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Anales de Historia del Arte 353 ISSN: 0214-6452
2011, Volumen Extraordinario 353-364 http://dx.doi.org/10.5209/rev_ANHA.2011.37468
La escultura funeraria gótica
en la provincia de Toledo*
Sonia MORALES CANO
Dpto. Historia del Arte. Universidad de Castilla-La Mancha
RESUMEN
El estudio de la escultura funeraria gótica en Toledo permite comprobar que, aunque la idea y senti-
miento de la muerte son comunes a todos los cristianos, se muere según la condición social a la que
pertenece el difunto como demuestra el lugar de enterramiento, la liturgia de los funerales y la fama
póstuma que sólo lograron alcanzar los más privilegiados.
Palabras clave: Toledo; sepulcro; lápida; muerte; escultura funeraria gótica.
Gothic funerary sculpture in the province of Toledo
ABSTRACT
The study of funerary sculpture in Toledo shows that, although the idea and feeling of death are common
to all christians, were killed according to social status that owns the deceased as show the place of burial,
funeral liturgy and the posthumous fame managed to reach the most privileged.
Keywords: Toledo; sepulchres; tombstones; death; gothic funeral sculpture.
El estudio de la escultura funeraria gótica en Castilla-La Mancha y, de manera
más concreta, en Toledo y su provincia, no ha despertado el suficiente interés hasta
ahora y, cuando lo ha hecho, ha dado como resultado investigaciones que, si bien
es cierto que son muy interesantes, han tenido un carácter parcial. La considera-
ción de Toledo como “ciudad de las tres culturas” y su tejido urbano, salpicado de
iglesias mudéjares, son algunas de las razones que han dirigido los estudios en otra
dirección. Era necesario, por tanto, realizar un trabajo de investigación que ofre-
ciera una catalogación actualizada y de conjunto de todas las lápidas y sepulcros
toledanos de la Baja Edad Media, tanto de los conservados in situ, como de los
que han desaparecido o, simplemente, han cambiado de ubicación. Durante este
* El trabajo que ahora se ofrece forma parte de la Tesis Doctoral realizada por la autora, Símbolos, formas
y espacios de la escultura funeraria gótica de Castilla-La Mancha: Toledo. La tesis, dirigida por el catedrático de
Historia del Arte don Miguel Cortés Arrese, fue defendida en la Universidad de Castilla-La Mancha en octubre
de 2009 y obtuvo la calificación de Sobresaliente “cum laude” por unanimidad.
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tiempo, Toledo fue el lugar de enterramiento elegido por los monarcas castellanos,
desde Sancho IV hasta Enrique III; sin olvidar que los Reyes Católicos pensaron
que el monasterio de San Juan de los Reyes sería su panteón funerario hasta que
cambiaron de opción por Granada, una vez reconquistada.
La muerte fue una de las mayores preocupaciones del Occidente medieval. Más
aún desde que el nacimiento del purgatorio, a finales del siglo XII, abriera una puer-
ta a la esperanza en la Salvación1. Este nuevo espacio intermedio entre el infierno y
el paraíso, supuso la “gran remodelación geográfica del más allá”2 y tuvo una gran
repercusión temporal: había un tiempo, entre el día de la muerte y el Juicio Final
en el que las almas podían beneficiarse de las buenas obras y de las plegarias de
los vivos. Y, en el ámbito de lo imaginario, era el reflejo de una sociedad cada vez
más individualista3. De este modo, el anhelo por alcanzar la vida eterna, así como
el miedo a lo desconocido, hizo que los hombres y mujeres de todas las condicio-
nes sociales se prepararan para el momento del óbito porque en el cristianismo, a
diferencia de los que ocurría en el paganismo, la muerte se sacralizaba y se pre-
sentaba como una celebración litúrgica y un misterio de fe4. Todo ello generó un
universo de valores que se materializó de forma muy diversa durante toda la Baja
Edad Media: desde las mandas testamentarias a la liturgia de los funerales, pasando
por la elección de sepultura; sin olvidar su implicación en el inventario artístico y
literario: libros de Horas, frescos, sepulcros o portadas ofrecen sendos programas
alusivos a la buena y a la mala muerte; también a los tres espacios mentales más
significativos: infierno, paraíso y purgatorio.
Pero, a pesar de que la idea de la muerte y los sentimientos que produce son co-
munes a todos los cristianos, hay que tener en cuenta que, en los siglos del gótico,
se muere según la condición social a la que se pertenece: el lugar de enterramiento,
la liturgia de los funerales y la fama póstuma que sólo lograron alcanzar unos po-
cos, así lo demuestra.
La elección de sepultura y la función de los enterramientos góticos
Si en la Alta Edad Media se había prohibido, en muchas ocasiones, la inhuma-
ción en el interior de los templos, claustros y otras dependencias eclesiásticas, en la
Baja Edad Media se convirtió en una práctica habitual para aquéllos que, haciendo
1 Le GOFF, Jacques, “Los gestos del purgatorio”, en Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente
medieval, Barcelona, Altaya, 1999, p. 44.
2 Id., El nacimiento del Purgatorio, Madrid, Taurus, 1985, p. 60.
3 CORTÉS ARRESE, Miguel, El espacio de la muerte y el arte de las Órdenes Militares, Cuenca, Ser-
vicio de Publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1999, p. 27. Un estudio sobre el purgatorio
en la literatura y su influencia en la iconografía cristiana en RUIZ DOMÍNGUEZ, Juan Antonio, El mundo
espiritual de Gonzalo de Berceo, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1999, pp. 303-311.
