Content uploaded by Juan García Única
Author content
All content in this area was uploaded by Juan García Única on Sep 25, 2016
Content may be subject to copyright.
| 41
http://dx.doi.org/10.4995/lyt.2016.5822 ©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
Sección monográfica | El odio a los clásicos (y otras razones para llevarlos a las aulas)
El odio a los clásicos (y otras razones
para llevarlos a las aulas)1
Juan García Única | Universidad de Granada
Este trabajo se centra en el papel de los clásicos en la educación literaria. Entendemos el problema de los
clásicos dentro del marco de la crisis actual de la educación humanística. A continuación intentamos de-
mostrar cómo la propia definición de lo clásico tal como la entendemos hoy es indisociable del modelo
historicista de enseñanza de la literatura que los paradigmas más recientes se proponen superar. Por último,
hacemos una crítica a la idea de lectura directa y enumeramos tres razones para continuar leyendo los
clásicos en el aula.
Palabras clave: clásicos literarios, educación literaria, enseñanza de la literatura, lectura.
This paper focuses on the role of classics in literary education. First of all, we place the problem of the classics
in the context of the current crisis of humanistic education. Then we try to demonstrate how the concept of
literary classic as we understand it today is inseparable from the historicist model of teaching literature that
the most recent paradigms aim to overcome. Finally, we make a critique of the idea of direct reading and we
list three reasons to continue reading the classics in the classroom.
Keywords: literary classics, literary education, teaching of literature, reading.
1. Un problema con otro de
fondo
La primera pregunta no es qué hacemos
con ellos, sino qué hacemos con ello. Bien
es verdad que la cuestión acerca de qué
hacer con los clásicos en las aulas ha sido
planteada no hace tanto en esta misma
publicación (Sotomayor, 2013), pero tam-
bién que los signos de interrogación entre
los que de costumbre se formula sobrarían
de no ser porque, se admita o no, hay una
duda, una inseguridad previa y bastante
más compleja que constituye el verdadero
fondo sobre el cual se inscribe la pregunta:
1 Una parte de la reflexión teórica que se desarrolla en el presente trabajo estuvo en su momento motivada por mi intervención
en el seminario de doctorado La lectura como política cultural y educativa: discursos, representaciones, prácticas, que dirige en la
Universidad de Buenos Aires el profesor Gustavo Bombini, a cuya generosidad, así como a una ayuda para movilidad internacio-
nal que me fue concedida en agosto de 2015 por la Asociación Universitaria Iberoamericanca de Postgrado (AUIP), debo el haber
podido participar en dicho foro. Quede constancia aquí de esta doble gratitud.
Juan García Única42 |
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
la de qué hacer, hoy por hoy, con todo lo
que atañe al papel que puedan desem-
peñar las disciplinas de humanidades en
un sistema educativo a propósito del cual
se predican mil artilugios retóricos con
otros tantos discursos bienintencionados
para ensalzarlas, pero en el que de hecho
son, como ya es manifiesto, cada vez más
marginadas. El conflicto se hace visible en
la escuela quizá con mayor nitidez que en
otros ámbitos, pero los frentes en los que
en los últimos tiempos viene siendo plan-
teado no han sido en absoluto ajenos a las
demás instituciones. Por hablar de lo que
nos resulta más cercano, podríamos recor-
dar dos casos más o menos recientes en
nuestro país, ambos sutilmente ilustrativos
de esta contradicción entre ensalzamiento
y arrinconamiento de las humanidades en
la que con frecuencia caen las instituciones
mismas. Veamos.
En 2012 le era concedido el Premio
Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales
a la filósofa estadounidense Martha C.
Nussbaum, quien por entonces ya había
sumado al caudal de su obra el apasionado
volumen Sin fines de lucro. Por qué la demo-
cracia necesita de las humanidades. En él de-
fiende la necesidad de implantar un nuevo
ethos en el sistema educativo que apueste
por el cultivo de la imaginación a través de
la literatura y las artes. Al año siguiente, en
2013, se traduce convirtiéndose en un best
seller instantáneo la erudita compilación de
textos en defensa de las humanidades que
otro profesor de filosofía, en este caso el
calabrés Nuccio Ordine, publicaba bajo el
título de La utilidad de lo inútil. Este último
lleva un subtítulo, Manifiesto, motivado a
decir del autor «por el espíritu militante que
ha animado constantemente este trabajo»
(Ordine, 2013:13). También Nussbaum deja
escrito al final del libro mencionado que el
suyo «no es un estudio empírico sino un
manifiesto» (2010:161). Pero conviene no
ignorar que por programáticos y profun-
dos que sean los manifiestos, y en este caso
ambos atesoran las dos características, és-
tos componen antes que nada un género
literario desiderativo, en la medida en que
declaran la intención de hacer viable un
proyecto que no tiene por qué ir necesaria-
mente más allá del mero voluntarismo de
quien lo enuncia.
