagen de las personas mayores por Cristina Santamarina (2004:
47-76). Según las conclusiones de este estudio, de manera muy global, la sociedad española situaría la edad de
envejecimiento a partir de los 55 años, la idea de longevidad a partir de los 70 y la de ancianidad a partir
de los 80 años. La autora afirma que se ha producido un importante proceso de
rejuvenecimiento de las personas mayores y sobre todo ―una fractura en la ya tradicional noción del
concepto tercera edad que, a todas luces resulta insuficiente, inoportuno y poco eficaz para señalar al
atomizado colectivo de las personas mayores”. Por ejemplo Bobbio (1997: 24 -25) distingue junto a la vejez del
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precisamente, una de las ideas clave desarrolladas por la denominada gerontología crítica
(Philipson, 1998: 14).
Otra cuestión previa necesaria y relevante es la de la misma denominación del colectivo.
Hasta este momento, en estas páginas, hemos utilizado en ocasiones una expresión que muchos
autores utilizan para referirse al grupo de población objeto de esta tesis doctoral: los viejos. Es
evidente que, dado el carácter edadista de la sociedad, esa expresión se encuentra cargada de un
indeseable matiz despectivo. Beauvoir (1983) la utiliza en su clásico ensayo sobre la vejez
aunque bien es cierto que su visión de la misma es más bien una visión trágica, impregnada de
existencialismo40. También la expresión tercera edad – que es por cierto la que utiliza la
Constitución Española como veremos más adelante (vid infra Anexo II, 2.1) – ha quedado un
poco desfasada sobre todo como causa el fenómeno conocido como el envejecimiento del
envejecimiento. La división de la vida en tres edades – la tercera correspondería a la vejez – en
cierta forma se ha visto superada por el aumento estadístico de las personas mayores de 80 o
incluso 85 años, que algunos autores han pasado a denominar como cuarta edad41. Tampoco
encontramos el término anciano – aunque inevitablemente lo utilicemos algunas veces como
sinónimo – como el más preciso porque, a nuestro entender, remite de alguna forma a una
persona mayor pero con muchos años lo cual no se corresponde con las circunstancias vitales y
personales de una parte considerable del colectivo al que nos referimos42. Por ello
registro civil o cronológica, una vejez biológica y burocrática. E incluso una vejez psicológica. Así reconoce en
De Senectute que, incluso de joven, él se sentía un poco viejo. De la crisis de la vejez psicológica uno se puede
recuperar – concluye – pero es más difícil del envejecimiento biológico a pesar de la medicina y de la cirugía.
En cualquier forma, el escritor italiano, fija el inicio de su vejez en los 80 años y sólo es cuando escribió De
Senectute, a los ochenta y tres años, cuando se considera en realidad, en sus propias palabras, como viejo-viejo.
40 En el análisis de la recepción e influencia del libro de Beauvoir que hace Maierhofer (2000: 67) se explica cómo
a pesar del temprano reconocimiento de la importancia de la mencionada obra de la ensayista francesa en la
discusión sobre el envejecimiento por parte de los gerontólogos humanistas, la segunda ola del feminismo crítico
mostró escaso aprecio sobre ese trabajo rechazándolo por considerarlo demasiado pesimista, edadista y sexista.
Hubo que esperar hasta los años 90, cuando las feministas americanas comenzaban a envejecer, para que la obra de
Beauvoir se revalorizara y se considerara como una valiosa y temprana aportación a la exploración humanista del
envejecimiento.
41 En este sentido Baltes y Smith. (2003) exploran desde una visión sistémica global hasta qué punto los viejos
jóvenes y los viejos-viejos constituyen subgrupos diferenciados y la existencia de lo que se podría denominar como
cuarta edad. En el contexto español, el término ha sido utilizado por Sánchez Vera (1996) entre otros.
42 En este sentido me sorprendió la defensa a ultranza del término anciano realizada por una persona mayor del
auditorio en unas jornadas celebradas en el IMSERSO en diciembre de 2008 tituladas El mayor y los Derechos
Sociales en un mundo globalizado a las que tuve la oportunidad de asistir. Para esta persona, que se presentó como
miembro de una asociación para el envejecimiento activo, el término era una muestra de consideración y defendió
que remitía a una época que respetaba más a los mayores. De hecho es cierto que la tercera acepción que recoge la
RAE en su diccionario del término es la de ―cada uno de los miembros del Sanedrín” con lo cual se demuestra
efectivamente ese matiz de poder y consideración social que se abarca en el término. Pero en todo caso la primera
acepción, la más frecuente, del diccionario de la RAE al describir el término anciano como una ―persona de mucha
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preferentemente utilizaremos en el texto los términos mayores o personas mayores e incluso
personas de edad, como en muchas ocasiones hacen sobre todo los organismos internacionales.
Estos términos son los más extendidos y habitualmente aceptados en la actualidad43. Además
denotan neutralidad respecto al género lo cual hace que al emplear cualquiera de esas dos
formas– personas mayores o personas de edad – estemos incluyendo al colectivo de las
mujeres de edad que es una parte muy importante de los mayores debido al proceso de
feminizacion de la vejez44.
A pesar de que podamos pensar que el término que utilicemos para hablar de los
mayores es una cuestión de menor importancia y una concesión a lo políticamente correcto la
cuestión no resulta baladí. Y por ello nos gustaría aclarar que si hasta ahora hemos utilizado en
ciertas ocasiones el término viejo por ser una terminología empleada por algunos de los autores
comentados se ha hecho siempre sin ningún carácter despectivo – como creo que ocurre también
en la mayoría de los autores citados – aunque a partir de ahora trataremos de evitar esa
denominación45.
edad” pone, de manifiesto, a nuestro modo de ver, que el término puede considerarse como poco preciso en
relación con las circunstancias sociales actuales al referirnos a personas mayores de 60 o 65 años además de, en
cierto sentido, dejar fuera a las mujeres. Y es que, no es lo mismo anciano que anciana en términos de prestigio
social y de poder en la comunidad.
43 Su uso es muy habitual sobre todo entre las diversas instituciones y organismos relacionados de forma más o
menos directa con la vejez. A modo de ejemplo señalar que el denominado Consejo Aragonés de Personas
Mayores, que agrupa diversas asociaciones y colectivos, fue regulado a través de la Ley 3/1990, de 4 de abril y
mediante reforma a través de la Ley 22/2002 de 16 de octubre se eliminó toda referencia – antes se denominaba
Consejo Aragonés de la Tercera Edad – al término tercera edad siendo sustituido por el de personas mayores.
44 Claro que como apuntan Atkien y Griffin (1996: 9) – refiriéndose sobre todo al término inglés equivalente older
people – éste por un lado integra a las mujeres mayores pero también oscurece en alguna medida el hecho de la
feminización de la vejez y favorece una engañosa visión unitaria del colectivo. De cualquier forma parece difícil
escapar a ciertas acusaciones segregacionistas o edadistas cuando lo que se pretende es aislar a un grupo social
simplemente tomando como criterio una edad convencional. Aunque, como por otro lado es evidente, la
delimitación del grupo social del que estamos hablando sea un paso previo necesario e inevitable para cualquier
discusión fructífera sobre el tema.
45 En relación con los múltiples nombres que se da al colectivo de las personas mayores Fernán Gómez (1999: 18)
muy inteligentemente hace notar como el que a un mismo concepto se le puedan aplicar distintos nombres, aunque
nos refiramos a los que demuestran buenísima intención y evidente cordialidad denota un fondo de mala conciencia
en el que habla o escribe, como si tuviera el temor – señala el escritor – de que ―llamarle a uno lo que uno es
pudiera molestarle a uno”. Por ejemplo Navarro (2006:105) cuenta como su padre, un maestro represaliado por la
dictadura, respondía a sus 94 años con gran dignidad a las personas que le llamaban abuelo que ni era su abuelo ni
deseaba serlo en la convicción de que si no se llama a las personas que no lo son esposos, tíos, hermanos ni ningún
otro apelativo de parentesco, no tiene porque llamarse a las personas mayores abuelos tampoco. Lo cual resulta muy
interesante porque ese apelativo de abuelos lo he oído repetido muchas veces entre los profesionales contactados y,
curiosamente, con frecuencia en labios de quien se encontraba por su trabajo en un contacto más directo y mostraba
hacia los mayores una actitud más positiva. Pero no deja de ser cierto que también ese término – cariñoso, cordial,
que demuestra cercanía – denota una cierta concepción social de la vejez como un periodo en el que las decisiones
sobre uno, aunque sean por su bien, las toman en realidad otros.
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Una vez hechas estas aclaraciones conceptuales previas, para hablar de la posición
social de las personas mayores es necesario tener en cuenta que estamos inmersos en un
proceso de envejecimiento progresivo de la sociedad, sobre todo en las sociedades más
desarrolladas. Este proceso hace que, a diferencia de otras épocas históricas en la que llegar a
mayor era algo poco frecuente y en las que este sector de la población ocupaba en todo caso una
pequeña franja, la sociedad actual se enfrente a una población cada vez más envejecida y en la
que los ancianos suponen un peso importante al menos desde el punto de vista estadístico46. El
envejecimiento social es una realidad innegable en sociedades como la española y aragonesa47 y
ese fenómeno, como apunta Gil Calvo (2003: 79), para muchos, lejos de constituir un bien
público, representa un irresoluble problema social del que sólo cabe esperar múltiples efectos
perversos48.
Autores como Cachón (1992) observan en este proceso de envejecimiento de la
sociedad, al menos cuatro rasgos característicos: primero, el aumento general de la población
de edad avanzada y su peso cada vez mayor en la población general hace que se esté
incrementando el interés acerca de los problemas de este sector y de las repercusiones
sociales y económicas que esta mudanza demográfica conlleva entre otras cosas en la
sostenibilidad del sistema de pensiones y, en tiempos más recientes en nuestro país,
46A este proceso han contribuido, según el análisis de Giró Miranda (2004: 25), al menos tres factores: el factor
migratorio, que aunque en la actualidad no tenga la relevancia que tenía en las sociedades más desarrolladas en las
que incide más la inmigración que la emigración, a lo largo del siglo XX ha hecho que la población haya emigrado
a las zonas urbanas e industriales dejando las zonas rurales y agrícolas como zonas residenciales para las personas
mayores y haciendo desaparecer el equilibrio necesario para el relevo generacional; el aumento de la esperanza de
vida, que debido a la mejora de las condiciones sanitarias e higiénicas puede ser considerado como una conquista,
un avance económico social y no un mero cambio demográfico; y, por último, el descenso de la natalidad, al que
han contribuido muchos factores, que van desde la emancipación de la mujer y el trabajo femenino, hasta el proceso
de urbanización y los cambios sociales y de valores.
47 Como dato revelador puede decirse que el porcentaje de población mayor de 65 años según estimaciones del INE
sería en toda España para el año 2008 del 16,61% que en términos absolutos suponen unos 7,5 millones de
personas. Mientras que en la Comunidad Autónoma de Aragón ese porcentaje subiría hasta el 20,13% suponiendo
un total de unas 261.000 personas. Fuente: Estimaciones actuales de la población de España, calculadas a partir
del Censo de Población de 2001. INE.
48 Entre esos efectos perversos, Gil Calvo (2003: 79) cita por orden de importancia: la quiebra del sistema público de
pensiones, el ascenso insoportable del gasto sanitario, el derrumbe del mercado inmobiliario, el estrangulamiento del
potencial de crecimiento económico, la pérdida de productividad del capital humano y, en suma, el estancamiento de
la iniciativa creadora y del dinamismo emprendedor. Esta visión tan negativa constituye lo que Dayton (2008: 45)
denomina, muy expresivamente, demografía apocalíptica (apocalyptic demography) y la pregunta clave en relación
a todo esto sería evidentemente si en realidad es para tanto. Por su parte Navarro (2006: 104- 105) señala como en
los últimos años en la prensa diaria así como en el discurso dominante del país, se ha hablado constantemente de que
el problema mayor de la sociedad es que dentro de poco el 20% de la población serán ancianos (en Aragón como
veíamos antes, en realidad, ya lo son) creando – se nos dice – un problema mayor relacionado con la sostenibilidad
del sistema de pensiones y con la necesidad de desarrollar la atención hacia esas personas.
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añadiríamos, la discusión acerca de la promoción de la autonomía personal y el apoyo a las
personas en situación de dependencia; segundo, el aumento de la población anciana no es
homogéneo siendo el grupo que más crece el de los más viejos, los mayores de 75 años; tercero,
se observa una importante feminización de este grupo de edad debido a la alta tasa de esperanza
de vida de las mujeres por su mayor resistencia a la enfermedad, el dolor y la muerte; y en
cuarto y último lugar, como antes señalábamos, el envejecimiento es un fenómeno muy
marcado sobre todo en el ámbito rural en Europa.
En definitiva, como vemos, en las sociedades posindustriales la posición de un grupo
etario como el de los ancianos viene condicionada en buena medida por su carácter de no
productiva, de receptora de ayudas por parte del Estado. Los avances de la ciencia, el bienestar
alcanzado por las sociedades desarrolladas y otros factores han hecho que en los últimos
tiempos se haya producido un avance considerable en la esperanza de vida de la población
generando sociedades progresivamente envejecidas. En contraste, el colectivo de personas
mayores, cada vez más numeroso, no necesariamente ha adquirido poder por esa razón de
aumento demográfico sino que, al contrario, se ha visto en buena medida relegado. En este
sentido Flaquer (1998) habla de una situación de semidependencia por parte de los ancianos
estructuralmente análoga a la de los parados (muchos de ellos jóvenes) y de las amas de casa al
encontrarse al margen del proceso de producción económica49.
En el caso de las personas mayores, y a una edad convencionalmente pactada que
suele ser la de los 65 años, se produce una retirada forzosa de la actividad laboral. Se está
condenando a estas personas a la inactividad con independencia de que su vigor físico y mental
les pudiera permitir seguir trabajando50. El problema no sería tal si no viviéramos
49 Desde la economía política autores como Towsend (1981) plantearon que la jubilación, las pensiones y las
residencias institucionalizadas generan una situación que denominan como dependencia estructural de las personas
mayores (structured dependency of the elderly).Ya la propia Simone de Beauvoir (1983: 642) concluía que la
sociedad sólo se preocupa del individuo en la medida en la que produce. Los jóvenes lo saben – añadía la ensayista
francesa – y por ello su ansiedad en el momento en el que abordan la vida social es simétrica a la angustia de los
viejos en el momento en el que quedan excluidos. E incluso esa visión tan negativa que de la vejez y de la posición
de las personas mayores presenta la autora, le lleva a afirmar que mientras el joven ―teme esa máquina (la sociedad)
que va a atraparlo, pero trata a veces de defenderse a pedradas; el viejo, rechazado por ella, agotado, desnudo, no
tiene más que sus ojos para llorar” (Beauvoir, 1983:642).
50 Según una reciente trabajo publicado por el IMSERSO (Pérez Ortiz, 2006:198), nueve de cada diez mayores
(90,4%) otorgan a la jubilación el significado que ha estado en vigor durante todo el siglo XX, es decir, como
descanso merecido tras una larga vida de trabajo. Esta concepción de la jubilación detectada no incluiría, desde
luego, las nuevas aportaciones de la cultura del envejecimiento activo que otorgan valor a la participación en el
mercado de trabajo como elemento de bienestar individual y colectivo y, en consecuencia, afirman, en la etapa final
de las carreras, la primacía del derecho al trabajo sobre el derecho al descanso (Guillemard, 2003: 65). También se
observa en la misma encuesta (Pérez Ortiz, 2006: 198) la prevalencia de la idea de que la jubilación es una etapa
más en la vida y que, como todas ellas, tiene aspectos positivos y negativos (83%). Y así la posición contraria que
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inmersos en sociedad donde el prestigio social, el valor que se le concede a cada individuo,
viene en gran medida determinando por su trabajo y en la que, a pesar de que se habla de que
nos dirigimos cada vez más hacia una sociedad del ocio, este concepto es visto
fundamentalmente como una necesaria renovación de energías para la tarea realmente
importante que es la productiva: la única tarea que, según los parámetros sociales dominantes,
confiere dignidad, prestigio y recursos económicos. No es de extrañar en este sentido, como
indica de nuevo Flaquer (1998), que con la jubilación el colectivo de las personas de edad se
vea privado de la noche a la mañana de la razón misma de su existencia51. A todo esto habría
que añadir el hecho de que, como ya apuntábamos, se ha construido la figura del anciano en el
imaginario social como un individuo totalmente dependiente de la familia y del Estado, que
soportan una elevada carga para su mantenimiento.
En definitiva, se produce un contraste entre “el aplazamiento del envejecimiento
biológico y el avance del envejecimiento social” (Flaquer 1998: 56). Cada vez las personas
mayores son menos viejas, pero a su vez, llegada una edad cada vez más temprana en la
que todavía no se sienten ancianos, podríamos decir que pasan rápidamente a ―no pintar nada
implica la calificación de los jubilados como ciudadanos de segunda tiene el apoyo de uno de cada cuatro mayores
(24,9%), mostrando la legitimidad social que ha adquirido, también a juicio de los propios implicados, esta fase de
descanso merecido y remunerado. Ese apoyo social indudable no evita, sin embargo que la mitad de los mayores
reconozcan dificultades de adaptación a la nueva situación evidenciando que los hombres tienen especiales
dificultades a este respecto. El retiro obligatorio de golpe puede tener, al menos para algunas personas, efectos
psicológicos negativos: problemas de ajuste personal, de integración y de pérdida de sentido de la identidad
(Forteza, 1990: 103). Las presiones demográficas, como apunta Forteza (1990: 103), tienden a elevar la edad de
jubilación, siendo el envejecimiento de la población activa una de las preocupaciones más importantes de la Europa
occidental. Mientras que, por otro lado, las presiones técnico-económicas, tienden a bajarla. El retiro suele verse
como un periodo pasivo. Las relaciones entre jubilados y no jubilados se hacen a veces duras, implicando
distanciamiento. Entre los adultos el trabajar es lo normal y a los jubilados se les ve como pertenecientes a otro
grupo, distintos. Sin embargo, como apunta Pérez Ortiz (2006: 189), todo parece indicar que entre las generaciones
más jóvenes de mayores se ha impuesto la idea de la jubilación como oportunidad, que el tiempo de jubilación se ha
vuelto atractivo para muchas personas; sobre todo para aquellos que mejor pueden aprovechar las alternativas que
este período de descanso les puede ofrecer.
51 Ya Walker (1980: 90) apuntaba que el trabajo no sólo es la primaria fuente de recursos y estatus en las sociedades
industrializadas, sino que supone también un aspecto fundamental de integración a la hora de proporcionar la base
para la participación en una pluralidad de roles y relaciones. De tal manera que la exclusión del mercado de trabajo
una vez alcanzada una edad implica una reducción del ámbito de sus contactos sociales. Así, como señala Forteza
(1990:103), para muchas personas, “la fecha de jubilación coincide con el momento de dar vuelta a la llave que
abre la puerta de una habitación vacía, que es en realidad la sala de espera de la muerte”. Pero no todo, como
vemos, resulta tan negativo y así en una investigación llevada a cabo por Bazo (2003: 252) se detecta una
continuidad en lo referente al sentido del trabajo sobre todo en los varones que continúan realizando otro tipo de
tareas – carentes de obligación pero no de compromiso – en las que encuentran la continuidad para el mantenimiento
de su identidad. Por otro lado las mujeres – muchas de ellas madres – encuentran una continuidad en su rol de
madres y abuelas y siguen ejerciendo muchos roles. La jubilación supone para los participantes de esa investigación
– y especialmente para las mujeres – “disponer de nuevas oportunidades realizando aprendizajes nuevos,
satisfaciendo la sed de conocimientos y cultura, encontrando nuevas amistades y percibiendo que su vida es más
plena que antes” (Bazo, 2003: 253).
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en la sociedad” 52.
Sin embargo, a pesar de la extendida percepción a la que antes nos referíamos, de las
personas mayores como receptoras de ayuda, cuidados y apoyos económicos, éstas también
actúan como cuidadoras de otras personas y donantes de su tiempo y energía, conocimientos,
apoyo afectivo, material y económico a la familia y la sociedad (Bazo, 1996: 209)53.
52 En este punto habría una distinción importante en relación con el género que queda perfectamente plasmada en el
análisis que hace Cristina Santamarina (2004) de las distintas autopercepciones en el proceso de envejecimiento
entre hombres y mujeres a raíz de su estudio sobre la imagen de las personas mayores. Las mujeres expresan
mantener los roles tradicionales más vinculados a los quehaceres domésticos, que suponen, en cierta medida, por un
lado, una forma de mantenerlas activas al menos hasta que ingresan en el periodo de dependencia propio de la
ancianidad aunque, tampoco hay que olvidarlo, esta dedicación doméstica implica también una fuente de
depresiones y de carencias en el sentido vital y relacional. Mientras tanto, para los varones, la jubilación, más aún
si se trata de prejubilación, implica a su vez una fuerte ruptura de su identidad y la necesidad de la reconstrucción
de la misma. Esa diferente percepción de la jubilación según el género está también presente en una encuesta
realizada por el IMSERSO (Pérez Ortiz, 2006: 189) en la que expresan dificultades de adaptación sobre todo los
hombres más mayores, los que tienen un nivel de instrucción más bajo y los que perciben su salud de una forma más
negativa, y mucho menos los hombres y las mujeres de los municipios más pequeños, las mujeres con estudios
secundarios y las solteras y divorciadas. La jubilación pide una profunda redefinición del tiempo y el espacio que
puede ser en algunos casos algo traumática y que en general se ve más como una pérdida que como una ganancia.
La participación mayor en las tareas del hogar suele ser aceptada por los varones aunque no asumida con interés
y menos con placer por parte de los nuevos jubilados.
53 Aunque hay evidencia de las actividades de carácter altruista y otras que realizan las personas mayores, así como
de su vigor y competencia, muchas veces la gerontología ha descuidado el análisis de tales aspectos de la
ancianidad. Aspectos que resultan sin embargo muy relevantes para comprender acertadamente, en su justa medida,
la realidad social de la vejez y de las personas ancianas (Bazo, 1996: 210). Esta ayuda y apoyo de las personas
mayores como sujeto activo de la misma, en el campo de la familia es quizás especialmente patente en el ejercicio
del rol de abuelos. El rol del abuelo ha sido comúnmente denominado un rol sin rol ya que no estaría gobernado por
los derechos y obligaciones que tiene por ejemplo el rol de padre. De cualquier forma, a pesar de lo que pudiera
derivarse de esta aseveración, como señala Pianzo Hernandis (1999: 172), el rol del abuelo en nuestra sociedad es
más relevante de lo que en ocasiones se piensa y por ello no deja de sorprender, como recuerdan entre otros Meil
(2003: 34) y Osuna (2006: 17), la escasa atención que hasta ahora se ha prestado a las relaciones entre abuelos y
nietos sobre todo por parte de la sociología de la familia. Tradicionalmente los abuelos han sido cuidadores
secundarios de sus nietos. En la actualidad ese rol se mantiene e incluso se ha hecho más activo pudiendo llegar en
determinadas circunstancias a asumir el rol de cuidadores principales – por ejemplo ante un divorcio, un contexto
familiar de abuso de drogas o alcohol, un embarazo de hija adolescente o una situación de maltrato – siendo, en
cualquier caso especialmente relevante esa labor de cuidado de los abuelos en supuestos de familias monoparentales,
en caso de madres adolescentes o cuando ambos padres trabajan durante la mayor parte del día y de forma
continuada (Buz Delgado et al., 2003: 9). Por otro lado, por razones de evolución demográfica y aumento de la
esperanza de vida de sobras conocidas por todos, podemos concluir con García Cantero (2004: 21-22), que “nunca
hasta ahora los nietos han conservado a sus abuelos por tanto tiempo y que los abuelos de nuestros días son
notablemente más jóvenes que los de antes”. En cuanto a la relación con los nietos, según Santamarina (2004), en
ambos supuestos – hombres y mujeres – ésta suele ser más satisfactoria cuando son más pequeños y comienza a
serlo menos cuando se trata de adolescentes. La ayuda de los abuelos puede ser fundamental para que los padres
puedan llevar a cabo sus actividades profesionales y, en este ámbito, los hombres suelen ejercer un papel más
bien de mediadores en el espacio público con los nietos, mientras que a las mujeres el ejercicio de ese segundo
rol maternal con los hijos de sus hijos puede ser causa de conflictos y competencias con respecto a los padres de
los niños. Con todo es evidente que esta descripción de la situación y el papel de las personas mayores adquirirá
unas nuevas formas cuando las mujeres hoy trabajadoras fuera de su hogar, que han quedado asimiladas a los
hombres, y el colectivo de hombres, que ha asumido – o debería asumir, al menos – su parte de participación en el
ámbito del hogar, alcancen la edad de la jubilación. En este sentido, como apunta Radl Philip (2003), las abuelas
en relación a sus nuevas relaciones familiares asumen cada vez más los valores de la autorrealización,
independencia y autonomía personal en el trato con las nietas, los nietos y la familia. Y, por otra parte, en este nuevo
escenario social, el hecho de que la vejez se haya visto prolongada se convierte en una posibilidad real de
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Ese desvalor de los ancianos en la sociedad se refleja también en su situación económica.
La población anciana en general es uno de los colectivos más empobrecidos de la sociedad54
debido, entre otros factores, a la escasez de las pensiones medias de las que son beneficiarios los
ancianos tanto en la Comunidad Autónoma de Aragón como en el resto del Estado55.
En definitiva, como vemos, muchas de las carencias y dificultades del colectivo de la
población anciana en nuestro país tienen que ver con su capacidad adquisitiva y su situación
económica. Con todas aquellas circunstancias que generan lo que Towsend (1980) denominó en
su momento como dependencia estructural de las personas mayores. Aunque es verdad que los
modernos Estados sociales han dignificado la tercera edad con la extensión de las pensiones de
jubilación incluso en su modalidad no contributiva, a nadie se le escapa que en países como el
nuestro, las cuantías de estas pensiones resultan en muchas ocasiones claramente insuficientes
para llevar una vida digna, relegando a la población anciana a una de las posiciones más
precarias de la sociedad.
compensación de carencias en la experiencia en función del género de hombres y mujeres mediante el desempeño
de su rol de abuelas y abuelos en un plano hipotético simétrico de funciones compartidas. Tanto los cambios
estructurales con respecto a la vejez como los nuevos parámetros demográficos constituyen aquí el trasfondo social
más relevante. Las abuelas y los abuelos actuales siguen cumpliendo una función básica en cuanto al cuidado de
nietos y nietas se refiere y, a la vez, incorporan elementos de género nuevos en su contacto con los nietos y las nietas
y en su vida familiar. Desempeñan sus roles de género tradicionales – esto es, las abuelas su papel afectivo y de
cuidado, mientras que los abuelos ejercen su papel instrumental vinculado a su experiencia laboral – pero, al lado de
estos cometidos, se percibe además como a la vez los abuelos asumen tareas del cuidado en relación con sus nietos –
tareas que no habían ejercido realmente antes en relación con sus hijos – y las abuelas rechazan en parte las
funciones clásicas del cuidado insistiendo en la importancia de un espacio propio y de autonomía personal. Es
evidente que la relación de las abuelas y los abuelos con las nietas y los nietos ha cambiado, y que esta relación
afecta a las concepciones de los roles de género en la vejez. Las mujeres siguen especialmente ejerciendo estas
funciones de cuidado, pero cada vez más conjuntamente con los varones, sobre todo cuando aún vive la pareja.
54 Según datos de EUROSTAT (2010: 2) y tomando como referencia el año 2008, la tasa de riesgo de pobreza o
porcentaje de pobreza de los mayores de 65 años españoles se encuentra entre las más altas de la Unión Europea,
con un 28%; alcanzando el 30% o más en el Reino Unido, Bulgaria, Estonia, Chipre (49%) y Letonia (51%). Se
entiende como tasa de riesgo de pobreza el porcentaje de personas que viven en hogares en los que la renta
disponible equivalente es inferior al 60% de la renta media equivalente de su país de residencia. La media de la
Unión Europea es bastante más baja (UE a 27: 19%). En España, como en otros países del área, las tasas de pobreza
más altas se producen en los dos grupos de edades extremos, entre los más jóvenes (24% entre los menores de 18
años) y los más mayores, pero siempre más entre los mayores. Fuente: Eurostat en “Population and social
conditions. 17% EU citizens were at- risk-of-poverty in 2008” http://epp.eurostat.ec.europa.eu, (consulta febrero de
2010).
55 La media de las pensiones contributivas del Régimen General de la seguridad social en el conjunto del Estado era
a enero de 2010 de 874,97 euros para las pensiones de jubilación y de 568,81 euros para las de viudedad. En la
Comunidad autónoma de Aragón el importe medio de las pensiones contributivas de la Seguridad Social en ambos
casos es un poco superior situándose en el caso de la Jubilación en 895,91 euros y en el caso de viudedad en 586,34
euros. Fuente: Pensiones contributivas. Importe medio. Ministerio de trabajo e Inmigración (consulta febrero 2010)
en http://www.mtin.es/estadisticas/bel/PEN/index.htm
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Pero en todo caso, no debemos olvidar que más allá de lo económico existen otros
aspectos de más difícil cuantificación que determinan la posición social de las personas mayores.
En esta línea, como apunta Bazo (1992: 205), pobreza y soledad o soledad y pobreza son los
problemas más graves que pueden enturbiar el bienestar de las personas mayores en su
ancianidad. Y la pobreza aparentemente tiene mejor solución, a pesar de las dificultades, ya que
se puede combatir por ejemplo mediante medidas tendentes a incrementar las pensiones más
bajas y mejorar otro tipo de prestaciones y ayudas hasta alcanzar el nivel necesario que garantice
el bienestar al menos en su vertiente material56.
Concluidas estas breves notas en torno a la imagen de la vejez en la sociedad y a cómo
ésta determina la forma en que los mayores son tratados, nos disponemos a repensar todo ello
desde las coordenadas del respeto a los derechos humanos, con especial referencia a las
situaciones de dependencia en la que los mayores pueden encontrarse.
1.3.- Los derechos humanos de las personas de edad y la respuesta
frente al maltrato familiar.
Para comenzar, en este apartado nos vamos a ocupar del análisis de la situación de las
personas mayores desde la perspectiva de los derechos humanos, conectándola con la respuesta
frente a situaciones de maltrato familiar. Y lo vamos a hacer incidiendo sobre todo en dos
ángulos diferentes pero que se relacionan y complementan: un primer ángulo, con una conexión
más directa con el objeto principal de nuestro trabajo, referido a la prevención y eliminación de
todas las situaciones de violencia, negligencia y abandono entendidas como una violación de los
derechos humanos de las personas de edad; y otro segundo ángulo que se enfoca hacia los
derechos humanos de aquellas personas mayores que se encuentran en situación de dependencia,
sobre todo a partir del de la ratificación por España de la Convención Internacional sobre los
Derechos de las Personas con Discapacidad que puede afectar a algunos casos de maltrato
familiar que se insertan en un contexto de provisión de cuidados. A estos dos ángulos
añadiremos un tercero más general relacionado con los derechos sociales, económicos y
culturales más estrechamente relacionados con las personas mayores, cuyo grado de
56 Aunque desde luego, en el marco de la crisis económica y financiera en la que está inserta toda Europa y
especialmente España, al menos a corto plazo no parece que esta sea la línea a seguir. En este sentido, hay que
recordar que el Real Decreto Ley 8/2010, de 20 de mayo, por el que se adoptan medidas extraordinarias para la
reducción del déficit público incluye en relación con el Sistema de Seguridad Social la no revalorización de las
pensiones públicas en el año 2011.
56 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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cumplimiento por parte de los Estados a través de las diferentes políticas sociales y económicas
condiciona la situación y bienestar del colectivo.
Pero antes debemos abordar, aunque sea de manera sucinta, la cuestión de la
fundamentación de los derechos humanos, así como la situación del reconocimiento de los
derechos humanos de las personas de edad.
Hay que partir de la idea de que si existe un principio ético compartido de manera
extendida, éste sería el principio de la dignidad humana de todas las personas, el respeto
absoluto a todos57. Y de esa perspectiva del respeto absoluto a todos se derivan todas las
declaraciones de derechos que se han ido planteando y conquistando hasta desembocar en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos (Aguirre Oraa, 2007).
Como apuntan Asís y Palacios (2007: 12), existe un núcleo básico de los derechos en
cuanto figuras con relevancia en el que éstos se insertan que se encuentra compuesto por cinco
ideas: libertad de elección, autonomía, satisfacción de necesidades básicas y consecución de
planes de vida. De tal forma que el discurso de los derechos se mueve desde el reconocimiento,
en los seres humanos, de su posibilidad de elegir diferentes planes de vida, limitados sólo por su
incidencia en la efectiva posibilidad de elección de otros. Es decir, por su incidencia en la
satisfacción de las necesidades de otros. Para Asís y Palacios (2007: 13) se trata de un
presupuesto abstracto que sirve para identificar la idea de dignidad humana, siendo su relevancia
fundamental: tanto en el plano doctrinal, como en el legislativo, como en el judicial58.
57 En un interesante análisis del concepto de dignidad humana en su evolución histórica, Peces-Barba (2005: 26-27)
señala como ésta se formula desde dos perspectivas: una más formal, de raíz kantiana, y otra más de contenidos de
carácter humanista y renacentista. De esta forma ―por la primera, la dignidad deriva de nuestra decisión de mostrar
capacidad de elegir, de nuestra autonomía; por la segunda, la dignidad consiste en el estudio de los rasgos que nos
diferencian de los restantes animales. Son dos perspectivas complementarias, casi podríamos decir la forma y el
contenido de nuestro valor como personas” (Peces-Barba, 2003: 68; 2005: 27). Y en este sentido, recuerda el propio
Peces-Barba (2005: 25): “Cuando reflexionamos sobre la dignidad humana, referencia ética radical, y sobre el
compromiso justo que corresponde a las sociedades bien ordenadas, no estamos describiendo una realidad sino un
deber ser, en cuyo edificio la dignidad humana es un referente inicial, un punto de partida y también un horizonte
final, un punto de llegada. Se puede hablar de un itinerario de la dignidad, un dinamismo desde el deber ser hasta
la realización de los valores, de los principios y de los derechos, materia de la ética pública”.
58 En esta línea, y refiriéndose especialmente a las situaciones de dependencia, Asís y Palacios (2007:50) plantean
como la consecución de planes de vida, el desarrollo de una calidad de vida humana digna, es algo que le
corresponde determinar a cada persona desde su propia autonomía moral, precisando de una serie de exigencias y
necesidades, que se presentan como instrumentos necesarios para ello. En muchas ocasiones, las elecciones de vida
de las personas mayores con ciertas limitaciones físicas aunque tengan capacidad absoluta para ejercer esa libertad
moral no son consideradas tan merecedoras de apoyo social como las del resto. Ello es la consecuencia de la
incorrecta percepción que asimila la autonomía funcional con la autonomía moral, considerando que las personas
con limitaciones funcionales, están también limitadas en su autonomía moral (Asís y Palacios, 2007:51). Estas
consideraciones están muy presentes, como iremos viendo, en el campo de la respuesta frente a situaciones de
maltrato en la que se pone de relieve la importancia del respeto al principio de la autonomía de la persona mayor.
Como recuerdan Asís y Palacios (2007:51-52), la asunción de la atención a la dependencia debe centrarse en
medidas tendentes a habilitar a las personas en dicha situación que tienen una clara capacidad de libertad moral para
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Toda referencia a los derechos debe respetar, en consecuencia, esos mínimos para poder
ser considerada compatible con su discurso. Cuando por ejemplo nos referimos – como haremos
más adelante con algo más de detalle y en realidad hacemos a lo largo de todo este trabajo – a
las situaciones de dependencia en las que se pueden encontrar las personas de edad hay que tener
en cuenta, como recuerdan Asís y Palacios (2007:10), que el interés sobre esas situaciones puede
también enmarcarse en el ámbito de la historia de los derechos humanos, hasta el punto de que
ésta puede describirse ―como una historia por conseguir la independencia de los seres
humanos”. En esta línea debe asumirse que la idea de dignidad implica, en todo caso, la
necesidad de contemplar la vida humana en comunidad59. No sólo en el sentido de entender que
sólo alcanza pleno significado en ella, o se ve determinada por ella, sino también considerando
que es preciso situar el discurso sobre los derechos en ese ámbito manteniendo un compromiso
con la defensa de la integridad física y moral. De esta forma se asume la responsabilidad en la
defensa de la idea de sujeto moral con lo que el valor solidaridad adquiere además una
dimensión esencial (Asís y Palacios, 2007: 12).
En este sentido, por ejemplo Dean (2004) enfatiza la visión de los derechos humanos
como una ficción ideológica. Pero no para rebajar su alcance, sino para reconocer que la noción
de un conjunto definido de derechos inherentes a los seres humanos por razón de su humanidad
constituye un ideal socialmente construido. Ciertamente, como recuerda Osset (1998: 36),
ningún profeta bíblico dictó en piedra los contenidos de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos y, como pacto que es (fruto del diálogo, la cesión y el compromiso) resulta
además modificable. Por ello los derechos humanos no serían por un lado ni verdades eternas, ni
simples normas morales, sino principios éticos sistematizados o valores sociales. En una línea
muy similar, Bobbio (1991: 69) plantea como la Declaración Universal de los Derechos
Humanos es ―algo más que un sistema doctrinal pero algo menos que un sistema de normas
jurídicas”. Y, en ese sentido, la propia DUDH ―proclama los principios de los que se hace
pregonera, no como normas jurídicas, sino como ideal común por el que todos los pueblos y
el pleno desarrollo como sujetos morales. Todo esto además tiene relación con la necesidad, que Palacios y Bariffi
(2007:77) apuntan, referida a las personas con discapacidad (pero que puede extenderse también a las personas
mayores) de desvincular y entender como independiente el valor del ser humano de cualquier consideración de
utilidad social. Es decir, la dignidad de las personas con discapacidad – y las personas mayores – no reside en su
capacidad de aporte a la sociedad – que desde luego existe y no se trata de negar o minimizar – sino que éstas son
dignas por sí mismas. Por ser un fin en sí mismas y nunca un medio.
59 De todas formas, como sugiere Tronto (1993:101), tal vez debamos repensar las concepciones de la naturaleza
humana basadas en los conceptos de autonomía e independencia sustituyéndolas por una noción más sofisticada que
abrace el sentido de la interdependencia humana.
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naciones deben esforzarse”60. De esta forma, como concluye Peces-Barba (1999:62), lo que
identifica el concepto de derechos humanos, y sirve de justificación o fundamento a su
existencia, “es que pretenden como fin favorecer en la organización de la vida social, el
protagonismo de la persona, – el hombre en el centro del mundo y el hombre centrado en el
mundo – para que pueda desarrollar plenamente las virtualidades de su condición”. En
definitiva, permitir el pleno desarrollo de la dignidad humana.
De cualquier forma para nuestro objeto de estudio, en lo referente ahora a la concreción
en normas de esos derechos en los sistemas internacionales de derechos humanos, tenemos que
partir del hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con otros grupos de población como las
mujeres y los niños, no existe todavía una Convención Internacional en relación con los derechos
de las personas mayores61. Sin embargo la comunidad internacional se ha reunido dos veces en
veinte años para estudiar a escala mundial la cuestión del envejecimiento: en la Primera
Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, celebrada en Viena en 1982, y en la Segunda
Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, celebrada en Madrid en 2002. De esta forma, en el
Plan de Acción Internacional de Madrid sobre Envejecimiento que fue uno de los principales
frutos de esa Segunda Asamblea Mundial sobre Envejecimiento se señala como objetivo
primordial el garantizar que en cualquier país o lugar la población pueda envejecer con seguridad
y dignidad y que las personas de edad puedan continuar participando en sus respectivas
sociedades como ciudadanos con plenos derechos (Leturia y Etxaniz, 2009:17). En el
mencionado documento se explicitan y desarrollan una serie de temas centrales que están
vinculados a esas metas, objetivos y compromisos fijados. Entre ellos se hace referencia a la
garantía de los derechos económicos sociales y culturales de las personas de edad, así como de
los derechos civiles y políticos, y la eliminación de todas las formas de violencia y
60 Así por ejemplo Martínez de Pisón (1997: 248), al reconocer como factor de evolución de los derechos su
ilimitada potencialidad transformadora, apunta la idea de que junto con la visión de los mismos como un código
moral universal, “no debe despreciarse tampoco el elemento utópico que encarnan, de expectativa de un mundo
nuevo donde los individuos, los diferentes grupos sociales y culturales, puedan incorporarse a una nueva sociedad,
puedan disfrutar de las mismas condiciones y de una vida digna”. Claro que, como recuerda Osset (1998: 36), una
de las claves de su vigencia descansa precisamente en el hecho de que “no nos describen tanto el paisaje del
paraíso utópico, bíblico, judeocristiano, sino cosas mucho más próximas a nosotros. Somos libres de diseñar
nuestra propia utopía a voluntad, de diseñar el mundo a nuestra imagen y semejanza. Pero, al salir a la calle y
encontrarnos ante el prójimo, hemos de establecer y un Pacto con él. Hemos de aprender a conocerle y a respetarle
y a hacernos conocer, a hacernos respetar. Los términos del Pacto son mutables, es cierto, pero no su necesidad”.
61Como señala Barranco Avilés (2010a: 580) la posición de las personas mayores resulta “una posición peculiar en
el contexto de la historia de los derechos que no puede equipararse ni con la de las mujeres ni con la de los niños y
que, sin embargo, como en relación con aquellos, ha significado que se vieran excluidos de la libertad y de la
igualdad, que hayan sido víctimas de la dominación y, en las situaciones más extremas, de malos tratos socialmente
admitidos”.
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discriminación contra los mayores. En definitiva, a la plena realización de todos los derechos
humanos y libertades fundamentales (ONU, Asamblea General, 2002:8).
En este momento nos interesa simplemente recordar, sin perjuicio de un ulterior y más
profundo desarrollo del tema (vid. infra Anexo II, 1.1), un par de referencias recogidas el Plan
de Acción Internacional de Madrid sobre Envejecimiento. Por un lado se hace una mención
explícita al maltrato y al abandono de las personas mayores62 . Y, por otro lado, también se
incluye una referencia a la familia reconociendo la importancia del su papel así como el de la
comunidad en el cuidado de las personas mayores y señalando la necesidad del respaldo y
refuerzo de esa labor asistencial a través de las políticas públicas63.
Pero a pesar de ello, y del impulso evidente que supusieron estas dos importantes citas
así como la celebración en 1999 del Año Internacional del Mayor64, del análisis del conjunto de
los instrumentos jurídicos internacionales de derechos humanos se desprende la existencia de
una laguna normativa en los derechos de las personas mayores ya que en casi todos los
instrumentos jurídicos fundamentales se omite la edad como posible causa de discriminación
(ONU, Asamblea General, 2009: 7)65.
En conclusión, podemos señalar que las normas a las que se otorga protección a las
personas de edad se encuentran desperdigadas por diversos textos de derechos humanos.
Aunque, por otro lado, es innegable que sobre todo a partir del Plan de Acción Internacional de
62 En concreto en el marco de la tercera orientación relativa a la creación de un entorno propicio y favorable, en la
cuestión tres (ONU, 2002:41) se hace una referencia explícita al abandono, el maltrato, y la violencia contra las
personas mayores dedicando una especial atención a las mujeres mayores como colectivo especialmente vulnerable.
63 En el Plan de Acción Internacional de Madrid se encuentra esta referencia como parte integrante de la orientación
prioritaria tercera referida a la creación de un entorno propicio y favorable como cuestión segunda bajo la rúbrica
asistencia y apoyo a las personas que prestan asistencia (ONU, 2002: 39-41).
64 En la resolución de la Asamblea de la ONU (1992a) de fecha 16 de octubre (A/RES/47/5) se acuerda, que se
observe el año 1999 como Año Internacional de las Personas de Edad, en reconocimiento de la llegada de la
humanidad a su madurez demográfica y de la promesa que ello encierra de que maduren las actitudes y las
capacidades en la esfera social, económica, cultural y espiritual, en particular para el logro de la paz mundial y el
desarrollo en el próximo siglo. El lema elegido fue ―una sociedad para todas las edades”. Se trata, a nuestro
entender, de un lema especialmente acertado ya que, como concluye Herring (2009: 347):“Una comunidad que
valora el cuidado, que es respetuosa, cariñosa y atenta con los mayores, es una comunidad donde uno desearía
envejecer. Y donde uno desearía ser joven, también”.
65 Por razones de sistemática, no revisaremos en este momento el contenido concreto de los instrumentos de
derechos humanos en el marco internacional que hacen referencia a las personas mayores sino que nos remitimos
para su análisis al anexo consagrado al tratamiento jurídico de la vejez y del maltrato familiar hacia los mayores
(vid. infra Anexo II, 1.1).
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Madrid sobre Envejecimiento podemos hablar de unas bases que condicionan, o deberían
condicionar al menos, las políticas de los diferentes Estados sobre envejecimiento66.
Y precisamente en este contexto cobra especial relevancia la advertencia de Norberto
Bobbio (1991:72) según la cual la comunidad internacional se encuentra no sólo ante el
problema de prestar garantías válidas a esos derechos, sino también ante el de perfeccionar
continuamente el contenido de la Declaración Universal articulándolo, especificándolo,
actualizándolo, de tal modo que no cristalice y se vuelva rígido en fórmulas más solemnes
cuanto más vacías. En este sentido, en los últimos tiempos, se ha manifestado una nueva línea de
tendencia que Bobbio (1991:109 y ss.) denominó de especificación de los derechos – y que se
produciría al lado de los tres procesos presentes en la evolución de los derechos del hombre:
positivización, generalización e internacionalización67 – consistente en el paso gradual pero
siempre muy acentuado, hacia una ulterior determinación de los sujetos de derecho. Así, respecto
al abstracto sujeto hombre (que había encontrado ya una primera especificación en el ciudadano)
se ha puesto de relieve la exigencia de responder con ulteriores especificaciones a la pregunta
¿qué hombre, qué ciudadano? (Bobbio, 1991: 110) 68.
En el caso concreto de los derechos de las personas mayores, siguiendo a Peces-Barba
(1995:181), podemos hablar, como ocurre con los derechos de la infancia, de una condición
física de las personas que por alguna razón se encuentran en una situación de inferioridad en las
relaciones sociales. Obligarían a una protección especial, pero no vinculada al valor de la
igualdad sino al de la solidaridad o fraternidad. Se trataría, por otra parte, de una condición
general puesto que afecta a todos los hombres durante algún tiempo. Como señala Peces Barba
66 A esto habría que añadir otros documentos como por ejemplo los Principios de las Naciones Unidas a favor de
las Personas de Edad (resolución 46/91 de la Asamblea General) adoptados en 1991. A los que se suma la
Proclamación sobre el Envejecimiento realizada en año 1992 por la Asamblea General a la vez que adopta ocho
objetivos globales sobre la cuestión para 2001(ONU, Asamblea General, 1992b).
67 Para un análisis más detallado de estas fases puede consultarse a Peces-Barba (1995: 154-199) en su Curso de
Derechos Fundamentales: Teoría General.
68 Esa especificación, como explica Bobbio (1991:110), se ha producido bien respecto al género (reconociendo
progresivamente las diferencias específicas de la mujer respecto del hombre), bien respecto a la diferenciación entre
estado normal y estados excepcionales en la existencia humana (reconociendo derechos especiales a los enfermos,
los incapacitados, los enfermos mentales, etc.). Y, para lo que a nosotros nos interesa más específicamente, respecto
de las distintas fases de la vida (diferenciando derechos de la infancia y de la ancianidad de aquellos del hombre
adulto). Como señala Peces-Barba (1999:65), se trata de derechos que no son de todos, de los hombres y los
ciudadanos, sino sólo de las personas merecedoras de protección. Y además, añade Eekelaar (2006:164), cuando
esos derechos son reconocidos no se reconocen al grupo como tal, sino a cada uno de los individuos como miembros
de dicho grupo. Se aplica así, como explica Peces-Barba (1995:182), la técnica de la igualdad como diferenciación,
considerando titulares sólo a quienes tienen esa carencia y no a todos. En este caso la equiparación constituye una
meta y la diferenciación una técnica para alcanzar esa equiparación.
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(1995: 182), ―se parte de una desigualdad que se considera relevante, porque dificulta o impide
el pleno desarrollo moral de las personas, fin último de los derechos y se interviene para
alcanzar la satisfacción de esas necesidades que impiden la igualdad mínima”.
Claro que descendiendo del plano ideal al real, como advierte Bobbio (1991:111), una
cosa es la historia de los derechos del hombre – siempre nuevos y más extensos – y su
justificación con argumentos persuasivos, y otra es asegurarles una protección efectiva. En este
sentido, a medida que aumentan las pretensiones, su satisfacción es cada vez más difícil. Y de
esta forma los derechos sociales son más difíciles de proteger que los derechos de la libertad,
siendo además su protección internacional más compleja que la del derecho interno, en particular
en un Estado de derecho. Pero a pesar de esa dificultad, como sugiere Eekelaar (2006:164), entre
las razones de los diferentes colectivos para reclamar derechos que le son propios se encuentra la
idea de que existen estructuras sociales que, una vez reconocidos, los harán realmente
efectivos69.
Por eso mismo tiene pleno sentido que nos planteemos si los rasgos detectados en la
situación actual del reconocimiento de los derechos humanos de las personas de edad en los
instrumentos internacionales tal y como los hemos descrito – dispersión en varios textos y
existencia únicamente de algunos instrumentos específicos ya mencionados que podríamos
denominar de soft law70 – debe dar paso, como ha ocurrido recientemente respecto de las
personas con discapacidad, a un tratado internacional obligatorio para las naciones que lo
ratifiquen y con mecanismos igualmente obligatorios de supervisión. En definitiva, se trataría de
alcanzar una hipotética Convención sobre los Derechos Humanos de las Personas Mayores que
implique la culminación de ese proceso de especificación respecto de los mayores, de algún
modo ya iniciado con las dos Asambleas Mundiales sobre Envejecimiento o el Plan de Acción
Internacional de Madrid. Una Convención específica que suponga el paso hacia el derecho
internacional vinculante sobre el tema. Ya que, en virtud de las reglas del derecho internacional,
69 En un sentido similar, como recuerda Rodríguez-Piñero (2010: 29): “Una primera virtualidad de la adopción de
una convención internacional sobre los derechos de grupos específicos de personas, muchas veces relegadas en
análisis puramente jurídicos, es la de dotar de una mayor visibilidad a estos grupos, tanto en el debate social como
en la agenda de la acción gubernamental”.
70 En este sentido Dinah Shelton (2000: 1) destaca la existencia de una interconexión dinámica entre obligaciones
duras (hard) y blandas (soft) similar al que existe entre la ley nacional y la internacional. De esta forma es poco
frecuente encontrar instrumentos de soft law de forma aislada y resulta más habitual que se utilicen o bien como
precursores de instrumentos de hard law o bien como suplementarios de los mismos. Todo ello forma parte de un
cada vez más complejo sistema internacional en el que la variedad en la forma de los instrumentos, propósitos y
estándares de medición interactúan intensa y frecuentemente con la intención de regular comportamientos dentro de
un marco normativo.
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la ratificación de una convención internacional “implica la obligación de los Estados Partes de
cumplir con sus disposiciones de buena fe, tomando todos los recaudos legislativos,
administrativos o de cualquier otra índole requeridos para hacer efectivos los derechos
reconocidos en la convención” (Rodríguez-Piñero, 2010:32).
Una convención internacional sobre los derechos humanos de las personas mayores
podría afrontar el edadismo arraigado en casi todas las sociedades y que dificulta a esas personas
de edad desplegar todo su potencial y participar en la comunidad en pie de igualdad con las
demás. Entre las ventajas de esta posible convención estarían, desde luego, la definición con
claridad de las obligaciones de los Estados miembros en relación con los derechos de las
personas de edad, sirviendo para reforzar y complementar los documentos internacionales de
política vigentes en materia de envejecimiento ofreciendo reparación a las personas mayores
contra cuyos derechos se hubiera atentado (ONU, Asamblea General, 2009:18)71. En relación
con el reconocimiento de los derechos humanos de los mayores, hasta el momento actual hay
que tener muy en cuenta la pluralidad de fuentes existentes, su distinto valor y, en ocasiones, su
ámbito regional o sectorial de incidencia. En definitiva, la gran dispersión normativa en torno a
los contenidos mínimos de los derechos de las personas de edad en el derecho internacional.
Frente a esta situación, la adopción de una Convención Internacional clarificaría y sistematizaría
en un solo documento, jurídicamente vinculante, los contenidos del consenso internacional en
torno a los derechos de las personas de edad (Rodríguez-Piñero, 2010: 30). Por un lado, la
convención podría implicar un cambio en las actitudes respecto a las personas mayores
incrementando la visibilidad de los problemas que les afectan y de sus necesidades. A la vez que,
por otro lado, mejoraría la responsabilidad de los estados respecto de sus acciones hacia los
mayores al proveer adecuados mecanismos de información y control y proporcionaría un marco
útil de ayuda para la elaboración de políticas que respondan a los retos del envejecimiento
mundial (HelpAge, 2009:6). Es decir, favoreciendo el diseño e implementación de políticas
internacionales sobre envejecimiento basadas en un enfoque de derechos humanos (Rodríguez-
Piñero, 2010:31). Tampoco hay que perder de vista que la cualidad transformadora de la vida de
las personas de los derechos humanos. Por ello el reconocimiento específico de los derechos de
71 En la misma línea el Foro Mundial de Organizaciones No Gubernamentales reunido en Madrid en 2002 plantea
que ―las Declaraciones Universales y los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, no incluyen prohibición
específica alguna a la discriminación por edad. Sin embargo, los derechos humanos de las personas mayores no
son reconocidos en muchos lugares del mundo”. Y, en consecuencia se exige ―la estricta e integra aplicación de la
Declaración de Derechos Humanos, recordando que esta debe ser vigente para todos los ciudadanos, sin distinción
de edad”. Para ello se reclama “la redacción de una Convención promovida por las Naciones Unidas para la
eliminación de cualquier forma de discriminación hacia las personas mayores, como instrumento de rango superior
que realmente protegería los derechos humanos de este grupo de población” (Foro Mundial de ONG, 2002).
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las personas mayores a través de una convención supondría una mayor capacitación de las
mismas para alcanzar una vida segura y digna, libre de miedo y discriminación (HelpAge,
2009:4). Finalmente, como sugiere Rodríguez-Piñero (2010:30), el alto estatuto jurídico, político
y normativo de una convención de Naciones Unidas constituiría un gesto de gran calado
simbólico para avanzar en el logro de los objetivos expresamente asumidos por los planes de
acción internacional sobre el envejecimiento y por diversas políticas en el ámbito regional o
internacional. En conclusión, colocaría la cuestión, también desde un punto de vista simbólico,
en un nivel superior72.
En sentido contrario también se podría argumentar la falta de efecto real de este tipo de
convenciones sobre la vida diaria de las personas que además ya tendrían reconocidos estos
derechos a través de los instrumentos generales. A ello habría que añadir el coste económico de
la implementación de una nueva convención referida a las personas mayores (HelpAge, 2009: 6).
En cualquier caso, una argumentación similar podría haberse utilizado para no recoger
específicamente en instrumentos propios los derechos de determinados grupos como mujeres,
discapacitados o niños. Sin embargo, en estos casos, es obvio el papel relevante que en la mejora
de la vida de las personas pertenecientes a esos grupos ha supuesto el reconocimiento específico
de derechos y los esfuerzos para su implementación, con lo cual lo mismo puede (y debe) ocurrir
con las personas mayores. A ello habría que sumar la laguna normativa existente que la propia
ONU reconoce, como hemos visto, en relación con los derechos humanos de las personas
mayores, que una convención ayudaría a cubrir de la mejor manera posible73. Y en este sentido,
72 En este sentido, como sugiere Barranco Avilés (2010a: 584), de forma general “es necesario reorientar las
políticas públicas dirigidas a los mayores y replantearlas como políticas de derechos. (…) la opción no es
indiferente, sólo si los derechos de los mayores son derechos morales, se representan como exigencias que es
preciso atender”.
73 Puede tomarse como prueba de la incapacidad de los instrumentos de derechos humanos vigentes de defender, de
manera efectiva, los derechos de las personas de edad el análisis de los informes que remiten los Estados miembros
a los órganos de supervisión competentes en materia de derechos humanos. En el periodo que va desde el año 2000
hasta septiembre de 2008 el Comité de Derechos Humanos que fiscaliza los compromisos adquiridos por los
gobiernos en virtud del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos estudió 124 informes de Estados. En
sólo tres de ellos se mencionaban explícitamente las medidas que se habían adoptado para atajar la discriminación
por motivos de edad y en sólo uno de ellos se subrayaba la vulnerabilidad de las personas mayores internadas en
asilos por largos periodos. En el mismo periodo, el Comité que evalúa el cumplimiento del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos examinó 122 informes en los que existían 24 referencias a las personas mayores y sus
derechos, y el Comité para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, al examinar los
progresos en el cumplimiento de la Convención estudió 190 informes, comprobando que existían 32 referencias a
las experiencias de las mujeres de edad. Aunque se puede discutir si estos datos son reflejo de la inacción de los
gobiernos en relación con los derechos de las personas mayores, demostrarían que muchos Estados no tienen en
cuenta la edad en sus informes sobre los derechos humanos. A lo que hay que añadir el hecho de que incluso los
Estados que mencionaban a las personas de edad no siempre declaraban haber adoptado medidas positivas y algunos
se limitaban a expresar preocupación por las circunstancias que afrontaban esas personas, si bien la concienciación
es un requisito previo indispensable para la toma de medidas (ONU, Asamblea General, 2009: 8).
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como concluye García Cantero (1997: 29), no existiría riesgo alguno de inflación de
declaraciones, sino más bien, “una suma conveniencia de concreción y profundización de
aspectos precisados de debate ante la opinión pública”.
Como vemos, todas estas consideraciones previas resultan claves para la indispensable
tarea de colocar la discusión sobre las situaciones de maltrato hacia las personas mayores, objeto
específico de este trabajo, dentro de las coordenadas de los derechos humanos: tanto en la
dimensión de constituir una violación de la integridad física y moral, como, en un sentido más
indirecto, relacionado con algunos contextos en los que pueden darse situaciones de maltrato
(especialmente de negligencia) condicionados por la necesidad de provisión de cuidados a los
mayores, conectándose, de esta forma, con la protección social de las situaciones de
dependencia.
Y así por ejemplo, en relación con la obligación de provisión de cuidados a los mayores,
el que hasta hoy no exista una convención internacional específica referida a los derechos
humanos de las personas de edad, no impide que nos permitamos hacer un ejercicio de reflexión
estableciendo posibles comparaciones y paralelismos entre la existente regulación internacional
sobre derechos humanos referida a los niños y niñas, y una posible – y, desde nuestro punto de
vista, deseable – culminación de ese proceso de especificación de los derechos humanos de las
personas mayores en una futura convención propia. Por supuesto no podemos saber cuál sería el
alcance y contenido de esa hipotética convención sobre los derechos humanos de las personas de
edad, pero si podemos reflexionar, incluso proponer algunas cuestiones de lege ferenda al hilo de
esa comparación. Especialmente en lo referido a la eliminación de todas las formas de violencia
sobre los mayores. Después de todo, no hay que perder de vista como desde el comienzo del
interés en el campo específico del maltrato hacia los mayores han sido frecuentes las analogías y
los paralelismos con el maltrato infantil. Y a pesar de que esas comparaciones deben hacerse
siempre de forma cautelosa para evitar conclusiones edadistas que cercenen el alcance del
principio de la autonomía personal de los mayores (vid. infra cap. II, 4.2), está claro que la
especial vulnerabilidad, al menos en determinadas circunstancias relacionadas con la fragilidad
física, mental y social de determinadas personas de edad, puede constituir una característica
común de ambos colectivos a partir de la que la analogía propuesta cobre pleno sentido74.
74 De cualquier forma, la concepción de la vejez fatalmente asociada no sólo con la vulnerabilidad, la dependencia,
la enfermedad y la consecuente necesidad de provisión de cuidado formal e informal sino también con la pobreza
resulta cuando menos algo forzada y no poco tremendista. No todas las personas mayores son pobres y no todas
están enfermas ya que en la población anciana se constata una evidente heterogeneidad (Hernández Rodríguez,
2007: 218). En este sentido, por ejemplo, un reciente estudio que comparaba en varios países europeos el apoyo
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En esta línea, establecer posibles paralelismos con la Convención de 1989 de los
derechos de los niños abre caminos muy interesantes y fructíferos para la discusión. Como
recuerda Calvo García (1994: 181), la Convención de 1989 sienta tajantemente el principio de la
responsabilidad pública en la realización efectiva de los derechos del menor, sancionando la
ineludibilidad de la acción estatal positiva para garantizar en última instancia la eficacia de los
derechos del menor y su protección (arts. 3.2 y 4). Ese principio de responsabilidad pública
cobra virtualidad a través de dos vías: en primer lugar la Convención reglamenta las relaciones
familiares e impone a los padres y tutores la obligación de respetar los derechos del menor; en
segundo lugar, el principio de la responsabilidad pública determina (art.19) que se establezca
como obligación subsidiaria del Estado la protección especial del menor frente a situaciones de
grave perjuicio o abuso (Calvo García, 1994: 181-182). Si el Estado es el responsable último en
garantizar la eficacia y el adecuado ejercicio de los derechos que se reconocen, como indica
Campoy (2006: 1003), también se ha de considerar a éste como titular de deberes especiales con
los niños, tanto de deberes directos cuanto de un deber genérico de control del cumplimiento por
los padres – y demás obligados – de sus correspondientes deberes. Y así el Estado, ante la falta
de cumplimiento de sus deberes por parte de los padres respecto a sus hijos, debe actuar
poniendo las medidas adecuadas para que los cumplan, o bien, como recurso definitivo
revocándoles los poderes en que se traducen esos deberes, y derechos, y otorgándoselos a quien
mejor pueda ejercerlos (Campoy 2006: 1007). Es en ese marco y bajo estos parámetros cuando
las instituciones de protección del menor cobran un especial sentido a través de figuras como la
declaración de desamparo del menor y la subsiguiente necesidad de intervención del Estado. Es
decir, ante la falta de cumplimiento de las obligaciones familiares explicitadas por la ley y que se
vehiculan a través del ejercicio de la patria potestad siempre en interés del menor, es el Estado
quien interviene.
Llegados a este punto no hay que olvidar que además de la obligación del cuidado de los
hijos existe también una obligación familiar de cuidado y atención de los mayores por parte de
los hijos y familiares. Ambas obligaciones constituyen normas sociales – aunque haya matices
que las diferencian como veremos más adelante con mayor detenimiento (vid. infra cap. I, 1.4) –
y ambas tienen un alcance y un refrendo también legal en el ordenamiento jurídico español. En
familiar y social recibido por las personas mayores como medio de promoción de la autonomía personal llegaba a la
conclusión de que una amplia mayoría de personas mayores de setenta y cinco años que viven en comunidad no
recibe ayuda de ninguna de las fuentes habituales de apoyo como la familia y los servicios (Bazo, 2007:195). Entre
otras cosas – y al margen de posibles deficiencias en el sistema – porque no lo necesitan al llevar una vida
totalmente independiente y autónoma.
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este sentido, la situación de un anciano víctima de maltrato o en una grave situación de abandono
implica una realidad con muchos puntos en contacto con la situación de un menor en
desamparo75. Y de esta forma, ante algunos recelos frente al paso de un modelo privado basado
en lazos de solidaridad, a un modelo de de intervención estatal basado en la regulación jurídica
de las relaciones sociales se pueda argumentar que la intervención del Estado, al menos en el
caso de los niños y niñas en situación de desamparo, sólo se pone en marcha cuando fallan los
lazos de solidaridad familiares o comunitarios (Calvo García, 1994: 184-185). La pregunta
parece obvia: ¿qué ocurre – o debería ocurrir – si esos fallos de la solidaridad familiar afectan a
una persona mayor necesitada de cuidado?
Para contestar a esa pregunta es cierto que hay que tener en cuenta previamente, como
adelantábamos, que las obligaciones de los hijos respecto de sus padres mayores no están
delimitadas de una forma tan clara y rotunda como a través de la institución de la patria potestad
– o la autoridad familiar en Aragón – se regulan las obligaciones de los progenitores respecto
de sus hijos menores76. Pero ello no significa que esas obligaciones hacia los padres de los hijos
adultos no estén recogidas en el ordenamiento jurídico. En este sentido, debemos partir de que
existe una obligación ética (con reflejo también en la norma legal) de cuidado de los mayores
cuando surge esa necesidad generalmente asociada a las situaciones de dependencia por parte de
sus familiares77, aunque existan matices y sin que ello suponga la negación de las obligaciones de
75 Como veremos más adelante (vid. infra cap. III y Anexo II, 4.1.) en determinados supuestos en los que la familia
no satisface las necesidades de la persona mayor a su cargo podemos hablar de una situación asimilada al desamparo
del menor, que al menos en determinadas situaciones – cuando las condiciones de salud lo determinen – podrían
reconducirse a través de la pertinente declaración de incapacidad y la asunción de la tutela por parte del Estado cuyo
ejercicio, a falta de un familiar responsable, habitualmente se encomienda a las diferentes agencias autonómicas y a
las fundaciones tutelares. En Aragón la Comisión de Defensa Judicial y Tutela de Adultos, cuyo funcionamiento
hemos explorado en nuestra investigación primaria. De todo ello volveremos a hablar en detalle al abordar la
incapacitación como una eficaz vía de protección de los mayores en determinados supuestos y ante posibles
situaciones de maltrato, negligencia o abandono, tanto en el anexo dedicado al marco jurídico como en el análisis
de los resultados de nuestra investigación (vid. infra VII, 2.2. y Anexo II, 4.1).
76 Como recuerdan Finch y Mason (1993: 168) las responsabilidades de los padres hacia los hijos se colocan en una
dimensión que es tanto pública como privada, constituyendo a veces una cuestión directamente de política pública.
Cuando los hijos son menores la relación con los padres está definida de manera que los padres ostentan la
responsabilidad sobre el bienestar material y emocional de sus hijos. Los efectos de esta responsabilidad, como
sugieren Finch y Mason (1993: 168-169), fluyen a lo largo del tiempo hasta la vida adulta, haciendo de la relación
padres e hijos la única relación en la que se puede ser moralmente responsable de la persona en la que el hijo o la
hija se ha convertido en la edad adulta. Y en ese sentido, el desarrollo de compromisos se fija ya en este caso desde
la infancia, adquiriendo importancia el elemento de la reciprocidad para determinar también los compromisos
adquiridos por los hijos adultos con respecto a sus padres envejecientes.
77 Conviene aclarar que no necesariamente nos estamos refiriendo a situaciones de incapacidad decretada
judicialmente. Es decir, una persona mayor puede verse en situación de requerir cuidados sin ser necesariamente
incapaz (ni siquiera presunto incapaz), y sin que por lo tanto se le haya nombrado un tutor que tenga unas
obligaciones hacia él tasadas y recogidas en una sentencia judicial cuyo incumplimiento implica unas consecuencias
claras. Estamos hablando de la obligación familiar de cuidado de los padres en situación de necesidad por parte de
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los Estados y el reconocimiento de la función promocional de los mismos en la realización
efectiva de los derechos.
Aunque por otro lado resulta evidente que, también desde el punto de vista de la ética, no
todo tipo de obligaciones familiares están construidas de la misma manera y, así, como señala
Cortina (2006: 17), mientras los deberes de los padres para con los hijos parecen ser una
obligación perfecta exigible en justicia, los deberes de los hijos (adultos, añadiríamos) para con
los padres, parecen ser de obligación imperfecta: es decir, que se cumplen por un sentimiento de
benevolencia, pero no son exigibles en justicia (Garcia-Férez, 2004: 39, Cortina 2006: 17).
Desde otra perspectiva, los deberes perfectos serian aquellos exigidos por el simple hecho de que
como personas se les debe dar todo aquello que precisen para vivir con dignidad – ese mínimo
decente que todo Estado y familia deben aportar para el bien de los ancianos dependientes – y
los deberes imperfectos tendrían, sin embargo, un carácter caritativo u opcional.
Y ya hemos visto como la dignidad inherente a la persona constituye un elemento
esencial en la justificación de los derechos humanos. En conclusión, la hipotética y todavía no
existente Convención sobre los derechos humanos de las personas mayores, al menos en
determinados supuestos de necesidad de cuidado, podría establecer, como hace la relativa a los
niños y niñas, una responsabilidad subsidiaria de la familia legitimando de alguna forma la
intervención del Estado cuando esta responsabilidad no se ejerce adecuadamente y se producen
situaciones de maltrato (incluidas desde luego la negligencia y el abandono). Al fin y al cabo, y
siguiendo el hilo lógico de este razonamiento, la cuestión de la atención de los ancianos, por
parte de la familia y del Estado, es una cuestión que podemos y debemos enmarcar claramente en
el contexto del respeto a los derechos humanos.
Pero además debemos tener muy presente como la familia es también escenario de la
violencia y que al igual que ocurre con respecto a los niños, esa violencia puede alcanzar a las
personas mayores a través de muy diversas manifestaciones78. Si admitimos como válido un
cierto consenso internacional que señala que el maltrato hacia los mayores podría alcanzar hasta
un 5% de la población mayor de 65 años, en España estaríamos hablando de unas 39.000
personas mayores que pueden estar viviendo algún tipo de situación de maltrato o abuso en el
sus hijos (e incluso otros familiares) que constituye una obligación ética derivada de la solidaridad intergeneracional
y familiar y con un reflejo legal por ejemplo en la regulación del derecho de alimentos. Sobre ambas cuestiones
volveremos a tratar a lo largo del trabajo (vid infra. caps. I, 1.4 y Anexo II, 4.5).
78 En este sentido, como concluye Finch (1996: 194), al referirse a esa serie de características que constituyen el
lado oscuro de las familias: “La familia puede ser un lugar peligroso y precisamente para quien menos capacidad
tiene para escapar de ella quien más debería ser protegido por la misma – niños, personas muy mayores, mujeres
dependientes económicamente lo que hace inviable esa posibilidad de escape”.
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último año79. En definitiva, la creciente atención y sensibilización respecto a los derechos de los
hombres y mujeres de edad han llevado a considerar el maltrato a los mayores como una
cuestión de derechos humanos (Aitken et al., 1997: 155-156; Nerenberg, 2008: 12; ONU,
Consejo Económico y Social, 2002: 3)80. Por ello, como señala Almoguera (2005: 68),
refiriéndose a la violencia de género, aunque siendo trasladable a la violencia familiar contra los
mayores, la sensibilización y la alarma social no derivan en estos casos tanto de su frecuencia o
de su gravedad, cuanto del desprecio que implican de un derecho fundamental como es el de la
dignidad de la mujer (o en nuestro caso, de las personas mayores e incluso, en determinados
casos, de las mujeres mayores). Desprecio que está en la base y origen de ese maltrato. En este
sentido, el maltrato hacia los mayores también implica claramente una violación de estos valores
sociales o principios éticos que son también los derechos humanos y ese marco permite, por un
lado, señalar a la atención del público las cuestiones normativas relacionadas con el maltrato de
las personas mayores y la discriminación; y, por otro lado, combatir los abusos de los medios y
derechos económicos y sociales de las personas de edad, y, finalmente, examinar respuestas
eficaces frente a los malos tratos y la violencia (ONU, Consejo Económico y Social; 2002: 3) 81.
Por todo ello, como hemos visto, en el Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el
Envejecimiento lógicamente se hace una referencia explícita al maltrato hacia las personas
mayores (ONU, 2002: 41). Y es que, del mismo modo que ocurre respecto a los menores, “la
79 Específicamente según la OMS (2003) la tasa de maltrato general se situaría entre el 4 y el 6%. Fuente para el
cálculo de personas posiblemente afectadas: INE: INEBASE. Avance del padrón municipal a 1 de enero de 2009
(consulta octubre de 2009). De cualquier manera para un análisis mucho más detallado y exhaustivo del alcance y la
cuantificación del fenómeno nos remitimos al capítulo de esta tesis doctoral donde analizamos los principales
estudios nacionales e internacionales existentes al respecto (vid infra cap. IV).
80 En ese contexto, cobran sentido por ejemplo las reflexiones que Asís (2005: 40 y ss.) realiza sobre la
consideración de la violencia de género a la luz de los derechos humanos y que pueden trasladarse a la violencia
contra las personas mayores, con mayor sentido todavía si tenemos en cuenta que una parte importante de la misma
incluyen situaciones de maltrato hacia mujeres mayores. Sobre todo nos interesa destacar dos aspectos: primero, la
consideración de que no es posible afirmar que los derechos humanos no son criterios que deban regir las relaciones
entre privados; segundo, la idea de la importancia de la educación en derechos como una forma de prevención de
estas situaciones. En el primero de los casos se trata de sacar las situaciones de maltrato del ámbito privado para
colocarlas como una cuestión de interés público que afecta a toda la sociedad en su conjunto y no sólo a los
individuos implicados. Este movimiento parece más o menos consolidado en el campo de la violencia de género y
del maltrato infantil pero, a nuestro entender, todavía tiene que producirse claramente en el campo de la violencia
familiar contra los mayores. Por otro lado, como señala el propio Asís (2005: 42): ―El diseño de una educación
basada, precisamente en los derechos humanos implica concienciar de la importancia de la dignidad humana y del
igual valor de los seres humanos independientemente de su sexo - y de su edad, añadiríamos nosotros - tanto en la
escuela, como en la familia, como en los medios de comunicación. Obviamente éste es un camino largo cuyos frutos
no son inmediatos. En todo caso es el camino más seguro”.
81 No en vano, como recoge el Informe sobre el seguimiento de la Segunda Asamblea Mundial sobre el
Envejecimiento, en 19 (el 31%) de las 62 comunicaciones nacionales remitidas al proceso de examen de Madrid se
plantearon las cuestiones del maltrato o el abandono de las personas de de edad (ONU; Asamblea General, 2009:
14).
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pretensión de crear un santuario familiar autónomo o privado para evitar la intervención del
Estado en este ámbito de las relaciones sociales puede defenderse en abstracto pero decae
fácilmente ante situaciones de violencia física o sexual, abuso o desatención material absoluta”
(Calvo García, 1994,: 185).
Hasta aquí el análisis del primer ángulo al que nos referíamos al inicio del apartado: la
consideración del maltrato hacia los mayores como una cuestión de derechos humanos82.
Pasaremos ahora a ocuparnos del segundo ángulo de análisis que anunciábamos: aquel
que une dependencia y discapacidad bajo el prisma de los derechos humanos y a la luz de la
Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad83. En este
sentido la convención, como señalan Palacios y Bariffi (2007: 11), implica un cambio de
paradigma que se resume en la consideración de la discapacidad como una cuestión de derechos
humanos. Con lo que, a partir de dicho enfoque, las políticas ofrecidas y las respuestas brindadas
a los problemas que enfrentan las personas con discapacidad pasan a ser pensadas y elaboradas
desde y hacia el respeto a los derechos humanos. Para Rodriguez-Picavea y Romanach (2009: 1-
2), la Convención supone además un paso más avanzado en el ámbito de las personas con
diversidad funcional84 y marca el futuro de este colectivo dentro de un nuevo marco social e
ideológico que supone dejar a un lado el modelo médico-rehabilitador asumiendo el modelo
social85.
82 En este sentido llama la atención la definición que de maltrato da el documento que se refiere algo más
genéricamente a los adultos vulnerables – concepto que abarca desde luego a las personas mayores en situación de
especial vulnerabilidad – publicado por el Departament of Health Británico con el título de No secrets: Guidance on
developing and implementing multi-agency policies and procedures to protectt vulnerable adults from abuse. Define
este documento el concepto de maltrato en los siguientes términos: “una violación de los derechos humanos y
civiles de un individuo por otra u otras personas” (DOH, 2000: 9). Aunque en nuestra opinión esta definición peca
quizás de demasiado genérica e imprecisa, tiene como mérito el hablar alto y claro en el lenguaje de los derechos
para referirse a las situaciones de maltrato como una violación de los mismos.
83 Por razones de sistemática, como hacíamos con el Plan de Acción Internacional de Madrid sobre Envejecimiento
y otros documentos citados, nos remitimos a lo señalado sobre su contenido en uno de los anexos (vid. infra Anexo
II, 1.1). En este punto nos limitaremos a algunas referencias generales que nos permitan avanzar en la consideración
de la atención a los mayores dependientes como una cuestión de derechos humanos.
84 Para una justificación del término diversidad funcional en sustitución del concepto de discapacidad puede
consultarse por ejemplo los trabajos de Romañach y Lobato (2005) que, a partir de la de los principios del modelo
de la diversidad, defienden y proponen su introducción en sustitución de otros que consideran presentan una
semántica peyorativa como discapacidad, o minusvalia. Entienden los autores que se trata de la primera
denominación de la historia en la que no se da un carácter negativo, ni médico a la visión de esta realidad humana y
en la que se pone énfasis en su diferencia o diversidad como valores que enriquecen el mundo en que vivimos
(Romañach y Lobato, 2005: 8).
85 Autores como Quinn y Degener (2002: 13-28), Palacios y Bariffi (2007), Soler et al., (2008), Asís y Palacios,
(2007), Asis et a.l (2010) se hacen eco de los diferentes modelos o paradigmas en relación con el tratamiento de la
discapacidad. Se trata de los modelos de prescindencia, el médico-rehabilitador y el social. Desde el modelo de la
prescindencia se considera que las causas de la discapacidad tienen un origen divino o religioso y así las personas
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En cualquier caso, para un análisis certero, hay que tener en cuenta que el colectivo de
las personas con discapacidad, como ocurre por cierto con el de las personas de edad, es muy
amplio y heterogéneo. Para nuestro objeto de estudio nos interesan sobre todo las personas
mayores con discapacidad o en situación de dependencia86. Puesto que, como señala Barranco
con discapacidad son asumidas como innecesarias. Ese modelo da paso al médico-rehabilitador en el que la
discapacidad se veía como un defecto, un problema inherente a la persona directamente causado por la enfermedad,
trauma u otra condición de salud. La cura, la prevención o la adaptación de la persona pasan a constituir los
principales objetivos en el que el cuidado y, de esta forma, la rehabilitación médica junto con la reforma de las
políticas de salud se ven como los aspectos principales para la intervención. El modelo social de discapacidad
contempla el asunto desde el prisma de constituir un problema socialmente creado y principalmente se centra en la
integración de personas a la sociedad. El problema es, por lo tanto de actitudes e ideológico (Soler et al., 2008:2).
Una variante de ese modelo lo constituye el ya mencionado modelo de la diversidad basado en los postulados de los
movimientos de vida independiente y que demandan la consideración de la persona con discapacidad como un ser
valioso en sí mismo por su diversidad (Asís y Palacios, 2007: 26; Palacios y Romañach, 2006). En definitiva, para lo
que a nosotros nos interesa en este punto, entre otros Quinn y Degener (2002), Rodriguez Picavea y Romañach
(2009: 2) y Soler et al., (2008:2) plantean como los principios y valores del modelo social están fuertemente
conectados con los principios y valores del sistema de derechos humanos. Ya que dignidad e igualdad son
presupuestos básicos del modelo social que tienen su acomodo, como es bien sabido, en el art. 1 de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos.
86 Es importante deslindar bien los términos discapacidad y dependencia. Para ello vamos a partir de la de algunas
definiciones de dependencia como la propuesta por el Consejo de Europa en 1998 que la define como ―un estado en
el que se encuentran las personas que por razones ligadas a la falta o la pérdida de autonomía física, psíquica o
intelectual tienen necesidad de asistencia y/o ayudas importantes a fin de realizar los actos corrientes de la vida
diaria y, de modo particular, los referentes al cuidado personal”. La Ley de Promoción de la Autonomía Personal y
Atención a las Personas en Situación de Dependencia en su art. 2.2 la define a su vez en estos términos: “el estado
de carácter permanente en que se encuentran las personas que, por razones derivadas de la edad, la enfermedad o
la discapacidad, y ligadas a la falta o a la pérdida de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, precisan de
la atención de otra u otras personas o ayudas importantes para realizar actividades básicas de la vida diaria o, en
el caso de las personas con discapacidad intelectual o enfermedad mental, de otros apoyos para su autonomía
personal”. Son tres por lo tanto los elementos que se deducen de estas definiciones: en primer lugar, la existencia de
una limitación física, psíquica o intelectual que merma determinadas capacidades de la persona; en segundo lugar, la
incapacidad de la persona para realizar por si mismo las actividades de la vida diaria, y en tercer lugar la necesidad
de asistencia o de cuidados por parte de un tercero (IMSERSO, Libro Blanco de la Dependencia, 2004: 21). En
cuanto a la conceptualización de discapacidad, como recuerdan Palacios y Bariffi (2009: 57), se trata de una
cuestión que genera discrepancias y que presenta variaciones según el modelo filosófico en que se base y según los
contextos culturales dentro de los cuales se defina. Partiendo por ejemplo de Clasificación Internacional del
Funcionamiento, la Discapacidad y la Salud, que elaboró la OMS (OMS, 2001) el concepto de discapacidad
engloba las deficiencias, las limitaciones en la actividad y las restricciones en la participación. De esta forma el
funcionamiento y la discapacidad de una persona se conciben como una interacción dinámica entre los estados de
salud – enfermedades trastornos, etc..– y los factores contextuales – que incluyen factores personales como
ambientales. La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006) por
su parte señala que las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales,
intelectuales o sensoriales a largo plazo que al interactuar con diversas barreras puedan impedir su participación
plena y efectiva en la sociedad en igualdad de condiciones con las demás. En el ordenamiento jurídico español la
definición oficial se encuentra en la Ley de Integración Social de los Minusválidos (LISMI), que está basada en el
modelo médico de la discapacidad. Así, la norma define a una persona con discapacidad (minusválido) como: ―toda
persona cuyas posibilidades de integración educativa, laboral o social se hallen disminuidas como consecuencia de
una deficiencia, previsiblemente permanente, de carácter congénito o no, en sus capacidades físicas, psíquicas o
sensoriales”. En todo caso, para que sea reconocida la condición legal de persona con discapacidad, se debe tener
un mínimo de un 33% de grado de minusvalía reconocido en el correspondiente certificado, o ser pensionista debido
a una incapacidad permanente para trabajar. Para ser reconocido como dependiente, como veremos con más detalle
al referirnos al contenido y alcance de la denominada Ley de Dependencia (vid infra Anexo II, 2.3.), también es
preciso pasar por un reconocimiento administrativo de esa condición legal. Lo que como apuntan Asís y Palacios
(2007: 22) implica problemas a la hora de establecer la relación entre discapacidad y dependencia al asumir un
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Avilés (2010b: 3), aunque la Convención no recoge un tratamiento específico y transversal del
envejecimiento, como si lo hace en relación al género y a la niñez, tiene un gran potencial para
su aplicación a los derechos de las personas mayores.
Rodriguez-Picavea y Romañach (2009: 6) también insisten en el hecho de que la
Convención se aplica al ámbito de la discapacidad y no hace referencia explícita a las situaciones
de dependencia. En cierto sentido, relacionar dependencia y discapacidad no resulta sencillo si se
parte de un modelo médico-rehabilitador de la misma87. Por ello es importante distinguir entre
deficiencia – la limitación individual, psíquica, física, intelectual o sensorial – y discapacidad –
que es un fenómeno complejo derivado de la interacción entre las limitaciones individuales y las
limitaciones y obstáculos sociales88. Ya que la utilización del concepto de deficencia en esa línea
concepto restringido de discapacidad afectando también al reconocimiento de los derechos de las personas con
discapacidad. Lo que sobre todo interesa dejar claro, para nuestro campo de estudio centrado en las personas
mayores, es que la discapacidad puede o no implicar una situación de dependencia. Aunque, como es lógico, en
muchas ocasiones, resultarán condiciones estrechamente relacionadas. Como recuerdan Asís y Palacios (2007: 22),
una cosa es que existan personas con discapacidad que no se encuentren en situación de dependencia y otra que la
situación de dependencia no suponga, en cierto modo, algún tipo de discapacidad. En este sentido hay que tener en
cuenta que la tasa de discapacidad por mil habitantes en España es de 38,6 entre las personas de 35 a 44 años pero
alcanza a 155,8 entre las personas de 65 a 69 años y hasta 426,5 entre los de 80 a 84 años (Fuente INE: Encuesta de
Discapacidad Autonomía Personal y Situaciones de Dependencia 2008). Esto nos indica claramente que las
personas mayores sufren situaciones de discapacidad (aunque no les lleve a una posición de dependencia) en un
porcentaje más elevado que la población general por lo que se trata de un colectivo especialmente concernido por la
Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad.
