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COMUNICAR 12, 1999
COMUNICAR 11, 1998; pp. 95-100
Temas
El papel de los arquetipos en los
actuales estereotipos sobre la mujer
Ana Guil BozalAna Guil Bozal
SevillaSevilla
En el inconsciente colectivo de los individuos de una determinada cultura
perviven una serie de arquetipos y estereotipos que condicionan su manera de ver y vivir
el mundo. Los arquetipos de género han estado especialmente presentes en la cultura
occidental condicionando de forma importante el papel de los hombres y las mujeres.
La autora de este trabajo propone la toma de conciencia reflexiva sobre estos mitos para
recorrer el «difícil camino de salida de sus dominios».
Los arquetipos pueden ser considerados
los ancestros de los actuales estereotipos. De
alguna manera constituyen su arqueología, al
ser los vestigios que quedan de los modelos
prototípicos que estuvieron vigentes en cultu-
ras primitivas y que han llegado hasta nuestros
días a través de la mitología.
Al igual que sucede con los personajes
mitológicos, los modelos arquetípicos conju-
gan hechos históricos con fantasías, realida-
des con deseos, tragedias con miedos y temo-
res; aglutinado todo ello con creencias religio-
sas, valores éticos y prescripciones o proscrip-
ciones morales sobre lo que se debe pensar,
sentir y hacer. Son, por lo tanto, la base sobre
la que se construyen nuestros valores.
Al formar parte de nuestra herencia cultu-
ral, los modelos arquetípicos perviven tam-
bién en la actualidad en el inconsciente colec-
tivo que todos introyectamos simplemente por
el hecho de nacer en el seno de determinado
grupo social. Son elementos básicos de lo que
consideramos más profundo, más enraizado
en el interior de nuestro propio ser, algo que
permanece allí mientras no haya un contraste
con la realidad exterior que nos obligue a
replanteárnoslo. Y aun así, es difícil deshacer-
se de este enorme peso arcaico.
Eso es precisamente lo que sucede con las
creencias estereotipadas sobre las característi-
cas de los hombres y las mujeres en la actuali-
dad. Cualquier persona piensa que las mujeres
son de tal o cual manera y que eso es un hecho,
que esas peculiaridades son atributos constitu-
tivos de la esencia femenina que no admiten
posibilidad alguna de debate.
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No es de extrañar, pues, que pensadores
ilustres de la talla, por ejemplo, de Miguel de
Unamuno, hayan realizado alegremente las
siguientes afirmaciones:
«Hay un hecho, señores, que distingue
grandemente a los salvajes y los pueblos pri-
mitivos de los amasados en la cultura y que
llevan la civilización en las venas. La diferen-
cia de la capacidad relativa del cráneo de la
mujer al del hombre es mayor en los pueblos
civilizados que en los que no lo están; entre los
salvajes, la mujer es tan inteligente como el
hombre; entre los cultos, la diferenciación se
ha operado, y mientras el hombre llega a la
edad adulta, la mujer apenas pasa de la infan-
cia». Espíritu de la raza vasca, pág. 159 (to-
mado de Juaristi, J. (1997): El bucle melancó-
lico. Espasa Calpe, Madrid, pág. 168).
Ante este tipo de creencias huelgan razo-
namientos, porque además aquí se está mane-
jando una de las estrategias que –como más
adelante abordaremos– con más fuerza se ha
esgrimido contra las mujeres: el reducirlas a la
naturaleza, mientras que el hombre, el varón,
se hacía depositario de la cultura. No obstante,
la evidencia poco a poco va desmontando estos
ancestrales argumentos. También la Psicolo-
gía Social analiza cómo la mejor manera de
cambiar un estereotipo –que es el componente
cognoscitivo de una actitud– es aportar conoci-
mientos más acordes con la realidad que tiren
por tierra, que hagan caer por su propio peso,
las anteriores creencias estereotipadas.
1. ¿Qué son los arquetipos?
Uno de los autores que con más rigor ha
profundizado en el estudio de los arquetipos es
sin duda Carl Gustav Jung. Él llama imágenes
arquetípicas a aquellos contenidos del incons-
ciente del hombre moderno, que se asemejan a
los productos de la mente del hombre antiguo.
Al igual que el ser humano ha evolucionado
físicamente, conservando sin embargo vesti-
gios del hombre primitivo, también en la
evolución psíquica siguen coexistiendo restos
primitivos, pese a la innegable evolución de la
Humanidad.
