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La dirección escolar en España se ha movido entre el representante de la
administración (central o regional) y el elegido por el conjunto del profesorado, sin
haber logrado encontrar el lugar propio de la profesionalización. En un contexto de
progresiva autonomía y responsabilidad por la mejora de los resultados, sin embargo,
se requiere un liderazgo pedagógico. Esto exige reestructurar la organización para que
lo haga posible. En este contexto, fuera de tiempo y de lugar, la LOMCE nos retrotrae
a representante de la administración, como si esta pudiera infundir –al tiempo que los
nombra, como los prelados– el liderazgo pedagógico.
***
Los problemas de la dirección escolar han sido –desde hace bastante tiempo–
detectados, en numerosos trabajos (Antonio Montero, Joan Estruch, Jesús Rul, entre
otros). Mantener un modelo electivo que, en más de la mitad de los centros, durante
décadas, han tenido que ser nombrados (forzadamente) por la Administración, ha s ido
su máxima contradicción. Un modelo democrático o participativo nominalmente, y
administrativo-político (como en épocas predemocráticas) en la práctica, por otro. Sin
embargo, como decía hace más de veinte años Jesus Rul (1994), un conjunto de
“autocomplacencias ideológicas conducen a obviar o relativizar la dureza de los datos,
observaciones y valoraciones señaladas”. Igualmente, se detectó (y algo quiso corregir
la LOPEG, al final del gobierno socialista”) que no era posible llevar a cabo los
objetivos de la LOGSE con el marco de gestión escolar de la LODE, como
denunciamos en su momento. Los tímidos intentos en retocar la organización escolar,
particularmente en Secundaria, han imposibilitado tanto una autonomía como un
liderazgo pedagógico.
La historia posterior es conocida y los sucesivos “parches” o medidas parciales no han
arreglado la situación. En los cursos pasados, el 70 por ciento han tenido que ser
elegidos por la Administración en Aragón y el País Vasco, más de la mitad en Galicia,
uno de cada cuatro en Castilla-León en el curso pasado (con la normativa LOMCE),
etc.; en fin, de modo reiterado durante décadas, indica que algo no funciona. Desde
luego, el asunto no se arregla (el caso anterior de Castilla-León es ya una prueba
fehaciente) simplistamente cambiando el procedimiento de selección, para dar la
mayoría a la Administración, o exigir burocráticamente haber realizado un curso, como
ya lo intentó la LOPEG. Si hay que oponerse a esta regulación burocrático-
administrativista de la LOMCE, como hemos hecho, no basta tampoco mantener erre
que erre, con un velo de silencio, que la elección ha de ser colegiada y democrática,
como hace –de nuevo– el manifiesto “Por otra política educativa”. Es preciso entrar en
otras dimensiones organizativas que impiden el ejercicio de un liderazgo pedagógico.
La profesionalización de la función directiva sí, pero ¿cómo y para
qué?
Al igual que se dice de los profesores, los buenos directores o directoras no nacen con
cualidades innatas; por el contrario, se hacen y –en ese proceso de profesionalización–
la formación y la práctica ocupaN un lugar indiscutible. El asunto no es, por tanto,
formación sí o no, sino –particularmente, como quiero incidir– en qué contexto, marco
o coordenadas se inscribe. La complejidad del sistema y las especificidades que añade
para un docente el ejercicio de funciones directivas hacen imprescindible
profesionalizar e incentivar dicho ejercicio.
Inicialmente se puede estar de acuerdo en que las competencias como docente (de
matemáticas, inglés o historia) no son las requeridas para la dirección. El problema
comienza cuando hay que concretar cómo. Los términos profesión, profesionalización,
profesionalidad, son un tanto comodines empleados en el ámbito docente, dependiendo
de cómo los manejemos, desde qué perspectiva y para qué intereses. Por eso mismo, a
su vez, no son neutros, suelen esconder o tener latente una determinada visión de la
escuela. A su vez, en España es habitual unir profesionalización con funcionarización,
lo que desvirtúa gravemente el problema. Por eso, es preciso resaltar –ya de entrada–
que apoyar la profesionalización no puede significar, en ningún caso, vincularlo con
cualquier tipo de “cuerpo” (de por vida). Esto burocratizaría el tema, que está lo más
alejado del ejercicio del liderazgo.
La profesionalización de la dirección se entiende como alternativa a la elección,
mientras que la profesionalidad podría ser compatible. En sentido fuerte, pues,
profesionalización de la dirección sería equivalente a cuerpo de directores, mientras que
la profesionalidad se movería en línea de una capacitación y competencia. A su modo,
lo expresa así un directivo: “pediría que el equipo directivo, fuese profesional, lo que
ya no me atrevería a afirmar, es que sea por oposición”. El grave problema es conjugar
la participación con la profesionalidad: “la pregunta que yo me hago es cómo avanzar
hacia un modelo profesional de dirección sin eludir el modelo participativo (...). Desde
mi punto de vista aquí es donde se abre el amplio concepto de profesionalidad”. Se
debe formar para la función, sin hacer de la función una profesión. Por su parte, desde la
defensa de un liderazgo pedagógico, el desafío no es tanto “profesionalizar a los
gestores”, cuanto “cualificar al profesorado” en tareas de gestión y liderazgo, con la
creación de los oportunos dispositivos, que no pueden ser sólo “cursos de formación.