87 Tanto para Rodriguez Picavea y Romañach (2009: 6) como para Asís y Palacios (2007: 27), la definición de la
Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en situación de Dependencia de ese mismo
concepto de dependencia y que antes recogíamos implica un alineamiento con el modelo rehabilitador. De esta
forma se entiende la situación de dependencia sólo desde las limitaciones formales de la persona (sean físicas,
mentales, intelectuales o sensoriales) sin abarcar o tener presentes las limitaciones sociales que generan o agravan
las situaciones de dependencia (Asís y Palacios, 2007: 27). En este sentido, para Rodriguez Picavea y Romañach
(2009: 6), este concepto de dependencia recogido en la ley no se ajusta al de la Convención y no respetaría los
derechos humanos, mientras que para Asís y Palacios (2007: 28), tiene consecuencias importantes ya que, si se
considerara que la situación de dependencia es un fenómeno complejo, que se encuentra integrado por limitaciones
funcionales individuales, como también en buena medida por limitaciones y restricciones sociales, la prevención de
dicho fenómeno debe abarcar medidas tendentes a disminuir, evitar o erradicar dichos obstáculos sociales.
88 Para ejemplificar esta distinción clave entre deficiencia y discapacidad baste pensar en que la dificultad para
caminar constituye una deficiencia, mientras que la incapacidad de entrar en un edificio porque tiene escalones y no
existe una rampa u otro tipo de adaptación implica una discapacidad. Una incapacidad de hablar es una deficiencia,
pero la incapacidad de comunicarse porque las ayudas técnicas no se encuentran disponibles es una discapacidad. O
todavía más relacionado con nuestro campo de estudio, pensemos en una persona mayor que no puede moverse pero
que además carece de la ayuda adecuada para salir de la cama: el que no pueda moverse implica una incapacidad,
pero la falta de ayuda que le permitiría una mejor calidad de vida supone una discapacidad (Morris, 1991: 17 y ss;
Asís y Palacios; 2007: 23-24; Palacios y Bariffi, 2007: 58-59). En definitiva, como concluyen Asis y Palacios (2007:
24), la deficiencia posee una dimensión que podríamos denominar, en general, como médica, mientras que la
discapacidad no puede agotarse en esa perspectiva, ya que puede estar ocasionada por la existencia de barreras
sociales y de relaciones de poder. En este sentido, como señala Barranco Avilés (2010b: 6), la principal relación
entre discapacidad y envejecimiento “radica en la situación de desigualdad a la cual son objeto tanto las personas
con discapacidad, como las personas mayores, que debido a diversidades funcionales, encuentran barreras sociales
que les impiden el goce y ejercicio de sus derechos fundamentales en igualdad de condiciones con los demás”.
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permite abordar a su vez un concepto de situación de dependencia que no se restrinja a valorar
las limitaciones personales de la persona, sino que también considere las limitaciones de la
propia sociedad, para incluir a esa persona en igualdad de condiciones que el resto (Asís y
Palacios, 2007: 24).
De esta forma al tener en cuenta el concepto de discriminación que señala la Convención
sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad 89 podemos observar que se habla de
discriminación por motivos de discapacidad, de manera que dicha formulación pone el énfasis en
el fenómeno de la discriminación y no tanto en las características de la persona. Y así, como
señalan Palacios y Bariffi: (2007: 68), las personas pueden ser discriminadas por motivo de o
sobre la base de la discapacidad, incluso no teniendo ellas mismas una discapacidad90.
Por último, aunque nos ocuparemos más por extenso del contenido específico de la
Convención más adelante (vid. infra Anexo II, 1.1.), hay que señalar que el art.16 de la misma
hace una mención expresa a la protección contra la explotación, la violencia y el abuso de las
personas con discapacidad. Las obligaciones de los Estados partes que allí se recogen, como es
lógico, tienen una relación directa con la respuesta frente al fenómeno del maltrato hacia las
personas mayores que se encuentran en situación de dependencia obligando a España que firmó
la mencionada Convención y su protocolo facultativo el 30 de marzo de 2007 y los ratificó
mediante sendos instrumento de fecha 23 de noviembre de 2007 (BOE, 21 abril 2008; BOE, 22
de abril de 2008).
Finalmente, y para acabar esta referencia a la relación entre los derechos humanos y la
respuesta frente al maltrato familiar hacia los mayores, tenemos que referirnos, como tercer
ángulo de análisis, al cumplimiento de los derechos sociales económicos y culturales91.
89 Que en su art. 2 entiende por discriminación por motivos de discapacidad: “cualquier distinción, exclusión o
restricción por motivos de discapacidad que tenga el propósito o el efecto de obstaculizar o dejar sin efecto el
reconocimiento, goce o ejercicio, en igualdad de condiciones, de todos los derechos humanos y libertades
fundamentales en los ámbitos político, económico, social, cultural, civil o de otro tipo”.
90 Y ello incluiría desde situaciones que van desde una discriminación sobre la base de que se considere que se tiene
una discapacidad aunque no sea así, incluyéndose por tanto la idea de la percepción subjetiva de la discapacidad
(por ejemplo una desfiguración facial); o una discriminación que tenga como objeto a personas susceptibles de tener
una discapacidad y, por último, también personas que no tengan una discapacidad, pero que trabajen o se encuentren
asociadas con personas que la tengan (Palacios y Barriffi, 2007: 66-70).
91 Como es lógico, el análisis en profundidad de la naturaleza, fundamentación y exigibilidad y justiciabilidad, entre
otros aspectos, de los derechos sociales, económicos y culturales excede los límites de este trabajo. En todo caso,
para una mayor información sobre la discusión en torno a estas cuestiones en el momento actual, puede consultarse
entre otros a Ferrajoli (2001), Los fundamentos de los derechos fundamentales; Courtis y Abramovich (2004), Los
derechos sociales como derechos exigibles; Pisarello (2007), Los derechos sociales y sus garantías; Pisarello et
al. (2009), Los derechos sociales como derechos justiciables: potencialidades y límites.
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Especialmente, como recuerda Dean (2004: 7), para el caso de las personas mayores, tendríamos
que tener en cuenta el artículo 25 de la Declaración Universal que recoge entre los que
podríamos considerar derechos sociales, concretamente el derecho de toda persona ―a un nivel de
vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar”, reconociendo
específicamente ―el derecho a los servicios sociales necesarios y a los seguros”, para lo que a
nosotros más nos interesa, entre otras situaciones, tanto en caso de viudez como de vejez. Todas
estas cuestiones, como podemos ver, están estrechamente conectadas con la atención a las
personas mayores y también con el papel de los Estados en esa provisión de cuidados.
Aunque hoy en día parece clara la cuestión de la indivisibilidad e interdependencia de los
derechos por la propia evolución del derecho internacional de los derechos humanos92, como
reconoce Calvo García (2009: 203-204), ―ni en la retórica al uso ni en algunos esfuerzos
analíticos serios se ha superado totalmente esa distinción” y ello a pesar de que “se han dado
pasos importantes para reconstruir unitariamente el concepto de obligación y las garantías
adyacentes a todo tipo de derechos”. Y, en consecuencia, en la práctica, la realización sustantiva
de los derechos sociales siempre ha tenido un carácter secundario respecto del apoyo prestado
por los poderes occidentales y los movimientos de promoción de las libertades civiles y
libertades democráticas (Dean, 2004; Bobbio, 1991) 93.
Por otro lado, al ser derechos que en muchos casos exigen para su realización efectiva, la
acción positiva de los poderes públicos; ello requiere movilizar importantes recursos materiales y
humanos y organizarlos en un modelo tremendamente complejo que incluye medidas
92 Lo cual queda por cierto reflejado con rotundidad en el parágrafo 1.5 de la Declaración y Programa de Acción de
Viena (ONU, Asamblea General, 1993) que señala: ―Todos los derechos humanos son universales, indivisibles e
interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en
forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso. Debe tenerse en
cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos patrimonios
históricos, culturales y religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean cuales fueren sus sistemas políticos,
económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales”.
Aunque para Steiner et al. (2007: 263) el consenso formal de esta declaración enmascara un persistente desacuerdo
sobre el estatus que corresponde a los derechos económicos, sociales y culturales.
93 Y de esta forma Hartley Dean (2006:102) señala la importancia de introducir en la discusión sobre la relación
entre derechos humanos y políticas sociales para una más completa comprensión las diferencias observables entre
los derechos civiles y políticos construidos más desde una óptica democrática liberal frente a los derechos sociales,
económicos y culturales. Debido a que los derechos sociales han tendido hasta la fecha a mantener una pobre
relación con los derechos civiles y políticos, el lenguaje de los derechos no siempre ha servido adecuadamente a la
política social. Desde una perspectiva neo-liberal, los únicos derechos que cuentan son aquellos que protegen la
vida, la libertad y la propiedad del sujeto individual. Desde una perspectiva neo-marxista, los derechos resultan
peligrosas ficciones que oscurecen la naturaleza fundamentalmente opresiva de las relaciones entre capital y trabajo
y entre el estado capitalista y el sujeto individual. Pero, como bien señala Dean (2006:102), el lenguaje de los
derechos provee poderosos medios para definir las necesidades y para dotar de un marco a los recursos precisos para
el bienestar humano.
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legislativas, políticas públicas y sociales, planes y programas de actuación, organización de
servicios básicos e infraestructuras como condición previa para la realización efectiva de los
derechos materiales de protección y bienestar de los sujetos y grupos protegidos (Calvo García,
2009: 207)94. En este sentido, como sugieren Steiner et al. (2007:275), los conceptos de
progresiva realización y de recursos disponibles estrechamente relacionados con los derechos
económicos, sociales y culturales podrían llegar a descargarlos de contenido real. De tal forma
que los gobiernos pueden presentarse a sí mismos como defensores de estos derechos sin una
obligación internacional precisa en relación con sus políticas o comportamientos. Por otro lado,
el mencionado condicionamiento del compromiso de los Estados para asegurar efectivamente los
derechos económicos, sociales y culturales a la disponibilidad de recursos “es evidentemente
enojoso desde el punto de vista de la justicia social y puede dar lugar incluso a que se cuestione
la existencia de derechos cuando no existen las condiciones y los recursos para su
implementación” (Calvo García, 2009: 210).
Por ello Bobbio (1991: 81) planteaba el carácter tal vez utópico de alcanzar una sociedad
a la vez libre y justa en la que se realicen global y contemporáneamente los derechos de la
libertad y los derechos sociales95. En cualquier caso, se trata de un importante objetivo hacia el
que encaminar políticas y esfuerzos ya que, como recordaba el propio Norberto Bobbio (1991:
82), ―la protección de los derechos del hombre – incluidos los derechos sociales, añadimos
nosotros – se conecta con el desarrollo global de la civilización humana”.
Es decir, el desarrollo de los derechos humanos, específicamente los derechos sociales,
se conecta con la necesidad de que los Estados elaboren políticas familiares adecuadas. Políticas
familiares que deben incluir, por supuesto, aquellas tendentes a garantizar el bienestar de las
personas de edad y en concreto la cuestión del cuidado de las personas mayores dependientes.
En definitiva, con este apartado hemos pretendido enmarcar y circunscribir el objeto de la
tesis doctoral en el marco de los derechos humanos en el entendimiento de que se trata de una
94Y en consecuencia como señala Calvo García (2009: 210):“Frente al concepto de aplicación se comienza a usar
de modo generalizado el concepto de implementación para hacer referencia a ese complejo proceso que no se
resuelve de una vez por todas con una decisión aislada sino a partir de un modelo de intervención que puede ser
extraordinariamente complejo y cuya evaluación va a verse investida necesariamente de esas exigencias de
complejidad”.
95 En este sentido, respecto de la dicotomía entre escasez y solidaridad que determina el mantenimiento y desarrollo
de los Estados de bienestar, puntualiza Peces Barba (1999: 66):“Las acciones protectoras del Estado deben
diversificarse desde el mínimum de la protección de la seguridad y la paz y de la formación de la voluntad estatal,
derechos civiles y políticos, hasta el máximun de la satisfacción de las necesidades básicas – derechos económicos,
sociales y culturales – Los destinatarios son todas las personas en el primer caso y sólo los afectados por las
carencias en el segundo. El porvenir del Estado social y de los derechos que le son propios exige esta
clarificación”.
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perspectiva enriquecedora que ayuda a articular la respuesta más idónea frente al fenómeno.
Volveremos sobre esta perspectiva por ejemplo al referirnos al marco jurídico internacional
referente al maltrato familiar hacia los mayores (vid. infra Anexo II, 1.1.) pero ahora vamos a
dedicar el siguiente subepígrafe a una cuestión esencial sobre la que ya se han apuntado algunas
cosas: la obligación familiar de cuidado de las personas mayores dependientes y el papel que
juegan los Estados sociales frente a esa necesidad.
1.4.- La responsabilidad familiar del cuidado hacia las personas
mayores y el papel de los Estados de bienestar.
Para cerrar este recorrido inicial sobre la posición que las personas mayores ocupan en
nuestra sociedad, resulta ineludible hacer referencia al cuidado de las mismas sobre todo en
supuestos de dependencia y fragilidad. Hay que tener en cuenta que las condiciones en las que se
produce la asunción del cuidado de los ancianos y ancianas por parte de sus familias y el grado
de implicación en el mismo que deben asumir los Estados para garantizar plenamente todos los
derechos de sus ciudadanos de edad constituyen a nuestro juicio uno de los grandes retos sociales
que plantea el envejecimiento a las sociedades contemporáneas96. Se trata de una discusión
además muy actual y presente en la sociedad española a raíz de la aprobación de la Ley de
Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia y
que se encuentra relacionada con nuestro objeto de estudio al menos en aquellas situaciones en
las que la posible situación abusiva se genera en un escenario de dependencia y fragilidad de la
persona mayor en la que ésta requiere de cuidados específicos (Steinmetz, 2005; Wolf y
Pillemer, 1989; Iborra Marmolejo, 2005, 2008; Aitken y Griffin., 2007; Brandl et al., 2007;
Nerenberg, 2008, entre otros)97.
Por ello, aunque ya hemos apuntado algunas cuestiones al respecto en el apartado anterior
vamos a analizar en las siguientes páginas tanto la obligación ética y moral de cuidado de los
mayores por sus familias como el papel del Estado de bienestar en la asunción de esta obligación
96 Por otro lado desde la perspectiva más psicológica, como recuerdan Camdessus et al. (1995: 88), la inversión de
la función de padre que genera la dependencia de los mayores constituye una de las crisis familiares más difíciles de
asumir. De esta forma como señalan los autores “Los padres ancianos han de soportar convertirse en seres
dependientes de sus hijos y los hijos de edad madura responsabilizarse de sus padres que pierden con más o menos
rapidez su autonomía. Esta situación en teoría es previsible, pero en la práctica sorprende a todas las familias”.
97 Esto no significa – y así lo defendemos a lo largo de esta tesis – que la explicación del fenómeno deba ser univoca
porque, junto a este contexto, el maltrato puede llegar a producirse en escenarios diferentes con causas que tienen su
origen más allá de las dificultades y sobrecarga que generan en el cuidador o cuidadores la atención constante de un
anciano frágil y dependiente (Pillemer y Filkenhor, 1988; Wolf y Pillemer, 1989; Brandl et al, 2007; Nerenberg,
2008, entre otros).
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desde el punto de vista de la satisfacción de los derechos sociales, económicos y culturales
conectados con esta necesidad98.
Si hablamos de una responsabilidad familiar de cuidado de los mayores, con carácter
previo debemos plantearnos necesariamente qué es cuidar.
La respuesta a esta simple cuestión es sin embargo bastante compleja. De una forma
genérica se define la actividad de cuidar como toda acción humana que contribuye a la ayuda y
solicitud ante la necesidad del otro. Puede ser realizada por cualquier persona, en tanto que está
basada en una relación entre seres humanos que promueve la supervivencia y que puede tener
contenido moral, dependiendo del compromiso asumido (Feito Grande, 2005: 167). Cuidar es,
por lo tanto, mantener la vida asegurando la satisfacción de un conjunto de necesidades
indispensables para la vida, pero que son diversas en su manifestación (Colliére, 1982: 23). O,
como expresa Pérez Orozco (2006: 10) ,“la gestión y el mantenimiento cotidiano de la vida y la
salud, la necesidad más básica y diaria que permite la sostenibilidad de la vida”.
Para Gilligan (1982: 13), y a pesar de que considera el cuidado como un término difícil
de definir, éste ocupa una posición central en la política social99. Por un lado la experiencia de
cuidar y ser cuidado marca cómo nos autodefinimos y nuestras relaciones sociales, a la vez que,
por otra parte, el cuidado constituye una parte integral del proceso a través del cual la sociedad
se reproduce y mantiene la salud física y psíquica de su fuerza de trabajo. Como recuerda Pérez
Orozco (2006: 10), el cuidar presenta una doble dimensión: material, corporal – realizar tareas
98 En cualquier caso la cuestión de las obligaciones familiares de cuidado hacia las personas mayores está muy
presente a lo largo de toda la tesis doctoral y volveremos a ella de forma recurrente a lo largo del trabajo. Por
ejemplo al referirnos al papel de la mujer como cuidadora (vid. infra cap. II, 3.2), cuando analicemos el contenido de
la denominada Ley de Dependencia (vid. infra. Anexo II, 2.3.), al plantear algunas medidas de prevención del
maltrato y la negligencia que se basan en el apoyo a las familias que cuidan a ancianos dependientes (vid. infra cap.
III, 2.) o en el análisis de los hallazgos de nuestra propia investigación que se lleva a cabo en la segunda parte de la
tesis al tratarse de cuestiones que emergen con fuerza en los discursos de los informantes (vid infra caps. V, 4.1. y
VI).
99 Resulta especialmente relevante en este punto la terminología utilizada por Tronto (1993: 106 y ss.) articulada en
torno a diferentes términos ingleses relacionados y que sirven para delimitar el complejo concepto del cuidado
(caring about, taking care of, care-giving y care-receiving) y que actúan, además, como fases interrelacionadas en
un proceso. Así to care about (que podríamos definir como preocuparse) implica en primer lugar el reconocimiento
de que el cuidado es necesario porque incluye la conciencia de la existencia de una necesidad y que ésta debe ser
asumida respondiendo a un compromiso más general (López de la Vieja, 2008: 251); taking care of, (podríamos
traducirlo en español como ocuparse en sentido amplio) supone un paso adelante e implica asumir alguna
responsabilidad por la necesidad identificada y sobre cómo responder a la misma (implica responsabilidad y alguna
forma de actuación ya que si uno considera que una necesidad no puede ser cubierta no se ocupa de ella);
caregiving, que implica la provisión efectiva de cuidado a través de una serie de tareas físicas y que es la noción que
se suele manejar cuando hablamos de cuidadores y, finalmente, care-receiving, o la recepción de cuidados, porque
hay que tener en cuenta, lo que no siempre se hace, que la provisión de cuidados implica una relación reciproca en la
que la visión de la persona objeto de cuidado es relevante ya que esa misma experiencia de recibir cuidados también
afecta a su vida. Las implicaciones en el campo de la respuesta frente al maltrato de esta visión que incluye no sólo
la experiencia de cuidar sino también la de ser cuidado son innegables.
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concretas con resultados tangibles, atender al cuerpo y sus necesidades fisiológicas – e
inmaterial, afectivo relacional – relativa al bienestar emocional. A partir de estas dos
dimensiones, el cuidado demandaría tanto de amor, de cariño (love) como de trabajo u oficio
(labour), identidad y actividad; por lo que, utilizando la terminología que acuñaron Finch y
Groves (1983), estaríamos ante un oficio del cariño (a labour of love).
En última instancia la naturaleza de esas demandas de cuidado se formaría también
basándose en las necesidades más amplias de la sociedad. Además en sociedades como las
actuales, marcadas por la división de géneros, esto tiene especiales consecuencias tanto en la
identidad como en la actividad de las mujeres (Gilligan, 1982: 14). Sobre todo si tenemos en
cuenta que, por su naturaleza, como recuerda Tronto (1993: 134), el cuidado se relaciona
estrechamente con los conceptos de vulnerabilidad (vulnerability) y desigualdad (inequality).
Es en este contexto en el que Gilligan (1982) propone una ética del cuidado entendida
como la responsabilidad social, desde la que se plantea la búsqueda del bienestar de las personas.
Personas que habrían de ser afectadas por las decisiones morales con consecuencias para la vida
(Alvarado García, 2004:32).
En cualquier caso, como sugiere Eekelaar (2006: 178-179), también el cuidar implica
poder. Y aunque es cierto que se espera que en este contexto ello tenga un carácter beneficioso
no deja de ser un ejercicio de poder. Por ello en determinados casos, el papel de cuidador,
aunque pueda ser ejercido con buenas intenciones, puede tener también consecuencias negativas.
Por su parte Herring (2009: 128) puntualiza esta visión en el sentido de considerar que aunque el
poder puede ejercerse en un contexto de provisión de cuidado, ello no presupone una relación
automática100, lo que nos recuerda la importancia de enfatizar elementos como la justicia y la
responsabilidad dentro de la ética del cuidado.
Pero descendiendo ahora más en concreto hasta al objeto de nuestro estudio, autores
como George (1986: 79) definen el cuidado familiar de personas mayores impedidas como “una
situación en la que, a causa de enfermedades crónicas incapacitantes, una persona mayor no es
capaz de realizar funciones básicas de forma independiente y uno o varios miembros de la
familia se ocupan de proporcionarle cuidado para compensar esas discapacidades”. Como es
100 Y además, como recuerda Herring (2009: 126), también la persona cuidada puede ejercer el poder respecto de la
persona que se encarga de su cuidado. En cierta forma, también la persona cuidada puede hacer la vida insoportable
al cuidador, como veremos al analizar el maltrato hacia los cuidadores (a menudo también personas mayores) por las
personas cuidadas que supone una faceta en general poco analizada del maltrato hacia los mayores (vid infra. cap. II,
3.4). Sobre todo porque se tiende a ver la relación de cuidado de una manera muy unidireccional: del cuidador
respecto al objeto de cuidado pasivo, cuando en realidad es una relación bidireccional en el que, como decíamos,
ambas partes ven modificada su vida por la experiencia de cuidar pero también por la experiencia de ser cuidado.
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lógico, el cuidado de un enfermo crónico resulta muy diferente de aquel cuidado que se dispensa
a un miembro de la familia con una enfermedad de la que se espera una recuperación total
(George, 1986:75) ya que la recuperación de capacidades hasta alcanzar una situación
equivalente a la previa a la enfermedad generalmente no llega a producirse en estos casos (Barry,
1995: 363) 101.
Pero además de qué es cuidar, nos debemos hacer al menos otra pregunta no menos
relevante: ¿quién cuida? E incluso yendo un poco más allá ¿quién debería cuidar? Como nos
recuerda Alberdi (1999:108) en la sociedad actual existe un debate acerca de quién y cómo
hemos de hacernos responsables del cuidado de los mayores dependientes102. Y más en concreto
en torno a si debe ser la sociedad en su conjunto quien afronte esos cuidados o debe ser cada
cual de forma independiente – los individuos y las familias – quienes se ocupen103. De esta
discusión surgen, como es lógico, importantes consecuencias en el marco de la elaboración de
políticas sociales familiares y específicamente en relación con el cuidado de las personas
mayores. Puesto que al fin y al cabo, como sugieren Bazo y Ancizu (2004: 47), el concepto de
cuidado también se construye socialmente.
Para el análisis de la cuestión de la asunción del cuidado en general y del cuidado de los
mayores en particular hay que tener muy presente que en sociedades como la española las redes
de familia, las familias de origen o de destino, continúan siendo muy activas constituyendo,
como de forma gráfica e incluso diríamos que poética indica Flaquer (1998:131), ―un refugio
101 En este sentido Barry (1995:383) señala como el cuidado de personas mayores difiere del de otros posibles
grupos en importantes aspectos. Por un lado la identidad de dependiente necesitado de ayuda ha sido adquirida por
la persona mayor a lo largo del tiempo, por lo que el elemento biográfico resulta de crucial importancia en la
experiencia del cuidado en la edad avanzada. Por otro lado, para la persona mayor receptora de ese cuidado, esa
necesidad anuncia un estatus que representa una exclusión permanente de las tareas habituales que tiene especial
relevancia para las mujeres mayores en la esfera doméstica.
102 Navarro (2006: 103) coloca precisamente la atención a las personas mayores como ejemplo paradigmático de la
contradicción entre el discurso retórico oficial que ha puesto el énfasis en la centralidad de la familia en nuestra
sociedad, por un lado, y en el hecho de la pobreza de las intervenciones públicas a favor de la familia por el otro.
103 ¿Cuáles son los términos en los que se inscribe ese debate? Se trata de una pregunta compleja de difícil respuesta
ya que estamos ante una discusión todavía viva con elementos nuevos en nuestro país como la implantación y
desarrollo del SAAD Además excede el propósito de estas páginas como análisis del contexto social de la vejez en
España y Aragón en sus elementos más esenciales. Pero básicamente, simplificando al máximo, como apunta Pérez
Ortiz (2006:120), podemos decir que existen dos posturas: la de aquellos que piensan que las fuerzas de la
solidaridad formal sustituyen a las de la solidaridad informal, y las de quienes consideran que son complementarias
(Caradec, 2001: 38). La tesis de la sustitución presupone que el desarrollo de la solidaridad pública implica una
desmovilización de las familias, mientras que la visión alternativa supone que el aumento de las ayudas colectivas
favorece las solidaridades privadas, por lo que la relación entre unas y otras no es de sustitución, sino más bien de
sinergia.
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ante la crisis y un dique contra el infortunio” 104. De tal forma que, como concluye Hernández
Rodríguez (2007: 218), la familia, también en el tema de la atención a los mayores, resulta en lo
afectivo y en lo efectivo el colchón amortiguador de no pocos problemas sociales concluyendo
que ―pese a la existencia de los servicios sociales y al incremento de sus recursos, la verdad es
que en nuestra sociedad en el ámbito de la ancianidad, como en tantos otros, lo es todo. Y así,
aunque todo se espera del Estado, gran parte de las necesidades se resuelven en las
familias”105. En este sentido, no sólo se admite que el cuidado en general – y de los mayores y
discapacitados en particular – se realiza sobre todo en el seno de la familia sino que ésta
constituye la mejor forma de cuidado posible por el hecho de contar, al menos en teoría, con
una relación afectiva. Hasta el punto de que, como señala Marrugat (2005:175), la eficiencia y
eficacia de ese tipo de cuidado son raramente puestas en cuestión frente al escrutinio constante y
creciente del sector formal. Por todo ello, el cuidado familiar aparece como aquella forma
respecto de la cual todas las demás formas de cuidado son juzgadas106.
104 A este respecto, en las conclusiones a partir de un muy interesante estudio llevado a cabo en el Reino Unido por
Finch y Mason (1993: 164-169) se plantea la idea de que la familia es vista como un medio al que se puede recurrir
cuando algo nos va mal en la vida, especialmente ante situaciones traumáticas inesperadas o ante alguna desgracia.
Se trataría más bien de una red de seguridad que debería ser usada como último recurso, de tal manera que – si
exceptuamos a los esposos, o parejas estables – la gente no organiza la mayor parte de sus vidas como adultos a
partir del apoyo de la familia. Podemos argumentar aquí las diferencias entre sociedades, entre modelos de Estado
de bienestar y entre concepciones de la familia entre el Reino Unido o España, pero lo que parece evidente es que,
en algún sentido, el apoyo de la familia está más presente en la realidad española. Lo que no significa que la familia
no actúe como esa red de seguridad de la que hablan Finch y Mason (1993: 169), existiendo como un contexto
especialmente preparado para que en el mismo se desarrollen apropiadamente las responsabilidades y las
interacciones entre miembros de la familia. Lo que haría, al menos en ese sentido, distintivas las relaciones
familiares. Simplemente parece que esa concepción de la familia como último recurso para solicitar ayuda, en
España no es tan clara como en el Reino Unido. En España la familia es, en realidad, uno de los primeros recursos
sino el inmediato. Lo cierto es que Finch y Mason (1993: 179), con base en los resultados de su estudio, no dejan de
hacer notar como frente a lo que ocurre en otros países europeos con otros modelos de familia, en Reino Unido la
expectativa de que las personas se mantengan económica y prácticamente independientes de sus familias es mucho
mayor y tiene además profundas raíces históricas. Esto, desde luego, desafiaría la idea que asume que la familia
debe ser vista como la primera y más importante línea de apoyo y, en consecuencia, el Estado debe jugar un papel
residual, concentrándose esencialmente en las personas que carecen de lazos familiares. Una visión muy extendida
en los países del sur de Europa. Y así, lo que ocurre, en el marco de la realidad social y familiar de estos países
(entre ellos España) como sugiere Flaquer (2004:51), es que uno de los requisitos precisamente para que el sistema
funcione “es la existencia de una ideología familiarista muy fuerte, en el sentido de que hay un estado de opinión
mayoritario sobre el asunto que a nadie se le ocurre poner en cuestión” .
105 Actitud y sentir de la opinión pública española que, según el análisis de Durán Heras y García Diez (2005: 3)
presenta una marcada tendencia “a asignar responsabilidades al Estado, que no se acompaña con una tendencia
equivalente a aceptar subidas fiscales ni a confiar en la eficacia de gestión de las administraciones públicas”. Lo
cierto es que, según la caracteriza Flaquer (2004:30), las naciones del sur de Europa y entre ellas España, se
caracterizan entre otras cosas por la ausencia de una política familiar explícita que se evidencia en la escasez de
medidas amigables para las familias. De esta forma existiría una contradicción (al menos aparente) en el hecho de
que “un sistema en el cual la centralidad de la familia resulta tan obvia, no haya elaborado una política familiar
plenamente desarrollada”(Flaquer, 2004: 42).
106 En España, para Bazo y Ancizu (2004:47), el discurso acerca de la protección social y, más en concreto, de los
servicios sociales ha adquirido un tono conservador. Se considera que las personas mayores desean y necesitan
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Además sobre esta responsabilidad de cuidado de los padres ancianos por parte de los
hijos adultos existe un elemento clave sin el que no es posible entenderlo en todas sus
dimensiones: la atribución social de esa labor de cuidado, tanto genéricamente como del cuidado
de las personas mayores y los enfermos, específicamente a las mujeres (Finch, 1989,1995;
Ungerson, 1983b; Gilligan, 1982, 1983; Bazo y Ancizu, 2004, Bazo, 1997,2007; Flaquer, 1997,
2004; Navarro, 2006; Casado Marin y López i Casanocas , 2001; Durán Heras y García Díez,
2005, Pérez Orozco, 2006; Barranco Avilés, 2010a, entre otros) 107. Como concluye Flaquer
(2004: 39), “las mujeres casadas adultas son las principales proveedoras de estos servicios de
cuidado y están motivadas por un poderoso sentido de obligación moral que impulsa y sostiene
el sistema”108. Hasta el punto que, por ejemplo Walker (1983: 106 y ss), plantea incluso la
cuestión de la asunción del cuidado en términos de conflicto entre las mujeres y el Estado.
permanecer en su entorno familiar y social, aun cuando sus problemas de salud les provoquen distintos grados de
dependencia. Ante la preocupación que supone la posibilidad de quiebra del papel de la familia en el cuidado de los
dependientes, desde el ámbito político se está llevando a cabo un refuerzo del rol de cuidador (Escuredo, 2007:81).
Aunque – o tal vez precisamente por ello – como descubre por ejemplo el estudio de Pérez Ortiz (2006:144) existe
una percepción bastante extendida entre los propios mayores de que ese cuidado familiar resulta en la actualidad
peor que antes (41,4%). De todas formas, siguiendo esta lógica hasta el final, si el cuidado familiar simboliza la
mejor forma de cuidado posible, el cuidado institucionalizado es visto simbólicamente como una forma de no-
cuidado por la familia y la sociedad (Barry, 1995: 363). Y ello a pesar de que, como advierte Marrugat (2005: 176),
la creencia según la cual las personas mayores se encuentran mejor atendidas en la familia sólo puede mantenerse si
existen unos servicios adecuados y de calidad, complementarios a la función de los cuidadores familiares. De hecho,
como reconocen Durán Heras y García Diez (2005: 3), la experiencia demuestra que, pese a la habitual cicatería de
las políticas familiares en España “cualquier innovación en la prestación de servicios, especialmente si se trata de
una ampliación o mejora de la cobertura, genera un cambio en la estructura y volumen de la demanda, hasta
absorberla”. Debiendo además reconocer, como sugiere Bellosta (2007:.265), que la atención en el seno de la
familia no es buena para todo el mundo, puesto que puede desbordar al cuidador más allá de lo soportable.
107 Volveremos a tratar, con mayor profundidad, de la construcción teórica de la ética del cuidado a través de la obra
de Carol Gilligan al ocuparnos de ese papel que la sociedad atribuye a la mujer como cuidadora especialmente, en lo
que a nosotros nos interesa, de los familiares mayores (vid. infra. cap. II, 3.2). En cualquier caso la discusión en
relación con el cuidado que se encarga socialmente a las mujeres y su valoración queda sintetizada por Herring
(2009: 96) en los siguientes términos:―El cuidado ha sido durante mucho tiempo ignorado en los escritos políticos y
académicos. En la esfera política ha sido largamente discutido como la sociedad se ha beneficiado de ese trabajo
poco reconocido, insuficientemente pagado y esencialmente llevado a cabo por las mujeres. El valor económico de
ese trabajo de cuidado es considerable y de esta manera bajo la noción de privacidad y el venerado estatus de la
familia, la mujer ha generado considerables beneficios a la sociedad, sin ninguna compensación a cambio”.
108 También Bazo (1998: 55) sintetiza esta realidad en los siguientes términos, haciendo hincapié en el concepto de
obligación social: “Puede decirse que esa construcción social del rol de cuidadoras es la razón latente, no
expresada de por qué cuidan las mujeres, ya que lo hacen sientan o no amor por la persona cuidada, existan o no
sentimientos de reciprocidad, hayan sido las relaciones previas buenas o malas, existan posibilidades materiales
adecuadas o no (disponibilidad de tiempo, condiciones de la vivienda). Cuidan por una suerte de imperativo social
(aunque además se sienta amor por esa persona)”.Entre estas mujeres abundan aquellas que Moreno (2009: 10)
denomina las supermujeres. Es decir, mujeres que generalmente se encuentran comprendidas entre los 40 y 60 años
de edad, y que han sido capaces de reconciliar su trabajo no remunerado en el hogar con cada vez mayores y más
exigentes actividades profesionales en el mercado laboral formal.
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En definitiva, la respuesta a la pregunta que nos hacíamos más arriba sobre quién cuida a
las personas mayores parece bastante clara: los cuida esencialmente la familia (especialmente las
mujeres de la familia) 109.
De esta forma, como señala Finch (1995: 51), el cuidado familiar de las personas
mayores descansa en nuestras sociedades inequívocamente sobre los cimientos de las
obligaciones familiares. Para Finch (1989: 236) lo que distingue esas relaciones familiares es, sin
embargo, precisamente una cuestión de moralidad que las coloca en un plano diferente de las
relaciones que se tienen con las demás personas110. Pero ¿en qué forma, de qué manera se
plasma?, ¿existen ciertas reglas que se aplican a todo el mundo en todas las circunstancias o lo
que es adecuado hacer varía en cada circunstancia? ¿Se trata de una obligación, una
responsabilidad o un compromiso?
La forma en cómo funcionan las obligaciones familiares, cómo se forman, cómo la gente
siente y entiende las obligaciones hacia sus familiares constituye, en la práctica, una cuestión
bastante más compleja que la fijación de una serie de comportamientos normativos cerrados. En
este sentido, Finch (1989: 152) defiende como más apropiado el uso de la noción de regla moral
en un sentido débil en relación con las obligaciones familiares en el que las acciones estarían
más bien guiadas por reglas (rule-guided) que gobernadas por ellas (rule-governed). Y de esta
109 Como sintetiza Barranco Avilés (2010a: 593), este esquema básico de atención a la dependencia vigente hoy en
España se basa en la explotación de la mujer, pero, además, no garantiza que las tareas de cuidado se lleven a cabo
por personal cualificado y resulta poco igualitario ya que las familias con mayor capacidad económica pueden
proveerse cuidados profesionales. La verdad es que, específicamente, la atribución de las tareas de cuidado familiar
a las mujeres es una realidad tan asumida socialmente que, al menos a ciertos niveles, pasa incluso desapercibida. Se
asume con mucha más facilidad como injusta por parte de la sociedad en general por ejemplo la desigualdad salarial
entre hombres y mujeres. Pero las desigualdades que esta atribución del cuidado familiar a las mujeres provoca son
menos fácilmente perceptibles en una sociedad patriarcal cuya reproducción descansa, en alguna medida, sobre el
mantenimiento de esta situación. El análisis de Durán Heras y García Diez (2005:3) de este fenómeno en España me
parece esclarecedor: “Si los estudios se concentran en la demanda de cuidados en lugar de en la oferta, es sobre
todo por la debilidad política del colectivo al que socialmente se adscribe la obligación de proporcionarla. Son
mujeres, dispersas, de edad mediana o avanzada, y fueron socializadas en las Leyes Fundamentales
preconstitucionales, que les exigían, incluso legalmente, un papel secundario y de exclusión de la vida política. Es
fundamentalmente por el carácter subordinado y carente de vertebración sindical o política de esta generación por
lo que no se ha producido un cambio más rápido y profundo en las políticas públicas, sanitarias y sociales en
España. Ellas constituyen el soporte básico del Estado (familia) de bienestar español”. De cualquier forma
volveremos con más profundidad sobre el tema (vid. infra. cap. II, 3).
110 Esencialmente, como sugieren Finch y Mason (1993: 170), no es posible comprender la naturaleza de las
responsabilidades familiares y cómo estas operan en la práctica, si nos concentramos exclusivamente en su
dimensión material centrada en el intercambio de bienes y servicios en términos de su valor económico. Lo que, por
otra parte, no significa que esa dimensión material de las obligaciones familiares no exista o no sea relevante. Para
entender las dinámicas presentes en las obligaciones familiares que esos intercambios crean, hay que contemplar
también su dimensión moral. Entendiendo como dimensión moral, no tanto reglas morales, sino como las
identidades personales de los sujetos en tanto que seres morales se construyen con base a esos intercambios de
apoyo y a los procesos mediante los cuales son negociados.
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manera, de la evidencia empírica en relación con el estudio de las relaciones familiares, se
deduce que no todas estas obligaciones poseen la misma fuerza dependiendo además de varios
factores que las van construyendo en su contenido111. Por ello frente a unas obligaciones fijas
(fixed obligations) la mencionada autora (Finch, 1995: 54; Finch y Mason, 1993: 168), que tan
brillantemente ha reflexionado acerca del concepto y alcance de las obligaciones familiares en el
contexto británico, propone un modelo alternativo de obligaciones familiares que se basa más
bien en el concepto de desarrollo de compromisos (developing commitments) 112.
Por ello el cuidado de las personas mayores por parte especialmente de sus hijos adultos,
según señala Garcia-Férez (2004: 36), puede entenderse (a partir del análisis de su realidad y
mecanismos de formación) como una obligación, aunque sujeta a gradaciones y excepciones. En
este sentido no exigiría hacer el bien absolutamente, llegando incluso al propio perjuicio. Se trata
de una obligación benéfica prudencial, donde cada persona puede decidir cuánto bien está
dispuesta a hacer, contando con sus posibilidades, con su generosidad y con las circunstancias
que le toque vivir.
Como resume Cicirelli (1986: 55), en la tradición sociológica la ayuda de los hijos
adultos a los padres envejecientes en tiempo de necesidad puede explicarse en términos de
expectativas sociales o desde la teoría del intercambio, mientras que en la tradición psicológica
se valoran otras motivaciones más complejas como las que tienen que ver con el cariño y que se
explicarían desde la teoría del apego (attachment theory) 113.
111 Finch (1989) identifica cinco principios o pautas normativas que determinan el contenido de las obligaciones
familiares, el cómo afrontar lo que hay que hacer en relación con la familia. Simplemente nos limitaremos a
enunciarlas: la primera pauta normativa se basaría en la determinación de la persona que recibe la ayuda y cuál es la
relación con ella en términos genealógicos; la segunda se centraría en las relaciones personales con ese miembro de
la familia; la tercera se refiere al patrón de intercambios en el que los familiares se han visto envueltos a lo largo de
la vida en común; la cuarta se dirige a discernir en qué medida la asistencia o ayuda modificará el balance entre
dependencia e independencia en las relaciones familiares y, por fin, la quinta ayudaría a determinar si estamos o no
en el momento adecuado tanto para dar como para recibir esa ayuda o apoyo familiar.
112 En este sentido, los compromisos (commitments) se construyen, a menudo durante años, a través de contactos, de
actividades compartidas y particularmente desde la provisión de ayuda mutua cuando se requiere (Finch, 1995: 54).
Por ello, para Finch y Mason (1993: 168), las relaciones entre padres e hijos constituyen casi una categoría aparte,
ya que a la hora de desarrollar esos compromisos las condiciones en las que las personas viven sus vidas hace que
probablemente éstos se desarrollen de forma más habitual entre padres e hijos que entre otros parientes; aunque en
última instancia este proceso de desarrollo de compromisos sea común a todas las relaciones familiares.
113 Entendiendo apego (attachment) como “un vínculo afectivo y emocional entre dos personas” (Cicirelli, 1986:
85). Más en concreto, y en relación a la vida adulta, un comportamiento basado en el contacto y el apego
(attachment behavior) se define como ―aquel que incluye la interacción a través de la comunicación en la distancia
para mantener la cercanía psicológica y el contacto, además de las visitas periódicas para reestablecer la cercanía
física”. Se incluirían en el concepto comportamientos como los de vivir cerca de los padres, llamadas telefónicas,
escritura de cartas y envío de mensajes a través de otros así como las visitas (Cicirelli, 1986: 56). En relación con los
desarrollos de esta teoría psicológica se puede consultar entre otros a Bowlby, (1969), Ainsworth, (1989),
Bretherton (1992).
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En el modelo propuesto por Finch (1995: 51) se trata de algún modo de integrar ambas
perspectivas. Se reconoce la existencia de obligaciones familiares construidas socialmente por el
mero hecho del parentesco. Pero también que lo que las personas sienten y admiten hacia sus
familiares posee raíces más complejas e individualistas de lo que implica la idea de que debemos
conocer y observar una serie de obligaciones. En definitiva, como sugieren Finch y Mason
(1993: 180), las personas aceptan responsabilidades hacia sus familiares, a veces con un
considerable costo personal. Pero la mayoría quiere mantener el derecho a señalar que se hace
por propia elección. De esta forma, una moralidad propia marca los lazos familiares, pero se trata
de una moralidad basada en los lazos reales establecidos entre las relaciones entre una persona y
el significado social que éstas otorgan a sus propias vidas (Finch 1989: 236).
A la cuestión de por qué debemos cuidar a los padres, Garcia-Férez (2004: 37-38) plantea
una respuesta articulada en cuatro razones principales: la primera, por amor, que aún siendo
conscientes de que se trata de un valor profundo de muy difícil cuantificación, con muchas
facetas y distintos significados, juega un papel importante en las relaciones paternofiliales114; la
segunda, por justicia, es decir, de la misma manera que ellos cuidaron de nosotros cuando
éramos pequeños nosotros debemos cuidar de ellos ahora que son mayores y nos necesitan115; la
114 En este sentido, ciertamente aunque las normas culturales y las expectativas jueguen un papel muy importante a
la hora de la formación de los comportamientos de los hijos adultos hacia sus padres envejecidos, sin la cercanía de
un vínculo afectivo, la obligación por si misma producirá probablemente un esfuerzo de cuidado mínimo (Cicirelli,
1986: 59). De todas formas, como apuntan los hallazgos de algunos estudios sobre el tema (IOÉ, 1995: 6), existe
una ambivalencia evidente entre los cuidadores. Ambivalencia patente sobre todo entre los hijos adultos que cuidan
de sus padres. Para éstos la motivación para el cuidado es una mezcla de cariño y obligación: por una parte el deber
impuesto por las normas sociales y la tradición y, por otro, el amor. El problema viene sobre todo cuando las
relaciones con uno o ambos progenitores sean difíciles o casi imposibles. Según señala García-Férez (2004:37), aquí
caben entonces tres opciones: no atender las necesidades de los padres, tratar de encontrar las personas que los
cuiden, o aceptar y sublimar los sentimientos de rechazo. Como se ve ante estas situaciones las implicaciones y
relaciones con situaciones de maltrato, sobre todo de negligencia o abandono, son evidentes (vid. infra. cap. III y V,
4.3).
115 Es decir, la reciprocidad – junto con la lealtad- juega un papel importante en estas circunstancias y ambos son
los valores que cumplen el deber de justicia de los hijos con respecto a los padres. Justicia que no debe entenderse
en sentido negativo sino positivo. Esto es, no devolver todo el mal que nos hayan podido hacer sino un
comportamiento basado aquello que Garcia-Férez (2004: 38) denomina altruismo reciproco. Es decir justicia,
entendida como apoyo por todo lo bueno que estos hicieron por nosotros de niños. De hecho desde la perspectiva del
análisis de las obligaciones familiares en general autoras como Finch (1989) han puesto de relevancia la importancia
de la reciprocidad como un elemento clave en el proceso de formación y configuración de las mismas. En cambio el
concepto de reciprocidad resulta en este sentido muy útil para explicar las relaciones familiares. Su desarrollo se
basa en el análisis de antropólogos como Lévi-Strauss (1981) que desarrolla en su trabajos sobre la familia el
concepto de ciclos de reciprocidad que implicarían a un número elevado de personas que dan forma a esos
intercambios a lo largo de un dilatado periodo de tiempo. Otros autores como Sahlins (1965) recogen la diferencia
entre reciprocidad equilibrada (balanced reciprocity) y reciprocidad generalizada (generalizaded reciprocity). La
reciprocidad equilibrada implicaría la expectativa de recibir el equivalente de la ayuda entregada sin demora de
tiempo mientras que en el caso de la reciprocidad generalizada no existiría una especifica expectativa de que se
devuelva la ayuda prestada, y aunque ésta se devolviera no existe expectativa de cuándo, cómo, o dónde se debe
devolver. Mientras que el primer tipo sólo admitiría ayuda en un doble sentido durante un periodo relativamente
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tercera por moralidad, la moral o conducta de los hijos para con los padres se encuentra
determinada en gran medida, por lo que la sociedad opina sobre lo que está bien o lo que está
mal así como sobre lo que se espera de la gente116; y, por último, en cuarto lugar, por interés ya
que no hay que olvidar que a veces la principal o más poderosa motivación para cuidar a los
padres es la expectativa de obtener a cambio bienes materiales o cualquier otro beneficio en
recompensa en forma de herencia117.
Pero más arriba nos hacíamos también otra pregunta: ¿quién debe cuidar? Hasta este
momento hemos visto cono el cuidado de las personas mayores se articula esencialmente en
nuestra sociedad como una obligación familiar, pero para contestar esa segunda cuestión tal vez
deberíamos a su vez preguntarnos: ¿qué papel juegan los Estados de bienestar a la hora de cubrir
las necesidades de cuidado de los mayores? 118
corto de tiempo, el segundo tipo de reciprocidad abarca situaciones de entrega de ayuda unilateral durante un
periodo prolongado de tiempo. Finch (1989:167) considera que este concepto de reciprocidad como pauta
normativa, aunque relacionada con la determinación de la selección de la persona objeto de ayuda, tiene sin
embargo un contenido diferente. Así mientras la pauta normativa que guía la selección de la persona objeto de ayuda
familiar determinaría a quién proporcionar esa ayuda, los principios basados en la reciprocidad permiten determinar
qué se debería hacer o entregar a esa persona. En cualquier caso, como advierte Garcia-Férez (2004: 38), hay
muchos problemas en considerar la reciprocidad como el fundamento ético de las obligaciones filiales, ya que una
obligación basada únicamente en la reciprocidad significaría que cuando se han pagado las deudas ya se estaría libre
de obligaciones. Por tanto, aunque la reciprocidad es importante, no es lo único determinante en la formación y
delimitación de las obligaciones familiares y en especial aquellas de los hijos respecto a los padres y debemos
atender a análisis más complejos, como los de Finch (1989), para entender su funcionamiento.
116 Finch (1989: 139) relaciona las obligaciones familiares y su determinación con el concepto de moralidad pública
(public morality) entendida tal y como la define Douglas, (1971: 243) como ―una estrategia comunicativa diseñada
para ofender al menor número de personas posible”. De tal modo que la representación de las personas y sus
familias hacia el mundo exterior viene determinada por el entendimiento de lo que resulta dominante y aceptable en
las normas sociales referidas a la familia.
117 Por ejemplo un estudio llevado a cabo en España en relación sobre este tema (IOÉ, 1995: 9) descubrió como en
el ámbito rural se asocia todavía el cuidado de los ancianos al reparto de la herencia: cuando un hijo es el único o
principal heredero de la hacienda familiar, los demás hijos descargan en él el cuidado de los padres. En este sentido
es también innegable la relación con determinadas situaciones de negligencia – o al menos cercanas a ella – o que
podrían incardinarse dentro del denominado maltrato económico y que pueden tener como base esta motivación en
el cuidado cuando resulta demasiado central. El patrimonio de una persona mayor ¿necesariamente tiene que pasar a
sus hijos por vía de herencia como parece indicarlo y apuntarlo la norma social o también puede e incluso debe
utilizarse para mejorar en la medida de lo posible las condiciones de la vejez de los padres? Las situaciones de
dependencia muchas veces implican elevados gastos y estos no se encuentran cubiertos por las administraciones en
su totalidad – en realidad dadas las deficiencias del Estado de bienestar español ni siquiera una pequeña parte – pero,
en ocasiones, tampoco se quieren asumir por los familiares.
118 Quizás previamente tendríamos que contestar otra pregunta ¿de qué tipo de Estado de bienestar estamos
hablando? Siguiendo la ya clásica tipología establecida por Esping-Andersen (1993), que se ha convertido en la
taxonomía de uso prácticamente universal para el análisis comparado de este tipo de políticas e instituciones
(Espina, 2002:4), podríamos distinguir entre estados de bienestar de régimen liberal, que aceptan básicamente los
resultados del mercado y corrige sus fallos más flagrantes; de tipo conservador-corporativista, que hacen intervenir
al estado en el mantenimiento de las diferencias de status social y de clase, fortaleciendo los lazos familiares, y, por
último, de filiación socialdemócrata que universalizan los derechos sociales a través de la desmercantilización,
abriendo el camino hacia la ciudadanía social individual, socializando al mismo tiempo buena parte de los costes de
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Después de todo, como sugieren Finch y Mason (1993: 177), los Estados deben dibujar la
línea que separa su responsabilidad a la hora de apoyar a sus ciudadanos, y aquellas necesidades
que cubre y asume la familia. De tal manera que si las familias cubren las necesidades
financieras y prácticas de sus miembros, no será necesario para el Estado implicarse, pero si por
el contrario no quedan cubiertas, deberá actuar119.
En el campo específico del cuidado a los familiares mayores, Finch (1995: 53) descubre
una paradoja: por un lado parece que la gente identifica claramente que son los hijos los que
la organización familiar (Espina, 2002:6). De cualquier forma, como recuerda Dean (2006:30), la taxonomía de
Esping-Andersen ha sido criticada desde numerosos ámbitos. Por ejemplo desde el feminismo que alega que el
modelo se basa esencialmente en las experiencias de los hombres más que de las mujeres y que replica que las
diferencias entre los Estados también se pueden medir con base al grado en el que benefician a las mujeres,
permitiéndoles la entrada en el mercado laboral y el alejarse del control patriarcal de la familia. Por otro lado,
muchos de los países más bien practican un modelo hibrido en el que combinan características de varios modelos.
Sobre todo los países del sur de Europa – Grecia, España, Italia, Portugal – emergen para algunos como un modelo
diferente de Estado de bienestar. (Aunque el propio Esping-Andersen considera que en esos casos estamos ante un
modelo esencialmente conservador.) De esta forma podemos concluir que en España – compartiendo modelo con
otros países del sur de Europa – se practica más bien una variante de ese Estado de bienestar corporativo-
conservador que podríamos denominar como Estado de bienestar a la mediterránea. Los rasgos fundamentales
del modelo mediterráneo de Estado corporativo, serían, según síntesis de González (2005: 172-188), los
siguientes: dualidad entre el tratamiento de los trabajadores centrales, plenamente integrados en la
actividad productiva, y el de los periféricos o marginales, aquellos que tienen dificultades para integrase
plenamente en el mercado de trabajo; una diferencia importante entre la generosidad de los beneficios
contributivos y la escasa importancia de las prestaciones asistenciales; sesgo distributivo a favor de los mayores
y en contra de los jóvenes (lo que en todo caso – añadiríamos nosotros – no impide por ejemplo las mayores
tasas de pobreza entre las personas de edad en comparación con la población general); excesiva carga de tareas
sobre las familias lo que redunda, en último término, en un obstáculo a la formación de las mismas, con
los efectos negativos sobre la fecundidad. En definitiva, creemos oportuna esta puntualización para dejar claro
que cuando hablamos de Estado de bienestar en España lo estamos haciendo de este Estado de bienestar a la
mediterránea presente en nuestro país. Un escenario caracterizado, según síntesis de Flaquer (2004: 51), por un
sistema de bienestar basado en la familia, un sistema productivo con un sesgo familiar muy fuerte y un sistema de
valores orientados hacia la institución familiar. Un Estado que, con sus muchas limitaciones y carencias (y
algunas virtudes), determina considerablemente la realidad también del cuidado de las personas mayores.
119 Es decir, se conecta con las políticas familiares de los Estados, entendidas como “aquellas políticas que están
encaminadas a conseguir que las necesidades de los miembros de las unidades familiares sean satisfechas tanto a
través de las dependencias mutuas (relaciones familiares) como a través de la aportación de recursos derivados de
la actuación o al menos de la previsión de los poderes públicos” (Picontó Novales, 2000). Políticas que, como es
lógico, están fuertemente condicionadas por las diferentes concepciones ideológicas que determinan la visión del
papel del Estado en el desarrollo de la política social. Como indica Picontó Novales (2000), estas políticas
familiares, desde una perspectiva comparada respecto de los países europeos de nuestro entorno, pueden ser
explícitas (Francia, Bélgica, Luxemburgo) en la medida en la que los objetivos de las mismas están expresados
claramente al enunciarse en un programa de intervención, o implícitas (como ocurriría en España) en la medida en la
que esa política familiar estaría fragmentada entre las acciones dirigidas al bienestar de las diversas categorías
familiares o sociales (mujer, infancia, juventud, tercera edad…) o repartidas entre diversos ámbitos de
responsabilidad política (vivienda, mercado laboral, fiscalidad) sin que necesariamente exista ni una visión, ni una
previsión de conjunto. Para Flaquer (2004: 52) ese modelo de política familiar en la medida en que es implícito en
los países del sur de Europa constituye “el resultado de respuestas en parte descoordinadas de las administraciones
del Estado a diversos campos de la política social, partiendo del supuesto de que la familia debe protegerse a sí
misma y de que, en todo caso, las políticas públicas están destinadas a fomentar la solidaridad entre parientes”. A
ello hay que añadir la constatación de que en general en época de escasez y de crisis como la actual, como advierten
Finch y Mason (1993:177), los Estados tienden a reforzar el papel de la familia haciendo recaer sobre ésta más
obligaciones que así no deben asumir.
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deberían ser los primeros en dar un paso al frente para atender a los padres cuando lo precisen120;
por otro lado, no existe en realidad una acuerdo claro de que los hijos adultos deban ocuparse de
los padres mayores. Hay un acuerdo en ese nivel público normativo sobre que los hijos deben
hacer algo para ayudar a sus padres, aunque existe falta de consenso social sobre el qué. De esta
forma, autores como García-Férez (2003:25), Alberdi (1999: 339) Bazo y Ancizu (2004: 48);
Escuredo (2007: 85), entre otros, ponen de manifiesto como en los últimos años en nuestro país
frente a una responsabilidad exclusiva de las familias ha ido apareciendo una tendencia, incluso
en cierta forma una exigencia, hacia la co-responsabilidad con el Estado en el cuidado de las
personas mayores en situación de dependencia121.
120 Para comenzar entre las personas mayores según apunta Santamarina (2004) en su análisis de la autopercepción
de la vejez aparece la idea recurrente de no convertirse en una carga para las hijas y los hijos al llegar la vejez,
que se articula como una situación de pérdida progresiva de autonomía y de dependencia frente a otras personas.
En este sentido los varones (Santamarina, 2004:73), suelen proyectar sus expectativas de cuidados en el hogar
propio, como último escenario de sus vidas: ―morirme en mi casa, tranquilamente y que sea mi mujer quien me
cuide”; mientras que las mujeres también se aferran a la permanencia en el hogar en su papel de cuidadoras. De ahí
que aparezca una valoración positiva de los servicios públicos que permitan y faciliten la autonomía
residencial de los ancianos frente a otras alternativas como las plazas residenciales que se encuentran
desprestigiadas, porque resultan escasas y caras además de estar demonizadas socialmente. En una línea muy
similar el estudio de Pérez Ortiz (2006: 143) muestra como los mayores creen que la solución a sus problemas en
este campo debe proceder de una articulación de la actuación de los dos grandes agentes de bienestar, el Estado y las
familias (38,1%). La opción que prefieren por encima de las demás es que las familias estén a cargo de la atención
pero con la ayuda de los servicios de la administración; no obstante, si uno de los dos agentes tuviera que hacerse
cargo en exclusiva prefieren que sea la administración (21,0%) antes que las familias (10,4%).
121 En este contexto Escuredo (2007: 77) recuerda como las políticas que tienen por objeto ayudar a los cuidadores y
a las familias que tienen un anciano dependiente a su cargo en nuestro país se han orientado tradicionalmente en
cuatro direcciones; ayudas fiscales y exoneraciones; ayudas de descanso o descarga, como los centros de día y las
estancias temporales; ayuda psicológica o formativa, y medidas para la conciliación de la vida familiar y laboral. La
aprobación de la Ley de Dependencia y la implantación del SAAD, en cierta manera deberían modificar este
panorama en el que según palabras de la propia Escuredo (2007: 82):“En general, y reconociendo en primer lugar
los avances realizados en este tema, las políticas de dependencia no constituyen todavía una auténtica alternativa a
las necesidades de los cuidadores, ya que no contribuyen a aliviar de manera significativa la carga que el cuidado
ejerce sobre éstos. (…) Por ello estas políticas no liberan a la familia, y más concretamente a las mujeres de parte
de la responsabilidad del cuidado a los ancianos dependientes, sino que más bien fomentan el que éstas se hagan
cargo de los ancianos prácticamente en solitario, como si en la sociedad nada hubiera cambiado ”. No se trata de
agotar en este punto, un tema tan complejo y que con la aprobación de la Ley de Dependencia y la consolidación del
SAAD va a suponer, en mayor o menor medida, un cambio de escenario por lo que abordaremos el tema de nuevo
en el análisis de la Ley de Promoción de la autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de
Dependencia (vid. infra. cap. VII, 1 y Anexo II, 2.3), así como a partir de los testimonios de algunos de los
participantes en nuestra investigación (vid. infra. cap. V). Lo que interesa recalcar en este momento es que, en
España, las necesidades de cuidado de los mayores se cubren esencialmente a través de las familias. Y
consecuentemente el discurso dominante que determina las políticas públicas es, en el mejor de los casos, el del
apoyo al cuidador (que en realidad suele ser más bien cuidadora) y no el de la responsabilidad compartida del
Estado en esa tarea. Es decir, la familia es quien cuida y el Estado, como mucho, apoya ese cuidado familiar con
algunas medidas (que a partir del SAAD parecen haberse incrementado y transformado especialmente al concebirse
en su naturaleza como un derecho subjetivo de la persona en situación de dependencia). Aunque, por otro lado,
como apuntan Casado Martín y López i Casasnovas (2001:209), es cierto que ante el cambio de las estructuras
familiares, el envejecimiento demográfico y la incorporación masiva de la mujer a la vida laboral ―lo más probable
es que observemos cómo en los próximos años las familias empiecen a demandar la expansión de los servicios
formales, conscientes de que éstos son la única vía efectiva de lograr compaginar la actividad laboral y los
cuidados requeridos por los ancianos”.
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En este sentido es útil para la comprensión de las relaciones entre las diferentes formas
de provisión de cuidados la representación (Evers y Wintersberguer, 1986) de lo que ha venido
en denominarse triangulo del bienestar (welfare triangle). Se trata , como podemos observar en
la Figura 1, de una representación diagramática de la relación entre cuidado formal, cuasiformal
e informal dependiendo de si éste se provee por parte del Estado, el mercado o la familia y que
ejemplifica la gradación entre lo público y lo privado como extremos de la atención a los
mayores y a los dependientes:
Fig. 1: La economía mixta del cuidado y la atención a los familiares mayores.
Fuente: Walker (1995:202)
En el análisis de ese modelo trasladado a la realidad social, Walker (1995: 202) plantea
que el mismo muestra más bien las potenciales fuentes de provisión ya que esa supuesta
economía mixta del cuidado (welfare mix) estaría en la realidad, como ya sabemos, fuertemente
dominada por un solo proveedor: la familia. Como es lógico, la diminución de la disponibilidad
para el cuidado de la familia en las sociedades actuales – por los cambios sociales y
demográficos – tiene consecuencias en el aumento de la provisión de cuidado formal, al tratarse
de vasos comunicantes los que relacionan cuidados formales e informales (Casado Martín y
López i Casanova, 2001:209).
Según el análisis de Walker (1995: 204), el Estado interviene en varios sentidos a la hora
de determinar la naturaleza y extensión de ese cuidado familiar: de una forma directa bien
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ejerciendo un poder de control (en los casos en los que precisamente se persigue la negligencia o
el maltrato familiar), bien mediante la provisión de incentivos (desgravaciones fiscales,
beneficios especiales para los cuidadores). De una forma más indirecta mediante servicios
organizados y dirigidos a aquellas personas necesitadas de cuidados o con previsiones hechas
acerca de la viabilidad y disponibilidad de la familia para el cuidado, racionalizando en
consecuencia el cuidado formal que el mismo Estado provee122. Y finalmente, de una forma
todavía más indirecta, la política económica y social general de los gobiernos que determina y
condiciona la situación material y social en la que esa ayuda familiar se provee.
Para Dean (2006: 115-116) el auge de este pluralismo del bienestar (welfare pluralism) y
de la economía mixta del bienestar (o también para lo que a nosotros nos interesa, más
específicamente del cuidado como uno de los aspectos esenciales de ese bienestar) representa
una respuesta a la crisis del mismo Estado social. Como ciertos elementos – especialmente los
relacionados con la salud y la educación, aunque no exclusivamente – no pueden fácilmente ser
devueltos a los sectores informales, voluntarios o privados123 la respuesta alternativa ha supuesto
reformar el funcionamiento de esos servicios para que permanezcan en el Estado y que se ha
construido entre otros entorno al concepto de nuevo gerencialismo (New Public
122 Al respecto, Ellis (2004: 34) plantea como el hecho de que el cuidado social se conciba cada vez más claramente
como cuidado personal, hace por ejemplo que se fomente la estrategia de un proceso de profesionalización del
cuidado informal o familiar a partir sobre todo de la capacitación en tareas de enfermería básica que minimicen el
uso de los servicios e integren a los cuidadores no pagados de alguna forma en la esfera de la provisión de cuidado
formal. Esto tiene gran importancia para nuestro objeto de estudio porque, como veremos más adelante (vid infra
caps. III, 2 y VI, 1.), se nos presenta - además de en la línea que perspicazmente señala Kathryn Ellis - como una de
las estrategias básicas en la prevención frente al maltrato (especialmente la negligencia). Sea como fuere, es cierto
que como señala la propia autora (Ellis, 2004: 35) las responsabilidades de los cuidadores familiares en relación con
el cuidado comunitario se han vuelto en el transcurso de los años cada vez más formalizadas y han ido adquiriendo
el carácter de obligaciones ciudadanas. Lo que, por otro lado se relaciona con ese sesgo conservador que veíamos
detectaban Bazo y Ancizu (2004:47) en nuestro país. y que hacía que el Estado promocionara la asunción de la tarea
de cuidado por parte de los familiares.
123 Estas tres fuentes de provisión de bienestar al margen del sector formal son caracterizadas por Dean (2004: 114)
en los siguientes términos: en lo referente al sector informal (aunque nosotros preferimos el uso del término
familiar) partimos del hecho de que la mayoría de las personas continúan recibiendo cuidados que precisan en el
seno de la familia o de la comunidad de tal manera que el cuidado tiene lugar en gran parte en el contexto de las
relaciones humanas ordinarias. Por otro lado, si consideramos que el cuidado es una necesidad preexistente, como
es obvio, al Estado de bienestar, debemos tener en cuenta las aportaciones de sectores con diverso grado de
voluntariedad (iglesias, organizaciones filantrópicas o de caridad, sindicatos…). Y aunque muchas de las funciones
que éstos realizaban han sido asumidas por los Estados, permanecen o bien como agentes que actúan con el
conocimiento y la confianza del Estado, o bien como proveedores de servicios paralelos o complementarios de los
del sector público (piénsese por ejemplo en el auge de las ONG). Por último respecto al sector privado o comercial,
hay que pensar en la posibilidad de acceder a servicios determinados también relacionados con el cuidado por parte
de aquellos que pueden afrontarlos. A veces existe además una colaboración entre los sectores públicos y privados
basada por ejemplo en la externalización de servicios (y así en el caso del cuidado de ancianos ocurre, por ejemplo,
con los SAD).
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Managarialism124). De esta forma, no se trata de privatizar sino hacer más semejantes los
servicios del Estado de bienestar a los que presta el mercado. En cualquier caso el propio Hartley
Dean (2006: 116-17) identifica más recientemente, al menos en el contexto británico, un aspecto
más tecnocrático que se relaciona con un proceso y un discurso de modernización de los
servicios públicos, de tal forma que existe un intento explícito de transformar los servicios de
bienestar estatales, hacia servicios con una función más personalizada frente a las características
tradicionales de servicio público. De esta manera, la política social se está relacionando con
nuevas ideas y teorías que sugieren que no sólo el carácter sino el mismo propósito del Estado
del bienestar está cambiando. Y así, en la misma línea, apuntan López y Gadea (1995: 19) como
la nueva legitimidad sobre la cual deben recomponerse las administraciones públicas es la
prestación de servicios a los ciudadanos, constituyendo un profundo y trascendental cambio de
su sentido e identidad, así como de sus objetivos: ya no se trata tanto de administrar el bien
común, como de prestar servicios a los ciudadanos.
En definitiva, parafraseando de nuevo a Hernández Rodríguez (2007: 218), en relación
con el cuidado de las personas mayores en nuestro país “todo se espera del Estado, pero casi
todo se resuelve en las familias”. En este sentido Bazo y Ancizu (2004: 70) concluyen que en
España la familia es la fuente de apoyo y cuidado más importante para los padres mayores, no se
está familiarizado con los servicios sociales, y en consecuencia prácticamente no se usan. Por
eso mismo es preciso lograr una normalización en la utilización de los servicios de cuidado.
Desde el punto de vista de la ciudadanía social, deben llegar a verse y juzgarse de la misma
manera que otros elementos del Estado de bienestar como por ejemplo los servicios de salud, que
se consideran claramente un derecho de los ciudadanos125.
124 El tema es complejo y desborda los límites de este trabajo, por lo que nos limitaremos a esbozar algunos
elementos claves de este paradigma del nuevo gerencialismo aplicado al Estado de bienestar. Así por ejemplo Dean
(2006: 116) caracteriza algunos de los elementos claves de ese proceso de mercantilización del New Public
Managerilism de tal manera que éste requiere que sean los gerentes (managers) los que se ocupen de los servicios
mientras que reclamantes, pupilos, pacientes se convertirían en clientes. Clientes que deben beneficiarse tanto de la
competencia como de la posibilidad de elección. En consecuencia, se debe instaurar una nueva cultura de la eficacia
en los servicios y la satisfacción del cliente en la que también el personal público se vea sujeto a alcanzar objetivos.
De esta manera se renuncia al concepto del ciudadano en su sentido más amplio y como apuntan López y Gadea
(1995: 41) :“[se le considera] únicamente como cliente de la administración pública [ya que] la misión de ésta es,
únicamente, atender eficaz y eficientemente, como mero administrador, a sus peticiones. Con ello se reduce al
ciudadano, en su relación con la administración, a la dimensión de mero consumidor de servicios y se le reconocen
únicamente sus derechos individuales (los derechos de ciudadanía serían prácticamente los derechos del
consumidor)”.
125 Habrá que ver en qué medida la implantación del SAAD supone una quiebra, o el comienzo de la quiebra al
menos, del fenómeno, que Flaquer (2004: 50) identifica como sui géneris en los países de la Europa meridional.
Fenómeno que implica la existencia de una circularidad entre la escasez de medidas de política familiar y la
ausencia de demandas de dichas medidas. La fuerte solidaridad familiar a la vez explicaría la escasez de una política
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Por otro lado, también el cambio social y familiar afecta a la provisión de cuidados y así
parece que ya no se espera que las generaciones de jóvenes proporcionen un cuidado constante y
diario a sus padres mayores en el futuro: se espera que se preocupen – ese care about del que
hablaba Tronto (1993) – de sus padres y no que cuiden de ellos directamente – o caregiving en la
terminología de Tronto (1993) – asumiendo más bien un papel de supervisor del cuidado (care
management) que reciben los padres (Bazo y Ancizu, 2004: 72).
Con esta última referencia al cuidado familiar de las personas mayores cerramos la
primera parte de este capítulo dedicada a plantear algunas claves sobre la posición social de las
personas mayores en la sociedad. Conocer bien el contexto social en el que se desarrolla la vida
de los mayores es indispensable para entender tanto las razones y causas del fenómeno como su
posible respuesta. Por ello sólo a partir de ahora nos centraremos más específicamente en el
objeto de nuestro estudio: el maltrato familiar del que puedan ser víctimas.
2.- La construcción del maltrato al mayor como problema social. Una
genealogía.
Antes de ocuparnos propiamente del marco teórico conceptual, nos ha parecido relevante
rastrear la genealogía del maltrato hacia las personas mayores en su construcción como problema
social. De hecho muchas de las cuestiones que planteamos en las siguientes páginas han
condicionado considerablemente los diferentes desarrollos conceptuales elaborados en torno a
nuestro tema de estudio a los que nos referiremos más tarde. Un tema, este del maltrato hacia los
mayores que, no lo olvidemos, sigue reclamando hoy en día de una mayor atención política,
académica y social.
Para empezar, el maltrato hacia los mayores es una realidad presente en nuestras
sociedades cuya cuantificación y repercusión en el conjunto de la población anciana tiene
todavía que ser explorada con mayor profundidad. Frente a otras situaciones con las que el
maltrato a los mayores guarda cierta relación, como son el maltrato infantil que fue descubierto
en torno a los años 60 o la violencia familiar de género que emergió como problema sobre todo
familiar y constituiría su resultado. Todo ello tiene una base ideológica muy fuerte basado en el familiarismo de la
sociedad española. Y así, según explica Flaquer (2004: 53), “se da por sentado que los hogares son los principales
responsables del bienestar de sus miembros y, por lo tanto, la política familiar queda en segundo término. Esta es
la razón por la cual los ciudadanos (…) conceden a la familia una gran prioridad en sus escalas de valores. Sus
niveles de bienestar dependen más de sus disposiciones y relaciones familiares que de las medidas desplegadas por
las instituciones del Estado de bienestar”. Las expectativas de que normas como la Ley de Dependencia impliquen
una consolidación del Estado de bienestar podrían modificar poco a poco este statu quo al considerar, entre otras
cosas, la atención a la dependencia y la promoción de la autonomía personal como derechos universales y subjetivos
(vid. infra. cap. VI,1 y Anexo II, 2.3.).
91 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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en la década de los 70, el maltrato hacia los mayores no comenzó verdaderamente a detectarse
como problema social hasta la década de los 80 (Brandl et al., 2007: 5). Es decir, evidentemente
estas situaciones de maltrato hacia los ancianos existían con anterioridad en el seno de nuestras
sociedades, pero ¿estaban construidas como un problema social aislado y reconocido como tal
frente al que es necesario actuar? ¿Lo están en este momento?
Para contestar a estas preguntas resulta especialmente útil la taxonomía que propuso en su
momento Blumer (1971) en relación con los cinco estadios en la construcción de un problema
social: emergencia, legitimación, movilización de la acción, formulación de un plan oficial e
implementación de dicho plan126. Siguiendo de cerca de Blumer (1971) por lo tanto vamos a
tratar de aproximarnos a la genealogía del maltrato hacia las personas mayores entendido como
problema social centrándonos para ello en el contexto internacional pero descendiendo también a
la situación en España.
Como apuntan Bennet et al. (1997: 12), el discurso en torno a la construcción de los
problemas sociales sugiere que es necesario que existan unas determinadas circunstancias
sociopoliticas para que la sociedad perciba un problema social como existente y, por lo tanto,
como merecedor de atención. En relación con la emergencia del problema debemos recordar
como el maltrato hacia las personas mayores aparece por primera vez descrito en publicaciones
médicas a través de una carta al director enviada por Burston (1975) al British Medical Journal
identificando un fenómeno que él denominó como de abuelas golpeadas (granny battering).
Prácticamente en el mismo momento apareció en Modern Geriatrics un artículo muy citado de
Baker (1975), un psiquiatra, también bajo el titulo Granny Battering en el que se planteaban
algunos supuestos en los que terceros – sobre todo doctores – podían ocasionar daños a
determinadas personas mayores. Estas primeras percepciones del maltrato hacia las personas
mayores, como se puede observar, se centran sobre todo en el maltrato institucional ya que como
aclara el propio Burston (1975) serian simplemente “otra manifestación del inadecuado trato
que la profesión dispensa a las personas mayores”. Con todo hay que tener en cuenta que esta
serie de primeros artículos en torno a las abuelas golpeadas o vapuleadas (granny bashing) pone
de manifiesto, como advierten Aitken y Griffin (1996: 31), una visión muy mediatizada por el
126 Blumer (1971) propone una nueva aproximación por parte de la sociología al estudio de los problemas sociales
que coloque a los mismos en el contexto de un proceso de definición colectiva. Es ese proceso el que determina qué
problemas son reconocidos como existentes y en qué forma son considerados, qué es lo que se va hacer con ellos y
como se reconstruyen en los esfuerzos subsiguientes para controlarlos. Los problemas sociales tienen su propio
recorrido y su destino se determina en este proceso por lo que ignorarlo puede llevarnos a generar sólo un
conocimiento parcial y a dibujar una visión ficticia sobre los mismos.
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género y bastante estereotipada según la cual las víctimas de este tipo de violencia serían
esencialmente abuelitas (granny) frágiles y desprotegidas127.
Sin embargo, como explican Bennet et al. (1997: 12), al menos en el Reino Unido, el
hecho de que por primera vez aparecieran descritas en la literatura médica especializadas a
mediados de los años 70 estas situaciones no significa que se reconocieran realmente como un
problema social. De hecho existió un largo silencio al respecto por lo menos hasta la década de
los 80, momento en el que, de alguna forma, el fenómeno del maltrato hacia las personas
mayores fue redescubierto. En este redescubrimiento, como reconoce Glendenning (2000: 21),
fue clave el trabajo de Eastman (1984) que publico un estudio sobre el fenómeno ya con la
denominación de malos tratos a la tercera edad (Old Age Abuse).
No obstante, más allá de Europa, el nacimiento del interés sobre el tema en Estados
Unidos mostró características diferenciales. Y de esta forma, allí fue mayor la atención dedicada
al estudio del tema en los años 70 y 80. Aunque, como explican Aitkien y Griffin (1996: 32), se
construyó sobre todo como un problema familiar y se mantuvo por lo tanto en el ámbito de lo
privado sin tener en cuenta las desigualdades estructurales (relacionadas con la edad, con el
género, etc.) que están en la base del mismo y que podrían colocar el debate en torno al maltrato
hacia los mayores en la esfera de lo público128. Entre las razones para el relativo olvido de la
cuestión tras detectarse y hasta su posterior redescubrimiento en el Reino Unido, Bennet et al.
(1997: 12) diagnostican un cierto oscurecimiento del fenómeno al centrarse la atención social y
los esfuerzos formativos en el maltrato infantil y en la violencia familiar de género. Por otro
lado, apuntan el hecho de que la visibilidad de la violencia familiar de género, sobre todo a
través de la importante labor de los grupos de presión feministas. Y ello a pesar de que, pese a no
127 Con el tiempo esos términos, algo sensacionalistas, han ido paulatinamente dejando paso a otros conceptos como
maltrato a las personas mayores (elder abuse) que implican una visión más amplia evitando esa connotación
exclusiva de violencia física y, en alguna medida, construyendo, como veremos más adelante (vid. infra cap. II, 3) el
maltrato hacia las personas mayores como un concepto neutral en relación con el género.
128 Determinados autores (Bennet et al. 1997: 43; Penhale, 2003: 177) ponen de manifiesto como tanto el maltrato
infantil como el maltrato a las personas mayores en sus orígenes (en términos de reconocimiento inicial del
problema) se han elaborado dentro de un contexto médico, mientras que la violencia familiar de género tiene sus
antecedentes en la labor del movimiento feminista en los años 70 y por lo tanto se ha entendido más como un
problema social que como un problema médico. La violencia familiar de género ha sido puesta de manifiesto desde
las propias víctimas y, por lo tanto construida como un problema público, mientras que el maltrato hacia los
mayores ha sido detectado, reconocido y definido sobre todo por los profesionales y, en contraste, construido más
bien como un problema privado (Bennet et al., 1997: 43). Y esto, como es lógico tiene consecuencias en la forma de
afrontar no sólo el análisis y la investigación sino también la respuesta frente al fenómeno. Como concluía en su
momento Terri Whittaker (1996: 155) en un análisis que no ha perdido todavía su validez, “como las voces de los
sobrevivientes al maltrato hacia los mayores todavía no se oyen por encima de las voces de los expertos, en
realidad sabemos todavía muy poco sobre las estrategias y tácticas de resistencia y afrontamiento de estas
víctimas”.
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excluir a las mujeres mayores como posibles víctimas de violencia, estos grupos han dedicado
especial atención a las mujeres jóvenes sobre todo con hijos pequeños a su cargo129.
Pero volviendo al análisis de Blumer (1971), habría que señalar como entre la variedad de
situaciones o circunstancias que se pueden considerar como perjudiciales o dañinas para
determinado grupo de personas – y entre ellas, evidentemente, se encuentra el maltrato hacia las
personas mayores – sólo unas pocas alcanzan legitimidad como problema social. Nos
encontramos frente a un proceso de selección en el que, por así decirlo, determinados problemas
sociales son cortados por lo sano, otros ignorados, otros evitados, otros tienen que luchar para
conseguir un estatus de respetabilidad mientras que sólo algunos alcanzan rápidamente esa
legitimidad por un importante e influyente apoyo. Este proceso constituiría la fase que el propio
Blumer (1971) denomina como de legitimación. Esta fase, en relación con el maltrato hacia las
personas mayores, guarda conexión, al menos en el Reino Unido, por un lado con el
redescubrimiento del fenómeno del que hablábamos más arriba, y por otro lado, Bennet et al.
(1997:12) lo relacionan con una cada vez mayor importancia del poder de lo que Estes (1979: 2)
ha denominado el negocio o la empresa del envejecimiento (ageing enterprise)130. En general,
como apuntan Bennet et al. (1997: 17), el hecho de que el maltrato hacia los mayores hubiera
sido aceptado y legitimado como problema social en Estados Unidos y Canadá desde finales de
los 70 significó que ese nuevo conocimiento generado en torno al tema fuera llegando al Reino
Unido (y también a otros países europeos) estimulando una segunda ola de interés cada vez más
creciente, sobre todo entre un pequeño número de profesionales implicados.
Blumer (1971) considera que, si un problema social atraviesa esas dos fases de
reconocimiento social y legitimación, éste entra en un nuevo estadio de tal manera que se
convierte en objeto de discusión, de controversia entre las diferentes descripciones y
129 En cualquier caso volveremos sobre este tema más adelante al hablar tanto de la perspectiva de género aplicada al
estudio del fenómeno (vid. infra cap. II, 3) como específicamente de la relación entre el maltrato al mayor con otras
formas de violencia intrafamiliar (vid. infra cap. II, 4.2).
130 Es decir todas aquellos programas, organizaciones, burocracias, grupos de intereses, organizaciones comerciales,
industrias y profesionales que se ocupan de las personas mayores de alguna manera u otra (Estes, 1979: 2) En esta
misma línea, desde un punto de vista estrictamente economicista, Gil Calvo (2003: 27) considera que la sociedad sí
se ocupa cada vez más de la demanda solvente de los mayores pues promete ser extraordinariamente rentable desde
el punto de vista del mercado económico sobre todo en el futuro ―cuando se jubilen las próximas promociones de de
mayores mucho más escolarizados, sobreeducados e hipertitulados”. La consideración, por lo tanto, de las personas
mayores, como potenciales consumidores y clientes haría incrementar el interés sobre aquellas cuestiones que les
interesan y les conciernen como, en este caso, el maltrato del que pueden ser objeto. Sería una manifestación más de
lo que el mismo Gil Calvo (2003) denomina poder gris. Postura que contrastaría por cierto con la de Bobbio en su
De Senectute,(1997) ya que según el análisis que de la obra del filósofo italiano hace Alonso Pérez ( 2004: 24) “ El
viejo de Bobbio, torpe de cuerpo y de mente, rémora del progreso y encerrado en sus recuerdos y en su finitud, es
buena presa para una sociedad consumista que todo lo hace mercancía”.
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afirmaciones. Es entonces cuando la discusión, los apoyos, la evaluación, la tergiversación, las
diversas tácticas de desvío y el avance de propuestas de actuación tienen lugar en los medios de
comunicación, en encuentros casuales u organizados, en cámaras legislativas, en comités. Se
entra, por lo tanto, en lo que denomina movilización de la acción. Esto es, la movilización de la
sociedad en relación con el problema. Blumer (1971) destaca la importancia de esta fase en
relación con la suerte final del problema. En este sentido, como señala Wolf (2003: 240), la
celebración en Estados Unidos en los años 80 de un encuentro sobre violencia familiar en el que
se abordó también el fenómeno del maltrato a los mayores tuvo como efecto positivo el de
colocar el asunto bajo el paraguas de la violencia familiar. Se daba así un paso adelante en la
consideración como objeto de discusión e interés público entre la comunidad médica, pero
también entre los criminólogos y otros grupos interesados. También en el contexto británico, a
partir de un informe en la conferencia de la British Geriatrics Society en 1988 que aseguraba que
en el Reino Unido existían por aquel entonces hasta 500.000 ancianos maltratados (Tomlin,
1989), comienza a generarse discusión y controversia sobre el tema131. Por otro lado, en 1989,
aparece también la primera publicación sobre el maltrato hacia los ancianos Journal of Elder
Abuse and Neglect, mientras que en Francia se edita y difunde la Carta de derechos y libertades
de la persona de edad dependiente, elaborada por la Fundación Nacional de Gerontología al
objeto de sensibilizar a la opinión pública y prevenir los casos de abuso y maltrato, tanto en el
hogar familiar como en las instituciones (Caballero García et al., 2000). En definitiva, la
preocupación en relación con este tema va lentamente asentándose en la sociedad en general,
alcanzando tanto a los medios de comunicación132, como a los mismos profesionales.
131 Controversia cada vez más creciente que lleva incluso a la ministra de sanidad británica de entonces, Virginia
Bottomley, a hacer unas declaraciones en la BBC2 en 1991 en las que señalaba, echando balones fuera, ―que no
creía francamente que el maltrato a las personas mayores, gracias a Dios, fuera un problema importante en la
sociedad británica‖ (Bennnet et al., 1997:13).
132 La importancia de esa visibilidad mediática se demuestra por ejemplo en el hecho de que el propio Callahan
(1982), muy crítico con la necesidad de elevar el fenómeno a una posición de interés central en la política social,
admitiera en su momento que el maltrato hacia las personas mayores podía haber alcanzado una nueva plataforma
de legitimidad tras aparecer en la primera plana del Wall Street Journal el 4 de febrero de 1988. En cualquier caso,
es evidente que el fenómeno no ha recibido la misma atención mediática que por ejemplo el maltrato infantil
(Guiurani, 2000: 216). En un análisis más reciente realizado por Payne y Beard (2005: 278-279) sobre el tratamiento
del fenómeno entre los periódicos norteamericanos se descubrió que la mayoría de las noticias tienden a centrarse en
determinados aspectos del proceso penal, configurando así el tema como un asunto antes criminal que social.