Ello explica quizá que las defensas de
las humanidades, así como las invitaciones
a remozarlas y mantenerlas en cuanto que
tradiciones vivas, suelan por lo general con-
tar con tan buena prensa como nula efec-
tividad. En ellas no es poco lo que se suele
repetir que está en peligro: en primer lugar,
un saber sustantivo que solemos llamar hu-
manismo; en segundo, la serie de saberes
en los que éste se ramifica y que lo consti-
tuyen, entre ellos, la literatura; y, en tercer
lugar, los exponentes sublimados de esos
saberes, es decir, los clásicos. Pero como no
hay defensa que no lo sea a su vez frente a
algo, siempre habrá que preguntarse con-
tra qué exactamente se defiende lo que se
defiende. Ante la apuesta mayoritaria por el
paradigma del desarrollo económico, más
preocupado por el crecimiento del PIB que
por el del individuo, Nussbaum toma par-
tido con claridad por lo que ella llama el
paradigma del desarrollo humano, el cual
abarcaría facetas que irían desde «la vida, la
salud y la integridad hasta la libertad polí-
tica, la participación política y la educación»
(2010:47). En otro ensayo, El cultivo de la hu-
manidad, que lleva el nada gratuito subtí-
tulo de Una defensa clásica de la reforma de
la educación liberal, opone a la pedagogía
del paradigma del desarrollo económico
Sección monográfica | El odio a los clásicos (y otras razones para llevarlos a las aulas) | 43
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
la educación socrática, que en un sentido
muy lato ella concibe como una educación
para todos los seres humanos, adaptada a
las circunstancias y el contexto del alumno,
pluralista, atenta a la diversidad de normas
y tradiciones y, en suma, predispuesta a «ga-
rantizar que los libros no se transformen en
autoridades» (Nussbaum, 2005: Capítulo 1,
pos. 786) desplazando al sentido crítico. A
partir del concepto de «imaginación libe-
ral» de Lionel Trilling, aboga por insertar la
«imaginación literaria» dentro del sistema
socrático, reelaborándola como imagina-
ción articulada sobre la compasión. Así, es-
cribe: «Una sociedad que quiere fomentar
el trato justo a todos sus miembros tiene
razones más sólidas para alentar el ejercicio
de la imaginación compasiva que atraviesa
las fronteras sociales, o que intenta hacerlo.
Y esto significa preocuparse por la literatura,
hacer que importe» (2005: Capítulo 3, pos.
2040). Nussbaum no es la única que se si-
túa en esta órbita, desde luego. En nuestra
lengua, sin ir más lejos, Luis García Montero
ha publicado recientemente una deliciosa
obrita subtitulada Defensa de la literatura en
la que declara lo siguiente: «Considero preci-
samente la literatura como un antídoto con-
tra la versión estrecha y contaminadora de la
idea productivista del progreso» (2014:157).
De modo que el enemigo, en este pa-
norama de crisis perpetua al que no es ajeno
el campo de la educación literaria, no sólo
está bien identificado sino que ve cómo se
le hace frente con una serie de programas
bien construidos, algunos de cuyos valedo-
res no carecen de reconocimiento y presti-
gio. Sólo que a la hora de la verdad nada de
eso impide que la realidad que día a día vive
el profesor de literatura no sólo sea tozuda,
sino a menudo muy poco amable también.
No es infrecuente por ello que se vea a algún
que otro capitán abandonando el barco,
costumbre que de un tiempo a esta parte
se viene atestiguando en todos los niveles,
desde la ilustre pero amarga prejubilación
de un catedrático de Teoría de la Literatura
de la Universidad de Barcelona, que se retira
levantando «un diagnóstico pesimista de
una situación enfermiza» (Llovet, 2011:347),
hasta el conmovedor testimonio, plasmado
en un hermoso y profundo libro, de una pro-
fesora de Lengua de Secundaria que gracias
a la reforma logsista ve defraudados sus úl-
timos años en el ejercicio de una profesión
que ama: «Acabábamos de entrar, por ley,
en una nueva dimensión. Había llegado la
soledad» (Juanatey, 2015:104). Eso lo escribe
con conocimiento de causa Luisa Juanatey,
y sería un error empecinarse en no ver que
la cosa va muy en serio.
Porque no se trata ahora, ni en realidad
se ha tratado nunca, de volver a insistir por
enésima vez en las necesidades formativas
del profesorado de Lengua y Literatura. Si
bien éste tiene carencias, como cualquier
otro gremio, también es cierto que ha visto
demasiado a menudo cómo sus virtudes
eran desplazadas y desactivadas por la im-
posición de un logos pedagógico propenso
a asumir acríticamente los parámetros de la
ideología dominante, al tiempo que exige,
en extrema contradicción, el cultivo del
sentido crítico por encima de la educación
memorística2. En todo caso, es ingenuo
reducir los problemas que ha de afrontar
2 Como si la enseñanza de la literatura, por lo demás, no implicase ya por sí misma una forma de lectura crítica y una manera nada
dócil de educar la memoria, de hacerla significativa. Y como si eso los profesores de Lengua y Literatura nunca lo hubieran des-
cubierto por sí solos, aunque mucho nos temamos que la incómoda cuestión acerca de qué pueda aprender la pedagogía de la
enseñanza de la literatura, más que al revés, no porque ahora la tengamos que dejar para otro momento seguirá siendo menos
necesario abordarla en el futuro.
Juan García Única44 |
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
la educación literaria en el presente a una
supuesta carencia procedimental o téc-
nica del profesorado. Lo que en el fondo
inquieta es la pérdida del aura de, por de-
cirlo en palabras de Juan Carlos Rodríguez,
«toda una forma de pensar y de sentir que
se suponía nimbada y sublimada en sí
misma» (2011:12). O dicho de otro modo:
es la desustanciación de una forma de vida
lo que provoca el sentimiento de desam-
paro al que se refiere Juanatey en su libro.
