Hoy podemos decir que lo patrimonial se ha convertido en fetiche metacultural reificado, translocalizado y recontextualizado, que genera un amplio mercado articulado alrededor de la autenticidad (Kirshenblatt-Gimblett, 2004; Frigolé, 2014). Nunca antes habíamos asistido a un crecimiento de la demanda y consumo patrimonial tan acusado; asistimos, en términos de Heinich (2009), a una inflación patrimonial. La fábrica patrimonial parece bien engrasada para dar respuesta a los tiempos que corren en la medida que genera espacios de autenticidad altamente deseados. El espectacular incremento patrimonial ha sido impulsado por la propia democratización de su enunciado, pero también por la mundialización de su producción y por un aumento exponencial de su demanda. La expansión iniciada en la última década del XX, coincidiendo con la explosión de la industria del turismo global, ha continuado con energía en las dos primeras décadas de nuestro siglo. La entrada del patrimonio inmaterial, en las exclusivas listas de la UNESCO, ha sido el último eslabón para redondear la cadena patrimonial. Inclusión que puede ser leída desde múltiples perspectivas, pero que responde, entre otras, a la transformación de la racionalidad de la economía neoliberal. Ahora conviven las distintas formas patrimoniales -culturales, naturales e inmateriales- engrosando tanto los números como las ansias patrimoniales.