Suele argumentarse —y con razón—que la violencia contra periodistas genera un clima donde se merma la calidad de la información, se inhibe el periodismo de investigación y en general se pone en riesgo la libertad de expresión de los periodistas y el acceso a la información de los ciudadanos. Sin embargo, bajo la repetición de tal argumento ante la lógica condena social cada vez que un periodista mexicano es agredido, o peor aún, asesinado, damos por hecha una relación de causalidad entre la violencia contra periodistas y la mala calidad del periodismo. Es decir, se asume que la violencia ha frenado una libertad de expresión y una calidad periodísticas que de otra forma serían robustas y visibles por sí mismas. Al hacerlo, caemos en riesgo de poner más énfasis en las agresiones en tanto episodios geográficos localizados y menos en dilucidar las condiciones estructurales e históricas, así como los actores y los procesos que los favorecen, permiten y solapan. Por ello, en este texto, nos proponemos dar un repaso de cómo se ha configurado históricamente la cultura periodística mexicana bajo la premisa de que la violencia criminal intensifica las prácticas e inercias ya existentes. Se argumenta que es justo la naturaleza pasiva de la cultura periodística post-autoritaria la que potencia la vulnerabilidad de los periodistas ante las amenazas de la violencia criminal, pues se convierten en las piezas más indefensas de una maquinaria aceitada por el clientelismo, la cooptación y las relaciones de connivencia entre élites mediáticas y políticas.