Ya Freud había observado y comentado
cómo, con frecuencia, en el sueño surgen as-
pectos que no son individuales y que no pue-
den derivarse de la experiencia personal del
soñante. A esos elementos les llama «remanen-
tes arcaicos, formas mentales cuya presencia
no puede explicarse con nada de la propia vida
del individuo y que parecen ser formas aborí-
genes, innatas y heredadas por la mente huma-
na» (Jung, 1995: 67).
Continúa Jung argumentando que las
imágenes arquetípicas del inconsciente huma-
no, son tan instintivas como la capacidad de
las aves para emigrar y hacerlo en formación,
como la de las hormigas para formar socieda-
des organizadas, o como la danza de las abejas
para comunicar al enjambre la situación exac-
ta de una fuente de alimento.
2. Los arquetipos de género en la cultura oc-
cidental
Los pocos vestigios que conocemos de
antiguas culturas prehistóricas matriarcales a
través de la mitología, si bien les reconocen
importantes avances que contribuyeron a que
el género humano saliera de su condición
primitiva; por ejemplo la creación de un calen-
dario lunar, una perfecta organización social
comunitaria, la religión y el culto a los muertos
y a la diosa madre tierra (Gea), origen de la
agricultura, etc. (Bachofen, 1988), las hicie-
ron, pese a ello, responsables de la mayoría de
los males de la Humanidad. De las amazonas
se cuenta, por ejemplo, que eran temibles gue-
rreras que devoraban a sus amantes y a sus
enemigos. Las primitivas diosas matriarcales:
Perséfone, diosa de las tinieblas y el submundo,
Cibeles, de la superficie de la tierra y la agri-
cultura y Tetis, diosa del mar, fueron en el ini-
cio de los tiempos reemplazadas (perdiendo
todo su poder efectivo y pasando a un segundo
plano), por dioses patriarcales, Apolo y Dio-
nisos fundamentalmente. Cambio mucho más
profundo que el que efectuaron los romanos al
simplemente sustituir el nombre a los dioses
griegos por nombres latinos, cuando alcanza-
ron el poder.
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La transición del sistema matriarcal al
patriarcal es simbolizada en la cultura griega
por el «mito de Teseo» –patrón de Atenas– que
vence al minotauro, que representaba para los
griegos al anterior régimen matriarcal. El
hecho de que el minotauro viviera en un
laberinto es muy significativo de cómo los
griegos concebían la mente femenina como
algo fuera de la lógica, un
auténtico laberinto. Teseo ade-
más, es ayudado por otra mu-
jer, Ariadna, con lo que de
paso insinuaban que las muje-
res por amor, son capaces de
llegar a la mayor de las trai-
ciones.
Parece que el descubri-
miento del papel del varón en
la fecundación de la mujer fue
una de las claves para su nece-
sidad de control sobre ellas,
aprovechando su preponde-
rancia física. No sin gran tra-
bajo, consiguieron sustituir las
antiguas culturas matriarcales
y, una vez que hubieron toma-
do las riendas de la historia,
guardaron a buen recaudo en
la «caja de Pandora» todo lo
femenino, como un maravi-
lloso regalo inútil, imposible
de utilizar, puesto que no po-
día ser abierto sin exponerse a
que reinara nuevamente el caos al resurgir el
dominio de la mujer.
Los múltiples arquetipos sobre lo femeni-
no y lo masculino, por su enorme trascenden-
cia en la formación de la identidad de género,
no sólo han propiciado la distancia entre los
sexos, sino que además han contribuido a ca-
talogar determinados valores o determinadas
características como positivas o negativas:
Lo masculino fue considerado luz, sol, tiem-
po, impulso, orden, exterioridad, frialdad, obje-
tividad, razón, agresividad, combate, violen-
cia, trascendencia, claridad, etc.
Lo femenino representaba profundidad,
intuición, noche, sombra, interioridad, natu-
raleza, tierra, calor, sentimiento, pasión, caos,
vitalidad, receptividad, suavidad, reposo, con-
servación, defensa, etc.
Lo masculino era lo apolíneo, luminoso y
dominador de las fuerzas del cosmos.
Lo femenino, lo dionisíaco, irracional e
instintivo y pese a ello –porque esto no podía
ser negado ya que las mujeres
dan a luz–, la afirmación de la
vida.
En la mayoría de las mi-
tologías encontramos ejem-
plos de mujeres que, como
Eva, Ginebra y Medea, con
sus «artimañas femeninas»,
celos, envidias, lujurias, vani-
dades, etc., fueron la causa de
la ruina de grandes hombres y
grandes imperios. Como con-
traste, el modelo de virgen y
madre, de esposa fiel que como
Penélope aguarda tejiendo
inútilmente el regreso de su
marido, ofrecen visiones de la
mujer como un ser temido que
necesita ser acallado y redimi-
do por la fuerza y el amor de
un varón.