Una forma de vida modesta en la medida
en que se reconoció a su vez como la más
humilde manera de transmisión de un sa-
ber humanístico, pero una forma de vida al
fin y al cabo.
Hubo un tiempo en que el propó-
sito de la llamada educación humanís-
tica estaba claro, al menos en apariencia:
las humanidades, sus saberes y sus obras
contribuían a apuntalar una identidad
compleja, íntegra, aunque nada unívoca.
Y lo hacía en diversos niveles. En primer
lugar la enseñanza de la literatura se pre-
tendía eficaz para afianzar un sentido del
patrimonio cultural que podía ir de lo na-
cional a lo universal con relativa facilidad.
En segundo, el llamado modelo histori-
cista podía concebirse oscilando entre lo
uno y lo diverso, articulándose a la manera
ya paradigmática que propuso en su día
Claudio Guillén, es decir, como adopción
de una perspectiva dialéctica en la que no
era conveniente suprimir «ni la diferencia
individual ni la perspectiva unitaria; ni la
emoción estética singular, basada en la
percepción de lo que está ahí, ni la inquie-
tud integradora» (2005:39).
Sea como fuere, nada más lejos de
nuestra intención que caer ahora en la
exaltación nostálgica, siempre tan vacua.
Si traemos todo esto a colación es sólo
para recordarnos que la única pregunta a
la que es posible responder hoy con cierta
seguridad no es la de por qué es útil lo in-
útil, tal cual se la plantea Nuccio Ordine,
sino la de por qué fue útil lo inútil alguna
vez. El modelo retórico propio del siglo
XVIII no agotaría en la actualidad, claro
está, la totalidad de la educación literaria,
pero eso no significa que en su momento
no abanderase el proyecto ilustrado de
afianzar una cultura universalizante entre
las capas sociales privilegiadas con acceso
a la educación, que se podían auto-procla-
mar así herederas de un saber autorizado
por la antigüedad greco-latina. Por su
parte, en su punto de mayor esplendor, a
ese modelo historicista que de un modo
u otro se resiste a desaparecer del todo,
aunque jamás antes haya estado tan des-
prestigiado como ahora, se incardinaba
en su día un sentido de la identidad na-
cional imprescindible en la fase histórica
de construcción de los diversos Estados
nacionales, cuyas energías políticas eran
absorbidas en no poca medida por la fun-
dación de instituciones tales como la lite-
ratura tal cual la entendemos hoy3.
Dado que ninguno de los dos mo-
delos surgió por casualidad, y dado que
ninguno de ellos ha dejado tampoco de
3 Que «La Literatura no ha existido siempre» (Rodríguez, 1990:5), que lo que nombramos como tal no es algo que constituya nin-
guna esencialidad primaria, sino una producción ideológica radicalmente histórica y, en tanto tal, fechable, es algo que haríamos
bien en no pasar por alto, siquiera para evitar definiciones esencialistas a su vez de lo clásico. Sobre la historicidad de la institu-
ción que llamamos literatura pueden verse, entre otros, los trabajos imprescindibles de Escarpit (1970), Zumthor (1986), Dupont
(2001) y, para el caso concreto de la literatura española, Mainer (1994).
Sección monográfica | El odio a los clásicos (y otras razones para llevarlos a las aulas) | 45
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
estampar su impronta en nuestro pre-
sente, se hace fundamental plantearnos
una y otra vez la pregunta acerca de cómo
nos enseñaron a leer (Núñez Ruiz y Campos
Fernández-Fígares, 2005) y acerca de
cómo aprendimos a leer el mundo a partir
de la lectura literaria (Núñez Ruiz, 2014).
De modo que antes de abordar de
lleno la cuestión de qué hacemos con los
clásicos, todavía es preciso poner sobre el
tapete otro interrogante sin el cual sería
imposible saber de dónde partimos. Sea
una invitación a no dar por sabido lo sa-
bido esta pregunta: ¿qué hacemos con la
educación literaria?
2. Los clásicos en la disyuntiva
entre enseñanza de la literatura
vs. educación literaria
Parece obvio, entonces, que sea lo que sea
aquello que se entienda por educación li-
teraria en la actualidad, será siempre algo
establecido como respuesta ante la co-
yuntura de crisis que acabamos de señalar.
Crisis, al menos, de la que puede hablarse
en la medida en que la sola mención de
tal palabra conmina a admitir una serie de
reajustes sobre los conceptos que la tradi-
ción suele dar demasiado a menudo por
inamovibles. Por ir a lo concreto: no sabe-
mos si en nuestro campo de actuación, el
de la educación literaria, esta tan traída y
llevada crisis de la educación humanística
ha puesto a la escuela en la difícil tesitura
de arrostrar la supuesta decadencia de la
civilización occidental, pero sabiendo re-
bajar el tono y las expectativas sí parece
claro que con frecuencia ha desatado la
pretensión de dar por finiquitado en las
aulas el modelo retórico-historicista de
los manuales y los libros de texto con los
que muchos aprendimos a leer. Ni mucho
menos hace falta creer en la necesidad de
volver a instaurar tal modelo (algo, a nues-
tro entender, imposible, inútil e inconve-
niente por igual) para admitir que, pese
a sus numerosas debilidades, gozaba de
una notable coherencia interna.
