Arrojado el ser humano en la impertérrita desnudez del mundo, asediado por el aleatorio embate de los desmesurados elementos, la manada corre a refugiarse, despavorida, de las ingobernables fuerzas de la intemperie; mientras que los pastores deploran la brutal indigencia a la que los condena una existencia desfundamentada, sin propósito, sentido, ni futuro cierto, y para resistir tan cruel escarnio, traman limes mítico-formales que los resguarden de los siniestros avatares del acontecer mundano. Rebaño y rabadanes encaran las funestas incertidumbres del sino humano, desde la agobiante perspectiva de la fuga, al representarse el emergente devenir de la vida como una aciaga catástrofe, una desgraciada condena, a la que deben evadir en cuanto les sea posible, por cualquier medio a su efímero alcance: el orgánico sentido comunitario, el rito, la tradición, la civilización, la religión, el mito, el ideal, el imperio del significante de la razón y la reforma del ser, entre otros más.
Pero, hay otros, los maldecidos de la casta de Caín, los guerreros que levantan con descaro la mirada al sol, lascivos gustan de la lluvia empapando su cuerpo, obscenos gozan del roce del viento acariciando su piel, arraigan la planta de los pies en la áspera superficie de la tierra, con ingenua arrogancia hacen de sus ingrávidas huellas francos senderos sobre la árida existencia y del abismo existenciario, la posibilidad de su destino, causa y ser. Para estos, la contingencia de la vida, la tragedia de la muerte y la desmesura de los elementos de la intemperie constituyen el fondo primario de las abiertas posibilidades de ser en el mundo. La afirmación de sí, la fuerza de voluntad y el exceso de los instintos conforman los sustentos de sus posibles formas de existir.
Así, en estrictos términos analíticos, por la potencia de la fuerza que los caracteriza, existen tres principales lances de voluntad, tales son: la voluntad de servidumbre, la voluntad del deber y la voluntad de poder, de donde derivan las principales formaciones axiológicas en el onto-histórico devenir humano, a saber: el siervo, que se rige por el código moral; el profeta-misionero, normado por el dogma deontológico; y el guerrero, orientado por el pragmatismo ético, respectivamente.