Ciertamente desde Eva y
aún antes, a excepción de las
escasas culturas matriarcales,
lo femenino siempre ha sido
asociado al lado oscuro, misterioso de la vida;
algo comprensible puesto que son creencias
forjadas en culturas patriarcales, que como
tales aportan la perspectiva exclusiva del va-
rón. La historia la escriben siempre los vence-
dores borrando toda huella que pueda poner en
duda su credibilidad. Esto es una realidad que
subyace a las críticas del movimiento feminis-
ta a la razón patriarcal ya que, al haber estado
durante siglos lo humano totalmente identifi-
cado con lo masculino, su sello se plasmó en
todas las manifestaciones culturales, el len-
guaje que masculiniza la mente, los valores,
las leyes, las costumbres, etc.
Ciertamente desde
Eva y aún antes, a
excepción de las
escasas culturas
matriarcales, lo
femenino siempre ha
sido asociado al lado
oscuro, misterioso de
la vida; algo com-
prensible puesto que
son creencias forja-
das en culturas
patriarcales, que
como tales aportan
la perspectiva exclu-
siva del varón.
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Lógicamente la perspectiva de las mujeres
es algo distinta. Cuando «las mujeres irrumpen
en la historia» (Ander-Egg, 1980), comienzan
a contrastar sus vivencias con lo que teórica-
mente tendrían que pensar,
sentir y hacer, de acuerdo con
las creencias y expectativas
sociales, incluso con lo que la
ciencia oficial había dicho de
ellas a lo largo de siglos.
Mediante «ejercicios de
lectura no androcéntrica» (Mo-
reno Sardá, 1987) se constata
fácilmente como cuando du-
rante milenios se había consi-
derado a la Humanidad, en
realidad se trataba exclusiva-
mente de la mitad del género
humano, de los varones. A
partir de aquí poco a poco,
muy lentamente, se han co-
menzado a desvelar los prejui-
cios y las discriminaciones que
los estereotipos sobre la mujer
estaban encubriendo.
Al iniciar la mujer su in-
corporación al mundo públi-
co, desempeñando roles fuera
de los arquetípicamente atri-
buidos a su condición femenina, se ha tenido
de alguna manera que masculinizar, viviendo
terribles luchas internas contra su socializa-
ción tradicional si quería trabajar al mismo
nivel que los hombres en un mundo competi-
tivo hecho a medida del varón.
3. Patriarcado y legitimación «científica»
de las discriminaciones
La cultura occidental es heredera directa
del mundo clásico. Nuestra forma de construc-
ción del conocimiento proviene de la filosofía
griega, que es el tronco común de todas las
ciencias. Allí surgió y se inició el proceso de
legitimación de desigualdades y posteriores
discriminaciones entre géneros, mediante la
ciencia oficial. Si analizamos «la otra política
de Aristóteles» (Moreno, 1988) fácilmente
entendemos que el ciudadano griego era va-
rón. A su imagen y semejanza se construyeron
las bases de su cultura, lógicamente andro-
céntrica. Si alguna mujer tenía la osadía de
filosofar, podía sucederle co-
mo a Hipatía de Alejandría,
que terminó apedreada hasta
la muerte por el pueblo, pre-
viamente incitado por unos
monjes que no podían aceptar
tan sólo la idea de una mujer
con pretensiones de científi-
ca. Las mujeres que ejercían
la medicina, escapando al con-
trol oficial, eran consideradas
brujas y quemadas en la ho-
guera, mientras que a los va-
rones que tenían dedicaciones
parecidas se les veneraba como
sabios u hombres de Dios
(Bhrenrech y Enqlish, 1986).
En la actualidad, las mu-
jeres científicas para poder
acceder a su trabajo, han teni-
do que hacer suyos los esque-
mas viriles con que desde sus
inicios se estructuró toda la
vida académica, pese a que se
hayan ocupado inicialmente, en su mayoría,
en especialidades asistenciales que reprodu-
cen a escala pública las ocupaciones privadas:
educación, salud y administración.
La peligrosa dicotomización entre natura-
leza y cultura, es considerada en gran medida
una importante clave para la comprensión del
control de un género sobre otro, así como
también para la legitimación del uso y abuso
del hombre sobre los recursos de la naturaleza.