No siempre se advierte ni se admite,
pero las definiciones canónicas de lo clá-
sico rara vez han solido pensarse fuera
de dicho modelo. Si no hubiese dado por
hecho que para ello contaba primero con
un repertorio previo y bien organizado
de obras literarias, Sainte-Beuve no hu-
biera observado en 1850 que la palabra
clásico adquiere su verdadero sentido
cuando, una vez ya formado el gusto, «no
tenemos tiempo para probar, ni ganas
de salir a descubrir» (2001:26). Tampoco
Azorín hubiera definido las lecturas de
los clásicos «a manera de un oasis grato
en nuestro vivir» (1915:11), ni más tarde
se hubiese empleado en ensayar una fa-
mosa fórmula –«No han escrito las obras
clásicas sus autores; las va escribiendo la
posteridad» (Azorín, 1920:15)– de no tener
interiorizado un evidente sentido de la
historia literaria como sucesión de diver-
sas generaciones, por afortunado e impac-
tante que resulte su oxímoron. En 1944, T.
S. Eliot proclamaba a su vez: «Un clásico
sólo puede existir cuando una civilización
es madura y cuando una lengua y una li-
teratura son maduras» (2004:19). Esto le
servía de premisa para trazar un recorrido
algo inverosímil según el cual la literatura
anglosajona tendría una inesperada pater-
nidad de la que vendría a descender –esto
es, a discurrir históricamente– en primera
instancia: Virgilio. Mucho más breve, pero
también más sagaz, se muestra Borges al
adjudicarle el marbete de clásico a ese li-
bro «que las generaciones de los hombres,
Juan García Única46 |
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
urgidas por diversas razones, leen con
previo fervor y con una misteriosa leal-
tad» (1997:292). Diera la impresión, por
lo demás, de que la misteriosa lealtad que
siempre se le subraya a esta cita ocultase
ese previo fervor que también menciona
el escritor argentino, y que por sí mismo
ya pone una nota no sólo delatora de la
historicidad de los clásicos, sino sobre
todo de la historicidad de las lecturas que
los llevan a ser considerados como tales.
A propósito de Eliot y su conferencia de
1944, por cierto, se pronuncia otro Premio
Nobel de Literatura, J. M. Coetzee. Éste
para acabar actualizando el concepto ho-
raciano de clásico sin prescindir tampoco
de la prueba del tiempo: «clásico es aquel
que sobrevive» (Coetzee, 2005:28).
Pero si hay una definición hoy por hoy
tenida en cuenta, canónica en grado en
sumo, es la sexta de las catorce que Italo
Calvino ofrece en un ensayo famoso: «Un
clásico es un libro que nunca termina de
decir lo que tiene que decir» (2009:15). Por
supuesto, se trata de una observación que
invita a no confundir la vitalidad de los clá-
sicos con la solemnidad de las inscripcio-
nes marmóreas, destinadas a que el polvo
de los siglos las sepulte definitivamente.
Ahora bien, sin necesidad de cambiar de
metáfora advirtamos que Calvino se per-
cata de que es cualidad de los clásicos el
acabar cubiertos por otro tipo de polvo:
«Un clásico es una obra que suscita un in-
cesante polvillo de discursos críticos, pero
que la obra se sacude continuamente de
encima» (2009:16). A juzgar por la canti-
dad de glosas de que es objeto el propio
Por qué leer los clásicos, bien podríamos
considerarlo un clásico en sí mismo, sobre
todo si nos tomamos en serio –y nos la to-
mamos– esta octava definición4.
Es casi imposible, pues, llegar a esta-
blecer lo que es un clásico una vez acepta-
mos, dándole una nueva vuelta de tuerca a
la tesis de Calvino, que toda definición que
se ensaye se la acabará quitando efectiva-
mente de encima el propio clásico al que se
le aplique. Con todo, hay cierto consenso en
entender que clásico es lo que «ha sopor-
tado el paso del tiempo y que es compar-
tido y admirado por generaciones muy dis-
tantes en el transcurso de los años» (Quiles
Cabrera, Palmer y Rosal Nadales, 2015:91).