Además, mientras el maltrato infantil suele presentarse en los medios como una forma de violencia doméstica, esto
no ocurre en el caso del maltrato hacia los mayores. Los supuestos de negligencia, según este estudio, raramente son
descritos como maltrato hacia las personas mayores, al tiempo que el maltrato hacia las mujeres mayores está
escasamente representado y visibilizado. El foco de atención suele centrarse especialmente en la víctima abarcando
una visión amplia más que en la descripción de actos concretos, como ocurre frecuentemente en el caso del
tratamiento periodístico del maltrato infantil. Payne y Beard (2005: 279) concluyen su estudio afirmando que la
visión de los periódicos norteamericanos del maltrato hacia los mayores es limitada y que de su lectura el público
difícilmente puede extraer una noción clara y ajustada de la naturaleza del fenómeno. En cuanto a España, lo cierto
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En este sentido resulta de vital importancia la creación de una serie de organizaciones o
de recursos o agencias estatales dedicados a la difusión de información sobre el tema: así por
ejemplo, en 1988 se crea el National Center on Elder Abuse, un organismo dependiente del
gobierno de los Estados Unidos y dedicado a la prevención del maltrato hacia las personas
mayores; en 1993 aparece la organización Action on Elder Abuse en el ámbito británico; por fin,
en 1997, con un alcance internacional, se constituye una red para la prevención del maltrato
hacia las personas mayores (Internacional Network for the Prevention of Elder Abuse –
INPEA)133. Precisamente esta organización (INPEA) realiza en el año 2002 para la
Organización Mundial de la Salud (OMS) un estudio denominado Missing Voices acerca de
la propia opinión de las personas mayores sobre el maltrato al anciano. En este camino
habría que señalar como muy importante la ya mencionada y analizada II Asamblea Mundial
sobre Envejecimiento celebrada en Madrid en abril de 2002 y que en su declaración política en
el marco del Plan de Acción Internacional de Madrid sobre Envejecimiento, que como hemos
visto (vid. supra cap. I, 1.3), hace una destacada mención a la lucha contra el abandono,
maltrato y violencia contra las personas mayores. Y ese mismo año, en noviembre, se promueve
la conocida como Declaración de Toronto (2002) diseñada en una reunión internacional de
expertos patrocinada por el Gobierno de Ontario (Canadá) que constituye una llamada a la
acción para la prevención del maltrato hacia los mayores en todas sus formas.
Todos estos acontecimientos reseñados constituyen pasos e hitos claves en la
legitimación y construcción del maltrato hacia los ancianos como problema social. Demuestran
también, de alguna forma, como estamos en un proceso todavía en marcha. Un proceso quizás
aún lejos de haberse completado, como prueba el hecho mismo de la dificultad evidente de
alcanzar un consenso en torno a las definiciones y tipologías del maltrato hacia los mayores, la
falta de medios y recursos suficientes para su detención y prevención, así como la relativamente
escasa presencia – sobre todo en comparación con otras formas de violencia familiar – en los
medios de comunicación y entre las cuestiones que preocupan a la opinión pública. De todas
estas cuestiones, en mayor o menor medida, nos iremos ocupando a lo largo de este trabajo.
es que muy recientemente el diario EL PAIS dedicó sus páginas centrales al tema del maltrato familiar hacia las
personas mayores haciéndose eco de los resultados de algunos de los estudios más recientes existentes en nuestro
país y consultando a expertos de primera fila (“Cuando el anciano es un engorro” EL PAÍS, 8/04/2010). La
pregunta a hacernos sería hasta qué punto, de forma paralela a como señalaba Callahan (1998) respecto de la
sociedad norteamericana, esta noticia (y otras similares) implican nuevas plataformas de legitimidad. Lo que parece
más evidente es el retraso (pongamos unos veinte años) con el que los medios españoles han descubierto el
problema respecto a los norteamericanos.
133 Sobre el funcionamiento y principales actividades de INPEA, puede consultarse a Bazo (2006).
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Pero volviendo a la construcción teórica de Blumer (1971), la siguiente fase estaría
constituida por la decisión de la sociedad en torno a la manera en que actuar y considerar un
determinado problema social. Esta fase de formulación de un plan oficial de acción tiene lugar
por lo tanto en los comités legislativos, en los parlamentos, en los ejecutivos. Supone una
redefinición, una reformulación de los términos del problema lo que hace que, en ocasiones, la
formulación resultante del problema se encuentre bastante alejada de cómo el problema se
contemplaba en las fases iniciales. Para Blumer (1971) el plan oficial constituye, por sí mismo,
la definición oficial del problema. Pero este plan oficial en torno al problema debe ser puesto en
marcha. Por ello, la última fase estará constituida precisamente por la implementación de esos
planes de actuación. Considerar que el plan de actuación y su implementación son la misma
cosa, significa tener una visión muy superficial de la realidad, ya que frecuentemente estos
planes son redimensionados, modificados, e incluso desvirtuados en su aplicación práctica. La
implementación de estos planes implicaría, por lo tanto, un nuevo proceso de definición
colectiva del problema.
Hasta este momento nos hemos referido a algunos aspectos relacionados con el maltrato
hacia las personas mayores en su construcción como problema social en el contexto
internacional. En realidad estas dos últimas fases de la taxonomía de Blumer (1971) – la
formulación del plan oficial y su subsiguiente implementación – constituyen el objeto esencial de
esta tesis doctoral que trata de analizar precisamente la respuesta de la sociedad frente al
fenómeno de los malos tratos hacia las personas mayores134. La descripción de los planes
oficiales, por utilizar la terminología empleada por el propio Blumer (1971), incluso limitándose
los más importantes y desarrollados, así como su posterior implementación en el contexto
internacional excede las intenciones de este trabajo que toma como referencia la sociedad
española y, más en concreto, la sociedad aragonesa. Por todo ello, a pesar de las esporádicas y
necesarias referencias que podamos hacer a determinados dispositivos, planes de actuación e
iniciativas que se desarrollan o se han desarrollado en el contexto internacional – sobre todo en
el mundo anglosajón que en este sentido lidera la acción contra el maltrato hacia las personas
134 Todo ello con los matices necesario, como ya hemos visto, que implica el acotado objeto de estudio elegido; esto
es, por un lado, no nos vamos a ocupar de todas las manifestaciones de maltrato hacia los mayores sino que nos
referimos sólo al maltrato que se produce en el ámbito familiar y, por otro lado, no nos vamos a limitar – aunque
constituya, evidentemente, un elemento central – a las respuestas institucionales y con especial referencia a la
respuesta de la administración de justicia sino que pretendemos plantear una visión un poco más amplia de la
cuestión que incluya el análisis de la implicación de la sociedad – española y aragonesa – en su conjunto.
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mayores – nos vamos a centrar en el análisis de la respuesta que da la sociedad española frente al
problema social objeto de estudio135.
Por ello mismo, no habíamos hecho referencia alguna hasta ahora a cómo se ha
construido el maltrato hacia las personas mayores como problema social en España.
Necesariamente sobre muchos de los aspectos que aquí apuntemos vamos a volver a lo largo del
trabajo, pero apoyándonos en el modelo de Blumer (1971), vamos a esbozar una inicial
aproximación al menos. Se trata de tratar de responder a esas preguntas que nos hacíamos al
principio del apartado pero referidas ahora al contexto español. En definitiva, ¿cómo se ha
construido – si es que realmente se encuentra construido como tal – el maltrato hacia las
personas mayores en España como problema social? Y, en consecuencia, ¿cómo se ha articulado
la necesidad de actuar sobre el mismo?
En España, Marín et al. (1991) realizan la primera aportación pública sobre el síndrome
del maltrato y abuso al anciano durante el Congreso Nacional de la Sociedad Española de
Geriatría y Gerontología celebrado en Las Palmas en 1990. Ya en 1994 aparece por primera vez
la cuestión del maltrato hacia las personas mayores en un informe del Defensor del Pueblo así
como en otro informe del Departamento de Bienestar Social de la Generalitat de Catalunya en el
que se pone de manifiesto la necesidad de investigación en relación con el maltrato y la
discriminación contra las personas mayores (Bennet et al., 1997: 1995) 136. Un paso muy
importante también en este sentido lo constituye la Primera conferencia nacional de consenso
sobre el anciano maltratado convocada en 1995. Como fruto de la misma resulta la denominada
como Declaración de Almería (Kessel et al., 1996: 367-372), un documento que se eleva a los
organismos públicos del Estado y de las Comunidades Autónomas para recabar su atención sobre
el asunto y solicitarles fondos para la educación, información y la investigación multidisciplinar
sobre el problema (Caballero García et al., 2000: 177). Es decir, las fases de la emergencia y de
la legitimación en España se producen, como ocurre en otros países europeos, durante el
135 En cualquier caso resulta muy interesante el análisis de la respuesta articulada frente al maltrato a los mayores en
otros países. En este sentido se pueden consultar por ejemplo un trabajo centrado específicamente en el maltrato
familiar a las mujeres mayores (Strümpel et al., 2008) realizado en diversos países de Europa (Austria, Bélgica,
Finlandia, Francia, Italia, Polonia y Portugal). En el mencionado informe se pone de manifiesto por un lado la falta
de datos fiables sobre la magnitud del fenómeno – prevalencia e incidencia – así como una general falta de
concienciación entre los profesionales sociosanitarios. Entre las propuestas de actuación destacan las dirigidas al
personal sanitario y de los servicios sociales tanto desde un punto de vista más estructural relacionadas con la
gestión de los centros como aquellas especialmente relacionadas con el día a día de los diferentes trabajadores en
contacto con la población anciana. También se pone de manifiesto en el estudio la necesidad de fomentar la creación
de equipos multidisciplinares y del trabajo en red.
136 Hay que señalar igualmente como el Justicia de Aragón, el equivalente autonómico al Defensor del Pueblo,
realizó a su vez un informe el 23 de marzo de 2004 al respecto bajo la denominación Calidad de vida de las
personas mayores. Un supuesto especial: el maltrato.
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transcurso de los años 90. Aunque, como indican Bennet et al. (1997: 195), el grado de
conciencia sobre el fenómeno del maltrato hacia las personas mayores se encontraba en nuestro
país, al menos por aquel entonces, en sus estadios iniciales sin que existieran en ese momento
programas específicos de información o formación para los profesionales.
Pero lo cierto es que desde que Bennet et al. (1997) hicieron ese diagnóstico respecto de
la situación del interés acerca del maltrato hacia las personas mayores en nuestro país ha
transcurrido más de una década. Parece por lo tanto oportuno que nos preguntemos en qué
sentido se ha modificado la situación y si se ha avanzado algo en la construcción como problema
social del maltrato hacia las personas mayores.
Los estudios, y en general las publicaciones y monografías sobre el tema, siguen siendo
todavía proporcionalmente escasos en España sobre todo si los comparamos con el ámbito
anglosajón. Pero en los últimos años en la comunidad científica española se ha incrementado
notablemente el interés sobre la cuestión que, aunque esencialmente está construido muchas
veces desde los parámetros médicos y clínicos – como por otro lado ocurre en el resto del mundo
– se va abriendo cada vez más hacia necesarios abordajes multidisciplinares.
En la mencionada Declaración de Almería (Kessel et al., 1996), en concreto en su punto
tercero, se señala el hecho de que no se dispone de datos de frecuencia de base poblacional
acerca del maltrato hacia las personas mayores en España. En el momento actual en nuestro país
la cuantificación del fenómeno del maltrato, su tasa de prevalencia, puede decirse que sigue
basando más en proyecciones que en estudios sólidos. Aunque, en los últimos años, existen
interesantes esfuerzos de cara a tratar de cuantificar el problema como el primer estudio a nivel
nacional dirigido por Iborra Marmolejo (2008) 137.
En alguna medida podemos entender que estas fases de emergencia y legitimación del
problema, tal y como las identifica Blumer (1971), todavía están completándose en España,
mientras que la fase de movilización para la acción y, todavía más, la elaboración de planes
oficiales así como su implementación son todavía incipientes respecto del maltrato hacia las
personas mayores. En este sentido podemos considerar el maltrato hacia las personas mayores
137 Tanto del análisis de este estudio de Iborra Marmolejo (2008) como de otros de alcance más limitado (Bazo,
2001; Ruiz Sanmartín et al., 2001; Risco Romero et al., 2005; Pérez- Cárceles, 2008; García Sánchez ,2007) nos
ocuparemos por extenso más adelante (vid. infra. cap. IV). Y es necesario señalar como al margen de la
cuantificación del fenómeno, también se están realizando interesantes estudios cualitativos que permiten detectar y
analizar las percepciones entorno al maltrato en la vejez tanto de las propias personas mayores como de los
profesionales implicados, como el realizado por la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (Sánchez del
Corral, et al., 2004) o el de Coma et al. (2007) en relación con la visión del maltrato al anciano desde la atención
primaria.
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todavía como un fenómeno oculto en nuestro país sobre todo si lo comparamos con la relevancia
y visibilidad que, afortunadamente, ha alcanzado la violencia familiar de género138.
Pero ello no significa que no existan iniciativas interesantes que van desde la realización
de campañas de sensibilización139, la formación de grupos de investigación sobre el tema140,
hasta la elaboración de Guías y otros documentos dirigidos a los diversos profesionales
implicados en la detección, prevención e intervención de estas situaciones141. Sin embargo, la
concreción de la definición oficial del problema a través de iniciativas y planes así como su
implementación se encuentra en una fase todavía escasamente desarrollada142. Pero de todo ello
nos iremos ocupando con más detalle a la hora de analizar la respuesta articulada frente al
fenómeno a lo largo de la presente tesis doctoral.
138 En el caso de la violencia familiar de género esa visibilización a través de los medios de comunicación
de la que hablo se podría decir que casi está fechada y que tiene rostro, nombre y apellidos: se trata de Ana
Orantes que, en 1997, unos días antes de ser quemada viva por su marido, acudió a un programa de sobremesa de
testimonios de Canal Sur llamado De tarde en tarde en el que narró su calvario de cuarenta años de constantes
palizas y humillaciones. Pues bien, Ana Orantes le puso rostro a la realidad brutal de las mujeres maltratadas,
saltando a las portadas de los periódicos y a las pantallas de todos los televisores. Hasta la fecha no ha existido una
Ana Orantes que ejemplifique la violencia ejercida contra las personas mayores y este fenómeno no sale a la luz en
la misma medida. Es decir, parafraseando a Whittaker (1996:155), no oímos la voz de las víctimas de la violencia
familiar contra los mayores sino, como mucho, la de los expertos. De vez en cuando surgen en los medios de
comunicación algunas noticias sobre abandonos de personas mayores por parte de sus hijos o de residencias ilegales
donde los ancianos se encuentran recluidos en penosas condiciones. Sin embargo no creo que esas noticias generen
una visión de la existencia de un problema de maltrato hacia las personas mayores como realidad social más allá de
situaciones puntuales, como sí ocurre con la violencia de género o con la violencia contra los niños y niñas.
139 En esta línea es muy interesante la campaña emprendida por el Portal Infoelder dedicado a las personas mayores
bajo la denominación genérica de Ponte en su piel Esta campaña, según informan en su propia página web, ha sido
reconocida por la INPEA (Red Internacional para la Prevención del Abuso y el Maltrato a las Personas Mayores)
como una de las actuales acciones en Europa que buscan concienciar a la población sobre la importancia de detener
el abuso y el maltrato hacia los mayores. Entre sus contenidos destaca la elaboración de un decálogo para la
prevención de los malos tratos (proceso en el que pudimos participar todas las personas interesadas) así como la
difusión de iniciativas y estudios sobre el tema. Puede consultarse en la siguiente dirección electrónica:
http://ponteensupiel.infoelder.com/ (último acceso 3/12/09).
140 Por ejemplo la creación en Cataluña de la Asociación para el Estudio del Maltrato al Anciano (EIMA) que
colaboró recientemente en la elaboración con el patrocinio de la obra social de la Caixa de Catalunya de la guía
Prevenir y actuar contra los maltratos a las personas mayores (Tabueña Lafarga, 2009).
141 Desde luego, hablaremos con mayor profundidad y detalle, de estos instrumentos entre los que destaca la Guía
elaborada por el IMSERSO (Barbero y Moya, 2006) y. en el ámbito autonómico aragonés, el proyecto del SALUD
de una Guía sanitaria en relación con la detección por parte de los profesionales de las situaciones de maltrato hacia
las personas mayores y discapacitadas (vid. infra. cap. III, 2).
142 Y ello a pesar, de la existencia de algunas leyes autonómicas en relación con las personas mayores que
mencionan el maltrato, y el tratamiento que el Código Penal otorga a la violencia familiar modificado por la Ley
Integral de Medidas contra la Violencia de Género. Legislación cuyo contenido analizaremos más adelante (vid.
infra cap. III, 3 y Anexo II, 3.1.).
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3.- Marco teórico conceptual del maltrato contra los mayores en la
familia.
Una vez hechas estas consideraciones previas sobre la construcción como problema
social del fenómeno, dedicaremos esta tercera y última parte del capítulo al análisis del marco
teórico conceptual del maltrato hacia las personas mayores en sus manifestaciones dentro de la
familia.
Debemos partir de la idea de que la fijación de un concepto válido y útil del maltrato
hacia las personas mayores no resulta una tarea sencilla. En primer lugar, por la dificultad de
decantar en una definición y en una tipología lo que cada persona (profesionales de diversos
ámbitos, personas mayores, familiares) entiende por maltrato hacia las personas mayores.
No en vano, como sugirió en su momento un autor americano ―el maltrato, como la
belleza, está en la mirada del observador” (Callahan, 1988: 454). El maltrato es además un
concepto socialmente construido (Corsi, 2003: 20; Penhale y Parker, 2008: 25, entre otros). Y,
en ese sentido, lo que sea maltrato para cada individuo va a depender en buena medida de sus
propias concepciones basadas en sus circunstancias personales (edad, género, clase social,
educación) 143. Como apuntan Penhale y Parker (2008: 25), el entendimiento de lo que constituye
143 En esta línea resultan iluminadores los trabajos que se ocupan del análisis de las percepciones y representaciones
sociales del maltrato hacia las personas mayores. Especialmente relevante es el ya mencionado proyecto de
investigación llevado a cabo por la Red Internacional para la Prevención del Maltrato al Mayor (INPEA)
para la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2002) bajo la denominación genérica de Missing Voices que
explora la propia opinión de las personas mayores sobre el maltrato al anciano. A partir de los resultados
obtenidos tras plantear a los mismos mayores y a los profesionales sanitarios de atención primaria una serie
de cuestiones acerca del maltrato, se genera una definición propia del mismo y de las acciones que
permitan desarrollar una estrategia contra ese maltrato. A pesar de ciertas limitaciones metodológicas del
estudio, reconocidas por los propios artífices, es innegable que aporta una primera base de datos multinacional
sobre el maltrato al mayor. Se trata de un proyecto que desarrollado en ocho países (Argentina, Austria,
Brasil, Canadá, India, Kenia y Tanzania) con un enfoque esencialmente cualitativo. En este estudio varias
categorías claves de maltrato emergen, y aunque algunas de ellas son coincidentes con las reconocidas por la
literatura sobre el tema a partir del trabajo esencialmente de los profesionales relacionados con la salud, otras son
poco mencionadas en esa misma literatura especializada. Frente a construcciones en torno al maltrato hacia los
mayores que ponen el énfasis en los elementos personales y familiares, este estudio pone de manifiesto la
importancia de los factores sociales estructurales. Por otro lado, específicamente en el contexto español, constituye
un ejemplo muy interesante el estudio cualitativo llevado a cabo por el IMSERSO en 2004 (Sánchez del Corral, et
al., 2004: 95 y ss.). Entre las principales conclusiones alcanzadas en este trabajo destaca la de que los mayores
parecen reservar el término maltrato para situaciones extremas de vulneración de los derechos de la persona, de
forma tópica, aquellas que dan lugar a noticias de prensa. Consideran que tales situaciones pueden darse en el
ámbito de una familia, cursando con golpes, suministro exagerado de sedantes o negligencia a la hora de alimentar a
ese anciano, pero, en su opinión, esto sólo es concebible en un entorno francamente desestructurado. Según este
estudio las formas de maltrato identificadas por los mayores se dividen en dos grupos: uno, las situaciones que se
producen en la esfera íntima, y otro, lo que podría denominarse maltrato institucional o en el ámbito público. En la
esfera privada distinguen los siguientes casos, que presentan cierta gradación dentro de la gravedad que le atribuyen
a todas esta situaciones: por un lado la explotación de la capacidad de trabajo del mayor en el ámbito del hogar,
hasta que por sus limitaciones físicas deja de ser útil a la unidad familiar y pasa a posición marginal (lo que parece
guardar relación con fenómenos conocidos como el síndrome de la abuela esclava, del que hablaremos después –
vid. infra cap. II, 3.3); la destitución familiar, aplicándole tratamiento de silencio o franca hostilidad por las
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maltrato se encuentra en constante cambio y desarrollo, tratándose de un concepto fluido que
depende de las nociones contemporáneas de lo aceptable e inaceptable.
Por otro lado, la carencia de suficientes trabajos que se hayan ocupado de estos asuntos
atendiendo a la complejidad de los mismos de forma metodológicamente rigurosa ha repercutido
en una cierta indefinición añadida en los conceptos que manejan los diversos autores144. No hay
molestias que ocasiona su presencia; el desarraigo, ya sea en forma de rotación por los domicilios de los hijos –
fenómeno denominado como ancianos golondrina y del que nos ocuparemos un poco más adelante (vid. infra cap.
II, 2.1.) – o de ingreso forzoso en una institución, que desemboca inevitablemente en una amargura profunda y un
rápido deterioro físico y mental; la explotación económica de los afectos, utilizando las necesidades afectivas del
mayor para apropiarse de sus bienes, ya sea su pensión o sus propiedades, repudiándolo o descuidándolo una vez
logrado el objetivo; el abandono, los familiares directos se desentienden de las condiciones de vida del anciano,
bien por indiferencia o relaciones abiertamente conflictivas, o por residir en poblaciones distintas. Hay aún otro tipo
de situación que los mayores participantes en el mencionado estudio catalogan como maltrato pero que, en este
caso, se contempla como fuente de sufrimiento tanto para el que lo recibe como para el que, según los mayores,
muchas veces involuntariamente, lo inflige: la falta de capacitación de los cuidadores informales. Alude a la
situación – especialmente en relación con los ancianos dependientes sobre todo los que sufren alguna forma de
demencia – en la que el cuidado de una persona mayor dependiente es inadecuado por una manipulación física
incorrecta o por falta de habilidades relacionales y psicológicas del cuidador (Sánchez del Corral et al, 2004: 97).
Por su parte, los profesionales participantes en ese mismo estudio (Sánchez del Corral et al., 2004: 162) tienden a
negar, por lo general, la existencia de maltrato físico en las instituciones y en las relaciones profesional-persona
mayor (aunque sí identifican como casos puntuales de maltrato aquellos que aparecen en la prensa en residencias
privadas), asociando habitualmente el maltrato con el entorno familiar. En otro estudio cualitativo de Comas et al.
(2007), los profesionales específicamente del área de la atención primaria de salud reconocen la existencia de varias
formas de maltrato al anciano entre las que el maltrato psicológico y material serían las más prevalentes. Y además
detectan la existencia de fenómenos que se conectan con el cambio familiar y social y que se relacionan con el trato
inadecuado a los mayores como los abuelos golondrina o bien directamente con la explotación de las personas
mayores como el ya mencionado síndrome de la abuela esclava.
144 Bonnie et al. (2003: 65) reconocen como muy a menudo, por ejemplo, se habla de la heterogeneidad del
fenómeno del maltrato a las personas mayores, pero no existen (o al menos son escasos) estudios que atiendan a la
necesidad de explorar la naturaleza de ese carácter heterogéneo. Por ello, hasta el momento, por ejemplo estamos
funcionando al nivel de tipologías establecidas por el sentido común, quizás más determinadas por las definiciones
legales que por una clasificación formada por criterios científicos. Incluso, en un momento temprano del estudio
sobre el tema, autores como Callahan (1982) o Crystal (1987) se plantearon la utilidad de considerar una categoría
específica de violencia como la del maltrato hacia los mayores, dudando de si ayudaba realmente a resolver el
problema, o de si no se trataba en realidad de una respuesta edadista, perpetuando una idea artificial según la cual la
violencia en la familia, incluida la violencia en la pareja, resulta algo totalmente diferente cuando está implicada una
persona mayor (McDermott, 1993: 5). También Pedrick-Cornell y Gelles (1982: 459) planteaban la cuestión de que
el maltrato hacia los mayores (elder abuse) se había convertido en un concepto político/periodístico, adecuado sobre
todo para atraer la atención del público hacia la situación de las víctimas, pero que se encontraba lejos en ese
momento de ser un concepto científico útil. Callahan (1982) consideraba que la elaboración de esa categoría
específica no incrementaría el bienestar de las personas mayores mientras que otros autores (Wolf y Pillemer, 1989)
defendían que esa clasificación estaba justificada por las propias características de las personas mayores que afectan
a su vulnerabilidad al maltrato y a la forma de ese maltrato que sufren, además de estar determinado por la
naturaleza de las relaciones. Bennet et al. (1997:16) achacaba también como una posible causa de esta cierta falta de
interés sobre el tema al hecho de que la gerontología, como hemos visto (vid supra cap. I, 1), comprensiblemente
tienda a enfatizar en los últimos tiempos los aspectos positivos de la vejez sobre las situaciones negativas como el
maltrato. En el transcurso de todos estos años – como veíamos al referirnos a la genealogía de su construcción
como problema social (vid supra cap. I, 2.), y a pesar de persistir una cierta indefinición sobre el concepto – el
fenómeno en su denominación de maltrato hacia los mayores (elder abuse) u otras terminologías afines se ha ido
convertido en una preocupación social reconocida como tal, con entidad propia, alcanzando la agenda investigadora
y política, aunque quizá en menor medida que otras situaciones de violencia en el seno de la familia (Iborra
Marmolejo, 2005; De la Cuesta Arzamendi, 2006; Brandl et al., 2007).
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que perder de vista que se trata de un asunto que se puede abordar desde muy diversos ámbitos –
social, sanitario, jurídico – varios niveles – micro, mezzo, macro – y diferentes perspectivas – la
perspectiva de la víctima, de los cuidadores, de las agencias de servicios sociales, del sistema de
salud, del abordaje jurídico – lo cual contribuye decididamente a esa falta de consenso en lo que
es o no es maltrato hacia las personas mayores.
Desde Australia, McCallum (1993:75) planteó en su momento una distinción genérica
que nos puede resultar útil para el análisis entre aquellos autores que agrupan un amplio espectro
de daños de los que las personas mayores pueden ser objeto (lumpers) y aquellos otros que
tienden en sus definiciones a separar unidades para el análisis (splitters). Desde luego ambas
posturas presentarían aciertos y limitaciones145.
Los estudios que se realizan sobre el tema, tanto en el contexto español como
internacional, parten muchas veces desde diversos enfoques y conceptos con la consiguiente
heterogeneidad en sus resultados. El esfuerzo de consensuar conceptos y también tipologías –
aunque como veremos después (vid infra cap. I, 3.2.) en este ámbito el grado de acuerdo es
quizás mayor – resulta, importante a la hora de generar conocimiento válido sobre el objeto de
estudio que nos ocupa146. También desde el punto de vista de la respuesta ante estas situaciones
145 Los autores a favor de un concepto que atienda a la diversidad de las posibles formas de maltrato (splitters)
argumentan que considerar un arco demasiado amplio genera problemas metodológicos inhibiendo análisis
rigurosos de los diversos problemas, a veces no relacionados entre sí, a los que se pueden enfrentar los mayores.
Contribuye, por otro lado, a la inconsistencia y falta de posibilidad de comparación respecto a los datos de
prevalencia e incidencia y puede llevar a un sobredimensionamiento del fenómeno. En esta línea Bennet et al.
(1997: 23) plantean el peligro de expandir el concepto de maltrato más allá de una visión constreñida a un fenómeno
dual, entre agresor y agredido, lo que supondría que casi cualquier actitud, comportamiento o política podría
potencialmente ser considerada como dañina o abusiva hacia las personas mayores A su vez los partidarios de una
visión más unitaria (lumpers) consideran que el concepto de maltrato hacia las personas mayores (elder abuse) es
útil entendido como una única categoría. Y ello porque, entre otras cosas, el término cubriría un amplio abanico de
situaciones dañinas y comportamientos indeseables que tienen impacto sobre la vida de los mayores pero que no
necesariamente tienen que ver con el ámbito penal. Ello abre una vía a la respuesta combinada frente al fenómeno
desde diferentes ámbitos (médico, social y legal). Por otro lado, muchos de los mayores afectados suelen ser
víctimas de varias formas de maltrato a veces superpuestas. Por último, el termino maltrato hacia los mayores puede
ser una bandera útil, fácilmente identificable en el aumento de la conciencia social sobre una serie de
comportamientos con consecuencias especialmente graves para las personas mayores (Kinnear y Graycar, 1999: 2-
3).En cualquier caso, como recomiendan Bennet et al. (1997: 19), debe tenderse hacia la necesidad de abordar el
tema desde una visión amplia que enmarque el fenómeno a partir de los condicionantes sociológicos, culturales y
económicos que influyen en la vida familiar contemporánea y en la posición social de los mayores. Y que incluya
además el análisis de los efectos de las cambiantes políticas de salud y bienestar para las personas mayores que nos
permita comprender en su complejidad e integridad el ámbito social y de experiencia en el que se insertan..
146 Por ejemplo Payne et al. (2002) centran las consecuencias de la falta de consenso en relación con una definición
adecuada de maltrato hacia las personas mayores en los siguientes puntos: dificulta por un lado la detección de casos
de maltrato así como la intervención frente a los mismos; dificulta también tanto la posibilidad de comparación entre
los diferentes estudios e investigaciones sobre el tema y, por lo tanto, las explicaciones del fenómeno; finalmente,
esta falta de consenso, también supone una traba para determinar el alcance real de la victimización de las personas
mayores.
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por parte de las diversas instituciones y profesionales implicados esa necesidad es clave: como es
lógico, hay que saber bien de qué se está hablando para después diseñar intervenciones
adecuadas.
En las siguientes páginas nos ocupamos primero de la definición del fenómeno,
atendiendo a las principales dificultades para alcanzar un consenso en este campo y asumiendo
una de las definiciones existentes. Después pasaremos a hablar de las principales formas de
maltrato reconocidas a través de la asunción de una tipología válida. Finalmente, realizaremos
algunas consideraciones sobre elementos clave en la conceptualización que nos permitan
delimitar el campo de estudio.
3.1.- Hacia una definición válida: dificultades, tentativas, y resultados.
En primer lugar habría que recordar que la misma denominación del fenómeno hasta
conocerse habitualmente como maltrato hacia las personas mayores (elder abuse) ha ido
sufriendo ajustes y modificaciones a medida que se iba colocando en la agenda pública147. En un
primer momento, como ya sabemos (vid. supra. cap. I, 1.2), autores como Burston (1975) y
Baker (1975), en las publicaciones científicas que se ocupaban del fenómeno utilizaron la
expresión granny battering (algo así como abuelas golpeadas), término que fue sustituido por
147 Bennet et al. (1997: 24) recogen parte de la volátil y cambiante terminología anglosajona para referirse al
fenómeno: granny battering (Baker, 1975; Burston, 1975); elder abuse (O´Malley et al., 1979); elder mistreatment
(Beachler, 1979); the battered elder síndrome (Block y Simnott, 1979); granny bashing (Eastman y Sutton, 1982);
old age abuse (Eastman, 1982); inadequate care of the elderly (Fulmer y O,Malley, 1987); granny abuse (Eastman,
1982). Aunque el término más extendido y consensuado sigue siendo el de elder abuse a estos conceptos habría que
añadir en los últimos tiempos los de abuse in later life (Brandl y Cook-Daniels, 2002; Brandl, 2004) y también
vulnerable adults abuse (Penhale y Parker., 2008, DOH, 2000). En Francia la expresión más utilizada es la de
mailtratance des personnes agées (maltrato hacia las personas mayores) (ALMA, 2005) o incluso viellesse
maltraitée (vejez maltratada) (Hugonot, 1998). En el contexto lusófono el término más habitual es el de maus-
tratos, abuso ou violência contra idosos (maltrato, abuso o violencia contra los ancianos) (Minayo, 2005; Ferreira-
Alves, 2005). En el ámbito español, que comienza a ocuparse sobre el asunto partiendo de las aportaciones y
hallazgos procedentes de Estados Unidos y del Reino Unido, la denominación más extendida en la actualidad es la
de violencia contra las personas mayores (Iborra Marmolejo, 2005) o maltrato de las personas mayores (Muñoz
Tortosa, 2004; Mesias González et al., 2006; De la cuesta Arzamendi, 2006; Iborra Marmolejo, 2008; Bellosta
Martínez, 2007; Pérez Rojo, 2007) y, en menor medida, maltrato a ancianos (Ruiz San Martin et al., 2000, Risco
Romero et al., 2005) e incluso de negligencia y maltrato a personas ancianas (Bazo et al., 2001).En el comienzo del
estudio del tema y desde una perspectiva esencialmente sociosanitaria se hablaba de síndrome del anciano
maltratado (Marin et al., 1990,1991,1994; Larrión et al, 1994). Como señalan Leturia y Etxaniz (2009: 163), la
expresión malos tratos en los últimos años se ha ido suavizando, y así empiezan a estar homologadas expresiones
como trato inadecuado quedando la expresión malos tratos o maltrato relacionado con la punibilidad de las
acciones que se salen del trato normalizado y que pueden ser constitutivas de delito o falta. Sin embargo, como
apunta Atkien y Griffin (1996: 35), esta denominación presenta no pocos problemas: por un lado, a la hora
determinar qué constituye un trato inadecuado y, por otro lado, porque está presuponiendo erróneamente que el
cuidador es siempre el maltratador.
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el de maltrato contra las personas mayores148 para evitar la generalización de que sólo las
mujeres son víctimas de este tipo de violencia, aunque, como veremos más adelante (vid. infra.
cap. II, 3), éstas lo sean en mayor medida que los hombres.
Pero más allá del término empleado para denominar el fenómeno, un momento temprano
de la fijación del concepto de maltrato hacia los mayores, Johnson (1986: 180) distinguió cuatro
pasos necesarios para la elaboración de una definición adecuada: a) definición intrínseca, que
constituye el primer paso del proceso y que se centra en la conceptualización. En esta fase el
maltrato a mayores se conceptualizó como ―un sufrimiento innecesario, dañino para el
mantenimiento de la calidad de vida de una persona mayor, que puede ser infringido por la
propia persona u otras” 149. En este primer estadio la definición es muy amplia y se centra en
conocer si la persona mayor ha experimentado o no algún tipo de dolor o sufrimiento con
abstracción de otras circunstancias (intencionalidad, lugar donde ocurrió, causante); b) definición
extrínseca real, constituye la etapa en la que se deben establecer las manifestaciones
conductuales (físicas, psicológicas, sociológicas, legales) que están presentes en el fenómeno lo
que facilita la identificación del proceso permitiendo a los profesionales determinar las
estrategias de intervención requeridas; c) definición extrínseca operacional, en esta etapa las
manifestaciones conductuales de la etapa anterior son transformadas en unidades que se pueden
medir mediante la determinación de la intensidad (frecuencia, severidad) y densidad (número,
diferentes tipos de maltrato) de las manifestaciones de la conducta. Esta operación permitiría así
que el trabajador identifique qué elementos son claramente discriminantes entre lo que es
maltrato y lo que no, cuáles son las estrategias de intervención que se requieren y la urgencia de
las mismas; d) definición causal, en la etapa final, se distingue entre intencionalidad y no
148 Según señalan Wolf y Pillemer (1989: 9), la primera mención al concepto elder abuse tuvo lugar en un informe
preparado sobre malos tratos hacia padres reportados para un subcomité del Congreso de los Estados Unidos en
1978 que después generó una serie de acciones y de propuestas de intervención a través de los House and Senate
Comittees on Aging. Sin embargo, el análisis que Dunn (1996: 3-4) realiza de la inclusión en la agenda del problema
en Estados Unidos contradice esta versión, puntualizando como con anterioridad el concepto había sido elaborado
por James Bergman, de la organización Legal Research and Services for the Elderly (LRSE). Tras haber manejado
varias posibilidades - entre ellas King Lear syndrome (vid. supra cap. I, 1.1) y, the battered elder syndrome - habría
llegado a ese concepto de elder abuse por considerarlo más atractivo para los medios de comunicación de masas, lo
que favorecería la atención y estudio sobre el fenómeno así como el desarrollo y la elaboración de políticas públicas.
149 Como puntualiza Johnson (1986: 180), esta definición abarcaría también las situaciones de auto-negligencia
(self-neglect) como una forma de daño causado por la propia persona. En cualquier caso, más adelante veremos
cómo este fenómeno, entendido como maltrato hacia los mayores, constituye una categoría controvertida en la
literatura especializada (vid. infra. cap. I, 3.2 y 3.3 ).
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intencionalidad. Entendiendo que la causa a la que nos referimos sería la causa inmediata del
maltrato y no el origen profundo o raíz del mismo150.
A partir de la consideración de estas etapas se puede realizar un esquema con dos ejes,
uno con respecto a la densidad y el otro respecto a la intensidad, tal y como podemos ver en la
Figura. 2.
Fig. 2: Modelo de Johnson sobre la definición de maltrato.
Fuente: Papadopoulos y La Fontain (2000).
La densidad se refiere al número de formas distintas de maltrato, que puede ir de una a
varias; mientras que la intensidad indica un continuo en la gradación, en la frecuencia y
severidad de la conducta. La intensidad mediría la profundidad y la densidad, el alcance
(Johnson, 1986: 190). A partir de aquí, en los cuatro cuadrantes que se forman se indica el grado
de peligro que corre la persona mayor que sufre maltrato que puede ser bajo, medio o alto
(Johnson, 1986; Papadopoulos y LaFontain, 2000; Pérez Rojo, 2004; Leturia y Etxaniz, 2009).
Para Pérez Rojo (2004), a la hora de definir el maltrato hacia las personas mayores,
algunos de los autores han construido una definición extrínseca mientras otros buscaban
conceptualizar (definición intrínseca) el maltrato y la negligencia. Para esta autora, muchos de
150 En el ejemplo que proporciona Johnson (1986: 192), no nos referiríamos a un resentimiento larvado durante
muchos años en la relación agresor victima (que podría ser la raíz de la situación) sino a la causa inmediata que
precipita el episodio de maltrato. Para llegar al origen del mismo sería preciso pasar en primer lugar por las causas
inmediatas que son las que abarca este tipo de definición.
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los problemas que han surgido en relación a la determinación de lo que es el maltrato y
negligencia a los mayores tendrían precisamente su origen en el hecho de que algunos autores
hayan elaborado definiciones extrínsecas (relacionadas con las tipologías) sin desarrollar
previamente definiciones intrínsecas (relacionadas con la conceptualización).
Por su parte Tanya Johnson (1986: 194) concluye el análisis que llevó a cabo en un
momento bastante temprano del interés sobre el fenómeno en relación con los aspectos críticos
en la definición de maltrato a los mayores con una interesante pregunta retórica: ¿cómo se
definirá maltrato hacia las personas mayores en los próximos diez años teniendo en cuenta la
necesidad de alcanzar definiciones del concepto con mayor contenido y significado? Pues bien,
desde entonces no sólo han pasado diez años sino más de veinte como para que tratemos de
responder a la cuestión planteada y analizar si realmente se han obtenido definiciones más
significativas como encarecía la mencionada autora.
Para ello comenzaremos, como cuestión previa, por poner de manifiesto el contenido de
algunas de las dificultades y escollos percibidos a la hora de definir el maltrato hacia las
personas mayores. Partiendo del trabajo desarrollado por Nerenberg (2008: 19 y ss.) podemos
sintetizar las principales cuestiones y controversias en relación con la construcción de una
definición del maltrato hacia las personas mayores en cinco puntos: la determinación de la
necesidad de que las victimas se encuentren o no en situación de dependencia física o mental; si
deben tener las víctimas una especial relación con el perpetrador; si el maltrato debe ser o no
intencionado; si debe definirse el maltrato por la conducta implícita o por su resultado en la
víctima; y, finalmente, si el maltrato y la negligencia debe formar parte de un patrón de conducta
o puede limitarse a un acto aislado.
Merece la pena que nos detengamos brevemente en alguna de las cuestiones que plantea
cada una de estas controversias porque la respuesta a estos dilemas en un sentido u otro
determina el contenido y alcance de la definición resultante, su grado de consenso y tiene
además relevancia en la respuesta articulada frente al problema.
En relación con la dependencia de la víctima, si consideramos la necesidad de incluir
alguna forma de dependencia o simplemente de vulnerabilidad – física o mental – , esto implica
que las personas mayores víctimas de maltrato pero no dependientes y con buena salud deberían
tener acceso a mecanismos de atención comunes para otras formas de violencia sin que se
diseñen específicamente dispositivos para ellos. En consecuencia, los propios servicios de
protección e intervención específicos en relación con el maltrato a mayores deberían ser capaces
de delimitar quién se encuentra en situación de vulnerabilidad y dependencia (lo que ante
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determinados supuestos puede resultar bastante complejo por la, en ocasiones, sutil distinción
entre las situaciones de dependencia, vulnerabilidad e independencia).
Respecto a la relación especial entre el maltratador y la víctima, el concepto clave es el de
la expectativa de confianza. Se trata de determinar si el ámbito del maltrato familiar viene
marcado por una violación de una expectativa de confianza que se referiría potencialmente tanto
a los parientes, amigos y conocidos, como a los posibles empleados contratados (para el caso del
maltrato institucional) pero que, en principio, dejaría fuera a las personas ajenas al círculo de la
persona mayor. El problema reside en que en ocasiones la valoración real de esa expectativa de
confianza no es fácil de delimitar y que, como veremos más adelante (vid. infra cap. I, 3.3),
algunos extraños con afán predatorio sobre todo de los bienes de las personas mayores pueden
trabajar previamente la construcción de esa confianza con su víctima a fin de facilitar el acceso a
la víctima.
Al exigir la intencionalidad se estaría excluyendo del maltrato toda la negligencia
inintencionada, pasiva, imprudente. Se excluirían por lo tanto los actos de maltrato producidos
por personas con trastornos mentales, o demencias que son incapaces de controlar sus actos.
Pero, como advierte Nerenberg (2008: 22- 23), la dificultad reside aquí en determinar la
intención porque eso implicaría muchas veces meterse en la cabeza del agresor para descubrir
sus motivos, percepciones, creencias; para dirimir si el acto es o no intencional151 .
Otra decisión que determina la misma definición de lo que sea maltrato se centra en poner
el énfasis sólo en los actos en sí o también sus consecuencias. Por un lado está claro que las
consecuencias del maltrato físico, por ejemplo (una bofetada, un empujón, etc.) habitualmente
son más graves en las personas mayores por razón de su fragilidad. Algunas definiciones se
centran en el resultado de esa acción, mientras que otras extienden su cobertura a la mera
potencialidad dañina de la acción152.
151 Por otro lado hay que tener en cuenta que la intervención social se ha centrado siempre más en las víctimas y
cuando lo ha hecho considerando al agresor se han tenido muy presentes siempre los motivos, el arrepentimiento, la
voluntad y capacidad de cambio del mismo. La intervención, teniendo en cuenta la intencionalidad del agresor
presenta diferencias. Por seguir con los ejemplos que plantea Nerenberg (2008: 23), no es lo mismo un cuidador que
trata negligentemente al anciano a su cargo y que, frecuentemente con grandes remordimientos, puede llegar a
solicitar ayuda para mejorar la situación que aquella persona (familiar pero también profesional) que agrede a la
persona mayor por malevolencia o que, por codicia, le somete a maltrato económico. En estos últimos casos
soluciones como el despido disciplinario (si se trata de un empleado), la detención y las medidas penales parecen
mucho más justificadas. En cualquier caso aquí está presente, como veremos después (vid. infra. cap. III, 2), la
tensión entre compasión y control a la hora de intervenir. Siempre con el peligro, por un lado, de intervenir
duramente empeorando quizás la situación, y, por otro, de estar, de alguna forma, justificando al agresor si no se
interviene de forma clara y contundente.
152 Esto sobre todo se refiere al maltrato físico ya que el maltrato financiero habitualmente se define centrándose
sobre todo en los actos mismos más que en su impacto (Nerenberg, 2008: 23).
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Por último, en relación con la frecuencia y la severidad, algunas definiciones incluyen los
actos aislados mientras que otras entienden que los actos deben ser reiterados. También varía el
número de actos y su duración para considerarlos como maltrato.
A través de este breve recorrido por las principales controversias en relación con la
definición de maltrato, tal y como las identifica Nerenberg (2008), pretendemos sobre todo poner
de manifiesto cómo el optar por una definición u otra tiene consecuencias tanto en relación con
el estudio del fenómeno en su cuantificación como en las formas de respuesta que se articulen
frente al mismo.
El camino hacia una definición de consenso sobre el fenómeno objeto de nuestro estudio
ha sido sin duda largo y tortuoso. Incluso podemos decir que todavía no ha concluido y que, a
pesar de los pasos tendentes a alcanzar ese consenso y una definición integrada, todavía hay que
seguir trabajando153.
Las definiciones de los estudiosos sobre el tema en un primer momento tenían un
carácter claramente descriptivo sin que, como apunta Muñoz Tortosa (2004: 17), se llegara
a precisar los criterios que determinan con exactitud cuando una situación debe considerarse
como abusiva154. Al tiempo, coincidiendo con esa especie de redescubrimiento del fenómeno
que se produce a mediados de los ochenta y principios de los noventa y el cada vez mayor interés
y preocupación sobre esta forma de maltrato, algunas relevantes instituciones médicas,
153 Casi toda la literatura especializada sobre el tema (Wolf y Pillemer, 1989; Bennet et al., 1997; Glendenning,
2000; Bonnie et al., 2003; Brandl et al, 2007; Nerenberg, 2008, entre otros) plantea esa necesidad de alcanzar un
consenso en la conceptualización. Específicamente en el contexto español entre otros Muñoz Tortosa (2004: 16),
Fernández Gutiérrez et al. (2005:107), e Iborra Marmolejo (2005: 19) destacan como ese consenso internacional
para delimitar de forma precisa el concepto de maltrato y negligencia en ancianos y su tipología resulta esencial
para una intervención útil y adecuada frente al fenómeno.
154 Entre las definiciones que Muñoz Tortosa (2004: 17) recoge en su obra Personas mayores y malos tratos nos
encontramos las de los siguientes autores Shell (1982) define el abuso como “cualquier acto en el que por
acción u omisión se ocasione daño al anciano”; O´Malley (1979) por su parte considera que deben
considerarse como maltrato “todas las intervenciones activas ejercidas por los cuidadores y que provocan
daño físico, psicológico y económico al anciano”; para Podniesks (1985) maltrato es “cualquier acto o
conducta de la familia o del cuidador principal que provoca daño físico o mental o negligencia a la persona
mayor”. Frente a esta definición Johnson (1986), como ya hemos visto, considera el maltrato como “todo
sufrimiento inútil que soporta la persona mayor y que afecta a su calidad de vida” y en una nueva definición
en 1991, más amplia y precisa, como “la imposición a uno mismo o a otros, de un sufri miento innecesario
para el mantenimiento de la calidad de vida de las personas mayores por medio del maltrato y la negligencia
al sentirse desbordado por sus obligaciones”. De estas definiciones, digamos iniciales del fenómeno, Muñoz
Tortosa (2004: 17) extrae estas notas comunes: daño físico o psicológico demostrable o síntomas
precursores del maltrato, vinculación causal entre el comportamiento del cuidador y los daños producidos al
anciano y prescripción facultativa de que el maltrato es lo suficientemente severo para hacer necesaria una
intervención.
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asociaciones y organismos políticos comenzaron también a plantear sus propias definiciones155.
También el contexto científico español son varios los autores y los organismos que han
planteado sus propias definiciones sobre el fenómeno156.
De entre todas las definiciones manejadas, siguiendo a Muñoz Tortosa (2004: 19), se
pueden extraer las siguientes notas comunes: existe un comportamiento destructor, se realiza
contra una persona mayor, se da en una relación de confianza y causa un daño injustificado.
Como vemos, muchas veces las definiciones propuestas resultan demasiado vagas o
simplemente descriptivas (Glendenning, 2000: 22). Hay autores que aceptan las definiciones que
del fenómeno dan los organismos oficiales o las instituciones encargadas de la defensa de los
derechos y protección de las personas mayores, frente a otros que generan las suyas propias. A
partir de estas definiciones, evidentemente, cada uno de estos autores emprende sus propias
investigaciones sin que, por lo tanto, puedan obtenerse estudios homogéneos del fenómeno que
faculten el análisis comparativo y el seguimiento de su evolución. Es evidente que dependiendo
del ámbito desde el que se parta se está dando una visión diferente del maltrato hacia las
personas mayores. De este modo, los profesionales del ámbito sociosanitario presentan una
visión amplia del problema, mientras que los responsables de los servicios de ayuda,
155 Entre las primeras definiciones que realizaron organismos oficiales se encuentra la de Asociación Médica
Americana (1987) que definió en 1987 el abuso y la negligencia en ancianos como ―acto u omisión que
provoca en el anciano daño o temor hacia su salud o bienestar”. De igual modo, organismos políticos han dado su
definición de lo que sería el maltrato a las personas ancianas y entre éstas destaca la definición que del fenómeno
hace el Grupo de Trabajo del Consejo de Europa verificada por distintas organizaciones y profesionales: ―Todo
acto u omisión cometido contra una persona mayor, en el cuadro de la vida familiar o institucional y que atente
contra su vida, la seguridad económica, la integridad físico-psiquica, su libertad o comprometa gravemente el
desarrollo de su personalidad”. De especial interés resulta también la aportación que surge a raíz de la Segunda
Asamblea mundial Sobre el Envejecimiento celebrada en Madrid en 2002 a la que nos referimos por extenso en
este apartado al considerarla como la más válida, adecuada y consensuada entre las definiciones existentes. Esa
definición coincide con la propuesta por la organización Action on Elder Abuse que como una de sus primeras
tareas tras su creación y comisionada por el Department of Health in England planteo esta definición de maltrato
hacia las personas mayores que también fue adoptada por la Red Internacional para la Prevención del Maltrato de
las Personas Mayores (INPEA). Puede encontrarse información al respecto en la página web de la organización en
la siguiente dirección http://www.elderabuse.org.uk (fecha de consulta 17/02/09).
156 Autores como Sánchez del Corral (2003) proponen las siguientes definiciones del fenómeno objeto de estudio:
―Cualquier acto u omisión que produzca daño, intencionado o no, practicado sobre personas de 65 y más años, que
ocurra en el medio familiar, comunitario e institucional, que vulnere o ponga en peligro la integridad física,
psíquica, así como el principio de autonomía o el resto de los derechos fundamentales del individuo, constatable
objetivamente o percibido subjetivamente” (Congreso Nacional de Maltrato al anciano, 1995). A su vez el Centro
Reina Sofía para el Estudio de la Violencia define el maltrato de personas mayores como ―cualquier acción
voluntariamente realizada, es decir, no accidental, que dañe o pueda dañar a una persona mayor; o cualquier
omisión que prive a un anciano de la atención necesaria para su bienestar así como cualquier violación de sus
derechos” (Iborra Marmolejo 2005). Y ya desde el ámbito estrictamente jurídico-penal, Martínez Maroto (2005)
defi ne el maltrato como ―aquellas acciones u omisiones, normalmente constitutivas de delito o falta, que tienen
como víctima a la persona mayor, y que se ejercen comúnmente de forma reiterada, basadas en el hecho
relacional, bien sea éste familiar o de otro tipo”.
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cuidados a domicilio, directores de residencias y centros de larga estancia dirigen su
atención preferente a la preservación de los derechos de los residentes157. Frente a éstas, las
definiciones que surgen desde los estamentos policial y judicial entienden necesariamente el
maltrato desde las infracciones previstas y penadas en el Código Penal158.
Está claro que el maltrato hacia las personas mayores es una realidad compleja que
abarca diversos ámbitos de actuación, prevención e intervención. Desde cada uno de esos
ámbitos se genera una visión diversa del fenómeno y, por ello, es indispensable una
aproximación multidisciplinar que integre y coordine las diversas perspectivas. En este sentido,
la mirada hacia el maltrato hacia los mayores desde una visión integrada y su definición como
delito basada en una perspectiva de daño social, resulta importante a la hora de reconocer que las
personas mayores pueden ser dañadas por una variedad de situaciones (Payne, 2002: 541).
Llegados a este punto no pretendemos proponer ni la definición, ni la tipología definitiva
del maltrato hacia las personas mayores en el ámbito familiar. Pretendemos, mucho más
modestamente, aclarar los conceptos, lo que entendemos cuando a lo largo de esta tesis doctoral
hablamos de maltrato y de sus diferentes manifestaciones. En este sentido, la pregunta es obvia:
¿qué definición nos parece la más adecuada y asumimos en consecuencia a la hora de hablar de
maltrato hacia las personas mayores en los términos en los que lo hacemos en este trabajo?
La respuesta a esta cuestión, sin embargo, dada la situación del conocimiento sobre el
tema, quizás no resulta tan obvia. Pero a pesar de ello, y aun admitiendo sus limitaciones y el
hecho de que la fijación de una definición de consenso es todavía una tarea en marcha,
consideramos que una definición útil en este momento es la planteada por dos organismos tan
relevantes en el estudio del fenómeno como son la red INPEA y Action on Elder Abuse. Se trata
de una definición además asumida por la OMS y por la II Asamblea Mundial sobre
Envejecimiento de Madrid y recogida en la Declaración de Toronto de Prevención del maltrato
contra las personas mayores (2002). Esta definición, en nuestro país, ha sido recogida y
difundida en la publicación del IMSERSO Malos tratos a personas mayores: Guía de actuación
157 En este sentido Bennet et al. (1997: 30) consideran que son precisamente estas definiciones que se suelen utilizar
en la práctica, aquellas relacionadas con ámbitos del cuidado y de la gestión sociosanitaria, las que resultan más
volátiles y las que por lo tanto están más sujetas a frecuente modificación.
158A este respecto concluye Muñoz Tortosa (2004: 18):“Las definiciones legales se difuminan en lo que
concierne a los límites de las conductas que ponen en peligro la salud de la persona mayor; no definen el
maltrato en función del desarrollo óptimo del individuo, sino en función de un umbral mínimo de puesta en
peligro. Las definiciones médicas pretenden realizar un diagnóstico que incluye una descripción de las
lesiones, su etiología, y sugieren un tratamiento. Las sociales consideran conducta abusiva a la que interfiere
o puede interferir negativamente el desarrollo integral de la persona mayor”.
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(Barbero y Moya, 2006: 24) en la siguiente formulación: ―El maltrato a personas mayores se
define como la acción única o repetida, o la falta de respuesta apropiada, que causa daño o
angustia a una persona mayor y que ocurre dentro de cualquier relación en la que exista una
expectativa de confianza” 159. Se trata de una definición amplia, sencilla, clara y sintética que
cuenta además con suficiente consenso y apoyo internacional. Por otro lado, hay que tener en
cuenta que se trata de una definición genérica de maltrato que abarca tanto las manifestaciones
que se producen en el ámbito institucional como familiar. Al limitar nuestro análisis al ámbito
familiar, la definición propuesta se concreta en la siguiente formulación:
―El maltrato a personas mayores en el ámbito familiar se define como la acción
única o repetida, o la falta de respuesta apropiada, que causa daño o angustia a una
persona mayor y que ocurre dentro de cualquier relación en el contexto de las relaciones
familiares en la que exista una expectativa de confianza”.
En definitiva, es importante encontrar una definición adecuada del fenómeno de la
violencia contra las personas mayores. Ya que, como sugiere Iborra Marmolejo (2005: 19), esto
facilitará entre otras cosas el desarrollo de herramientas para la detección y de criterios
homogéneos de cara a la investigación, la puesta en práctica de una acción coordinada entre los
diferentes sectores implicados, la identificación de factores de riesgo, con importantes
implicaciones en cuanto a la prevención del maltrato. No se trata por lo tanto de un mero afán
académico y clasificatorio, como demuestra el hecho de que, como analizaremos en la segunda
parte de este trabajo, algunos de los profesionales contactados, desde su muy pragmático
posicionamiento, nos pusieron de manifiesto en nuestra investigación la necesidad de alcanzar
consensos que abarquen todos los estamentos y ámbitos implicados para favorecer una adecuada
159 Volviendo a la toma de decisiones que planteaba Nerenberg (2008) a la hora de elaborar una definición sobre el
tema, analicemos en concreto las soluciones escogidas en la definición que asumimos como más útil y adecuada. La
definición no presupone la situación de dependencia de la víctima sino que habla de persona mayor en términos
genéricos. Sí que exige una relación previa de confianza entre víctima y perpetrador (que puede ser familiar pero
también institucional). En cualquier caso, como advierten Bennet et al. (1997: 27-28), tampoco esta definición se
encuentra exenta de problemas conectados precisamente con la delimitación de las relaciones y la expectativa de
confianza (¿de quién? ¿hacia quiénes? ¿quién la determina?) por lo cual es posible que en el futuro se ajuste de
alguna forma o se modifique. Se trata de una acción única o repetida con lo cual un acto aislado de violencia podría
ser considerado como maltrato. La definición se centra más bien en el resultado del acto (causa daño o angustia)
que en la naturaleza del maltrato en sí. El elemento que queda más desdibujado, sin embargo, es el de la
intencionalidad o no de los actos. Esta definición parece asumir la posibilidad tanto del maltrato activo como del
pasivo pero no aclara si ese maltrato pasivo o negligencia debe tener una naturaleza intencional o no. En el caso del
maltrato que se vehicula mediante una acción parece evidente que es necesario exigir una intencionalidad en el daño
para excluir situaciones accidentales. Pero en el caso del maltrato por omisión que supone la negligencia esa
distinción entre la intencionalidad o no, como veremos más adelante al hablar de la tipología del fenómeno (vid.
infra cap. I, 3.2), resulta mucho más problemática. Por ello como hemos visto que hacen otras definiciones
(Johnson, 1986; Wolf y Pillemer, 1989: 18) quizás no estaría de más añadir en el caso de la falta de respuesta
adecuada que ésta puede producirse de forma intencional o no, para evitar dejar fuera del concepto los supuestos de
negligencia en los que no interviene la intencionalidad.
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intervención en todos los niveles de actuación (vid. infra cap. V, 2). Como concluye Nerenberg
(2008: 20), los profesionales tienen que unirse a los debates sobre las definiciones de maltrato
porque en esencia éstas determinan su campo de actuación, a quién se dirigen sus actuaciones,
los servicios que se necesitan y los recursos precisos para su implementación. En este campo el
grado de falta de consenso resulta problemático y las definiciones quizás demasiado dispersas
por lo que es preciso seguir trabajando entre los investigadores y los profesionales en alcanzar
acuerdos o consensos que muevan el debate en torno el maltrato hacia las personas mayores a un
grado de desarrollo más elevado que permita, por lo tanto, intervenciones más eficaces160.
Una vez cerrada la cuestión de la definición pasaremos a otro aspecto relevante a la hora
de fijar el marco conceptual del maltrato familiar hacia los mayores: la tipología. A esta cuestión
dedicamos el siguiente epígrafe.
3.2.- Tipologías.
Como ocurría con la definición de maltrato hacia las personas mayores, tampoco existe
un acuerdo total entre los diversos estudiosos y profesionales implicados en el tema acerca de
la tipología que éste puede presentar. Si bien es cierto, como reconocen Bennet et al. (1997:
26), que podemos hablar al menos de un aparente consenso acerca de sus principales tipos161.
160 Aunque también es necesario establecer algún matiz al respecto. Así la propia Nerenberg (2008: 34), tras admitir
una cierta frustración ante la imposibilidad de poder dar la definición del maltrato hacia las personas mayores,
apunta el hecho de que quizás, en la práctica, la consistencia de las definiciones resulte imposible en estos temas y,
de alguna forma, también indeseable. Las definiciones de lo que sea maltrato deben ser también flexibles a la hora
de ser aplicadas al campo de tal manera que sean lo suficientemente amplias para que se incluyan en los
mecanismos de protección y programas que se articulen la mayor parte posible de situaciones pero lo
suficientemente restrictivas en la esfera penal para que se excluyan de este situaciones que no alcanzan el nivel de la
actividad criminal o delictiva. En la misma línea, Penhale y Parker (2008) consideran que fijar una definición de
maltrato en términos absolutos puede resultar contraproducente en sí mismo pudiendo dejar fuera determinadas
experiencias personales que no encajarían con el concepto de maltrato. O hacernos caer en el riesgo de dejar de
identificar e intervenir ante escenarios determinados sólo porque no encajan exactamente con la definición
propuesta. Ya en los años noventa Whittaker (1996: 148) señalaba como el campo de investigación, al menos en
Estados Unidos y el Reino Unido, giraba obsesivamente en torno a la necesidad del consenso en las definiciones y
tipologías. Lo que, junto con una cierta ansiedad en fijar la prevalencia e incidencia del fenómeno, habría hecho que
profesionales y expertos dejaran algo de lado la elaboración de teoría sobre el tema. Transcurrida más de una década
desde entonces, Herring (2009: 134) planteaba recientemente que quizás esta falta de consenso, después de todo, no
sea necesariamente algo malo. En ese sentido, es mejor reconocer la complejidad de las diferentes formas de
maltrato que tratar de simplificar el fenómeno para reflejarlo en una definición que implique una unidad que no
existe en la realidad. De esta manera, cualquier definición que busque cubrir todas las formas de maltrato
probablemente resultará vacua. En cualquier caso, como advierte el autor, esto no significa que se esté en contra de
la búsqueda de definiciones de maltrato hacia las personas mayores, sino que más bien se señalan los posibles
peligros de una única definición.
161 Hudson y Johnson (1986: 114), en referencia al desarrollo de estas tipologías, observaron en un momento
temprano del interés sobre el tema que si bien los malos tratos físicos y psicológicos se incluyen del mismo modo en
113 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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Este consenso abarca especialmente las cinco categorías más comunes tal y como fueron fijadas
tempranamente por Wolf y Pillemer (1989): maltrato físico, maltrato psicológico, maltrato
material, negligencia activa y negligencia pasiva162.
A lo largo de los años 90 las controversias surgen especialmente en categorías como la
del maltrato psicológico, en ocasiones denominado también como emocional. Durante este
tiempo, el maltrato físico ha sido distinguido del abuso sexual en los trabajos de los
investigadores y en los informes de las instituciones y organismos. A la vez que, paralelamente,
los investigadores han descubierto la gran prevalencia del denominado maltrato financiero o
material, muchas veces apareciendo en conjunción con otras formas de maltrato como el físico o
el psicológico163. La negligencia, por otro lado, junto con la autonegligencia – esta última
constituyendo la categoría de maltrato hacia las personas mayores más controvertida – han
merecido también especial atención en los últimos tiempos (Gordon et al., 2001: 184). Pero en
esencia, ya la temprana tipología de Wolf y Pillemer (1989) recoge las diversas formas que
puede presentar el maltrato hacia los mayores resultando, a nuestro entender, todavía útil y
válida.
Además, a la hora de trasladar esa taxonomía a la compleja realidad del maltrato hay que
tener siempre en cuenta que frecuentemente los diversos tipos de maltrato se superponen. De
todos los estudios, las clasificaciones de negligencia activa y pasiva, abuso material o financiero, autonegligencia,
abuso sexual, abuso médico y violación de derechos varían de uno a otro.
162 Un análisis más detallado de la temprana clasificación realizada por Wolf y Pillemer (1989: 18) pone de relieve
una distinción importante: la distinción entre maltrato, que implicaría de alguna manera una intencionalidad por
parte del perpetrador del mismo, y negligencia, que aunque en determinados supuestos no excluya del todo alguna
forma de intencionalidad, se caracteriza por que esta intencionalidad o bien no existe o bien está muy condicionada
por la incapacidad de actuación, el estrés que genera la situación o la no asunción de una obligación de cuidado
hacia una persona mayor. Como se deduce de lo anterior, la negligencia se observa en el seno de relaciones de
cuidado directo de personas mayores (ya sea en el ámbito familiar o institucional), que bien no se asumen, o que
cuando se asumen generan algún tipo de daño a la persona mayor (por diversos motivos que irían desde la
incapacidad, la carencia de medios y apoyos, o la falta de adquisición de las habilidades básicas que requiere el
cuidado) hasta la sobrecarga de la persona cuidadora. De ahí la inclusión en la tipología del maltrato hacia los
mayores de las categorías de negligencia activa (entendida como el rechazo o fracaso a la hora de asumir una
obligación de cuidado incluyendo el consciente e intencional intento de infringir estrés físico o emocional en el
mayor) y negligencia pasiva (entendida como el rechazo o fracaso a la hora de cumplir con una obligación de
cuidado excluyendo el consciente e intencional intento de infringir estrés físico o emocional en el mayor). En este
mismo sentido, otros autores, tal y como recogen Decalmer y Glendenning (2000: 27) y Hudson y Johnson (1986),
caracterizan el maltrato (que a veces se encuentra, de forma algo imprecisa, denominado como abuso en traducción
literal del término inglés abuse) como un acto de comisión mientras que la negligencia lo es de omisión. Pero más
que distinguir entre maltrato y negligencia como categorías diferenciadas lo más lógico parece considerar la
negligencia como un tipo integrado en la categoría más amplia de maltrato.
163 Cuestión que como veremos está muy presente en el discurso de nuestros informantes en la investigación
cualitativa (vid. infra. cap. V, 2) y que , en España, recoge también el estudio cualitativo entre profesionales de
atención primaria de Coma et al. (2007: 235).
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hecho, en pocas ocasiones nos encontraremos con un solo tipo de maltrato sino que la situación
en conjunto suele abarcar e incluir varias formas superpuestas164.
Partiendo de este relativo consenso observado en torno a las principales formas que
puede revestir el maltrato hacia las personas mayores y, dada la multiplicidad de
conceptualizaciones existentes, vamos a enfocar la clasificación del fenómeno
fundamentalmente desde las definiciones manejadas por el National Center On Elder Abuse
(NCEA)165 que son las esencialmente recogidas por un instrumento práctico de gran relevancia
y utilidad en el ámbito español como es la guía acerca del maltrato hacia las personas mayores
publicada por el IMSERSO (Barbero y Moya, 2006). En cualquier caso recogemos las
aportaciones y los matices que realizan algunos autores siempre mostrando especial atención al
contexto científico español.
En el caso del presente trabajo, nos centramos en el maltrato que se produce en el seno
de la familia dejando a un lado el maltrato que acontece en contextos institucionales, aunque
teniendo en cuenta que estas formas del fenómeno que a continuación van a ser desarrolladas se
pueden reproducir igualmente en el marco de las instituciones que acogen a las personas
mayores bien sea de manera permanente o de forma temporal. Dejaremos de lado en este rápido
repaso que a continuación hacemos de los principales tipos de maltrato, por lo tanto dado
nuestro acotado objeto de estudio, algunas manifestaciones que específicamente se producen en
el marco del maltrato en instituciones166.
164 Con respecto a la tipología del fenómeno, Iborra Marmolejo (2005: 21) realiza dos matizaciones previas
importantes: por un lado distingue el maltrato en el ámbito familiar y el maltrato en instituciones considerándolos
no como tipos diferenciados del mismo fenómeno, sino como diferentes ámbitos en el que el maltrato puede
aparecer; por otro lado advierte de la necesidad de evitar la clasificación del tipo de maltrato que las personas
mayores sufren por el tipo de efectos que éste tenga sobre las víctimas. Es decir, conductas negligentes pueden
tener consecuencias físicas (úlceras por ejemplo) o conductas como un maltrato económico puede producir en
el anciano situaciones de gran ansiedad y otros efectos psicológicos devastadores. Pero en ambos casos
debemos tener en cuenta que se tratan, respectivamente, de supuestos de negligencia y de maltrato económico
para evitar confusiones. Para realizar clasificaciones adecuadas que resulten útiles en los niveles de prevención
y de intervención contra ese maltrato.
165 Las definiciones del NCEA, constituyen uno de los más importantes intentos hasta la fecha de fijar las tipologías
de maltrato hacia los mayores. Por otro lado, la labor de difusión e información entre el público general que está en
el origen y entre los objetivos principales de dicha organización hace que se trate de conceptos ampliamente
manejados entre los especialistas y, en buena medida, asumidos por organismos internacionales como una
importante referencia. Por ello aunque con la finalidad de no recargar el texto no hagamos explícita referencia a las
definiciones propuestas por el NCEA, interesa que señalemos su importancia en el campo del estudio del maltrato
hacia los mayores. (Para una más detallada información consúltese la página web de NCEA dónde se encuentra
recogida la tipología del maltrato hacia los mayores que se propone desde dicho organismo: www.ncea.aoa.gov;
fecha de consulta: 20/02/2009).
166 Así por ejemplo Barbero y Moya (2006: 25) recogen como tipos de maltrato la obstinación diagnóstica que
consistiría en la realización de pruebas diagnósticas para aumentar el conocimiento sobre la patología o situación
clínica de un paciente sin que se prevea que vaya a tener una posterior traducción en beneficios reales para el mismo
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En concreto vamos a hablar de las siguientes tipologías de maltrato familiar hacia las
personas mayores: maltrato físico, maltrato psicológico o emocional, negligencia, abuso sexual
y maltrato económico, financiero o material.
Comenzaremos por el maltrato físico. Lo primero que habría que destacar respecto a
esta tipología es precisamente que no parece que exista mayor problema a la hora de determinar
qué se entiende por maltrato físico a las personas mayores. En este sentido, el maltrato físico
constituye sin dudarlo la categoría de maltrato menos controvertida y que genera un consenso
casi universal tanto en el sentido de considerarlo como una conducta dañina, como a la hora
de determinar su contenido (Wolf y Pillemer, 1989: 17; Hawes, 2003: 448). De hecho, como
ya apuntábamos a la hora de hablar del concepto de maltrato y se refleja también con claridad
en los resultados de nuestra investigación (vid. infra. cap. V, 2.), los profesionales y el público
en general identifican claramente la violencia física como una forma obvia de maltrato. Hasta
el punto incluso de que persiste una cierta tendencia a sólo considerar realmente como
maltrato aquellas situaciones que implican precisamente alguna forma de violencia física al
tiempo que, en algún sentido, se minimiza su alcance considerando que se trata de supuestos
poco frecuentes y más cuando se refieren a los mayores.
Autores como Barbero y Moya, (2006: 25) se hacen eco de la definición de la
Organización Mundial de la Salud, en el marco de la Declaración de Toronto,
conceptualizándolo como: ―daño corporal, dolor o deterioro físico, producidos por fuerza física
o violencia no accidental” 167.
Se trata, por lo tanto, de una categoría de maltrato que abarca una pluralidad de actos
que irían desde el homicidio o asesinato de la persona mayor como manifestación más
o la obstinación terapéutica que consistiría en la utilización de medios desproporcionados para prolongar
artificialmente la vida biológica de un paciente con enfermedad irreversible o terminal. También es importante que
hagamos referencia al uso inadecuado de las restricciones físicas o químicas entendido como una forma de maltrato
que se produce habitualmente en el ámbito institucional (Burgueño, 2003; López García de Medinabieitia, 2003,
Soldevilla Ágreda, 2007). Entiende la SEGG restricción física en el mayor como “cualquier método o dispositivo
físico o mecánico que no sea capaz de retirar con facilidad, que limita los movimientos para la actividad física o el
acceso normal a su cuerpo y que anula o disminuye la función independiente de la persona mayor” (SEGG, 2003).
Para López García de Medinabieitia (2003:105) el uso abusivo de las contenciones químicas consiste en “la
administración de psicotropos para síntomas conductuales sin probar otros abordajes del problema.”
Evidentemente estos tipos de maltrato se producen en la inmensa mayoría de los casos en ámbitos institucionales
por lo que quedan fuera del objeto de estudio.
167 A su vez Iborra Marmolejo (2005: 22) define esta tipología como “toda acción voluntariamente realizada que
provoque o pueda provocar daño o lesiones físicas en la persona mayor”. Autores como Muñoz Tortosa (2004: 20)
consideran que una persona mayor maltratada físicamente es, conceptualmente, “la que sufre agresiones físicas por
alguna/s persona/s de su entorno (familiar, cónyuge, hijo, cuidador, vecino, etc.) y cuya conducta pone en
peligro su desarrollo físico, social o emocional”.
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extrema168 hasta los golpes, quemaduras, tirones de pelo, alimentación forzada, utilización no
justificada de restricciones físicas, uso inapropiado de fármacos, etc. 169 Finalmente hay que
tener muy en cuenta que las consecuencias físicas de estos actos de maltrato tienen como
sujeto pasivo una persona de avanzada edad, por lo que éstas pueden resultar más graves que
en una persona más joven por el proceso normal de envejecimiento.
Por su parte, el maltrato psicológico o emocional constituye una de las formas de
maltrato sobre los ancianos más difíciles de detectar y por lo tanto de intervenir sobre la misma.
A ello habría que añadir el hecho de que frecuentemente aparece y se manifiesta relacionado
con otras formas de maltrato. En este sentido, por ejemplo, el maltrato físico raramente se va a
producir de forma aislada sin que se vea acompañado de acciones que pretenden humillar o
amedrentar a la víctima y que se enmarcarían en la categoría de maltrato psicológico o
emocional.
De forma muy similar a como lo hace el NCEA, Moya y Barbero (2006: 25) definen el
maltrato psicológico de la siguiente manera: ―causar intencionadamente angustia, pena,
sentimientos de indignidad, miedo o estrés, mediante actos verbales o no verbales” 170. Entre las
formas en las que este tipo de maltrato puede manifestarse nos encontramos por ejemplo con las
168 Si la forma definitiva del maltrato físico es el homicidio o el asesinato de una persona mayor conviene aquí
hacer una primera mención a los homicidios-suicidios. Se trata de un supuesto con características específicas
muchas veces fuertemente relacionado con escenarios previos de violencia de género o con el proceso de
envejecimiento y deterioro físico y mental asociado a la vejez y las relaciones de pareja (Cohen, 2000; Nerenberg,
2008: 28). Retomaremos esta cuestión con mayor profundidad al hablar de algunos aspectos relacionados con el
género en torno al maltrato hacia las personas mayores (vid. infra. cap. II, 3.4.) ya que esta situación está
grandemente condicionada por el mismo.
169 Ya hemos visto como algunas de estas manifestaciones de maltrato se dan preferentemente en el ámbito
institucional (el uso inadecuado de restricciones físicas, o químicas). En cualquier caso se pueden producir también
en el domicilio familiar. Algunos autores (Rathbone-McCuan y Violes, 1982; Muñoz Tortosa, 2004: 25) hablan, en
este sentido, de violencia medicamentosa como una categoría diferenciada para referirse al abuso reiterado de
medicamentos o a aquellos supuestos en los que el cuidador no sigue las pautas facultativas prescritas en su
administración. En la definición de la Organización Mundial de la Salud que asumen Barbero y Moya (2006) el uso
inadecuado de los medicamentos se incluiría en el marco del maltrato físico o en el de la negligencia, dependiendo de
cada caso. En este supuesto se incluyen dos tipos de actos diferenciados: por un lado la administración de una
medicación inadecuada a través de la ingesta de medicamentos con la finalidad de que las personas mayores estén
siempre tranquilas, y que se produciría con preferencia en el ámbito institucional pero también en el ámbito
familiar; por otro lado, los retrasos reiterados o el hacer caso omiso a la hora de seguir las indicaciones facultativas
a la hora de administrar la medicación a las personas mayores. Sin embargo lo habitual es integrar el primero de
esos supuestos en la categoría de maltrato físico y el segundo de los casos asimilarlo a una de las manifestaciones
de la negligencia en el cuidado.
170 Muñoz Tortosa (2004: 21) por ejemplo considera que se produce “cuando el cuidador inflige agresión
verbal crónica, angustia o aflicción mental que hiere la identidad y dignidad de la persona mayor, suponiendo la
deshumanización de la víctima a través del miedo, de las amenazas, el abuso verbal, etc,”. Quizás lo más
discutible de esta definición sea que está presuponiendo que el agresor es el cuidador del anciano cuando, como
sabemos, este maltrato puede ser producido por un familiar que no ejerce una tarea de cuidado respecto de la
persona mayor.
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amenazas (de daño físico, de institucionalización, etc,) insultos, burla, intimidación,
humillaciones, infantilización del trato, indiferencia hacia su persona, darle tratamiento de
silencio, no respetar sus decisiones, ideas o creencias, etc.
Como pone de manifiesto Nerenberg (2008: 29), una de las cuestiones relevantes en
relación con el maltrato psicológico es que tiene un componente subjetivo. Es decir, lo que para
una persona puede resultar tremendamente hiriente no lo es en el mismo grado para otra. Por
ello, la delimitación de lo que es maltrato psicológico debería centrarse, más que en los actos en
sí, en el impacto que éstos pueden tener en la persona.
Por otro lado, si analizamos con detenimiento la definición, veremos como en la misma
se incluyen tanto los actos verbales como los no verbales. En ocasiones se ha conceptualizado
este tipo de maltrato como maltrato verbal pero en realidad se trata de un término poco exacto
por incompleto. El maltrato psicológico puede concretarse de muy diversas maneras. Por
ejemplo Nerenberg (2008: 29), o Querol (2006: 51) ponen de manifiesto como existe, al menos
en los Estados Unidos, una cada vez mayor conciencia a través de la labor de los servicios de
protección a los adultos (APS) del auge de una forma específica de maltrato psicológico que
consiste en el maltrato a las mascotas de las personas mayores como un medio para causarles
daño.
La negligencia es, sin duda, una de las categorías de maltrato hacia las personas mayores
que, a pesar de ser recogida por la inmensa mayoría de los autores, plantea más controversias
sobre todo en relación con su contenido y alcance. Lo que, desde luego implica una dificultad a
la hora de la detección171. Partiendo de la tipología que establecieron en su momento Wolf y
Pillemer (1989) podemos distinguir entre negligencia activa y pasiva172. Activamente en el caso
171 Sobre esa dificultad de definición y de detección asociada al concepto de negligencia resulta muy expresivo el
paralelismo que establecen Dyer et al. (2005:8) con la (en ocasiones) sutil distinción entre erotismo y pornografía.
Es tan complejo determinar qué es negligencia en algunos casos no evidentes, que como ocurre con la pornografía, a
veces sólo podemos decir que ―la reconoceremos, cuando la veamos”. Cuando la negligencia es grave o muy grave
su detección es clara y no presenta dudas. Pero en otras ocasiones la zona de sombra es considerable. Por ejemplo,
¿es negligencia alimentar a una persona mayor esencialmente con yogures porque es lo que mejor se come? La
contestación a preguntas de este tipo no es siempre fácil ni unívoca, pero la respuesta frente a la situación depende
en buena parte de ella.
172 Aunque otros autores (Bass et al., 2001) distinguen diversas formas de negligencia con base en otros criterios al
margen de la intencionalidad. Así, según recoge (Pérez Rojo, 2007: 7) podemos hablar también de negligencia
física: que el cuidador no proporcione a una persona mayor los servicios o productos necesarios para un
funcionamiento físico óptimo. Un ejemplo de este tipo de negligencia podría ser no proporcionar el necesario
cuidado de la salud, como comida o agua, terapia física, no proporcionarle gafas, audífonos, bastones o cualquier
otro dispositivo de ayuda necesario (Sengstock y O´Brien, 2002; Bass, et al., 2001); negligencia emocional /
psicológica: en este caso el cuidador no suministra el apoyo o la estimulación social y/o emocional adecuada y
necesaria para una persona mayor (Bass et al., 2001). También se incluye dentro de este tipo que el responsable del
maltrato le aísle de amigos y familiares o de sus actividades cotidianas, darle tratamiento de silencio (no hablarle),
negarle, por ejemplo, oportunidades para establecer interacciones sociales, o dejándole solo durante largos periodos
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de que el cuidador aún siendo consciente de sus obligaciones rehúsa prestar la atención
necesaria al anciano. Pasivamente en aquellos supuestos en los que no se tiene en cuenta el
anciano para nada, se le confina en el último rincón del hogar o de la institución, sin ser llamado
para comer, asearse, relacionarse, etc. (Muñoz Tortosa, 2004: 23).
Por su parte, Barbero y Moya (2006: 25) hablan a tanto de negligencia como de
abandono entendidos como “el rechazo, negativa o fallo para continuar o completar la
atención de las necesidades de cuidado de una persona mayor, ya sea voluntaria o
involuntariamente, por parte de una persona responsable (de forma implícita o acordada) de su
cuidado” 173. Serían ejemplos de esta forma de maltrato: no aportar medidas económicas o
cuidados básicos como comida, hidratación, higiene personal, vestido, cobijo, asistencia
sanitaria, administración de medicamentos, confort, protección y vigilancia de situaciones
potencialmente peligrosas, dejarlo solo largos periodo de tiempo, etc.
En cuanto a los elementos claves de la negligencia hacia las personas mayores, Dyer et al.
(2005: 7) a partir de las percepciones de profesionales norteamericanos de los APS (Adult
Protective Services) determinaron que la negligencia hacia los ancianos puede describirse a través
de deficiencias en el entorno, en la higiene personal y en la cognición. Siendo la dificultad de
mantenimiento del entorno el elemento clave más citado.
Al hilo de estas definiciones y sus matices, surge una pregunta importante ¿es el abandono
una forma de la negligencia o tiene entidad propia? Veíamos como Barbero y Moya (2006: 25)
hablan tanto de negligencia como de abandono pero dan una definición que incluye e integra
ambos conceptos. A su vez el National Center on Elder Abuse (NCEA) categoriza
específicamente el abandono como un tipo diferenciado de la negligencia174. Sin embargo
de tiempo. Aquí, como vemos, la distinción con el maltrato psicológico resulta compleja. Otros ejemplos incluyen
ignorar las peticiones que realiza la persona mayor y no darle noticias o información que pueda interesarle; y por
último, negligencia económica o material: en este caso, el cuidador no utiliza los fondos o recursos que son
necesarios para proporcionar una óptima calidad de vida a la persona mayor.
173 Muñoz Tortosa (2004: 22) define la negligencia como “aquellas conductas de omisión de los cuidados que
pueden provocar o provocan daños físicos, cognitivos, emocionales o sociales”. Iborra Marmolejo (2005: 23) la
define como “el abandono o la dejación de las obligaciones en los cuidados de una persona mayor. Incluye
desde privar de las necesidades más básicas, como la higiene o la alimentación, hasta el uso inadecuado de la
medicación”.
174 Abandono (abandonment) para el National Center on Elder Abuse (NCEA) es definido como: ―the desertion of
an elderly person by an individual who has assumed responsibility for providing care for an elder, or by a person
with physical custody of an elder”. (Consúltese su página web: www.ncea.aoa.gov; fecha de consulta: 20/02/2009).
Como señala Pérez Rojo (2007: 9) esta forma de maltrato implicaría el abandono de una persona mayor por parte de
una persona que ha asumido la responsabilidad de su cuidado o por parte de la persona que posee la custodia física
de la persona mayor.
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algunos autores incluyen el abandono dentro de la categoría de negligencia (Bass et al., 2001;
Brandl y Horan, 2002), mientras que otros se refieren al mismo como una categoría
independiente (Lafata y Helfrich, 2001). Respecto al abandono, Muñoz Tortosa (2004: 22)
considera que puede encuadrarse en la categoría de negligencia como una de sus
manifestaciones más extremas, que se produce en aquellos supuestos en los que el cuidador con
respecto al anciano lo deja solo y éste tiene que valerse por sí mismo sin estar capacitado para
ello. De hecho, en la temprana y fundamental clasificación de Wolf y Pillemer (1989) se
correspondería con alguna de las formas de la negligencia pasiva. Para Nerenberg (2008: 32) el
abandono tiene en común con la negligencia la asunción de que los perpetradores tienen una
obligación hacia la víctima – por ser su familiar, por ser un trabajador contratado para su
cuidado – y también que ese abandono muchas veces está conectado con motivaciones
económicas. Por todo ello, desde nuestro punto de vista, el abandono se situaría como una de
las formas más graves de la negligencia.
Finalmente, la autonegligencia es una tipología profundamente conflictiva en la literatura
sobre el maltrato hacia las personas mayores. Por ejemplo Muñoz Tortosa (2004: 23) asumiendo
el concepto del NCEA define la autonegligencia (self-neglect) como “la amenaza a la propia
salud o seguridad y se manifiesta como una negativa o falta de servicio a sí mismo de comida
adecuada, agua, vestimenta, abrigo, higiene personal, medicación y medidas de seguridad”. En
todo caso no estaríamos dentro de esta categoría cuando una persona mayor mentalmente
competente decide consciente y voluntariamente realizar actos en contra de su salud o seguridad
con conocimiento de causa de sus consecuencias. Para Iborra Marmolejo (2005: 22), no nos
encontraríamos ante un supuesto de maltrato ya que la definición del mismo, y desde luego en
lo referente al tratamiento jurídico del problema, excluiría formas de violencia autoinflingida.