La cuestión entonces, no res uelta, es conjugar el principio de participación con las
exigencias de profesionalidad, de modo que los profesionales más adecuados (y
comprometido s) se comprometan y sean seleccionados para el ejercicio de la dirección.
De entrada, un liderazgo pedagógico permite y exige ambas caras: implicación del
personal en un proyecto conjunto y “profesionalidad”. Profesionalizar, por tanto, no
tiene por qué oponerse a participación democrática, si esta se sitúa en un marco
pedagógico de mejora. Por tanto, como señala Barroso (2013: 21), “nada obligaría (más
bien al contrario) a que el deseo de una mayor eficacia y calidad del servicio público
prestado por la escuela fuese incompatible con lo democrático de su funcionamiento y
la equidad de su acción”. Algo funciona mal en este modo actual de entender la democracia
en la dirección cuando pocos quieren ser elegidos, o cuando una lógica colegial de naturaleza
corporativa impide el ejercicio de un liderazgo pedagógico. Otras formas de
participación, más allá de la representativa, son posibles y pueden suponer una
profundización de la democracia.
Por tanto, lejos de demandar un “cuerpo” de directivos, se trata de garantizar que se
afrontan estas tareas con un respaldo formativo o práctica profesional adecuados y,
sobre todo, en un contexto y marco que posibilita tomar decisiones propias, basadas en
la profesionalidad. Una “buona scuola”, en un contexto de autonomía, exige cambios a
nivel de formación y unos “dirigentes scolásticos” más profesionalizados, como ha
hecho Italia en la Ley de Reforma de julio pasado.
Querer profesionalizar politizando y burocratizando
Nada de esto conduce a, en un cambio de tercio, volver a hacer de la dirección un
agente ejecutivo de la Administración de turno en los centros educativos, como
pretende la LOMCE. Justamente, el director como “la Administración en el centro” es
el modelo burocrático-gerencialista que en todo los lugares del mundo (incluido el
nuestro) ha fracasado; pues está en oposición frontal a las líneas pujantes de liderazgo
pedagógico, compartido o distribuido.
En efecto, si los problemas analizados son reales, la salida no puede ir, simplistamente,
en cambiar el procedimiento de selección sin tocar otras dimensiones. El liderazgo no lo
da una mera selección por la administración, siempre inclinada en España a hacerlo más
por afinidades (políticas) que por cualificación pedagógica y capacidad de
dinamización. En cualquier caso, nunca puede significar politizar la dirección escolar.
Desde luego que puede decidir una Comisión, pero profesional; no representantes de la
Administración, con las veleidades (arbitrariedades) habituales de introducir la política
donde debiera permanecer al margen. El liderazgo educativo florece en un tipo de
organización y cultura escolar propicio. Es ahí donde hay que actuar, aunque –como
sabemos– por desgracia es más complejo.
En esta situación, las nuevas propuestas que hace la LOMCE nos retrotraen, al margen
de las tendencias más potentes internacionalmente, de nuevo a una regulación
burocrática por la administración educativa (asegurar su nombramiento y dependencia
por parte de ésta), sin renunciar a tendencias postburocráticas de rendimiento de cuentas
que requieren una amplia autonomía en la gestión, en un contexto general de
recentralización, como hace la Ley. Estos elementos contradictorios hacen peculiar el
futuro inmediato de la dirección escolar, al margen del contexto internacional.
Un buen profesional debe gozar de amplias competencias y autonomía para tomar
decisiones propias, aún cuando luego deba dar cuenta de los resultados y mejora
conseguida. La primacía de la ideología neoconservadora impide dicha autonomía, a
favor de una recentralización y control; cuando luego se le pide, como dice la resolución
comentada, “rendir cuentas de las decisiones tomadas, de las acciones de calidad y de
los resultados obtenidos al implementarlas”. Pero no puede responsablemente rendir
cuentas cuando no ha podido tomar decisiones propias, a lo sumo puede mostrar que he
cumplido la normativa. La mezcla de neoconservadurismo y neoliberalismo conduce a
un callejón sin salida, o a esta mezcla explosiva. Esto no soluciona para nada el
problema de la dirección en España y, lo peor, está completamente en contra de las
orientaciones que la OCDE hace para mejorar el liderazgo escolar.
Si se demanda una profesionalización de la dirección escolar en España, ésta no puede
provenir de su politización. Tampoco se consigue por exigir una acreditación previa
superando un curso sobre el desarrollo de la función directiva. No podemos caer en la
aparente (y falsa) profesional de la formación. Los cursos de acreditación, mejor o peor
organizados, después de la experiencia de la LOPEG, se convirtieron en un requisito
burocrático para presentarse, perdiendo de entrada el valor que pudiera tener, para
quedar en una pantomima de profesionalización.