Esta consideración canónica, sin embargo,
nos lleva a asumir un proceso contradic-
torio del que no solemos ser conscientes:
la copiosa bibliografía existente sobre el
tema tiende a extenderse en la manera de
enseñar los clásicos o en el diseño de estra-
tegias para llevarlos al aula, por lo general
pensadas para superar las limitaciones del
modelo historicista, pero rara vez se percata
de que esa misma concepción canónica
4 Entre nosotros, las definiciones de segundo grado de lo clásico que han suscitado éstas más paradigmáticas, con especial hinca-
pié en las que aporta Italo Calvino, oscilan entre lo más convencional y canónico y las que desplazan la educación literaria hacia el
campo de las ciencias sociales. En el primer grupo las hay que ven en determinados libros o autores una unidad humana esencial,
digna de contribuir a la formación del hombre humanista (Cansino, 2007:34), transmitir arquetipos humanos ideales que superen
la prueba del tiempo y de la academia (Teixidor, 2007:84-85) o reflejar una identidad poco menos que eterna (Machado, 2004:20;
Sotomayor, 2013:31); asimismo, dentro de este grupo no faltan trabajos que subrayan lo que de herencia, tradición y carácter mo-
délico hay en los clásicos (Navarro Durán, 2006:18, y 2013:63-64; Mendoza Fillola, 2004:125; Cerrillo, 2010; Fonsalido, 2013:107), ni
tampoco quienes proponen programas de lectura en los que se integren de acuerdo con su dificultad (García Padrino, 1999:159;
Galván, 2004:544 y 547; Campos Fernández-Fígares, 2005; Silveyra, 2009). En el segundo grupo encontramos a quienes ven en el
clásico lo mismo una excusa para «la socialización democrática del texto» que «una textura viva de la condición humana» (Caro
Velarde, 2014:37), sin que falten posiciones que en la lectura hiper textual reconocen una «infinidad de conexiones entre los
textos, las opciones estéticas y el momento histórico» (Dueñas Lorente y Tabernero Sala, 2012:75).
Sección monográfica | El odio a los clásicos (y otras razones para llevarlos a las aulas) | 47
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
de los clásicos, que sin más se da por he-
cha, no es sino una consecuencia más de
ese modelo historicista que se pretende
rebasar. Sin él, la propia idea de clásico tal
como la entendemos hoy no sería siquiera
pensable. Así se aprecia especialmente
cuando la proyectamos sobre textos del
pasado más remoto, en los cuales damos
por supuestos ciertos parámetros críticos
emergidos desde las profundidades de lo
no dicho por el propio clásico, a saber: la
idea de que todo texto literario es un ob-
jeto construido por un sujeto enunciador
autónomo, poseedor de su propia verdad
interior; la posibilidad de que en su seno
haya un intento de captación de «lo otro»;
la inercia que nos lleva a considerar dicho
objeto como algo materializado bajo la
forma-libro; la recurrencia a un sentido del
lenguaje que da prioridad a un referente
sólo existente en la ficción; y la presuposi-
ción de que, más allá de su temporalidad,
en la obra hay un cierto tipo de discurso
socialmente transcendente y suspendido
en un espacio vacío5. O sea, nada que des-
borde en ningún momento la concepción
romántica de la lectura literaria propia del
XIX o el subjetivismo apriorístico kantiano
del XVIII, cosa en extremo llamativa cuando
de lo que se trataba era realmente de dejar
atrás ambos siglos.
Si bien muy rara vez se advierte esta
contradicción básica en la definición de lo
clásico, mil veces veremos que sí se sitúa el
foco sobre las limitaciones del paradigma
historicista, incapaz –según se señala con
gran insistencia– de hacer inteligibles hoy
los clásicos. Y ello por su obstinación en una
enseñanza de la literatura caracterizada por
su inapropiada recurrencia a la filología, al
historicismo de los manuales y a la cons-
trucción de una norma que cuando no
es retórica, como en el caso dieciochesco
con sus criterios de autoridad y antología,
es directamente moral e identitaria, como
cuando don Ramón Menéndez Pidal insis-
tía en la delimitación de unos supuestos
«caracteres perdurables» de la literatura
española6.
Cuando hace ahora un cuarto de siglo
proponía Teresa Colomer pasar de la en-
señanza de la literatura (o sea, del modelo
historicista) a la educación literaria, lo hacía
propugnando un nuevo paradigma que
habría de centrarse en facilitar a los alum-
nos la adquisición de una competencia
5 Sigo aquí, punto por punto, los parámetros que establece Paul Zumthor (1980:31). No es casualidad que haya recurrido a este
medievalista ginebrino, que nos recordó siempre que la literatura es precisamente lo que vino después de las diversas formas
enunciativas del Medievo.
6 Todo ello ignorando cosas como las que aquí enumero: que el último Edward Said (2011) aludía precisamente a lo «filológico»
como modelo de lectura secular y democrática, en tanto el examen minucioso de las palabras y de la retórica revela que los seres
humanos habitamos en el seno de la historia; que el historicismo de los manuales es el que establece al fin y al cabo el marco para
la delimitación de lo que es clásico y lo que no; y, por último, que también la insistencia de las últimas décadas por configurar un
determinado canon de literatura infantil y juvenil ha sido, en buena medida, el intento por construir una norma moral que no sin
cierta facilidad se puede acabar deslizando hacia el moralismo más obvio, como ha sido denunciado en alguna ocasión (Teixidor,
2007:93-94). Llama la atención, por otra parte, que en un contexto que en principio pareciera favorable a la reivindicación de la
literatura europea como nexo identitario, algo imprescindible en un proceso de construcción de una entidad política suprana-
cional como se pretende la Unión Europea, no parezca necesario hoy por hoy recurrir a la educación literaria para llenar cier tos
vacíos. Mucho nos tememos que el hecho de que ésta resulte prescindible no se explique por razones fútiles, como la supuesta
falta de preparación del profesorado o la obsolescencia de un modelo historicista que en verdad tendría hoy más que nunca
motivos para sentirse reivindicado, sino quizá por la constatación, algo más dura, de que el sistema capitalista y la soledad no
elegida que nos impone ya no necesita de aditamentos ni añadidos, como el de la educación literaria, para seguir configurando
la ficción del «yo-libre» (Rodríguez, 2005).