Como bien señalan Brandl et al. (2007: 33), evidentemente en los supuestos de autonegligencia,
no hay perpetradores del maltrato y nadie a quien inculpar lo que no impide que precisamente
los casos de autonegligencia sean algunos de los más frecuentemente puestos en conocimiento
de las autoridades de protección (APS) al menos en el ámbito estadounidense175. En
175A pesar de que este tipo de negligencia es aquella en la que más habitualmente intervienen los servicios de
protección para adultos norteamericanos (APS), como reconoce Payne (2002: 540), no todos los especialistas están
de acuerdo en que estos casos se incluyan en las estadísticas de maltrato. De cualquier forma para el mencionado
autor, dado el potencial de causar daño a las personas mayores de estas situaciones y el deber de ciertos
profesionales de poner en conocimiento de las autoridades los supuestos que conozcan en el ejercicio de sus
funciones, encuentra lógico que se incluyan en las estadísticas de maltrato, si entendemos éste desde una perspectiva
integrada. Sin embargo otros autores (Bonnie et al., 2003: 40) consideran que aunque la autonegligencia sea una
situación merecedora de adecuada intervención – aunque sea temporalmente como mínimo para determinar la
capacidad real de cuidarse a sí mismo de la persona e incluso, llegado el caso, la designación de un cuidador o la
asunción de tutela por un organismo público – y con concomitancias respecto al maltrato hacia las personas
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determinadas situaciones (pensemos por ejemplo en ancianos aquejados de enfermedades
mentales como el síndrome de Diógenes o determinadas formas de demencia), la
autonegligencia puede actuar en relación con el maltrato hacia las personas mayores en el
sentido de colocarlos en una posición de especial vulnerabilidad (Brandl et al. 2007: 33). De
cualquier forma y dado las definiciones de maltrato que estamos manejando y especialmente
desde la perspectiva del tratamiento jurídico del fenómeno, nos llevarían a dejar a un lado las
formas de violencia autoinflingida, aunque teniendo en cuenta de que se trata de un fenómeno
que guarda similitudes con respecto al del maltrato hacia las personas mayores. Estaríamos
pues, como después veremos con detalle (vid. infra cap. I, 3.3), ante una de esas realidades que
mantienen difusas fronteras respecto del territorio del maltrato hacia las personas mayores.
Retomando la tipología del maltrato familiar hacia las personas mayores nos ocupamos
ahora del abuso o maltrato sexual. Lo primero que hay que señalar es que esta forma de maltrato
constituye una realidad altamente perturbadora. Se trata además, o tal vez por eso mismo, como
señalan Benbow y Haddad (1993: 803-804), de una cuestión a la que generalmente se le ha
dedicado poca atención, y que, en un grado todavía mayor que otras formas de maltrato de las que
son víctimas los mayores, constituye una realidad oculta y poco denunciada.
Barbero y Moya (2006: 25) utilizan el término maltrato sexual para referirse a
―comportamientos (gestos, insinuaciones, exhibicionismo, etc.…) o contacto sexual de cualquier
tipo, intentado o consumado, no consentido o con personas incapaces de dar consentimiento” 176.
Serían ejemplo de este tipo de maltrato las siguientes acciones: acoso sexual, tocamientos, obligar
a la víctima a realizar actos sexuales al agresor, violación, realización de fotografías de contenido
sexual, etc.
Respecto al abuso sexual algunos autores lo incluyen dentro del maltrato físico (Wolf y
Pillemer, 1989, Sengstock y O´Brien, 2002; Brandl y Horan, 2002; Bass, et al., 2001, Adelman,
et al., 1998), otros, sin embargo lo describen, a nuestro entender de forma más ajustada, como
mayores, debe considerase un fenómeno separado. Y ello porque el concepto de maltrato hacia los mayores parece
implicar por un lado que alguna forma de daño, o peligro ha sido sufrido por la persona mayor y que existe alguien,
con sus acciones o a veces con la inacción, responsable de esa situación o que al menos ha sido incapaz de
prevenirla. En un estudio de Dyer et al. (2005: 6) acerca de las percepciones de los trabajadores de los APS a la
ahora de distinguir entre negligencia y autonegligencia, hasta un 44% de los participantes en la encuesta plantean
que la presencia de un cuidador indica que estamos ante una situación de negligencia. Claro que esta distinción tan
obvia a simple vista, implica no pocas dificultades prácticas a la hora de determinar en algunos casos si un vecino,
amigo o familiar, tiene asumida o no la condición de cuidador y las obligaciones que ello implicaría respecto de la
persona mayor.
176 El abuso sexual en relación con el maltrato a mayores, es definido a su vez por Iborra Marmolejo (2005: 24)
como “cualquier contacto sexual no deseado en el que una persona mayor es utilizada como medio para
obtener estimulación o gratificación sexual”.
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una categoría independiente (Lafata y Helfrich, 2001; Gordon y Brill, 2001; Ahmad y Lachs,
2002).
A ese carácter oculto y el escaso interés que tradicionalmente se ha dedicado a esta
forma de maltrato que mencionábamos desde luego contribuye la edadista concepción de que
las personas mayores carecen de cualquier interés en relación con la sexualidad, de tal manera
que sexualidad y vejez son vistos como conceptos que prácticamente se neutralizan uno al otro
(Benbow y Haddad, 1993: 804).
Pero, lamentablemente, el abuso sexual a las personas de edad es una realidad existente
tanto en el ámbito familiar como el institucional. Además, como podemos deducir de algunas de
las definiciones aquí presentadas, presenta variadas manifestaciones. En el contexto del abuso
sexual que se produce en el seno de relaciones, muchas veces éste se integra como parte de un
entramado de de maltratos psicológicos, físicos, y materiales, que el perpetrador utiliza para
obtener y mantener el poder y el control sobre la víctima (Brandl et al., 2007:45; Ramsey-
Klawsnik, 2003:50). En este sentido, como recuerda Herring (2009: 145), no existe mayor
controversia cuando nos referimos a situaciones de agresión sexual claramente identificables
como comportamientos abusivos. Sin embargo la cuestión está menos clara cuando nos
referimos a las relaciones sexuales en casos en los que la persona mayor sufre algún tipo de
pérdida cognitiva,
Como hemos visto en la definición que proponían Barbero y Moya (2006: 25) este
maltrato implica cualquier forma de contacto sexual ―no consentido o con personas incapaces de
dar consentimiento”. Después de todo, como sugiere Muñoz Tortosa (2004: 25), las definiciones
del abuso sexual se basan en un principio según el cual la conducta sexual entre un anciano y
su cuidador es siempre inapropiada. En este sentido la asimetría y la coerción constituyen dos
elementos suficientes para que una conducta reciba el calificativo de abuso sexual a una
persona mayor.
Pero a veces estos dos elementos no son tan sencillos de valorar. Pensemos por ejemplo
el caso de una mujer con demencia desorientada temporal y espacialmente pero que reconoce a
su marido como tal. Si la mujer en sus circunstancias es incapaz de dar ese consentimiento, en
principio, el marido debería evitar cualquier forma de contacto sexual. Sin embargo, para otros
autores, esta aproximación es demasiado rígida en algunos supuestos determinados, y casos
como estos deberían contemplarse en el contexto de la relación previa existente entre los
miembros de la pareja (Hegerty Lingler, 2004). El tema es, como puede verse, muy complejo
reflejando el a veces difícil balance entre la necesidad protección de la persona mayor frente al
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abuso, y la protección de su derecho a mantener relaciones sexuales consentidas. El elemento
clave es aquí, obviamente, el consentimiento que debería abarcar claramente la conciencia por
parte de la persona mayor afectada por esa limitación cognitiva de que se trata de una actividad
de carácter sexual y, desde luego, implicar una posibilidad de elección sobre si mantener o no
esa relación (Herring, 2009:146). Por ello, como apuntan Benwood y Haddad, (1993: 807), es
preciso seguir avanzando en consensuar y fijar algunos principios éticos básicos en relación con
el consentimiento de las personas mayores con algún tipo de limitación cognitiva que ayuden a
delimitar con mayor claridad las situaciones de abuso.
La última tipología a la que nos vamos a referir es el denominado maltrato económico,
material o financiero. El maltrato económico (término que usamos preferentemente en este
trabajo para referirnos a esta tipología) es un fenómeno emergente en nuestro campo de estudio
ya que son cada vez más numerosas las investigaciones que evidencian que se trata de una
realidad bastante extendida y, en consecuencia, especialmente necesitada de intervención177.
Para Barbero y Moya, (2006: 25), que utilizan el término maltrato financiero para
referirse esencialmente a la misma situación consiste en “la utilización no autorizada, ilegal o
inapropiada de fondos, propiedades, o recursos de una persona mayor”.
Esta categoría denominada maltrato económico, material o financiero178 incluiría
acciones de este cariz: tomar sin permiso dinero, joyas, etc., falsificación de firmas, obligarle a
firmar documentos o testamentos, uso inapropiado de la tutela o la curatela, ocupación del
domicilio, etc.
Las personas mayores se encentrarían en una situación especialmente vulnerable a la
hora de sufrir este tipo de violencia económica. Entre los agresores existe una cierta idea de
que los ancianos, o las personas mayores no tienen necesidades económicas y que por lo tanto
pueden ser despojados de sus bienes (Muñoz Tortosa, 2004: 24).
Como ocurre en alguna medida en relación con el abuso sexual, se trata de una
177 De hecho en nuestra propia investigación constituye, como veremos con detalle en la segunda parte de la tesis
doctoral (vid. infra. caps. V, .2, y VII, 3), un tema recurrente y que se trató de explorar incluyéndose como un
objetivo específico en el diseño de la misma. Estamos pues ante una tipología especialmente prevalente de maltrato
como sugieren los estudios cuantitativos disponibles (vid infra cap. IV) y algunos otros estudios cualitativos como el
de Coma et al.(2007: 237).
178 Iborra Marmolejo (2005) define el abuso económico, denominado también financiero o material, como
―la utilización ilegal o no autorizada de los recursos económicos o de las propiedades de una persona mayor”.
Muñoz Tortosa (2004: 24) habla de violencia económica para referirse a este tipo de maltrato y maneja un
concepto un poco más amplio del mismo ya que incluye además como explotación económica aquellos supuestos
en los que se le asigna al anciano trabajos domésticos o no, que deberían ser realizados por el cuidador
remunerado, se le mantiene en el hogar en forma de criado o se le fuerza a realizar acciones inapropiadas, por
ejemplo cuando se le obliga a que ejerza la mendicidad o a se le utiliza para trabajos de economía sumergida.
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categoría especialmente oculta entre otras cosas porque coloca a la persona mayor víctima en
una situación de especial vergüenza. Por otro lado, como veremos con más detalle al analizar
los hallazgos de nuestra investigación (vid. infra. cap. V, 2 y V, 5), tanto los profesionales
implicados en la prevención e intervención como las mismas personas mayores tienden a
contemplar esta forma de maltrato como menos grave que otras.
Sobre las cinco categorías de maltrato anteriores existe un alto grado de consenso y son
básicamente las que se manejan en este trabajo. Aunque existen otras categorías que también
aparecen referenciadas en la literatura especializada sobre el tema179 las cinco categorías
descritas tienen además en común el hecho de que, aunque pueden encontrarse también en
contextos institucionales, constituyen las formas de maltrato que tienen lugar en el seno de la
familia, objeto exclusivo de este trabajo180.
En definitiva en los dos epígrafes anteriores hemos tratado de dar una visión global del
marco conceptual en relación con el maltrato familiar hacia los mayores tanto en su definición
como fenómeno social como en su tipología. Pero como puede fácilmente deducirse este
179 En esta línea organismos como el Consejo de Europa establecen la violación de derechos como una categoría
diferenciada de maltrato hacia las personas mayores. Esta forma de maltrato hacia los mayores estaría constituida
por cualquier forma de violación de los derechos inalienables de los ancianos como ciudadanos protegidos por las
leyes de sus respectivos Estados - libertad de reunión, prensa, religión, derecho a no ser sometido a trabajos
duros, derecho a obtener un tratamiento médico adecuado, derecho a no ser declarado incompetente sin un
proceso legal justo, derecho al voto…- (Muñoz Tortosa 2004: 24; Nerenberg, 2008: 33) En cualquier caso
estaríamos hablando en estos supuestos o bien de la dimensión macro (Bennet et al, 1997:19) o institucional en
sentido amplio (Rubio, 2005:123) del maltrato hacia las personas mayores. Situaciones que son expresión y
manifestación de la sociedad edadista. O bien, si se produce en el ámbito familiar, como sugieren Pérez Rojo e Izal
Fernández de Troconiz (2007: 18), estaríamos refiriéndonos a situaciones relacionadas estrechamente con el
maltrato psicológico. Esta forma de maltrato incluiría por ejemplo la ocultación del correo, no permitir al mayor que
acuda a la iglesia, no permitirle tener la puerta de la habitación abierta. En última instancia, si defendemos, como
encontramos más adecuado, la visión unitaria del maltrato como una violación de derechos, no tiene demasiado
sentido mantener una categoría específica denominada violación de derechos básicos: puesto que todo maltrato
constituye una violación de los derechos humanos de las personas mayores. ¿O es que la violación de la integridad
física y moral que suponen el maltrato físico o psicológico no presuponen la violación de derechos básicos?
Tampoco aporta demasiado esta categoría, desde nuestro punto de vista, a la mejor articulación de respuestas frente
al problema sino que más bien, en cierto sentido, parece oscurecer la idea de que toda forma de maltrato implica
violación de derechos. Finalmente otros autores (Nerenberg, 2008) se hacen eco de otras formas de maltrato como
por ejemplo el mobbing inmobiliario o el fraude al consumidor del que pueden ser especialmente víctimas las
personas mayores. En cualquier caso, como veremos con más detalle en el último epígrafe (vid infra cap. I, 3.3), se
trata más bien de acciones perpetradas por desconocidos como muestras de la victimización más general de la que
pueden ser objeto las personas mayores. Pero bien es cierto que, dado que muchos de esos perpetradores como
forma de acercarse a sus víctimas, puede construir alguna forma de relación de confianza con el mayor constituyen
de alguna manera formas adyacentes con algunos puntos en común al maltrato hacia las personas mayores
construido como problema social. De todas formas, difícilmente pueden asociarse específicamente al maltrato
familiar hacia las personas mayores que es el objeto de nuestro análisis.
180 En este punto tenemos que hacer una advertencia que puede parecer obvia pero que nos parece necesaria: el
maltrato familiar puede tener lugar en el espacio físico de la residencia o institución donde reside el mayor (Rubio
2005:124). Pensemos por ejemplo en el caso del hijo o de los parientes que visitan al mayor institucionalizado con la
intención de que les autorice a acceder a su patrimonio con intenciones de esquilmarlo. Se trata, como es fácilmente
entendible, de una manifestación clara de maltrato familiar aunque la persona mayor resida en una institución.
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esfuerzo de conceptualización ni es sencillo, ni ha concluido porque estamos ante una realidad
todavía escasamente estudiada y analizada. Ello genera no pocas zonas de incertidumbre o de
sombra a la hora de tratar de responder con el rigor necesario a preguntas del tipo ¿qué es el
maltrato familiar hacia los mayores? Por ello y a partir del análisis de algunos de los elementos
esenciales ya presentados en las páginas anteriores vamos a tratar de hacer un esfuerzo
suplementario en la concreción de ese marco conceptual que nos permita delimitar con mayor
claridad el campo del maltrato familiar hacia los mayores al menos tal y como lo hemos
entendido en este trabajo. A esta tarea dedicamos el último epígrafe que cierra el capítulo.
3.3.- Elementos esenciales y delimitación del campo.
El campo del maltrato hacia las personas mayores, como hemos visto, es amplio y
mantiene algunas fronteras difusas con categorías próximas, como la violencia intrafamiliar, o
con fenómenos como la autonegligencia. La pregunta en este punto parece lógica, ¿a partir de
todas estas definiciones y tipologías presentadas – al menos las que concitan un mayor consenso
académico e institucional – qué mapa del territorio del maltrato hacia los mayores estamos
delimitando? ¿Dónde están sus fronteras?
Como en otras formas de maltrato, mujeres y hombres mayores pueden ser agredidas por
parte de alguien que conocen y quieren. Esposos, compañeros, amigos, hijos adultos, otros
miembros de la familia – alguien que mantiene una relación de confianza con la víctima –
pueden ser algunos de los perpetradores. En el caso de las parejas puede tratarse por ejemplo de
matrimonios de larga duración o constituir nuevas relaciones que surgen después de la muerte o
el divorcio de la pareja previa (Brandl, 2004). Pero además podemos considerar como
manifestaciones del fenómeno determinadas formas de violencia ejercidas por la persona mayor
contra su cuidadora (Atkien y Griffin, 1996; Philips et al., 2000; Ayres et al., 2001).
En general, parece que este campo – una vez excluido para este trabajo el maltrato que se
produce en entornos institucionales – abarcaría situaciones de maltrato familiar hacia las
personas mayores por un lado cuando existe un contexto de cuidado y, por otro lado, de
violencia doméstica sin que exista necesariamente esa relación de cuidado. En el primero de los
casos puede también tratarse de una violencia ejercida en ambas direcciones: tanto por la persona
cuidadora, como por la receptora de los cuidados. En el caso de la violencia intrafamiliar, puede
producirse entre parejas, pero también entre padres e hijos o entre abuelos y nietos181 o entre
181 Específicamente el maltrato de los nietos hacia los abuelos (de ambos géneros), cuando éstos ejercen la custodia
de los mismos, es un problema prácticamente invisible, poco tratado por la literatura sobre el maltrato a los mayores
125 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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personas mayores y otros parientes. E incluso, en un sentido amplio, entre personas que
mantienen simplemente estrechos vínculos de amistad que pueden asimilarse a los familiares182.
y necesitado de estudio (Kosberg y MacNeil, 2003: 34). Como señalan Brownell et al. (2003: 9), las referencias de
la literatura a esta manifestación del maltrato por parte de los nietos a los abuelos suelen ser muy superficiales
incluyéndose normalmente bajo el epígrafe de otros agresores. En un estudio estadounidense de Brownell et al.
(2003: 8) se plantea precisamente el escaso apoyo y protección prestado por el sistema hacia los abuelos que ejercen
de custodios de los menores con algún tipo de problema. Para Kosberg y MacNeil (2003: 44-45), los abuelos que
adquieren una responsabilidad de custodia de sus nietos se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad
teniendo en cuenta que se comprometen a ejercer de nuevo un rol parental que difiere de lo que probablemente
esperaban para sus últimos años de vida necesitando dedicar mucha mayor energía a esas responsabilidades. Por lo
que no es extraño que eso implique consecuencias físicas, psicológicas, sociales y financieras (Kolsberg y MacNeal,
2003: 45). Se identifican – tanto por los abuelos, como por los trabajadores sociales de protección a la infancia que
participaron en ese estudio cualitativo – las mismas formas básicas de violencia respecto del maltrato hacia los
mayores: físico, material, psicológico. Aunque no se identifica la negligencia como una forma de comportamiento
dañino o abusivo ya que son los abuelos los que ejercen el cuidado habiendo a sumido la custodia de sus nietos
(Brownell et al. 2003: 14). Especialmente el maltrato material está muy presenta también entre las percepciones de
los participantes en el estudio que distinguen claramente entre robos de pequeñas cantidades (más bien vistas como
un comportamiento poco respetuoso) o de cantidades u objetos de más valor (contempladas como una forma de
maltrato económico). El maltrato físico en cambio es visto como posible y de algún modo no tan infrecuente por los
abuelos en contraste con los trabajadores sociales que lo perciben como muy poco frecuente, aun reconociendo que
puede ser poco reportado por el sentimiento de vergüenza y por el temor a que los nietos custodiados sean alejados
del hogar (Brownell et al. 2003: 19). Los abuelos custodios participantes en el estudio plantean además que tanto el
abuso de sustancias como la enfermedad mental grave son factores relacionados con la producción del maltrato
(Brownell et al. 2003: 25); Kosberg y MacNeil (2003: 41) también plantean la especial incidencia de la transmisión
intergeneracional de la violencia en estos casos, siendo el comportamiento maltratante un resultado de la violencia
aprendida al contemplar las difíciles relaciones habitualmente entre sus propios padres y los abuelos (Kosberg y
Mac Neil, 2003: 41). Los propios autores ponen de manifiesto también el hecho de que la existencia de hijos adultos
(que son los padres de los nietos acogidos) puede ser una fuente de conflicto. La asunción de la custodia o al menos
de la atención y cuidado por parte de los abuelos ha podido derivarse bien de una falta de habilidad de los padres
(por ejemplo por abuso de sustancias, enfermedad mental grave) o por una falta de disponibilidad de los padres
(encarcelamiento, hospitalización, razones laborales). Pero en cualquier caso esto supone una gran influencia en las
dinámicas familiares, en el sentido de que puede generar conflicto resultando en un comportamiento violento de
estos padres (del nieto) respecto a sus padres (los abuelos) como consecuencia de un cierto sentimiento de culpa o
de ira por no atender a sus hijos. Lo que se puede agravar porque no es infrecuente, en contextos de conflicto
familiar, la negativa de los abuelos a que sus nietos vean a sus padres (Kosberg y MacNeil, 2003: 49).
182 El tema de la amistad como un tipo de relación humana capaz de generar obligaciones (como la del cuidado a la
que aquí nos estamos también refiriendo) incluso con sus posibles implicaciones legales ha sido tratado
recientemente de forma muy interesante por Eekelaar (2006: 32-53). Estaríamos hablando, para lo que a nosotros
nos interesa, de situaciones en las que una persona se responsabiliza de proveer las necesidades de cuidado de otra
por razón de amistad. Como explica Eekelaar (2006) es cierto que la amistad es un tipo de relación caracterizada, en
contraste con las relaciones familiares, por una casi total libertad. Esto se pone de manifiesto por ejemplo con
expresiones del tipo ―uno elige a sus amigos, pero no puede elegir a sus familiares”. En última instancia ―yo soy
amigo de quien quiero, y a nadie puedo obligar a que sea mi amigo”. Pero dicho esto, es cierto que en la práctica si
las relaciones de amistad son muy duraderas e implican un cierto proyecto de vida en común, no es infrecuente que
cuando la familia no existe o no asume esas responsabilidades de cuidado, éstas sean asumidas por una persona que
sólo mantiene lazos de amistad respecto de la persona cuidada. La analogía con la familia aquí es evidente porque se
trata de una relación más compleja que la simple amistad y, aunque es cierto que (de un modo general en términos
de obligaciones adquiridas), no es lo mismo un familiar que un amigo, en algunos casos concretos el papel de éstos
puede ser mucho más determinante que el de los familiares. Pensemos por ejemplo en los casos, que analizaremos
después con algo más detalle (vid. infra. cap. II, 3), de ancianos homosexuales que no mantienen lazos con su
familia y que, llegado el caso, son atendidos por esas familias de elección de las que hablan autores como Boxer
(1997:193). Es en ese sentido en el que asimilamos al menos este tipo de amistades a la familia. Por ello en lugar de
cuidado informal que parece añadir un elemento de minusvaloración de esa tarea preferimos hablar en este trabajo
de cuidado familiar aunque incluyendo, en los casos en los que proceda, esa familia de elección que son los amigos
en la vida de determinadas personas.
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Entonces, ¿es la primera categoría un subtipo de la segunda? ¿Todas las formas de
violencia doméstica que tienen como víctima una persona de determinada edad – mayor de 60
años o de 65 – son supuestos de maltrato hacia los mayores? En este apartado vamos a tratar de
empezar a dar una respuesta a algunas de esas cuestiones y, de paso, fijar lo que hemos
considerado maltrato familiar hacia las personas mayores en este trabajo. Se trata de una cuestión
relevante ya que esta delimitación constituye un elemento central de la discusión sobre el
fenómeno con muchas y variadas implicaciones a la hora de la articulación de políticas públicas
y de la asignación de recursos.
Como ya hemos visto en los epígrafes anteriores, tanto en el proceso para la elaboración
de una definición genérica como en el de la fijación de una tipología, se barajan una serie de
elementos esenciales. Más en concreto, nos referiremos a los siguientes: persona mayor,
vulnerabilidad, relación de confianza, y daño. A través del análisis de la interacción de esos
elementos trataremos de aclarar la delimitación del campo del maltrato familiar hacia las
personas mayores entendido como un fenómeno social con entidad propia.
En relación con el concepto de persona mayor, ya hemos hablado del mismo al referirnos
a la edad como elemento convencional para acotar el colectivo por lo que nos remitimos a lo allí
dicho (vid supra cap. I, 1.2). En conexión más específicamente con el maltrato hacia las personas
mayores como fenómeno, este elemento adquiere especial relevancia sobre todo, si más allá de
la determinación de una edad convencional como límite – los 60 o los 65 años, por ejemplo –,
ampliamos el concepto hasta abarcar a los adultos con discapacidades cognitivas o sensoriales,
los enfermos mentales graves o los adultos con discapacidades físicas al menos en determinados
casos183. La duda que se plantea es por lo tanto la de si se debería considerar la edad como
183 A diferencia de otras formas de violencia doméstica, lo que definiría esencialmente el maltrato hacia los mayores
no sería el tipo de relación, sino la edad (Steinmetz, 1990: 207). El considerar la edad como criterio delimitador le
hace preguntarse a Johnson (1986: 183) si al fin y al cabo cualquier forma de maltrato no deja de ser eso, un
maltrato, sin que se tenga que considerar la edad como una variable que haga diferente estas situaciones de otras. La
solución de la autora ante esta disyuntiva pasa por reconocer que la introducción de la edad como variable tiene
importancia sobre todo desde el punto de vista práctico. Nos podríamos preguntar si tiene sentido excluir de este
concepto amplio por ejemplo a una persona de 50 o 55 años pero con una demencia presenil o cualquier otra grave
forma de enfermedad o discapacidad que suponga una severa limitación de sus capacidades y que le coloque en una
situación de especial vulnerabilidad o fragilidad. Es evidente que su situación, respecto a la posibilidad de maltrato y
la subsiguiente respuesta articulada frente al mismo, aparece como claramente análoga a la de una persona mayor en
sentido estricto. Como apuntan Bonnie et al. (2003:50), parece adecuado considerar que, dada la posibilidad real de
medición del grado de esas discapacidades, es posible incorporar esos conceptos con las apropiadas modificaciones
como un elemento relevante también para el estudio y la investigación del maltrato hacia los mayores. Pero en
cualquier caso, como ya advertía Johnson (1986: 184), no hay que perder de vista que desde el momento en que se
separa el estudio del desarrollo humano por edades, corresponde, como es lógico, a los geriatras y gerontólogos el
centrarse en las necesidades de este grupo social en concreto como una forma de acercarnos a sus carencias
específicas. Entre ellas, desde luego, el análisis y la respuesta frente a situaciones de maltrato que puedan estar
viviendo.
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criterio para determinar el estatus de persona mayor o si, por el contrario, deberían considerarse
otras características como el estatus funcional a la hora de determinar la población en riesgo. Es
evidente que con esta operación hacemos entrar en juego a otro elemento esencial: la
vulnerabilidad.
Ya apuntábamos con anterioridad (vid. supra. cap. I, 3.1) como para referirse a supuestos
similares en los últimos tiempos se está empezando a hablar también de maltrato hacia los
adultos vulnerables184. Desde esta perspectiva se considera la edad como una de las situaciones
generadoras de esa vulnerabilidad. Y junto la edad, la enfermedad y la discapacidad.
Evidentemente esto implica una ampliación considerable del campo que abarcaría el fenómeno.
Ese concepto, de adultos vulnerables (vulnerable adults) incluiría, por lo tanto, el fenómeno de
lo que tradicionalmente ha sido conocido como maltrato hacia las personas mayores (elder
abuse) pero lo rebasaría. De esta forma se trata de desplazar el énfasis desde un elemento que
tiene quizás demasiado de convencional y genérico como es la edad – ya que está claro que no
todas las personas mayores de 60 o 65 años son vulnerables – hacia las circunstancias que
determinan la vulnerabilidad real y concreta de los individuos objeto de ese maltrato. Con todo,
el uso del concepto de adultos vulnerables puede resultar demasiado vago y genérico (Bonnie et
al, 2003: 50) además de excluir situaciones reales de maltrato – y por lo tanto, necesitadas de
intervención – en las que esa vulnerabilidad de la víctima en términos más o menos objetivables
no resulta tan clara y evidente185. Además puede suponer un freno para la visibilidad mediática
184 En este sentido el ya mencionado documento No secrets: Guidance on developing and implementing multi-
agency policies and procedures to protect vulnerable adults from abuse del Departament of Health Británico define
adulto vulnerable (vulnerable adult) como ―aquella persona de 18 años o mayor que precisa o puede precisar de
cuidado comunitario por razón de discapacidad mental o de otro tipo, edad o enfermedad; y que es, o puede ser,
incapaz de cuidarse por sí mismo, o incapaz de protegerse contra la explotación o un daño considerable” (DOH,
2000: 9). Mientras que de forma genérica define maltrato (abuse), como habíamos adelantado más arriba, como
“una violación de los derechos humanos y civiles de un individuo por otra u otras personas” (DOH, 2000: 9). Lo
que además como veremos más adelante al hablar del tratamiento jurídico del fenómeno, al menos en lo que implica
de valoración de la vulnerabilidad como circunstancia, parece coincidir con el criterio dibujado por la Ley Orgánica
1/2004 cuando determina como tipo agravado del delito de violencia el maltrato que tiene como víctima a personas
especialmente vulnerables. En cualquier caso volveremos sobre este tema (vid. infra. cap. III, 3 y Anexo II, 3.1.) que
constituye, sin duda, una de las cuestiones clave en relación con nuestro campo de estudio.
185 Y así parece más bien dudoso (además de constituir una afirmación edadista) que la edad por sí misma, si no
viene acompañada de otras circunstancias, implique una situación de vulnerabilidad añadida sobre todo en un
umbral convencional como el de los 60 o 65 años en los que la salud de muchas de las personas puede ser excelente
manteniendo una vida plena y activa. Lo que, por otro lado, no implica que no puedan ser víctima de situaciones de
maltrato especialmente cuando las causas del mismo vienen asociadas primariamente por ejemplo con la
dependencia del agresor. Está claro que el mismo hecho de que ese maltrato llegue a producirse puede hacernos
pensar que verdaderamente existía una situación de vulnerabilidad de la víctima tal vez incrementada por el
envejecimiento (estamos pensando en el caso de padres envejecientes con hijos enfermos mentales graves o
toxicómanos). Ante estas situaciones Hearring (2009, 135) plantea que debe considerarse el posible carácter aislado
y puntual de la situación de maltrato así como otras circunstancias que nos hagan posible mantener que, aunque la
agresión ha tenido lugar, ello no implica necesariamente que la persona mayor fuera vulnerable en la acepción usual
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del fenómeno conceptualizado como maltrato hacia los mayores (elder abuse), denominación
que, según Dunn (1993:2), presenta una cualidad simbólica al capitalizar tanto el sentido popular
de maltrato (abuse) como la aceptación general de los asuntos relacionados con la protección de
las personas mayores (elders) 186.
Otro elemento esencial manejado en la conceptualización del fenómeno lo constituye la
relación de confianza que se integra en el centro de las más acreditadas definiciones de maltrato
hacia las personas mayores manejadas. En términos simples esa relación existiría cuando una
parte asume – o se le adjudica – la responsabilidad del cuidado y la protección de una persona
mayor, o cuando la relación – en su contexto social – crea una expectativa de cuidado o de
protección. De cualquier forma, esta relación de confianza no tiene siempre el mismo contenido
y su significado depende por ejemplo del tipo de maltrato del que estemos hablando. Así, el no
proporcionar el cuidado adecuado requerido (negligencia) exige, como es obvio, que haya
existido una previa relación de provisión de cuidado187. Para el caso que nos ocupa del maltrato
en el ámbito familiar cualquier pariente se encontraría en una posición de expectativa de
confianza en el sentido de que se espera de él que no causará daño ni explotará a la persona
mayor vulnerable (Bonnie et al., 2003: 51). Pero, como ya hemos apuntado, una relación familiar
no implica necesariamente generar automáticamente una obligación de cuidado (vid. supra cap.
I, 1.4). A pesar de ello, y aunque por ejemplo un hijo adulto no haya asumido ese cuidado,
parece razonable esperar por parte de los padres que no serán agredidos físicamente, vejados o
explotados financieramente por él. Por ello es importante entender esa expectativa de confianza
en un sentido amplio que abarca a los cuidadores pero que no se limita a éstos188.
del concepto. O al menos se trata de un elemento menos determinante en esos supuestos. En cualquier caso, como
apuntan Brandl et al. (2003: 50), si se opta por definir la población objeto de atención basándose en la edad,
entonces los elementos relacionados con la vulnerabilidad de la misma pueden definirse empíricamente de acuerdo
con las características personales que emergen como factores de riesgo para la ocurrencia del maltrato.
186 Lo que no deja de ser paradójico puesto que la sociedad es claramente edadista y discrimina a los mayores de
muy diversas maneras, pero el discurso público y de lo políticamente correcto es positivamente receptivo a cuanta
medida se presente como favorable hacia nuestros mayores. Se trata de un ejercicio de hipocresía colectiva y social
paralelo al que tiene lugar con la familia, que se presenta como una gran preocupación por partidos políticos de todo
el espectro ideológico pero cuyas necesidades reales son, a la hora de la verdad y en líneas generales, pobremente
atendidas desde las administraciones, al menos en nuestro país.
187 Sólo en algunos casos de abandono, entendido como hacemos nosotros como una forma extrema de negligencia,
podemos admitir que esa relación de cuidado no haya llegado siquiera a producirse. Pero en esos casos se deberá
entender que al menos existía alguna forma de responsabilidad sobre el cuidado de la persona mayor que no ha
llegado a satisfacerse.
188 Nerenberg (2008:.22) señala como ese concepto de especial relación de confianza está siendo revisado en los
últimos años. En ocasiones la diferencia entre extraño y persona de confianza puede resultar difusa. Así ocurre por
ejemplo una forma de maltrato que quedaría de alguna manera tierra de nadie al exigir una relación previa de
confianza. Son aquellas situaciones en las que depredadores (sobre todo económicos) buscan establecer relación con
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Finalmente, en relación con el daño causado, hay que tener en cuenta que concepto
amplio de maltrato hacia las personas mayores incluirá conductas que no necesariamente
generarán un perjuicio efectivo sino que simplemente pueden poner a la persona mayor en una
situación de riesgo de ser dañada que resulte intolerable (Bonnie et al., 2003: 53). Aunque, por
otro lado, hay que tener en cuenta que hay determinadas formas de maltrato que necesariamente
implican un daño infringido como son el maltrato físico, el psicológico y el económico (pérdida
de propiedades) 189.
Es a través del análisis de la interacción de estos elementos esenciales de la definición de
maltrato hacia las personas mayores como podemos discernir mejor la delimitación entre el
maltrato hacia las personas mayores y otros territorios adyacentes a la hora de la investigación y
la elaboración de políticas públicas. Lo veremos mejor a través de la Figura 3:
las víctimas. Es decir son extraños pero que como paso previo a agredir (o habitualmente depredar económicamente
a los ancianos) establecen con ellos una relación de confianza que facilita sus intenciones.
189 De todos estos daños el más difícil de cuantificar es el daño psicológico. La investigación sobre maltrato hacia
las personas mayores en general, como apuntan entre otros Dyer et al. (2003), presenta carencias a la hora de
describir metodológicamente la manera de medir las consecuencias del maltrato. Y así existen pocos estudios que
describan en detalle los diferentes tipos de daños que una persona mayor puede sufrir a consecuencia del maltrato, la
posible interrelación entre estos daños (por ejemplo entre los físicos y los emocionales o financieros), su severidad,
características y evolución clínica. De cualquier forma retomaremos esta cuestión al hablar de los problemas
asociados a la detección del maltrato hacia las personas mayores (vid. infra caps. III, 2.2 y VI, 2).
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Fig. 3: Maltrato hacia las personas mayores y dominios adyacentes de investigación y
elaboración de políticas.
Fuente: Bonnie et al., (2003: 43) y elaboración propia.
Como podemos observar en la figura, según este modelo, el núcleo más estricto del
maltrato hacia las personas mayores (A) estaría formado por aquellos supuestos (acciones u
omisiones) que causan daño o angustia y que se sitúan en la intersección entre tres elementos
esenciales: vejez, vulnerabilidad y relación de confianza traicionada. Ese núcleo coincidiría con
la imagen más recurrente de esta forma de maltrato que se ha ido construyendo sobre todo desde
el ámbito sociosanitario, muchas veces sobre la falsilla del maltrato infantil. Tendría como
víctima un anciano dependiente o muy vulnerable y como perpetrador un cuidador generalmente
bienintencionado pero que se ve afectado por una situación de sobrecarga que, al no ser capaz de
manejar, le lleva a la violencia o al menos a la negligencia.
Las otras áreas (B, C, y D) implican fenómenos en ocasiones muy similares o que
comparten elementos comunes. Por lo tanto podrían confundirse con este concepto de maltrato
hacia los mayores en sentido estricto entendido como una construcción teórica autónoma con
dinámicas y causas propias. Aunque por otro lado, como nos parece más lógico, la violencia
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doméstica contra personas de edad (D) debe integrarse en un concepto más amplio del mismo
basado en criterios objetivables de edad de la víctima. Es decir, considerarse también objetos de
interés tanto para la investigación (que deberá determinar entre otras cosas la magnitud real del
fenómeno) como para la elaboración de políticas públicas (a través del diseño de respuestas y
acceso a los recursos movilizados para la intervención)190. En este caso de la violencia doméstica
(D), según que según este modelo, interseccionan dos de los elementos esenciales: el de la
relación de confianza (que implica como es lógico una expectativa de no ser agredida/o por
ningún familiar) y el de la vejez. Este campo supone, por así decirlo, un territorio de fronteras
difusas respecto al núcleo del maltrato hacia las personas mayores como construcción teórica y
social diferenciada de otras formas de maltrato intrafamiliar. Pero, aun así, debe integrarse en un
sentido amplio de maltrato hacia los mayores ya que de otra manera, si manejáramos un
concepto muy estricto de maltrato hacia las personas mayores identificándolo únicamente con el
núcleo de este modelo (A), quedarían fuera de la definición las víctimas de violencia doméstica
no dependientes ni especialmente vulnerables que son victimizadas por miembros de la familia.
Exclusión que, desde luego, no nos parece adecuada ni útil de cara al diseño de intervenciones.
En definitiva, debe incluirse bajo el concepto de maltrato hacia las personas mayores las formas
que en la Figura. 3 se presentan sombreadas (A y D).
Este contexto el concepto de violencia doméstica, en consecuencia, viene a referirse a un
abanico más amplio de conductas que incluirían la violencia de las mujeres contra los hombres,
violencia contra la pareja del mismo sexo, violencia familiar de género (Nerenberg, 2008: .27).
En este campo especifico, algunos autores (Searver, 1996, Atkien et al, 1996) plantean
subcategorías como la violencia doméstica en la edad avanzada (domestic violence growing old)
para referirse a una violencia con historia que continua cuando la mujer es mayor. O bien que
aparece o empeora en la última época de la vida (late-onset violence). Para Brandl (2004:.3) el
maltrato doméstico (domestic abuse) en la vejez constituiría efectivamente un subconjunto en el
190 La autonegligencia, por ejemplo, que como sabemos es incluida por algunos autores y organismos entre los tipos
de maltrato implica la intersección entre vulnerabilidad y vejez pero, al no existir agresor no existe una relación de
confianza que se vea traicionada. En este sentido ya hemos visto las razones por las que, a nuestro entender, debe
excluirse del concepto de maltrato hacia las personas mayores (vid. supra cap. I, 3..2). En el caso de la victimización
por extraños tampoco entra en juego en principio el elemento de la relación de confianza, como vemos determinante
en este sentido para delimitar el concepto. De todas formas, Bennet et al. (1997: 18) plantea algún matiz al respecto
al describir como algunos expertos sobre todo desde los Estados Unidos tienden a incluir situaciones de maltrato por
extraños en el concepto genérico de maltrato hacia los mayores. Se trataría de aquellos supuestos, ya comentados,
que inciden en la especial vulnerabilidad de los mayores ante determinadas situaciones muchas veces relacionadas
con el abuso económico y con determinadas prácticas como diversas formas de fraude que muchas veces implican
previamente a la comisión efectiva una labor de acceder, en mayor o menor medida, a la intimidad del anciano
ganándose su confianza (Nerenberg, 2008: 25).
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campo más amplio del maltrato hacia los mayores. Para otras autoras, como Aitken y Griffin
(1996:133), la violencia familiar de género, cuando se ejerce contra las mujeres mayores,
constituiría una manifestación más de maltrato hacia las personas mayores. Por ello a partir de
esta categorización algunos autores han ido elaborado un nuevo concepto de maltrato en la edad
madura o edad avanzada (abuse in later life) (Brandl y Cook-Daniels, 2002; Brandl, 2004). Este
maltrato en la edad madura vendría caracterizado porque el objeto del mismo serían hombres o
mujeres de 50 o más años y los perpetradores personas en las que estos confían (esposos, parejas,
familiares, tanto si ejercen como si no labores de cuidadores) (Brandl y Cook-Daniels,
2002:1)191. Lo relevante aquí no sería tanto el límite de la edad – que se relaja en su límite
inferior – sino que este maltrato estaría estrechamente condicionado por las dinámicas de poder y
control propias de la violencia doméstica. Como concluye Nerenberg (2008:27), la emergencia
del concepto de violencia doméstica hacia los mayores (elder domestic violence) como una
subcategoría del maltrato hacia los mayores plantea nuevos retos debido a lo cambiante de las
definiciones en el campo mismo de la violencia doméstica añadiendo nuevos problemas a los ya
existentes en la definición del fenómeno.
Pero de cualquier forma, lo que está en juego no es tanto un afán académico de
clasificación sino el discernir si resulta útil y adecuado, sobre todo en términos de diseño de
intervenciones, incluir la violencia doméstica de la que puedan ser víctimas mujeres mayores – y
también hombres – en el término de maltrato hacia las personas mayores basándose únicamente
en la edad de la víctima192. De ello nos ocuparemos por extenso en el siguiente capítulo y
también a la hora de hablar de la respuesta articulada siendo éste además uno de los aspectos
esenciales explorados en nuestra propia investigación (vid infra. caps. II, 2.3.4., VI, 6.3; VII,
7.3.) .
191 E incluso en este último caso podríamos añadir los cuidadores remunerados o no. Aunque en el caso de ser
remunerados (y ajenos a la familia) no entrarían en el ámbito familiar que es objeto de esta tesis.
192 Una mujer de 66 años, por ejemplo, victima de maltrato por parte de su esposo sería claramente considerada una
persona mayor maltratada, ¿pero si tiene sólo 64 sería simplemente una mujer maltratada? En países que han
desarrollado sistemas de atención propios para ambos supuestos (por ejemplo Estados Unidos con los APS y con los
recursos de atención a las mujeres maltratadas) parecería que tiene a su disposición dos sistemas de intervención
adecuados y posibles; pero, por otro lado,eso puede implicar que no se sepa muy bien quién debe intervenir (Brandl
y Cohen, 2002). O que incluso, como desarrollaremos más tarde (vid. infra. caps. II, 3.4 y V, 3), se yerre en la
intervención al no tener en cuenta dinámicas propias de la violencia doméstica que puedan estar presentes en el caso
(como el poder y el control) al considerarlo un supuesto de maltrato hacia las personas mayores porque por ejemplo
se trata de una mujer mayor con un grado de deterioro o dependencia. Pueden movilizarse de esta forma, con base
en esa valoración incorrecta, medidas y recursos (por ejemplo, mecanismos de apoyo al cuidador) que parecen más
congruentes con esa concepción estricta del maltrato hacia las personas mayores pero que pueden no ser adecuadas
en esos escenarios reforzando incluso la posición del agresor, sin garantizar tampoco la seguridad de la víctima.
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Con todo no debemos perder de vista la advertencia de Bennet et al., (1997:.52) en el
sentido de que el maltrato hacia las personas mayores es similar y aún así diferente a otras
formas de violencia familiar. Su naturaleza y alcance sugiere la necesidad de que se considere de
forma separada lo que no significa que se pueda (ni deba) estudiar de forma aislada respecto a
otras formas de manifestación de la violencia en el seno de la familia.
Llegados a este punto estaríamos ya en condiciones de responder a la pregunta que nos
hacíamos al principio de este apartado sobre los límites y fronteras del territorio del maltrato
hacia las personas mayores entendido como fenómeno social. Y así, en el marco del concepto
amplio que manejamos para esta tesis doctoral, forman claramente parte de nuestro objeto de
estudio e interés tanto los supuestos de maltrato que se producen en un contexto de cuidado
familiar de una persona mayor como los supuestos de violencia doméstica o intrafamiliar de los
que resultan víctimas las personas mayores (la zona sombreada de la Figura 3). Entendiendo
como persona mayor a una persona de 60 o más años de edad.
Con esta concreción en relación con el concepto de maltrato familiar hacia los mayores
que manejamos en este trabajo finalizamos este primer capítulo que pretendía dibujar el marco
conceptual básico de este fenómeno complejo y multifacético que es el maltrato familiar hacia
las personas mayores. Las referencias al contexto social en el que este se produce en especial al
edadismo, así como las notas sobre la el proceso – en algún sentido todavía inacabado – de
construcción del fenómeno como problema social enmarcan y complementan ese marco teórico.
Un marco teórico que continuamos explorando en el capítulo siguiente donde abordaremos
esencialmente cuestiones relacionadas con las causas y los factores de riesgo que pueden
determinan la producción misma del maltrato, dedicando un espacio también a realizar algunas
consideraciones que encontramos importantes en relación con el género como variable.
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Capítulo II:
Marco teórico explicativo del maltrato familiar a los mayores
Para tratar de comprender la naturaleza del maltrato familiar hacia las personas mayores y
responder adecuadamente frente al fenómeno, es imprescindible que evitemos las explicaciones
simplistas. La tentación de asumir un modelo causal que no atienda a su complejidad – como el
centrado exclusivamente en el estrés del cuidador o el que pone todo el énfasis en la
psicopatología del agresor – supone obviar la variedad de formas y motivos que esta forma de
violencia presenta. Esta simplificación conduce necesariamente a respuestas e intervenciones
poco matizadas, cuando no directamente inadecuadas o ineficaces. A ello hay que añadir el
hecho de que, en demasiadas ocasiones, las explicaciones propuestas adolecen de una base
empírica sólida debido a la escasez de investigaciones sobre el tema y a las carencias
metodológicas de una parte de los trabajos disponibles.
Vamos a dedicar este capítulo, que completa con el anterior el marco teórico explicativo
esencial del fenómeno, precisamente a recorrer las principales explicaciones apuntadas respecto
del maltrato familiar hacia las personas mayores. Explicaciones que se derivan esencialmente de
algunos de los más sólidos trabajos en torno al tema.
Para ello comenzaremos por un recorrido por los fundamentales modelos teóricos que
han tratado de dar una explicación a las causas de la violencia en el ámbito familiar
relacionándolos específicamente con el maltrato hacia los mayores. Después nos ocuparemos de
los factores de riesgo y de protección que se han ido detectando e identificando a través de las
diferentes investigaciones. También abordaremos el análisis – con las necesarias cautelas que
ello siempre requiere – de los posibles perfiles de la víctima y de la persona que ejerce el
maltrato. Perfiles que pueden resultar una herramienta de utilidad para los profesionales a la
hora de la prevención y la detección. Se introducen también en este capítulo algunas
consideraciones sobre el género como una variable ineludible en el análisis del objeto de
estudio. Finalizaremos con una revisión crítica del marco teórico explicativo centrada sobre
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todo en la consideración de las semejanzas y diferencias del tipo de la violencia contra los
mayores frente a otras formas de violencia familiar así como en el análisis crítico de algunas
explicaciones tradicionalmente consideradas como privilegiadas. Todo ello con la intención de
reconsiderar su fiabilidad a la luz de los últimos estudios y hallazgos sobre el tema.
1.- El maltrato familiar hacia los mayores. Teorías sobre la causación.
Como cuestión previa, antes de entrar de lleno en el análisis de las principales teorías
sobre la causación, hay que resaltar como las aproximaciones más válidas al fenómeno objeto de
estudio son aquellas que se han realizado desde un prisma interdisciplinar193. Los modelos
teóricos de los que vamos a hablar a continuación están construidos desde las aportaciones de
disciplinas dispares como la psicología, la sociología, la gerontología y la medicina o desde
movimientos ideológicos como el feminismo194. A esto habría que añadir que, como advierte
Glendenning (2000: 43), que muchas de las razones dadas para explicar el maltrato a las
personas mayores resultan reminiscencias de las tipologías relacionadas con las definiciones.
De forma genérica, en el análisis de las diferentes formas de maltrato que se producen en
el marco de la familia se evidencian una serie de factores de causación. Son factores que están
presentes con mayor o menor intensidad y se van repitiendo en los diversos trabajos, estudios e
investigaciones que se han ocupado del tema: poder, estrés, aislamiento, disminución de recursos
tanto materiales como emocionales, etc. (Bennet et al., 1997: 58). Siguiendo ese marco teórico
más amplio de la violencia intrafamiliar, las hipótesis en torno a las causas del maltrato hacia los
mayores en el seno de la familia que se han ido explorando con la intención de determinar las
193 Siguiendo a Payne (2002: 537), podemos destacar como el maltrato hacia las personas mayores es una cuestión
que estudian los académicos de varias disciplinas, refiriéndose al mismo los expertos como un problema
interdisciplinar. Entre las disciplinas que se han ocupado de esta cuestión el mencionado autor cita al menos la
gerontología, la sociología, el trabajo social, la criminología, la medicina y la psicología. A pesar de ciertos recelos
iniciales y de que los estudios y análisis en relación con el maltrato hacia las personas mayores tienden a quedar
dentro del ámbito de cada campo académico diferenciado, en los últimos años – al menos en el mundo anglosajón y
a través del desarrollo de revistas académicas interdisciplinares – existe una tendencia a alcanzar una audiencia
mayor perteneciente también a otros ámbitos de conocimiento. Por ello, como apunta Payne (2002: 538), ahora que
esa sensibilidad existe y se ha ido poco a poco asentando, es necesario construir un una concepción y comprensión
del fenómeno del maltrato hacia las personas mayores desde una perspectiva integrada.
194 De las aportaciones del feminismo a través de la teorías de la violencia doméstica nos vamos a ocupar
específicamente (vid. infra. cap. II, 3), al referirnos de forma más amplia a la perspectiva de género aplicada a
explicar el maltrato hacia las personas mayores.
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razones por las que se produce este fenómeno han ido cristalizando en una serie de modelos
teóricos que dan forma y articulan todas esas causas previamente observadas195.
Pero en cualquier caso, hay que tener presente que el maltrato hacia las personas mayores
resulta un fenómeno muy complejo. Lo que unido al todavía relativamente incipiente grado de
desarrollo de los estudios en relación con el tema, hace casi imposible que se pueda explicar
válidamente a través de una sola teoría (Philips, 1986: 214; Glendenning 2000: 44; Aitken y
Griffin, 1996: 5). Por otro lado. como bien apuntan autores como Bennet et al. (1997: 67) o
McDonald et al. (1991: 23), a esto habría que añadir el hecho de que suele ser bastante frecuente,
en la literatura especializada, cierta confusión entre marcos teóricos y causas o factores de
riesgo196.
Con estas (necesarias) cautelas, vamos a presentar algunas de las principales líneas y
modelos teóricos que han tratado de explicar el maltrato hacia las personas mayores. Hay que
señalar que estos modelos no se agotan en aquellos que resumimos. Además, dado que el campo
de conocimiento sobre el tema objeto de estudio se encuentra claramente en expansión, en los
próximos años con probabilidad han de ir corroborándose empíricamente y, dado el caso,
modificándose o refinándose. Existe, en estos momentos, una evidente necesidad de desarrollo
de más trabajo en esta área. Todo ello con el fin de alcanzar un mayor grado de certeza acerca de
los factores de causación en el ámbito de la violencia familiar en general y de la violencia
195 Como veremos después con mayor detenimiento, la construcción teórica del maltrato hacia los mayores se ha
elaborado en buena medida desde los marcos teóricos que explicaban otras formas de violencia en la familia: sobre
todo el maltrato infantil y, en menor grado, la violencia familiar de género (vid. infra cap. II, 4). En este sentido,
resulta muy interesante la temprana clasificación que llevan a cabo Gelles y Straus (1979: 560-561) al distinguir tres
tipos de teorías explicativas de la violencia familiar: teorías interindividuales, que apuntan a que la causa de la
violencia se encuentra en determinadas características de los individuos así como de los efectos del alcohol
(psicopatología, alcohol y drogas); teorías psicosociales, que se centran en la interacción del individuo con otros y
en el papel del aprendizaje en el desarrollo de las conductas violentas (teoría de la frustración-agresión, teoría del
aprendizaje social, teoría de la propia actitud, teoría de la violencia tipo la naranja mecánica, intercambio social,
interaccionismo simbólico, teoría de la atribución); teorías socioculturales, que enfatizan la importancia de las
estructuras sociales y del entramado institucional en el desarrollo de la violencia (teoría funcionalista, teoría de la
cultura de la violencia, teoría estructural, teoría general de los sistemas, teoría de los recursos y teoría del conflicto).
Por razones de espacio vamos a ocuparnos aquí sólo de algunos de estos modelos teóricos relacionados más
estrechamente con la explicación del maltrato familiar hacia las personas mayores sobre todo a partir de las
aportaciones de Bennet et al. (1997), Philips (1986), y Philpson (2000). Ello sin perjuicio de que hagamos alguna
referencia aislada a alguna de las otras teoría recogidas por Gelles y Straus (1979) a cuyo trabajo, en todo caso, nos
remitimos para una información más completa sobre este asunto.
196 De esta forma, McDonald et al. (1991:23) advierten como una parte importante de la literatura especializada que
se ha ocupado de estos temas no distingue suficientemente entre explicaciones teóricas y causas relacionadas con el
maltrato hacia las personas mayores. Y así en la literatura factores específicos como el estrés y la dependencia son a
menudo considerados como explicaciones teóricas cuando serian simplemente una serie de factores que pueden ser
incorporados a las teorías que tratan de explicar el maltrato hacia las personas mayores. Una teoría proporciona una
explicación sistemática basada en hechos observados mediante proposiciones interconectadas relativas a las
relaciones entre variables y factores específicos. En muchas ocasiones estas explicaciones teóricas se solapan o se
confunden con el análisis por ejemplo de los factores de riesgo.
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ejercida contra las personas mayores en particular facultando la elaboración de marcos teóricos
explicativos válidos. En este epígrafe nos ocupamos de los principales modelos teóricos que se
han utilizado para explicar la naturaleza del maltrato familiar hacia los mayores para acabar
dedicando un apartado final a reflexionar sobre la necesidad de elaboración de una teoría
integrada en relación con la violencia intrafamiliar de la que son víctimas las personas mayores.
1.1.- Principales modelos explicativos.
Específicamente nos vamos a ocupar de los siguientes modelos teóricos: el modelo
situacional, la teoría del intercambio social, el interaccionismo simbólico, la teoría de los
recursos, la teoría del aprendizaje social, el modelo ecológico, y las teorías construidas desde la
perspectiva de la economía política.
Entre las teorías explicativas del maltrato a las personas mayores que exploró Philips
(1986), analizando el modo en el que las mismas se acomodaban a los datos empíricos existentes
hasta ese momento, se encuentran las que constituyen lo que podemos denominar el modelo
situacional197.
Este modelo teórico sugiere que las circunstancias que rodean a un individuo inmerso en
una situación abusiva198 son de extrema importancia (Bennet et al., 1997: 59). La primera de
esas circunstancias estaría constituida el estrés experimentado por una familia en una situación o
contexto determinado de tal manera que, a medida que se incrementa el estrés asociado a ciertos
factores situacionales y/o estructurales que soporta el agresor, aumenta la posibilidad de cometer
actos abusivos dirigidos hacia un individuo vulnerable al que se considere fuente de dicho estrés.
Esta teoría incide también especialmente, como explican Bennet et al. (1997: 60), en las
percepciones culturales y las actitudes respecto a la violencia, especialmente el uso de la
197 Philips (1986: 198) identifica este modelo situacional como una de las primeras explicaciones dadas al fenómeno
del maltrato familiar a los mayores. Esta teoría fue especialmente apoyada por el ámbito clínico debido sobre todo a
que su premisa principal concuerda fácilmente en el marco de intervención más frecuente propuesto desde el
entorno sociosanitario. Como concluye Philips (1986: 198), en un primer momento este modelo teórico simplemente
parecía encajar con el sentido común. Para Glendenning et al. (2000: 44) las premisas de las que este modelo teórico
parte, se ajustan con facilidad al marco de intervención sociosanitario derivándose de una base teórica asociada
sobre todo al maltrato infantil. Forma esta última de violencia familiar que, como sabemos, es en buena parte el
modelo de referencia de la construcción del fenómeno como problema social sobre todo en una primera fase de
atención.
198 Para Philips (1986: 198) las variables situacionales que se han vinculado al maltrato a ancianos incluyen: a)
factores relacionados con la vejez, tales como la dependencia física y emocional, una mala salud, un estado mental
deteriorado y una personalidad difícil; b) factores estructurales, tales como las dificultades económicas, aislamiento
social y problemas del entorno; c) factores relacionados con el cuidador, tales como las crisis vitales, agotamiento
a causa del trabajo de proporcionar cuidados (síndrome de burn-out), problemas de abusos de sustancias y
experiencias previas de socialización con violencia.
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violencia como una fuerza correctiva en el seno de las familias. De esta forma, cuando la norma
social y cultural aprueba el uso de la violencia en términos generales y cuando los grados de
tolerancia social a la violencia – tanto en la sociedad como en una determinada familia en
concreto – alcanzan ciertos niveles y además ese determinado grupo está sometido en gran
medida a ciertas situaciones estresoras (o una combinación de estas situaciones) es posible que
esas familias acaben utilizando la violencia como una forma de manejar el estrés y de resolver
los conflictos.
Si se acepta este modelo teórico como explicación válida, la intervención tiene que ir
entonces necesariamente encaminada a enseñar a los cuidadores a reducir ese estrés situacional o
estructural frecuentemente asociado con la tarea de cuidar antes de llegar al maltrato (Philips,
1986: 200). Bajo esta perspectiva, como señalan Brandl et al. (2007: 38), las personas mayores
(como los niños) son consideradas esencialmente como individuos necesitados de protección. A
pesar de que, en realidad, la prioridad de la intervención que partiría de este modelo teórico hace
hincapié más en las necesidades del cuidador que de la víctima.
En todo caso, ya la propia Philips (1986: 201-202) manifestó en su momento que, con los
datos existentes por aquel entonces, resultaba complejo respaldar suficientemente de forma
empírica esa teoría. Una década más tarde Bennet et al. (1997: 60) seguían considerando que
este modelo teórico carecía de evidencia empírica suficiente. Diagnóstico que, en gran medida,
se puede mantener hoy por hoy a pesar de los avances en el estudio del maltrato hacia las
personas mayores.
Tenemos que partir de que, a pesar de las similitudes con otras formas de violencia
familiar, esto no significa que el maltrato hacia las personas mayores pueda explicarse
necesariamente en todas sus manifestaciones por las mismas teorías199. Por eso mismo tratar el
modelo situacional como una explicación monocausal del fenómeno resultaría, en definitiva,
inadecuado (Philps, 1986: 203).
El segundo modelo al que nos vamos a referir se centra en la teoría del intercambio
social. Según esta teoría, las interacciones sociales implican el intercambio de de premios y
castigos de tal forma que la gente en su comportamiento busca maximizar los premios y
minimizar los castigos (Brandl et al. 2007: 42; Philips, 1986: 202; George, 1986: 69). Entre dos
199 En esta línea quizás la posición más extrema es la que sustenta Pillemer (2005b: 211) al considerar que la
analogía entre maltrato hacia los mayores y maltrato infantil es falsa y que por lo tanto la ampliamente sostenida
visión de que la dependencia de los mayores y las demandas de cuidado constituyen la causa esencial del fenómeno
es, de hecho, una falacia. Volveremos más adelante sobre este tema y sus implicaciones en la respuesta articulada
frente al maltrato familiar hacia los mayores (vid. infra. cap. II, 4.2).
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personas, a lo largo del tiempo, la justa retribución de los beneficios constituye un valor de
intercambio. Según el concepto de reciprocidad200 cada persona en una relación tiene derechos y
deberes respecto a la otra y los patrones de intercambio de bienes y servicios deben resultar
satisfactorios para ambos201. De otra forma, si esta ley es violada el resultado es la ira, el
resentimiento y el castigo (Philips, 1986: 203). Por ello, la violencia como derivado se produciría
cuando el beneficio que se obtiene de su uso es más elevado que el coste percibido202.
Aplicada esta teoría del intercambio social al maltrato hacia los mayores, éste aparece
cuando, en relación con el anciano, el cuidador interacciona de forma negativa en más ocasiones
que de forma positiva. En este tipo de situaciones, si el poder de un individuo sobre otro (físico,
emocional o financiero) no está sometido a ninguna forma de control o de sanción por la
sociedad (policía, tribunales, otros familiares, vecinos), los costes de un comportamiento
violento pueden ser percibidos como mínimos. En consecuencia, los beneficios de continuar
ejerciendo la violencia pueden considerarse como superiores a los costos. A ello habría que
añadir que el potencial para descompensar esos costes y beneficios puede aumentar en el caso de
que la persona mayor sea dependiente y vulnerable y, por lo tanto, en principio, menos capaz de
contribuir a esa relación de forma positiva (Bennet et al., 1997:.61).
Cuando la potencial víctima es dependiente del potencial agresor y recibe un beneficio
(por ejemplo en el caso de un anciano los cuidados), el posible agresor puede sentir que no es
200 George (1986: 68), en el ámbito del cuidado familiar de los mayores y en relación con el posible estrés del
cuidador, identifica como un factor subyacente de gran importancia el conflicto entre dos normas características de
las relaciones interpersonales en nuestra sociedad: la norma de reciprocidad y la de solidaridad. En este contexto la
reciprocidad implica que los integrantes de esa relación deberían soportar niveles equivalentes de beneficios y
perjuicios. Mientras que la solidaridad sugiere que los miembros de la familia deberían proporcionar tanta ayuda
como se precise sin preocuparse por el retorno de lo invertido en la relación. Sin embargo, George (1986: 68)
puntualiza como esas normas (que parecen contradictorias en abstracto) pueden en la realidad mantener un
equilibrio de tal manera que el conflicto normativo en el seno de la familia no llegue a producirse.
201 De cualquier forma George (1986: 70) pone de manifiesto lo incierto de algunos aspectos de la teoría del
intercambio social. Sobre todo teniendo en cuenta que las conclusiones acerca de la igualdad y la puntualidad de los
intercambios tienen en última instancia un carácter fuertemente subjetivo.
202 Gelles y Straus (1979: 563-564) matizan este postulado en el sentido de considerar que las relaciones
interfamiliares, como también sostiene Finch (1989,1995), son más complejas que otro tipo de relaciones menos
permanentes y menos estructuradas normativamente. En este contexto, por lo tanto, la falta de reciprocidad no
significa necesariamente que las relaciones familiares se rompan o entren en conflicto de forma automática ya que
en relación con el binomio satisfacción-insatisfacción es necesario tener en cuenta la influencia de las posibles
alternativas con las que cuentan los individuos. Por otro lado, el hecho de continuar una relación familiar a pesar del
desequilibrio entre coste y beneficios tiene estrecha relación con el concepto elaborado por Homans (1961, 1967) de
justicia distributiva (distributive justice). Según esto no sería tanto la maximización de los beneficios respecto de los
costes lo que movería a los individuos como el sentido de la justicia en relación con los resultados obtenidos. De
esta forma quien más invierte (en esfuerzo, dedicación, sacrificio) debería recibir más. Cuando ese principio de
justicia es violado, porque la acción de un determinado individuo no recibe la recompensa que esperaba o incluso
recibe un castigo que éste no esperaba, lo más probable es que ese individuo se enfurezca. En ese estado de ira, es
cuando el comportamiento violento es visto como provechoso (Homans, 1967: 35).
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recompensado de la misma manera por su tarea. Por ejemplo porque el mismo considere que sus
esfuerzos no están siendo lo suficientemente reconocidos, porque no se facilita su tarea, porque
no se le agradece, etc203. El potencial maltratador puede considerar, en estos casos, que los
beneficios personales que está obteniendo de su tarea de cuidado son muy escasos en
comparación con el esfuerzo que lleva a cabo. Y de esta forma se vería legitimado para ejercer
alguna forma de castigo contra la víctima. Los cuidadores abusivos, por lo tanto, apoyan menos
al anciano, le provocan menos acciones positivas y más negativas y suelen responder a las
propuestas de los ancianos mostrando más indiferencia que afecto. El cuidador consideraría a la
persona que cuida como un estorbo y utilizaría, en consecuencia, estrategias punitivas como
medio de control de la persona mayor. Se está asumiendo de esta forma que la gente mayor que
es maltratada tiene menos poder y es más dependiente y vulnerable que sus agresores, además de
disponer de menos alternativas para continuar la interacción (Philips, 1986: 204).
Cuando la situación es la contraria y es el agresor el que resulta más dependiente de la
víctima, el maltrato surgiría más bien del resentimiento del agresor por su falta de poder (Brandl
et al., 2007: 43; Philips, 2006: 205). Es lo que ocurre en muchas ocasiones con los adultos que
siguen viviendo en casa de los padres más allá de una edad en la que socialmente se esperaría
que ya no siguieran conviviendo o han regresado a casa de éstos por alguna circunstancia vital
que les hace volver a depender (financiera, emocionalmente) de sus progenitores. En este caso,
sobre todo si por los padres se sigue ejerciendo una forma de control y siguen siendo vistos como
niños más que adultos, pueden sentir una pérdida de poder que se trate de compensar en algunos
supuestos con manifestaciones de violencia (Aitken y Griffin, 1996: 127-128).
Por otro lado, autores como Bennet et al. (1997: 61) han puesto de manifiesto como las
posibles consecuencias del maltrato y la violencia pueden verse incrementadas por ciertas
visiones sociales concernientes a la privacidad y a la santidad de la familia. Consideraciones que
pueden impedir o dificultar la intervención estatal por considerar que se trata de asuntos
203 Para ilustrar las posibles dificultades de relación entre la persona mayor y el cuidador principal (habitualmente
cuidadora, en realidad) baste señalar a modo de ejemplo el fenómeno que Nolan (2000: 199) denomina síndrome del
ángel ausente. Se trata de un término acuñado para describir aquellas situaciones en las que la persona mayor
dependiente se muestra abiertamente cariñosa con otros familiares que no se ocupan directamente de su cuidado o
viven lejos cuando éstos le visitan, llegando a menospreciar al cuidador, a quejarse de cómo lleva a cabo su cuidado
o, al menos, a ignorarle. No estamos hablando de maltrato en un sentido estricto sino de cuestiones más amplias
como la satisfacción del cuidador y del posible aumento de su sensación de estrés. Por su parte Philips (1986: 206)
apunta cómo en contextos de cuidado a menudo las situaciones que envuelven un mayor sentimiento de impotencia
son de dos tipos: la primeras relacionadas con las actividades básicas de la vida diaria (ABVD) en las que el anciano
es capaz de realizar estas tareas (comer, ir al servicio, caminar) pero no tiene un control total sobre las mismas o, al
menos, no del modo en el que el cuidador considera adecuado; las segundas tienen que ver con aquellas situaciones
en las que el cuidador siente responsabilidad por el comportamiento del anciano y percibe como los observadores
ajenos evalúan de forma negativa su desempeño como buen cuidador o cuidadora.
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privados204. Teorías como estas sin embargo ponen de manifiesto que quizás la familia no sea
necesariamente y en todos los casos la feliz, idealizada y segura institución que plantean los
medios de comunicación y los políticos sino que puede ser – y de hecho lo es más a menudo de
lo deseable – escenario de la violencia205.
Basándose en este sistema de costos y premios si las situaciones aversivas llegan a ser
menores que las satisfactorias probablemente se mitigará el maltrato (Muñoz Tortosa 2004: 46).
Y en consecuencia la introducción de otros individuos que interaccionen (por ejemplo
cuidadores contratados) puede ser suficiente para que se altere este balance de costes y
beneficios de tal manera que cese el maltrato. En este sentido la intervención lógica que se deriva
de este modelo teórico es similar a la del modelo situacional.
En cualquier caso – como señalan por ejemplo Muñoz Tortosa (2004); Bennet et al.
(1997) – esta teoría ha sido todavía poco explorada y contrastada empíricamente. Especialmente
los investigadores han fracasado a la hora de demostrar de forma inequívoca que los ancianos
víctimas de malos tratos son más dependientes que aquellos que no son maltratados (Gledenning,
2000: 45-46; Philips, 1986: 206). Por lo tanto esta teoría no capacitaría para predecir quien hará
uso de la violencia y quién no. Dicho lo cual, y como ocurría también con el modelo situacional,
nada impide que reconozcamos que profundizar en la misma puede generar resultados
productivos de cara a explicar el fenómeno. En cualquier caso hay que poner de manifiesto, con
Gelles y Straus (1979: 564-565), que la teoría del intercambio social se centra más bien en los
antecedentes de las condiciones de violencia y no tanto la razón por la que la violencia ha sido
elegida como forma de solucionar la falta de reciprocidad. Consecuentemente para obtener
explicaciones válidas acerca de los motivos de la violencia familiar (incluyendo también de la
violencia contra los mayores) es necesario relacionar esta teoría con otras que la complementen.
204 Situación que en buena medida ha conseguido superarse en relación con la violencia familiar de género que es
vista como un problema que afecta a la sociedad en su conjunto y no como una cuestión privada. Para Aitken y
Griffin (1996: 54) la tendencia de colocar las causas del maltrato en contextos individualizados (persona mayor
maltratada/ perpetrador(a) del maltrato) y privatizados (el hogar/la familia) constituye además uno de los elementos
clave que explican, como veremos más adelante (vid. infra cap. II, 3), la falta de atención sobre las cuestiones de
género que informan el fenómeno, al abstraerlo y desconectarlo de las desigualdades estructurales que promueven
que las mujeres sean víctimas en mayor proporción que los hombres.
205 Una importante dificultad epistemológica que apunta Corsi (2003: 22-23) en el proceso de visibilización de la
violencia familiar, reside en cierta sacralización del concepto de familia como espacio idealizado, proveedor de
afecto, seguridad, educación, límites y estímulos. Y es que no hay que olvidar que la familia puede convertirse
también en un entorno potencialmente patógeno en el que se ejerza la violencia como solución de los conflictos
interpersonales, y en dónde los individuos no sólo no estén protegidos y arropados sino que sea precisamente un
foco de violación de los derechos más elementales de las personas y escenario de situaciones dominadas por el
miedo y la inseguridad. También la familia puede ser ese ámbito peligroso y el hecho de tenerlo en cuenta hace que
la violencia en el ámbito familiar se perciba como una realidad, como algo posible cuando se produce.
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Una tercera perspectiva explorada por Philips (1986) en la explicación del maltrato a los
mayores es la que proporciona la aplicación del enfoque teórico del interaccionismo
simbólico206. Para Philips (1986: 207) la interacción social es un proceso entre al menos dos
individuos que ocurre en el tiempo, está constituido por fases identificables recurrentes, que
están relacionadas y secuenciadas de modo flexible y requiere una negociación y renegociación
constantes para establecer un consenso de trabajo acerca del significado simbólico de estos
encuentros. Es decir, como apunta Glendenning (2000: 46), esto tiene que ver con los procesos
cognitivos, la adopción e improvisación de roles así como su atribución y consolidación207.
Aunque las relaciones son el principal contexto en el que la vida – y también el maltrato – deben
ser comprendidos, es el significado de esas relaciones y las acciones que ocurren dentro de las
mismas lo que resulta crucial para los individuos implicados (Bennet et al., 1997: 62). De esta
forma cuando se produce un desfase entre los significados que cada individuo le otorga surge la
posibilidad de entrar en conflicto y terminar la relación208.
Desde este punto de vista, el maltrato y la negligencia a las personas mayores se
contemplan como una consecuencia de la interacción tanto dentro de las familias (en el ámbito
del maltrato familiar que nos ocupa) como dentro de las instituciones (en el ámbito del maltrato
institucional que no es objeto de este trabajo). Más específicamente la teoría predice que estos
procesos surgen debido a que el envejecimiento biológico y social suele cambiar la definición
del papel de los ancianos dentro de los grupos sociales en los que interactúan. Estas alteraciones
206 La teoría interaccionista suscrita entre otros por Blumer (1969), McCall y Simmons (1966) sugiere que el estilo
social de vida viene producido desde el interior de la sociedad misma (Philpson, 2000: 115), dando gran importancia
al significado para los individuos de las relaciones sociales que establecen.
207 Partiendo del trabajo de McCall y Simmons (1978), debemos precisar que las fases de la interacción social
incluirían el proceso cognitivo, el proceso expresivo y el proceso evaluativo. El primero de ellos (proceso cognitivo)
consiste en las operaciones mentales de las que los individuos se valen para organizar sus percepciones como un
todo con sentido. La definición que el individuo haga de la situación determinará sus expectativas y el marco en el
que las acciones se planean basándose en las imágenes percibidas de uno mismo y de los otros más que en la
realidad. El rol que cada uno asigna al otro estaría basado en lo que el individuo espera de sí mismo bajo las mismas
circunstancias además de la visión idealizada del otro (Philips, 1986: 208). La segunda fase (proceso expresivo) es
aquella en la que los actores despliegan comportamientos conformes a los roles improvisados y con los roles que les
han sido imputados. La tercera y última fase (proceso evaluativo) forma la base para la negociación del consenso
mientras los actores alteran sus propios comportamientos y sus expectativas respecto a los comportamientos del otro
en respuesta a su evaluación independiente de la situación (Philips, 1986: 207-209).
208 En este sentido existiría una sincronía de roles cuando ambas personas tienen una idea similar de la situación y
los roles improvisados e imputados son coincidentes con ésta; mientras que hablaríamos de asincronía de roles
cuando no son coincidentes ni la definición de la situación ni los roles asignados a cada persona integrante de la
relación. En el primero de los casos, la sincronía tiende a asegurar la continuidad de la relación mientras que la
asincronía tendería a generar la terminación de la interacción y eventualmente de la misma relación. En el caso de la
relación de cuidado con los familiares mayores, como apunta Philips (1986: 206), con mucha frecuencia no hay otra
alternativa sino la continuidad de la relación por lo que la asincronía de roles genera consecuencias especialmente
negativas.
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pueden cuestionar la identidad personal, hasta ese momento estable, generando estrés en sus
relaciones sociales lo que se resolvería mediante la negociación de una nueva identidad válida
para uno mismo (Philipson, 2000: 115).
Por otro lado, desde el punto de vista de los cuidadores, como señala Philips (1986: 210),
al formular una imagen personal de uno mismo, éstos sólo podrán ejercer aquellos roles que han
sido aprendidos e incorporados. En definitiva, aquellos que se encuentran disponibles en su
repertorio209.
La adopción de la perspectiva interaccionista implica que nuestra comprensión del
maltrato debería aceptar el modo en que los procesos de envejecimiento afectan, a nivel
personal, a trabajadores y cuidadores. El contacto con los ancianos puede resultar difícil e
incluso evitarse porque se percibe como no gratificante y hace pensar en los cuidadores en su
propio envejecimiento (Philpson, 2000: 115). Al no tener una experiencia directa de lo que es
hacerse viejo se recurre a los estereotipos sociales sobre la vejez que, como ya hemos visto con
anterioridad (vid. supra cap. I, 1.1), son básicamente negativos. Y , como consecuencia, se
percibe la vejez como una tiempo de vulnerabilidad, dependencia, mala salud y pobreza, aunque
esto pueda tener poca relación con la experiencia vital de muchos ancianos o con la vejez que
uno mismo espera vivir (Philipson, 2000: 115).
Además resulta probable que aquellas personas mayores más vulnerables al maltrato – y
sus cuidadores – puedan vivir una cierta experiencia de aquellas enfermedades crónicas ligadas
a la vejez y de esta forma las actitudes discriminatorias y maltratantes pueden surgir porque los
ancianos son percibidos como el fracaso que acarrean esas enfermedades crónicas (Philipson,
2000: 116). En este sentido – y sobre todo refiriéndose especialmente a los procesos de demencia
de la persona mayor – Philips (1986: 209-210) destaca como una parte importante de la
formulación de imágenes personales sobre los demás tiene por propósito reconciliarse con las
imágenes, por un lado, que el individuo tenía de quién era en el pasado con la que, por otro lado,
tiene de quién es en el presente. En supuestos de demencias (o de otro tipo de enfermedades
209 El ejemplo que pone la misma Philips (1986: 210) es muy significativo al respecto. Si se requiere al cuidador
para que realice tareas de alimentación del anciano asociadas a esa labor de cuidado, pero no tiene una imagen de sí
mismo realizándolas ello implicara que el rol improvisado resultará más bien inadecuado. Pero aunque la imagen
personal y el rol a realizar resulte en principio adecuado y congruente con la situación, puede generarse igualmente
una respuesta inapropiada o inadecuada basada en la percepción del otro. Todavía mayor dificultad puede
encontrarse en la adquisición de esa imagen propia cuando la tarea de cuidado se relaciona con los dos grandes
tabúes que en el ámbito del cuidado familiar de personas mayores en su momento determinó Ungerson (1983a: 74-
75): por un lado el excremento y la suciedad y, por otro lado, el contacto con los genitales sobre todo cuando se trata
del cuidado de un pariente político, pero también de un familiar próximo del sexo contrario. En otro orden de cosas,
como apunta Philips (1986: 210), si el cuidador percibe al anciano como un provocador a pesar de que ese
comportamiento esté generado por ejemplo por una demencia la imagen resultante del otro puede ser la de un
agresor, lo que evidentemente tendrá consecuencias en el desarrollo de la relación.
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gravemente invalidantes) el conflicto en esta línea puede resultar especialmente acusado para los
hijos que no han mantenido una relación continuada con los padres a lo largo de los años y entre
cónyuges cuando uno de ellos sufre una enfermedad durante mucho tiempo que altera
grandemente su personalidad.
En este contexto teórico, por lo tanto, el maltrato puede conceptualizarse como resultado
de un conflicto que surge con motivo del cambio de roles e identidades entre los diferentes
individuos a medida que envejecen y en la incapacidad de renegociarlos con éxito (Bennet et al.,
1997: 62); en definitiva, como una asunción y un ejercicio inadecuado de esos roles
(Gledenning, 2000: 46).
Como vemos, y así lo destacan Gelles y Straus (1979: 563), el interaccionismo simbólico
aplicado a la explicación de la violencia interfamiliar en general se centra en lo subjetivo, en los
aspectos simbólicos de la vida social: esto es, en la naturaleza misma del significado de esa
violencia, en cómo se ha construido ese significado, cómo se modifica y en las consecuencias de
esos significados en cada una de las situaciones concretas. Esto hace, en opinión de Philips
(1986: 211), que el interaccionismo simbólico tenga en cuenta mejor que ningún otro modelo
teórico el carácter interaccional del maltrato asumiendo la perspectiva del maltratador y
maltratado simultáneamente. Es por ello que este modelo resulta especialmente útil a la hora de
captar la complejidad del fenómeno y el carácter dinámico de las situaciones. Pero por otro lado,
como también advierten Philips (1986: 211) y Bennet et al. (1997: 63), al apoyarse esta teoría
sobre todo en el significado de los actos que tienen que ver necesariamente con las actitudes y
comportamientos de los individuos, su sostenimiento empírico a través de la investigación puede
resultar bastante complejo.
Otro modelo al que se ha recurrido para explicar la violencia familiar hacia las personas
mayores es el de la teoría de los recursos. Esta teoría, cuyo principal valedor es Goode (1971),
propone que todos los sistemas sociales, particularmente la familia, descansan en alguna medida
sobre el uso de la fuerza y en su utilización para mantener el orden y el statu quo (Bennet et al.,
1997: 63). De esta forma, la violencia constituiría uno de los recursos que el individuo o las
colectividades pueden usar para mantener o conseguir sus intereses.
Al centrarse en la gama de otros recursos disponibles para el individuo o el grupo explica
las circunstancias bajo las cuales se emplea la violencia: especialmente cuando esos otros
recursos no son efectivos (Gelles y Straus, 1979: 569). De tal forma que, cuantos mayores
recursos disponga un individuo (económicos, sociales, o emocionales), menos probable será que
haga uso de la violencia. La posición dominante de la familia necesita establecerse y mantenerse
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a través del uso de la violencia por la persona con menor educación y menor estatus y con mayor
falta de habilidades sociales. La resolución de las diferencias y de los conflictos se vehicularan a
través del uso de la fuerza sólo por aquellos individuos dentro de la familia que carecen de otros
recursos disponibles para ello (Bennet et al., 1997: 63).
Una variante de esta teoría es la que surge a partir de los trabajos de Filkenhor et al.
(1983: 19) que pone el énfasis en el uso (y maluso) de las relaciones de poder en el seno de la
familia. En este sentido, la violencia intrafamiliar puede ser utilizada por el individuo agresor
como una forma de compensación de la pérdida de poder percibida. Esto no significa que esa
violencia sea necesariamente instrumental (es decir, con la intención de restaurar la posición de
poder) ya que puede tener igualmente en ocasiones un carácter expresivo. El maltrato puede ser
así el resultado de una forma de descargar la ira contra la persona que se percibe como
responsable de la pérdida de poder o una manera de tratar de recuperar ese poder por la vía de la
coerción y la violencia. En cualquier caso la violencia constituye una forma de respuesta a esa
pérdida de poder percibida. Como vemos se trata de una concepción muy cercana a los
postulados de la teoría intercambio social, pero que, en esta ocasión, se centra sobre todo en el
uso de la violencia como recurso por parte del posible agresor más que en la relación de éste con
la potencial víctima.
Entre las teorías que tratan de explicar el maltrato hacia las personas mayores desde el
prisma del agresor destacan, desde el ámbito de la psicología, aquellas que se centran en el
aprendizaje social (social learning) así como en el papel de los roles familiares a la hora de dar
forma a los futuros comportamientos de los individuos y los patrones de la vida familiar. Según
estas teorías el aprendizaje a través de modelos es la forma en la que la mayoría del
comportamiento humano es aprendido. De esta forma observamos a los otros y a partir de esas
observaciones formamos ideas de cómo se llevan a cabo nuevos comportamientos a la vez que
esas observaciones codificadas sirven como guía para acciones posteriores.
En este sentido, como apuntan Gelles y Straus (1979: 562), la familia provee al individuo
ejemplos para la imitación y modelos que pueden ser adoptados con posterioridad de tal modo
que éste extrae de sus vivencias infantiles experiencias para desarrollar el correspondiente
modelo de padre, de cónyuge y, añadiríamos nosotros, también de hijo.
La violencia por lo tanto, de nuevo según Gelles y Straus (1979: 562), es vista como el
producto de un exitoso aprendizaje que provee al individuo del conocimiento necesario acerca de
la respuesta (la violencia misma) y de qué estímulos van a producirse por causa de esa respuesta
(cuándo la violencia es apropiada). Estas teorías psicológicas aplicadas al análisis de situaciones
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de maltrato resultan más complejas que algunas anteriores que se centraban exclusivamente en la
psicopatología del individuo o en el mecanismo de frustración-agresión resultante de una pobre
relación entre los hijos y los padres (Bennet et al. 1997: 64).
Aplicada a la violencia intrafamiliar, esta teoría vendría a postular que la familia sirve, en
palabras de Gelles y Straus (1979: 562), prácticamente como un campo de entrenamiento para la
violencia. De esta forma la vida familiar es el lugar donde a menudo los individuos experimentan
situaciones violentas de primera mano y aprenden tanto el uso de la violencia como la
justificación210 de la misma (Bennet et al.,1997: 64). Y, más en concreto todavía, aplicada a la
violencia ejercida por hijos adultos contra padres de edad avanzada esta teoría postularía que por
ejemplo aquellos hijos que fueron maltratados siendo niños podrían llegar a vengarse contra sus
padres envejecientes cuando tienen la ocasión para ello (Pillemer, 1986: 243; Brandl y Cook-
Daniels, 2002: 5; Brandl et al., 2007: 42).
Esta explicación centrada en la violencia aprendida y su transmisión intergeneracional (en
el campo de la violencia familiar en general y de la violencia familiar contra los mayores en
particular) ha sido elaborada entre otros por autores como Ansello (1996) y Quinn y Tomita
(1997). De cualquier forma otros estudios y otros autores se inclinan por considerar que esa
transmisión intergeneracional de la violencia no constituye un proceso inevitable aunque, como
después veremos (vid. infra. cap II, 2.1), pueda constituir un factor de riesgo para la causación
(Podnieks, 1992a; Korbin et al., 1995). Así por ejemplo, para Pillemer (1986: 243), en el campo
concreto del maltrato familiar hacia los mayores, esta conexión con la transmisión
intergeneracional de la violencia parece más débil que en otras formas de violencia intrafamiliar
(Wolf y Pillemer, 1989: 71). Pero, paradójicamente, cuando se produce, la vinculación resulta de
algún modo más directa conectándose con procesos psicológicos diferentes a los de otras
manifestaciones de violencia intrafamiliar, teniendo aquí que ver no tanto con elementos
relacionados con la imitación como con la venganza del hijo maltratado en su infancia por la
persona mayor que se convierte ahora en su víctima (Pillemer, 1986: 243) 211.
210 De esta forma como señalan Bennet et al. (1997: 65) la violencia ejercida contra un niño y también contra una
esposa puede llegar a justificarse por el agresor en el sentido de que lo hace por el propio bien del menor o de la
mujer; del mismo modo, en el campo del maltrato hacia las personas mayores, el abuso puede provenir de un
cuidador que ostensiblemente señale que, en realidad, está actuando conforme a los intereses de la persona mayor.