Querer profesionalizar para luego, finalmente, ser un representante ejecutivo de la
administración educativa, que no tiene más capacidad que la que le otorga la autoridad o
el poder de quien lo ha designado, he ahí el dilema y la contradicción. Hacer posible el
liderazgo pedagógico exige cambios organizativos que posibiliten las acciones
deseadas. La capacidad para articular una visión de lo que la escuela deba ser,
convencer a otros para trabajar en el sentido de esta visión, compartir responsabilidades
en la toma de decisiones, distribuir el liderazgo, implicar a la comunidad en torno a la
escuela, son tareas propias de un liderazgo enfocado a la mejora que no dependen de la
Administración, sino de procesos más complejos.
Liderazgo pedagógico de la dirección escolar
Toda la literatura pedagógica más potente y relevante a nivel internacional, así como las
experiencias de mejora, ponen de manifiesto –como nos hemos encargado de difundir
(Bolívar, 2012)– que, actualmente, si queremos mejorar el sistema educativo hay que
pasar de la gestión al liderazgo. Agotado, por esclerotizado, un modelo burocrático-
administrativista de gestión escolar, de acuerdo con las orientaciones reflejadas en las
experiencias y literatura internacional, se apuesta por un liderazgo educativo o dirección
pedagógica, como un factor de primer orden para incidir en la mejora de la educación.
Además, este liderazgo ha de ser construido en un proyecto conjunto de acción en cada
escuela, de modo distribuido o compartido entre una comunidad de profesionales. En
efecto, una dirección limitada a las tareas de gestión, sin intervenir en los procesos de
enseñanza-aprendizaje, no puede conseguir el objetivo prioritario de las políticas
educativas en el siglo XXI: asegurar a todos los estudiantes los aprendizajes
imprescindibles que les que posibiliten, sin riesgo de exclusión, la integración y
participación activa en la vida pública. Esto requiere rediseñar los contextos de trabajo,
articular el trabajo individual del profesorado en torno a un proyecto de mejora común,
y transformar la organización de modo que la escuela pueda asegurar buenos
aprendizajes a todos los estudiantes.
Si, como parece, los equipos directivos tienen que liderar la dinámica educativa de la
escuela, la mejora de la enseñanza y del aprendizaje no puede quedar enteramente al
arbitrio de lo que cada profesor, con mayor o menor suerte, haga en su aula. Es un
punto, sin duda conflictivo, pero en las experiencias y literatura internacional, cada vez
más claro: si los profesores son clave de la mejora, los directores han de crear el clima
adecuado para que el trabajo docente sea una responsabilidad compartida. Siendo
realistas, la capacidad de cambio de una escuela no puede depender de una cúspide, las
escuelas que funcionan bien, lo son porque muchos contribuyen a “moverlas”. El
liderazgo, como cualidad de la organización, se genera de modo múltiple entre los
miembros y grupos, siendo –por tanto– algo compartido. Si queremos que los
profesores asuman un papel más profesional, con funciones de liderazgo en sus
respectivas áreas y ámbitos, deben asumir dirección y autoridad en sus respectivos
ámbitos. Por otra, configurar los centros escolares como comunidades profesionales de
aprendizaje tiene efectos indirectos en el aprendizaje de los estudiantes, particularmente
cuando el trabajo conjunto se enfoca en la enseñanza.
Hacer posible el liderazgo educativo o pedagógico exige, como hemos señalado,
cambios en la actual estructura organizativa de las escuelas, en modos que posibiliten
las acciones deseadas. No obstante, preciso es reconocerlo, en España tenemos un
conjunto de retos pendientes para poder acercarnos a la referida forma de trabajo.
Cambiar la cultura escolar no es fácil, pero con nuevas orientaciones legislativas,
discurso público y buenas prácticas es posible alterarla. Estimular y desarrollar un clima
de colegialidad, organizar los centros para el aprendizaje del profesorado en unas
culturas de responsabilidad compartida, o incrementar la capacidad de la escuela para
resolver sus problemas, requieren transformaciones del modelo organizativo heredado
de la modernidad. Pero también, como señalaba Barroso (2013: 20) en esta misma
revista: “los desafíos que se plantean hoy a la gestión y al liderazgo de la escuela sólo se
pueden resolver en el marco de un conjunto más amplio de medidas políticas que
traspasan el campo limitado de la escuela y de sus responsables”.
Referencias
Barroso, J. (2013). La dirección de la escuela: tensiones en el presente, desafíos para el
futuro. Organización y Gestión Educativa, 21 (2), 19-22.
Bolívar, A. (2012). Políticas actuales de mejora y liderazgo educativo. Archidona: Ed.
Aljibe.
Rul Gargallo, J. (1994). El directivo escolar en España: la formación de directivos. Aula
de Innovación Educativa, 24, 70-79.