Juan García Única48 |
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
lectora específica que favoreciese, ante
todo, el reconocimiento de la conforma-
ción lingüística del texto y de las conven-
ciones que median entre éste y el lector
(Colomer, 1991:21-22). Desde entonces ha
llovido mucho, aunque casi siempre sobre
mojado. Los trabajos que han seguido esa
línea ni siquiera podríamos glosarlos míni-
mamente aquí porque ya son legión7. Por
nuestra parte, no tenemos nada serio que
objetarle a esta tendencia que se propone
superar cierto reduccionismo según el cual
la lectura, entendida sin más como la in-
terpretación hermenéutica de una intentio
auctoris, nunca hubiera podido desarro-
llarse como aldabonazo para la imagina-
ción creativa8. Cuestión distinta es que nos
parezca que el concepto de educación lite-
raria que Colomer, y prácticamente ya todo
el mundo, opone al de enseñanza de la li-
teratura, haya venido en el fondo a superar
uno de los mitos que con más persistencia
han pesado y pesan sobre la concepción
escolar de los clásicos: el mito de la lectura
directa.
3. El odio a los clásicos y otras
razones: contra el mito de la
lectura directa
Por tal mito no entendemos sino la creen-
cia en que basta con adquirir una serie
de destrezas –de competencias– sobre la
lectura para que, una vez superadas las
dificultades técnicas que impone la distan-
cia histórica, la obra literaria que llamamos
clásica nos acabe revelando directamente,
y de manera empática, toda su verdad hu-
mana esencial. En ese sentido cabría hablar
casi de la sacralización de una nueva forma
de lectura revelada, asumida de manera
inconsciente por la incansable sucesión de
nuevos paradigmas. Retomando, ahora sí,
la pregunta que aplazamos al principio, la
de qué hacemos con los clásicos, diremos
sólo, a mayor gloria de la octava definición
de clásico de Italo Calvino que antes desta-
cábamos, que en realidad con los clásicos
poco es lo que se puede hacer que al final
ellos mismos no deshagan. Pero eso no sig-
nifica que haya que desistir de leerlos.
En los primeros compases de este ar-
tículo decíamos que los manifiestos sólo
pueden aspirar a constituir un género lite-
rario desiderativo. Dado que somos cons-
cientes de que un trabajo sobre los clásicos
no puede hoy por hoy aspirar a mucho más
que a engrosar la nómina de dicho género,
vayan para concluir nuestras tres propues-
tas programáticas acerca de por qué de-
bemos seguir llevando los clásicos –sean
éstos lo que sean y los que sean– a las aulas:
a) Porque los clásicos, sea lo que sea un clá-
sico, no son lo que parecen. El Cantar de
Mío Cid o la Chanson de Roland nunca
7 Bástenos recurrir a un par de ejemplos que nos quedan muy a mano: Víctor Moreno Bayona no parece albergar dudas de que «la
reponsabilidad de la institución educativa es, más que hacer lectores, desarrollar la competencia lectora del alumnado» (2005:17);
para María Teresa Caro Velarde las competencias básicas parecen representar per se las «buenas prácticas educativas» (2014:33).
8 Aunque bien es cier to que incluso en esa reivindicación a ultranza de la creatividad, sin duda deseable, no deja de reconocerse
un cierto y muy tradicional sesgo romántico, por más que se la califique insistentemente como nuevo paradigma. En Las reglas
del arte, ese libro que tantos velos quita de los ojos, Bourdieu se daba perfecta cuenta de ello: «Si la representación romántica
de la lectura pervive con tanta intensidad en la tradición escolar, tanto literaria como filosófica, se debe sin duda a que otorga
su mejor justificación a la propensión del lector a identificarse con el auctor y a participar así, por procuración, en la “creación”,
una identificación que algunos exegetas inspirados han convertido en teoría, definiendo la interpretación como una actividad
“creadora”. Cabría, como hace Bachelard, que hablaba de “narcisismo cósmico” a propósito de una experiencia estética de la natu-
raleza basada en la relación “yo soy bello porque la naturaleza es bella y la naturaleza es bella porque soy bello”, llamar narcisismo
hermenéutico a esta forma de encuentro con las obras y los autores en la que el hermeneuta afirma su inteligencia y su magnitud
gracias a su inteligencia empática de los grandes actores» (Bourdieu, 1995:443-444).
Sección monográfica | El odio a los clásicos (y otras razones para llevarlos a las aulas) | 49
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
fueron otra cosa que textos orales, voz
viva (que es como Alfonso X llamaba a
lo que no era voz muerta, esto es, es-
critura) que hoy sin embargo recibi-
mos animando a nuestros alumnos a
acercarse a ella con la meticulosidad y
paciencia de la lectura silenciosa, por
lo general en ediciones bien anota-
das que acumulan complejas y bien
fundadas interpretaciones de sentido
hermenéutico donde en origen la in-
terpretación era ante todo sinónimo
de performance. El universo escolástico
de la Divina Commedia tiene su propia
complejidad, pero ésta apenas roza al-
gunas veces la sofisticación moderna
que ostenta el inmenso caudal de ima-
ginario que se ha generado tomándola
como excusa, desde las ilustraciones de
Gustave Doré a determinadas tramas
cinematográficas al estilo de thrillers
como Seven (1995, David Fincher), pa-
sando por no pocas exploraciones en
la novela comercial. Don Quijote sólo
una vez llega a llamarse Alonso Qui-
jano en más de un millar de páginas,
pues en principio sólo sabemos que
«tenía el sobrenombre de “Quijada”, o
“Quesada”, que en esto hay alguna di-
ferencia en los autores que deste caso
escriben, aunque por conjeturas verisí-
miles se deja entender que se llamaba
“Quijana”» (Cervantes, 1998:36-37).