Lo cual conecta con la teoría de la neutralización aplicada al campo por Quinn y Tomita (1997) tal y como
analizaremos con detalle en el capítulo dedicado a las perspectivas teóricas en relación con la respuesta (vid. infra
cap. III, 2.2).
211 Bennet et al. (1997: 46) denominan a este escenario, en el que padres violentos que habían maltratado a los hijos
o a la madre se convierten a su vez en víctimas en la vejez, como del tirano derribado (fallen tyran scenario).
Constituyendo un patrón de conducta aprendido pero que fue establecido cuando el maltratador era un niño y en el
que juega un papel importante el sentimiento o el anhelo de venganza.
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Finalmente, hay que considerar que en esta teoría se enfatiza sobre todo el papel del
individuo dejando algo de lado el papel que pueden jugar otros factores sociales (Bennet et al.
1997: 65). Para Aitkien y Griffin (1996: 126) el problema de utilizar esa historia de familia
como explicación para la situación actual reside en que no tiene encuentra los casos en los que
esa violencia no tiene lugar a pesar de una historia previa familiar que parecería indicarlo, ni
tampoco los casos en los que tiene lugar a pesar de no existir una historia familiar de violencia.
Además, en un nivel conceptual, asume una continuidad en el comportamiento no siempre
garantizada y provee una visión del perpetrador como una víctima de las circunstancias, de algún
modo no responsable de sus actos y más allá de toda posibilidad de cambio. Lo que, por otro
lado, no significa que estas teorías en relación al ciclo de la violencia no constituyan
explicaciones plausibles para algunas manifestaciones concretas de maltrato hacia los mayores.
Siguiendo este recorrido por los principales modelos teóricos, llegamos hasta el modelo
ecológico, tantas veces utilizado como una explicación de las dinámicas por ejemplo del maltrato
infantil. Se trata de un modelo teórico que parte de la formulación de Bronfenbrenner (1987)
quien describe un sistema de cuatro niveles interactivos que contribuyen al desarrollo del
comportamiento abusivo, concibiendo al individuo como inserto en una serie de sistemas cada
vez más amplios212. El ambiente ecológico se concibe así como un conjunto de estructuras
concéntricas, cada una de las cuales está incluida dentro de la siguiente (Monzón Lara, 2003:
130). En el nivel más interno estaría ubicado el entorno213 que contiene a la persona de modo
inmediato (microsistema). El siguiente nivel nos lleva a las relaciones entre los diferentes
entornos en los que participa la persona y es, por lo tanto, un sistema de entornos
(mezzosistema), mientras que el tercer nivel está formado por entornos en los que la persona no
está presente pero que influyen en lo que pasa (exositema). Por último los niveles anteriores
212 Para Brofenbrenner (1987: 41) la persona es concebida como un ser activo, una entidad creciente, dinámica que
va adentrándose progresivamente y reestructurando el medio en que vive. En consecuencia el ser humano sólo
puede ser entendido, si además de las características individuales se tienen en cuenta las características del ambiente
en que se desarrolla. Los ambientes o contextos que afectan a las personas se analizan en términos de sistemas que
pueden modificarse o expandirse. La reciprocidad es aquí un concepto muy importante dado que el factor que
produce el dinamismo entre los sistemas se da tanto en las relaciones entre las personas como entre los sistemas y
significa que un cambio en cualquier punto del sistema ecológico puede afectar al resto y generar nuevos cambios
que por un efecto de carambola afectarán al punto inicial. También habría que añadir a este esquema teórico la
perspectiva del ciclo vital, que supone incluir la variable tiempo. Al entender el desarrollo humano como un
proceso, es patente que no todas las conductas son adecuadas ni posibles en distinto momentos de la vida. Para un
desarrollo de este modelo ecológico aplicado a la explicación de la violencia familiar véase por ejemplo Monzón
Lara (2003: 127-146).
213 Por entorno se entiende cualquier ámbito en el que una persona actúa cara a cara con otras; en tanto que por
ambiente se entiende el conjunto de lo que afecta a la persona desde el exterior, directa o indirectamente (Monzón
Lara ,2003: 130).
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están integrados en uno más amplio que supone que cada clase o subcultura presenta rasgos
comunes y en respecto a las demás, tienen rasgos diferenciados (macrosistema) (Monzón Lara,
2003: 130).
En el caso de la violencia contra las personas mayores, y basándose en la interrelación
cuidador/anciano, Muñoz Tortosa (2004) señala como el microsistema se refiere al ambiente
cercano a la persona mayor (ambiente familiar, salud, temperamento, tamaño de la familia,
incidentes inmediatos anteriores que pueden desencadenar el maltrato). Pero cuidador y anciano
forman también parte de un exositema, que es un sistema más amplio – parientes cercanos,
comunidad, estructura económica – y en este nivel tanto el trabajo como el apoyo social resultan
dos factores determinantes de prevención del maltrato. Y, por último todo ello se integra en un
macrosistema en el que las actitudes sociales hacia la violencia, el sentir de la sociedad hacia el
uso de la misma, o el nivel general de violencia del país juegan un papel preponderante. Todos
estos niveles interaccionan y están interrelacionados. El modelo no especifica si para que se
produzca el maltrato debe producirse un trastorno en uno o en múltiples sistemas.
El riesgo de violencia se incrementaría cuando la familia está limitada por problemas de
desarrollo214, mientras que los adultos también tienen su propia personalidad, o problemas
mentales o experimentan estrés también tienen un mayor riesgo de ejecutar o perpetuar actos
violentos. Por otro lado, si las interacciones sociales dentro de la familia incrementan el estrés o
empeoran los problemas existentes, este riesgo aumenta a la vez que si no existen medios de
apoyo en la comunidad para las familias ese riesgo de maltrato aumenta todavía más (Bennet et
al., 1997: 64).
Volvemos a encontrarnos con una escasez de estudios que nos permitan una información
fidedigna para validar este tipo de teorías. A pesar de ello y aunque el modelo ecológico fue
elaborado para comprender el desarrollo humano, como sugiere Monzón Lara (2003: 146),
resulta aplicable para integrar los múltiples factores que inciden en el problema de la violencia
en las familias. De esta forma el ejercicio de colocar las situaciones de violencia bajo esta
perspectiva puede facilitar detectar las conexiones (las que hay y las que faltan) para comprender
lo que ocurre desde la perspectiva de la persona que sufre la violencia y trabajar con ella de
forma realista.
214 De esta forma aplicando este modelo al maltrato infantil los niños con discapacidad, problemas de aprendizaje, o
emocionales son vistos como potencialmente en mayor riesgo (Bennet et al.,1997: 64). En el supuesto de las
personas mayores podríamos entender que la dependencia, o la demencia del anciano puede incrementar el riesgo de
maltrato y de hecho veremos como esa situación ha sido detectada como factor de riesgo por algunos estudios (vid
infra caps. II.1.2 y IV).
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Dejando al margen estas explicaciones psicosociales, también desde el ámbito de la
sociología se ha tratado de explicar la vejez en general – y también la violencia que puede
producirse en esa época de la vida – desde lo que se ha venido a denominar perspectiva crítica
o de la economía política. Frente a otros modelos teóricos como el interaccionismo simbólico
que ponen el énfasis en la manera en que los individuos se adaptan y responden a la etapa de la
vejez, esta perspectiva examina la influencia de la sociedad en las personas de edad avanzada,
tanto en el interior de sus hogares como fuera de ellos (Phillipson, 2000: 117). En este contexto,
muchas de las experiencias que afectan a los ancianos – y entre ellas, por lo tanto la del maltrato
familiar – se pueden considerar producto de una división del trabajo y de una estructura de
desigualdad más que como un resultado natural del proceso de envejecimiento (Phillipson,
2000: 117)215. En definitiva, como explicación del maltrato hacia las personas mayores, esta
perspectiva pone el énfasis en la posición relegada de las personas mayores en la sociedad y en el
edadismo social, aspectos que ya hemos introducido en este trabajo (vid. supra. capítulo I, 1.2).
Para Phillipson (2000: 117), el mérito principal de este enfoque reside en situar las luchas
de los cuidadores y de los ancianos dentro del marco de las ideologías y los recursos políticos y
sociales. De esta forma el maltrato surge a partir de las vías por las que la sociedad (y los
servicios que se ocupan de los ancianos) marginan a los miembros de más edad. En consecuencia
esta posición relegada – de los ancianos pero también de sus cuidadores – constituye uno de los
aspectos que contribuye a que se produzca o se perpetúen las situaciones de maltrato
(especialmente la negligencia). Desde este punto de vista, por lo tanto el problema del maltrato
debe considerarse tanto un problema de política social como un problema relacionado con las
disfunciones familiares. Y consecuentemente en su solución, como veremos con más detalle más
215 En esta línea de análisis Walker (1980) resumió esta cuestión en el concepto de construcción social de la
dependencia en la vejez basándose en una aproximación a la vejez hasta ese momento poco explorada por la
gerontología social centrada en la economía política y especialmente en el análisis del mercado de trabajo y de la
jubilación así como su relación con el empobrecimiento de las personas mayores. Los sistemas de seguridad social y
la jubilación forzosa habrían supuesto para las personas mayores la aplicación de políticas sociales segregativas,
beneficios y servicios al tiempo que la jubilación – aun dependiendo en buena medida de la posición económica y
laboral anterior a la misma – supone la mayoría de las veces una reducción significativa de los ingresos por lo que
todo ello implica una construcción social de un estatus de dependencia. Para Walker (1981: 90) en ausencia de este
análisis de la relación estructural entre las personas mayores y el resto de la sociedad, las políticas sociales fallan a
la hora de afrontar el serio y persistente problema del empobrecimiento de las personas mayores y, en su lugar, los
bajos ingresos son aceptados como una característica natural de las edades avanzadas a la vez que se configura a las
personas mayores como una carga. Otros autores como Towsend (1981: 23) utilizan para referirse a este fenómeno
un concepto similar: la dependencia estructural de las personas mayores (structured dependency of the ederly) que
a partir de conceptos como la jubilación, las pensiones, las residencias y otras formas de cuidado comunitario pasivo
de las personas mayores ha sido construido de tal manera que ha creado y reforzado la dependencia social de las
personas mayores. A su vez autoras como Estes (1979, 2001) plantean un análisis de esa dependencia socialmente
construida desde la óptica feminista analizando como esta situación afecta especialmente al colectivo de las mujeres
mayores, tema del que volveremos a ocuparnos más tarde (vid. infra cap.II, 3).
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adelante (vid. infra. cap. III, 2), deben jugar un papel relevante la mejora de los recursos
destinados a la vejez sobre todo en lo relacionado con la atención a las situaciones de
dependencia y al apoyo institucional de los cuidadores familiares216.
Este maltrato en el ámbito familiar (en el nivel micro) provendría o tendría también su
origen en la injusta organización social y política, especialmente en la escasez y la inadecuación
de los servicios públicos que el Estado provee a las personas de mayor edad (en el nivel macro)
y en el edadismo social que los margina.
Como vemos, las diversas teorías anteriormente reseñadas ponen el foco en determinados
aspectos de la realidad de la violencia interfamiliar en general y del maltrato hacia las personas
mayores en particular bien centrándose en las características personales, la psicología de los
individuos, y en la forma como éstos se relacionan, bien en los condicionantes y factores
sociales, estructurales o culturales que engloban y determinan la relación familiar y, en última
instancia, enmarcan el contexto en el que el maltrato tiene lugar.
Como varios analistas han señalado (Philips, 1986; Aitkien y Griffin, 1996; Quinn y
Tomita, 1997; Gordon y Brill, 2001; Payne, 2002, entre otros) está ampliamente extendida hoy
en día la idea de que ninguna teoría por sí sola es capaz de explicar las causas del maltrato hacia
los mayores abarcando todas las situaciones y escenarios posibles. En lógica con esta afirmación
esfuerzos de la investigación sobre la violencia familiar en general ha ido encaminada en los
últimos tiempos hacia la elaboración de una teoría integrada. A esta cuestión, dedicamos
precisamente el siguiente subepígrafe.
1.2.- Hacia una teoría integrada de la violencia intrafamiliar contra los
mayores.
Como decíamos, en los últimos tiempos se han producido intentos para desarrollar una
teoría de la causación de la violencia familiar más integrada que combine las teorías sociales,
estructurales, culturales y psicológicas con el fin de elaborar explicaciones más coherentes de las
216 Como perspicazmente señalo Walker (1983: 106-107) en su momento, no se trata tanto de un conflicto entre las
mujeres, que asumen la tarea de cuidado, y los mayores dependientes a su cargo, sino más bien entre los mayores y
las familiares que los cuidan (que son en su mayoría mujeres) y el Estado. Conflicto que sólo puede ser solucionado
mediante una radical transformación de la división sexual del trabajo en el seno de la familia y de las políticas
sociales. Ya hemos apuntado algunas cuestiones sobre este tema (vid. supra cap. I) y retomaremos la cuestión al
hablar de las mujeres cuidadoras y más delante de la denominada Ley de Dependencia (vid. infra caps. II, V y
Anexo II).
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razones por las que se produce el maltrato (Bennet et al., 1997: 66) 217. Se trata de colocar el foco
de atención más bien en teorías de alcance medio que en teorías generales que traten de explicar
cualquier forma de comportamiento abusivo punible. Empresa, esta última, que como apuntan
Gordon y Brill (2001: 188), encontraría su punto de apoyo en la intersección entre criminología
y gerontología218.
Para Bennet et al. (1997: 66), según esta teoría integrada, el desarrollo de la violencia
familiar estaría afectado por estresores tanto situacionales (internos) como estructurales
(externos). Además las oportunidades de combinación de los estresores que pueden resultar en
violencia dependerán también de la naturaleza de la relación familiar y de la interacción entre los
individuos implicados (Gelles, 1987; Browne, 1988). Así cualquier forma de violencia que
ocurra puede tener efectos negativos en la relación existente y en consecuencia reducirá
cualquier efecto limitador en ese momento o en el futuro (Bennet et al., 1997: 67).
En este contexto, Gordon y Brill (2001: 189) proponen un modelo de teoría integrada que
abarcaría el conjunto de estas causas posibles su relación e interdependencia. Podemos
observarlo en la siguiente Figura 4:
217 En esta línea ya Gelles y Straus (1979: 576) a pesar de advertir de las dificultades y limitaciones evidentes a la
hora de elaborar una teoría integrada de la violencia familiar apuntaron en su momento una serie de aspectos
positivos para la comprensión del fenómeno que se derivarían del intento mismo. Por un lado la identificación de la
familia como un grupo en el que la violencia se produce de forma prominente, por otro lado la clarificación
conceptual alcanzada lo que está fuertemente relacionado con la potencial utilidad de una taxonomía analítica de la
violencia familiar basada en un trabajo de especificación conceptual. Finalmente el esfuerzo de identificar y resumir
los aspectos más sobresalientes de tantas explicaciones teóricas como sea posible constituye, en sí mismo, según
Gelles y Straus (1979: 576), una importante contribución a la comprensión de los procesos que influyen el
comportamiento familiar.
218 En esta línea, Payne (2002: 545-546) plantea la necesaria combinación y relación de las teorías que
tradicionalmente explican el maltrato hacia las personas mayores con aquellas que sirven para explicar y
fundamentar medidas contra la criminalidad común.
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Figura 4: Teoría integrada de la violencia familiar contra las personas mayores. Componentes
y relación entre los mismos.
Fuente: Gordon y Brill (2001: 189).
En todo caso, como advierten Gordon y Brill (2001:192), los diferentes componentes de
la teoría integrada no resultaran (ni por sí mismos, ni en combinación) infalibles predictores del
maltrato. Algunos componentes tomarán un papel más relevante que otros, dependiendo de las
circunstancias, mientras que esos mismos elementos en determinados escenarios no jugarán
ningún papel219. De cualquier forma, desde nuestro punto de vista, este modelo, propuesto por
Gordon y Brill (2001), de teoría integrada referido a la violencia familiar contra los mayores
sigue concediendo excesiva preponderancia a la explicación centrada en el estrés del cuidador
como causa primordial del maltrato. En consecuencia tiene aplicación especialmente en las
situaciones de violencia que se insertan en una relación de provisión de cuidados hacia el
anciano frágil y vulnerable. En este modelo la posible dependencia del agresor hacia la persona
mayor queda un tanto desdibujada como causa haciendo sólo especial hincapié en la posible
psicopatología del mismo. En nuestra opinión hay que tener muy presente, como apunta Payne
(2002: 543), que las explicaciones centradas en el estrés son útiles y relevantes desde el punto de
vista teórico y práctico cuando se integran con otras posibles causas.
219 Por ejemplo Gordon y Brill (2001: 192), señala como en ocasiones los estresores relacionados con el ambiente y
el cuidador/a, junto con la dependencia de la víctima y la violencia aprendida pueden combinarse resultando una
situación de maltrato. Pero en ocasiones el énfasis puede desplazarse a una combinación de estrés del cuidador/a con
el abuso de drogas o alcohol interactuando con la dependencia de la víctima. En otros casos, por ejemplo de maltrato
económico, la vulnerabilidad y dependencia de la víctima puede combinarse con estresores ambientales (por
ejemplo desempleo del cuidador) junto con el consumo de alcohol y drogas como factores causales.
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En las páginas anteriores hemos querido hacer un recorrido sobre algunas de las
principales teoría que han tratado de explicar el fenómeno objeto de nuestro interés. Como es
lógico, ninguna de ellas explica por sí misma un fenómeno tan complejo aunque muchas de ellas
plantean y proponen interesantes puntos de partida para su adecuada comprensión. En definitiva
podemos concluir, con Gelles y Straus (1979: 576-577), que la aproximación más enriquecedora
al tema no se encuentra en determinar qué teoría o teorías son más acertadas sino en prestar
atención a qué aspecto o aspectos del proceso explica o ayuda a comprender cada aportación. De
esta forma la visión integrada de estas teorías debería proporcionar al menos un cierto nivel de
claridad a una realidad de la familia, la violencia que se produce en su seno, que parece padecer
de una sobreabundancia de teorías. Siempre entendiendo que cada una de estas teorías pone el
énfasis en algunos aspectos de la explicación que tienden a ser ignorados (o al menos dejados en
un segundo plano) por otras teorías.
2.- Riesgo y maltrato familiar contra las personas mayores. Factores y
perfiles.
El riesgo es claramente un concepto central de la modernidad y, en consecuencia,
muchas de las realidades sociales se contemplan y analizan desde ese prisma220. Podemos
afirmar que el riesgo se ha convertido en un concepto clave sobre todo a partir de la
conceptualización que hace el sociólogo alemán Beck (1986) de la conocida como sociedad
del riesgo221.
Siguiendo la formulación de la Sociedad de Análisis del Riesgo, se define riesgo
como ―el potencial para la realización de consecuencias no deseadas adversas para la vida
humana, la salud, la propiedad y el medio ambiente” 222. Para Adams (1995: 30), el riesgo es
220 Como afirma Giddens (1996: 36), “la modernidad es una cultura del riesgo. Esto no significa que la vida social
moderna es de suyo más arriesgada que las sociedades precedentes; para mucha gente, desde luego no es el caso.
Más bien, el concepto de riesgo deviene fundamental para el modo en el que los actores sin especialización y los
especialistas técnicos organizan el mundo social”.
221 Kemshall (2002: 133) identifica este concepto de sociedad del riesgo (risk society) como asociado con el trabajo
entre otros de Beck (1986) y Giddens (1998) y basado en su análisis de la sociedad contemporánea y su
transformación social que impacta sobre los modos de producción del capitalismo, los modos de regulación social y
los vínculos sociales tradicionales. Un elemento esencial de estas transformaciones lo constituye la producción
interna de riesgos a menudo de carácter global pero experimentados individualmente. La cultura dominante es una
cultura llena de miedos y basada en un principio de precaución en aras de un deseo de seguridad. Para Kemshall
(2002: 6) la preocupación central de la sociedad del riesgo ya no es la distribución de la riqueza, sino la distribución
de los riesgos, quién los elabora y sobre quién repercuten.
222 En “Risk analysis glossary”, http://www.sra.org/resources_glossary_p-r.php Última fecha de acceso: 17/12/09.
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definido por la mayoría de aquellos que tratan de medirlo, como ―el producto de la probabilidad
y la utilidad de un determinado evento futuro”. El futuro es incierto e inevitablemente subjetivo;
no existe sino en la mente de las personas que tratan de anticiparlo. Nuestra anticipación está
fundada en la proyección de la experiencia pasada en el futuro. Nuestro comportamiento se guía
por la anticipación. Si anticipamos el daño, emprendemos acciones para evitarlo.
Por otro lado, junto a esta centralidad del riesgo en el mundo actual y en relación con las
cuestiones que nos ocupan, debemos partir del hecho de que la violencia en general se configura
como un fenómeno interpersonal y social que afecta seriamente al bienestar y a la salud de los
individuos (Reiss, 1994). La violencia además constituye un fenómeno complejo, heterogéneo,
multiforme y multicausal223.
Lo cierto es que se ha convertido prácticamente en un tópico caracterizar nuestras
sociedades como sociedades violentas y de esta forma emerge como una realidad insoslayable el
hecho de que “no hay país ni comunidad a salvo de la violencia” (Krug et al., 2002: 1). Desde
luego, éste es un tópico refrendado por la realidad del mundo actual. Pero, por otro lado, no es
menos cierto que la violencia constituye un fenómeno “sobre el que cada vez se hace más
hincapié en prevenir y combatir en sus raíces. Al mismo tiempo, las contribuciones de otras
instituciones y disciplinas, desde la psicología infantil a la epidemiología, están potenciando los
esfuerzos de la policía, los tribunales y los criminólogos” (Krug et al., 2002:4). Inserta en esa
respuesta articulada, como señalan Andrés Pueyo y Redondo Illescas (2007: 158), se habría
producido una movilización urgente de los profesionales que trabajan en tres ámbitos de
actuación concretos: la justicia, la sanidad y los servicios sociales. Todos ellos tienen un efecto
directo sobre el control y la prevención de la violencia. El concepto de riesgo se relaciona pues
estrechamente con esa respuesta frente a la violencia también cuando ésta se produce en el seno
de la familia en general y contra las personas mayores en particular.
Retomando la cuestión del riesgo, ahora desde un punto de vista médico y
epidemiológico, la OMS (2002: 3) en su Informe sobre la salud en el mundo habla de riesgo en
el sentido de ―la probabilidad de un resultado adverso, o un factor que aumenta esa
probabilidad”. Mientras que, refiriéndose expresamente al fenómeno del maltrato hacia los
mayores Muñoz Tortosa (2004: 51) caracteriza el riesgo como “un concepto epidemiológico
223 No está demás que recordemos aquí la definición que de violencia hace la OMS (1996) como “El uso deliberado
de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o
comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos
del desarrollo o privaciones”.
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empleado para especificar la probabilidad de que un hecho - en este caso el maltrato - se
produzca en el futuro”.
En este epígrafe vamos a comenzar a poner en relación este concepto de riesgo con la
respuesta frente a la violencia que se produce en la familia contra las personas mayores desde la
óptica de la evaluación y la gestión del mismo224. Algunos autores (Monahan, 1993; Blumenthal
y Lavender, 2000: 122) utilizan el término contención del riesgo (risk containment) para
describir el proceso completo que se iniciaría con la evaluación del riesgo, continua con la
gestión del mismo e incluiría estrategias más amplias como una información satisfactoria en la
base, adecuada documentación, políticas y líneas de actuación claras y un sistema para la
respuesta frente a situaciones de crisis.
Aunque más adelante retomaremos estas cuestiones relativas a la gestión del riesgo a la
hora de referirnos a la respuesta frente al fenómeno y su prevención (vid. infra. cap. III, 2.),
dedicaremos este apartado al análisis de una de las herramientas esenciales manejadas para esa
gestión: la conceptualización y fijación de los principales factores de riesgo para la producción
del maltrato familiar hacia los mayores tal y como se encuentran descritos en la literatura
especializada225. Previamente haremos también una breve referencia a los factores de protección,
cuya concurrencia hace decrecer la posibilidad del maltrato y que habitualmente son poco
manejados en relación con el análisis del fenómeno y sus implicaciones.
224 Se trata de un análisis en relación con el riesgo que, por lo tanto, se ciñe estrictamente al núcleo de nuestro objeto
de estudio, la respuesta frente al maltrato. Y se trata, además, de un análisis que comienza en este epígrafe al
referirnos a los factores de protección y riesgo y a los perfiles de víctima y del agresor, pero que continuaremos en
capítulos posteriores: tanto al referirnos a las dimensiones teóricas de la respuesta frente al maltrato familiar hacia
los mayores (vid. infra. cap. III), como al analizar los hallazgos de la investigación cualitativa (vid. infra. caps. V, 4.
y VI). Pero de cualquier forma esto no significa que el riesgo no ocupe también un importante lugar en relación con
otros aspectos relacionados más genéricamente con las políticas sociales familiares y, en concreto, con la atención a
las personas mayores. En este sentido, podemos observar como la evaluación y gestión del riesgo han ido ganando e
incrementando su relevancia en muchas esferas, incluidas la de los servicios y las políticas sociales (Kemshall,
2002: 6). En consecuencia, la evaluación formalizada y la gestión burocratizada del riesgo se han convertido en una
respuesta clave frente a la incerteza inherente al mismo concepto de riesgo (Kemshall, 2002: 10). Por ello los
propios gobiernos tratan de evitar el riesgo, especialmente para ellos mismos, desplazando la responsabilidad hacia
el individuo, o, en última instancia, hacia el profesional mediador inserto en las agencias de bienestar social
(Kemshall, 2002: 21).
225 En realidad, como sugieren Andrés Pueyo y Redondo Illescas (2007: 165), la gestión del riesgo sería una
consecuencia derivada del uso de esos factores de riesgo como instrumento para la predicción de la posibilidad de
que el maltrato llegue a producirse. La minimización del riesgo de violencia es el paso que sigue a la valoración del
riesgo. Y, de esta forma, este nuevo abordaje técnico que se denomina gestión del riesgo está íntimamente
relacionado con la valoración, al basarse “en comprender por qué el sujeto eligió actuar violentamente en el
pasado, en determinar si los factores de riesgo/protección que influyeron en su elección siguen presentes y lo
estarán en el futuro y en promocionar los factores que le pueden llevar a tomar decisiones no-violentas en tanto que
estrategias alternativas de solución de conflictos” (Andrés Pueyo y Redondo Illescas , 2007: 166).
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Nos ocupamos ahora más de la descripción de esos factores de riesgo – y protección –
detectados que del análisis de su uso en el marco de la respuesta social e institucional sobre el
fenómeno objeto de estudio. También, como una derivación de los mismos factores de riesgo,
dedicaremos un espacio – no sin tomar una cierta y necesaria cautela – a la descripción de los
perfiles de la persona responsable del maltrato y de la víctima, entendidos como un posible
instrumento útil en manos de los profesionales implicados en la prevención y la detección
temprana.
2.1.- Factores de protección y de riesgo.
Los factores de riesgo en las sociedades contemporáneas son habitualmente
contemplados, en el ámbito de la violencia familiar, como una de las herramientas esenciales
para la predicción (y subsiguiente intervención) ante posibles situaciones de conflicto desde una
óptica preventiva. Como señalan Andrés Pueyo y Redondo Illescas (2007: 169), “la necesidad
de prevenir la violencia ha traído en primer plano la necesidad de disponer de técnicas de
predicción del riesgo de violencia que tengan una mayor eficacia que las tradicionales
evaluaciones de peligrosidad, propias de contextos forenses y penitenciarios”226.
Esto, desde luego, también ocurre cuando nos referimos al maltrato familiar hacia los
mayores. Aunque también es cierto que, en este campo concreto de la violencia intrafamiliar no
existe una evidencia empírica sólida que resalte el papel y la relevancia que se les otorga a
alguno de estos factores en el diseño de la prevención de estas situaciones o al menos no en el
mismo grado que ocurre en otras formas de violencia más estudiadas.
Iborra Marmolejo (2008), define los factores de riesgo, en general, como ―características
(personales, familiares, escolares, laborales, sociales o culturales) cuya presencia hace que
aumente la probabilidad de que se produzca un fenómeno determinado”. Para Muñoz Tortosa
(2004: 51) se trata también de las ―variables asociadas a una situación de maltrato”. En su
trabajo Iborra Barbolejo (2008) pone el énfasis en la vulnerabilidad del sujeto pasivo al entender
226 Para Andrés Pueyo y Redondo Illescas, (2007: 161) “debido a su multicausalidad puede afirmarse que la
conducta violenta, en tanto que acción, no es predecible, pero sí que podemos estimar de forma estadística el
riesgo de que ocurra”. La valoración del riesgo de violencia como método alternativo al diagnóstico de
peligrosidad, entiende, por un lado, que no se puede predecir el riesgo de cualquier tipo de violencia a partir de los
mismos predictores, sino que cada tipo tiene sus factores de protección y riesgos particulares debiendo por lo tanto
adecuar los procedimientos genéricos de predicción de riesgo de violencia al tipo de violencia concreta a predecir.
Por otro lado, predecir el riesgo de un determinado suceso, la conducta violenta, requiere una decisión propia sobre
si ese proceso puede acontecer en el futuro y en qué grado. Estas decisiones se deben tomar de acuerdo a protocolos
contrastados y basados en conocimientos empíricos, no sólo en intuiciones de los expertos (Andrés Pueyo y
Redondo Illescas, 2007: 164).
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los factores de riesgo asociados con el maltrato familiar a los mayores como ―variables que
ponen al sujeto en una posición de vulnerabilidad hacia las conductas y actitudes violentas”.
Como apuntan en sus conclusiones los miembros del panel de trabajo en relación con el
maltrato hacia las personas mayores llevado a cabo bajo los auspicios de las Academias
Nacionales de Estados Unidos (Bonnie et al., 2003: 89) es posible hacer una distinción entre
factores de riesgo (risk factors) y factores de protección (protective factors) siendo estos últimos
“aquellos que decrecen la probabilidad de que el maltrato ocurra”227. En cualquier caso el
estudio de estos factores de protección se encuentra muy poco extendido en el campo del
maltrato a los mayores a pesar de que el análisis de los mismos resulta de gran importancia por
cuanto apuntan vías posibles de prevención de estas situaciones (Bonnie et al., 2003: 89).
Para un mayor conocimiento de la naturaleza del fenómeno resulta útil la enumeración y
el análisis de los diferentes factores, no sólo de riesgo sino también de protección, que a través
de algunas de las investigaciones y trabajos dedicados a elaborar conocimiento sobre el tema han
venido reconociéndose de forma reiterada. Como recuerdan Andrés Pueyo y Redondo Illescas
(2007: 161), aunque resulte paradójico, para predecir la conducta violenta no necesitamos saber
qué la produce, sino qué factores de riesgo están asociados con ella. Esta estrategia es muy
frecuente en epidemiología o salud pública donde la complejidad y multicausalidad de algunas
enfermedades hacen muy difícil actuar con un conocimiento exhaustivo del cómo y el porqué de
las mismas o de los sucesos a predecir. De esta forma, sustituir las causas por los factores de
riesgo para predecir la violencia, ha facilitado una acción profesional más eficaz tanto en la
gestión de la violencia como en su predicción.
Pero, como hemos visto, los factores de riesgo y protección son propios de cada tipo de
violencia y su fijación se debe basar en la evidencia empírica. En este contexto hay que tener
muy presente la situación del conocimiento en relación con el campo específico del maltrato
familiar hacia las personas mayores. Por ello, como advierten entre otros Bennet et al. (1997: 32)
y Pillemer et al. (2007: 242), tenemos que tener muy en cuenta que los intentos por comprender
la dinámica del maltrato hacia las personas mayores enfocados en los factores de riesgo resultan
muchas veces problemáticos por la falta suficiente de estudios y porque muchos de los existentes
227 Además de esta distinción, si se atiende a su naturaleza podemos establecer otras entre factores estáticos y
dinámicos, según estos sean o no modificables en la el curso de la vida del agresor (Andrés Pueyo y Redondo
Illescas, 2007: 164). Sería ejemplo de un factor de riesgo estático, el haber sufrido maltrato en la infancia y de un
factor dinámico, el consumo de alcohol o de drogas.
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se basan en muestras escasamente representativas, parten de definiciones y conceptos diversos o
carecen de grupos de control en su diseño metodológico228.
A ello hay que añadir, como decíamos, la escasa atención prestada en estudios e
investigaciones a los factores de protección. En definitiva, si la literatura sobre factores de riesgo
en el campo del maltrato familiar a los mayores es, en líneas generales, limitada y algo
inconsistente (Bonnie et al., 2003: 88) podemos fácilmente comprender que todavía lo es más
aquella que se ocupa de los factores de protección.
Finalmente, hay que tener en cuenta el hecho de que los principales estudios e
investigaciones desde el enfoque de los factores de riesgo y, en menor medida, de protección,
son esencialmente trabajos desarrollados sobre todo en el contexto anglosajón, especialmente
norteamericano o británico pero también neozelandés y australiano. Con lo cual sería deseable la
replicación de los mismos en nuestro país con un estándar adecuado de calidad229.
Por su parte Nerenberg (2008: 224-225) advierte que esos descubrimientos en el campo
de los factores de riesgo asociados en buena medida todavía se encuentran pendientes de ser
llevados a la práctica a la hora de la prevención, detección e intervención. Por ello, siguiendo el
consejo de Lasch y Pillemer (2004: 1264), hemos de ser cautelosos en relación con los factores
de riesgo y el maltrato a las personas mayores porque la investigación en esta dirección se
encuentra todavía en una fase temprana de desarrollo y son necesarios mayores esfuerzos y
nuevos trabajos.
Comenzaremos por un breve análisis de los principales factores de protección detectados.
En este sentido rasgos como la resistencia, competencia y resilencia han sido asociados
con personas que tienen la capacidad de soportar una situación estresante sin sufrir daños
permanentes (Glanz y Johnson, 1999). Los factores de protección descritos en la literatura
228 Haciéndose eco de esta situación, Muñoz Tortosa (2004: 52) destaca como, en contraste con la bibliografía sobre
factores de riesgo en el maltrato infantil que es bastante abundante, pocos son los trabajos e investigaciones que
determinan los factores de riesgo en el caso del maltrato hacia las personas mayores. Los datos que se poseen en este
sentido provienen de estudios del perfil del anciano, del perfil del cuidador y de muestras de ancianos maltratados.
Por otra parte, entre las principales dificultades aparejadas a ese estudio de los factores de riesgo McDonald et al.
(2000: 33), resaltan el hecho de que muchos veces pueden tener efecto sólo a largo plazo, pueden resultar tan
frecuentes o por el contrario tan infrecuentes que resultan difíciles de rastrear, pueden ser comunes en relación con
otras situaciones o dependientes de la presencia de otros factores. Muñoz Tortosa (2004: 52) también señala como
estos factores de riesgo pueden llevar a confusión porque muchas veces lo que se entiende como tal es en realidad la
consecuencia del maltrato.
229 Como recuerda Dunn (1993: 2), la importación de marcos teóricos e ideas sobre la cuestión, aunque es relevante,
enriquecedora y tiene que potenciarse, debe basarse en un análisis crítico previo que abarque no sólo el origen de
esas aportaciones y su fiabilidad sino que también tenga en cuenta las diferencias culturales y sociales. Esto, desde
luego, no implica negar la existencia del problema en otros países con rasgos compartidos a los reflejados por
estudios extranjeros pero plantea el peligro de los excesos de lo que el propio Dunn (1993: 2) denomina, con un
toque de ironía, como síndrome de probemos que ese problema también existe aquí (let´s prove the same problem
exists here syndrome).
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especializada son cambiantes pero Garmezy (1985) distingue tres variables principales para
aquellos individuos insertos en situaciones estrés: la primera de ellas está constituida por una
combinación de temperamento y atributos de la personalidad, como el nivel de actividad a la
hora de enfrentarse a una situación nueva; la segunda variable tiene que ver con la las familias
que resultan solidarias, cohesivas y cálidas; por último, la tercer variable se relaciona con la
disponibilidad de apoyo social.
En el análisis de los factores de protección en el campo del maltrato a los mayores resulta
de enorme interés una reciente investigación llevada a cabo en Nueva Zelanda (Peri et al., 2008)
que analiza, además de los factores de riesgo, factores de protección inspirándose en el modelo
ecológico utilizado por el informe de la ONU en relación con la salud y la violencia (Krug et al.,
2003: 24-30). Para la mencionada investigación neozelandesa (Peri et al.., 2008: 20) se parte de
los siguientes niveles de análisis: individual, familiar, institucional, comunitario, y societal. En
cada unos de esos niveles se analizan los diferentes factores de riesgo y de protección
observados. Dejando al margen el nivel institucional, porque éste se refiere esencialmente a
aquellas formas de maltrato que se producen en el marco de instituciones como hogares,
residencias u hospitales230 , vamos a ir analizando los factores de protección observados en este
estudio en cada uno de ellos. Estos factores se encuentran reflejados en la Figura 5:
230 Entre los factores de protección, detectados en el ámbito institucional (Peri et al., 2008: 41) se encuentran los
siguientes: aumento de la calidad del cuidado con eficientes y efectivos sistemas de monitorización, personal bien
pagado y adiestrado en sus tareas, políticas y procedimientos sistematizados y mejoradas, servicios regulares de
monitorización externa del funcionamiento de la institución.
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Figura 5: Factores de protección del maltrato familiar hacia las personas mayores por niveles
según el modelo ecológico. Fuente: Peri et al (2008: 67) y elaboración propia
Fuente: Peri et al (2008: 67) y elaboración propia
En el nivel individual, que identifica factores biológicos y personales, se encuentran la
personalidad asertiva, la educación en derechos, el apoyo de la familia, amigos o una red de
iguales y el desarrollo de estrategias de afrontamiento. En este sentido,es evidente que el estar
bien informado sobre los derechos y el modo en el que éstos pueden ejercerse cuando uno se
convierte en discapacitado o dependiente no sólo contribuye al empoderamiento del mayor sino
que también es fuente de protección (Peri et al., 2008: 37). De la misma manera, contar con el
apoyo de la familia protege a los mayores de situaciones de maltrato a la vez que la existencia de
los amigos supone, en ocasiones, que éstos actúen como confidentes o proveyendo apoyo
emocional y como parte de la red social del mayor, asegurando un nivel de protección no
dispensado por los familiares (Peri et al., 2008: 37). Como señala Pillemer (1986: 245), la
existencia de una fuerte red social en torno al anciano presenta un fuerte carácter disuasorio del
maltrato que, por naturaleza, es un comportamiento claramente ilegítimo y que por ello tiende a
ocultarse. El desarrollo de estrategias de afrontamiento sin embargo es, en muchos de los casos
identificados por el estudio neozelandés, más que una factor de protección, una manera de
minimizar los efectos de la situación abusiva (Peri et al., 2008: 38). Entre estas estrategias
161 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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descubiertas estarían, por ejemplo, el voluntariado como una forma de minimizar el aislamiento
social y de calmar al agresor, simplemente quitándose de en medio. Por su parte Sánchez Carazo
y Diez Huertas (2010: 16) añaden entre los factores de protección todas aquellas actividades
encaminadas a favorecer la autonomía de la persona mayor (desde el ejercicio físico hasta el
desarrollo de actividades de ocio y tiempo libre).
En el nivel familiar, como ocurre por otra parte con cualquier forma de violencia que se
manifiesta en su seno, la existencia de una familia que apoya al mayor implica un factor de
protección universalmente reconocido como tal. Y más específicamente en contextos de
necesidad de cuidado de los mayores, estaríamos refiriéndonos a la asunción de esa necesidad
por parte de los hijos o de otros parientes (Peri et al., 2008: 41). Aunque en éste último caso con
todos los matices necesarios en cada supuesto, ya que, como es lógico, el encargarse del cuidado
de una persona mayor, como hemos visto y como seguiremos analizando, puede venir impuesto
por un concepto de obligación social y familiar. Este hecho no implicará necesariamente una
protección del mayor ante situaciones de maltrato o negligencia y puede tener en cambio un
efecto contraproducente. Con todo, existen estudios como el de Brozowski y Hall (2003: 170)
que plantean que, por ejemplo, el hecho de tener más visitas por parte de sus hijos en el caso de
mujeres, viudas y personas de mayor edad implica una reducción significativa del riesgo de
sufrir maltrato psicológico o material.
En el ámbito comunitario, la existencia de comunidades pequeñas, la accesibilidad
incluso por vía de urgencia a los servicios geriátricos, así como de mecanismos de intercambio
de información entre las agencias de bienestar social acerca de las personas mayores en posible
situación de riesgo suponen factores de protección (Peri et al., 2008: 50). Como indican los
autores del trabajo analizado (Peri et al., 2008: 65), muchos de los factores de protección
detectados en este nivel se remiten a la cohesión y la relación en el ámbito comunitario.
Especialmente se refieren por un lado a la existencia de servicios y su accesibilidad en la
comunidad, a la vez que, por otro lado, las comunidades pequeñas son contempladas en sí
mismas como un factor de protección porque en su seno los lazos sociales y de solidaridad son
percibidos como más fuertes (Peri et al., 2008: 50). Por su parte Sánchez Carazo y Diez Huertas
(2010: 16) hacen una referencia especial entre los factores de protección al seguimiento
específico de los denominados abuelos golondrina231.
231 Ya hemos visto como el fenómeno habitualmente conocido como abuelos o ancianos golondrina, era reconocido
por profesionales e incluso por los propios ancianos como una circunstancia que limita su bienestar afectando al
cuidado de los mismos (Sánchez del Corral, et al., 2004; Coma et al., 2007) (vid supra cap. I, 3) Como señalan
Campillos Paez et al., (2002: 877) ante las dificultades de hacerse cargo de un familiar mayor ―Se produce entonces
162 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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Finalmente, en el ámbito societal, los factores de protección detectados en el estudio
neozelandés (Peri et al., 2008: 53) se centran en el adecuado trato y respeto hacia los mayores,
en el entendimiento público del proceso de envejecimiento y sus consecuencias y en la
educación de las necesidades financieras de las personas mayores, especialmente en el uso de
poderes notariales de disposición general sobre sus bienes. En este nivel social Sánchez Carazo y
Diez Huertas (2010: 16) hacen además una referencia a las ciudades amigables con los mayores
como ejemplo de proyecto y de políticas que tienen un efecto de protección también en este
aspecto232. En definitiva, como podemos observar en este nivel social entran en juego los
principios que desafían la visión dominante en la sociedad edadista así como la necesidad de
transmisión a los ciudadanos de aquellas informaciones y valores que puedan llegar a modificar
la imagen y consideración de las personas mayores a la vez que fomenten su empoderamiento.
Para Peri et al. (2008: 65), concepciones ideológicas acerca del amor y respeto entre las familias
son, de esta forma, desafiadas por otro tipo de concepciones acerca de la manera en la que se
supone que los individuos de la familia deben comportarse. Son ejemplo de esas concepciones
que deben ser puestas en cuestión, la concepción de la necesidad de la transmisión
intergeneracional de la riqueza a través de la herencia antes que para garantizar el bienestar del
un desesperado reparto del anciano por meses entre los distintos hijos. El anciano solo o con su pareja debe
resignarse a esta nueva situación: la de una migración continuada dentro de varias familias. Vemos en esta
situación a un anciano fuera de su casa, de su pueblo, abandonando sus actividades sociales, atendido por
diferentes sanitarios, convertido en viajero involuntario que se adapta con dificultad a las costumbres de los
hogares de sus hijos”. En este sentido, los resultados de un pequeño estudio cualitativo llevado a cabo en España
por Pinazo (2005: 187) sobre este fenómeno pone de manifiesto la dificultad en el ajuste psicosocial caracterizado
fundamentalmente por una falta de apoyo social proveniente de las amistades, ausencia de participación social en la
vida comunitaria, ruptura con las relaciones sociales, de amistad y de vecindario, niveles bajos de satisfacción con la
vida, altos niveles de sintomatología depresiva, y niveles bajos de salud. Sin embargo también hay que partir de una
cierta comprensión de las circunstancias personales y familiares de cada caso. Está claro que esta itinerancia
residencial de las personas mayores no es una situación óptima para ellas, pero en muchas circunstancias es una
situación sin demasiadas alternativas reales. Por ello resulta importante conocer las consecuencias que puede tener
para el mayor de cara a tratar de mitigarlas en lo posible. Como señalaba una de las trabajadoras sociales
entrevistadas para nuestra investigación sobre esta cuestión “A veces yo hablo de encontrar la solución menos mala,
que no es perfecta pero respeta las necesidades de todos. Es muy fácil juzgar desde fuera pero más difícil vivirlo.
Entonces hay situaciones que para un cuidador solo es muy, muy duro. El poder compartirlo es importante para
mantener el sistema. Que no es lo ideal andar de casa en casa…desde luego que no. Pero tampoco es lo ideal
quemar a un cuidador…entonces…Es el equilibrio que hay que encontrar” (E10). Es en este contexto que el
seguimiento específico de los abuelos golondrina deviene en un factor de protección frente al maltrato.
232 Las ciudades amigables con los mayores son un proyecto internacional concebido en junio de 2005 en la sesión
inaugural del XVIII Congreso Mundial sobre Gerontología en Río de Janeiro y asumido por la OMS. En 2007 se
elaboró una publicación al respecto bajo el título Ciudades Globales Amigables con los Mayores: una Guía que
elaboraba y desarrollaba el marco esencial del proyecto y afirmaba entre otras cosas lo siguiente: “Una ciudad
amigable con los mayores alienta el envejecimiento activo mediante la optimización de las oportunidades de salud,
participación y seguridad a fin de mejorar la calidad de vida de las personas a medida que envejecen. En términos
prácticos, una ciudad amigable con la edad adapta sus estructuras y servicios para que sean accesibles e incluyan
a las personas mayores con diversas necesidades y capacidades” (OMS, 2007:6).
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mayor (que puede contribuir a la ocurrencia del maltrato económico), o la idea de lealtad e
independencia personal (que puede hacer permanecer oculta una situación abusiva).
Tras esta referencia a los factores de protección, nos ocuparemos de los factores de riesgo
para el maltrato familiar hacia las personas mayores habitualmente reconocidos en la literatura
especializada.
Previamente hay que recordar que, en el campo del estudio de la violencia familiar, la
identificación de los factores de riesgo asociados con las diversas formas que puede adoptar el
fenómeno resulta decisiva a la hora de elaborar propuestas de intervención, tanto en la
atención del problema como en el diseño de políticas (Corsi, 2004: 32). Como apuntan Bonnie
et al. (2003: 88-89) el entendimiento de cuáles son los factores asociados y los antecedentes del
maltrato hacia los mayores es preciso, primariamente, para la elaboración de métodos de cribado
eficaces pero también para proveer bases racionales en el diseño de programas de prevención, así
como, finalmente, para el desarrollo de iniciativas de política pública. Según McDonald et al.
(2000: 33), el énfasis en el estudio de los factores de riesgo indudablemente se deriva de la
demanda de protocolos precisados para detectar quién se encuentra en situación de riesgo,
evaluar la naturaleza del maltrato y elegir la intervención adecuada para cada momento. En
definitiva, delimitar los factores de riesgo ayuda a señalar las víctimas potenciales de maltrato,
determinar sus posibles causas y revelar su presencia, así como a prevenir la aparición de una
situación no deseada (Muñoz Tortosa, 2004: 51).
En este sentido, y en relación con los factores de riesgo relacionados con el maltrato a
los mayores, autores como Pillemer (2005a: 71 y ss.) y Bonnie et al. (2003: 92 y ss.) llevan a
cabo una esclarecedora recapitulación y clasificación entre los factores de riesgo que pueden
determinar la aparición de una situación de malos tratos basándose en el grado de contraste de
los mismos entre los más importantes estudios que, hasta ese momento, se habían dedicado al
tema233. Tal y como podemos contemplar de una forma sistemática de un solo vistazo en el
233 Es verdad que la mayoría de los estudios provienen del mundo anglosajón, lo que evidencia de nuevo la
necesidad de emprender y replicar en España investigaciones que nos den una visión más cercana a nuestra realidad
social. En esta línea resulta especialmente relevante el trabajo pionero de Iborra Marmolejo (2008) cuyos hallazgos
y conclusiones comentaremos más adelante con algo más de amplitud (vid. infra cap. IV). De cualquier forma
señalar como Isabel Iborra Marmolejo (2008) en su interesante y reciente estudio sobre el tema se hace eco y maneja
una serie de factores de riesgo que aparecen en diversas investigaciones sobre el maltrato a mayores clasificados de
la siguiente manera: factores de riesgo asociados a la víctima: sexo (las mujeres son víctimas en mayor porcentaje
que los hombres), aislamiento social (convive sólo con su agresor y mantiene pocos contactos sociales),
dependencia, y trastornos psicológicos, (especialmente depresión con la dificultad añadida de discernir si es causa o
efecto de la situación). Factores de riesgo asociados al agresor: sexo (hombres en los casos de maltrato físico y
mujeres en los de negligencia) aislamiento social, dependencia económica (respecto de la víctima), psicopatología
(depresión, abuso de sustancias como alcohol o drogas), relación con la víctima, (parentesco: hijos o pareja), estrés
(síndrome de burnout). Factores de riesgo socioculturales: existencia de una cultura violenta, transmisión
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Cuadro 1, los mencionados autores hablan de factores probables, entendiendo por éstos,
aquellos que tienen un apoyo casi unánime en varios estudios; de factores potenciales, cuando el
apoyo en los diversos estudios es contradictorio o limitado y por último de factores
cuestionados, entendiendo por éstos aquellos que se supone aumentan la probabilidad de que se
dé el maltrato pero no se dispone de pruebas empíricas que lo sustente.
Cuadro 1: Factores de riesgo clasificados según grado de contraste empírico.
Factores probables
Factores potenciales
Factores cuestionados
- Condiciones de convivencia.
- Aislamiento social.
- Demencia.
- Características individuales
agresores que predisponen a la
violencia (enfermedad mental,
hostilidad, abuso del alcohol y
dependencia del agresor).
- Género.
- Relación entre la víctima y el
agresor.
- Características de las
víctimas.
- Raza.
- Discapacidad física de la
persona mayor.
- Dependencia de la víctima,
- Estrés del cuidador
- Transmisión
intergeneracional de la
violencia
Fuente: Pillemer (2005a: 71 y ss.), Bonnie et al (2003: 92 y ss.) y elaboración propia.
Iremos analizando poco a poco cada uno de estos factores. Entre los factores probables se
encuentran: condiciones de convivencia, aislamiento social, demencia, características
individuales de los agresores que predisponen a la violencia (enfermedad mental, hostilidad,
abuso del alcohol y dependencia del agresor).
En cuanto a las condiciones de convivencia, este factor de riesgo tendría relación directa
con el hecho de incrementar el contacto entre la víctima y el agresor. En este sentido, como
resulta obvio, la convivencia en un mismo hogar facilita situaciones de violencia (Pillemer y
intergeneracional de la violencia dentro de la familia, edadismo o ageismo. También un reciente trabajo en España
de Pérez Rojo et al. (2008: 5) se comprueba la existencia de diversos factores de riesgo ya detectados en la literatura
especializada sobre el tema tanto relativos al cuidador informal (depresión, estrés relacionado con la dependencia
del anciano respecto a las ABVD, estrés relacionado con comportamientos agresivos o provocadores del receptor del
cuidado, impacto del cuidado, carga interpersonal, expectativas de autoeficiencia y expresión de la ira), relativas a
la persona mayor (frecuencia de actos agresivos o provocadores) y, por último, relacionados con la situación de
cuidado (cantidad de ayuda –formal o informal – recibida). Finalmente Sánchez Carazo y Diez Huertas (2010: 16-
18) hacen también una recopilación de factores de riesgo relacionados con el anciano (deterioro físico, mental o
emocional que produce dependencia; aislamento social, cohabitación con el agresor, historia previa de violencia
familiar; cambio frecuente de domicilio y centro sanitario), con el cuidador principal (sobrecarga, falta de
preparación, dependencia económica, mala relación previa, abuso de alcohol, fármacos o drogas), con otros
familiares (dificultades económicas, mala relación familiar, falta de espacio en la vivienda), con la sociedad
(relaciones intergeneracionales deficientes, falta de sensibilización, tolerancia social, edadismo).
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Filkenhor, 1988; Paveza et al., 1992; Lasch et al, 1997). En cualquier caso, este hecho tendría
que matizarse en el caso de las víctimas de maltrato económico y financiero, supuestos en los
que las víctimas suelen vivir solas en mayor proporción (Brozowski y Hall, 2003: 168; Lasch y
Pillemer, 2004:1265).
También varios de los estudios más fiables existentes ponen de relevancia el papel de la
demencia de la persona mayor como un importante factor de riesgo (Hommer y Gilleard, 1990;
Paveza et al., 1992; Coyne et al., 1993; Lasch et al., 1997). A este respecto Lachs y Pillemer
(2004: 1265) señalan como las posibles conductas agresivas y disruptivas por parte de la persona
mayor actúan como un factor que incrementa el estrés del cuidador, su sobrecarga pudiéndole
llevar a responder con violencia ante esa situación234.
Más adelante nos ocuparemos de cómo intervenir ante estas situaciones de violencia y de
cómo se trabajan desde una óptica de prevención de las mismas (vid. infra. caps. III, 2. y VI).
Pero además, como recuerdan también Lasch y Pillemer (2004: 1265), no hay que perder de vista
el hecho de que los propios cuidadores, muchas veces también frágiles y ancianos pueden ser
víctimas de la violencia de la persona que cuidan afectada por algún tipo de demencia (Atkien y
Griffin, 1996; Philips et al., 2000; Ayres et al., 2001; Koening et al., 2006).
El aislamiento social ha sido identificado como una de las características de las familias
en las que se produce maltrato infantil y violencia familiar de género (Lasch y Pillemer 2004:
1265). De un modo similar esta característica se encuentra presente en el maltrato a las personas
mayores, cuyas víctimas suelen estar aisladas socialmente de amigos, otros familiares y vecinos
(Pillemer, 1986: 244; Wolf y Pillemer, 1989:28). Por un lado, el aislamiento social puede
aumentar el estrés de la familia incrementando el riesgo de maltrato y, por otro lado, no hay que
olvidar que estas conductas inadecuadas se tienden a ocultar ya que la presencia de otras
personas pueden llevar a intervenciones o sanciones (Pillemer, 1986: 245; Lasch y Pillemer,
2004: 1265). Existe una considerable evidencia empírica que plantea que las víctimas de
violencia familiar presentan una pobre red social y de apoyo (Wolf y Pillemer, 1989; Compton et
al., 1997; Grafstrom et al., 1993).
234 Bonnie et al. (2003: 93-94) incluyen también la demencia de la víctima entre los factores de riesgo validados por
una sustancial evidencia empírica. Pero ponen el énfasis en aclarar que no estamos hablando tanto de la presencia de
la demencia en sí – en enfermedades tipo alzheimer – como de la serie de comportamientos disruptivos que ésta
puede producir. Comportamientos que pueden aumentar considerablemente el nivel de estrés del cuidador. Por eso
mismo se debería, en el estudio futuro de esta cuestión, distinguir entre los efectos cognitivos, funcionales y de
comportamiento que pueda producir la demencia con el fin de analizar las posibles asociaciones de cada uno de
estos efectos por separado con el riesgo de maltrato.
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En otro orden de cosas, como reconocen Lasch y Pillemer (2004:1265), existe un
consenso bastante extendido en relación con las características individuales patológicas del
agresor que contribuyen a la aparición del maltrato. Sobre todo la enfermedad mental de larga
duración (Reis y Naimash, 1998; Pillemer y Filkenhor, 1989, Brownell et al., 1999), la
depresión (Paveza et al., 1998; Coyne et al., 1993, Homer y Gilleard,1990; Williamson y
Shaffer, 2001) y el abuso del alcohol y de otras sustancias (Greenberg et al, 1990; Bristowe y
Collins, 1989, Homer y Gilleard, 1990; Wolf y Pillemer, 1989, Anetzerberger et al., 1994,
Brownell et al., 1999, Quinn y Tomita, 1997)235. De cualquier forma también volveremos con
mayor profundidad sobre este asunto de la enfermedad mental grave al hablar de la intervención
ante situaciones de maltrato hacia las personas mayores (vid. infra. cap. III, 2.) e igualmente en
el análisis de las informaciones por nuestra investigación cualitativa en Aragón (vid. infra. cap.
V, 4.2. y VI, 4.).
Con relación al alcoholismo y abuso de otras sustancias, a pesar de que aparece
identificada como factor de riesgo en los resultados de varios de los estudios, autores como
Anetzberger et al. (1994) plantean que ciertos aspectos sobre esta conexión no quedan
suficientemente explicados. Así, como en cierta medida ocurre al referirse a la violencia de
género, persiste la duda de si el abuso del alcohol actúa más bien como un inhibidor aumentando
la posibilidad de respuestas impulsivas (incluida la violencia) y no tanto como una circunstancia
estructural y determinante de la situación. Por otro lado, se plantea también la cuestión, de si lo
que favorece la adicción al alcohol y otras sustancias no es sino la mayor dependencia del hijo
mayor respecto de sus padres ancianos lo que, como veremos después, resulta en sí mismo un
factor de riesgo detectado. También persiste la duda sobre si el uso y abuso del alcohol y otras
sustancias en muchos casos no se puede haber incrementado como consecuencia de frustración
ante el cuidado de los padres. Al menos en aquellos contextos de cuidado, como apuntan Bennet
et al. (1997: 34), no estaría claro si el alcoholismo o la adicción a otras sustancias surgen antes
de que el maltrato se infrinja o como consecuencia del potencial estrés que cause la situación de
cuidado. De cualquier forma esta perspectiva vuelve a ser al menos en parte dependiente de la
variable del estrés del cuidador. Es decir, el perpetrador del maltrato bebe, pero porque la
situación de cuidar a sus padres ancianos le estresa y le frustra. El riesgo no estaría tanto en el
alcoholismo (o el abuso de otras drogas) como en el estrés que genera el cuidado. Por ello, sin
descartar estas posibilidades y explicación que resulta plausible, no conviene que perdamos de
235 De esta manera, en un estudio norteamericano sobre 401 víctimas que habían solicitado ayuda a un organismo de
ayuda a las víctimas mayores, Brownwell et al., (1999: 89) hallaron que casi tres cuartas partes (74%) de los
maltratadores sufrían algún tipo de enfermedad mental, incluyendo el abuso de sustancias.
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vista dos aspectos importantes que se reflejan en relación con el alcoholismo y el abuso de otras
sustancias entendidas como factor de riesgo: su posible vinculación con la dependencia del
agresor respecto de la víctima y el hecho de que el maltrato también se puede producir en
contextos en los que el agresor no asume el papel de cuidador, o las victimas no son
dependientes ni están especialmente necesitadas de ese cuidado porque mantienen un nivel
suficiente de salud y de autonomía. En muchos de estos escenarios suelen ser las propias
víctimas las que en realidad se han venido ocupando del cuidado de esos hijos dependientes.
Entre estos factores de riesgo con amplio consenso y respaldo empírico Lasch y Pillemer
(2004: 1265) incluyen, por último, la situación de dependencia por parte del agresor respecto a la
víctima236. De esta forma señalan como los agresores muchas veces tienden a ser fuertemente
dependientes de la persona que están maltratando. Y así se han identificado situaciones en
contextos de relaciones familiares tensas y hostiles que se mantienen debido a la dependencia
económica del hijo o de la hija reticente a perder el apoyo material de los padres. Pero esta
dependencia del agresor respecto de la víctima no se encuentra circunscrita simplemente a los
aspectos económicos sino que también se extiende a la falta de autonomía general: personal,
social y laboral. Se trata de un factor de riesgo con un considerable apoyo empírico
(Anetzberger, 1987; Greenberg et al., 1990; Pillemer, 1986; Wolf y Pillemer, 1989; Seteinmetz,
1988). Especialmente relevante en este sentido resulta la dependencia económica respecto del
mayor (Reis et al., 1997; Wolf, 1997; Seaver, 1996; Greenberg, 1990; Godkin et al., 1989;
Pillemer, 1989).
Entre los factores potenciales hallamos el género, la relación entre la víctima y el
agresor, características de las víctimas y raza.
En cuanto al género como factor de riesgo, nos ocuparemos específicamente de esta
cuestión más adelante (vid. infra cap. II, 3.4.) por lo que aquí queda solamente apuntado
remitiéndonos, por razones de sistemática y claridad expositiva, a lo allí tratado con mayor
profundidad. Simplemente adelantar ahora como el género es un factor de riesgo habitualmente
236 Las investigaciones más recientes sobre el tema apuntan a que los sentimientos de dependencia pueden circular
en ambos sentidos: tanto por parte de la víctima como por parte del agresor. Es lo que se ha denominado algunas
veces (Jones et al., 1997: 581), como red de dependencia (web of dependency). En este sentido no hay que perder
de vista que el potencial agresor – si hablamos en términos de riesgo – puede ser dependiente de la persona mayor
por diversos motivos ya sean económicos o incluso relativos a la mera realización de las tareas del hogar o de la
vida cotidiana. Se trata de personas que no han formado su propio hogar y que no han alcanzado un nivel de
independencia respecto, por ejemplo, a sus padres ancianos. La dependencia del adulto, como indican Jones et al.
(1997: 581) va fuertemente en contra de las expectativas culturales. De tal manera que el adulto dependiente puede
tener una sensación de injusticia y de desapoderamiento y una consecuente falta de autoestima. Como ya hemos
visto, las acciones de maltrato pueden estar conectadas a la frustración y la falsa idea de que el poder puede
recuperarse controlando a la persona o la situación.
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citado en la mayoría de los estudios, aunque no de forma casi unánime como ocurre por ejemplo
con el aislamiento social237. De todas formas esto puede deberse, en buena parte, a la forma en la
que se ha abordado el problema: muchas veces obviando esta perspectiva de género y
considerando al colectivo de las personas mayores como una uniformidad asexuada. (Lo que
habría tenido como resultado la construcción del maltrato familiar hacia los mayores como una
cuestión neutral en relación con el género.) A este respecto, como bien apuntan Atkien y Griffin,
(1996: 54), muchos de los estudios disponibles habrían fallado a la hora de construir sus
investigaciones incluyendo el género como factor y por lo tanto como un fenómeno susceptible
de análisis.
Por otro lado, el centrarse en algunas de las características – dependencia, fragilidad,
vulnerabilidad – de la víctima, como advierte Wolf (2000: 9), resulta en buena medida una
reminiscencia de las primeras – y, en su opinión, fallidas – teorías que identificaban el maltrato
casi de forma única con el denominado estrés del cuidador. En cierta forma, de esta visión
resulta un fortalecimiento de los estereotipos negativos respecto a las personas mayores con el
peligro de estar culpando a la víctima – por ser como es – de su propia situación. Brandl et al.
(2007: 40-41) señalan que, aunque varios de los investigadores han examinado los
comportamientos de la víctima – como el hecho de culpar a otros de su situación, actitudes
manipulativas, falta de habilidades sociales, etc. – no se ha encontrado evidencia que sustente la
existencia de unas características comunes a un gran número de las mismas. Para huir de esos
estereotipos la investigación más reciente se ha ido centrando cada vez más en las características
del agresor. Y aunque igualmente habría que ser cauteloso, en el sentido de que la reproducción
de penosos estereotipos puede también puede derivarse del análisis de los agresores y sus
circunstancias, ha generado, de esta manera, interesante información al respecto de la
psicopatología de al menos parte de los individuos que actúan abusivamente (Penhale 2006:
218-219).
En cuanto al factor de la etnicidad, es cierto que algunos de los estudios, sobre todo
anglosajones, analizan esta circunstancia sobre todo desde la perspectiva de las diferencias
culturales en relación a lo que constituye maltrato y en relación con el apoyo emocional y
financiero y las obligaciones familiares (Sánchez, 1999; Tomita, 1999; Anetzberger, 1998;
237 Aunque los estudios sobre el tema prácticamente de forma general concluyen que las mujeres resultan víctimas
del maltrato hacia las personas mayores en un porcentaje mayor, como señalan Bonnie et al. (2003: 96) no está del
todo claro si esa proporción tiene su origen en el hecho de la mayor representación femenina entre el colectivo de las
personas mayores, al fenómeno de la feminización de la vejez. De la misma forma la evidencia empírica parece
demostrar que las mujeres sufren formas de maltrato más graves con lo cual el acceso de las mismas a los servicios
de protección de las víctimas o a otras instancias sanitarias y sociales que detectan esta realidad resulta
proporcionalmente más elevado que en el caso de los hombres.
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Griffin, 1994; Moon, 1993). Pero, al centrar nuestro análisis en la sociedad española y aragonesa,
no debemos perder de vista que España – y Aragón – ha sido hasta hace muy poco una sociedad
muy homogénea étnicamente. La multiculturalidad de la sociedad española es, en comparación
con otras sociedades occidentales y de nuestro entorno, un fenómeno relativamente reciente. La
población anciana en España es un colectivo más uniforme en relación con la raza y estos
análisis que tienen en cuenta la raza como factor de riesgo resultan en nuestra opinión de más
dudosa transposición a la realidad española238.
Por último, entre los factores cuestionados, Bonnie et al. (2003) y Pillemer (2005a)
engloban la discapacidad física de la persona mayor, la dependencia de la víctima, el estrés del
cuidador239 y la transmisión intergeneracional de la violencia.
Los dos primeros factores mencionados – discapacidad física de la persona mayor y
dependencia de la víctima – se encontrarían estrechamente relacionados y ponen de nuevo el
énfasis en las características de la persona mayor potencial víctima de una situación de abuso o
maltrato. Como apuntan Lasch y Pillenmer (2004: 1265), sobre todo desde el campo clínico, se
plantean factores de riesgo que pueden resultar plausibles pero que deben todavía confirmarse
con posteriores estudios. Centrándonos en la fragilidad física de la víctima, esta circunstancia
238 A 31 de diciembre de 2008, el porcentaje de extranjeros mayores de 65 años con certificado de registro o tarjeta
de residencia en vigor suponía un 3,85% del total de extranjeros en la misma situación. La mayoría de estos
extranjeros procedían de la Europa comunitaria (un 74,36% del total, especialmente de Alemania 10,60% y del
Reino Unido, 34,09% en ambos casos del anterior porcentaje) y en mucha menor medida de Iberoamérica (13,22%),
de África (6,01%) y de Asia (3,17%). Fuente: Extranjeros con certificado de registro o tarjeta de residencia en
vigor, según sexo, nacionalidad y grupo de edad. Anuario Estadístico de Inmigración 2008. Observatorio
Permanente para la Inmigración (Tabla 1.4).
239 En ese sentido autores como Zarit (1998,2002) han conceptualizado el cuidado familiar como un evento vital
estresante. En muchas ocasiones se ha utilizado el concepto de carga para caracterizar las frecuentes tensiones y
demandas sobre los cuidadores. Ha sido identificado por varios autores que estudiaron la carga generada por la
provisión de cuidados como ―un estado resultante de la acción de cuidar a una persona dependiente o mayor, un
estado que amenaza la salud física y mental del cuidador” (Zarit, Reever y Bach-Peterson, 1980). Sin embargo,
como recuerdan Carretero et al. (2006: 91) a pesar de las investigaciones el concepto de carga del cuidador sigue
siendo un término amplio con muchas definiciones respecto del cual todavía no existe homogeneidad en cuanto a su
significado y uso De forma parecida a como ocurre también con el concepto de carga, el término estrés del cuidador
sigue siendo en la actualidad en el campo de la psicología un concepto muy ambiguo del que se abusa con
frecuencia. Este proceso ha sido conceptualizado como caregiver strain, caregiver stress y caregiver burden,
identificándolo con las consecuencias adversas en la salud física y emocional del cuidador, las relaciones familiares
y actividades sociales y recreativas. En ocasiones hay autores (Iborra Marmolejo, 2008) que hablan de síndrome de
burnout .Como indican Peinado Portero y Garcés de los Fayos (1998), existen numerosas definiciones de burnout,
todas ellas aplicables a la situación del cuidador principal de un enfermo dependiente: "sensación de fracaso y una
existencia agotada o gastada que resultaba de una sobrecarga por exigencias de energías, recursos personales o
fuerza espiritual del trabajador" (Freudenberger, 1974: 160) ; "Una experiencia general de agotamiento físico,
emocional y actitudinal" (Pines y Kafry, 1978 ; "Un estado de agotamiento físico, emocional y mental causado por
estar implicada la persona durante largos periodos de tiempo en situaciones que le afectan emocionalmente"
(Pines, Aronson y Kafry, 1981). "Un síndrome tridimensional caracterizado por agotamiento emocional,
despersonalización y reducida realización personal" (Maslach y Jackson 1981: 3).
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puede resultar un factor que predisponga al maltrato y que disminuya la capacidad de ésta de
defenderse o de escapar ante una situación abusiva. En cualquier caso, el papel que juega la
situación de salud de la víctima resulta todavía poco claro. Y aunque los recuentos anecdóticos y
los informes clínicos parecen sugerir que la fragilidad de los mayores constituye en sí misma un
factor de riesgo, la verdad es que los estudios han fallado a la hora de establecer una relación
directa entre el maltrato y las malas condiciones de salud de la víctima (Cooney y Mortimer,
1995; Paveza et al., 1992) o su excesiva dependencia (Wolf y Pillemer, 1989; Pillemer y
Finkelhorn, 1989; Reis y Nahmiash, 1997).
Los estudios existentes, en líneas generales, no han podido establecer como factor de
riesgo ni el elevado grado dependencia de la víctima ni el consiguiente estrés del cuidador.
Como apuntan Bennet et al. (1997: 35), la dependencia de la víctima como factor de riesgo
constituye una de las grandes controversias sobre el tema del maltrato hacia las personas
mayores240. Este último aspecto resulta especialmente importante por cuanto el estrés del
cuidador a consecuencia de la sobrecarga desde el comienzo del interés por analizar el fenómeno
objeto de estudio, ha sido considerado como una explicación privilegiada del fenómeno del
maltrato familiar a las personas mayores integrándose en el modelo teórico situacional analizado
con anterioridad (vid. supra cap. II, 1.1). Sin embargo, como recogen Pillemer (2005a) y Bonnie
et al. (2003) en su clasificación de factores de riesgos, esta conexión, aunque aparece en algunos
de los estudios sobre el tema, no tiene un respaldo empírico suficiente. Brandl y Cook-Daniels
(2002:5) en un análisis para el NCEA de los hallazgos principales estudios existentes acerca de
las teorías de la causación y los factores de riesgo son concluyentes: la noción popular de que el
maltrato a los mayores es el resultado de la interacción entre un anciano frágil y dependiente y
un cuidador estresado no está sustentada en la investigación existente hasta el momento (Philips
et al., 2000; Reis et al., 1998; Godkin, 1989; Pillemer y Filkenhorn, 1989; Wolf y Pillemer,
1989). Y así de los estudios analizados por Brandl y Cook-Daniels (2002: 5) sólo dos establecen
una cierta correlación entre estrés del cuidador y maltrato (Harris; 1996; Brown, 1989).
240 En este sentido, autores como Steinmenz (2005) y Pillemer (2005b) plantean y representan las posturas
encontradas al respecto. Para Pillemer (2005b: 216) los estudios más rigurosos habrían fallado a la hora de
demostrar que la dependencia de la víctima es una característica primaria de las situaciones de maltrato hacia los
mayores y, por lo tanto, es preciso desplazar el foco de la investigación hacia el perpetrador. Steinmenz (2005: 192)
considera sin embargo que el estrés, la frustración y el sentimiento de carga asociado al cuidado de personas
mayores sobre todo afectados por demencias puede estar relacionado con el aumento del riesgo de maltrato. Pero
ello no implica negar que esta violencia puede tener lugar entre esposos, ser perpetrado por un hijo (o hija) adulto
cuidador, pero también por un hijo dependiente. Por lo tanto, centrar los esfuerzos investigadores en un solo
elemento del binomio cuidador-anciano puede resultar contraproducente al no abarcar la complejidad de este tipo de
relaciones.
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Otro de los factores de riesgo cuestionados lo constituye el fenómeno de transmisión
intergeneracional de la violencia. Según esta aproximación, los individuos que fueron objeto de
malos tratos cuando fueron niños tienden a repetir el mismo comportamiento en su vida adulta
infringiendo a su vez malos tratos, en el caso que nos ocupa, hacia las personas mayores a su
cargo o con las que se relacionan: un patrón de conducta a menudo calificado como ciclo de la
violencia. Existen algunos estudios que plantean la relación de la transmisión intergeneracional
de la violencia y el maltrato a los mayores (Korbin et al., 1995), aunque este no sea entendido
como un proceso fatal e inevitable. De esta forma, autores como Muñoz Tortosa (2004: 45),
mantienen que esta teoría se encontraría suficientemente contrastada en el caso de la violencia
doméstica de género o del maltrato infantil pero carecería de un apoyo empírico sólido para el
supuesto de malos tratos a personas mayores. En cualquier caso, como aconsejan Bonnie et al.
(2003: 99), merece la pena que se siga investigando en este camino. Sobre todo por la
importancia que se da en el análisis de otras forma de violencia intrafamiliar a la vivencia de
situaciones violentas en la infancia y la relación que se establece al considerar este hecho como
un importante factor de riesgo a la hora de reproducir esta violencia aprendida en la edad adulta,
sobre todo a través de maltrato físico. También en este sentido debe explorase el hecho de si esta
transmisión de la violencia es un factor de riesgo determinante en otras tipologías de maltrato
aparte del maltrato físico.
A la hora de manejar e integrar prácticamente en la respuesta frente al maltrato hacia los
mayores estas consideraciones en relación a los factores de riesgo, como bien advierten Lasch y
Pillemer (2004: 1265-1266), desde el punto de vista de la intervención clínica, se debe ser
consciente de que este puede producirse en el marco de estos factores de riesgo o, a pesar de que
estos existan, no producirse en forma alguna. De esta forma pueden existir contextos familiares
en los que concurran varios de estos factores (por ejemplo interdependencia del cuidador y de la
persona mayor, grave demencia, aislamiento social) y en los que no se manifiesta el maltrato
hacia la persona mayor. En la misma línea, Bonnie et al. (2003: 100) hacen notar cómo aunque a
veces los factores de riesgo son causas de maltrato, éste no es siempre el caso y por ello se
propone en estos supuestos como más adecuado el uso del término indicadores de riesgo (risk
indicators)241.
241 Como explican Leturia y Etxaniz (2009: 174) y Andrés Pueyo y Redondo Illescas (2007: 164) es muy común que
los factores de riesgo se tomen como predictores para que los profesionales (sobre todo del ámbito sanitario) puedan
identificar determinados indicadores como señales de alarma. Cuando se utilizan de esta manera la idea de factor de
riesgo como un antecedente teórico del maltrato se diluye en parte, puesto que en la lista se incluyen a menudo
factores que pueden ser consecuencias del maltrato o que se dan simultáneamente a éste, o con carácter previo. En
definitiva algunos de esos factores de riesgo pueden resultar marcadores de causas no medidas. Entre los ejemplos
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En este sentido, el National Research Council, en el panel de expertos creado para revisar
el riesgo y la prevalencia del maltrato y negligencia hacia los mayores en Estados Unidos
(Bonnie et al., 2003) propuso un modelo teórico de explicación del fenómeno a partir de los
factores de riesgo que se puede contemplar en la Figura 6 242. Se trata de una aproximación
teórica elaborada a partir del concepto de riesgo asumiendo que la definición del fenómeno
requiere, como ya sabemos, de la existencia de una víctima del maltrato (el sujeto sobre el que se
focaliza la atención) y un responsable, que mantiene con ésta una relación de confianza (a
menudo cuidador, aunque no necesariamente). La interacción entre las características de la
potencial víctima y las del actor responsable del maltrato, como hemos visto, resultan aspectos
esenciales para cualquier análisis del fenómeno. A ello tendríamos que añadir factores de riesgo
contextuales además de un contexto sociocultural más amplio que pueden implicar diferentes
niveles de riesgo para los sujetos insertos en éstos (Bonnie et al., 2003: 61).
que Bonnie et al. (2003: 100) proveen se encuentran en el primer supuesto la depresión del cuidador aunque
consideran que puede constituir un factor causal en el sentido en el que puede derivar en una negligencia del anciano
a su cargo en virtud de la fatiga, el aislamiento social o el desinterés asociado con la depresión misma. Por eso
mismo Leturia y Etxaniz (2009: 174) consideran que por ejemplo la depresión no constituye un factor de riesgo en
sentido estricto aunque pueda ser un signo de advertencia médica muy válido e importante.
242 Este modelo encuentra su inspiración en las aportaciones de George L. Engels (1977) que aunaban factores
psicológicos y sociales para la elaboración de un modelo biopsicosocial capaz de explicar condiciones
biopsicológicas como la enfermedad y los procesos de envejecimiento.
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Fig 6: Modelo de riesgo de maltrato hacia los mayores.
Fuente: Bonnie et al. (2003: 63, 91) y elaboración propia.
El lado izquierdo del diagrama presenta una serie de atributos sociales, físicos y
psicológicos del sujeto en riesgo de ser maltratado, mientras que el lado derecho presenta esos
atributos en relación con la persona (o personas) de confianza. Entre estas dos columnas se
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encuentran una serie de cajas que representan la interacción entre esos dos niveles individuales
que define el grado de dependencia económica y social (grado de desigualdad), el tipo de
relación en la que se mueve la interacción entre el mayor y la persona de confianza (con las
correspondientes expectativas normativas entre los implicados) y las dinámicas de poder en la
negociación en los patrones operativos del cuidado. También se incluye el concepto de arraigo
social (social embeddeness) para referirse al conjunto de personas presentes en el las redes
sociales tanto del sujeto como de la persona de confianza que constituyen el capital social en la
relación dual.
Con varias de esas cajas del diagrama se asocian una serie de factores de riesgo
habitualmente presentes, como ya hemos analizado, en la literatura sobre el tema (Bonnie et al.,
2003: 91) y que se representan en el modelo insertos en un cajetín de fondo más oscuro.
Finalmente las consecuencias de esas interrelaciones (representadas por las flechas) incluyen
tanto la salud física o emocional del mayor, los riesgos de maltrato en sus variadas formas y la
permanencia (o riesgo de conclusión) de la misma relación de cuidado (Bonnie et al., 2003:64).
Como vemos este modelo de explicación que parte de los principales factores de riesgo se
aplica sobre todo a relaciones en las que existe una necesidad de cuidado por parte de la persona
mayor que, en un sentido más o menos adecuado, cumple una persona de su confianza,
habitualmente un familiar.
En definitiva, los factores de riesgo pueden resultar un elemento importante no sólo para
la detección de posibles situaciones de maltrato y su prevención sino para construir modelos
válidos de explicación del fenómeno. Pero, por otro lado, hay que ser conscientes de la
necesidad de mayor investigación en el campo, ya que, como hemos visto, muchos de estos
factores de riesgo son cuestionados en la literatura científica sobre el tema por una falta de
soporte empírico real. Precisamente a partir de los factores de riesgo como se construyen los
perfiles de la víctima y al agresor a los que dedicamos, no sin cierta cautela, el siguiente
apartado.
2.2.- Perfiles de la víctima y de la persona que ejerce el maltrato.
Como decíamos, una de las consecuencias lógicas derivadas del análisis de los diferentes
factores de riesgo existentes es la subsiguiente elaboración de los correspondientes perfiles de la
víctima y del agresor. Aunque bien es cierto que la enumeración de una serie de características
tanto del agresor como de la víctima puede resultar de ayuda a la hora de sistematizar una parte
del conocimiento generado en torno a los malos tratos, no es menos cierto que se trata de un
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procedimiento frente al que no está de más mantener una cierta cautela. Existe el peligro
evidente de la excesiva simplificación y de la perpetuación de estereotipos, así como de la
acusación demasiado a la ligera. Por otro lado, no hay que perder de vista, como hemos venido
señalando, las carencias metodológicas de la investigación en este sentido que hace que el grado
de consenso científico en relación con los factores de riesgo no sea elevado. Pero haciendo estas
salvedades es cierto que pueden servir como posibles indicios, o señales de alerta a la hora de
detectar una situación de malos tratos (Muñoz Tortosa, 2004: 56; Barbero y Moya., 2006: 48-
49; Caballero García et al., 2000).
Por otro lado habría que ser conscientes también de los matices que puede introducir el
hecho que el maltrato se presente en un contexto institucional o familiar, rural o urbano, etc. y
por lo tanto tomar estos retratos robots tan sólo como un instrumento útil capaz de mantener a
los profesionales alerta ante determinadas situaciones en tanto en cuanto no se olvide la
complejidad del fenómeno objeto de estudio.
A pesar de que no dediquemos en este momento una exhaustiva atención a los perfiles de
la víctima y del agresor elaborados a partir de los diferentes factores de riesgo, sí que
consideramos oportuno recoger alguno de los más relevantes. Sobre todo ya que, cuando
hablemos más delante de la prevención y detección de los malos tratos a las personas mayores
por parte de los diferentes profesionales implicados (vid. infra. caps. III, 2 y VI, 2), podremos
ponderar en qué medida estos instrumentos resultan de utilidad para tales fines y cuáles son sus
limitaciones 243.
243 A este respecto, volviendo a las técnica en relación con la predicción de las situaciones violentas, sobre todo
desde el punto de vista de la psicología clínica, tenemos que tener en cuenta las tres tipos de procedimientos de
predicción tal y como los recogen Andrés Pueyo y Redondo Illescas (2007: 165-167). Estas tres técnicas serían en
esencia las siguientes: la valoración clínica no-estructurada (a partir de la aplicación de recursos clínicos de
evaluación y pronóstico, constituyendo un proceso de notable dificultad y por eso mismo de cierto desprestigio ante
la imposibilidad muchas veces de conocer los elementos claves que llevaron al clínico a tomar una determinada
decisión), la valoración actuarial (caracterizada esencialmente por un registro cuidadoso y detallado de todos los
datos relevantes de la historia personal del sujeto y una ponderación adecuada – también obtenida empíricamente –
de la importancia de cada información por reglas de ponderación matemáticas) y finalmente, la valoración por
medio de juicio clínico estructurado (que requiere del evaluador numerosas decisiones basadas en el conocimiento
experto de la violencia y de los factores de riesgo, a las que ayudan las guías de valoración cuya estructura proviene
de los análisis actuariales y está diseñada incluyendo una serie explícita y fija de factores de riesgo identificados y
conocidos). Esta última técnica constituiría la más adecuada y eficaz por cuanto incluye aspectos actuariales pero
permite también la inclusión del juicio del profesional. Retomaremos el tema al referirnos a la detección y
evaluación, especialmente en lo relacionado con las Guias de actuación (vid. infra. cap. III, 2) pero lo que nos
interesa en este momento es por un lado señalar la importancia de que las valoraciones se hagan teniendo en cuenta
no sólo los factores de riesgo asociados con cada tipo de violencia sino teniendo también en cuenta las
circunstancias concretas de cada caso. Esta advertencia nos sirve para redimensionar el valor de los perfiles de la
víctima y el agresor en relación con la respuesta frente al fenómeno. Se trata de instrumentos que pueden ser útiles
en tanto que ahondan en el conocimiento de los factores de riesgo asociados pero también pueden ser reductores de
una realidad compleja.
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Por un lado y en relación con el perfil de la víctima nos vamos a referir esencialmente a
aquel que sintetizó Decalmer (2000: 86) en once puntos como resultado del consenso alcanzado
en torno a 1988 en relación con las características de la víctima surgidas a partir del trabajo de
los investigadores244: mujer; mayor de 75 años de edad; físicamente impedido/a y a menudo en
silla de ruedas o postrado/a en cama; con disminución mental; comportamiento infantiloide;
socialmente aislado/a; deprimido/a con actitud hipercrítica; predispuesto a adoptar el papel de
enfermo/a; repetidos intentos frustrados de recibir ayuda en su pasado; maltratado/a en el pasado
por un progenitor; demasiado pobre como para vivir independiente; testarudo/a, último intento
de lograr cierta independencia.
Lo cierto es que la imagen que deriva de esta síntesis de consenso que se repite también
en otros perfiles de la víctima que podemos encontrar en la literatura posterior245 es más bien la
del anciano (o mejor dicho anciana) indefensa pero también con alguna características personales
que la hacen difícil de trato. Como se puede observar, una de las variables fundamentales que se
repite en general en los perfiles respecto de la víctima es el grado de dependencia de la misma:
cuando el grado de dependencia es elevado ésta, por definición, constituye un sujeto pasivo más
vulnerable del maltrato, necesitando además muchos más cuidados que pueden ser origen de una
situación de enorme estrés y presión sobre la persona encargada de su cuidado. Todo ello
reforzaría la idea de que estos perfiles pueden ser un mecanismo, útil de alguna manera, pero en
cierto sentido también fuertemente simplificador de la realidad246.
244 Decalmer (2000: 87) utilizó esencialmente para la elaboración de este perfil los trabajos de Shell (1982); Taler y
Ansello (1985); Mildenberger y Wessman (1986); Wolf (1988).