La cultura, en su más amplio sentido, es la
transformación que el ser humano realiza
sobre la naturaleza. Con la ciencia y la cultura,
el hombre –en sentido restringido, es decir, el
varón, el macho de la especie humana– ha
controlado y dominado durante siglos a las
fuerzas naturales y también a la mujer como un
elemento más de las mismas.
Si alguna mujer
tenía la osadía de
filosofar, podía
sucederle como a
Hipatía de
Alejandría, que
terminó apedreada
hasta la muerte
por el pueblo,
previamente incita-
do por unos monjes
que no podían
aceptar tan sólo la
idea de una mujer
con pretensiones de
científica.
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4. De los arquetipos a los mitos y estereoti-
pos Sobre amplias bases arquetípicas, a lo
largo de la historia se han ido desarrollando
teorías explicativas de las consecuencias de las
diferencias biológicas entre hombres y muje-
res, cuya principal función no ha sido otra que
la justificación de las discriminaciones exis-
tentes.
Los primitivos arquetipos han sido conti-
nua e históricamente recreados a través de los
múltiples mitos transmitidos en los antiguos
relatos, en la literatura y hasta en los cuentos
infantiles, haciéndonos a todos conocedores y
copartícipes de sus modelos y sus valores. En
todas las culturas occidentales aparece una
«cenicienta» o una «bella durmiente», espe-
rando al «príncipe» que llega-
rá para redimirla de todos sus
pesares. Son precisamente es-
tos conocimientos arquetípicos
los que sustentan la base de los
actuales estereotipos de géne-
ro con que nos manejamos en
la actualidad.
Los arquetipos y los mi-
tos, han cumplido, en definiti-
va, la misión de hacernos lle-
gar a todos, hombres y muje-
res, modelos androcéntricos y
patriarcales sobre las caracte-
rísticas de uno y otro sexo, so-
bre lo que deben hacer y lo proscrito para cada
uno de ellos. Mientras las mujeres estuvieron
a la sombra, fuera de la historia que escribían
los varones, nadie puso en duda que estos
modelos eran sólo construcciones sociales con
una determinada intencionalidad: mantener
el control. A los varones lógicamente nunca
les molestaron estos estereotipos, puesto que
ellos eran el primer sexo.
5. El camino hacia el cambio
Hoy día el feminismo no sólo denuncia el
control al que hemos estado sometidos en la
cultura patriarcal dominante, sino que reivin-
dica muchos de los valores del matriarcado
que siempre han estado allí. Porque, siguiendo
a Newmann (1994), el matriarcado no es algo
exclusivo de la mujer, ni una fase histórica o
un modo de organización sociopolítica en la
que el poder fuera detentado por ellas. Es una
etapa arquetípica –no simplemente histórica–
en el desarrollo de la conciencia, en la que el
yo se encuentra bajo el influjo del inconsciente
y no es autónomo. El patriarcado sería un
estadio posterior en el que el yo se ha emanci-
pado del inconsciente y lo ha dominado.
Como señala Panikkar (1994), en ciertos
momentos históricos como el presente, los
mitos dominantes se derrumban. Y si la razón
fue el mito de la Ilustración y de la Moderni-
dad, ahora se habla de Postmodernidad. Se
pasa del logos al mito y viceversa. Se trata de
buscar otra posibilidad de ac-
ceso a lo real que no sea aqué-
lla a la que estamos acostum-
brados y precisamente la con-
ciencia simbólica nos abre a la
realidad sin excluirnos de ella.
Porque el mito extrae su fuer-
za de la participación: En cuan-
to se deja de creer en él se
convierte en fábula, en leyen-
da, en una simple cosmovisión.
La conciencia de la razón
patriarcal y matriarcal, crea-
dora de arquetipos y mitos
–con su consiguiente peso so-
bre los estereotipos–, es un paso decisivo en el
análisis del inconsciente colectivo de la Hu-
manidad. Sólo reconociendo estas imágenes
ancestrales iniciaremos el camino de salida de
sus dominios.
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El mito extrae su
fuerza de la partici-
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deja de creer en él se
convierte en fábula,
en leyenda, en una
simple cosmovisión.
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• Ana Guil Bozal es profesora del Departamento de Psicología Social de la Universidad
de Sevilla.
Mi sonrisa enigmática fue mode-
lo de belleza en el Renacimiento.
Se nos veía en los museos. Yo
en el Louvre.
Nuestra belleza es modelo para
el Renacimiento del siglo XXI.
Se nos ve en todas las cadenas
de la tele.