¿Significa eso entonces que de nada
sirve la interpretación hermenéutica
de los cantares de gesta, la imaginería
moderna sobre el poema de Dante o
la suposición común de que el nom-
bre de Don Quijote era uno del que
ni el propio Cervantes ni Cide Hamete
parecen estar seguros? En absoluto,
pues todo ello conforma también un
bagaje simbólico que actúa a la mane-
ra de prejuicio, entendido este último
como un saber previo, susceptible de
validarse, a partir del cual empezar a
movernos. Y no es poca cosa ésa, toda
vez que ahí empiezan a ser algo las pri-
meras lecturas de los clásicos de nues-
tros alumnos, siempre presentes «para
decirnos su parecer sobre aquello que
sólo a través de nuestras clases podrán
conocer» (Bombini, 2006:19).
b) Porque los clásicos, sea lo que sea un
clásico, no son un espejo en el que mi-
rarnos. Cuando el Arcipreste de Hita
escribe en el prólogo en prosa al Li-
bro de buen amor aquello de «porque
es umanal cosa el pecar» (2006:10),
no está en modo alguno abrazando
la idea de una naturaleza humana in-
temporal, sino, como se comprenderá,
retomando un histórico y mucho más
restringido concepto agustiniano de
pecado, así como un sentido artisto-
télico-tomista de natura, es decir, está
aplicando a su texto la única lógica
enunciativa que nos es dado aplicar en
cada momento, que no es otra que la
que se comprende dentro de la radical
historicidad en la que toda escritura
es producida. ¿Necesita el Arcipreste
hablarnos directamente a nosotros por
encima del discurrir de los siglos para
que su estudio escolar esté justificado?
Sencillamente, no. Y que no lo haga tal
vez nos lo vuelva más difícil, pero no
menos interesante. De hecho, «no es la
simpatía lo que lleva a la comprensión
verdadera, sino la comprensión verda-
dera lo que lleva a la simpatía» (Bour-
dieu, 1995:444).
c) Porque los clásicos, sea lo que sea un clá-
sico, son odiosos. En efecto: el Arcipreste
Juan García Única50 |
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
Referencias bibliográficas
ARCIPRESTE DE HITA, RUIZ, J., ALIAS (2006). Libro de buen amor (Alberto Blecua, Ed.). 7ª ed. Madrid: Cátedra.
AZORÍN, MARTÍNEZ RUIZ, J., ALIAS (1915). Al margen de los clásicos. Madrid: s. e.
AZORÍN, MARTÍNEZ RUIZ, J., ALIAS (1920). Lecturas españolas. Madrid: Caro Reggio.
BOMBINI, G. (2006). Reinventar la enseñanza de la lengua y la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal.
BORGES, J. L. (1997). Sobre los clásicos. Otras inquisiciones, pp. 288-292. Madrid: Alianza.
BOURDIEU, P. (1995). Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama.
CALVINO, I. (2009). Por qué leer los clásicos. Madrid: Siruela.
CAMPOS FERNÁNDEZFÍGARES, M. (2005). ¿A la conquista de un nuevo lector? Los clásicos y la promoción de la
lectura. En T. Rösing y E. Martos (Eds.), Lectura, literatura y conciencia intercultural. Passo Fundo: UPF.
CANSINO, E. (2007). ¿Para qué queremos a los clásicos?, Lazarillo. Revista de la Asociación de Amigos del Libro Infantil
y Juvenil, 18, 31-35.
CARO VELARDE, M. T. (2014). La educación literaria de los clásicos y su proyección interdisciplinaria para el enfoque
basado en competencias, Educatio Siglo XXI, 32(3), 31-49. http://dx.doi.org/10.6018/j/210961
CERRILLO, P. L. (2010). Sobre lectura, literatura y educación. México: Porrúa.
CERVANTES, M. DE (1998). Don Quijote de la Mancha (Francisco Rico, Ed.). Barcelona: Crítica.
COETZEE, J. M. (2005). “¿Qué es un clásico?”, una conferencia. Costas extrañas. Ensayos, 1986-1999, pp. 11-29.
Barcelona: Debate.
COLOMER, T. (1991). De la enseñanza de la literatura a la educación literaria, Comunicación, Lenguaje y Educación,
3(9), 21-31. http://dx.doi.org/10.1080/02147033.1991.10820954
DUEÑAS LORENTE, J. D. Y TABERNERO SALA, R. (2012). Los clásicos en el aula. Una propuesta: intertextualidad y
contexto histórico, Tejuelo. Revista de Didáctica de la Lengua y la Literatura, 16, 65-77.
DUPONT, F. (2001). La invención de la literatura. Barcelona: Debate.