245 Otros autores como Pillemer y Finkelhorn (1988) articulan el perfil básico del anciano maltratado en torno a las
siguientes características: edad avanzada, importante deterioro funcional con severa dependencia en la
realización de actividades de la vida diaria, problemas de conducta y discrepancias de convivencia con el
cuidador principal. El mismo Decalmer (1994) sistematizó el perfil típico de la persona mayor maltratada
extrayendo las siguientes características: mujer, mayor de 75 años, físicamente descompensada (habitualmente hace
vida de cama/sillón), mentalmente desequilibrada, socialmente aislada, deprimida, preparada para adoptar el rol de
enferma, en el pasado fue objeto de abusos por parte de algún miembro de la familia, carece de medios para vivir de
forma independiente, tiempo atrás se rebeló ante su situación e intentó adoptar algún tipo de medida para lograr su
independencia. Por otro lado Barbero y Moya (2006: 49.) hablan de las siguientes características de la víctima:
mujer viuda, mayor de 75 años de edad, vive con la familia, ingresos inferiores a 6000 euros al año, fragilidad,
depende del cuidador para las actividades de la vida diaria, vulnerabilidad emocional y psicológica, toma más de
cuatro fármacos, en el último año ha sido visitada por un médico, una enfermera o un trabajador social. Para Cario
(2006: 162), según los datos disponibles en Francia, el perfil corresponde mayoritariamente a mujeres, viudas y
también con una media de edad superior a los 75 años; son vulnerables desde el punto de vista físico y mental y
poseen un patrimonio más importante que su victimario, quien vive habitualmente en un ambiente de gran
aislamiento social a menudo rural, su historia familiar y conyugal es a menudo pobre, con presencia de relaciones
anteriores violentas por parte de quien se ha convertido en víctima, no siendo raro el consumo de tóxicos (alcohol,
medicamentos psicotrópicos).
246 Esencialmente, como sugieren Phillips (1986:198) y Whittaker (1996: 150), estos perfiles de la víctima corren en
paralelo con una explicación ortodoxa basada en una estrecha correlación entre envejecimiento biológico y
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Por otra parte, en relación con el perfil de la persona que ejerce el maltrato volvemos a
partir de ese perfil de consenso que sintetiza Decalmer (2000: 86-87)247 en esta ocasión en doce
puntos: familiares que han estado cuidando a un anciano durante muchos años, con un promedio
de nueve años y medio; de este grupo el 10 por ciento han estado ocupándose de una persona
mayor durante más de 20 años; el 75 por ciento vive con la víctima; tipo de parentesco: 40 por
ciento cónyuge, 50 por ciento hijos o nietos. En el caso de los hijos, éstos tienen conflictos
conyugales, carecen de mecanismos adecuados de afrontamiento y abusan del alcohol y de las
drogas; el 75 por ciento han cumplido más de 50 años y el 20 por ciento más de 70; parientes
extenuados por el estrés: el 48 por ciento necesita el dinero de sus víctimas y el 50% necesita su
casa; socialmente aislados, desempleados; antecedentes de arrestos y delitos contra la propiedad;
problemas económicos; salud mental: a menudo antecedentes de deterioro reciente, o depresión,
ansiedad u hostilidad; un 91 por ciento padecen depresión clínica, un 63 por ciento alcoholismo
o adicción a alguna otra sustancia; comunicación pobre entre las partes; en la infancia,
hostilidades entre padres e hijos; más personas blancas que negras, por lo común.
Aunque los dos perfiles que recoge Decalmer (2000) se sitúan temporalmente en un
estadio relativamente temprano del estudio sobre el maltrato a las personas mayores, en los años
80 del siglo pasado, posteriores perfiles del agresor que se pueden rastrear en la literatura no
varían en lo sustancial de éste248. Lo que llama la atención sobre todo es la heterogeneidad de las
dependencia. De esta forma, estas explicaciones y este reflejo en los perfiles que se manejan de la víctima, tendrían
un gran atractivo para los profesionales permitiéndoles por un lado (sin condonar el maltrato en sí mismo) enfatizar
la importancia de la edad y de las cargas del cuidado. Considerando a la víctima (fundamentalmente a las mujeres)
como una fuente de estrés y, en alguna medida, cayendo en la trampa de culpar a la propia víctima dentro de una
dinámica de edadismo y sexismo institucionalizado.
247 Para la elaboración de este perfil parte de los trabajos de Shell (1982); Taler y Ansello (1985); Mildenberger y
Wessman (1986); Wolf (1988).
248 En cuanto al perfil del agresor, el propio Decalmer (1993) delimita en un momento posterior así el perfil típico
del agresor: un familiar que conoce al anciano desde hace años (una media de 9,5 años),vive con la víctima, su edad
oscila entre 50-70 años, tiene escasos recursos económicos, emocionalmente estresado, aislado socialmente, en el
pasado protagonizó episodios violentos, presenta síntomas de depresión, hostilidad, rabia, tiene adicción a sustancias
tóxicas o alcohol, durante su infancia presentó conductas hostiles hacia sus padres. Por su parte Barbero y Moya
(2006: 49) caracterizan al agresor con estos rasgos: hijo/a o pareja de la víctima, con trastorno mental, consume
alcohol y/o drogas, presenta conflictividad con la persona mayor, escasa preparación para cuidar y no comprende la
enfermedad, lleva como cuidador más de nueve años. Con todas estas notas Muñoz Tortosa (2004) elabora el
siguiente perfil del agresor: cuidador/a principal que presenta una adicción a cualquier tipo de sustancia, un
repertorio de interacciones reducido y no asume el papel de cuidador ni la responsabilidad que lo conlleva; presenta
un bajo control emocional y ha vivido una historia previa de violencia familiar, sufre situaciones de estrés, depende
económicamente del anciano, y renuncia a cualquier tipo de ayuda que se le pueda administrar. Por su parte Cario
(2006: 162-163), a partir de los datos disponibles en Francia, apunta que se trata en uno de cada dos casos de
miembros del círculo familiar más próximo, presentando a menudo carencias intelectuales, sin ingresos estables con
lo que es frecuente la dependencia económica del mayor. No se excluye el consumo de tóxicos, habiendo sufrido a
veces él mismo, algún tipo de violencias por parte del mayor en un número significativo de casos.
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características por lo que, en realidad, el perfil que se dibuja del agresor no constituye un retrato
demasiado nítido249. Lo cual no deja de resultar lógico ante un fenómeno tan complejo y
multiforme como el del maltrato hacia las personas mayores, frente al que delimitar ese retrato
robot del agresor que nos permita identificar el riesgo de que el maltrato se produzca o que
ayude a su temprana detección constituye indudablemente una tarea muy compleja de llevar a
cabo250.
Como señala Nerenberg (2008: 36) los perpetradores de maltrato hacia los mayores
abarcan un amplio abanico que va desde cónyuges o pareja hasta cuidadores contratados, e
incluso puede provenir del mayor objeto de cuidado hacia la persona que lo cuida. Algunos
tienen motivaciones económicas mientras que para otros el maltrato surge como una
exteriorización de la ira o de la frustración. A veces son intencionados pero otras veces, incluidos
aquellos afectados con demencias o enfermedades mentales graves, responden a impulsos más
allá del control. Es decir, se trata – como ocurre también ocurre respecto de las víctimas, por
cierto – de un grupo demasiado heterogéneo como para reducirlo a un mínimo común
denominador que nos dé cómo resultado un perfil típico251.
En el perfil de la persona que ejerce el maltrato se percibe un gran peso todavía de la
explicación privilegiada del maltrato a los mayores como asociada al estrés del cuidador en
cierta forma en correlación con la relevancia otorgada a la dependencia de la víctima que
249 También llama bastante la atención la precisión de los porcentajes recogidos en relación con algunas
características o circunstancias de las personas que ejercen el maltrato, sobre todo teniendo en cuenta que son
perfiles realizados a partir de la síntesis de diversos trabajos.
250 Y así, por ejemplo, Whittaker (1996: 158) es categórica al afirmar que “la literatura sobre maltrato a los
mayores no tiene prácticamente nada que decir sobre los maltratadores más allá de la generación de perfiles
psicosociales como indicadores de riesgo. Más allá de destacar que si el maltratador es un enfermo mental,
dependiente de las drogas o el alcohol, inclinado hacia la violencia, o aislado o desempleado, no existe discusión
sobre las conexiones entre maltrato y la construcción social y cultural del fenómeno”.
251 En este sentido resulta muy interesante la aportación de Erlingsson et al. (2003: 185-203) a partir de un análisis
de la literatura en torno a indicadores de riesgo en el campo del maltrato familiar hacia los mayores y la
comparación con los resultados obtenidos mediante el método Delphi de un cuestionario planteado a un panel de 17
expertos sobre el tema provenientes tanto de países desarrollados como en vía de desarrollo. Los perfiles de la
víctima de maltrato y de la persona que lo ejerce resultan divergentes en algunos aspectos. La imagen consensual
que de la persona mayor maltratada emerge en la literatura nos muestra a un individuo que muestra
comportamientos temerosos y depresivos. Padece una enfermedad grave o cronificada, está confuso y aislado. Vive
con sus familiares y presenta escasa higiene personal. De los resultados del panel Delphi se deriva que la persona
mayor victimizada tiene frecuentemente problemas de abuso de sustancias (alcohol) y muestra temor hacia su
cuidador. La imagen de la persona responsable del maltrato que se deriva del repaso de la literatura preexistente
llevada a cabo en este estudio muestra a un individuo de salud frágil, enfermo mental y depresivo. Habitualmente
está desempleado, es recriminador, está poco preparado para dispensar cuidados a la persona mayor y tiene escaso
conocimiento acerca de los problemas médicos del anciano. De los resultados del panel de expertos se deriva una
imagen del sujeto responsable sobrepasado por el estrés, que presenta intolerancia hacia el comportamiento del
mayor y que deniega el acceso a éste de otras personas (Erlingsson et al., 2003: 196).
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observábamos en su propio perfil. En cualquier caso no hay que olvidar dos aspectos
fundamentales que venimos repitiendo. Primero, que los estudios para determinar y conocer los
factores de riesgo en relación con esta forma de maltrato son relativamente escasos todavía y en
muchas ocasiones presentan problemas de metodología. En segundo lugar, que son estudios
sobre todo llevados a cabo en el ámbito anglosajón por lo cual urge que éstos se repliquen en
nuestro país a fin de que podamos contar con aproximaciones al tema más cercanas a nuestra
realidad social y cultural252.
Aunque es cierto que las personas mayores son maltratadas en un porcentaje elevado por
sus propios cónyuges - con lo cual estaríamos en una situación de violencia doméstica de
género (vid infra caps. II, 3.4., IV y V, 3.) - también los familiares cercanos, y con especial
incidencia los hijos, son maltratadores de sus propios padres. En este sentido autores como
Annetzberger (1987) han clasificado a los hijos maltratadores en diversos grupos. Se trata de una
clasificación que, en cierto sentido, actúa también como un perfil específico, referido al maltrato
respecto a las personas mayores cuando éste es ejercido por los hijos y por ello consideramos
oportuno traerla a colación en este momento. Annetzberger (1987) distingue las siguientes
categorías de hijos agresores: los hijos hostiles, presentan un historial de agresiones hacia sus
propios hijos y han padecido malos tratos durante su infancia achacando su fracaso actual hacia
los propios padres, el cuidado de los padres es para ellos una pesada carga pero que asumen
como obligación moral, creándose en ocasiones una relación compulsiva con estos, se identifica
como un grupo menos violento; los hijos autoritarios: pueden llevar una vida normalizada en
sus relaciones sociales y laborales y presentar una personalidad compleja, suelen ser rígidos,
dominantes e intolerantes; sumisos con sus superiores y dominantes con los inferiores, son
sensibles al qué dirán y con frecuencia reprochan a sus padres haber sido excesivamente
autoritarios en su infancia; los hijos dependientes: son sujetos dependientes económicamente de
sus padres sin autonomía personal social o laboral, se encuentran especialmente aislados y sería
el grupo al que más le cuesta reconocer los malos tratos o la negligencia infringido a sus padres.
252 Este hecho se pone de manifiesto claramente por ejemplo en relación con el análisis como factor de riesgo de la
raza, ya que las sociedades británica y norteamericana, en las que se han llevado a cabo estos estudios, son
tradicionalmente sociedades mucho menos uniformes desde el punto de vista étnico que la española y aragonesa
donde la inmigración masiva no deja de ser un fenómeno relativamente reciente. Por lo tanto los españoles de
diverso origen étnico, además mayores de 65 años – por ejemplo inmigrantes de segunda y tercera generación –
están todavía escasamente representados en la sociedad española ya que la inmigración es un fenómeno
esencialmente joven. Otra línea de investigación sin embargo que encuentro muy interesante y, que al menos yo no
he visto desarrollada en nuestro país donde, por otro lado, la carencia de estudios sobre el maltrato a los mayores es
mucho más evidente todavía, sería la de analizar el maltrato hacia las personas mayores también en el seno la
comunidad gitana, sobre todo dada la posición peculiar y la especial consideración social que los ancianos
mantienen en el seno de la misma.
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Como se ve, se trata de una aproximación de carácter fundamentalmente psicológico centrada
sobre todo en los rasgos de carácter y personalidad de los agresores en la línea de algunas de las
teorías sobre la causación que veíamos más arriba (el aprendizaje social, el interaccionismo
simbólico, el intercambio social). Sin embargo resulta especialmente interesante porque enfatiza
una tipología de maltratadores que se escaparía de la explicación privilegiada centrada en el
estrés del cuidador: la de los hijos dependientes de sus padres (vid. infra caps V, 4.2 y VI, 4).
Los perfiles tanto de la víctima como del agresor que se derivan del análisis de los
factores de riesgo pueden resultar útiles de cara a la intervención temprana y a la prevención. El
análisis de estos factores de riesgo puede proporcionar a los profesionales (sobre todo sanitarios),
como hemos visto, un perfil posible de pacientes que pueden encontrarse en un gran riesgo de ser
maltratados253.
En definitiva, como vemos, riesgo y violencia familiar (y más en concreto violencia
familiar contra los mayores) son conceptos estrechamente unidos tanto en la elaboración de
marcos teóricos explicativos del fenómeno, como en el diseño de las respuestas frente al mismo
como tendremos oportunidad de desarrollar más adelante en otros capítulos (vid infra caps. III y
VI). Pero además hay un elemento esencial e ineludible que debe integrarse en la explicación o
marco teórico explicativo del fenómeno: el género. A ello dedicaremos las páginas siguientes.
3.- Algunas consideraciones en relación con la perspectiva de género
aplicada al análisis de la violencia familiar contra las personas mayores.
Antes de empezar a desarrollar este epígrafe, conviene aclarar que las consideraciones
aquí recogidas, en relación con la perspectiva de género dirigida a repensar la realidad del
maltrato familiar hacia las personas mayores, no pretenden limitarse a una mención marginal.
Al contrario, el género como variable se ha intentado integrar de forma orgánica recorriendo y
sosteniendo parte importante del discurso en torno a la respuesta frente a los malos tratos hacia
las personas mayores que se trata de articular en la presente tesis doctoral. Ocupa, por lo tanto,
en el diseño de la misma una posición central, como muestra el hecho de que, más allá de las
páginas de este apartado, se encuentran variadas referencias al tema. De la misma forma, como
veremos más adelante, algunas de estas cuestiones que ahora trataremos emergen con fuerza en
253 Lasch y Pillemer (2004: 1266) señalan que un paciente con discapacidad cognitiva, bastante aislado socialmente
y viviendo con un familiar con problemas mentales debería atraer especialmente la atención de los profesionales y
motivar una indagación sobre su situación. En cualquier caso volveremos sobre este tema relacionado con la
detección, la prevención y la intervención frente al maltrato más adelante haciendo especial hincapié en las
dificultades y los límites de la misma (vid. infra. caps. IV y VII).
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los resultados de la investigación propia que se analizan en la segunda parte de este trabajo
(vid. infra cap. V y VI).
Pero a pesar de ello, hemos considerado pertinente (también para resaltar su relevancia)
dedicar un apartado específico a las conexiones entre perspectiva de género y maltrato hacia las
personas mayores. Estas páginas se inician con un análisis de la relación, en cierto sentido
conflictiva, del feminismo con la vejez a través de la construcción de lo que se ha venido en
denominar como gerontología feminista. Después apuntaremos algunas de las cuestiones clave
en torno a la posición social de las mujeres mayores, deteniéndonos un aspecto esencial para
comprender el fenómeno del maltrato - al menos en alguna de sus vertientes y manifestaciones
- como es el del papel socialmente atribuido a la mujer de cuidadora de los ancianos y
dependientes. Estas reflexiones sobre la mujer cuidadora se insertan en un análisis más amplio
de la actividad de cuidado de los mayores entendida como una actividad fuertemente
mediatizada por el género (haciendo por lo tanto referencia también al papel de los hombres
como cuidadores). Por último, descendiendo ya al objeto más concreto de nuestro estudio, nos
referiremos tanto a la mujer mayor víctima de maltrato, como a la mujer como posible
perpetradora. Para este análisis partimos de una consideración del fenómeno del maltrato hacia
las personas mayores que abarca tanto situaciones abusivas o negligentes que se producen en
contextos de provisión de cuidados como otras relacionadas con diversas dinámicas propias de
la violencia intrafamiliar y de género.
3.1.- La gerontología feminista.
En una primera valoración quizás apresurada (y tal vez por ello un poco injusta)
podríamos pensar que el feminismo no se ha ocupado demasiado de la situación de las mujeres
mayores (Aitken y Griffin, 1996:57). Y ello a pesar de la temprana aparición de obras tan
relevantes como La Vejez de Simone de Beauvoir (1983), figura fundacional del movimiento. No
obstante, esta situación ha ido evolucionando a lo largo de los años y, como apunta Ray (1996:
674), en las tres últimas décadas el nexo entre las mujeres y el envejecimiento ha resultado una
fuente tanto de inspiración como de preocupación para numerosos trabajos en ese ámbito
concreto del saber254.
254 Como recuerdan Aitken y Griffin (1996: 6) y Silver (2003: 385), además de Simone de Beauvoir (1983) otras
autoras como Betty Friedan (1994) con su obra The Fountain of Age o Barbara McDonald y Cyntia Ritch (2001) con
Look me in the Eye fueron pioneras a la hora de tratar el tema del envejecimiento en la mujer. A esta lista podríamos
añadir las perspectivas desde la economía política y el feminismo que aporta Carol Estes (1979, 2001, 2003). En
cualquier caso durante un tiempo se trató de voces más bien aisladas. Es a partir del énfasis en la experiencia propio
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Si bien es cierto que a pesar de la proliferación de trabajos, investigaciones y estudios que
exploran esta línea desde los años 70 y 80 del pasado siglo, algunos autores (Calasanti, 2004a: 1;
Cruikshank, 2003: 186) consideran que no podemos hablar de un corpus teórico sólido en esta
dirección al menos hasta mediados de los 90. Toda esa nueva corriente que aborda los temas
relacionados con el envejecimiento a través del prisma del feminismo255, ha venido a constituir
un cuerpo de conocimiento que se conoce como gerontología feminista.
Para Ray (1996:1975) la gerontología feminista implica un intercambio intelectual entre
feminismo y gerontología que se centra en la complejidad del género y de las relaciones que ello
implica, así como en la investigación y la elaboración de teoría que trata de comprender la vida
de las personas mayores. Como sintetiza Freixas (2008: 41), la investigación feminista acerca del
envejecimiento parte de los principios comunes de la epistemología feminista y tiene entre sus
objetivos desvelar el carácter socialmente construido de los significados y valores que rodean la
vida de las mujeres mayores, analizar las normas culturales que limitan su existencia libre en la
vejez, examinar las condiciones de vida derivadas de la diferencia sexual e informar sobre las
consecuencias en sus vidas.
El desarrollo de la gerontología feminista ha implicado que las mujeres en general sean
tenidas más en cuenta que con anterioridad en el campo de la gerontología en general (Calasanti
2004a: 1). De esta forma el género se plantea en las investigaciones como un factor de necesario
análisis.
Pero, a pesar de este efecto positivo, lo cierto es que la gerontología feminista no ha
alcanzado todavía un nivel de atención e interés preeminente y se encuentra quizás demasiado al
margen del discurso dominante en la gerontología actual. La extensión de esta sofisticación
teórica feminista, por usar los términos empleados por la propia Calasanti (2004a: 1), aplicada
también al campo de la gerontología no habría alcanzado la relevancia y difusión que sí se
de la segunda ola del feminismo cuando las feministas se centran en sus específicas etapas de vida e inmediatas
experiencias (Aitken y Griffin, 1997: 6). Por otro lado en España podemos referirnos entre otros a los trabajos de
Anna Freixas (1993) como importantes aportaciones al conocimiento de la situación de las mujeres mayores desde
análisis feministas.
255 Al hilo de esta cuestión parece muy oportuna la advertencia de Calasanti (2004a: 1) en el sentido de que no toda
investigación que usa las palabras mujer, hombre y género es en sí misma feminista. Las aproximaciones feministas
comparten una misma base teórica que abarca el énfasis en las relaciones de poder y la desigualdad y descansa en la
noción de que tanto los hombres como las mujeres construyen su identidad y poder al relacionarse. Así como en una
consideración dinámica del género como una fuerza estructural con importantes consecuencias en la vida y la suerte
de hombres y mujeres. Aunque, como recuerda Formosa (2005: 398), la definición de lo que es feminismo o
feminismos varía, podemos entender, siguiendo a Weiner (1994), que comparten al menos tres fundamentos: un
compromiso para mejorar las condiciones de vida de las mujeres; una perspectiva crítica de las formas de
conocimiento dominadas por la visión central masculina; una dimensión práctica relacionada con el desarrollo de
formas de liberación en la praxis.
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percibe en relación con los enfoques feministas relacionados con otras ciencias sociales. A pesar
del potencial transformador de la realidad de estas aproximaciones, autores como Cruiksahnk
(2003: 186) constatan tanto esa escasa influencia de la gerontología feminista en el conjunto de
la gerontología como disciplina, como la dificultad para alcanzar repercusión social y un público
amplio256.
Esta cierta falta de interés en marcos teóricos feministas se debe, según Calasanti (2004a;
2004b), a un frecuente malentendido según el cual éstos se aplican únicamente a las mujeres o a
grupos especiales excluyendo a los hombres. Se trata de una falsa percepción ya que, aunque el
objeto de muchas de esas investigaciones sea evidentemente el colectivo de las mujeres mayores,
éstas se observan en virtud de sus relaciones con los hombres. Además este enfoque permite
volver a analizar a la luz de esta perspectiva feminista los resultados de otras investigaciones en
los que el objeto fundamental eran los hombres (Calasanti, 2004b: 305). Otros autores como
Cruikshank (2003; 190-191) plantean sin embargo que estas concepciones de la gerontología (e
incluso de la denominada gerontología crítica) pueden haber ayudado a perpetuar la relativa falta
de poder de las mujeres mayores al contemplarlas como figuras marginales257. De esta forma,
con la mejor intención (aunque tal vez poco estratégicamente), ciertas visiones de la condición
de las mujeres mayores perpetuarían estereotipos sexistas y edadistas.
En todo caso, a nuestro entender, resulta indispensable la inclusión de la perspectiva de
género en el campo de la gerontología y el desarrollo mayor de una gerontología feminista que
enriquece enormemente el campo de estudio. Y ello aunque sólo fuera por la necesidad de tener
en cuenta el fenómeno demográfico de la feminización de la vejez. Fenómeno que debería
colocar a las mujeres mayores en el centro mismo de la discusión sobre el envejecimiento y sus
consecuencias. Según este último argumento, y aunque sólo fuera por una cuestión demográfica,
el envejecimiento resultaría en sí mismo un asunto de mujeres (Ray, 1996: 674).
256 Calasanti (2004a: 2, 3) plantea el hecho de que la investigación feminista en el campo de la gerontología tiende a
ser marginada y habitualmente confinada a revistas especializadas (del tipo Journal of Women and Aging en el
ámbito anglosajón). Sólo suelen aparecer trabajos con este enfoque en revistas especializadas generales cuando estas
publicaciones tratan específicamente temas relacionados con las mujeres en algún número monográfico. Por otro
lado, desde el punto de vista académico, ya que las carreras se basan en la producción pero también en el
reconocimiento, dedicarse a la gerontología feminista puede resultar a la larga algo demasiado etéreo con escasa
repercusión en términos de promoción. En la misma línea, Ray (2004: 113) plantea que, a pesar del buen trabajo
realizado en este campo, su impacto es escaso más allá del endogámico ámbito mismo de gerontología feminista.
Pocos de los libros que asumen esta perspectiva se citan en los manuales esenciales de gerontología y sus hallazgos
no suelen explicarse en seminarios o cursos, salvo que éstos sean designados específicamente como feministas.
257 En este sentido, para Ramos (2006: 199), la mayoría de las investigaciones sobre vejez que han aplicado una
perspectiva de género se han inclinado por mostrar una imagen de la mujer madura o mayor extremadamente
vulnerable. Y así los estudios han abundado sobre la fragilidad en la salud y en el mercado de trabajo,
principalmente en función de la normatividad masculina.
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Pero también es verdad que, como advierte Calasanti (2004b: 305-306), este argumento
digamos demográfico no hace plena justicia ni a las mujeres ni a la aproximación teórica
feminista. Por un lado, porque no explica la razón que hace necesaria esta aproximación teórica
para estudiar a las mujeres mayores; por otro lado, porque supondría admitir que la gerontología
feminista resulta sólo útil para estudiar a las mujeres y que si se produjera un cambio en las
expectativas de vida que supusiera un aumento demográfico de los hombres esta perspectiva
perdería su sentido. Admitir este razonamiento supone asumir una cuestión que esta a menudo
implícita en muchas de esas concepciones pero que no se ajusta a la realidad: la de que el género
es sólo relevante para la vida de las mujeres. Se trata de una presunción falsa que mistifica más
que revela las relaciones de género aunque se haga hincapié en las desigualdades existentes, ya
que de esta forma se tiende a ignorar las dinámicas de poder que las han producido.
En consecuencia, Calasanti (2004a: 7) sugiere dos grandes direcciones para el futuro
desarrollo de la gerontología feminista: por un lado, ahondar en el análisis del las relaciones de
poder y desigualdad influenciadas por la edad y el edadismo; por otro lado, prestar atención a
aquellos individuos privilegiados entendiendo los procesos de ventaja además de los de
desventaja para poder intervenir adecuadamente buscando la igualdad.
Respecto de la primera dirección, el feminismo proporcionaría herramientas adecuadas
para examinar más profundamente tanto el edadismo social como el envejecimiento. Como
señala Dayton (2008: 50), es importante contemplar el papel que el envejecimiento juega en la
opresión hacia las mujeres sobre todo teniendo en cuenta que todas (si viven lo suficiente), en
tanto que mujeres, se encaminan hacia la vejez. Por ello es necesario afrontar el hecho de que, al
pasar la barrera de la edad, las mujeres enfrentarán nuevas formas de discriminación y opresión
derivadas de la confluencia de la discriminación que las mujeres sufren por cuestión de género a
la que habrá que añadir la discriminación por la edad. Discriminación esta última que puede
resultar igualmente perversa y que permanece muchas veces innominada o no reconocida en las
esferas públicas o privadas. Es lo que Susan Sontag (1975) describió en su momento como el
doble rasero del envejecimiento (double standard of aging) para las mujeres mayores debido a la
combinación entre edadismo y sexismo. Y de esta forma, como sugiere Pain (1999), el edadismo
implicaría no sólo una serie de estereotipos culturales referidos a las mujeres mayores (que como
ya hemos visto resultan en general más negativos que para los hombres- vid supra. cap. I, 1.1)
sino además una serie de relaciones diferentes entre las mujeres y el bienestar económico y las
políticas sociales. Sobre todo esto, habría que añadir la visión masculina predominante presente
tanto en la teoría gerontológica, como en la toma de decisiones políticas (Formosa, 2005:396).
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Respecto a la segunda dirección, Calasanti (2004b: 306) plantea como muchas veces las
relaciones de género están tan profundamente enraizadas en la vida diaria que, a menudo, no son
percibidas como tales. Especialmente por quienes se ven privilegiados por ellas. Por ello, más
que asumir las experiencias de los hombres como estándares no cuestionados para todos, la
gerontología feminista se acerca críticamente a la masculinidad como parte integrante de un
sistema de desigualdad también cuando se refiere a los hombres mayores (Calasanti 2004a: 7).
En definitiva, más específicamente entre las comprensiones imprescindibles para el
campo de la gerontología abordada desde la perspectiva feminista, como sintetiza Freixas
(2008), se destaca el papel que determinados hechos han caracterizado la vida de las mujeres que
hoy son mayores y que deben ser tenidos en cuenta: la entrega del tiempo libre, los múltiples
roles, la condición de cuidadoras sin contrapartida, la medicalización de su salud y su cuerpo (a
través del mito de la belleza y de la consideración de la menopausia como una enfermedad que
requiere ser tratada). De algunas de estas cuestiones hablaremos en el siguiente apartado al
referirnos a la posición social de las mujeres mayores.
3.2.- La posición social de las mujeres mayores
Ya dedicamos en el capítulo anterior espacio a analizar la posición que las personas
mayores ocupaban en la sociedad actual. Como es evidente, las consideraciones allí señaladas
son absolutamente válidas y aplicables en este punto (vid. supra cap I, 1.2). Sin embargo, aunque
brevemente, merece la pena insistir sobre algunos aspectos especialmente relevantes para las
mujeres mayores que al referirnos genéricamente al colectivo de los mayores sin distinción de
género pudieron quedar algo desdibujados.
Partiendo de los análisis de Atkien y Grifith (1996:13) y de Ramos (2006: 191-192), nos
detendremos en una serie de puntos esenciales para comprender la realidad y la posición social
de las mujeres mayores en nuestras sociedades. El primero de ellos tiene que ver con el
fenómeno ya analizado (vid. supra cap. I,1.2) conocido como la feminización del envejecimiento;
en segundo lugar, relacionado con lo anterior y referido a la salud de las mujeres mayores, el
hecho de que éstas alcancen edades más avanzadas implica un nivel más elevado de morbilidad y
que experimenten condiciones críticas que causan severas limitaciones a su calidad de vida y
hacen que se encuentren en mayor proporción en situación de dependencia; en tercer lugar, las
mujeres mayores son más vulnerables a la pobreza entre otras cosas porque perciben en su
mayoría pensiones de viudedad, tendiendo a demás en mayor proporción a vivir solas lo que
aumenta el riesgo de aislamiento, soledad y exclusión social; y, en cuarto y último lugar, la
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atribución social del cuidado que genéricamente se realiza sobre las mujeres también afecta a las
mujeres mayores que son, o siguen siendo, en buena medida cuidadoras también de ancianos.
De este último punto nos ocuparemos, al referirnos a las mujeres cuidadoras en general,
en el siguiente apartado (vid infra cap. II, 3.3). De los otros tres nos ocuparemos ahora
sucintamente señalando algunos aspectos y cuestiones relevantes para la discusión en torno a la
perspectiva de género asociada al estudio de la vejez.
En primer lugar, respecto del fenómeno conocido como feminización del envejecimiento,
como ya hemos visto, resulta un hecho constatable estadísticamente que, al menos en las
sociedades desarrolladas, las mujeres disfrutan de una mayor esperanza de vida que los hombres.
Esto implica además que la proporción de mujeres frente a hombres en la población general, que
siempre resulta superior hacia las mujeres, se venga incrementando a medida que aumenta la
edad a tener en consideración258. Pero, como bien apunta Pérez Díaz (2003:101), este argumento,
aunque de implicaciones cruciales, no es el único para sostener la hipótesis de que los cambios
demográficos favorecen la feminización de la vejez ya que, tomado aisladamente, puede resultar
en exceso estadístico o biologista y suscitar fundadas reticencias. En este sentido, para el autor
(Pérez Díaz, 2003: 100), la feminización de la vejez debe afrontarse desde dos puntos de vista:
primero, el de la madurez de masas que está provocando una feminización demográfica al
incrementar el número de las mujeres mayores y su proporción en el peso total de la población y
respecto de los hombres de edad; segundo, el del hecho de que se están remodelando los
recorridos vitales para igualar ambos sexos en tales edades, siendo el modelo hasta ahora
exclusivamente femenino el que se muestra mejor adaptado y el que progresivamente estarían
asumiendo los varones259. De cualquier forma, a este respecto Dayton (2008: 45) advierte que la
consideración de este fenómeno del envejecimiento poblacional general en términos de
258 Por ejemplo, según los datos del INE (Instituto Nacional de Estadística) conformes al padrón municipal
en enero de 2008, entre el colectivo de los muy ancianos- es decir, personas mayores de 85 años - en los datos a
enero de 2009 encontramos un total de 938.040 de los que 289.338 eran hombres frente a 648.702.mujeres En
estas cifras absolutas disponibles se observa claramente la evolución y cómo cuando aumenta la edad de
referencia, aumenta considerablemente la desproporción poblacional entre hombres y mujeres. Fuente: INE-
BASE. Revisión del Padrón municipal a enero de 2009.
259 Como ejemplo paradigmático de estas diferencias de afrontar la vejez entre hombres y mujeres, se encuentra la
jubilación. Mientras que para los hombres la jubilación puede suponer como ya veíamos en el primer capítulo una
especie de cataclismo que cambia su vida de arriba abajo, en las mujeres, como apuntan Castaño y Martínez
Benlloch (1990: 164) o Bazo (2002: 249), la noción de jubilación prácticamente no existe, es invisible: bien porque
al ser amas de casa es la muerte quien las jubila, o porque habiendo estado incorporadas al mundo del trabajo
siempre existe la doble jornada, y al desaparecer el trabajo formal siempre quedará el trabajo en casa. En ese
sentido, la jubilación no cambia tan radicalmente la vida de las mujeres que se adaptan a ella, en líneas generales,
mucho mejor que los hombres.
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demografía apocalíptica que presupone graves consecuencias económicas y sociales debido al
aumento del peso demográfico de las personas mayores, perjudica especialmente a las mujeres
debido precisamente a la feminización de la vejez.
Respecto a la segunda de las cuestiones a tratar, está claro que mujeres y hombres
afrontan muchos problemas de salud semejantes. Pero a pesar de ello, como señala el Informe La
Salud y las Mujeres: los datos de hoy, la agenda de mañana (OMS, 2009: 1), las diferencias son
de tal magnitud que la salud de las mujeres merece que se le preste una atención particular. La
diferencia en la salud de hombres y mujeres260 es una cuestión ampliamente estudiada y
documentada (Bird y Rieker, 1995: 745) 261. Sin embargo, como señalan Aitken y Griffin (1997:
16-17), la salud de las mujeres mayores y sus peculiaridades y diferencias más allá de las
cuestiones relacionadas con la menopausia no ha resultado un tema demasiado explorado por el
feminismo262. Especialmente se habría marginado de algún modo el análisis del hecho de que la
260 Por ejemplo en España la tasa de discapacidad en 2006 era del 23,7% para los hombres mayores de 65 años pero
de un 32,4% para las mujeres de la misma edad. Respecto a la valoración subjetiva de la propia salud el 48,5% de
los varones mayores de 65 años consideran su salud como buena o muy buena frente al 33,15 % de las mujeres.
Fuente: INE. Encuesta Nacional de Salud 2006.
261 Bird y Rieker (1999) ponen de manifiesto la existencia de diferencias biológicas entre hombres y mujeres como
causa de su diferente patrón de salud (por ejemplo existen cánceres estrechamente ligados a un sexo o las mujeres
poseen por regla general un sistema inmunitario más robusto) pero también la existencia de diferencias sociales
(menores ingresos, peores trabajos y otra serie de estresores con base social y económica por ejemplo) que
determinan la peor salud de las mujeres. A todo ello habría que añadir dos mecanismos que explican Bird y Rieker
(1999: 750-751): el de la ampliación y el de la supresión. La ampliación implica una diferencia de base biológica
que se ve exacerbada por la organización social de la vida de hombres y mujeres (por ejemplo el riesgo de daños
musculares mayor entre los chicos y de depresión entre las mujeres puede tener una base biológica pero se ve
reforzada – que no creada – por las diferencias de socialización que parecen favorecer los comportamientos más
físicamente agresivos en los hombres y la socialización de las mujeres en una serie de expectativas o de patrones de
comunicación determinados que les llevan más fácilmente a la frustración). La supresión, por el contrario, implica
una reducción de las diferencias de salud entre hombres y mujeres por causa de la organización social (por ejemplo
aunque las mujeres tengan en principio un sistema inmunitario más robusto que los hombres y menos riesgo de
sufrir enfermedades coronarias, el hecho de las obligaciones familiares que asumen y de la asunción del cuidado de
otros familiares implica un nivel de estrés al que se someten de forma más continuada que los hombres lo cual
reduce esa ventaja biológica en términos de salud). Por ello, en el estudio de las diferencias de salud entre hombres y
mujeres, Bird y Rieker (1999: 751) plantean la necesidad de aproximaciones interdisciplinares que tengan en cuenta
las diferencias de sexo (biológicas) y de género (socialmente construidas) y la interacción entre ambas, analizando
simultáneamente factores biológicos y sociales.
262 En este sentido por ejemplo resulta significativo, y así lo apuntan Aitken y Griffin (1997: 17), como el que se
podría denominar como movimiento en relación con la salud de las mujeres (women´s health movement) se ha
centrado esencialmente en el estudio de cuestiones relacionadas con los derechos reproductivos (reproductive
rights) – en los que la edad sólo se manifestaría en relación con la maternidad postmenopáusica – o en la
contracepción. Dejando de lado, por lo tanto, aquellas enfermedades crónicas de larga duración que llevan a la
dependencia y que afectan en mayor medida a las mujeres. Y de esta forma habría poca investigación
comparativamente en relación por ejemplo con las demencias que afectan más a las mujeres que a los hombres y que
constituyen un grave problema desalad para estas. En relación con estas cuestiones puede consultarse por ejemplo la
página web de la National Women´s Health Network, organización norteamericana en la siguiente dirección
http://www.nwhn.org/ (fecha de consulta 24/02/2009) que entre la información que pone a disposición de los
internautas apenas dedica un artículo a la osteoporosis como cuestión de salud que podría estar relacionada más
directamente con la vejez.
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mayor supervivencia de las mujeres implique contrapartidas relacionadas con la salud. Y de esta
forma, al alcanzar edades avanzadas, las mujeres se fragilicen más que los hombres o se
encuentren más expuestas a sufrir largas enfermedades crónicas. Cuestiones todas ellas que
implican que el colectivo de las mujeres mayores sea, en conjunto, más dependiente en la
ancianidad (Aitken y Griffin ,1997: 18; Ramos, 2006: 213).
En tercer lugar, tenemos que tener en cuenta el fenómeno de la feminización de la
pobreza y en qué medida afecta a las mujeres mayores263. En este sentido, y centrándonos en la
realidad de las mujeres mayores, como apunta Mota López (2004: 209), las dimensiones de
género y generación se entrecruzan para precarizar las condiciones de vida cotidiana de las
mujeres mayores. Estas mujeres mayores son, por lo tanto, más susceptibles de verse afectadas
por el desequilibrio entre necesidades y recursos que el ciclo vital del envejecimiento crea,
debido a su mayor longevidad. De esta forma, como concluye Whittaker (1996: 154), es bien
conocido como “edadismo y sexismo se combinan para producir una dependencia socialmente
construida en la vejez en la que la feminización de la pobreza constituye un elemento clave”.
Tenemos que tener en cuenta como la situación económica de las mujeres mayores está
muy relacionada con los patrones de género, la edad, el estatus marital, la duración de la carrera
profesional y los esquemas nacionales de pensiones (Arber, 2004; Ramos, 2006: 212). Como
explica Pérez Díaz (2005: 104) “si el matrimonio hubiese sido realmente una empresa común
con funciones repartidas de manera complementaria, tras la jubilación poco importaría de los
dos quien fue en su día el proveedor económico”. Pero la dedicación de las mujeres a lo familiar,
lastrando o directamente sacrificando sus vidas laborales fuera del hogar, se ha traducido en una
inferioridad económica en general264. Lo que viene agravado socialmente en la vejez porque el
263 Lo cierto es que la feminización de la pobreza es un fenómeno que afecta a las mujeres en general con
independencia de su edad. Y así hay que tener en cuenta como aunque el planteamiento de la feminización de la
pobreza ha sido objeto de debate, “ha puesto en evidencia la necesidad de reconocer que hombres y mujeres sufren
la pobreza de manera diferente, y que el género es un factor, como la edad, la etnia y la ubicación geográfica, entre
otros, que incide en la pobreza y aumenta la vulnerabilidad de las mujeres a padecerla” (CEPAL, 2004:13). Esa
incidencia del género en relación con la pobreza se produce tanto en los países en vías de desarrollo como en los
desarrollados. De esta forma, como recuerdan Flaquer y Alameda (2006: 14) “la precarización del empleo femenino
y la brecha salarial son factores que inciden en gran medida en los niveles de privación experimentados por
ejemplo por los hogares monoparentales, encabezados mayoritariamente por mujeres”. En la misma línea autoras
como Tamar Pitch (2003:122) ponen de relieve el empobrecimiento de las mujeres después del divorcio sobre todo
cuando tienen que hacerse cargo de los hijos menores. A finales de los años setenta se acuñó en Estados Unidos el
término feminización de la pobreza para poner de relieve sobre todo la creciente concentración de la pobreza en las
familias monoparentales femeninas. Esta orientación ha dado lugar a una fértil línea de investigación sobre la
pobreza desde la perspectiva de género (Pearce, 1978; Madruga Torremocha y Mota López, 2000; Martínez Torres,
2001; Chant, 2003).
264 Este modelo de familia, tal y como lo caracteriza por ejemplo Pitch (2003: 137) es el que se ha considerado
tradicionalmente como normal: un modelo que gira en torno a la figura del un trabajador que proprciona el sustento
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derecho de percibir una pensión se ha aplicado con criterios muy diferentes en función del
pasado laboral de cada persona y, por lo tanto, de su sexo. Es decir, como las mujeres se han
tenido que ocupar de sus hijos o de otros parientes, su acceso al mercado laboral ha sido
restringido, muchas veces a tiempo parcial o con bajos salarios. O bien, muchas de estas mujeres
dejaron de trabajar fuera de casa al casarse o nunca llegaron a hacerlo. Todas estas
circunstancias, en el sistema de pensiones, implican que no se hayan podido acumular derechos
en el mismo sentido que lo han podido hacer los hombres en un mismo periodo (Aitken y
Griffin, 1996: 15). Por esto, en general, las mujeres mayores presentan ingresos muy inferiores
a los de los hombres y, en consecuencia, el riesgo de pobreza, como ya hemos visto (vid. supra
cap. I, 1.2), es mayor entre las mujeres de edades más avanzadas (sobre todo en países del sur de
Europa como España). Especialmente importante para el análisis, dada la condición
abrumadoramente femenina de la viudez en las edades más avanzadas265, resulta la variable del
estado civil. Hasta el punto de que, por ejemplo Ramos (2006: 213), considera la viudez como el
telón de fondo sobre el que se proyectan muchos indicadores de calidad de vida de las mujeres
mayores, desde económicos hasta relacionados con la salud266.
En definitiva, como concluye Dayton (2008: 46), que las mujeres lleguen a ancianas en
mayor proporción que los hombres implica también que suelen más frecuentemente encontrarse
en una situación de pobreza, solas o relegadas en ámbitos residenciales que proporcionan (en
económico y de una figura femenina que se encarga del trabajo de cuidado, de los quehaceres domésticos y de los
hijos. Como señala la autora (Pitch, 2003: 137) esta configuración se apoya sobre una singular concepción de la
dependencia y la independencia: es independiente (y por lo tanto en condición de disfrutar y ejercer completamente
sus derechos de ciudadano) aquel que tiene trabajo, es dependiente (y por lo tanto, no en condición de disfrutar
completamente de aquellos derechos que también él posee) aquel que de forma prioritaria garantiza las condiciones
para que se pueda trabajar en el mercado laboral.
265 Según el Informe sobre las personas mayores en España 2008 (IMSERSO, 2009: 243) el porcentaje de personas
mayores viudas de 65 años en España es de un 32,5% de mujeres frente a un 7,5% en el caso de los varones. Fuente:
Las personas mayores en España. Informe 2008. (IMSERSO, 2009) Tabla. 5.8
266 En este sentido resultan muy expresivos los resultados de un estudio relativamente reciente (Ahn y Felgueroso,
2007) sobre la adecuación de las pensiones de viudedad ante el cambio demográfico y socioeconómico. En dicho
estudio se pone de manifiesto por ejemplo como las mujeres obtienen sólo el 26% de la renta personal de pensiones
de jubilación por edad en comparación con el 88% entre los hombres. La participación de las pensiones por
viudedad es, sin embargo, mucho más significativa entre las mujeres viudas (67% del total de la renta personal). Del
mismo modo, comparando las rentas mensuales del hogar antes y después de enviudar para aquellos que viven
solos, España representa una de las mayores diferencias de género en la caída de renta entre la UE a 15 (22% para
los hombres y 44% para las mujeres). Y así, aproximadamente la mitad de las mujeres que viven solas declaran
mayores dificultades financieras al enviudar (Ahn y Felgueroso, 2007: 117-119). Ante esta situación los autores del
mencionado estudio, concluyen: “El aumento del nivel educativo de las mujeres ha cambiado sus patrones de
actividad laboral y matrimoniales, sin embargo, aún se deberán esperar varias décadas para que estos cambios
lleguen a las mujeres de edad avanzada.. El gran reto que se ha de afrontar en el próximo cuarto de siglo es el de la
protección económica de las mujeres de edad más avanzada que llegarán a constituir un tercio del total de las
personas viudas, aumentando estas en un 90% de aquí a 2030” (Ahn y Felgueroso, 2007: 125).
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algunos casos) cuidados insuficientes. Todo esto, a lo que habría que añadir su salud más
precaria y un mayor grado de dependencia, lo imputaríamos al debe de la situación social de las
mujeres mayores. En su haber, sin embargo, estaría el hecho mismo de una mayor esperanza de
vida267, una en general mejor capacidad de adaptación y una mejor red social y familiar.
3.3.- El cuidado de las personas mayores dependientes como una
actividad condicionada por el género.
Como ya hemos anunciado en el epígrafe anterior, en este apartado nos ocuparemos de
algunas cuestiones relacionadas con el cuidado sobre todo de las personas mayores. Este análisis
nos servirá, entre otras cosas, para completar la visión de la posición social de las mujeres
mayores ocupan aunque se refiera también a las mujeres en general en su papel como
cuidadoras. Sobre todo porque el cuidado constituye claramente, tanto en los ámbitos formales
como informales o familiares, una actividad fuertemente condicionada por el género. Y, como
recuerda Twigg (2004: 68), lo es en un doble sentido: porque se realiza predominantemente por
mujeres y porque está construido en su significado en torno a las identidades de género268.
En este punto abordaremos el tema desde una doble perspectiva: la de las mujeres
cuidadoras pero también la de los hombres cuidadores. Aunque ni la relevancia estadística, ni las
consecuencias sociales, ni las implicaciones de política social sean comparables, está claro que
ambas situaciones – cuidados llevados a cabo por una mujer o por un hombre – se encuentran
267 Según la estimación recogida para 2010 en el Informe sobre las personas mayores en España 2008 (IMSERSO,
2009: 85) la esperanza de vida al nacer en España es para los hombres de 78,3 años pero alcanzando en el caso de
las mujeres los 84,8 años. Fuente: Las personas mayores en España. Informe 2008. (IMSERSO, 2009) Tabla. 2.1.
268 El concepto de identidad de género ocupa una posición central en el feminismo. Para Maqueira D´Angelo (2001:
168) corresponde ―al proceso complejo elaborado a partir de las definiciones sociales recibidas y las
autodefiniciones de los sujetos. (…) En este caso la identidad genérica funciona como un criterio de diferencia
entre varones y mujeres y de pertinencia o adscripción a unos modos de sentimientos o comportamientos que en una
sociedad se han definido como masculinos o femeninos” De esta forma, para Iris Young (2000: 78), “los miembros
de cada género tienen una cierta afinidad con las demás personas de su grupo porque hacen o experimentan unas
determinadas cosas, y se diferencian a sí mismas del otro género aun cuando los miembros de un género consideren
que tienen mucho en común con los miembros del otro y aun cuando pertenezcan a la misma sociedad”. Aunque
como recuerda Beltrán Pedreira (2001: 223), la concepción de Young fue criticada entre otras cosas porque, al verse
permedada por el modelo de grupo étnico, hace primar la diferencia. En cualquier caso, como señala Marcela
Lagarde (1990: 4 ) “El feminismo se propone cambios en torno a la identidad femenina. Como cultura.
paradigmática y transgresora propone caminos singulares. Las mujeres quieren cambiar el mundo y hoy dirigen la
mirada hacia ellas mismas” Un cambio “marcado por el tránsito de las mujeres de seres-para-otros, en
protagonistas de sus vidas y de la historia misma, en sujetos históricos”. No obstante con posterioridad otras
autoras como por ejemplo Judith Butler (2007: 288) han cuestionado también “el marco fundacionista en que se ha
organizado el feminismo como una política de identidad”. Considerando la autora que “la paradoja interna de este
fundacionismo es que determina y obliga a los mismos sujetos que espera representar y liberar”.
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fuertemente condicionadas por el género269. En ambos casos la inequidad de género determina y
da forma a la manera en la que se asume y es visto por la sociedad el cuidado. Lo cual constituye
un ejemplo evidente de cómo las desigualdades de género afectan y condicionan no sólo la vida
de las mujeres sino también la de los hombres.
Comenzaremos por ocuparnos de la mujer como cuidadora de personas mayores.
La actividad de cuidado, como ya señalábamos con anterioridad (vid. supra cap. I, 1.4),
es una tarea que la sociedad atribuye esencialmente a las mujeres. Y esto es así respecto del
cuidado que se ejerce en el ámbito familiar270 pero también de aquel que se provee desde el
ámbito formal o cuasi-formal. Esferas estas últimas en las que el ejercicio profesional o la
realización de actividades relacionadas con esa tarea resultan abrumadoramente femeninos.
Para Graham (1983: 17) la experiencia del cuidado constituye el medio mediante el cual
las mujeres son aceptadas y sienten que pertenecen al mundo social, ganándose esta aceptación y
su posición social tanto en la esfera privada – como madres, esposas, hijas, vecinas, amigas –
como en el ámbito del cuidado formal en la esfera pública – como enfermeras, secretarias,
limpiadoras, maestras o trabajadoras sociales. Como señala Bourdieu (2003: 117), “los hombres
siguen dominando el espacio público y el campo del poder (especialmente económico, sobre la
producción) mientras que las mujeres permanecen entregadas (de manera predominante) al
espacio privado (doméstico, espacio de la reproducción), donde se perpetua la lógica de la
economía de los bienes simbólicos, o en aquellos tipos de extensiones de este espacio llamados
269 No obstante, poniendo en cuestión algunas concepciones extendidas sobre esta cuestión del cuidado, autores
como Crespo y López (2008: 29) plantean que el género no sería un factor tan relevante como apunta
tradicionalmente la literatura. De esta manera, determinadas diferencias entre hombres y mujeres cuidadoras en
algunos aspectos serían en realidad pequeñas o se podrían referir a la población en su conjunto y no específicamente
a los cuidadores perpetuando erróneamente una imagen del cuidador como claramente diferenciada de la de la
cuidadora. Esto ocurriría por ejemplo en relación las condiciones de salud de cuidadoras y cuidadores. De cualquier
forma, como iremos viendo, y los propios Crespo y López (2008) reconocen, las razones que llevan a la asunción
de la tarea de cuidado entre hombres y mujeres siguen siendo muy diferentes y la atribución social de la tarea de
cuidar a los mayores a las mujeres constituye una realidad palmaria.
270 Según una investigación llevada a cabo en 2004 para el IMSERSO (IMSERSO, 2005) acerca de Cuidados a las
Personas Mayores en los Hogares Españoles. El entorno familiar, en el 5,1% de los hogares españoles viven
personas que prestan ayuda a personas mayores de 60 años en aquellas tareas de la vida cotidiana que no pueden
realizar por sí mismas. De este porcentaje, un 4,5 % lo constituye la ayuda informal, generalmente de familiares, y
sólo un 0,6% corresponde a la ayuda prestada por empleadas/os de hogar a cambio de una retribución salarial. Del
porcentaje de cuidadores, un 83,6% son mujeres frente un 16,4% de hombres. Estos cuidadores, o mejor dicho,
cuidadoras - porque como vemos son mujeres en su inmensa mayoría -, suelen ser miembros de la familia (en un
57,2% hijas, en un 16,8 % esposas o compañeras) y, además, en un 40% de los casos el hecho de la convivencia es
anterior a la prestación de la ayuda. Además, como destaca Crespo López (2008:2), resulta ejemplificador el hecho
de que, según esta misma fuente (IMSERSO, 2005), aunque un 59% de los cuidadores de mayores de nuestro país
cree que pueden cuidar por igual hombres y mujeres, y tan sólo un 21% considera que es preferible que sean las
mujeres las cuidadoras, cuando se les pregunta quiénes prefieren que les cuiden a ellos en su vejez, un 26% muestra
su preferencia por una hija, frente al 5% que preferiría a un hijo, y al 14% que opta por hijos o hijas indistintamente
(Fuente: Cuidados a las Personas Mayores en los Hogares Españoles. El entorno Familiar (IMSERSO, 2005).
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servicios sociales (hospitales especialmente) y educativos o también en los universos de
producción simbólica (espacio literario, artístico o periodístico, etc.)”271. No es por casualidad,
como recuerda Valderrama (2007: 322), que la enfermería como profesión orientada al cuidado
por antonomasia (junto el magisterio), hayan constituido, las dos primeras formaciones regladas
en lo que respecta a la formación profesional de las mujeres. De esta forma puede decirse que se
profesionalizan las dos tareas que han sido asumidas por las mujeres en el ámbito familiar a
través de la historia: la educación de los hijos – en sentido amplio – y el cuidado de ascendientes,
iguales y descendientes272. Nos estamos refiriendo como ejemplo a las profesiones sanitarias
asociadas con el cuidado (como enfermera o auxiliar de clínica) pero hay que tener en cuenta
también que cuando se contrata directamente por la familia a alguien para que ejerza ese oficio
del cariño (labour of love) que implica el cuidado, por utilizar la terminología empleada en su
momento por Finch y Groves (1983), estaremos muy probablemente ante una mujer inmigrante.
Como indican Bazo y Ancizu (2004: 72), cada vez son más los mayores españoles los que
contratan los cuidados a domicilio – lo que por cierto da bastante que pensar sobre las carencias
en este punto del Estado de bienestar a la mediterránea– de forma privada. Y así cada vez es
más frecuente (entre las clases con recursos) contratar a chicas sobre todo latinoamericanas para
vivir con la persona mayor y cuidarla las veinticuatro horas, convertidas en una mezcla de
empleada de hogar, señorita de compañía, y cuasi-enfermera273 .
271 Para Bourdieu (2003: 117) la división sexual actúa a través de tres principios básicos que las mujeres y también
su entorno ponen en práctica en sus decisiones. Son los siguientes: el primero, que las funciones adecuadas para las
mujeres son una prolongación de las funciones domésticas (enseñanza, cuidado, servicio); el segundo, que una
mujer no puede tener autoridad sobre unos hombres y tiene todas las posibilidades, en igualdad de las restantes
condiciones, de verse postergada por un hombre en una posición de autoridad y verse arrinconada a funciones
subordinadas de asistencia; y el tercer y último principio, que confiere al hombre el monopolio de la manipulación
de los objetos técnicos y las máquinas.
272 Tal vez ese proceso ha influido en el hecho de que a pesar de la progresiva feminización del ejercicio de la
medicina, entre los profesionales sanitarios los roles de género sigan todavía muy marcados: de esta forma, los
médicos son hombres y las mujeres enfermeras. En este sentido, las cifras absolutas de los profesionales sanitarios
colegiados en España en 2008 corroboran esta afirmación: de manera menos clara entre los médicos colegiados, ya
que se contabilizan 119.018 hombres frente a 94.959 mujeres; pero de forma rotunda en el caso del ejercicio de la
enfermería donde las mujeres enfermeras colegiadas alcanzaban en esa fecha en España la cifra de 208.420 frente a
los 41.719 hombres(Fuente: INE. Instituto Nacional de Estadística). Ante este panorama, como recuerda la OMS en
un reciente informe sobre la salud de las mujeres en el mundo (OMS, 2009: 7), no deja de ser paradójico que los
sistemas de salud con frecuencia desatiendan las necesidades de las mujeres a pesar de que estas contribuyen mucho
a mejorar la salud mediante su función como cuidadoras principales de la familia y también como prestadoras de
asistencia sanitaria en los sectores formal e informal. Las mujeres, que constituyen la columna vertebral del sistema
sanitario, raras veces están representadas en los puestos ejecutivos o de gestión; más bien tienden a concentrarse en
los empleos con sueldos bajos y expuestos a mayores riesgos de salud ocupacional.
273 En este sentido, según los datos del Ministerio de Trabajo e Inmigración, en agosto de 2009 en el Régimen
Especial de Empleados de Hogar suponía el 9,05% del total de afiliaciones entre los extranjeros frente al sólo
0,70% entre los españoles.(Fuente Ministerio de Trabajo e Inmigracion. Boletín estadístico. Agosto 2009) Esta
extranjerización del servicio doméstico, por lo tanto, ha estado vinculada al envejecimiento de la población y a la
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Pero, ¿por qué cuidan las mujeres? ¿Existe una predisposición natural de éstas hacia el
cuidado? ¿O más bien subyacen razones sociológicas relacionadas con la dominación masculina,
por usar la terminología de Bourdieu (2003), y la posición relegada de las mujeres que les obliga
a realizar este tipo de tareas en general poco valoradas?274
Para responder a la pregunta de si las mujeres tienen una disposición especial hacia el
cuidado tenemos que partir de una referencia inexcusable que es la obra de Carol Gilligan, clave
en el desarrollo de la denominada ética del cuidado. Aunque ya hemos hecho con anterioridad
una primera referencia al hablar de las obligaciones familiares de cuidado (vid. supra. cap. I,
1.4), nos ocuparemos en este momento un poco más por extenso de esta cuestión.
La obra de Gilligan (1982) parte sobre todo del trabajo de Kohlberg (1981) acerca de las
etapas del desarrollo moral que, en buena medida, excluía en su análisis a las mujeres. Por ello
Gilligan (1982), con la intención de integrarlas en un análisis posterior a partir de varios
experimentos275, defiende la existencia de una voz diferente en el desarrollo moral de las
incorporación de la mujer nativa al mercado laboral formal. El cuidado de personas dependientes, principalmente
ancianos, por parte de empleadas de hogar se ha convertido en el primer trabajo que han encontrado estas mujeres
migrantes a su llegada a España (Martínez Buján, 2009: 101). En conclusión, como señalan Bazo y Ancizu (2004:
47) y Cancian y Oliker (2000; 89), de forma general se asume que las mujeres trabajan en empleos relacionados con
el cuidado no sólo como resultado de su proceso de socialización sino debido a las menores oportunidades de
conseguir trabajos mejor remunerados, más prestigiosos y con mayor poder. Y de esta forma, ante esa escasa
consideración social, no es de extrañar que su función como prestadoras informales de asistencia sanitaria en el
hogar o la comunidad no suela recibir apoyo, reconocimiento, ni remuneración (OMS, 2009: 7). Como concluye
López de la Vieja (2008: 243), el sistema informal sigue aún el modelo del trabajo doméstico: sin remuneración, sin
derechos, sin costes visibles. De esta forma, las mismas creencias y experiencias que hacen atractivo el cuidado para
las mujeres, lo devalúan como trabajo remunerado (Cancian y Oliker, 2000: 89). Por eso mismo, como apunta Pérez
Orozco (2006: 31): “Los cuidados son un punto estratégico desde el que cuestionar la perversidad de un sistema
económico que niega la responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida y cuyo mantenimiento precisa de la
exclusión y la invisibilidad – heterogénea y multidimensional – de múltiples colectivos sociales”.
274 Como muy certeramente explica Twigg (2004: 69), el trabajo relacionado con el cuidado – familiar, cuasi-formal
o formal – se suele valorar de manera contradictoria. La valoración del trabajo tanto de las enfermeras, o a las
cuidadoras contratadas (pero también a las madres esposas o hijas que cuidan) se mueve entre dos extremos: por un
lado se marginaliza y precariza, se paga poco y se le presta escaso apoyo; por otro lado, y a la vez, sobre todo a
través de un discurso patriarcal y conservador, se alaba constantemente y se presenta como de un valor inestimable.
Como concluye Twigg (2004:6), “al colocarlo más allá de cualquier valor, se acaba por no darle ningún valor en
absoluto”. De ahí que, desde algunos sectores, se plantee incluso el uso y la reivindicación de derechos unidos a la
condición de cuidadanía, en un juego de palabras con el concepto de ciudadanía y cuidado Para Pérez Orozco
(2006: 29-30), la cuidadanía sería ―la forma de auto-reconocerse los sujetos en una sociedad que ponga el cuidado
de la vida en el centro; en un sistema socioeconómico donde, partiendo del reconocimiento de su interdependencia,
los sujetos sean agentes activos en la creación de las condiciones para que todas las personas se inserten en redes
de cuidados y de sostenibilidad de la vida libremente elegidas”. Es decir, en palabras de Junco et al. (2006: 47),
habría que enarbolar la bandera de la cuidadanía “como una forma de reivindicarnos sujetos en una sociedad que
ponga la sostenibilidad de la vida en el centro, que se organice en torno a las necesidades de las personas.
(…)Donde la responsabilidad y la acción con respecto a la sostenibilidad de la vida no ha de recaer en repetir
estructuras de dominación y privilegios, ni en la invisibilización a la que se ve abocado actualmente el trabajo de
cuidados. Desde ahí, replantear viejos derechos e inventar derechos nuevos”.
275 Los tres trabajos empíricos en los que se basa Gilligan (1982) son los siguientes: un estudio sobre estudiantes de
Universidad para evaluar la idea de identidad y la disposición moral que tienen hombres y mujeres en sus primeros
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mujeres276. De hecho su obra fundamental se tituló precisamente así, In a different voice
(Gilligan, 1982)277. Según su tesis central, el sentido masculino de la moralidad se apoya en una
ética de la justicia que se basa en los derechos individuales, mientras que las diferencias en las
experiencias y perspectivas de las mujeres han generado el desarrollo de un sentido femenino de
la moralidad, basado en una ética del cuidado, que se centra en la conciencia de la
responsabilidad por el bienestar de los otros (Brewer, 2001: 226) 278. Es decir, esta voz moral – la
otra voz – se hace realmente eco de las necesidades ajenas. Y así el cuidado responde a otra
manera de percibir las situaciones – una diferencia cognitiva – y de valorar los compromisos,
relaciones y obligaciones y constituye además un valor y un principio, distinto de la
imparcialidad y universalidad que caracterizan a otros principios morales como sucede con la
justicia (López de la Vieja, 2008: 246). Como concluye la propia Gilligan (1982: 174), mientras
que la ética de la justicia procede de la premisa de la igualdad – según la cual todos deberían ser
tratados de la misma manera – la ética del cuidado se basa en la premisa de la no-violencia –
según la cual nadie debería resultar dañado.
Pero entonces, ¿es que las mujeres tienen una predisposición natural o biológica hacia el
cuidado de la que carecerían los hombres? Como puntualiza Álvarez (2001: 251), la ética del
cuidado en la formulación de Gilligan (1982) no parece configurarse como una predisposición
años de Universidad; otro estudio sobre la decisión de abortar para el que se entrevistó a mujeres embarazadas de
entre 15 y 33 años; y un tercer estudio sobre derechos y responsabilidades basado en entrevistas a mujeres y
hombres de distintas edades. En definitiva, como señala Álvarez (2001: 248-249), Gilligan se apoya
fundamentalmente en el estudio comparativo de una serie de entrevistas realizadas a varones y mujeres para
demostrar cómo desde la infancia niños y niñas tienen respuestas diferentes para la resolución de los mismos
problemas.
276 Las investigaciones de Gilligan (1982) retoman en sus formulaciones el trabajo de Chodorow (1978) quien, a
partir de la reinterpretación del proceso edípico descrito por Freud, afirma que el desarrollo de la identidad de
género en varones y mujeres determina una disposición diferente a entablar relaciones. Proceso en el que las mujeres
tenderán a percibirse a sí mismas como vinculadas con las personas por cierto nexo de continuidad, por empatía, por
semejanza, por afecto (Álvarez, 2001: 248).
277 Gilligan pone en cuestión los estudios de Lawrence Kholberg sobre el desarrollo moral especialmente por tomar
el modelo masculino como parámetro de la correcta evolución hacia la madurez moral (Álvarez, 2001: 250). Como
señala la propia Carol Gilligan en In a different voice: ―Como hemos oído durante siglos las voces de los hombres y
las teorías del desarrollo basadas en su experiencia, sólo recientemente hemos empezado a percibir no sólo el
silencio de las mujeres sino la dificultad de oír lo que dicen cuando hablan. Aunque en la diferente voz de las
mujeres reside la verdad sobre la ética del cuidado, el lazo entre relaciones y responsabilidad y los orígenes de la
agresión como fracaso de la conexión” (Gilligan, 1982: 173).
278 Brewer (2001: 226) plantea y sintetiza las diferencias entre hombres y mujeres tal y como las describe Gilligan
(1982) en los siguientes términos: para los hombres el yo se define mediante la separación y para las mujeres a
través de la conexión; para los hombres el yo se evalúa en el marco de ideales abstractos (el bien significa obedecer
las reglas) mientras que para las mujeres se evalúa desde actividades de cuidado (el bien significa evitar el daño a
los demás); en la visión masculina la responsabilidad se percibe como una restricción del yo (no hacer lo que se
quiere hacer) y en la femenina como una extensión del cuidado (hacer lo que otros quieren o necesitan).
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natural o condicionada por la biología de la mujer. Sino que más bien, dada la posición que las
mujeres ocupan en el contexto cultural, económico, social y familiar, éstas habrían desarrollado
un aprendizaje moral relacionado con tal posición y con las formas de relación que ella
determina.
No en vano, Gilligan (1995) distingue claramente entre una ética femenina y una ética
feminista. Según esta distinción, el cuidado como una ética femenina es una ética de las
obligaciones especiales y de las relaciones interpersonales. El auto-sacrificio se coloca entonces
en el mismo centro de la definición de cuidado y el cuidado se desarrolla en un mundo relacional
que, según el orden patriarcal establecido, es un mundo separado política y psicológicamente del
campo de la autonomía individual y de la libertad que es el territorio de la justicia y de las
obligaciones contractuales. Frente a esa ética femenina, se encuentra la ética feminista del
cuidado que se basa en la idea de la conexión como un elemento fundamental de la vida humana.
La gente vive interrelacionada unos con otros en formas sutiles y no tan sutiles. Y de esta forma,
las relaciones deben ser un punto de partida para otra forma de moralidad. Como apunta López
de la Vieja (2008: 247), el cuidado en la concepción de Gilligan se refiere, como es lógico, a
esta última ética feminista y por eso no debe suponer una trampa para las mujeres, ni
psicológica, ni política. La ética del cuidado ha de ser compatible con la moralidad de la justicia:
reciprocidad o equidad entre los agentes y a la vez, preocupación por el bienestar de los demás.
Por tales razones, el desarrollo moral ha de ir en ambas direcciones: justicia y cuidado. Porque,
como recuerda Dayton (2008: 48), las voces de las mujeres respecto al razonamiento moral
pueden ser diferentes, pero no son inferiores a las de los hombres. Y así, como concluye López
de la Vieja (2008: 247), la ética del cuidado no pretende revalorizar los estereotipos, ya que
cuidado no significa sacrificio.
La ética del cuidado en la concepción de Gilligan no ha estado exenta de críticas279. En
cuanto a sus posteriores desarrollos, López de la Vieja (2008: 251) plantea la existencia de varias
tendencias dentro del pensamiento feminista. Así por ejemplo el desarrollo del pensamiento
maternal de Ruddick (1989) que enfatiza el estilo cognitivo, ligado al enfoque de género y que
reivindica la moralidad de los afectos suponiendo que éstos ofrecen recursos para oponerse a la
violencia y las guerras. Por otro lado, desde un punto de vista más político, los argumentos de
279 Como recuerda Álvarez (2001:249), el trabajo de Gilligan suscitó en su momento una gran polémica y se dijo
incluso que el método de entrevistas utilizado y el modo en que se procesaron los datos no puede considerarse una
fuente adecuada para avalar las conclusiones de la autora. Para mayor información se puede consultar también por
ejemplo el análisis que hace Tronto (1993: 61-100) de la recepción de la obra de Gilligan y de las principales críticas
que suscitó.
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Tronto (1998: 348) van en la dirección de considerar que no todo cuidado tiene un mismo valor
moral, dependiendo del objetivo, del contexto y del entorno inmediato. Y así, no se consideran
positivas las relaciones desiguales que son un factor de dependencia y reducen la autonomía.
En otro sentido, Twigg (2004: 67-70) plantea un enfoque diferente. Y así, aunque se suele
colocar la discusión sobre el cuidado en el discurso moral o político, también resulta muy
fructífera la aproximación al mismo desde el punto de vista fisiológico: esto es, caracterizándolo
como un trabajo que se relaciona con el cuerpo. Ya que las mujeres específicamente se han
ocupado (o se les ha destinado socialmente a esa tarea) de las necesidades íntimas y fisiológicas
de los miembros del hogar, habiendo esto además traspasado al ámbito del trabajo
remunerado280.
También Allan Walker (1992), muy crítico por cierto con la aproximación psicológica
para explicar la naturaleza condicionada por el género del cuidado, apunta dos visiones
aparentemente contrapuestas del cuidado que dan forma a la mayoría de las perspectivas
feministas sobre el tema: una que se centra sobre todo en la idea de carga y que enfatiza el
carácter repetitivo, aburrido y alienante de estas tareas, y otra que trata de resaltar los aspectos
positivos del cuidado, como una actividad enriquecedora y llena de sentido.
Respecto al punto de vista del cuidado como carga, ya hemos hablado de ello con
anterioridad (vid. supra cap. II) y seguiremos haciéndolo a lo largo de todo este trabajo entre
otras cosas porque esa visión informa la imagen tradicional y tópica del maltrato hacia las
personas mayores como una consecuencia de la dureza de esa tarea que en ocasiones puede
poner al límite la capacidad de resistencia de la cuidadora (vid. infra caps. II, III, V y VI). Es
innegable que los costes del cuidado familiar de los dependientes, especialmente de los mayores
para lo que a nosotros nos interesa, son múltiples desde el punto de vista tanto económico, como
280 Hasta tal punto que parece socialmente asumido que para realizar ese trabajo de cuidado se supone que no harían
falta conocimientos especiales, de hecho cualquiera puede hacerlo siempre que ese cualquiera sea una mujer
(Neysmith y Aronson, 1996). Se presume que esa clase de habilidades provienen naturalmente de la naturaleza de
las mujeres como cuidadoras. De esta forma la mujer que no es capaz de proveer cuidado, o se niega hacerlo,
aparece marcada como dura y poco natural. Esta negación de la necesidad de adquirir habilidades para el cuidado
justificaría además la poca valoración del trabajo y la ausencia de cualificación o de formación (Twigg, 2004: 69).
Aspecto éste que resulta muy interesante sobre todo si tenemos en cuenta que la necesidad de desarrollar habilidades
y de ofrecer recursos para afrontar cómo cuidar dirigidas a los cuidadores y cuidadoras familiares constituye una
importante vía de prevención, como discutiremos en profundidad el capítulo dedicado a hablar de la respuesta frente
al maltrato y la negligencia (vid infra cap. III) y al referirnos en concreto a algunas iniciativas públicas en Aragón en
este sentido exploradas en nuestra investigación (vid. infra cap. VI). En definitiva, como concluye Twigg (2004:
70), el trabajo con el cuerpo que implica muy a menudo el cuidado tiene una naturaleza ambivalente. Y como
muchos otros trabajos sucios o fisiológicos, se trata de mantener alejado o se asigna a las mujeres desde la
convicción de que ellas pueden soportar mejor o tolerar estas actividades, porque éstas se relacionan en mayor
medida con ellas en virtud de sus propios cuerpos y naturaleza.
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social, como personal281. Y esos costes recaen desde luego sobre las mujeres que son las que
mayoritariamente se encargan del cuidado282.
La segunda perspectiva que coloca el foco de atención sobre los aspectos positivos del
cuidado, sin embargo, permanece en general menos explorada283. En esta línea Calasanti (1999)
plantea que a pesar de las consecuencias negativas evidentes de esta situación para las mujeres,
una larga vida dedicada al cuidado284 también contribuye al desarrollo de las aptitudes vitales y
al refuerzo y mantenimiento de las redes sociales, lo que hace que por ejemplo la adaptación a la
viudedad sea mucho más fácil para ellas. Los hombres tienden a depender mucho de sus mujeres
para las tareas del hogar y las conexiones sociales, por lo que pueden encontrar mucho más
complicado el vivir solos o adaptarse a la pérdida de la pareja. Calasanti (1999: 50) habla en este
sentido de la naturaleza dialéctica de las relaciones de género, ya que aunque el cuidado que se
281 El tema de los costes que implica el cuidado escapa por su complejidad y amplitud al objeto central de esta tesis
doctoral. Sólo a modo de ejemplo, y por su especial relación con algunas situaciones que pueden implicar la
aparición de maltrato o negligencia, nos referiremos a aquellas consecuencias desde el punto de vista personal. En
este sentido, como señala Marrugat (2005: 174), el ámbito de los sentimientos que impregna las relaciones
familiares emerge cuando se escoge o no se escoge cuidar y sin embargo se cuida. La tipología de esos sentimientos
es amplia y compleja estando relacionada con muchos factores. A veces esos sentimientos en muchas mujeres
cuidadoras son negativos y están relacionados con la historia de sus relaciones familiares, los rasgos de
personalidad, las demandas competitivas de rol, la presencia de hermanos no cooperativos y la falta de soporte de
los servicios sociales (Marrugat, 2005: 174). En cualquier caso volveremos a este tema al analizar los resultados de
la investigación propia (vid. infra cap. V, 4.1).
282 Se trata de un tema extraordinariamente complejo por lo que en este punto quedan simplemente apuntadas
algunas líneas de discusión y de desarrollo posibles sobre el mismo. Volveremos a tratar esta cuestión
específicamente al referirnos al análisis de la conocida como Ley de Dependencia y la implantación del SAAD,
como una forma en la que el Estado trata de abordar el problema (vid. infra cap. VII, 1 y Anexo II, 2.3). También
retomaremos la cuestión al referirnos a determinadas formas articuladas de prevención e intervención sobre el
maltrato y la negligencia que se centran en reducir las consecuencias negativas del cuidado de los ancianos
dependientes en las cuidadoras y cuidadores (vid. infra caps. III y VI). Por último, las dificultades inherentes a la
tarea de cuidado, los costes personales, las consecuencias económicas y las medidas de apoyo y atención a los
cuidadores son elementos que emergen de forma recurrente en el discurso de los informantes en nuestra propia
investigación que analizamos en la segunda parte de la tesis doctoral (vid. infra.cap ,V, 4.1).
283 En este sentido Butcher y Buckwalter (2002) apuntan como la discusión sobre el cuidado familiar se ha centrado
en los últimos veinticinco años en los aspectos perjudiciales. Pero existe una línea emergente que se ocupa también
de los aspectos positivos del cuidado. Esta línea de análisis parte de los hallazgos de una serie de estudios
cualitativos que sustentarían con sus resultados como la provisión de cuidado incrementa los sentimientos de orgullo
en la habilidad de superar retos, aumenta el sentimiento de valoración, lleva hacia estrechar lazos en las relaciones y
provee de sentido, calor humano y satisfacción (Archbold, 1983; Motenko,1989). De esta forma subsecuentes
estudios y análisis demuestran que junto a las cargas y el estrés asociado a la actividad de cuidado (sobre todo en
caso de demencia) coexisten recompensas, ganancias personales y satisfacciones (Butcher et al., 2001; Farran et al.,
1991; Kramer, 1997; Nolan et al., 1996; Sotto et al., 2008). Estos aspectos positivos del cuidado también aparecen
reflejados en los resultados de nuestra investigación cualitativa (vid. infra cap. V, 4. 1).
284 Brewer (2001: 219) destaca al respecto un dato muy revelador referido a las mujeres norteamericanas: éstas
dedican una media de 18 años de su vida a cuidar a sus familiares mayores, a lo que habría que añadir una media de
17 años de cuidado de los hijos.
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atribuye a las mujeres conlleva una forma de opresión, paradójicamente, en determinados
contextos, y en otro sentido, también las empodera.
De cualquier forma, como bien concluye Brewer (2001: 227), probablemente la verdad
está en algún punto intermedio entre estas dos posiciones285. Por ello, siguiendo a Valderrama
(2007: 44), podríamos afirmar que el hecho de asumir las tareas de cuidar, no es, en sí mismo, ni
bueno, ni malo – más bien, añadiríamos nosotros, presenta muchos aspectos negativos junto con
algunos positivos – como tampoco lo son otras elecciones de la vida común como la de ejercer
como ama de casa, ingeniera, costurera. Lo importante es que la elección sea fruto de una
decisión tomada lo más libremente posible. Y lo relevante es tener conciencia sobre el derecho a
decidir sobre la asunción de una tarea que en ningún caso debe ser impuesta286. Además esta
tarea debe ser reconocida y valorada por los demás miembros de la familia y de la red social
primaria. Y debe tener también un reconocimiento y una valoración social adecuada. Es una
tarea que necesita además ser compartida entre hombres y mujeres287.
Claro que la realidad social sigue bastante alejada de ese ideal. Y así quienes han cuidado
y siguen haciéndolo en la actualidad, como muy significativamente dice Rodríguez Rodríguez
(1995), ―tienen género femenino y número singular”. Ya Ungerson (1983b:32) caracterizó en su
momento la naturaleza del cuidado como una cuestión socialmente construida288. Como apunta
285 Walker (1992: 44) resume y sintetiza perfectamente la discusión en los siguientes términos: ―… el cuidado es a la
vez una experiencia personal profunda y una institución social opresiva. El cuidado contribuye al sentido de
conexión de la persona, pero también interfiere con las actividades que contribuyen al sentido de la competencia en
la edad adulta y a la independencia económica. El cuidado se relaciona con la preocupación por el otro y el afecto,
pero también con el temor y la obligación”.
286 En este sentido resulta ilustrativo cómo un estudio canadiense sobre diferencias entre maridos y mujeres
cuidadores (Chapell y Kruehne, 1998: 250) halló como los maridos de la muestra expresaban un sentimiento
negativo respecto a la esposa que cuidaban en mucha menor proporción (4,5%) que las esposas cuidadoras (34,5%).
La conclusión de los autores apuntaba precisamente a que esto podría tener relación con la mayor posibilidad de
elección entre los hombres a la hora de asumir el papel de cuidadores, mientras que para las mujeres se trata más
bien de una obligación. Como sugiere López de la Vieja (2008:254), existe una notable diferencia entre un altruismo
libremente asumido y un altruismo obligatorio. Careciendo de sentido incluso desde el punto de vista conceptual
este último altruismo obligatorio ya que no parece muy aconsejable dejar que las situaciones de emergencia
dependan de la buena voluntad de los otros.
287 De esta manera lo expresan Crespo y López (2008:29: ―Somos conscientes de que, en primer lugar, aunque el
cuidado es principalmente femenino, no es sólo una cuestión de mujeres, y en segundo lugar, aunque el cuidado es
principalmente una cuestión de familia, no debería ser únicamente una cuestión familiar sino un asunto que nos
preocupe a toda la sociedad. Hombres y mujeres, familia y sociedad, son todos elementos integrantes de este gran
reto que supone atender a los mayores que necesitan ayuda en las distintas actividades del día a día”.
288 Ungerson (1983b: 31) hace una importante distinción entre lo que en castellano podríamos considerar estar
pendiente de alguien (care about) y la provisión de cuidados (care for). En el primero de los casos la razones tienen
que ver con el afecto, con el cariño y con cómo la gente decide emplear su tiempo y con quien. En el segundo de los
casos, que implica cubrir las necesidades de una persona dependiente y puede convertirse en una tarea en la que
también pueden entrar en juego otras razones relacionadas con la obligación: puede tratarse de una tarea
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Graham (1983: 30), mientras que los hombres negocian su posición social a través del hacer
basado en el conocimiento que les autoriza para pensar en el marco de un trabajo cualificado, la
posición social de las mujeres se negociaría mediante el ejercicio de otra actividad distinta al
hacer que es el cuidar, basada en la intuición en vez del conocimiento y que las encamina hacia
trabajos no cualificados289.
Pero además en todo este análisis de la mujer como cuidadora es necesario introducir
variables relacionadas con la edad. No sólo el género sino también la generación. En este
sentido, debemos pensar en las mujeres mayores no sólo como objeto sino también como sujeto
del cuidar, como cuidadoras290. Ya que, como apuntan Neysmith y Reitsma-Street (2009: 237),
una de las grandes cuestiones que subyace en el análisis de la posición social de las mujeres
mayores es precisamente cómo las obligaciones (y la subsiguiente carga de trabajo asociada) que
se derivan de las múltiples relaciones de éstas permanecen en buena medida ocultas y
escasamente valoradas, precisamente por su condición de mujeres mayores291. Y así, en concreto
remunerada, o realizarse por sentir compasión hacia una persona necesitada de ayuda, o por sentido de obligación
basado en las normas acerca de lo que socialmente se espera respecto a las relaciones familiares cercanas y el tipo de
servicios que deben proveerse entre familiares. En este sentido Ungerson (1983b:32) caracteriza esta actividad de
provisión de cuidados (care for) como socialmente construida a la vez que requiere una gran cantidad de tiempo y
esfuerzo para la cuidadora.
289 De hecho, como explican Allen y Perkins (1995: 227), en el debate sobre la cuestión se enfatiza mucho el hecho
de que la creciente incorporación de la mujer al mercado de trabajo puede afectar a su disponibilidad – o su
voluntad – de seguir cuidando. Pero en principio no hay evidencia de que las mujeres que han asumido una
responsabilidad de cuidado dejen de hacerlo por causa del trabajo. Más bien se compatibilizan esas tareas con el
sobreesfuerzo y las consecuencias que ello genera.
290 Según el estudio del IMSERSO (2005: 17) sobre cuidadores familiares la edad media de los cuidadores es de
52,9 años. Los cuidadores mayores entre la franja de edad entre 60 y 69 años suponen un 15,9%,porcentaje muy
similar (14,9%) en el caso de cuidadores mayores de 69 años. Fuente: IMSERSO/Gfk.
291 En este sentido resulta muy revelador el análisis del denominado Síndrome de la Abuela Esclava. Según
descripción de Guijarro Morales (2001), se trataría de un problema sanitario y social muy frecuente y grave en
mujeres adultas e incluso potencialmente mortal a veces por suicidio. El origen de una abuela esclava sería una
mujer adulta con responsabilidades directas de ama de casa, voluntariamente asumidas con agrado que, por razones
educacionales y psicológicas tiene un sentido extraordinario del orden y la responsabilidad. Llega un momento en
que las capacidades y la voluntad de la abuela no son suficientes para cumplir las tareas que desde hace años está
desempeñando (de cuidadoso de los nietos y de atención a todos los miembros de la familia – sanos y enfermos,
niños, jóvenes y viejos – en realidad). Pero no renuncia a ellas y se produce un desequilibrio. La abuela acude
reiteradamente a los médicos y servicios de urgencia, contando sus achaques pero sin desvelar claramente el estrés
al que se encuentra sometida. De hecho, como apuntan Cazorla Fernández et al. (2006), la delegación del cuidado
de los hijos en otra mujer de la familia que suele ser la abuela materna es una de las estrategias más utilizadas en
nuestro país para compatibilizar familia y empleo. Cuando esto es sistemático puede generar entre las abuelas estrés
y sobrecarga. Es decir, debido a la sobrecarga de responsabilidades, en algunos casos extremos, se llegar a producir
el síndrome de la abuela esclava: un cuadro clínico de difícil diagnóstico con multiplicidad de síntomas crónicos de
enfermedades comunes, pero que no responden a tratamientos convencionales y que provoca un sufrimiento crónico
con un notable deterioro de la calidad de vida (Flórez Lozano, 2004). Algunos de los motivos por lo que se delega
en las abuelas de forma sistemática son: no contar con recursos económicos para la niñera o guardería, porque
existen lazos afectivos y, también, por comodidad. Como recuerdan Tabueña Lafarga y De Vicente (2006: 14), la
propia ONU a través del INSTRAW reconoce el interés social de este fenómeno distinguiéndolo como una de las
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respecto del cuidado familiar de los ancianos y dependientes, no son fundamentalmente las
mujeres jóvenes las que se están encargando, sino las mujeres maduras o incluso decididamente
las mujeres mayores que se mantienen al pie del cañón del cuidado hasta que ellas mismas deben
ser cuidadas292. En este sentido, como señala Pérez Díaz (2005:109), gracias a la madurez de
masas, la presencia simultánea de cuatro generaciones en una misma familia está en vías de
generalizarse y son las generaciones maduras su pivote fundamental. Por eso, como sugiere el
mismo Pérez Díaz (2005: 109), debería ponderarse la gran rentabilidad de cualquier inversión
realizada por el Estado en estas mujeres, en vez de considerarlo un gasto superfluo.