ELIOT, T. S. (2004). Lo clásico y el talento individual. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
ESCARPIT, R. (1970). La définition du terme “littérature”. En R. Escarpit (Ed.), Le littéraire et le social. Éléments pour una
sociologie de la littérature, pp. 259-272. Paris: Flammarion.
es difícil y no siempre tan desternillan-
te como parece; los cantares de gesta,
casi incomprensibles; Dante, increí-
blemente denso; y Cervantes, contra-
dictorio. Sucede, admitámoslo, que
en nuestro primer acercamiento no
se suele revelar directamente verdad
humana esencial alguna en ninguno
de esos textos, ni se desata sin más el
genio creador de nuestros alumnos por
una lectura espontánea que, a buen
seguro, resultará antes que otra cosa
frustrante.
Pero nadie ha dicho que la frustración
no esté en el origen de muchos de los
empeños que acaban llegando a buen
puerto. Se trata, en todo caso, de te-
ner siempre presente que también se
aprende via negationis, es decir, con el
ánimo de explicarnos aquello que en
principio no comprendemos. Los pro-
fesores de literatura estamos ahí para
eso. Nuestros alumnos, también.
Sección monográfica | El odio a los clásicos (y otras razones para llevarlos a las aulas) | 51
©2016 SEDLL. Lenguaje y Textos, 43, 41-51
FONSALIDO, M. E. (2013). Clásicos: autores y textos. En E. Martos Núñez y M. Campos Fernández-Fígares (Coords.),
Diccionario de nuevas formas de lectura y escritura, pp. 107-108. Madrid: Santillana.
GALVÁN, L. (2004). Elementos para un plan de educación literaria, Revista de Literatura, 66(132) 537-554. http://
dx.doi.org/10.3989/revliteratura.2004.v66.i132.133
GARCÍA MONTERO, L. (2014). Un velero bergantín. Defensa de la literatura. Madrid: Visor.
GARCÍA PADRINO, J. (1999). Del Ramayama a Trafalgar : los clásicos al alcance de los niños. En P. C. Cerrillo y J. García
Padrino (Coords.). Literatura infantil y su didáctica, 139-159. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La
Mancha.
GUILLÉN, C. (2005). Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada (Ayer y hoy). Barcelona: Tusquets.
JUANATEY, L. (2015). Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor. Madrid: Pasos Perdidos.
LLOVET, J. (2011). Adiós a la universidad. El eclipse de las Humanidades. Barcelona: Círculo de Lectores-Galaxia
Gutenberg.
MACHADO, A. M. (2004). Clásicos, niños y jóvenes. Bogotá: Norma.
MAINER, J. C. (1994). La invención de la literatura española. En J. M. Enguita y J. C. Mainer (Eds.), Literaturas regiona-
les en España, 23-45. Zaragoza: Institución Fernando el Católico.
MORENO BAYONA, V. (2005). Lectores competentes, Revista de Educación, núm. extraordinario, 153-167,
NAVARRO DURÁN, R. (2006). ¿Por qué adaptar a los clásicos?, TK, 18, 17-26.
NAVARRO DURÁN, R. (2013). La salvación de los clásicos: las adaptaciones fieles al original, Quaderns de Filologia.
Studis Literaris, 18, 63-75.
NÚÑEZ RUIZ, G. (2014). Lectura literaria y lecturas del mundo. Notas sobre la lectura y la educación literaria. Almería:
Universidad de Almería.
NÚÑEZ RUIZ, G. Y CAMPOS FERNÁNDEZFÍGARES, M. (2005). Cómo nos enseñaron a leer. Manuales de literatura en
España: 1850-1960. Madrid: Akal.
NUSSBAUM, M. C. (2005). El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma de la educación liberal.
Barcelona: Paidós. [Edición para Kindle].
NUSSBAUM, M. C. (2010). Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Buenos Aires-Madrid:
Katz.
ORDINE, N. (2013). La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Barcelona: Acantilado.
QUILES CABRERA, Mª C., PALMER, Í. Y ROSAL NADALES, M. (2015). Hablar, leer y escribir. El descubrimiento de las
palabras y la educación lingüística y literaria. Madrid: Visor.
RODRÍGUEZ, J. C. (1990). Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas (siglo XVI). 2ª
ed. Madrid: Akal.
RODRÍGUEZ, J. C. (2005). Lectura y educación literaria. Prólogo a G. Núñez Ruiz y M. Campos Fernández-Fígares,
Cómo nos enseñaron a leer. Manuales de literatura en España: 1850-1960, 5-50. Madrid: Akal.
RODRÍGUEZ, J. C. (2011). Tras la muerte del aura. En contra y a favor de la Ilustración. Granada: EUG.
SAINTEBEUVE, C. A. (2011). ¿Qué es un clásico? Madrid: Casimiro.
SAID, E. (2011). Humanismo y crítica democrática. Barcelona: Debate. [Edición para Kindle].
SOTOMAYOR, M. V. (2013). ¿Qué hacemos con los clásicos? Algunas reflexiones para los futuros docentes, Lenguaje
y Textos, 38, 29-35.
TEIXIDOR, E. (2007). La lectura y la vida. Barcelona: Ariel.
ZUMTHOR, P. (1980). Parler du Moyen Age. Paris: Les Éditions de Minuit.
ZUMTHOR, P. (1986). Y a-t-il une “littérature” médiévale?, Poétique, 66, 131-139.