Hasta aquí nos hemos referido a las mujeres como cuidadoras. Pero el panorama del
cuidado de las personas mayores, en su condición de fenómeno condicionado por el género,
quedaría incompleto sin referirnos también a los hombres como cuidadores de personas
mayores.
Los hombres, aunque lo hagan en mucha menor medida que las mujeres, también cuidan.
Y lo hacen, como las mujeres, tanto desde el ámbito de los cuidados informales como de los
cuidados formales (Valderrama, 2007:322; Ribeiro et al., 2007).
Respecto a estos últimos cuidados denominados como formales resulta de gran interés la
posición por ejemplo de los hombres que ejercen labores de enfermería293. Debemos partir de la
más relevantes formas de abuso de las mujeres mayores. Y, en la misma línea, tanto en el estudio para el IMSERSO
llevado a cabo por Sánchez del Corral et al. (2004: 95) como en el de Coma et al. (2007:239) sobre percepciones
acerca de la violencia y el maltrato hacia los mayores ya citados (vid. supra cap. I, 3.2), este fenómeno era
reconocido e identificado como una manifestación de maltrato por parte de las personas mayores participantes y los
profesionales de atención primaria respectivamente.
292 Pero autoras como Bazo y Ancizu (2004: 72) apuntan hacia un cambio social porque parece que ya no se espera
que las generaciones jóvenes proporcionen un cuidado constante y diario a sus padres mayores en el futuro. Se
espera tal vez que se preocupen por sus padres y no que cuiden de ellos, asumiendo un papel de care manager o de
supervisor del cuidado recibido por los padres. Como ya señalaba Barry (1995: 372), aunque las familias van a
seguir cuidando parece que los individuos necesitados de cuidado no van a ser fácilmente reincorporados a una
familia nuclear ni en un sentido material ni emocional. Estas mujeres maduras que han permanecido cuidando a sus
hijos, a los hijos de sus hijos y a sus mayores – alguna de las cuales participó como informante en nuestra
investigación – y a las que Finch (1989) caracteriza muy gráficamente como women in the middle (mujeres en el
medio) presumiblemente van a ser cada vez más excepcionales. Aunque desde luego, como parecen apuntar algunas
de las estadísticas sobre cuidadoras que hemos presentado, seguramente van a seguir cuidando hasta que ellas
mismas se vean necesitadas a su vez de cuidado. De hecho lo paradójico es que, como apunta Bewer, (2001: 219),
aunque las mujeres de estas generaciones dediquen una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo en el cuidado de
sus familiares, eso no significa que ellas mismas tengan asegurado su propio cuidado cuando lo necesiten.
293 En un estudio llevado a cabo entre estudiantes de enfermería de ambos sexos por Poole e Isaac (1997) se
planteaban cuestiones sobre todo relacionadas con la diferente posición de los enfermeros respecto de sus colegas
femeninas. Allí se ponía de manifiesto por ejemplo el hecho de que aunque los hombres realicen también las tareas
que se asocian específicamente a la enfermería (como la limpieza personal, la alimentación del paciente, etc.) en
realidad se percibía una cierta tendencia a considerarlas como propias de mujeres y a evitarlas. El papel del
enfermero parece revalorizarse sin embargo en contextos de atención psiquiátrica donde pueda ejercer el control de
situaciones potencialmente peligrosas. O en aquellos casos en los que, en general, se precisa un uso de la fuerza
201 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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consideración de que el trabajo con el cuerpo se vincula a las mujeres. Y, como explica Twigg
(2004: 68), plantea además un carácter ambivalente. De esta forma, cuando éste se lleva a cabo
por profesionales que gozan de una posición elevada en el escalafón sanitario, que en su mayoría
a pesar de la progresiva feminización de la medicina son hombres (médicos, cirujanos), suele ser
acompañado por técnicas que buscan el distanciamiento y limitan el contacto directo con el
cuerpo del paciente. Pero cuando el trabajo es llevado a cabo por sanitarios de menor rango,
habitualmente mujeres (trabajadores que ejercen labores de enfermería, auxiliares de
enfermería), entonces se trata directamente con el cuerpo de los pacientes294.
Aparte de la relación con la suciedad, el otro gran tabú relacionado con la manipulación
del cuerpo es el del sexo, especialmente el contacto con la genitalia (Ungerson,1983a; IOÉ,
1995: 16). En este campo las mujeres enfermeras tienen mayor libertad de acceso a los cuerpos
que sus colegas hombres lo que refleja una visión de la sexualidad masculina impregnada con
una cualidad esencialmente predatoria según la cual cualquier contacto de un hombre con otro
cuerpo posee connotaciones sexuales (Twigg, 2004: 69; Poole e Isaac, 1997: 534) 295. En cambio
para las mujeres enfermeras el cuidado se ve, las más de las veces, como una extensión de su
papel natural de madres lo que difumina ese posible carácter embarazoso de la situación (Twigg,
2004:69; Poole e Isaac, 1997: 534). En definitiva, como concluye Davies (1995), los enfermeros
realizan un trabajo fuertemente condicionado por el género lo que implica para ellos tanto
ventajas, como desventajas (Twigg, 2004: 70)296.
Todas estas consideraciones, aunque con algún matiz, se pueden trasladar al ámbito del
física como, por ejemplo, a la hora de realizar movilizaciones complicadas de pacientes. Sin embargo las tareas de
arreglar, limpiar y dar de comer al paciente se suelen reservar más bien para la mujer enfermera estableciendo así,
cuando el funcionamiento de la institución lo hace posible, un reparto del trabajo basado claramente en el género
(Poole e Isaac, 1997: 534).
294 De tal forma que incluso la mejora profesional en el campo de la enfermería a menudo se relaciona con el
alejamiento de tareas que impliquen contacto físico directo. Se asciende pasando de lavar al paciente con una
esponja a asistir pruebas médicas con sofisticados aparatos: del sucio trabajo con los cuerpos, a la limpia tarea con
las máquinas (Savage, 1995). Tarea que, como veíamos en Bourdieu (2003: 117), es una labor que entraría dentro
del monopolio masculino de la manipulación. de los objetos técnicos. Al fin y al cabo, el trabajo de cuidado se
asocia claramente con los aspectos negativos o desagradables del cuerpo – excremento, vómito, esputos – y los
cuerpos con los que se trabaja no son además los hermosos, jóvenes, y limpios cuerpos de los tratamientos de
belleza y los spas, al menos como se presentan en las revistas (Twigg, 2004:68).
295 Sensación que se aplica por cierto tanto a las interacciones paciente femenino/ enfermero como a las
interacciones paciente masculino/enfermero (Twigg, 2004:69).
296 Entre las ventajas se encuentra el hecho de que habitualmente los enfermeros promocionan antes alejándose de la
primera línea de batalla del trabajo con el cuerpo que es visto como potencialmente vergonzante y, en definitiva,
como una tarea que no es en realidad para hombres. Entre las desventajas puede señalarse que, por eso mismo, su
sexualidad puede verse cuestionada, porque todos los que trabajan con el cuerpo o eligen seguir haciéndolo resultan
potencialmente sospechosos (Twigg, 2004: 70; Poole e Isaac; 1997: 535).
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cuidado informal o, como nosotros preferimos denominar, familiar. Los hombres también se
ocupan del cuidado de los mayores dependientes o enfermos de su familia aunque es cierto que,
como decíamos al principio, lo hacen en una proporción mucho menor que las mujeres297. Como
ocurría con los enfermeros, también este cuidado implica un desafío a la masculinidad de los
cuidadores. Esto es así por las razones ya expuestas a las que, en el caso del cuidado familiar de
la esposa dependiente, se une el hecho de que suele ir acompañado de la necesidad de hacerse
cargo de las tareas de la casa, de la cocina, de la limpieza. Por todo ello es lógico que, según
señalan algunos estudios, los cuidadores varones vean como una parte fundamental de su tarea la
necesidad de adquirir esas habilidades que jamás hasta entonces habían puesto en práctica y que
tradicionalmente se han considerado como propias de mujeres (IOÉ, 1995: 15; Miller y
Kauffman, 1996: 192; Ribeiro et al., 2007: 311)298. Aunque, en alguna medida al menos, toda
esta puesta a prueba de la masculinidad de los hombres cuidadores debe matizarse por la cierta
relajación de los estereotipos relacionados con el género que se producen en la vejez (Miller y
Kaufman, 1996: 196; Silver, 2003). En definitiva, aunque no se abandonen las nociones sobre la
propia masculinidad, éstas deben ser revisadas a la luz de las nuevas circunstancias de cuidado
(Ribeiro et al., 2007: 311) 299.
297 Los hombres que cuidan ancianos suelen ser esposos que se encargan del cuidado de sus esposas, y más
raramente hijos que se encargan del cuidado de los padres. En este sentido, según la encuesta de condiciones de vida
de los mayores, las mujeres mayores necesitadas de ayuda son cuidadas por su cónyuge en un 15,3 % de los casos,
mientras que cuando el necesitado de cuidados es el cónyuge varón, se ocupa la esposa de proveerlos en un 41,1%
de los supuestos. En ambos casos las hijas son las principales cuidadoras (en 44,2% en los casos en los que se cuida
al padre, y en un 22,7% en el caso de cuidados a la madre). Los hijos varones se ocupan en mucha menor medida
(10,6% en el caso de atención a la madre y 8,5% en los casos de atención al padre). Fuente: IMSERSO-CIS
Encuesta de condiciones de vida de los mayores 2006. Estudio 2.647. En cualquier caso, como bien advierte Crespo
López (2008: 5), el número de cuidadores familiares varones no se debe desdeñar. Tomando como referencia los
datos del informe sobre cuidados a los mayores en los hogares españoles (IMSERSO/Gfk 2005), y considerando
únicamente los cuidadores principales o únicos que conviven permanentemente con el mayor dependiente,
estaríamos hablando de cerca 100.000 hombres cuidadores en nuestro país. La tendencia además parece apuntar
hacia un incremento por varias razones que abarcan desde la disminución del número de potenciales cuidadores
(relacionado con la disminución del tamaño de las familias), a la incorporación de la mujer al mundo laboral,
pasando por el aumento de los trastornos crónicos incapacitantes entre mujeres mayores o el cambio de los roles de
género (Kramer 2002). Otra cuestión es la razón por la que los varones asumen el cuidado de una persona mayor ya
que, como apuntan Crespo y López (2008:8), se puede afirmar que sólo cuando falta una red asistencial femenina –
esto es: no hay hija, hermana o nuera dispuesta y disponible para que se ocupe del mayor – entra en funcionamiento
la red asistencial masculina.
298 En este sentido por ejemplo resulta esclarecedor el testimonio de un hombre cuidador recogido en un estudio
cualitativo promovido por la Comunidad de Madrid (Rivera, 2001: 338): ―(…) yo hace cuatro años dije: madre mía
en que me meto, si yo es que de la casa no tenía ni idea, nada. No sabía ni como se ponía la lavadora, a las 4 de la
mañana me ponía a tender, porque me daba vergüenza que me viera nadie tender, ya ves que imbecilidad, hoy
cualquier chico joven sale y no le da vergüenza”.
299 El trabajo de cuidado, aunque se vea como una tarea propia de las mujeres, se analiza desde su situación
concreta primariamente como una responsabilidad propia de los maridos (Ribeiro et al., 2007:319; Miller y
Kauffman, 1996: 201). Y de esta forma, muchos de los varones de la zona de Oporto participantes en un interesante
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De cualquier forma, la posición de los hombres cuidadores constituye un buen ejemplo,
siguiendo a Calasanti (2004b: 313), de cómo la vida de los hombres también se ve condicionada
por el género. Por lo que la posible invisibilidad del impacto que tienen los varones en sus roles
masculinos cuando ejercen ellos los cuidados puede ser analizada también como un efecto de la
desigualdad de género300. Y así los varones también se pueden considerar, al menos en este
punto, víctimas del sistema patriarcal que hace muy difícil transgredir el discurso normativo
predominante con experiencias contradictorias de lo cotidiano como es el caso del cuidado
(Bover-Bover, 2006; 74).
De hecho la masculinidad de los hombres mayores no resulta tampoco la dominante y así
un hombre joven que se encargue del cuidado de sus padres (que como hemos visto es algo
estadísticamente mucho menos habitual) será visto socialmente como un auténtico héroe, entre
otras cosas porque se considerará que deja, o pone en segundo plano momentáneamente, algo
importante (por ejemplo un trabajo bien pagado o una brillante carrera profesional) para asumir
la tarea de cuidado (Calasanti, 2004b: 313). Esas consideraciones sin embargo no se suelen hacer
cuando es una mujer quien asume el cuidado, ya que en ese caso se considera como algo normal
que incluso deje su trabajo para cuidar. En el caso de los hombres mayores también la asunción
del cuidado es vista como más normativa socialmente que en el caso de los hombres jóvenes,
quizás por esa cierta pérdida de relevancia de los roles condicionados por el género que se
produce en la vejez (Silver, 2003). Y así resulta muy significativo en este punto, como pone de
relieve Valderrama (2007: 323), la diferencia que implicaría dejar de prestar cuidados para un
hombre o una mujer en términos de sanción social: si deja de cuidar un hombre, se considera esa
renuncia como normal porque al fin y al cabo estaba realizando algo que no le correspondía, y
estudio portugués enfatizaban la idea de que ―no tenían ningún problema” con sus nuevas tareas de cuidado
señalando que, en realidad, “un hombre debe saber hacer de todo” (Ribeiro et al., 2007:311). Por otra parte, en el
caso del estudio llevado a cabo por Bover-Bover (2006: 75) que se refiere a hijos e hijas cuidadores de sus padres en
la isla de Mallorca, se descubren dos estrategias diferentes entre los cuidadores masculinos a la hora de afirmar su
masculinidad. Por un lado la de señalar la importante aportación realizada por tareas y habilidades (gestión de
recursos, representación social, etc.) en confrontación con las tareas, remuneradas o no, realizadas por las mujeres
(cuidado de la casa, higiene íntima, alimentación). Se plantea en este caso frecuentemente el conflicto con las
hermanas que consideran su participación en el cuidado como secundaria y delegada. Por otro lado, otros varones
utilizan los discursos dominantes de los roles sociales y los combinan con otros emergentes como la solidaridad
social, con la transformación del cuidado en socialmente compatible con el aporte masculino a la sociedad. Estos
cuidadores enfrentarían, según Bover-Bover (2006:75), su deseo de querer estar en la contabilidad y el valor del
cuidado realizado. Pero también experimentan la opresión de no saber si cuidar desde la naturaleza femenina del
cuidado, o si hay que crear otra forma masculina para hacerlo.
300 Ahondando en esa invisibilidad social del hombre cuidador señalan Crespo y López (2008: 8): ‖Los varones
cuidadores han permanecido invisibles, escondidos, no sólo para la sociedad sino también para la investigación
gerontológica. (…) Parece conveniente estudiar a todos los cuidadores, varones y mujeres, si queremos dar una
respuesta integral, de conjunto, completa, que nos permita ayudar a todos ellos, pese a que el rol de cuidador sea
predominantemente femenino”.
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las justificaciones serán en consecuencia múltiples (no sabe, no puede, se sobrecarga de trabajo);
mientras que si la que deja de cuidar es una mujer, lo que aparece es la culpabilización en
términos de sanción social por dejación de responsabilidades301.
3.4.- El maltrato familiar hacia las personas mayores desde una
perspectiva de género.
Para acabar este apartado en el que hemos querido resaltar y hacer más explícita la
perspectiva de género que pretendemos introducir en todo nuestro análisis, nos referiremos más
en concreto al fenómeno objeto de estudio. Y lo haremos también desde dos puntos de vista: el
de la mujer mayor como víctima del maltrato y el de la mujer como posible perpetradora del
mismo. Plantearemos en estas líneas algunas cuestiones que deberemos tener muy presentes a la
hora de analizar la respuesta frente al fenómeno desde una perspectiva teórica (vid. infra cap. III)
y que también analizamos a la luz de los resultados de nuestra propia investigación en la segunda
parte de la tesis doctoral (vid. infra caps. V, VI y VII).
Como ya hemos visto desde el comienzo del desarrollo del interés académico y político
acerca de las cuestiones relacionadas con el maltrato hacia las personas mayores, la mayoría de
aproximaciones al tema se han centrado en las características de los perpetradores y de las
víctimas o en la relación establecida entre ambos. Yendo un poco más allá, podría decirse que
resulta imposible desarrollar ninguna teoría, intervención o política válidas entorno a cuestiones
sociales sin tener en cuenta el género como factor. No hay que olvidar que los términos
anglosajones más frecuentemente utilizados para referirse al fenómeno (elder abuse y elder
mistreatment) y también en el que nosotros empleamos de maltrato a las personas mayores
aparecen como términos neutrales en relación con el género (gender neutral) y en consecuencia,
teniendo en cuenta que lo que se percibe guarda relación con la manera en que se nombra, los
abordajes del fenómeno han tendido a construirse oscureciendo, cuando no obviando, tanto la
dimensión en torno al género como las conexiones de este tipo de violencia con otras formas de
violencia familiar como la violencia entre los cónyuges (Whitaker, 1995: 297; Aitken y Griffin,
1996: 9; Philips, 2000:189). Frente a las aproximaciones tradicionales, desde otras posiciones
teóricas próximas al feminismo se propugnan análisis que consideren la incidencia tanto del
301 Todas estas consideraciones están muy presentes en los resultados de nuestra propia investigación, por lo que
retomaremos algunas de estas cuestiones a la luz del análisis de la misma que se realiza en la segunda parte de este
trabajo (vid. infra cap. V y VI).
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sexismo como del edadismo en relación con el maltrato hacia las personas mayores302. Tal y
como señalan entre otros Aitken y Griffin (1997: 55) y Pain (1999) después de todo, tanto el
edadismo como el sexismo son las posiciones que informan el maltrato hacia las personas
mayores que en principio afectaría más a las mujeres que a los hombres.
Comenzaremos por referirnos a las mujeres mayores como víctimas de maltrato.
A pesar de que se aprecia una cierta inconsistencia en los datos empíricos, unida a
problemas metodológicos, que aconsejan evitar afirmaciones categóricas, autoras como Penhale
(2006: 207) mantienen que, aunque tanto hombres como mujeres mayores son víctimas de
maltrato, la mayoría de las víctimas son mujeres. Otras autoras como Philips (2005: 91- 97)
apuntan hacia la existencia de algunas fuentes de información que indicarían claramente que el
maltrato a las personas mayores constituye un problema que afecta esencialmente a las mujeres:
la primera, provendría de los resultados de estudios transversales y de los casos registrados que
han llamado la atención de las autoridades y la literatura clínica sobre temas de salud; la segunda
fuente de información sería la formada por la literatura sobre prácticas culturales que se aplican a
las mujeres mayores pero no a sus homólogos varones; mientras que la tercera y última la
constituiría la propia literatura feminista.
Respecto a la primera de las fuentes, referida a los estudios disponibles, según el recuento
de Brandl y Cook-Daniels (2002: 7), la mayoría de los trabajos coinciden en el hallazgo de una
mayor prevalencia de perpetradores hombres (Brownell et al., 1999; Crichton, 1999; Lithwick et
al., 1999; NEAIS, 1998). También en España los principales estudios (Bazo, 2001; Ruiz
Sanmartín et al., 2000; Pérez-Cárceles et al., 2008; Iborra Marmolejo, 2008) sustentan la
hipótesis no sólo de que las mujeres mayores son víctimas de esta forma de maltrato en mayor
proporción que los hombres sino de que lo son en sus manifestaciones más graves y de manera
302 En cualquier caso, Pain (1999), aun reconociendo la utilidad y la relevancia del modelo teórico feminista de cara
a analizar la victimización de las personas mayores, nos advierte del peligro al asumir que la edad como factor actúa
como el género. La aplicación acrítica de un cuerpo de conocimiento y teórico sobre otras realidades puede no
funcionar siempre llevándonos a realizar simplistas paralelismos entre maltrato hacia los mayores, violencia
doméstica, y maltrato infantil. La visión del maltrato hacia los mayores como un fenómeno primariamente
determinado por las relaciones hombre-mujer, choca con la evidencia que muestra complejas variaciones de
patrones en las relaciones abusivas. En cualquier caso, añadiríamos nosotros, esta perspectiva de género debe
integrase en el análisis del fenómeno junto con otras variables. Sobre todo teniendo en cuenta que, como recuerda
Whittaker (1996: 151), “la investigación más ortodoxa, recorrida por nociones liberales de la vejez y la
dependencia y por la preocupación de la preservación de la familia, en términos generales, ha fallado a la hora de
examinar adecuadamente la significación del género como un elemento central en el maltrato hacia las personas
mayores”.
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más continuada303. A estos estudios habría que añadir trabajos más recientes como los de Biggs
et al. (2009) que plantean como el género implica un factor clave presentando, con todo,
variaciones dependiendo de cada tipo de maltrato. Especialmente las diferencias son mayores
respecto al abuso sexual dónde la práctica totalidad de los perpetradores son hombres (Teaster et
al., 2000; Ramsey-Klawsnik, 1991; Burguess, 2006)304 y, aunque, quizás de forma menos clara,
ocurre igualmente en el caso del maltrato financiero (Haffemeister, 2003; Podnieks, 1992 b;
Dessin, 2000)305.
En cuanto a la segunda de las fuentes que refiere Philips (2005), la literatura sobre
prácticas culturales, implicaría una estrecha conexión con la dimensión macro del fenómeno:
tanto con las características y dinámicas de la sociedad edadista, como especialmente con la
interacción entre sexismo y edadismo como fenómenos que enmarcan la posición relegada de las
mujeres mayores y determinan su mayor vulnerabilidad ante situaciones de maltrato. En este
contexto, las Naciones Unidas en el Plan de Acción de Madrid contra el Envejecimiento (ONU,
2002) incluyen una referencia a esta especial vulnerabilidad del colectivo de mujeres ancianas.
Allí se hace especial hincapié en la falta de la realización plena de los derechos humanos y de la
discriminación que éstas sufren en todas las sociedades, así como en el fenómeno de la
feminización de la pobreza. Todo ello hace que la persistencia de determinadas prácticas
tradicionales y costumbres discriminatorias así como la falta de acceso de las mujeres a la los
recursos las coloque en una situación de especial vulnerabilidad frente a la violencia en general a
303 De cualquier forma para un análisis mucho más detallado de estos estudios tanto en el ámbito español como
internacional, incluido lo relativo a la incidencia del género, nos remitimos al capítulo dedicado a la cuantificación
del fenómeno (vid. infra cap. IV).
304 En el contexto del abuso sexual que se produce en el seno de relaciones, muchas veces éste se integra como parte
de un entramado de de maltratos psicológicos, físicos, y materiales, que el perpetrador utiliza para obtener y
mantener el poder y el control sobre la víctima (Brandl et al., 2007:45; Ramsey-Klawsnik, 2003:50). En ocasiones
esa forma de abuso ocurre dentro de matrimonios de larga duración, como consecuencia de una presunción del
marido de que le asiste un derecho de mantener relaciones sexuales con su esposa en cualquier momento, mientras
que las mujeres, que desconocen muchas veces que eso puede considerarse como una violación desde el punto de
vista legal, se verían obligadas a ceder (Ramsey- Klawsnik, 2003). En un estudio norteamericano más reciente
(Burguess, 2006: 43) de los casos estudiados a través de expedientes sobre todo de APS un 23,2% de los
perpetradores eran familiares de la víctima en una interacción incestuosa y un 15,5% esposos. Mientras que, de los
284 expedientes analizados con sospechas de abuso sexual en agencias norteamericanas sólo uno de ellos presentaba
una mujer como presunta agresora. En cuanto a los hijos perpetradores de este tipo de maltrato, a menudo resultan
fuertemente dependientes de los padres presentando en ocasiones problemas de abuso de drogas o de enfermedad
mental grave (Brandl et al., 207: 46). De tal manera que, como señala Ramsey-Klawsnik (2003: 50), a medida que la
persona mayor se va debilitando o deteriorándose por causa de la edad, se vuelve más y más accesible como
potencial víctima.
305 Lo que como indican Aitken y Griffin (1996: 137) no deja de ser interesante por contradictorio dada la diferencia
de ingresos y la mayor pobreza, en general, de las mujeres mayores frente a los hombres. Desde el punto de vista,
esto demostraría la mayor vulnerabilidad de las mujeres, que son vistas por los perpetradores como potenciales
víctimas más accesibles que los hombres en cualquier forma o manifestación de maltrato.
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lo que habría que añadir la discriminación que éstas pueden sufrir por razón de la vejez306.
Como fenómenos altamente preocupantes en este sentido, resulta inexcusable la referencia a
ciertas prácticas culturales en determinados lugares del mundo, notablemente en África, como
por ejemplo las acusaciones de brujería frente a mujeres mayores que implican la expulsión de su
comunidad e incluso el asesinato307, o a prácticas relacionadas con la propiedad de las viudas que
pasa directamente al hijo mayor o revierte en la familia del esposo, que puede presionar para que
ésta abandone el hogar (Clark, 2002: 5-6; Krug et al., 2003: 139).
Pero quizás, para los objetivos y alcance de este trabajo, la más relevante de las fuentes
que menciona Philips (2005), junto con la evidencia empírica que muestran muchos estudios e
investigaciones, sea la aplicación de modelos teóricos feministas al análisis del maltrato familiar
hacia las personas mayores. Análisis que permiten, como planteaban en su momento Aitken y
Griffin (1996: 105), por un lado, superar el silencio que afecta a las cuestiones relacionadas con
el género en relación con el maltrato a los mayores y, por otro lado, ir más allá de los
estereotipos de género que implícita y explícitamente se reproducen en la discusiones sobre el
fenómeno308.
Desde la perspectiva feminista, el desequilibrio de poder entre hombres y mujeres estaría
306 Esta referencia específica a las mujeres como víctimas del abuso a ancianos quedó plasmada en la
Declaración Política resultante de la II Asamblea sobre Envejecimiento celebrada en Madrid en 2002 en los
siguientes términos: ―Las mujeres de edad corren mayor riesgo de ser objeto de maltrato físico y psicológico
debido a las actitudes sociales discriminatorias y a la no realización de los derechos humanos de la
mujer. Algunas prácticas tradicionales y costumbres perjudiciales se traducen en malos tratos y violencia
contra las mujeres de edad, situación que suele verse agravada por la pobreza y la falta de acceso a la
protección de la ley (…) La pobreza de la mujer se relaciona directamente con la ausencia de oportunidades
económicas y autonomía, la falta de acceso a los recursos económicos, incluidos el crédito, la tenencia de
la tierra y la herencia, la falta de acceso a la educación y los servicios de apoyo, y su participación
mínima en los procesos de adopción de decisiones. Asimismo, la pobreza puede poner a la mujer en
situaciones en que es vulnerable a la explotación sexual”,
307 En concreto el Informe mundial sobre la violencia y la salud (Krug et al., 2003: 139) plantea la gravedad de este
problema en países como Tanzania estando asociado muchas veces este fenómeno a litigios por la tierra o
relacionado con mitos sobre el aspecto físico de las brujas. En ocasiones, como señala el mencionado informe, son
los propios familiares o los vecinos quienes instigan a los curanderos a que acusen a las mujeres mayores de
brujería. Aunque también los hombres mayores se ven afectados por este fenómeno generalmente lo son en mucha
menor medida, recibiendo las mujeres (consideradas siempre como inferiores), el grueso de estas acusaciones.
308 En este sentido Aitken y Griffin (1996) en su indispensable monografía Gender Issues in Elder Abuse, identifican
una serie de estereotipos que juegan un papel muy importante en la discusión sobre el tema, reforzando muchas
veces el statu quo de los roles de género y poniendo en cuestión la inteligibilidad del fenómeno dentro de este statu
quo establecido. Estos estereotipos tienen que ver por ejemplo con la mujer cuidadora y el hombre que realiza
trabajo fuera de casa, con el hombre como perpetrador de violencia física y sexual y la mujer como perpetradora de
negligencia pasiva. La discusión sobre el maltrato familiar a los mayores debe analizar estas realidades pero también
saber ir un poco más allá. Fenómenos como la violencia conyugal o de pareja en la vejez, el maltrato entre mujeres,
la violencia del receptor del cuidado hacia la persona que cuida parecen desafiar esas visiones estereotipadas y
deben ser tenidos en cuenta y sacados a la luz.
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en la base de la violencia de género y también, por lo tanto, de la violencia contra las mujeres
mayores (Chrichton, 1999: 119). Ese poder de que hablamos emana de dos fuentes principales: el
acceso a los recursos y la organización jerárquica de los roles de género dentro de las estructuras
sociales patriarcales. De esta forma, como señala Whittaker (1996: 155), “un análisis feminista
considerará la sexualidad y las cuestiones relacionadas con los hijos adultos y tendrá en cuenta
la creciente marginalización de las personas mayores en general y de las mujeres mayores en
particular. En este contexto, el maltrato hacia las personas mayores no es el producto de una
familia patológica sino de una familia patriarcal en la que los hombres ejercen el poder sobre
personas más vulnerables que ellos y que son contempladas como su propiedad”.
Como ya sabemos, las fronteras entre maltrato familiar a los mayores y violencia de
pareja en la edad avanzada son en algunos supuestos más bien difusas (vid. supra cap. I, 3.3). En
el caso de las mujeres ancianas, como recuerdan entre otros Philips (2000), Hightower (2002),
Brandl y Raymond (1997), Brandl (2004), el maltrato de la mujer en el ámbito familiar puede
suponer una larga continuación de un patrón de abusos o bien iniciarse con la jubilación o con la
aparición de un problema de salud. Con cierta frecuencia, según Aitken y Griffin (1996: 133), la
violencia rebrota o se hace más grave y explícita cuando comienzan a evidenciarse las
consecuencias del declinar físico o mental de la mujer y el aumento en general de la
dependencia asociado por ejemplo a una demencia u otro tipo de enfermedad fuertemente
invalidante conectándose muchas veces con situaciones de negligencia309.
309 En este contexto es interesante analizar los fenómenos de homicidio/suicidio entre personas mayores estudiados
por Cohen (2000: 4-5) que plantea la existencia de tres tipos diferenciados: dependiente-protector, agresivo y
simbiótico. En el primero de los casos, el dependiente-protector (un 50% de los supuestos estudiados) el hombre,
siempre dominante en la relación de larga duración y mutua dependencia, actúa de esta forma ante una posible
pérdida de habilidad – real o percibida - para cuidar y proteger a su mujer o bien tras un largo periodo de cuidado en
el que se ve aislado y fuertemente deprimido. El segundo de los tipos, el agresivo, es simplemente una
manifestación de conflicto marital en un marco de violencia doméstica habitualmente de larga duración (ocurre en
un 30% de los supuestos estudiados, el perpetrador suele ser mayor que la mujer y, frecuentemente, existe una
petición o intención de separación o divorcio). Por fin, el homicidio-suicidio denominado simbiótico se daría entre
parejas caracterizadas por una extrema interdependencia, usualmente se trata de mujeres muy enfermas lo que lleva
al marido a cometer el acto (se trata del 20% de los casos estudiados). Cohen (2000) sugiere que estos homicidios-
suicidios simbióticos, cuando se producen entre personas mayores, suelen contemplarse socialmente como
manifestación de un impulso romántico ante la situación de fragilidad y dependencia del matrimonio. Pareja que
prefiere morir juntos a vivir el uno sin el otro. Pero, analizados más en profundidad, suelen revelar que las ancianas
víctimas no han dado su consentimiento para ese supuesto pacto de suicidio. Por otro lado, aproximadamente
en un tercio de estos homicidios/suicidios analizados en este estudio con base en los Estados Unidos subyace una
situación previa de conflicto de pareja, frente a un 20% de aparente pacto de suicidio. En el resto de los supuestos
claramente se transparentaba el miedo del anciano al futuro frente al declinar de su propia salud o ante la
enfermedad de la esposa a cuya vida pone fin unilateralmente. Lo que demostraría una personalidad fuertemente
controladora a lo largo de los años. No existe ninguna certeza acerca de la frecuencia que ocurren estos supuestos
fuera de los Estados Unidos, pero estos casos extremos ayudan a entender un fuerte vínculo entre el maltrato en la
edad avanzada y otras formas de violencia (Philips, 2005: 95). Esta tipología planteada por Cohen (2000) resulta
además básicamente coincidente con la que por ejemplo plantea Philips (2000: 189-190) en relación con las muertes
de mujeres mayores a manos de sus esposos, aun sin que se asocien necesariamente a un posterior suicidio del
209 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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En definitiva, la cuestión a plantearnos es la siguiente: ante estas formas de maltrato
ejercidas contra una mujer anciana, ¿nos encontramos frente a una manifestación de la
violencia contra personas mayores o se trata de violencia contra la mujer? Parece que desde un
acercamiento superficial al tema de la violencia intrafamiliar de género podríamos pensar
erróneamente que es una realidad que afecta esencialmente a las mujeres jóvenes pero es
evidente que no es así necesariamente. Como nos recuerdan Hightower (2002), Brandl y Cook-
Daniels (2002), la violencia doméstica y familiar es, lamentablemente, una realidad también
muy presente en la vida de muchas mujeres de edad avanzada. Lo que ocurre es que, como
señala Philips (2000: 190), estas víctimas mayores raramente se reflejan en los medios a
diferencia de las víctimas más jóvenes, encontrándose subrepresentadas en las casas de acogida
y otros servicios para mujeres maltratadas.
Hay que reconocer primariamente por tanto y tomar conciencia de que la mujer mayor
(al igual que la joven) puede sufrir maltrato físico, financiero, sexual y emocional a manos de
sus parejas, y además de que la mujer mayor resulta también vulnerable al maltrato de sus hijos
adultos, e incluso de sus nietos.
En los casos en los que el maltratador resulta un hijo, como plantean Chrichton et al.
(1999: 125) el edadismo resulta un factor a tener en cuenta en la relación abusiva, ya que aparte
del poder que descansa sobre los tradicionales valores sexistas, el hijo también ejerce un poder
que se basa en su juventud. En definitiva, el maltrato a los mayores puede darse también en
situaciones en las que no existe un contexto de provisión de cuidados (Aitken y Griffin, 1996:
150) o simplemente constituir una manifestación de violencia familiar de género en el seno de la
pareja de edad avanzada. Siguiendo a Hightower (2002), una aproximación y consecuente
abordaje del fenómeno del maltrato familiar hacia los mayores basado exclusivamente en
considerar contextos de cuidado y que se apoye en la explicación privilegiada del estrés del
cuidador desde un modelo teórico situacional, fomenta la errónea visión de los mayores como
entes asexuales, donde las víctimas femeninas o masculinas del abuso de personas mayores no
son, en última instancia, distinguibles310. La etiqueta de maltrato a las personas mayores en este
perpetrador: decisiones unilaterales del anciano que considera que su mujer ya no puede resistir más una situación
de declinar físico o mental, pactos de suicidio cuando se produce la enfermedad gravemente invalidante o un gran
deterioro de uno de los cónyuges y, por último, manifestaciones de violencia doméstica extrema tras una
convivencia usualmente muy prolongada y marcada por el maltrato, a menudo tras un intento de separación o
divorcio.
310 Como recuerdan entre otros Calasanti (2009: 468) y Lo (2006:94), la gerontología en general ha prestado poca
atención al tema de la sexualidad tal vez porque se considera, de manera bastante inexacta, que en realidad es una
cuestión que afecta a una minoría de las personas mayores siendo éstos percibidos como seres asexuados. A través
del prisma tanto de la gerontología feminista como de la gerontología crítica, que considera en cambio que la
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sentido reflejaría una predisposición social a la homogeneización de los envejecientes, al no
tener en cuenta sus diferencias individuales, incluidas las de género.
En cualquier caso, es evidente que contradiciendo este enfoque más acertado del
fenómeno – por resultar más complejo y ajustado a la realidad – tradicionalmente se ha puesto
el foco más bien exclusivamente en las cuestiones relacionadas con el cuidado tendiendo hacia
opresión sexual y el privilegio afecta a todas las personas mayores y debe por lo tanto estar presente en la
investigación, teoría y práctica gerontológica, el tema de la sexualidad vuelve a integrase en la discusión. Muchos
de esos trabajos tienen que ver con el tema de la identidad (Adelman, 1991; Berguer, 1996; Rosenfeld, 1999;
Pollner y Rosenfeld, 2000, entre otros). En ese sentido autores como O´loughlin (2005), o Lo (2006: 93) hablan
de este grupo de ancianos con una orientación sexual o identidad sexual minoritaria como de un grupo
olvidado, poco visibilizado y estigmatizado. En cualquier caso, como bien señala Calasanti (2009: 468) parece
evidente que las cuestiones de identidad entre los mayores homosexuales dan forma a su vejez y a la manera en la
que abordan el envejecimiento en sentidos que los heterosexuales no precisan enfrentar. En el campo concreto que
nos ocupa del maltrato hacia las personas mayores, está claro que también estos ancianos y ancianas
homosexuales, bisexuales y transexuales pueden ser víctimas de malos tratos tanto en el ámbito familiar como en
el institucional. Como indica Cook-Daniels (2002), en sentido de alguna manera opuesto a lo que ocurría con las
personas mayores como colectivo, tradicionalmente se ha centrado la discusión en torno a los colectivos
homosexuales fijando la atención en la sexualidad. Parece lógico, puesto que es lo que les singulariza. Pero esto ha
generado también como efecto el que abordar cualquier otro tema de discusión, como la posición social y
necesidades de los ancianos homosexuales, parece entonces totalmente fuera de lugar. Cuando la realidad es que
existen circunstancias a tener en cuenta que afectan al bienestar y atención de este colectivo de ancianos no
heterosexuales y, más en concreto a la respuesta frente al posible maltrato del que puedan ser objeto. Maltrato que
puede producirse tanto en contextos de cuidado como en contextos de vida en pareja. En todos estos supuestos,
para estas personas mayores, como ya veíamos (vid. supra cap. I, 1.1), se puede llegar a producir una situación de
múltiple discriminación por diversas causas: edad, raza, género e identidad y orientación sexual. Está claro que la
homofobia (esto es, el miedo y/o el odio hacia los homosexuales) juega un papel relevante a lo largo de la
vida de una persona con una orientación sexual no heterosexual. Esta estigmatización, todavía muy activa en la
sociedad, afecta aunque de diversas formas y con distintos estereotipos y prejuicios a todas las edades: a los
adolescentes, pero también a los mayores. En cualquier caso, y de forma en cierta manera paralela a lo que ocurría
en relación con los movimientos feministas, tal y como apunta Boxer (1997: 189), en general y con pocas
excepciones, los movimientos de gays y lesbianas han demostrado, por lo menos hasta ahora, escaso interés en
desarrollar campañas y servicios a favor de los miembros ancianos de su comunidad. Según apunta Rosenfeld
(1999: 139), en alguna medida esta situación derivaría de la actitud de esos mismos grupos de liberación que se
habrían mostrado más partidarios de ensalzar a aquellos pioneros que abrieron camino a la conquista de derechos,
un poco en la comprensible necesidad de crear héroes de guerra, que de ocuparse de las carencias y necesidades de
todos incluyendo a los, desde luego mucho más numerosos aunque aparentemente menos heroicos, homosexuales
mayores que han mantenido oculta (a veces durante toda la vida) su condición. Pero las cosas van cambiando
lentamente en este sentido. Entre las reivindicaciones que poco a poco van abriéndose paso como servicios
necesarios se plantea por ejemplo la posibilidad de la existencia de recursos asistenciales y residenciales
especialmente dedicados a los mayores homosexuales o al menos que integren esa realidad de la existencia de
ancianos y ancianas no heterosexuales en su funcionamiento interno evitando situaciones de discriminación al no
asumir modelos de vida alternativos. Por otro lado, si ya de por sí en los supuestos de violencia a mayores existe
un alto grado de ocultación en estos casos la homofobia todavía hace que las víctimas homosexuales se retraigan
más a la hora de ponerlo en conocimiento de las autoridades o de las personas que se supone que debe proveerles
ayuda. Y a veces esta homofobia queda internalizada por los mismos ancianos homosexuales, sobre todo de edad
avanzada. Especialmente cuando con el proceso de envejecimiento esa misma red de seguridad de amantes,
amigos o personas que los aceptan tal y como son, y que Boxer (1997:193) denomina familias de elección, va
desapareciendo. En este sentido Cook-Daniels (2002) señala como los ancianos que han internalizado la
homofobia pueden llegar a creer que ellos mismos no son personas respetables y acreedoras de ningún tipo de
ayuda y ,en consecuencia, son merecedores de la soledad, la falta de salud y las pobres condiciones de vida
que mantienen. E incluso, llegado el caso, del maltrato. Estos ancianos están acostumbrados para autoprotegerse
a una vida de ocultación de lo que son, son extraordinariamente celosos de su propia intimidad y, en estas
circunstancias, la misma idea de que una persona ajena penetre esa intimidad (aunque sea para procurarles ayuda)
resulta a veces difícilmente aceptable.
211 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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una explicación basada en el paradigma del cuidado inadecuado más que en un paradigma
relacionado con la violencia doméstica (Philips, 2000:189). Desde el punto de vista de la
intervención clínica, señala Philips (2000:189), esto ha implicado una visión amplia que ha
permitido la identificación de ancianos dependientes sobre los que intervenir más allá que desde
el sistema de justicia pero también ha oscurecido algunas cuestiones. Por ello, para Brandl y
Raymond (1997: 62), la asunción acrítica y automática del modelo de explicación basado en el
estrés del cuidador y en la dependencia de la persona mayor víctima puede resultar a la larga
peligrosa para la mujer mayor maltratada porque presume que ésta es frágil y dependiente,
pudiendo no intervenirse correctamente, (haciendo que queden ocultos), en aquellos casos en los
que la víctima presenta una buena salud física y mental. Y ello aun cuando en la gran mayoría
de las ocasiones, estos supuestos de violencia entre parejas de edad avanzada (como toda
violencia familiar de género en realidad) se explicarían esencialmente por las dinámicas de
poder y control ampliamente manejadas por el marco teórico feminista (Brandl, 2000; Whalen,
1996: 110)311. Por otro lado a todo esto hay que añadir que las consecuencias de este tipo de
violencia pueden agravarse considerablemente si tenemos en cuenta el factor de la edad de la
víctima: mayor dificultad a la hora de rehacer la vida, perdida de recursos y seguridad
financiera, etc. (Hightower, 2002; Aitken y Griffin, 1996: 15).
De cualquier forma hay que tener también en cuenta que en la realidad ambos escenarios
– violencia en un contexto de cuidado y relacionada con las dinámicas de la violencia doméstica –
no son excluyentes y pueden aparecer relacionados (Philips, 2000: 188). La división por lo tanto
no es nítida ni se trata de compartimentos estancos, y más bien pertenece a ese territorio de
fronteras difusas entre violencia doméstica y maltrato a los mayores al que nos referíamos con
anterioridad (vid. supra cap. I, 3.3). De hecho, a veces pueden estar tan entrelazados que, de cara
a la intervención, los diferentes agentes implicados no sean capaces de distinguirlos.
Como ya sabemos, las personas mayores pueden ser dañadas de alguna manera por muy
diversas causas, algunas relacionadas con situaciones de negligencia no necesariamente ligadas
a la intencionalidad. Es decir, un cuidador puede causar daño a una persona mayor porque se vea
superado por la situación de cuidado, porque no sea capaz de afrontarla por diversas
circunstancias personales, porque no sabe cuidar a una persona mayor en situación de
dependencia de forma adecuada o porque no quiere asumir esa responsabilidad (Penhale, 2006).
311 Volveremos más tarde sobre estos temas: tanto al analizar críticamente la explicación privilegiada basada en el
estrés del cuidador (vid. infra cap. II, 4.1), como al analizar las implicaciones teóricas en el proceso de respuesta
(vid. infra cap. III).
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Brandl (2000) pone énfasis sin embargo en otra razón diferente: algunos cuidadores o miembros
de la familia causan daño a la persona mayor como forma de ejercer y mantener el control y el
poder sobre esa persona en la creencia de que poseen ese derecho moral y de esta forma
justifican sus conductas. Por tanto, al menos en estos supuestos, la relación con las causas que
explican la violencia familiar de género, entendida como una manifestación del dominio del
hombre sobre la mujer, resultan evidentes: en realidad, no estaríamos más que ante
manifestaciones de violencia de género – a veces prolongada durante casi toda una vida – en las
que la víctima ha ido envejeciendo312. Y en este sentido Brandl (2000) concluye que las
intervenciones deberían partir preferentemente de la necesidad de proveer un sentido de
esperanza a la víctima a través del uso del modelo de empoderamiento313. Y de esta forma existe
una necesidad evidente, como sugiere Whittaker (1996: 155), de construir un cuerpo de
conocimiento basado en las experiencias de maltrato de las propias mujeres para aprender qué
resulta útil. Las políticas feministas, en este sentido, deben relacionarse con la información
adecuada, el empoderamiento y el incremento de recursos disponibles para las mujeres mayores
con la finalidad de empoderarlas y de que sean capaces de enfrentar la violencia.
En otro orden de cosas, hay que destacar como los análisis feministas del maltrato
familiar hacia las personas mayores desafían algunas de las líneas de elaboración teórica sobre el
fenómeno. Muchas de las explicaciones sobre la causación del fenómeno, como destacan Bennet
et al. (1997: 65) y Whittaker (1996: 153), tienden a sugerir que las familias y los individuos que
las forman son responsables de la violencia y del maltrato. De esta forma subyace una cierta
tendencia a patologizar a los individuos y a minimizar, en cierta forma, la culpa. Sobre todo a
partir de las explicaciones centradas en el estrés como catalizador de la violencia y frente al que
312 Brandl (2000) apunta como ante intervenciones que partan del estrés y la sobrecarga como única variable se van
a acometer más bien desde los servicios sociales tratando de poner medios para paliarlo lo que, por ejemplo ante
supuestos de abuso sexual o físico graves, resulta claramente insuficiente limitando la intervención de la justicia y
dejando a la víctima expuesta a nuevas situaciones de maltrato De cualquier forma estas cuestiones tienen que ver
con la intervención ante los supuestos de maltrato – desde la justicia, desde los servicios sociales, desde la sanidad –
y nos ocuparemos de ello más adelante (vid infra cap. III). Tan sólo señalar como esa intervención puede resultar en
supuestos como el que partimos tremendamente compleja que implica muchas veces una decisión difícil, llena de
matices, de todo lo cual nos ocuparemos por extenso al hablar de la intervención ante las diferentes situaciones de
maltrato a través de la investigación realizada (vid. infra cap. VI).
313 En este modelo ocupa una posición central el concepto de empoderamiento (empowerment) que se dirige a
actuar sobre las desigualdades de poder a través de intervenciones tanto a nivel micro (incidiendo sobre las
necesidades de los individuos) como macro (dirigidas a determinados grupos de población e instituciones). Un
primer logro en este nivel micro de intervención es alcanzado precisamente al ayudar a las mujeres (y también a
otros grupos de población afectados) a pasar de la condición de victimas a la de supervivientes así como a tomar la
decisión de protegerse a sí mismas (Nerenberg, 2008: 41). En cualquier caso, trataremos más adelante y con mayor
profundidad esta cuestión del empoderamiento inserta en los procesos complejos de respuesta (vid infra. cap. III).
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los individuos no pueden controlar la situación o enfocadas sobre características personales del
perpetrador (enfermedad mental, abuso de sustancias, dependencia patológica)314.
Frente a este análisis, la perspectiva feminista se centra específicamente en el género y el
poder de tal manera que su tesis central, según síntesis de Bennet et al. (1997: 65), descansaría
en la idea de que la estructura patriarcal conduce directamente a la subordinación de las mujeres
(y los niños). Y en ese marco, la violencia es usada para mantener a los hombres en su posición
de poder dentro de la sociedad, dentro de la familia y de las relaciones de parentesco. Por lo
tanto, como sugiere Whittaker (1996:156), el feminismo debe desarrollar análisis en relación con
el maltrato hacia las personas mayores que sean conscientes de la construcción social y cultural
del maltrato y que coloquen las causas más allá de los rasgos de personalidad o de las
características personales tanto de la persona mayor maltratada como del perpetrador.
Pero junto a la consideración de las mujeres mayores como víctimas es necesario que
abordemos también la otra cara de la moneda: esto es, las mujeres como perpetradoras de
maltrato familiar hacia las personas mayores.
Previamente hay que señalar que, en buena medida, la idea de la mujer como posible
perpetradora del maltrato familiar hacia las personas mayores también deriva de las
explicaciones del fenómeno que privilegian el estrés o sobrecarga del cuidador como causa. Se
trata de un razonamiento en apariencia lógico: si el maltrato familiar es perpetrado por los
cuidadores por razón de sobrecarga, como la mayoría de los cuidadores son mujeres,
consecuentemente serán las mujeres las perpetradoras en mayor proporción de estas
manifestaciones de maltrato o negligencia. Pero, ¿es esto en realidad así?
En primer lugar hay que poner en cuestión, como venimos haciendo, la explicación del
estrés del cuidador como única causa explicativa del maltrato familiar a los mayores. Puede ser
una causa en determinados contextos y supuestos, pero, desde luego, no es la única causa en
todos los casos y situaciones. En segundo lugar, hemos de observar si los estudios empíricos
sobre la prevalencia e incidencia del fenómeno sustentan tal afirmación315. Y en tercer lugar
tenemos que introducir en el análisis la existencia de un fenómeno poco estudiado y analizado
314 Inserta en esta dinámica cobra pleno sentido la discusión sobre si el análisis feminista sobre el maltrato familiar
hacia los mayores debe o no cuestionar los procedimientos penales como un instrumento adecuado en el campo de la
respuesta frente al maltrato (Whittaker, 1996: 158). Trataremos más adelante sobre los límites y la oportunidad de la
intervención penal, discusión en la que subyace la tensión entre compasión y control en la respuesta, con mayor
profundidad y desde un punto de vista más general (vid. infra cap. III).
315 De nuevo, aunque hagamos referencias a algunos estudios específicos, nos remitimos también en esta cuestión al
análisis de los principales estudios existentes, con especial hincapié en el contexto español que hacemos más
adelante (vid. infra cap. IV).
214 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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como es el de la violencia hacia la cuidadora, muchas veces también una mujer mayor, ejercida
por el propio mayor receptor del cuidado. Violencia que puede tener también un carácter
reciproco y ser bidireccional. Vayamos por partes.
En primer lugar, respecto a la explicación basada en el estrés del cuidador como base de
la consideración de la mujer cuidadora como perpetradora, ya hemos visto como se ve desafiada
y puesta en cuestión de alguna manera por los análisis feministas del fenómeno. De esta forma,
la resistencia a considerar que el maltrato hacia las personas mayores, como ocurre con otras
formas de violencia intrafamiliar, es también un problema esencialmente masculino se
manifestaría de diversas formas entre las cuales estaría la de asegurar precisamente que hay un
número cada vez mayor de mujeres que maltratan y que las mujeres son también perpetradoras
de este tipo de abuso. Según Whittaker (1996: 151) esto encubriría en realidad una forma de
justificación de los expertos para no adoptar las explicaciones feministas del fenómeno centradas
en consideraciones acerca del análisis del poder que ejercen los hombres en el ámbito de la
familia.
En segundo lugar, habría que considerar la cuestión de si la evidencia empírica sustenta
estas afirmaciones según las cuales las mujeres son, cada vez en mayor grado, perpetradoras de
esta forma de maltrato. Previamente habría que reconocer que una visión cada vez más
abarcadora de la compleja realidad del maltrato hacia las personas mayores va abriéndose
camino demostrando empíricamente que, aunque la mayoría de las víctimas sean mujeres,
también los hombres mayores frágiles, y vulnerables son víctimas de maltrato siendo en
ocasiones las mujeres las perpetradoras (Godkin et al., 1989; Pillemer y Wolf, 1986; Pillemer y
Suitor, 1988; Pritchard, 2001) 316.
Pero habría que matizar estas afirmaciones puesto que, como hemos visto, muchos de los
resultados de las investigaciones sobre el tema, al menos en los estadios iniciales de estudio, son
ambiguos, poco concluyentes y a veces contradictorios por los diferentes conceptos manejados
y las diversas técnicas empleadas (Chritchton et al. 1999). En este sentido, en el recorrido sobre
los principales estudios anglosajones llevado a cabo por Brandl y Cook-Daniels (2002:7) se
señala como, en realidad, son muy pocos los estudios que concluyen que las mujeres son
316 Penhale (2006: 208-209) también apunta que el hecho de que las mujeres en las estadísticas aparezcan como
víctimas en mayor proporción puede estar condicionado, además de por la feminización demográfica del
envejecimiento, por una tendencia mayor de las mujeres a reportar situaciones de abuso y porque, al tener
generalmente el maltrato que éstas sufren un carácter más grave, necesita más asistencia por los profesionales
sanitarios saliendo a la luz en mayor proporción. Además, el maltrato perpetrado por una mujer puede tener un
carácter más psicológico o de negligencia pasiva y el perpetrado por un hombre ser más físico con lo que este hecho
haría que pasara más desapercibido para los profesionales en el caso de que la perpetradora fuera una mujer.
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perpetradoras de esta forma de maltrato en mayor proporción que los hombres (Dunlop et al.,
2000; Anetzerberger, 1998). Existe un temprano estudio de Pillemer y Filkenhorn (1988) por
ejemplo que apuntaría a que las mujeres en contextos de cuidado presentarían tasas mayores que
los hombres incluso en el uso de violencia física317. De cualquier manera, como puntualiza
Penhale (2006: 208), en estudios posteriores (Millar y Dodder, 1989; Sengstock, 1991) se
encontró cierta evidencia de que los hombres tendían más a estar envueltos en situaciones de
maltrato físico mientras que las mujeres lo estaban especialmente en situaciones de negligencia.
Pero a este respecto hay que considerar que los estudios partían de diseños que otorgaban gran
relevancia a las situaciones de negligencia, con lo cual este hecho podría explicar en gran parte
los resultados según los cuales las mujeres aparecían como perpetradoras de maltrato en elevada
proporción.
Finalmente, en tercer lugar, tenemos que incorporar a la discusión el análisis del
fenómeno de la mujer cuidadora víctima a su vez de maltrato. En las situaciones en las que el
maltrato se produce en el contexto de una relación de provisión de cuidados, las mujeres
cuidadoras son también maltratadas lo que desafiaría esa imagen tópica de la mujer cuidadora
sobrepasada por la situación como maltratadora del mayor a su cargo. Y así, para Philips et al.
(2000: 124), este fenómeno específico del maltrato hacia las mujeres cuidadoras al no ajustarse
a esa visión más extendida del maltrato a los mayores, por lo tanto, no se reconoce e identifica
como algo importante y prevalente318. En este sentido en muchas ocasiones se ha dejado a un
lado la situación de las mujeres ancianas pero con fuerzas todavía para hacerse cargo de una
317 Pillemer y Filkenhorn (1988) hallaron un mayor número de hombres víctimas que de mujeres con un ratio de un
1:1,6. De cualquier manera Brand y Cook-Daniels (2002: 7) critican el hecho que en la medición de las formas de
violencia físicas utilizadas en el estudio de Pillemer y Filkenhorn (1988) no se distinga entre grados, ni se analice
tampoco la sensación de vivir con miedo o el cambio de forma de vida al que la situación de violencia ha podido
conducir a la víctima. Penhale (2006: 208) también puntualiza el hecho de que el estudio consistía en una encuesta
telefónica con lo que las personas en situación de ser consideradas más en riesgo por su vulnerabilidad o fragilidad
física o mental no participaron.
318 Según Philips et al. (2000: 124) esta falta de atención sobre este fenómeno parte también de la visión social de
los cuidadores profesionales como siempre más jóvenes y fuertes que la persona mayor de la que se ocupan,
presumiblemente en control absoluto de la situación y que, en consecuencia, no pueden resultar dañados como
resultado de una agresión. Esta visión de los cuidadores profesionales se traslada también a los cuidadores familiares
(que al fin y al cabo realizan tareas similares a los cuidadores profesionales en instituciones), aunque, en realidad,
las semejanzas acabarían en ese punto siendo muchas las diferencias. Habría que recordar además, en este momento,
como hemos visto con anterioridad, el importante número de cuidadores de personas ancianas que son a su vez
ancianas ellas mismas. De los cuidadores /as en torno a un 15,9 % tienen entre 60 y 69 años y existe un 14,5 %
con más de 69 años. La edad media del cuidador/a está en 52,9 años. Fuente: Cuidados a las Personas
Mayores en los Hogares Españoles. El entorno Familiar (IMSERSO, 2005). Como apuntan Philips et al. (2000:
125), se trata de mujeres peri-menopáusicas, que se ven afectadas por la vulnerabilidad y fragilidad física asociada a
su propio proceso de envejecimiento.
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persona mayor que pueden ser objeto de malos tratos por parte del anciano al que cuidan319.
Generalmente se pregunta a los cuidadores acerca de las necesidades y los problemas de los
ancianos dependientes sujetos de los cuidados, pero escasamente a las cuidadoras ancianas
acerca de sus propias necesidades y problemas. Por ello habría que empezar a plantearse
también que este tipo de maltrato se puede producir en un sentido inverso al habitualmente
aceptado: esto es, partiendo del anciano objeto del cuidado hacia la cuidadora. El tratamiento
de estos casos, muchas veces asociados a situaciones de demencia o pérdida de capacidades
cognitivas de la persona objeto de cuidado, deberá como es lógico integrar todas esas
circunstancias que se presentan320.
Hasta aquí estas consideraciones sobre el género que, como hemos visto, se trata de una
variable ineludible a la hora de hablar de la cuestión que nos ocupa aunque no siempre los
estudios y trabajos desarrollados sobre el tema han sido capaces de integrarlo adecuadamente en
su análisis. Y así por ejemplo Whittaker (1996: 159) destaca como la necesidad de proponer
visiones alternativas respecto de las explicaciones y significados del maltrato hacia las personas
mayores constituye una parte esencial respecto a la lucha hacia la prevención y el cambio. Una
tarea en la que las feministas tienen mucho que aportar.
En este sentido, la muchas veces tópica, recurrente y reductora explicación del fenómeno
casi exclusivamente a partir del estrés y la sobrecarga del cuidador o cuidadora muestra la
necesidad de visiones alternativas y críticas sobre el conocimiento construido en torno al campo.
Esta explicación centrada en la sobrecarga de la cuidadora constituye muchas veces la falsilla
sobre la que se dibujan los modelos teóricos que explican el fenómeno y que en consecuencia
informan la respuesta que se articula frente al mismo. Por eso mismo, dedicaremos las
siguientes páginas a revisar críticamente esa concepción, así como las analogías frecuentes entre
esta forma de violencia y otras formas de violencia en la familia.
319 En esta línea por ejemplo se insertarían sin embargo estudios que han explorado la posible relación entre la
demencia y la violencia del mayor objeto del cuidado hacia su cuidadora (Coyne et al., 1993; Cahill y Shapiro,
1993). De esta forma podemos señalar que existe una cierta evidencia empírica que sustentaría la reciprocidad del
maltrato en casos en los que se admite por parte de los cuidadores formas de violencia verbal o incluso física sobre
todo en caso de comportamientos violentos por parte de la persona mayor objeto del cuidado en casos de demencia.
320 Como advierten Brandl y Raymond (1997: 64), lo que hay que tener muy en cuenta es que esos perpetradores
presentan limitaciones cognitivas que no le facultan para distinguir entre comportamientos maltratantes y los que no
lo son. Esta violencia, como es lógico, no tendría su origen ni explicación en la creencia de que hay una legitimación
en el uso de la violencia para mantener una posición de poder. El ejemplo paradigmático lo constituiría el caso
hipotético de un enfermo de alzheimer que en una fase de agitación agrede a su esposa cuidadora.
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4.- Revisión crítica del marco teórico explicativo del maltrato familiar al
mayor.
Tanto en este capítulo como en el anterior, hemos querido dar una visión genérica del
marco teórico en el que se mueve el análisis del fenómeno del maltrato familiar hacia las
personas mayores centrándonos especialmente en las definiciones, tipología, teorías explicativas,
así como en los principales factores de riesgo y protección asociados. Por ello, y antes de
ocuparnos más específicamente de la respuesta articulada frente al mismo consideramos útil y
oportuno concluir con una serie de reflexiones críticas sobre ese marco teórico básico esencial.
Reflexiones que nos permitan entender mejor la naturaleza de esa respuesta a la que dedicaremos
desde un punto de vista teórico el siguiente capítulo de la tesis doctoral (vid. infra cap. III) y el
grueso de la segunda parte, en la que analizamos los hallazgos de nuestra propia investigación
(vid. infra caps. V, VI y VII).
Para ello nos centraremos en dos cuestiones: por un lado la crítica a la consideración del
estrés del cuidador y la dependencia de la persona mayor como explicación excesivamente
privilegiada del maltrato hacia los mayores; por otro lado, la correlación establecida entre esta
forma de violencia intrafamiliar que es el maltrato a los mayores y otras manifestaciones como el
maltrato infantil y la violencia intrafamiliar de género.
4.1.- Valor del estrés del cuidador como explicación del maltrato
familiar hacia las personas mayores.
A lo largo de este capítulo hemos hablado en repetidas ocasiones del concepto estrés del
cuidador, bien considerándolo como factor de riesgo, integrándolo en modelos teóricos
explicativos, o bien caracterizándolo como explicación privilegiada del fenómeno. Y ello
porque – como oportunamente nos recuerdan entre otros Nerenberg (2002: 3), Brandl et al.,
(2007: 38) y Wolf (1998) – investigadores y profesionales del campo de la prevención del
maltrato hacia los mayores han asumido desde hace tiempo que el estrés asociado con el
cuidado de los familiares impedidos o dependientes, especialmente aquellos afectados por algún
tipo de demencia, puede generar situaciones de maltrato, frecuentemente de negligencia.
Esta asunción llevó, como también hemos visto (vid. supra cap. I, 3), a que los primeros
estudios plantearan un retrato del caso típico de maltrato hacia los mayores como aquel en el
que una mujer mayor frágil resultaba maltratada – especialmente siendo víctima de negligencia
– por una cuidadora, habitualmente una hija adulta, bienintencionada, pero sobrepasada por el
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estrés generado por la situación (Nerenberg, 2002b: 3; Wolf, 1997). Los perpetradores, según
este modelo, eran más bien los hijos adultos (especialmente hijas) que los cónyuges u otros
familiares, y las víctimas presentaban la mayoría de las veces importantes limitaciones físicas,
mentales o de ambos tipos (Wolf, 1997).
Como señalan Brandl et al. (2007:38), esta explicación, integrada en el modelo
situacional, fue generalmente aceptada sin cuestionarla, entre otras cosas porque resultaba
simple y atractiva. Para Wolf (1997) ganó aceptación en parte por la falta de datos empíricos
para probar la virtualidad de otras hipótesis y en parte por la persistente tendencia, que
analizaremos más adelante, de comparar e identificar el maltrato hacia los mayores con el
maltrato infantil.
Sin negar su virtualidad y el eventual papel que en algunos casos el estrés del cuidador
puede jugar en la producción de situaciones de maltrato o negligencia, es evidente, que la
tendencia de la investigación, a medida que ha ido desarrollándose en los últimos años y
profundizando en la naturaleza del fenómeno objeto de estudio, ha sido, si no ir dejando de lado,
al menos ir poniendo en cuestión su posición privilegiada, redimensionando así su
importancia321. Sin embargo son varios los estudios y las teorías sobre la causación que
recogen esta variable a pesar de que para autores como Neremberg (2002b: 3) la relación entre
maltrato hacia los mayores, dependencia del anciano y estrés del cuidador sigue estando
pobremente comprendida322. En contrapartida, del análisis de las diferentes teorías explicativas
y de los factores de riesgo en el maltrato a personas mayores que hemos analizado más arriba se
deduce que la explicación basada en la dependencia del agresor con respecto a su víctima
mantiene todavía, al menos entre los profesionales y el público en general, un carácter más
bien residual. En contrapartida, como apunta Wolf (1997), una visión típica del maltrato hacia
los mayores conectada con la dependencia del mayor y relacionada con el estrés de la cuidadora,
321 Para Payne (2002: 542) los investigadores comenzaron a modificar estos hallazgos iniciales en tres líneas
diferentes: primero al considerar que es precisamente la dependencia del agresor la que determina en mayor medida
el maltrato que la dependencia de la víctima (Pillemer, 1986); segundo al hacer patente los investigadores el hecho
de que la explicación centrada en el estrés del cuidador potencialmente simplificaba en exceso las explicaciones
sobre el maltrato a los mayores (Anetzenberger et al., 1993); tercero, los investigadores comenzaron a reconocer que
las características del agresor eran más relevantes a la hora de explicar el maltrato hacia los mayores que las
características de la víctima. A ello habría que añadir una tendencia a explicar cada forma de maltrato por causas
determinadas (y así, la dependencia de la víctima es relevante como causa de maltrato financiero y psicológico pero
lo es mucho menos en el caso del maltrato físico) (Payne, 2000: 542).
322 Por otro lado, las consecuencias de estas explicaciones son evidentes y, como recomiendan Brandl et al. (2002:
8), los profesionales deben acostumbrarse también a la dependencia de los hijos adultos (emocional, en la vida
diaria, financiera) como una potencial señal de alarma ante situaciones de maltrato. Porque demasiadas veces los
profesionales están buscando la dependencia de la víctima como esa señal de alarma en lugar de centrarse también
en la dependencia del potencial agresor.
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ha sido ampliamente asumida por el público en general, la prensa y los políticos. Y como se
deriva de los resultados de nuestra investigación primaria, también por muchos de los
profesionales implicados en la respuesta (vid. infra. caps. V, VI y VII).
Pero podemos afirmar que la explicación unívoca del maltrato hacia las personas mayores
como derivado de la situación de dependencia de las posibles víctimas es por sí sola pobre, no
tiene en cuenta la pluralidad, complejidad y carácter multicausal del fenómeno y además, en el
momento actual, carece de una validación empírica clara y determinante323. Como apuntan
varios autores (Bennet et al., 1997; Atkien y Griffin, 1997; Payne, 2002) quizás la demostración
más evidente de las flaquezas de esta explicación centrada en el estrés y la dependencia de la
víctima sea la evidencia de la gran cantidad de personas que se encuentran en una situación de
cuidado de una persona mayor dependiente y sin embargo la relativamente escasa prevalencia de
esas situaciones de maltrato. En consecuencia, un análisis global del fenómeno que
sobredimensione su importancia devendrá necesariamente ineficaz de cara a una respuesta
adecuada324.
323 Lasch y Pillemer (2004:1265) por ejemplo resultan concluyentes al afirmar cómo ni la dependencia de la
persona mayor hacia su cuidador ni el resultante estrés del mismo han sido encontrados como factor a la hora de
predecir el maltrato en la mayoría de estudios hasta ese momento. Los estudios que en su diseño incorporaban
grupos de control especialmente no han podido establecer, al menos en el ámbito anglosajón, una relación entre el
elevado grado de dependencia de la persona mayor y las situaciones de maltrato. No obstante es cierto que la
demencia de la persona mayor asociada a las situaciones de maltrato como factor de riesgo, como hemos visto (vid
supra cap. II, 2.1), presenta un apoyo empírico mucho mayor aunque se relacione, en puridad, con los
comportamientos disruptivos en el paciente que puede ocasionar la enfermedad
324 Así, por ejemplo, sin perjuicio de un posterior desarrollo de estas ideas en capítulos siguientes (vid. infra cap.
III), ya que además se encuentran muy presentes en los resultados de nuestra investigación, Brandl et al. (2007: 39-
40) plantean las siguientes consecuencias prácticas: una inadecuada evaluación de los profesionales centrados en
identificar quién es el adulto vulnerable en los primeros momentos, una tendencia estrategias de intervención
centradas en el apoyo al cuidador y en la reducción del estrés que puede no ser útil cuando el maltrato tiene sus
raíces en el ejercicio del poder y el control, una excesiva focalización del problema derivada de esas estrategias de
intervención como un asunto de los servicios sociales y, por último, un cierto peligro de estar culpando a la victima
por ser difícil de cuidar. También para Nerenberg (2002: 3) los investigadores al caracterizar esta explicación del
maltrato a los mayores como poco adecuada para explicar todas las complejas dinámicas del mismo cuestionan el
confinamiento de las respuestas al ámbito de los servicios sociales abriendo camino, en determinados casos, también
a respuestas legales. Como apunta Whittaker (1996: 158), esto es especialmente visible en el caso de la violencia
contra las mujeres mayores, donde los argumentos contra el uso de la justicia penal señalan que la penalización y
persecución de estas situaciones no mejorará la situación de la víctima del modo que por ejemplo puede hacerlo la
terapia. Hay que evitar el estar enviando mensajes a la sociedad en el sentido de que no hay nada en realidad
demasiado serio en el hecho del maltrato hacia las mujeres por lo menos cuando éstas son mayores. Suponer que los
agresores son siempre personas estresadas, pero también con problemas mentales, adictos a las drogas o al alcohol o
patéticamente dependientes de la persona mayor puede hacer suponer que en realidad no son responsables de sus
actos. Aunque, en este sentido, hay que tener en cuenta también que sobre todo los profesionales que trabajan en el
campo de las demencias han tratado de restar énfasis a las posibles situaciones de violencia en el marco de un
contexto de cuidado siendo reluctantes a la aplicación del concepto de maltrato, Ya que muchas veces centrarse en
un posible comportamiento abusivo del cuidador sin tener en cuenta las circunstancias que rodean la situación en
concreto puede conducir a inadecuadas e injustas respuestas punitivas (Nerenberg, 2002:3). De todas formas. sobre
estas cuestiones y otra serie de implicaciones asociadas a la respuesta frente al fenómeno y a la tensión entre control
y compasión volveremos más adelante (vid infra. cap. III).
220 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
U n a n á l i s i s s o c i o j u r í d i c o . [ J o r g e G r a c i a I b á ñ e z ] .
En definitiva, ¿cómo debemos contestar a la pregunta implícita en este subepigrafe acerca
de si el estrés del cuidador como causa del maltrato familiar a los mayores constituye una
explicación válida? La respuesta no es unívoca. La explicación del estrés del cuidador
probablemente es válida en determinados supuestos y contextos, cuando se dan una serie de
circunstancias. Deja de ser útil cuando se pretende convertirla en la explicación, sin entender que
no se trata más que de una de las explicaciones posibles. Pero por otro lado, como bien señalan
Atkien y Griffin (1997: 4), es evidente que para analizar el maltrato familiar a los mayores
tenemos que analizar los contextos de cuidado de los familiares en los que, en determinados
supuestos, el estrés del cuidador o cuidadora es una realidad muy presente. Así lo hemos hecho
nosotros también. Por lo tanto podemos concluir que no se niega la posible virtualidad de esta
causa en la producción del maltrato – cuestión que en cualquier caso debe seguirse analizando y
estudiando – aunque sí se advierte de los posibles consecuencias indeseables de una respuesta
que la asuma acríticamente oscureciendo la posible concurrencia de otras causas y factores a
través de un análisis global del fenómeno.
4.2.- Relación entre el maltrato familiar a los mayores y otras formas
de violencia intrafamiliar.
Como veíamos, entre las razones que Wolf (1997) señalaba para explicar la gran
aceptación de la hipótesis del estrés del cuidador se encuentra la tendencia de comparar e
identificar el maltrato hacia los mayores con el maltrato infantil. Para entender esta tendencia
hay que partir del hecho de que, como ya hemos señalado con anterioridad (vid. supra. cap. I, 2),
la primera forma de violencia intrafamiliar que fue objeto de la atención de los estudiosos así
como de medidas de prevención, detección, e intervención por parte de las diferentes agencias
públicas fue precisamente el maltrato infantil. En este sentido, al comenzar a movilizarse la
sociedad, los ámbitos académicos y las distintas agencias estatales en relación con un fenómeno
nuevo como el maltrato hacia las personas mayores resulta perfectamente lógico que se tratara de
capitalizar la experiencia acumulada en relación con el análisis y la intervención frente al
maltrato infantil, sobre todo teniendo en cuenta una serie de aspectos que comparten ambas
formas de violencia familiar (Bennet et al., 1997: 39).
Tanto el maltrato hacia las personas mayores como el maltrato infantil, en términos de
reconocimiento inicial del problema, son fenómenos que se han construido sobre todo desde el
ámbito médico y desde el punto de vista de la medicina. Mientras que la atención sobre violencia
221 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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de género tiene sus antecedentes en la labor ejercida por el movimiento feminista y ha sido
construido desde el punto de vista de constituir más un problema social que médico.
Sin embargo es evidente que existen otros aspectos que singularizan esta forma de
maltrato y que lo alejan del maltrato a menores. En consecuencia, un modelo que se centre
excesivamente en la reproducción de los patrones con los que se ha abordado la realidad del
maltrato infantil ha de resultar necesariamente insatisfactorio. No obstante, como sugieren
Bennet et al. (1997: 40), en muchas ocasiones se han asumido de forma bastante acrítica que los
marcos teóricos y explicaciones elaborados desde la psicología o la sociología son comparables e
intercambiables para las diferentes formas que toma la violencia familiar. Por eso es importante
trabajar en el sentido de dilucidar en qué medida los modelos de explicación de la violencia
familiar son también válidos para la explicación de la violencia hacia las personas mayores.
Siguiendo a Pain (1999) podemos señalar que la comparación entre maltrato infantil y maltrato a
los mayores resulta edadista porque se inclina a infantilizar a las personas mayores colocándolas
como víctimas pasivas reforzando los estereotipos negativos e invitando a respuestas elaboradas
desde el paternalismo (Biggs et al., 1995; Vinton, 1995). Tanto el maltrato a los mayores como
el maltrato infantil están construidos desde consideraciones relativas a la edad, pero las
relaciones de poder subyacentes son mucho más complejas en el caso de los mayores, con lo cual
los resultados de esa interacción son diferentes. Y así a diferencia de los niños las personas
mayores, como es lógico, van a disponer de una mayor independencia legal, emocional y
económica (Bennet et al., 1997: 44).
Aunque, en general, el maltrato familiar hacia los mayores ha sido comparado con mayor
frecuencia al maltrato infantil que a la violencia entre la pareja, también se ha asimilado a esta
última manifestación de violencia doméstica (Bennet et al., 1997: 42). Varios de los factores de
riesgo detectados serían, desde esa perspectiva, compartidos por estas formas de maltrato
familiar, sobre todo aquellos relacionados con el aislamiento social, la pobreza y el estrés
(interno y externo) (Bennet et al., 1997: 41). En realidad, como ya analizamos en el capitulo
anterior (vid supra cap. I, 3.3) y en este mismo al referirnos a la mujer como víctima (vid supra
cap. II, 3.4), la violencia conyugal o de pareja, cuando la víctima es una mujer mayor, constituye
una de las formas en la que se manifiesta la violencia familiar contra los mayores. De tal forma
que, como ya hemos apuntado y desarrollaremos al hablar de la respuesta (vid infra. cap. III, 2),
si intervenimos centrándonos sólo en la edad como consideración y aplicando criterios
tradicionalmente asociados al maltrato a los mayores (como por ejemplo la intervención
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destinada a reducir la sobrecarga del cuidador) podemos por un lado malinterpretar la situación y
por otro no afrontar la intervención que resultaría más adecuada para la víctima.
Además, como recuerda Pain (1999), globalmente se han señalado numerosos
paralelismos entre el maltrato a los mayores, la violencia doméstica contra mujeres más jóvenes
y el maltrato infantil: todos tiene lugar en el ámbito privado, implican víctimas que mantienen
relaciones de larga duración con el agresor pudiendo presentar cierta situación de dependencia
hacia el mismo, y además son, en buena medida, fenómenos ocultos y poco reportados. Ante
todos estos problemas la sociedad se ha mostrado, al menos inicialmente, reluctante a sacarlos a
la esfera pública, e incluso a admitir la mera existencia de los mismos, percibiéndose una gran
dificultad en la intervención incluyendo la negativa (a menudo por lógicas razones) de las
propias víctimas a solicitar ayuda. Por último estas tres formas de violencia pueden analizarse,
en mayor o menor medida, en términos de las relaciones de poder entre edad y género.
En el análisis que hacen de las diferencias entre diversas formas de violencia intrafamiliar
Bennet et al. (1999: 45) parten de nuevo de los tres diferentes niveles donde se manifiesta el
maltrato: micro, mezzo y macro. Nos centraremos en los niveles macro y micro. En el nivel
macro, en la sociedad en su conjunto, debido a la relegada posición que ocupan las personas
mayores también con respecto a los niños y a las mujeres jóvenes puede hacer que la violencia
frente a estos dos últimos colectivos sea vista en realidad como un asunto más grave. Y de esta
forma, el maltrato infantil suele ser contemplado, en contraste con el mucho más desconocido y
socialmente indiferente maltrato a los mayores, como el más grave y chocante crimen contra la
sociedad que desafía los precedentes culturales y sociales que dictan la responsabilidad de la
familia y la sociedad en el cuidado y la crianza de los hijos (Penhale, 1993). Esto sobre todo se
manifiesta en el supuesto del maltrato infantil entre otras cosas porque las diferentes personas,
profesionales sociosanitarios y agencias públicas implicadas se encuentran mucho más
preparadas y alerta respecto a estas cuestiones que respecto del maltrato a los mayores. Es decir,
son mucho más capaces de, cuando están presentes determinados factores de riesgo, pensar en la
posibilidad de existencia de maltrato infantil (Bennet et al., 1997: 44). Y en algún sentido,
ocurre lo mismo en relación con la violencia familiar de género de la que son víctimas las
mujeres jóvenes (Bennet et al., 1997: 44). En el nivel micro, individual, también aparecen
significativas diferencias entre las diversas formas de violencia familiar. Por ejemplo existe una
mayor dificultad de detección en el supuesto de la violencia contra las personas mayores. En el
supuesto de la violencia ejercida contra las personas mayores, se parte de relaciones personales
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que han durado muchos años, muchas veces esa violencia tiene su origen en la mala relación
preexistente y son escenarios muy resistentes al cambio (Bennet et al., 1997: .45).
En definitiva, siguiendo a Bennet et al., (1997: 52), podemos concluir que el maltrato
familiar hacia los mayores es, en cierto sentido, una realidad similar pero, en otro sentido,
también muy diferente de las otras formas de violencia familiar. Al menos desde un análisis
feminista, como sugiere Whittaker (1996: 157), mientras se insista en la ortodoxa separación del
maltrato hacia las personas mayores de otras formas de violencia familiar, la teorización y el
pensamiento sobre el fenómeno permanecerán poderosamente limitados. Su naturaleza y alcance
parece indicar que es necesario que se considere más bien como una realidad diferente aunque no
aislada de otras formas de violencia familiar325.
A modo de recapitulación, y en relación con el marco teórico causal del maltrato familiar
a los mayores, podemos concluir que la reflexión en torno a la causación se encuentra
demasiadas veces constreñida por los tópicos. Ello tal vez sea debido al limitado desarrollo
teórico y la escasez de trabajos sobre el tema. Sin excesiva base empírica y sin tener demasiado
en cuenta las implicaciones que esto puede suponer, se han dado por buenas explicaciones
porque, al menos en apariencia, parecen congruentes con el sentido común. Es el caso sobre todo
de la explicación que se centra en el estrés o la sobrecarga de la cuidadora insertada en el modelo
teórico situacional.
En nuestra opinión esa explicación no se debe desdeñar pero sí se debe redimensionar.
Redimensionar a la luz de la evidencia empírica que proporcionan nuevos estudios y a la luz
también de la teorización cada vez más sofisticada sobre el fenómeno. Indudablemente la
provisión de cuidado es uno de los contextos en los que se producen situaciones de maltrato
familiar hacia las personas mayores. Constituye además una dimensión importante porque es uno
325 Bennet et al., (1997: 52-53) ponen de relieve en su análisis la existencia del maltrato institucional de personas
mayores que, aunque no es el objeto de esta tesis doctoral, es evidente que se trata como un fenómeno relacionado
pero diferenciado del maltrato familiar. Mientras que, sin negar la posibilidad de que se produzcan situaciones de
abuso o maltrato en dispositivos de atención a la infancia o a los discapacitados en estos casos parece que no se hace
una distinción tan neta en relación con el maltrato infantil en el seno de la familia, distinción que sí aparece como
evidente (maltrato familiar y maltrato institucional) cuando se refiere a los mayores. Esto vendría a confirmar, según
los autores, la hipótesis del carácter distintivo del maltrato hacia las personas mayores.
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de los contextos esenciales en el que trabajan profesionales implicados desde la intervención
social o desde el ámbito sanitario en la atención y el bienestar de las personas mayores. Pero que
sea una de las posibles dimensiones del maltrato familiar no significa que sea la única. Si
convertimos el maltrato en una cuestión que se produce esencialmente en contextos de provisión
de cuidados (por la sobrecarga y el consecuente estrés que ello implica), aparte de no estar
respaldados inequívocamente por la evidencia empírica, estamos oscureciendo otros escenarios
determinados por otras causas diferentes y obviando una buena parte de la construcción social y
cultural del fenómeno. Y además, al menos en determinados casos y en alguna medida,
podríamos estar descargando de parte de responsabilidad a los posibles agresores deduciendo
que, en el fondo, él (o ella) no es más que una víctima de las circunstancias.
Por otro lado, uno de los aspectos que recurrentemente se repite en relación con la
teorización del fenómeno es la de la comparación con otras formas de violencia familiar. Sobre
todo con el maltrato infantil. La comparación es útil y pertinente en determinados aspectos pero
chirría demasiado en otros. Para empezar no hay que desdeñar el hecho de que, en parte al
menos, esta comparación recurrente busca capitalizar los conocimientos sobre la naturaleza de
una forma de violencia familiar mucho más estudiada que la violencia contra los mayores. Al
tiempo que se trata también de integrar en la respuesta la experiencia de la respuesta frente al
maltrato infantil mucho más dilatada en el tiempo. Pero el cuidado en este sentido debe ser
extremo. En expresiones del tipo “los mayores se vuelven como niños‖ podemos apreciar una
indudable carga edadista que se vehicula a través de un proceso de infantilización. Está claro que
una persona mayor (aunque sea incapaz de hecho o de derecho) no es un niño326. Esta recurrente
comparación con el maltrato infantil pone también en evidencia el hecho de que el fenómeno del
maltrato familiar a los mayores se ha construido no desde las víctimas sino desde los
profesionales. No conocemos las voces de las víctimas, de los supervivientes, entre otras cosas
porque en este campo se superponen a ellas las voces de los expertos. Por ello una de las tareas
pendientes, en nuestra opinión, es precisamente la de integrar en la teorización sobre el maltrato
la aportación de las propias víctimas: sobre su experiencia, sobre lo que funciona y lo que no
funciona en la respuesta, sobre sus necesidades.
326 Por supuesto no estamos asumiendo que un niño carezca de voz propia y que su opinión no deba ser tenida en
cuenta en aquellas cuestiones que competen a su vida, a su futuro, e incluso en un sentido más amplio a la sociedad
en su conjunto. Puesto que, como recuerda Bernuz (2000: 309), “no tener en cuenta la palabra del niño y sus
opiniones convertiría el interés superior del menor en un concepto pasivo y vacío. Su exclusión obviaría la
autonomía cada vez mayor de los jóvenes y su entrada progresiva en el mundo adulto”. Sobre la cuestión de la
participación de los niños como requisito de ciudadanía puede consultarse también a Guilló Jiménez (2008: 67-76).
225 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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Como hemos podido ver en este mismo capitulo la necesidad de introducir un análisis
feminista a la realidad implica una revisión crítica del marco teórico más ortodoxo. Este análisis
como hemos ido viendo, en alguna medida, cuestiona estos modelos teóricos que colocarían el
estrés del cuidador en el centro de toda explicación al tiempo que matiza las implicaciones en la
respuesta que se generan desde otras explicaciones en tanto en cuanto oscurecen la construcción
social y cultural de esta forma de maltrato que descansa en concepciones edadistas pero también
sexistas en relación con la familia, la vejez, la masculinidad y la sexualidad.
El maltrato familiar hacia las personas mayores es visto como una forma de violencia
familiar con características y dinámicas propias, lo cual es básicamente correcto. Pero sin
embargo, esta concepción no debe implicar su estudio aislado de otras formas de violencia
familiar como la violencia de género. Sobre todo porque, como pone de manifiesto por ejemplo
Whittaker (1996: 153), el análisis en relación con el maltrato familiar hacia las personas mayores
ha tendido a construirse más en relación con la familia que en relación con los individuos. Y en
el seno de esta forma de violencia, como hemos visto, entran en ocasiones también en juego
dinámicas de poder y control que tienen que ver más con los individuos y su forma de
relacionarse y no tanto con el funcionamiento de la familia como sistema. De esta forma, por
ejemplo, puede generarse fácilmente una respuesta inadecuada frente a formas de violencia de un
marido hacia su esposa anciana en contexto de provisión de cuidados en la falsa creencia de que
estamos hablando de maltrato hacia los mayores y no de violencia de género. Si partimos de que
son siempre cosas que no tienen nada que ver, la respuesta probablemente será inadecuada en
algunas situaciones. En estos casos la visión estereotipada de ambas formas de violencia (según
las cuales las víctimas de violencia de género son mujeres jóvenes o de mediana edad y la causa
de la violencia contra los mayores tiene su origen en el estrés que genera el cuidado) redundaría
en una respuesta ineficaz e incluso potencialmente peligrosa para la víctima. Por ello hay que
partir de la concepción de estas formas de violencia como interrelacionadas sin dejar de explorar,
empírica y teóricamente, sus conexiones y relaciones.
Bonnie Brandl, autora de referencia en el campo de estudio del maltrato familiar hacia los
mayores, en el marco de un encuentro de especialistas norteamericanos celebrado en Washington
en 2008 sobre el tema afirmó tajante que ―no todos los marcos teóricos protegen igualmente a la
víctima”327. Se trata ciertamente de una conclusión muy oportuna ya que conecta, por un lado, la
relevancia teórica del análisis del fenómeno con las necesidades prácticas de la respuesta que se
327 Puede consultarse la documentación y transcripciones de las sesiones en la siguiente dirección electrónica:
http://www.ojp.usdoj.gov/nij/topics/crime/elder-abuse/workshop-2008/welcome.htm. Última fecha de acceso:
28/01/10
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articule, y, por otro lado, resalta la necesidad de poner en el centro de la discusión y la
intervención a las víctimas y sus necesidades.
Por eso mismo, todas estas consideraciones críticas aquí vertidas en relación con el marco
teórico explicativo del maltrato familiar a los mayores, son tenidas en cuenta y algunas de ellas
retomadas en el siguiente capítulo dedicado a las perspectivas teóricas en relación con el
complejo proceso de respuesta
227 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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Capítulo III:
La respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas mayores.
Perspectivas teóricas
Con este tercer capítulo, dedicado a explorar una serie de perspectivas y cuestiones
teóricas que tienen relación con el núcleo más estricto del objeto de estudio (esto es, la respuesta
articulada frente al maltrato familiar contra las personas mayores), concluiremos la primera parte
de la tesis doctoral centrada en el marco teórico y conceptual.
Podríamos hablar únicamente de prevención en sus distintos niveles (primordial,
primaria, secundaria y terciaria) como un concepto abarcador de todo el rango de actuaciones
posibles en relación con una situación de maltrato hacia una persona mayor en el ámbito
familiar. Pero hemos utilizado, ya desde el propio título de esta tesis doctoral, el concepto
calculadamente ambiguo de respuesta como una denominación genérica. Un término que
pretende abarcar las diversas actuaciones tanto en el campo de la prevención en sentido estricto,
como de la detección/evaluación, como de la intervención directa cuando las situaciones de
maltrato, lamentablemente, han llegado a producirse. En ese proceso intervienen, además,
diversos ámbitos y sistemas que, en muchas ocasiones, actuaran de forma simultánea sin que sea
preciso agotar una vía de actuación, para poder entrar en otra. Por ello, ante esta complejidad,
hemos preferido hablar de respuesta aunque conectándolo con el concepto de prevención
entendido en un sentido amplio.
En un primer momento nos ocuparemos, precisamente, de explorar esos diversos ámbitos
desde los que es posible articular una respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas
mayores. Después pasaremos a ocuparnos de los diferentes niveles de prevención de este
fenómeno (primordial, primaria, secundaria y terciaria). Dedicaremos especial atención a las
dificultades en la detección de los casos de maltrato así como en la fiabilidad de los diferentes
instrumentos disponibles para la realización de esta tarea por los distintos profesionales
implicados en la misma. En relación con la intervención, abordaremos el análisis de algunos de
228 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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los principios esenciales que entran en juego (y, no pocas veces, en colisión) en este proceso, así
como de la posición de los profesionales en el mismo. Nos ocuparemos de las estrategias de
intervención posibles tanto desde la óptica de la víctima, del agresor, como del sistema familiar
en su conjunto. En este análisis sociojurídico, como no podía ser de otra manera, se dedica un
espacio preferente a las dimensiones jurídicas y la respuesta frente a estas situaciones que se
lleva a cabo desde la administración de justicia. A continuación, y para la descripción de este
complejo proceso de respuesta, se parte esencialmente del análisis de algunos algoritmos
recogidos en una de las Guías de actuación, la publicada por el IMSERSO (Moya y Barbero,
2006), más difundida en nuestro país. Para acabar, haremos una referencia especial a la
necesidad de articular una respuesta integrada por parte de los diferentes organismos e instancias
implicados desde aproximaciones basadas en la colaboración y en la coordinación de esfuerzos
con especial mención al papel que juegan, o pueden jugar, los equipos multidisciplinares.
Con todo ello se pretende dar una visión panorámica de lo que hemos venido en
denominar respuesta frente al maltrato hacia las personas mayores en sus dimensiones más
teóricas. Visión que en la segunda parte de la tesis doctoral (vid. infra caps. V, VI y VII),
ejemplificamos y analizamos, especialmente a través de la información obtenida a través de la
investigación cualitativa desarrollada.
1.- Principales modelos de respuesta frente a la violencia familiar contra
los mayores.
Debido al carácter multiforme del fenómeno, a la variedad de las causas y los factores
que pueden determinar la aparición de situaciones de maltrato familiar hacia las personas
mayores, las diferentes estrategias de intervención se articulan a través de diferentes modelos.
Ninguno de esos modelos proporciona la respuesta definitiva para una adecuada intervención
frente a las situaciones de maltrato familiar a los mayores. De hecho, todas estas aproximaciones
son válidas, necesarias y complementarias. La intervención tiene, por lo tanto, que integrar todas
estas perspectivas introduciendo vías e instrumentos de coordinación que permitan el trabajo con
un horizonte multidisciplinar e intersistémico.
La confrontación entre los diferentes modelos de respuesta o intervención es, en este
ámbito, contraproducente y carece de sentido. Sobre todo teniendo en cuenta que la complejidad
del fenómeno – ese carácter elusivo del maltrato familiar hacia las personas mayores del que
venimos hablando – implica que más que un modelo teórico que determine las estrategias de
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intervención adecuadas con carácter general y cerrado, en la práctica, sea preciso atender a cada
caso concreto estando abiertos, en consecuencia, a respuestas lo suficientemente flexibles.
Desde el ámbito anglosajón, autores como Nerenberg (2008), Brandl et al. (2006) y
Bennet et al. (1997), entre otros, recogen y sistematizan una serie de modelos desde los que se
articulan las respuestas frente al maltrato hacia las personas mayores en el ámbito familiar.
Como es lógico, sus análisis están basados preferentemente en los recursos, dispositivos y
estructuras jurídicas y sociosanitarias presentes en sus propios países (Estados Unidos y el Reino
Unido) pero a partir de estas taxonomías podemos también llevar a cabo un análisis válido para
la realidad española y aragonesa. Ello nos va a ayudar a entender mejor la complejidad del
entramado de la respuesta social articulada frente al maltrato hacia las personas mayores, así
como también sus carencias y las mejoras requeridas en el campo.
Una diferenciación inicial desde el punto de vista teórico, que aclare los diferentes
modelos posibles de intervención, facilitará, por lo tanto, la mejor comprensión de lo que hemos
denominado genéricamente como respuesta frente al maltrato familiar hacia las personas
mayores.
Se trata de los modelos de salud pública, servicios sociales, administración de justicia y
finalmente de atención frente a situaciones de violencia doméstica y de género.
En relación con el modelo de salud pública debemos partir, como sugiere Daichman
(2009: 23), de la concepción de la violencia como un fenómeno social con efectos de largo
alcance en la salud pública e individual328. En el campo específico del maltrato familiar hacia los
mayores, la respuesta desde criterios fundados en cuestiones de salud pública tiene un amplio
recorrido y, en consecuencia, como ya hemos señalado en otras ocasiones (vid. supra caps. I, 3 y
II, 4), los programas e intervenciones han venido tradicionalmente determinados por la
construcción del fenómeno como una cuestión esencialmente relacionada con la salud329.
En el ámbito de la salud pública, el desarrollo de la epidemiología en relación con el
descubrimiento del origen de las enfermedades y su transmisión, condujo hacia nuevos métodos
328 De hecho, en 1996 fue declarado como tal por la Organización Mundial de la Salud en su resolución WH49.25
(Krug et al., 2003: xxii). En esta resolución, la Asamblea hizo resaltar las graves consecuencias de la violencia, tanto
a corto como a largo plazo, para los individuos, las familias, las comunidades y los países, y recalcó los efectos
perjudiciales de la violencia en los servicios de atención de salud.
329 A este respecto no hay que olvidar que en la Constitución de la Organización Mundial de la Salud se define salud
como el estado de completo bienestar físico, mental, espiritual, emocional y social, y no solamente la ausencia de
afecciones o enfermedades (OMS, 1946). Profundizando en esa tendencia, en 1985 la Organización Mundial De la
Salud volvió a definirla como ―la capacidad de realizar el propio potencial personal y responder positivamente a
los retos del ambiente‖. Para Perea Quesada (2002: 26) salud es el “conjunto de condiciones físicas, psíquicas y
sociales que permitan a la persona desarrollar y ejercer todas sus facultades en armonía y relación con su propio
entorno”.
230 | L a r e s p u e s t a f r e n t e a l m a l t r a t o f a m i l i a r h a c i a l a s p e r s o n a s m a y o r e s .
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de prevención. Y de esta forma se supo que determinadas enfermedades pueden prevenirse
mediante la inmunización, la cuarentena así como la educación de la población acerca de la
transmisión y otros medios eficaces de prevención. Ello implica, en consecuencia, que las
enfermedades que están unidas y condicionadas por determinados comportamientos pueden ser
prevenidas mediante el cambio en esos comportamientos. Aunque algunas enfermedades no
puedan ser prevenidas totalmente, su impacto puede reducirse a través de un diagnóstico y
tratamiento temprano (Nerenberg, 2008: 48).
Con posterioridad, este enfoque relacionado en su origen con la salud pública se aplicó,
al margen de las enfermedades, a la prevención de accidentes y también de problemas sociales
como la violencia doméstica. De este modo, esta aproximación basada en la salud pública asume
que los gobiernos tienen la responsabilidad de proteger a los ciudadanos. Y así, aunque muchas
de las intervenciones públicas son voluntarias, el gobierno tendría la autoridad de utilizar los
medios adecuados para limitar la autonomía de los individuos en interés de la salud y seguridad
pública.
Las estrategias desde el ámbito de la salud pública se basan en tres aproximaciones
esenciales (Caplan, 1985) encaminadas a la prevención de las enfermedades y otros problemas
sanitarios y sociales: la prevención primaria, centrada en la eliminación o la reducción de los
factores de riesgo para que no se produzca la enfermedad o el problema social minimizando de
esta forma los costes humanos, sociales y económicos; la prevención secundaria, que se centra
en la identificación y el tratamiento de la población que presenta factores de riesgos identificados
o signos tempranos de enfermedad; por fin , la prevención terciaria que trata de de detener la
enfermedad o el problema cuando ya están presente devolviendo a la población afectada a la
mejor situación funcional posible, minimizando los efectos negativos, previniendo las
complicaciones asociadas a la enfermedad y reduciendo la posibilidad de recurrencia.
Entre las estrategias específicas que se utilizan desde el campo de la salud pública para
llevar a cabo esa tarea de prevención, Nerenberg (2008; 49) recoge las siguientes: vigilancia
(surveillance), en el sentido de la recogida sistemática de datos, análisis e interpretación de la
información relacionada con la salud con el fin de generar hipótesis acerca del riesgo asociado
con determinadas enfermedades, identificando las prioridades relacionadas con la salud pública y
evaluando los programas de prevención; exploración o cribado (screening), en la convicción de
que cuanto más temprano sea el diagnóstico de una enfermedad, más posibilidades existen de
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que sea neutralizada o al menos tratada satisfactoriamente330; educación pública (public
education), que busca esencialmente persuadir a la población para que no se involucre en la
realización de comportamientos de riesgo para su salud (previniendo por ejemplo el tabaquismo,
la práctica del sexo no seguro etc.) o informando a la población en general – y sobre todo a los
grupos de población especialmente vulnerables en cada caso – acerca de las situaciones y
factores de riesgo, buscando que sean detectadas a tiempo las enfermedades o los problemas
sanitarios331; y, en general, la acción política y social ante determinadas situaciones y problemas
mediante la aprobación de leyes y la implementación de políticas.
La respuesta frente al maltrato hacia las personas mayores en el ámbito familiar toma
muchos elementos de este modelo centrado en la salud pública. Ya sea desde el campo de la
prevención primaria como desde la secundaria o terciaria. La labor del ámbito sanitario resulta
especialmente importante sobre todo en el campo de la prevención en sentido estricto y de la
detección de estas situaciones (Krug et al., 2003:149). Como sugieren Noone et al. (2000: 180-
181), solicitar la colaboración por ejemplo del médico de cabecera cuanto antes y considerar
cuidadosamente la función que desempeña en la detección y el control del maltrato a ancianos es
esencial. Sobre todo teniendo en cuenta la posición privilegiada como asesor y a veces mediador
330 Puede distinguirse por un lado entre un cribado universal (universal screening) referido a la práctica de explorar
a todos los pacientes con el fin de determinar si han desarrollado determinadas enfermedades o presentan
determinados problemas, y por otro un cribado selectivo (targeted screening) que se refiere a los pacientes que se
encuentran insertos en grupos de alto riesgo. Esta distinción es especialmente relevante, como después analizaremos
con mayor profundidad (vid. infra cap. III, 2.2), en relación con la detección del maltrato hacia las personas mayores
sobre todo en el ámbito sanitario. Las posturas al respecto son encontradas con estrategias que postulan la necesidad
de cribados universales (esencialmente representada por la American Medical Association, AMA) frente aquellas
que ponen de manifiesto la dificultad e incluso en determinados aspectos el carácter contraproducente de estas
actuaciones por lo que defienden la realización de estos cribados sólo ante situaciones de sospecha o entre grupos
considerados como de alto riesgo (Bonnie et al., 2003: 104-114).
331 Es lo que se ha venido en denominar educación para la salud. Como sugiere Escámez Sánchez (2002: 41), en
unos años, la salud ha pasado de ser un tema marginal en la educación a constituir un núcleo central de las
preocupaciones de los políticos y administradores de la misma, así como de los profesionales que trabajan en ella.
Para Perea Quesada (2002: 28) “aunque la Educación para la Salud tiene una función preventiva y correctiva que
exige por parte de la persona, la familia y otros grupos sociales los conocimientos necesarios para la prevención de
ciertas enfermedades, su principal finalidad no está en evitar la enfermedad, sino en promover estilos de vida
saludables; tiene un sentido positivo de ayuda y potencialización de la persona para la participación y gestión de su
propia salud y poder desarrollarse en un proceso de salud integral”. Los hábitos saludables no son consecuencia de
una serie de conductas independientes, sino que están insertos en un contexto o entramado social formando unos
determinados estilos de vida, por lo que las estrategias educativas y los objetivos de cambio en la educación para la
salud deberán dirigirse al conjunto de comportamientos y a los contextos donde se desarrollan. En el caso específico
de las personas mayores, Sarlet-Gerken (1995: 212) sugiere que aunque la población anciana suele ser un grupo
menos atendido en relación con la educación para la salud (aunque esta tendencia va cambiando) resulta de gran
importancia para el colectivo. En este sentido, mediante una información y formación adecuada es posible ayudar a
conseguir una vejez saludable, tanto física, como mental y afectivamente. Por otro lado, la autora (Sarlet-Gerken,
1995: 214) plantea como la sociedad debe evaluar de nuevo el papel de los mayores y facilitarles los elementos y
recursos necesarios para que puedan valerse por sí mismos. Lo que conecta con la promoción de la autonomía
personal impulsada en nuestro país mediante la Ley 39/2006.
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en los asuntos de la familia relacionados con la salud. Aunque, por otro lado, cuando la víctima
y el agresor son ambos pacientes puede surgir un conflicto de intereses. A esta labor hay que
añadir la que se desarrolla en otros ámbitos sanitarios como las urgencias o por los profesionales
de la enfermería.
Sin embargo la propia Nerenberg (2008: 50) plantea, junto con los beneficios evidentes
de este modelo, una serie de limitaciones al aplicarse al maltrato hacia los mayores. En primer
lugar, estas estrategias centradas sobre todo en la prevención presentan cierta vulnerabilidad
política ya que cuando los recursos son limitados (y a pesar de los beneficios que implican las
políticas preventivas) éstas pueden llegar a sustituirse por actuaciones de resultados más
evidentes ante problemas que se consideran necesitados de una urgente intervención. Situación
que se ve favorecida por el hecho de que la medición del alcance e impacto de la prevención
primaria o de la intervención temprana ante esta situación de maltrato familiar a las personas
mayores es una cuestión siempre complicada. Complicada porque es necesario probar que la
situación de maltrato que se iba a producir no ha llegado a producirse como consecuencia de las
medidas tomadas. Por otro lado, este modelo de intervención se basa en gran medida en la
detección de los factores de riesgo asociados, ámbito en el que es necesario desarrollar todavía
una mayor labor de investigación puesto que los hallazgos en este sentido resultan hasta ahora
limitados, cuando no contradictorios.
El propio informe sobre la violencia en el mundo de la OMS (Krug et al.,2003), al
referirse al maltrato hacia los mayores, apunta que, si bien cabe suponer que los médicos son
quienes están en mejores condiciones para detectar los casos de maltrato, debido en parte a la
confianza que la mayoría de las personas de edad depositan en ellos, muchos no son capaces de
diagnosticar el maltrato porque este tipo de situaciones no son parte de su adiestramiento formal
o profesional y, en consecuencia, no figuran en su lista de diagnósticos diferenciales (Krug et al.,
2003: 149). Todo ello limitaría la eficacia de la respuesta fundamentada en este modelo de salud
pública.
Para el análisis del segundo modelo de intervención, que denominaremos de los servicios
sociales, hay que tener en cuenta como éstos juegan un papel determinante a la hora de la
prevención y de la intervención ante situaciones de malos tratos y en general en la respuesta
frente a estas situaciones.
En primer lugar debemos pensar como al menos una parte de este maltrato se produce en
contextos de cuidado de las personas mayores dependientes. Por lo que la intervención de los
servicios sociales es clave en un doble sentido. Por un lado, favoreciendo la autonomía personal
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de la persona mayor de tal forma que, en la medida de lo posible, a través de dispositivos e
intervenciones adecuadas se retrase o se minimice las consecuencias negativas de la
dependencia332. Por otro lado, interviniendo para minimizar y neutralizar situaciones de
sobrecarga que pueden contribuir a la aparición de maltrato o negligencia a través de diferentes
formas de apoyo técnico y emocional a los cuidadores. De esta forma, el trabajo para la
prevención del problema del maltrato implicaría la atención tanto del anciano como de su
familia, teniendo en cuenta que los dos son susceptibles de ser demandantes de la misma (Tena-
Dávila, 2009: 90).
Pero existen además otras vías de intervención a partir del modelo de los servicios
sociales que parten de otros escenarios posibles de maltrato, como por ejemplo los relacionados
con situaciones de dependencia por parte del agresor a través del sistema de atención a la salud
mental y otros dispositivos relacionados por ejemplo con la actuación frente a la toxicomanía o
el alcoholismo. Es decir, aquellos que inciden sobre determinados factores de riesgo
identificados, en mayor o menor grado, como presentes en relación con el maltrato familiar hacia
las personas mayores. Frente a estas situaciones, que colocan de alguna forma al perpetrador del
maltrato en una situación de dependencia respecto de la víctima, también tienen una importante
labor que llevar a cabo en la intervención los servicios sociales especializados.
Además debemos considerar la labor en alguno de estos campos mencionados del
denominado tercer sector de acción social333. Es un hecho, que exploraremos en algunos
332 Hay que recordar que la rúbrica completa de la tantas veces nombrada como Ley de Dependencia es
precisamente Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia.
Es decir, habitualmente, al referirnos a la misma, obviamos la primera parte (la promoción de la autonomía
personal) para centrarnos en la segunda (la atención a la dependencia). En cualquier caso, como destacan Rodríguez-
Picavea y Romañach Cabrero (2009: 25), la mencionada ley dedica un 90% del articulado a regular y sancionar la
dependencia y un escaso 10% a la promoción de la autonomía personal. En su diseño, a pesar del esfuerzo evidente
por integrar esa perspectiva, siguen primando los servicios de carácter asistencial sobre los de promoción de la
autonomía personal, que (en el mejor de los casos) se ofrecen de forma excepcional y restrictiva por lo que no están
al alcance de todas las personas que viven en situación de dependencia. Más en concreto, el art. 21 de la Ley
39/2006 señala que los servicios para la promoción de la autonomía personal tienen por finalidad “prevenir la
aparición o el agravamiento de enfermedades o discapacidades y de sus secuelas, mediante el desarrollo
coordinado, entre los servicios sociales y de salud, de actuaciones de promoción de condiciones de vida saludables,
programas específicos de carácter preventivo y de rehabilitación dirigidos a las personas mayores y personas con
discapacidad y a quienes se ven afectados por procesos de hospitalización complejos”. Lo cierto es que, tal y como
se deduce de los datos del SAAD actualizados a 1 de julio de 2010, en Aragón no se había reconocido ninguna
prestación de este tipo, lo que contrasta con las 1999 (un 4,08%) de Castilla y León o las 1177 (un 0,93%) de
Cataluña. Se trata, de cualquier forma, de una prestación claramente marginal en el sistema ya que en el conjunto del
Estado sólo supone, hasta julio de 2010 al menos, 7488 prestaciones reconocidas (un 1,03 % del total). SAAD.
Fuente: Personas beneficiarias y prestaciones. Situación a 1 de abril de 2010 IMSERSO-SAAD en
http://www.imserso.es/InterPresent2/groups/imserso/documents/binario/prestarecsaad.pdf
333 Como señala Rodríguez Cabrero (2005: 80), todavía hoy el conjunto del tercer sector suele definirse por
exclusión: lo que no es Estado, ni mercado. El sector social o tercer sector de acción social como parte de ese
concepto más amplio de tercer sector puede definirse como aquel que está compuesto por organizaciones
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aspectos del caso aragonés más adelante (vid. infra cap. VI), la importante tarea que por ejemplo
realizan determinadas asociaciones que complementan sin sustituir la labor de las
administraciones públicas en este sentido. En este caso concreto podemos estar incluyendo desde
organizaciones religiosas que trabajan con ancianos, hasta asociaciones de pacientes y familiares
en torno a determinadas patologías como el alzheimer.
En cualquier caso, una de las formas esenciales de intervención a través del sistema de
los servicios sociales se centraría, por lo tanto, en el cuidador. Como apunta Nerenberg (2008:
67), los estudios más tempranos sobre el fenómeno se basaban en la asunción de que a mayor
cantidad de cuidado requerida por la persona mayor, mayor resultaba también el estrés que los
cuidadores (o cuidadoras) experimentaban. Pero poco a poco, cuando los estudios sobre el tema
fueron incrementándose, pasó a ponerse de relieve la importancia de la actitud del cuidador y la
relación previa existente como factores si no más importantes al menos igualmente
determinantes del estrés. A pesar de que la explicación del fenómeno del maltrato hacia las
personas mayores centrada en el estrés del cuidador, como ya hemos analizado (vid infra cap. II,
4), dista de estar respaldada universalmente por la evidencia empírica, tampoco se pretende
minimizar la posible repercusión de este fenómeno al menos en determinados supuestos y frente
a determinadas manifestaciones de maltrato. Sobre todo aquellas que adquieren la forma de
negligencia. En definitiva, como advierte Nerenberg (2008: 68-69), aunque la explicación basada
en el estrés del cuidador no es la única variable a tener en cuenta en relación con el maltrato
hacia los mayores, si se ignora o minimiza esta posibilidad, corremos el riesgo de fallar a la hora
de dirigir las necesidades de los cuidadores y sobredimensionar su culpabilidad alejándoles de
los recursos y servicios precisos para reducir el riesgo de maltrato. De ahí que la intervención
con respecto al cuidador de la persona mayor dependiente siga siendo uno de los vectores
voluntarias – tengan o no voluntarios – y cuya tipología es variada: fundaciones civiles y canónicas, corporaciones
de derecho público (como la ONCE), entidades singulares (como Cáritas o Cruz Roja), la obra social de las cajas de
ahorro, el mecenazgo social e incluso secciones sociales de sindicatos y patronales (Rodríguez Cabrero, 2005: 80).
Para Ruiz Olabuenaga (2005: 139), a pesar de la ambigüedad conceptual que rodea al término tercer sector, es
evidente que éste posee una centralidad social, globalidad y una iniciativa superadora del anquilosamiento
burocrático que lo constituye en fenómeno ubicuo en todo el mundo moderno; es autónomo en gran parte de la
administración y el mercado, de los partidos y los sindicatos y, en la sociedad española, se encuentra en auge debido
a su dinámica y su ímpetu. Por otro lado, el tercer sector español está encuadrado en un modelo en el que priman las
actividades orientadas a los servicios sociales. Para Rodríguez Cabrero (2005: 71), la reconstitución del tercer sector
(en su vertiente social) está parcialmente limitada por el Estado. De esta forma, su comprensión histórica tiene que
hacerse tomando en cuenta los otros ámbitos institucionales con los que está fuertemente relacionado como es el
mismo Estado, del que depende en parte y con el que colabora, en lo tocante a la regulación, financiación y
producción de servicios. Entre los valores añadidos de este tercer sector de acción social, Rodríguez Cabrero (2005:
83) destaca la orientación preferente de su acción hacia los grupos vulnerables y excluidos de la sociedad, la gestión
de programas y servicios en los que al mismo tiempo se promueva la participación social de los afectados, del
voluntariado y, en general, del conjunto de la sociedad, favoreciendo una sociedad inclusiva y, finalmente su
contribución al desarrollo de los derechos y los avances sociales.
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importantes de la respuesta (en realidad se trata de la intervención prioritaria como luego
veremos con más detalle) especialmente aquella respuesta que se articula y vehicula a través de
los servicios sociales 334.
Pero, al margen de la centralidad que puedan ocupar ese tipo de intervenciones en la
respuesta global frente al fenómeno, la labor de los servicios sociales no se limita sólo a la
promoción de la autonomía personal de los ancianos dependientes o a la intervención con sus
cuidadores. Estos dos aspectos se integran como un subsistema en el sistema más amplio de los
servicios sociales335. Y, como decíamos antes, también los servicios sociales especializados
tienen una importante función en la respuesta frente al maltrato en determinados supuestos no
condicionados por la provisión de cuidados.
Otra de las vías de respuesta frente al maltrato hacia las personas mayores es aquella que
se articula a través del modelo de la administración de justicia.
En el marco de esa repuesta frente al fenómeno y en relación con este modelo de
administración de justicia ocupa una posición relevante el orden penal pero, en cualquier caso,
no significa que la justicia penal sea la única forma de respuesta posible porque existen una serie
de instituciones civiles que, pueden jugar un importante papel en la prevención de situaciones de
maltrato. Por otro lado, no todas las situaciones de maltrato en las que es necesaria alguna
medida de intervención son penalmente relevantes. El ámbito del derecho penal por lo tanto –
como no podía ser menos dado su carácter de ultima ratio – es limitado porque incide solamente
sobre las situaciones más graves. En cualquier caso, quede aquí y ahora simplemente nombrado
este modelo de intervención que desarrollaremos mucho más exhaustivamente tanto a lo largo de
este capítulo como en el análisis de la investigación propia emprendido en la segunda parte de la
tesis doctoral336.
334 En realidad todo esto abonaría la idea de que no existe una única aproximación válida al fenómeno. Por ello la
decisión de determinar cuándo se debe proveer al cuidador de apoyos y servicios con la finalidad de minimizar el
riesgo de maltrato que se ha detectado – en ocasiones incluso cuando ya se han producido algunos episodios en este
sentido – o por el contrario se debe relevar de la obligación de cuidado a la persona que lo ejerce e incluso
denunciarse la situación y eventualmente sancionarse, es una decisión que debe tomarse caso a caso. De la dificultad
de esas decisiones hablaremos por extenso en este capítulo (vid. infra. cap. III, 2) y, de hecho, es una de las
cuestiones que emergen con más fuerza en la investigación llevada a cabo para este trabajo (vid. infra cap. VI).
335 Entendiendo sistema como lo hace Aguilar Hendrickson (2009: 173) como “un conjunto organizado y articulado
de instituciones y dispositivos que aspiran a responder a un conjunto de problemas o necesidades sociales”.
336 Más en concreto, y dada la importancia de la respuesta jurídica en el enfoque que hemos elegido para abordar
nuestro tema de estudio, dedicamos un apartado específico a esta respuesta desde la administración de justicia en
este mismo capítulo (vid. infra cap. III, 3). De igual modo, para una descripción global del marco jurídico concreto
aplicable, nos remitimos a uno de los anexos incluidos en este trabajo (vid. infra Anexo II). Finalmente, cuestiones
relacionadas con la función y los límites de la intervención de la administración de justicia en el proceso complejo
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Finalmente, nos referiremos al modelo de respuesta frente a la violencia doméstica y de
género. La cuestión que sobrevuela la reflexión acerca de este modelo de respuesta se centra en
saber si es posible la aplicación de las respuestas diseñadas para los casos de violencia domestica
en el caso específico de la violencia familiar contra las personas mayores. Parece evidente que
no sólo es posible sino que además se presenta como algo lógico y necesario. Como ponen de
manifiesto entre otros Nerenberg (2008: 41) y Atkien et al. (1996: 155), las políticas y la práctica
dirigida a la prevención de la violencia familiar o doméstica se basa en el principio de que toda
persona tiene derecho a vivir libre de violencia y por lo tanto cualquier manifestación en este
sentido es una forma de violación de los derechos humanos. En este modelo ocupa una posición
central el concepto de empoderamiento (empowerment)337 que se dirige a actuar sobre las
desigualdades de poder a través de intervenciones tanto a nivel micro (incidiendo sobre las
necesidades de los individuos) como macro (dirigidas a determinados grupos de población e
instituciones). Un primer logro en este nivel micro de intervención es alcanzado precisamente al
ayudar a las mujeres (y también a otros grupos de población afectados) a pasar de la condición
de victimas a la de supervivientes así como a tomar la decisión de protegerse a sí mismas
(Nerenberg, 2008: 41)338.
Por todo ello la intervención aun atendiendo a esa realidad específica de que la victima
sea una mujer mayor debe encarrilarse en los parámetros de la respuesta articulada frente a la
violencia familiar de género o en el seno de la pareja si no queremos dar respuestas
inadecuadas339. Las necesidades de las mujeres mayores víctimas de violencia son, en cierto
de respuesta frente al maltrato familiar contra los mayores emergen en el análisis de la investigación propia recogido
en la segunda parte de este trabajo (vid. infra cap. VII).
337 Tal y como lo entiende Thompson (2006: 95), y desde el punto de vista del trabajo de los profesionales,
empoderamiento implica la búsqueda de maximizar el poder de los usuarios y de proporcionarles el mayor control
sobre sus circunstancias. El poder y la percepción del poder del profesional que tengan las personas mayores
relacionado con las intervenciones, políticas, decisiones, acceso a recursos etc. es un elemento clave. En
consecuencia, de cara al trabajo con mayores, los profesionales deben promover la dignidad del individuo
fortaleciendo su autoestima y el propio valor personal que se conceden. Como sugieren Crawford y Walker (2008:
18) el uso legítimo del poder descansa en el desafío frente a la discriminación y la opresión.
338 Descendiendo más en concreto al caso de España y de Aragón hay que partir en primer lugar del hecho de que la
respuesta respecto a las situaciones de violencia familiar de género está mucho más consolidada que aquella prevista
frente a la violencia familiar ejercida contra las personas mayores. Existen mecanismos específicos tanto de
asesoramiento, como de protección y de intervención a tiempo que la respuesta desde el ámbito de la justicia penal
es clara e incluso puede decirse que contundente. Pero es que además, como también hemos visto y seguiremos
analizando (vid. supra cap. II; vid. infra caps. IV y V), cuando hablamos de violencia o maltrato contra las personas
mayores en un porcentaje de los casos estamos hablando de violencia de género en el ámbito de la pareja de la que
resulta víctima una mujer mayor.
339 Es el peligro que señala Brandl (2000) ejemplificado en la intervención frente a un supuesto de maltrato hacia
una mujer por parte de su marido cuidador. Ese maltrato puesto en evidencia, que sale a la luz y es detectado por los
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sentido, similares a las de las mujeres jóvenes pero también diferentes en algunos puntos (vid
supra cap. II), cuestión que debe ser tenida muy en cuenta a la hora de diseñar la intervención en
cada supuesto concreto.
Pero además, desde otro punto de vista más global, las diferentes formas de maltrato o
violencia que pueden producirse en el seno de la familia (maltrato infantil, violencia en el seno
de la pareja y violencia contra las personas mayores) se encuentran estrechamente relacionadas
entre sí compartiendo numerosas semejanzas (y no pocas diferencias también). Por ello una serie
de mecanismos que se hallan desarrollados en relación con las respuestas frente a otras formas de
violencia pueden también aplicarse en relación con el fenómeno específico de la violencia
familiar hacia las personas mayores. Es el caso por ejemplo de la detección del maltrato infantil
que se ha desarrollado suficientemente mediante la información, la concienciación y la provisión
de instrumentos adecuados entre los profesionales sociosanitarios. Y en el caso de la respuesta
frente a la violencia familiar de género el desarrollo de mecanismos de información y de
atención a la víctima así como medios de protección que van desde la creación de alojamientos
específicos hasta la intervención penal340.
servicios sociales o sanitarios, como ocurre en numerosas ocasiones cuando la mujer entra en una situación de
fragilidad física o mental puede tener su origen último en un matrimonio marcado por una violencia continuada
desde antiguo, una violencia con historia. Una intervención que trate de neutralizar o minimizar esos efectos
entendiendo que estamos ante un supuesto de negligencia o maltrato que tiene su origen en la dificultad de asunción
de la labor de cuidado por parte del esposo y en la dependencia creciente de la mujer y que se base en la provisión
de medios de apoyo como servicio de atención a domicilio u otros dispositivos de descarga y respiro está en realidad
dando una solución inadecuada. El origen de ese maltrato tiene que ver quizás más, o al menos en importante
medida, con los mecanismos de la violencia familiar de género que con una explicación basada en la dependencia de
la esposa y la dificultad de su cuidado por el marido. En última instancia se puede estar favoreciendo incluso una
justificación de la actitud del marido que tiene en realidad su origen en mecanismos machistas de control y
perpetuación de la desigualdad, descargándole de la responsabilidad al decirle que maltrata o cuida negligentemente
a su mujer porque se encuentra desbordado. La provisión de medios de apoyo para el cuidador puede ser una
intervención lógica, adecuada y responsable en algunos casos, pero resultar inadecuada, o como mínimo de corto
alcance, en otros que tienen que ver más con los mecanismos tradicionales de control y dominación presentes en la
violencia de género y, como en el caso expuesto, ser una manifestación más de una violencia existente en la pareja
desde hace tiempo.
340 En el supuesto de un hijo que maltratara a su madre, desde luego es posible conseguir una orden de protección
por parte de los tribunales o el alejamiento del mismo como pena accesoria si existe condena. Las personas mayores
también pueden consultar, como es obvio, los servicios de información como los teléfonos de 24 horas disponibles
en relación con la violencia de género, y los diferentes servicios de atención a las víctimas Del mismo modo no
existe limitación alguna para que las mujeres mayores acudan a solicitar ayuda de todo tipo: psicológica, jurídica y
social ante una situación de maltrato ante los organismos que la dispensan. Sin embargo, en muchas ocasiones, ésta
es una vía poco transitada en relación con el maltrato hacia las personas mayores. Como veremos después con
mayor profundidad porque, por un lado no siempre resulta la intervención más idónea y, por otro lado, porque el
maltrato hacia las personas mayores no siempre se identifica por parte de los profesionales implicados como una
forma de violencia doméstica frente a la que, por lo tanto, se puede dar respuesta mediante los mecanismos ya
articulados para ello.
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La teoría y la práctica relacionada con la violencia doméstica, como recuerda Nerenberg
(2008: 46-47), han ofrecido innumerables beneficios a la hora de aplicarse al campo de la
prevención del maltrato hacia las personas mayores. Muchas estrategias relacionadas con la
respuesta frente a la violencia familiar de género (como las casas de acogida y otros alojamientos
alternativos, las ordenes de alejamiento, los planes de seguridad o los mecanismos de
información y asesoramiento a las víctimas) pueden y deben extenderse al campo de la respuesta
del fenómeno del maltrato hacia las personas mayores, fenómeno que además en parte está
constituido por supuestos de violencia de género en el seno de la pareja con la salvedad de que la
víctima es una persona de avanzada edad (habitualmente mujer). En cualquier caso, los
problemas asociados con la aplicación de las leyes especificas de violencia de género sugieren la
necesidad de extremar las cautelas a la hora de extender la cobertura a las personas mayores
víctimas o adaptar leyes similares al campo del maltrato hacia las personas mayores341.
A modo de recapitulación, podemos decir que, como sugeríamos al principio de este
apartado, ninguno de estos modelos presentados actúa de forma aislada, a la vez que ninguno de
ellos supone por sí solo la respuesta adecuada al fenómeno del maltrato familiar a los mayores.
Esta respuesta varía considerablemente de un supuesto a otro porque, bajo el paraguas de la
denominación de maltrato hacia las personas mayores, se cobijan muchas y muy variadas
situaciones. En ocasiones será imprescindible acudir a la justicia, mientras que en otras la
provisión de medios y apoyos al cuidador puede resultar la intervención más adecuada,
reconduciendo la situación.
En otro orden de cosas, el grado de interconexión de las diferentes respuestas que
presentan estos distintos modelos de intervención posibles es muy importante. De hecho a lo
largo de este capítulo nos ocuparemos por extenso de estas cuestiones en un doble sentido:
descriptivo pero también normativo; lo que es, pero también lo que debería ser. A modo de
ejemplo, podemos destacar la importancia de los profesionales sanitarios a la hora de la
detección temprana pero también el hecho de que otros profesionales del ámbito social se
encuentren integrados en el ámbito sanitario configurando un espacio sociosanitario de
intervención. O el desarrollo de equipos multidisciplinares en los dispositivos sanitarios y
sociales, también abarcando a todos los profesionales implicados que faciliten una respuesta
341 Tenemos que recordar como la Ley Orgánica 1/2004 extiende su cobertura a las personas denominadas
especialmente vulnerables (entre los que se encontrarían las personas mayores) en los términos y alcance que
analizaremos más adelante (vid supra cap. III, 3 y Anexo II, 3.1). Aunque en la práctica esta mención tenga escasa
aplicación práctica – y dejando al margen de los casos de violencia en la pareja cuando la víctima es una persona
mayor – en nuestros tribunales tal y como apuntaban algunos de los juristas participantes en la investigación (vid
infra cap. VII).
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integrada ante una situación de este tipo. O, en otro sentido, la intervención a partir de
situaciones que pueden configurarse como un factor de riesgo de cara a la aparición de maltrato
hacia las personas mayores, como es el caso de la enfermedad mental grave, que requieren en
algunos supuestos la intervención coordinada de los servicios sociales, sanitarios y de la
administración de justicia a través de los dispositivos de atención a la salud mental, tanto
médicos como sociales, y de mecanismos jurídicos como el internamiento no voluntario. Son
sólo algunos de los ejemplos de esa intervención global coordinada, de esa respuesta frente al
fenómeno del maltrato familiar a las personas mayores en toda su extensión y complejidad a la
que vamos a dedicar las páginas que siguen.
2.- Los diferentes niveles de prevención.
El concepto de prevención es un elemento central en la respuesta frente al maltrato hacia
las personas mayores. Se trata de un concepto que apela a los diversos ámbitos desde los que esa
respuesta frente al fenómeno puede articularse. De esta forma, se proyecta tanto en su dimensión
de salud pública como en sus aspectos criminológicos.
De hecho, desde una óptica criminológica y siguiendo a Normandeau y Hasenpusch
(1983: 9), podemos entender por prevención: “Toda intervención social que busca reducir la
frecuencia de un hecho o de un acto considerado como indeseable, sea llegando a que tal acto
sea imposible de realizar o haciéndolo más difícil o menos probable, a través de la modificación
de las condiciones físicas, jurídicas o socioeconómicas del medio; por la modificación de las
características psicológicas o biológicas de un grupo o de un particular, o por todo cambio
aportado a la forma jurídica u oficial de evaluar tal acontecimiento o tal conducta”. Se trata,
como puede verse, de una definición genérica y, a la vez, pormenorizadamente concebida, en la
que se destaca, claramente, su orientación prevalentemente etiológica (Herrero, 2006: 1240). Y
encaja además perfectamente con el concepto de prevención en sentido amplio y multiforme que
manejamos en este capítulo para referirnos en concreto a la respuesta frente al maltrato familiar
hacia las personas mayores.
Pero, además, la prevención no es un concepto unitario sino que presenta diversas
formas. La discusión conceptual acerca de las formas de prevención tiene su origen (como ya
hemos adelantado al referirnos al modelo de salud pública) en la desarrollada, desde el campo de
la psiquiatría preventiva, por Gerald Caplan (1985: 43 y ss.), que distinguió entre prevención
primaria, secundaria y terciaria. A partir de entonces, esta distinción se ha aplicado a diversos
campos de la intervención social sobre todo desde perspectivas psico-sociales.
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Partiendo de esta categorización, y aplicándola al campo del maltrato hacia las personas
mayores, Barbero y Moya (2006: 37), proponen la siguiente tipología de prevención:
Prevención primordial, que abarcaría actuaciones que buscan evitar la aparición y
consolidación de patrones de vida social y económica y cultural que contribuyen a aumentar el
riesgo de malos tratos.
Prevención primaria, que busca evitar la aparición de nuevos casos (incidencia) de malos
tratos mediante el control de las causas y los factores de riesgo.
Prevención secundaria, dirigida a reducir la prevalencia de malos tratos mediante la
detección de los casos ocultos y la intervención precoz que evite las consecuencias más graves y
la reincidencia.
Prevención terciaria, encaminada por último a reducir el progreso o las consecuencias de
una situación de malos tratos ya establecida, minimizando las secuelas y sufrimientos causados.
Como podemos observar, Barbero y Moya (2006) desdoblan la prevención primaria en
prevención primordial (asociada al cambio social) y prevención primaria propiamente dicha
(que actúa sobre los factores de riesgo detectados). En general la perspectiva de la prevención
alcanza situaciones muy diversas: por un lado de prevención general en los casos en los que no
existiría en principio, con los matices que hacíamos más arriba, una situación de riesgo
conceptualizada como tal (prevención primordial) o en los que aun existiendo ese factor o
factores de riesgo de forma más especifica los malos tratos no se han manifestado (prevención
primaria); por otro lado nos encontraríamos con una prevención especial en supuestos en los que
ya se han manifestados los malos tratos pudiendo estos todavía permanecer ocultos (prevención
secundaria) o ser visibles (prevención terciaria).
En relación con los malos tratos en general, y con los malos tratos hacia los mayores en
particular, ese concepto se está aplicando, por consiguiente, no sólo a situaciones que podríamos
calificar como de ausencia de riesgo, sino también a aquellas en las que el riesgo existe pero los
malos tratos no se han manifestado, o en ocasiones, incluso han llegado a manifestarse a veces
hasta de manera reiterada. Como sugieren Barbero y Moya (2006: 35), en una sociedad en la que
la discriminación hacia las personas de edad es patente, ―no podemos esperar situaciones en las
que el riesgo de la aparición de malos tratos a personas mayores sea nulo o tienda a cero”.
Por eso mismo, la necesidad de intervención para reducir los riesgos de malos tratos
abarca un campo muy amplio que va desde la promoción de actitudes positivas hacia la vejez en
la sociedad hasta la actuación en supuestos y situaciones susceptibles de riesgo en este sentido.
Incluso, de alguna forma, la intervención desde esa perspectiva preventiva también tendría
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sentido una vez que se han detectado algunas situaciones abusivas o de maltrato con la finalidad
de evitar la reincidencia. Nos encontramos, por lo tanto, ante un concepto que se extiende en
diversos niveles y que, en consecuencia, debe ser entendido como un proceso complejo que
puede abarcar desde situaciones genéricas de riesgo hasta escenarios de malos tratos
efectivamente detectados.
En definitiva, cuando hablamos de prevención no nos estamos refiriendo necesariamente
a intervenciones genéricas con carácter previo a la detección de malos tratos, sino más bien a
una perspectiva desde la que afrontar las situaciones posibles que los profesionales (y, en
determinado sentido, la sociedad entera) pueden encontrarse en relación con los malos tratos
infringidos hacia las personas mayores en el ámbito familiar. O, si se prefiere, una forma de
afrontar la respuesta frente al fenómeno.
2.1.- La prevención primordial y primaria.
Los conceptos de prevención primordial y prevención primaria se encuentran
estrechamente relacionados también en el campo del maltrato familiar hacia las personas
mayores. Si la prevención primordial busca intervenir sobre los patrones sociales y culturales
que determinan la existencia del maltrato, la primaria se centra en actuar sobre los principales
factores de riesgo reconocidos y las causas a fin de evitar que esa situación llegue a producirse.
En buena medida, uno de esos factores de riesgo de ese maltrato es precisamente el
edadismo de la sociedad (y otras formas de discriminación asociadas) que se trataría de combatir
mediante la mencionada prevención primordial. La distinción por lo tanto no es diáfana y, de
hecho, muchos autores que se han ocupado del maltrato hacia los mayores (Kosberg, 2005;
Tabueña Lafarga, 2006, entre otros) siguen más de cerca la clasificación establecida por Gerald
Caplan (1985: 43 y ss.) y hablan simplemente de prevención primaria abarcando en la misma
definición ambos conceptos: prevención primordial y prevención primaria. Sin embargo, hemos
considerado más precisa la distinción que establecen Barbero y Moya (2006: 37), desdoblando
la categoría al integrar las intervenciones encaminadas hacia el cambio de actitudes sociales en
un concepto propio, aunque estrechamente relacionado con el de prevención primaria, como es el
de prevención primordial.
La prevención primordial tendría un carácter más genérico al dirigirse al conjunto de la
sociedad, esencialmente desde la información y la educación, mientras que la prevención
primaria – en este uso más estricto del término – se focalizaría más específicamente en los
factores de riesgo y causas que afectan a colectivos determinados (en nuestro caso las personas
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mayores y sus cuidadores familiares)342. La prevención primordial actuaría en situaciones en las
que no existe específicamente ninguna situación de riesgo (aunque esta afirmación es siempre
necesariamente relativa) mientras que en el caso de las prevención primaria sí que estarían
presentes factores de riesgo (dependencia, aislamiento, demencia, etc.) aunque no se hayan
producido o no se haya llegado a detectar la presencia de malos tratos343.
Nos ocuparemos en primer lugar de la prevención primordial de las situaciones de
maltrato familiar hacia las personas mayores que se encamina hacia el cambio social y cultural.
La violencia, junto con el dinero y el conocimiento, es una de las principales fuentes del
poder humano poder que se ejerce en el ámbito público pero también en el privado, en la familia.
La presencia de la violencia pone en cuestión la imagen cultural de la familia como el lugar de la
paz y la solidaridad (Loseke, 2005:37). Pero la familia, como demuestran a menudo las
estadísticas, es un ámbito (o al menos puede llegar a serlo) potencialmente violento.
Existe un proceso de naturalización de la violencia que se apoya básicamente en algunas
construcciones culturales de significados que atraviesan y estructuran nuestro modo de percibir
la realidad. Entre estas construcciones sociales se encontrarían las concepciones acerca de la
infancia y el poder adulto, los estereotipos de género, la homofobia cultural, la concepción
maniquea de lo bueno (nosotros) y lo malo (los demás) (Corsi 2003: 23). También entre esas
construcciones culturales y sociales podemos colocar el estereotipo negativo de la vejez.
Hemos hablado ya abundantemente de la posición relegada que las personas mayores
ocupan en nuestra sociedad, de su discriminación, fenómeno que se conoce como edadismo (vid
supra cap. I, 1.1). Como cualquier forma de violencia (en el seno familiar pero también fuera de
éste) la violencia que se ejerce sobre las personas mayores tiene una explicación posible en su
propia marginación en la escala de los valores sociales, en la persistencia de esa insidiosa y
resistente forma de discriminación que es aquella que se sustenta en los prejuicios sobre la edad.
Discriminación que, como ya hemos analizado con algún detenimiento (vid. supra cap. I, 1),
342 Para otros autores como Muñoz Tortosa (2004: 104-105), desde una perspectiva psicologica, la distinción se
establece entre prevención inespecífica y prevención específica. La prevención inespecífica estaría dirigida a
intervenir en grupos de riesgo y en sectores problemáticos concretos presentes en la comunidad. En este caso esta
prevención inespecífica estaría orientada a modificar actitudes y conductas que mantienen y/o reproducen los
procesos de violencia y marginación que padecen las personas de edad. Y, junto a ésta, la prevención específica,
tendría el objetivo esencial de mejorar la calidad de vida del anciano. Dentro de esta última, distingue el mencionado
autor a su vez entre prevención primaria, secundaria y terciaria.
343 Es decir, como señalaba en su momento Caplan (1985: 43) aplicado al caso del trastorno mental , la prevención
primaria ―no trata de evitar que se enferme un individuo en especial – en nuestro caso sería que existiese una
determinada situación de maltrato – sino de reducir el riesgo de toda una población de manera que aunque algunos
puedan enfermarse – o, para lo que nos interesa, puedan producirse algunas situaciones de maltrato – su número sea
reducido‖.
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muchas veces interacciona con otras manifestaciones igualmente discriminatorias como el
sexismo, el racismo, el clasismo, o la homofobia.
Por todo ello, parece evidente que, si las visiones estereotipadas de las personas mayores
pueden proporcionar un ambiente propicio para el maltrato de los ancianos, es necesario que se
trate de modificar esa visión negativa de los mayores como un medio eficaz de prevención.
Prevención que podríamos denominar como primordial porque busca evitar la aparición y la
consolidación de patrones culturales y sociales que favorezcan la situación de maltrato. En
última instancia lo que se pretende, por lo tanto, es articular un cambio en el modelo social y
cultural que discrimina a los mayores, remover los estereotipos negativos y favorecer el clima y
las condiciones óptimas en nuestra sociedad para que el maltrato que tiene fundamento en ese
desvalor no llegue a producirse. Por ello puede decirse que se trata de una vía indirecta de
intervención que se dirige a remover las condiciones esenciales mismas que propician el
edadismo.
Pero, ¿cómo se lleva a cabo esa prevención primordial en el campo del maltrato hacia los
mayores? Siguiendo a Barbero y Moya (2006), las vías para la concreción de medidas de
prevención primordial en el campo del maltrato hacia las personas mayores se centran en tres
aspectos esenciales: información, formación de los profesionales y políticas institucionales en
relación con la planificación gerontológica y la asistencia geriátrica. Vayamos pues analizando
brevemente cada uno de estos aspectos.
La primera de estas vías tiene que ver con la necesidad de información dirigida a la
población en general sobre la realidad del maltrato hacia las personas mayores. Es necesario
concienciar a la sociedad de una manera global acerca de la discriminación de la que son objeto
las personas mayores. Hacerla visible. Y, de forma más específica, informar y concienciar de la
posibilidad de que resulten víctimas de maltrato. Esta información, aunque se dirija en algunos
aspectos especialmente a las personas mayores, debe alcanzar a la sociedad en su conjunto. La
finalidad última de la misma debería ir encaminada a eliminar los estereotipos negativos
promoviendo una imagen equilibrada y positiva, favoreciendo el envejecimiento activo
mejorando la integración y participación de las personas mayores en la sociedad y desarrollando
las relaciones intergeneracionales. Por ello, como sugieren Brandl et al. (2007: 258), el giro
hacia el activismo social es, en este punto, inevitable.
Para ese objetivo (que pretende poner en tela de juicio el edadismo) existen al menos dos
caminos que pueden transitarse: por un lado el de la concienciación pública a través de
campañas, iniciativas y programas, y por otro el de la educación. Algunos esfuerzos se dirigirán
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a cambiar las concepciones sobre el maltrato hacia los mayores y otras abogaran por una mayor
difusión y conocimiento de las situaciones mismas de maltrato a través de los medios de
comunicación (Brandl et al, 2007: 258).
En este último caso, en nuestra opinión, los esfuerzos deben centrarse en que los medios
reconozcan estas situaciones como un fenómeno social y le den un tratamiento al margen de lo
anecdótico o de lo sensacionalista para abordar sus causas profundas y sus dinámicas. La línea
entre información equilibrada (que ayude a la concienciación social necesaria) y la del
sensacionalismo (que fomente la alarma social desproporcionada) nunca debería traspasarse.
Las campañas de información pública utilizando los mass media y los recursos de la
publicidad con la finalidad de cambiar determinadas actitudes y comportamientos se ha
denominado en ocasiones marketing social (Kotler et al., 1989). Se trata de una perspectiva
ampliamente utilizada en los últimos tiempos en el campo de la salud pública, y en otros ámbitos
relacionados, siendo aplicada por ejemplo al ámbito de la seguridad vial, a la prevención de la
drogadicción, del tabaquismo o de enfermedades como el sida y también, desde luego, al campo
de la violencia familiar especialmente de género. El marketing social emplea técnicas tomadas
del marketing comercial que las empresas hace tiempo vienen desarrollando con el objetivo de
persuadir a los consumidores para que compren sus productos o cambien determinados hábitos o
actitudes de consumo. Entre esas técnicas, se encuentran la publicidad en televisión o radio,
campañas en vallas publicitarias y anuncios en la prensa. Y del mismo modo que el marketing
comercial pretende conseguir el mayor impacto dirigiendo sus campañas a determinados sectores
y grupos de población, el marketing social puede dirigirse a grupos de población en mayor
situación de riesgo en relación con el problema (Nerenberg, 2008: 205) 344.
Descendiendo al caso concreto de nuestro país, las campañas de marketing social son
frecuentes (y bastante imaginativas) en relación con la violencia familiar de género pero
prácticamente inexistentes en relación con el maltrato hacia las personas mayores345. Esto parece
344 La propia Nerenberg (2008: 205) pone como ejemplo de campaña de marketing social exitosa en la finalidad de
cambiar el comportamiento social la emprendida por una asociación norteamericana que buscaba reducir los
accidentes de tráfico que se producen por consumo de alcohol (Mothers Against Drunk Drivers- MADD) que
consiguió introducir en el léxico familiar de los norteamericanos el concepto de conductor designado (designated
driver). En un sentido similar en España se recuerdan campañas de este tipo de gran impacto social como la
protagonizada por el músico norteamericano Steve Wonder para la Dirección General de Tráfico que recomendaba
“si bebes, no conduzcas” o aquella otra que promovía el uso del preservativo bajo el lema “póntelo, pónselo”
también de gran impacto social. O en otro ámbito no relacionado con la salud pública aquella que pretendía frenar el
abandono de animales de compañía con motivo de la llegada de las vacaciones estivales con el lema “él no lo
haría”.
345 Ya hemos hecho con anterioridad (vid. supra cap. I, 2) una breve referencia a la campaña contra el maltrato hacia
las personas mayores que bajo el lema “Ponte en su piel” ha puesto en marcha el portal electrónico sobre recursos
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congruente con el todavía escaso grado de concienciación social alcanzado en relación con esta
manifestación de maltrato en España, a lo que, quizás podemos añadir un cierto efecto de
solapamiento al entender que esta forma de maltrato se incluye en las campañas y acciones
dedicadas a la violencia doméstica en general. No obstante, en otros países de nuestro entorno
estas campañas, específicas para el fenómeno del maltrato hacia las personas mayores, se han
llevado a cabo con cierta frecuencia346.
En el diseño de las mismas se debe tener en cuenta tanto el impacto que pueda generar en
la concienciación de la población sobre el tema y el subsiguiente cambio de actitudes (en este
caso el abandono de planteamientos y prejuicios edadistas) como en la información sobre el
tema. En este caso deberían abarcar información sobre el mismo concepto de maltrato hacia las
personas mayores, las causas que determinan ese maltrato y los medios disponibles en la
para personas mayores Infoelder en la que colaboran una serie de organizaciones y entidades, empresas y páginas
web dedicadas a los mayores que han creado una red de amigos contra el maltrato hacia las personas mayores. La
campaña, abierta y participativa, permite conocer y divulgar las diferentes iniciativas existentes en relación con la
lucha contra el maltrato hacia los mayores y ha elaborado un decálogo contra el maltrato con la participación de los
internautas interesados. Esta campaña, que incluye material audiovisual que se focaliza preferentemente en alertar
sobre el aislamiento y la discriminación social sobre los mayores, se desarrolla sobre todo a través de internet,
contando incluso con un grupo en la popular red social facebook. Se puede consultar su página web en la siguiente
dirección: http://ponteensupiel.infoelder.com/ (último acceso 8/05/2009).
346 Las campañas sobre maltrato hacia los mayores son mucho más habituales en otros países (sobre todo
anglosajones) incluyendo en su diseño desde anuncios televisivos a vallas publicitarias y, sobre todo, folletos
informativos sobre cómo actuar ante estas situaciones dirigidos a las personas mayores o a personas de su entorno
inmediato. Entre otros documentos y campañas podemos destacar las siguientes: Abuso de mayores: abra los ojos.
Aprenda a identificar, informar y prevenir el abuso de mayores. Spanish version. (Pennsylvania departament of
aging); ¿Está usted siendo amenazada(o) o abusada (o) en su hogar? La violencia doméstica puede sucederle a
cualquier persona de cualquier edad. Spanish version. (Pennsylvania departament of aging, vid.
http://www.aging.state.pa.us/aging, último acceso 8/05/2009); What is elder abuse? What to do and who to contact.
(Sin fecha. Londres. Action on elder abuse, vid http://www.elderabuse.org.uk/, último acceso 8/05/2009) ¿Sabe
reconocer las señales del maltrato de ancianos y dependientes? Detenga el maltrato de ancianos y de adultos
dependientes. Piénselo. Es un crimen. Spanish version. (Sin fecha. Oficina del procurador general de California, vid
http://www.safestate.org, último acceso 8/05/2009); También se han llevado a cabo importantes campañas genéricas
de concienciación dirigidas a toda la población que incluyen en su diseño audiovisuales de mayor difusión como
anuncios para su emisión por las televisiones como ocurre con las llevadas a cabo en Canadá por el Alberta Elder
Abuse Awareness Network y el gobierno de esta provincia bajo el lema Elder abuse. Is your business (vid.
http://www.albertaelderabuse.ca/, último acceso 8/05/2009) y en Estados Unidos por el National Center on Elder
Abuse que incluye varios anuncios televisivos protagonizados por uno de los actores principales de la popular serie
Lost (Perdidos) con el eslogan Our elders deserve better (vid. http://www.ncea.aoa.gov ultimo acceso 8/05/2009).
Fuera del ámbito anglosajón, en Francia por ejemplo, a través de la asociación ALMA (Allô Maltraitance des
personnes agées et/ou handicapées), se han desarrollado campañas que junto con el desarrollo de folletos y recursos
más convencionales incluye otros materiales como el DVD de provocador título Comment maltraiter un vieillard à
domicile en 10 leçons (vid. http://www.alma-france.org, último acceso 8/05/2009). Muy recientemente, la
Associação Portuguesa de Apoio à Vítima (APAV) ha puesto en marcha una amplia campaña de sensibilización
sobre la violencia contra personas mayores. Se trata de una campaña realmente impactante, en la línea de algunas de
las campañas de tráfico vistas en nuestro país, en las que se contempla a unos ancianos en un ambiente opresivo y
sórdido que tienen grabado sobre su piel como un estigma o como una herida las palabras sequestro (detención
ilegal), abandono (abandono) y violência financiera (violencia económica) seguida de la leyenda “…magoa. E
muito” (…hace daño. Mucho). (vid. http://www.apav.pt/portal/, último acceso: 16/10/2010).
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comunidad si se es víctima de estas situaciones. Por ello estas campañas deben tender a incluir (o
al menos complementarse entre ellas para ese fin) dos aspectos diferentes: la concienciación y la
información. Dirigiéndose tanto a las personas mayores y potenciales víctimas, como a aquellas
personas en contacto con los ancianos que puedan detectar estas situaciones y ayudarles si es
preciso347 y, en última instancia, a la población en general para que sea consciente de esta
realidad social del maltrato.
Al margen de campañas directas utilizando los instrumentos del marketing social, las
iniciativas que permitan la participación activa de las personas mayores en la sociedad348, así
como que fomenten las relaciones intergeneracionales349 también se integran dentro del ámbito
la prevención primordial del maltrato hacia los mayores. Como en general ocurre con todas
aquellas actuaciones encaminadas a mejorar la calidad de vida de las personas mayores, estas
347 En este sentido alguna de las campañas se ha dirigido especialmente a la necesidad de buscar la ayuda y la
comprensión de personas relacionadas con grupos de personas mayores a los que resulta difícil acceder para conocer
su situación y necesidades debido a su situación de aislamiento. Es lo que se ha denominado portero (gatekeeper)
para referirse a aquella persona que tiene acceso a la persona mayor entre los que se encontrarían porteros,
empleados de compañías de servicios, tenderos, peluqueros, farmacéuticos y sacerdotes (Nerenberg, 2008: 206) que
pueden facilitar la detección de situaciones de maltrato el aumento del riesgo de que estas lleguen a producirse.
348 Aquí es clave el concepto de envejecimiento activo definido por la OMS (2002) como “el proceso de
optimización de las oportunidades de salud, participación y seguridad con el fin de mejorar la calidad de vida a
medida que las personas envejecen”. El término activo hace referencia a una participación continua en las
cuestiones sociales, económicas, culturales, espirituales y cívicas, no sólo a la capacidad para estar físicamente
activo o participar en la mano de obra. Las personas ancianas que se retiran del trabajo y las que están enfermas o
viven en situación de discapacidad pueden seguir contribuyendo activamente con sus familias, semejantes,
comunidades y naciones. Para Giró Miranda (2006: 28) el envejecimiento activo debe considerarse un objetivo
primordial tanto de la sociedad como de los responsables políticos, intentando mejorar la salud, la autonomía
personal y la productividad de los mayores mediante políticas que proporcionen apoyo en el área de la sanidad,
economía, educación, transporte, trabajo, justicia, vivienda, respaldando su participación en el proceso político y en
otros aspectos de la vida comunitaria. En este sentido, como sugiere el mismo Giró Miranda (2006: 27) “el
planteamiento del envejecimiento activo se basa en el reconocimiento de los derechos humanos de las personas
mayores y en los principios de las Naciones Unidas de independencia, participación, dignidad, asistencia y
realización de los propios deseos. Sustituye la planificación estratégica desde un planteamiento -basado en las
necesidades- (que contempla a las personas mayores como objetivos pasivos) a otro -basado en los derechos- que
reconoce los derechos de las personas mayores a la igualdad de oportunidades y de trato en todos los aspectos de
la vida a medida que envejecen”. Sobre el desarrollo de programas e iniciativas en esta línea en España, puede
consultarse a Bermejo García (2006) o Fernández Ballesteros (2009), entre otros.
349 Un programa intergeneracional puede definirse como aquel que une a más de una generación mediante la
realización de una alguna actividad planificada con el fin de alcanzar unos determinados objetivos (Vega y Bueno,
1994). Para Buz Delgado y Bueno Martínez (2003:14) los programas intergeneracionales constituyen una nueva
metodología de la acción social complementaria del enfoque más asistencial. En esta línea se enmarca la actuación
de la Red intergeneracional, una iniciativa del Instituto de Mayores y Servicios Sociales (IMSERSO) del Ministerio
de Sanidad y Política Social, cuyo objetivo es impulsar, en España, las investigaciones, las políticas y las prácticas
en favor de unas relaciones más beneficiosas entre las distintas generaciones. Los objetivos y funcionamiento de
muchos de los programas e iniciativas integrados en esta red pueden consultarse en la siguiente página web:
http://www.imserso.redintergeneracional.es/ (último acceso, 8/05/2009).
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acciones e iniciativas redundan en la puesta en valor social del colectivo y en su empoderamiento
y, en consecuencia, coadyuvan a la consecución de un horizonte vital alejado del maltrato.
La formación constituye la segunda vía preferente para luchar contra los prejuicios
edadistas y los estereotipos negativos en torno a las personas mayores. La lucha en contra de
determinados valores y concepciones culturales muy arraigadas que favorecen la violencia en
muchas de sus manifestaciones, tanto en el seno de la familia como fuera de él (desde el sexismo
a la homofobia, pasando por el racismo y también el edadismo), tiene en el medio escolar y
también académico un escenario privilegiado para su desarrollo. De una forma más específica y
en relación con el edadismo, podemos pensar en la necesaria puesta en marcha de actividades
intergeneracionales con la participación de los centros educativos o el desarrollo de asignaturas
transversales que se ocupen de reflexionar acerca del paso del tiempo, el ciclo vital, la
enfermedad, la pérdida de capacidad y el envejecimiento (Barbero y Moya, 2006: 39; Burgos
Varo y Strempel: 2005: 29).
Si traducimos todo esto al lenguaje de los derechos, tenemos que pensar, como sugiere
Asís (2005: 45), que una forma adecuada de proteger los derechos humanos consiste en
respaldarlos con buenos argumentos a la hora de fundamentarlos, delimitarlos y defenderlos, lo
que se consigue también mediante el apoyo y el desarrollo de la enseñanza de los derechos. De
esta forma, como señala el mencionado autor (Asís, 2005: 44), en referencia a la violencia de
género, es importante subrayar la relevancia de la enseñanza de los derechos humanos como
instrumento ideal para acabar con la discriminación por razón de sexo y, por lo tanto, con la
violencia de género. No hay más que sustituir (o, más que sustituir, añadir) a la violencia de
género, la violencia ejercida contra los mayores y a la lucha contra la discriminación por razón
de sexo, la discriminación por cuestión de edad (en realidad cualquier forma de discriminación
de la que pueden ser objeto los mayores) para comprender la importancia de la enseñanza del los
derechos humanos como instrumento útil para hacerle frente350.
350 A este respecto, no podemos dejar de hacer referencia a la inclusión en el sistema educativo español – generadora
de tanta polémica, especialmente entre ciertos sectores sociales – de la asignatura denominada como Educación
para la Ciudadanía. Asignatura, que, como recuerdan Gregorio Peces-Barba y Eusebio Fernández (2007: 24) en la
introducción a su manual Educación para la Ciudadanía y Derechos Humanos, ha de pretender ayudar a “lograr
ciudadanos libres, críticos, responsables y comprometidos”. En este sentido, las personas, únicas protagonistas,
autónomas y dignas son las únicas destinatarias de estos conocimientos cuyo aprendizaje permite vivir y
comprender la realidad que nos rodea desde la ciudadanía democrática (Peces-Barba y Fernández, 2007: 39). Y, de
esta forma, la impartición de la asignatura implica, “una postura racional y crítica con los prejuicios y los tópicos
heredaros, con criterios personales, rechazando la desigualdad e impulsando la diversidad como riqueza personal
identificadora” (Peces-Barba y Fernández, 2007: 40). Desde luego, entre esos prejuicios a los que se hacen
referencias, debemos considerar aquellos relativos a la ancianidad, que constituyen el entramado y el sustento del
edadismo.
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Pero esa prevención, que hemos convenido en denominar primordial y que utiliza como
instrumento privilegiado de su desarrollo la educación, al margen de la población en general, es
preciso que se dirija también muy especialmente hacia colectivo de profesionales en estrecho
contacto con la población anciana. Nos referimos al colectivo de los profesionales sanitarios, al
que ejerce su profesión en el ámbito de los servicios sociales y en general a todo profesional en
contacto profesional directo con las personas mayores (Burgos Varo y Strempel, 2005: 29; 208-
209; Kingston y Penhale, 1997; Brandl et al., 2007: 262, entre otros).
Esa labor debería ir encaminada tanto a la inclusión en los curricula académicos
específicos de cada profesión de conocimientos en torno al maltrato hacia las personas mayores
como a la promoción de actitudes no edadistas entre los futuros profesionales o entre aquellos
que ya ejercen su profesión mediante el fomento de la formación continua en estos campos
(Brandl et al., 2007: 263). De esta forma el conocimiento académico respecto a lo que es el
maltrato hacia las personas mayores, sus diferentes manifestaciones y las causas que lo originan
resulta muy importante para estos profesionales de cara a la prevención.
La formación, como proponen Kingston y Penhale (1997: 419), debe tener un carácter
claramente multidisciplinar por lo que es preciso lo antes posible conseguir un espectro amplio
de profesionales que compartan en las aulas y en los foros académicos sus experiencias
aprendiendo los unos de los otros. Sobre todo, como sugiere Manthorpe (2000: 134),
favoreciendo la oportunidad de profundizar y verificar conocimientos en relación con las
experiencias de otros profesionales con contacto directo con personas mayores vulnerables. En
este sentido es especialmente relevante el papel de la formación continua. Formación que debería
incluir información sobre prácticas exitosas a la hora de afrontar el maltrato hacia las personas
mayores de tal manera que cada profesional, desde su propia disciplina y desde su ámbito de
trabajo, pueda aprender sobre ellas y replicar prácticas que ya se han demostrado como útiles en
otros lugares y contextos (Brandl et al., 2007: 263).
Hay que actuar teniendo en cuenta el hecho de que en el campo del maltrato hacia las
personas mayores ninguno de los profesionales implicados tiene en su mano todas las
herramientas necesarias para una adecuada respuesta351. Con todo es evidente que en este campo
351 A modo de ejemplo, algunos autores como Nerenberg (2008: 235,236), realizan una breve catalogación de
algunas de las habilidades en relación con el maltrato hacia las personas mayores que resultarían útiles adquirir a
determinados profesionales implicados en la respuesta frente al fenómeno. Y así la labor de los jueces, según esta
autora, se beneficiaría de una adecuada formación sobre todo encaminada a comprender la importancia de la
restitución para las personas mayores, de conocer la evaluación de las defensas posibles frente al estrés del cuidador,
comprender el funcionamiento de la demencia y otras enfermedades de este tipo. Los profesionales que trabajan en
contacto con los cuidadores deben ser capaces de evaluar situaciones de alto riesgo y promover la seguridad de las
personas mayores en caso necesario. Entre los profesionales médicos es importante aprender a distinguir entre
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determinados profesionales mantienen un papel preponderante – sobre todo sanitarios y de los
servicios sociales – por lo que también es preciso que extiendan ese conocimiento a otro tipo de
profesionales que pueden jugar un papel importante en la respuesta frente al maltrato (por
ejemplo dentistas, podólogos, policías, psicoterapeutas, fisioterapeutas, farmacéuticos, terapeutas
ocupacionales, empleados de banca, gestores e incluso sacerdotes). También los voluntarios que
colaboran con organizaciones del tercer sector social implicados en el cuidado y atención de las
personas mayores requieren de una formación adecuada en este sentido (Kingston y Penhale,
1997: 420).
Pero aparte de ese conocimiento específico material, que según la taxonomía de
Habermas (1982) correspondería a los intereses técnicos y a los intereses prácticos, es
imprescindible educar para cubrir y alcanzar los intereses emancipatorios que se encuentran
también en la base de la educación. Para Kingston y Penhale (1997: 422), a pesar de que estos
intereses se han encontrado tradicionalmente ausentes tanto en la investigación como en la
educación en el campo del maltrato a los mayores, deben alcanzar tanto a la población en general
como a los profesionales implicados. Así se centran en un cuestiones tan importantes como la
determinación las condiciones necesarias que habilitan a las personas mayores a quejarse acerca
de sus condiciones sociales o personales o del trato que reciben y, en general, todas aquellas
cuestiones relacionadas con el proceso de empoderamiento del colectivo.
No hay que olvidar que también los profesionales pueden mantener posiciones edadistas
y, por lo tanto, esta dimensión emancipatoria de la educación, en su caso, debe ir encaminada
a modificar las actitudes y los valores de los mismos (cuidadores profesionales, sanitarios,
trabajadores sociales, etc.) cuando sea necesario así como a hacer entender las propias
limitaciones de su tarea352. Finalmente, Kingston y Penhale (1997: 423) apuntan la importancia
de que los profesionales reconozcan que la propia voz de las personas mayores debe ser oída en
relación con estas cuestiones. Sobre todo teniendo en cuenta el hecho de que, en el campo del
evidencias físicas relacionadas con el maltrato de aquellas causadas por la edad o algún accidente e igualmente
reconocer sutiles indicadores de comportamiento. Las personas en contacto con las víctimas deben poseer
información adecuada y completa sobre las personas mayores, sus necesidades así como los recursos disponibles, así
como especialmente en relación a cómo trabajar con víctimas que sufren alguna forma de demencia.
352 Más adelante volveremos sobre este tema pero, como señalan Penhale y Kingston (1997: 423), es necesario que
los profesionales que intervienen en la respuesta frente al maltrato hacia los mayores conozcan bien las limitaciones
de su tarea y que sean conscientes sobre todo de que el proceso de cambio en las personas con las que trabajan gira
en torno a dos conceptos esenciales: autonomía y empoderamiento. Es preciso trabajar desde la conciencia de la
tensión de la que hablan Bennet et al. (1997) presente en la respuesta de los profesionales frente al maltrato, sobre
todo en el campo del trabajo social, entre el cuidado y el control, o, por recoger la terminología de Rosenfeld y
Newberger (1997), entre compasión y control.
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maltrato familiar hacia los mayores, la voz de las víctimas y de los supervivientes es todavía
poco escuchada. En esta línea sería importante para los estudiantes, futuros profesionales, pero
también para aquellos que ya están ejerciendo su profesión en el marco de la necesaria formación
continua en esta materia, conocer de alguna forma y de primera mano las experiencias vividas
por las personas mayores víctimas de maltrato.
En relación con la necesidad de fomentar entre los profesionales el conocimiento, es
igualmente importante el desarrollo de documentos como las guías de actuación y otros
similares, ya que al margen de fijar y establecer protocolos posibles o al menos determinadas
pautas para la prevención, la detección y en su caso la intervención, informan de aspectos
esenciales que deben conocer respecto al maltrato hacia las personas mayores353. Para responder
al maltrato es necesario primero conocer. Para detectar es necesario ser capaz de haber pensado
en la posibilidad misma del maltrato. De la misma manera, para tomar medidas de prevención es
preciso ser consciente de que, si existen determinados factores de riesgo, este maltrato puede
llegar a producirse. Además la difusión de estas guías y documentos similares suele ir
acompañada frecuentemente de diversas actuaciones formativas con lo cual, al margen de
constituir herramientas para la respuesta, el mismo hecho de su elaboración implica ya que el
maltrato hacia las personas mayores entre al menos potencialmente a formar parte de las
preocupaciones de los profesionales a los que se dirigen estos instrumentos354.
Por último, en relación con la prevención primordial, la tercera vía mencionada pasa por
el desarrollo de las políticas institucionales en relación con la adecuada planificación
gerontológica y la asistencia geriátrica. Cuando nos hemos referido a las diferentes
353 En el caso concreto de España, quizás la guía que más difusión ha alcanzado es la publicada por el IMSERSO
(Barbero y Moya, 2006). Se trata de un trabajo completo, exhaustivo, de alto contenido informativo y, en
consecuencia, de gran utilidad para los profesionales implicados. Pero junto a este documento existen otros
instrumentos preexistentes o que han ido apareciendo con posterioridad. Son guías que se crean bien desde una
óptica centrada específicamente en los profesionales sanitarios, bien sea desde una visión más general. Entre las
primeras, más centradas en la labor de los profesionales sanitarios especialmente los de atención primaria, nos
encontramos por ejemplo la elaborada por la Sociedad Andaluza de Medicina Familiar y Comunitaria –SAMFYC
(Burgos Varo y Portillo Strempel, 2005) o la pendiente de publicación en Aragón por parte del SALUD, a cuyo
contenido esencial y proceso de elaboración que nos referiremos por extenso en la segunda parte de esta tesis
doctoral (vid. infra cap. VI). Otras guías, en cambio, mantienen un enfoque más generalista. Es el caso de la guía,
publicada por el Ararteko, Los derechos de las personas mayores y la prevención del maltrato (Leturia y Etxaniz,
2009), de la publicada en Cataluña, titulada Prevenir y actuar contra los malos tratos hacia las personas mayores
(EIMA, 2007), o la recientemente elaborada por la Dirección General de Mayores del Ayuntamiento de Madrid,
bajo la denominación de Buen trato a las personas mayores (Ayuntamiento de Madrid, 2010).
354 De esta forma entre los objetivos de la Guía de actuación publicada por el IMSERSO (Barbero y Moya 2006) se
recoge la necesidad de dotar a los profesionales de la gerontología y la geriatría de herramientas eficaces para el
mejor desarrollo de sus complejas tareas cotidianas. Objetivo que se ajusta a las recomendaciones del documento de
la OMS Voces Distantes (OMS, 2002) que conmina a las instituciones a elaborar material didáctico para los
profesionales para un correcto abordaje del problema.
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aproximaciones en relación con la teoría de la causación del maltrato hacia los mayores, hemos
tratado de la dimensión socioeconómica de los mismos (vid supra. cap. II,1.1). Está claro que la
situación socioeconómica de las personas mayores afecta a su vulnerabilidad y, por lo tanto, si
esta situación se precariza la posibilidad del maltrato se hace más posible. Ya hemos hablado de
la situación social de las personas mayores (elevada tasa de pobreza, escasez de recursos y
servicios dedicados al colectivo, etc.) por lo que no insistiremos demasiado sobre un tema que
excede (aunque indudablemente también enmarca) el contenido específico de este trabajo.
Simplemente señalar en este punto como la mejora de las condiciones en las que viven
los mayores redunda también en la prevención de las situaciones de maltrato. Esa mejora se debe
encaminar, por ejemplo, al desarrollo de acciones dirigidas a la promoción de la autonomía
personal y atención a las situaciones de dependencia (Burgos Varo y Strempel, 2005: 29). Pero
debe abarcar también desde la mejora del nivel adquisitivo del colectivo, hasta cuestiones como
la adaptación de las barreras arquitectónicas. En definitiva, se trata de cuestiones relacionadas
con la planificación de políticas adecuadas y con la dotación de recursos suficientes por parte de
las instituciones, cuestiones que (aunque no entremos a analizar en este momento) están
igualmente muy presentes en el análisis de la respuesta social frente a los malos tratos que se
pretende llevar a cabo en esta tesis doctoral.
Todas estas actuaciones relacionadas con la prevención primordial (tanto desde el punto
de vista de la información, como desde la educación, como desde el fomento de políticas
públicas) se orientan básicamente al apoyo y fortalecimiento de las unidades de convivencia y a
su inserción social. El resultado es, por lo tanto, un complejo proceso que combina individuo y
colectividad (Muñoz Tortosa, 2004:104). Constituye en realidad la base del trabajo sobre la que
cualquier posterior labor encaminada a erradicar el maltrato hacia las personas mayores resultará
fructífera. Implica una visión amplia y abarcadora de la complejidad del problema del maltrato
hacia las personas mayores que acude a las raíces del mismo para tratar de extirparlas.
En este punto resulta oportuno traer a colación una reflexión que Wolf y Pillemer (1989:
159) hacían en su momento y que todavía sigue siendo válida. Los mencionados autores
consideraban algo irreales las expectativas de erradicación de todas las condiciones que están en
la base del maltrato mediante la expansión del bienestar y las políticas de apoyo a los mayores.
Ciertamente ese es un objetivo esencial e irrenunciable. Pero, aun siendo optimistas (sin dejar de
ser realistas), se trata más bien de un objetivo a largo plazo. Mientras tanto hay que seguir
avanzando, pero teniendo en cuenta las necesidades de las víctimas y personas mayores en riesgo
en el momento presente.
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Y precisamente en esa necesidad de cautela que nos obliga a seguir siempre trabajando en
beneficio y apoyo de las posibles víctimas encajarían las medidas de prevención primaria en su
sentido más restrictivo en la taxonomía empleada por Barbero y Moya (2006: 37) y que actúan,
más específicamente, sobre los factores de riesgo detectados: no tanto en el nivel macro
(societal) como en un nivel micro (individual), o a veces también mezzo (comunitario).
Vamos a reflexionar a continuación sobre los principales contenidos y retos de esa
prevención primaria del maltrato hacia las personas mayores desde dos perspectivas diferentes
aunque complementarias: primero, la de las propias personas mayores, pero también, en segundo
lugar, la de los cuidadores (en su gran mayoría mujeres).
Como venimos repitiendo a lo largo de todo el trabajo, el maltrato hacia los mayores
puede llegar a producirse en contextos en los que no están presentes ni la necesidad de cuidado
permanente o intensivo de la persona mayor, ni su situación de dependencia, sino que
corresponde a otras causas y factores de riesgo. En estos supuestos también es necesaria la
prevención primaria lo que, como es evidente, no impide que (en aquellos supuestos en los que
el posible maltrato que se pretende prevenir se incardinaría en un contexto de cuidado) se
articulen una serie de apoyos que reduzcan la sobrecarga y el posible estrés del cuidador.
Comenzaremos por referirnos a esas medidas de prevención primaria centradas en las
personas mayores.
Partiendo pues del hecho de que no todas las situaciones posibles de maltrato familiar a
los mayores se enmarcan en un escenario de provisión de cuidados y de dependencia física o
mental de la persona mayor, no obstante, la prevención primaria debe alcanzar también a esas
situaciones: por un lado, interviniendo directamente sobre la persona mayor, previniendo la
dependencia y fomentando su autonomía (de tal forma que esa necesidad de cuidado no llegará a
producirse o no requerirá de la misma intensidad); y también, por otro lado, conociendo y
actuando sobre otros factores de riesgo presentes. Como señala Nerenberg (2008: 107), el riesgo
puede potencialmente reducirse reduciendo el aislamiento, mejorando en su conjunto las
condiciones de salud física y mental y el bienestar, y maximizando la independencia. Por tanto
esos deben ser los objetivos de los servicios y actuaciones encaminados hacia la prevención
primaria.
La dependencia de la persona mayor, como también hemos visto, es uno de los factores
de riesgo asociados a la aparición del maltrato (vid supra cap. II, 2.1). Aunque hay que tomar la
afirmación con cierta cautela a la luz de los estudios más fiables de los que disponemos. Pero
admitiendo este hecho, al menos en determinados supuestos, una de las vías lógicas de
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prevención primaria de estas situaciones se focaliza en la promoción entre las personas mayores
de la autonomía personal355.
No entraremos a analizar, por razón de espacio, los medios en concreto para conseguir
esos fines de promoción de la autonomía personal que se conectan entre otras cuestiones con el
desarrollo del envejecimiento activo y también con la educación para la salud ya mencionadas,
fomentando hábitos de vida saludables tanto para el anciano como para el cuidador (Bover-
Bover et al., 2003: 549)356. Sin embargo es importante destacar algunos puntos que sobre los que
este tipo de programas pueden incidir especialmente en relación con la prevención de la
aparición de maltrato.
Siguiendo a Barbero y Moya (2006: 55-56), la actuación preventiva desde la asistencia
cotidiana al colectivo de las personas mayores es recomendable que pase por el fomento y el
estímulo de su independencia para hacer y para decidir. Se trata de una cuestión básica que
favorece el respeto al principio de la autonomía de la persona mayor para tomar sus propias
decisiones y el empoderamiento. También es importante, desde este ámbito de atención cotidiana
y de proximidad, promover la interacción y evitar el aislamiento, así como mantener a la persona
mayor mentalmente activa. Como se puede observar, estamos hablando de acciones que se
pueden articular desde los diferentes servicios dedicados a las personas mayores que incluyen un
amplio abanico tanto en el ámbito del tercer sector social, como en el institucional. Para ello son
importantes, por ejemplo, los Hogares y Clubes de Personas Mayores, como elemento de
socialización y de evitación del aislamiento, pero también los Servicios de Atención a Domicilio
(SAD) o Teleasistencia. También el Voluntariado Social en un doble sentido: tanto el de
proporcionar compañía y acompañamiento en el hogar a las personas mayores como el fomento
355No hay que perder de vista que la Ley 39/2006 llamada muchas veces, de forma imprecisa, Ley de Dependencia
busca también la prevención de las situaciones de dependencia a partir de la promoción de la autonomía personal.
Específicamente en su art.. 21 se señala que estas acciones de prevención de la dependencia tienen como finalidad
“prevenir la aparición o el agravamiento de enfermedades o discapacidades y de sus secuelas, mediante el
desarrollo coordinado, entre los servicios sociales y de salud, de actuaciones de promoción de condiciones de vida
saludables, programas específicos de carácter preventivo y de rehabilitación dirigidos a las personas mayores y
personas con discapacidad y a quienes se ven afectados por procesos de hospitalización complejos.” Como se
puede observar hay una referencia explícita a las personas mayores como colectivo al que se dirigen específicamente
estas medida. Medidas que se deberán articular en los diferentes Planes de Prevención de las Situaciones de
Dependencia que elaboren las Comunidades Autónomas para los que el Consejo Territorial del Sistema para la
Autonomía y Atención a la Dependencia acordará criterios, recomendaciones y condiciones mínimas que deberían