4 DIDIER, Jean-Charles, El cristiano ante la enfermedad y la muerte, Andorra, Casal i Vall, 1962, p. 122.
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gala de su riqueza, linaje y religiosidad, se lo pudieron permitir, que no fueron otros
que los reyes, nobles, miles Christi y eclesiásticos y personas muy cercanas a ellos.
El enterramiento en el interior de las iglesias y monasterios ofrecía algunas venta-
jas muy atractivas para el fiel cristiano: su carácter sacro iba acompañado de la pro-
tección de los santos; además, hacía que los vivos se acordasen más fácilmente de
los muertos al acudir a los oficios litúrgicos y, por último, los demonios tenían más
dificultades para acercarse a sus sepulturas5. Se creaba, de esta forma, un circuitos
mortuorum en contacto subterráneo con el espacio sagrado6.
Y si la jerarquía de clases era muy marcada, incluso en el ámbito funerario, dentro
de las iglesias también se puede hablar de jerarquización, en este caso, espacial: el
presbiterio era el lugar más codiciado y el sepulcro exento el más ostentoso. Aún así, la
opción predominante durante la Baja Edad Media entre la nobleza fue la adquisición de
una capilla funeraria propia7 que no dificultaba la celebración de la liturgia y, además,
servía a los más pudientes para demostrar su posición privilegiada intentando, incluso,
superar los panteones de sus contemporáneos: la capilla de don Álvaro de Luna, en la
catedral de Toledo, con la que no sólo quiso emular, sino también, superar la de San
Ildefonso, en la que está enterrado el cardenal Gil Álvarez de Albornoz, es un buen
ejemplo; no hay que olvidar que, hasta entonces, la concesión de un lugar tan distingui-
do, en la cabecera de la catedral de Toledo, había estado reservado a la realeza.
Junto a las capillas, otro de los lugares más requeridos como lugar de enterramien-
to era el coro, porque era el espacio en el que el clero cantaba solemne y perpetua-
mente el oficio divino a imitación de la corte celestial y el oficio de difuntos incluido
en el rezo de las Horas desde el siglo X8. Unos cantos y rezos que reconfortaban las
almas de los difuntos cuando pasaban por encima de su tumba. A partir de ahí, los
enterramientos se iban sucediendo hacia los pies del edificio y, consecuentemente, el
coste del terreno se abarataba, lo cual no dejaba de ser un lujo que sólo podían permi-
tirse unos cuantos9. Los claustros, también fueron lugares habituales de inhumación.
De su éxito da buena muestra el claustro catedralicio de Toledo, mandado construir a
fines del siglo XIV por el arzobispo Pedro Tenorio. Con frecuencia, quienes optaban
por este recinto eran los capellanes, racioneros, familiares y criados de los benefi-
5 YARZA LUACES, Joaquín, “Despesas fazen los omnes de muchas guisas en soterrar los muertos”, en
Fragmentos, 2, 1984, p. 6
6 FERRER GARCÍA, Félix, “La muerte individualizada en la vida cotidiana y en la literatura medieval
castellana (siglo XI-XV)”, en Espacio, Tiempo y Forma, III, 20, 2007, p. 131.
7 BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo, “El espacio para enterramientos privilegiados en la arquitectura
medieval española”, en Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte y Arqueología, XLII (1976),
pp. 93 y ss. y YARZA LUACES, Joaquín, La nobleza ante el rey: los grandes linajes castellanos y el arte en
el siglo XV, Madrid, Ediciones El Viso, 2003, p. 117.
8 ARIAS NEVADO, Javier, “El papel de los emblemas heráldicos en las ceremonias funerarias de la
Edad Media (siglos XIII-XVI)”, en LADERO QUESADA, Miguel Ángel (coord.), Estudios de genealogía,
heráldica y nobiliaria, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2006, pp. 52-53.
9 MARTÍNEZ GIL, Fernando, La Muerte Vivida: muerte y sociedad en Castilla durante la Baja Edad
Media, Toledo, Diputación Provincial, 1996, pp. 93-94.
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ciarios, escribanos, médicos, notarios y demás personal auxiliar de la catedral10. El
claustro, entonces, se convirtió en un auténtico camposanto, en una necrópolis de lujo
donde podían reposar familias enteras, tras solicitar el correspondiente permiso del
cabildo para la apertura de la tumba. En la catedral de Toledo:
“El claustro se dividía en cuatro lienzos: el primero, que iría desde la puerta de Santa
Catalina a la capilla de San Blas, era el más caro, 800 mrs.; el segundo, desde la capilla de
San Blas hasta el altar de los castellanos, y el tercero , desde éste a la puerta del Mollete,
reducían el precio a la mitad, 400 mrs.; el cuarto, desde la puerta del Mollete a la de Santa
Catalina, no admitía entonces sepulturas. En 1472, el cabildo ha de revisar las tasas orde-
nadas para los enterramientos y dispone que el precio suba hasta los 1000 mrs. en el ter-
cer lienzo y hasta los 2000 en los otros tres, pues se habilitó el que antes no se utilizaba”11.
De esta forma, los templos pronto se llenaron de tumbas y la fisonomía de esos
espacios se vio cada vez más alterada. Se puede afirmar, en este sentido, que en la Baja
Edad Media, la iglesia llegó a ser un lugar tanto de los muertos como de los vivos; así
lo ponen de manifiesto las reformas llevadas a cabo en la catedral de Toledo donde, para
erigir las capillas de San Ildefonso y de Santiago, hubo que derribar sus dos inmediatas
para monumentalizarlas; o el traslado de la capilla de Reyes Nuevos desde las proxi-
midades al Pilar de la Descensión, hasta su emplazamiento actual en la girola. Este
mismo criterio se puede observar en el coro del convento de Santo Domingo el Real
(fig. 1), en Toledo, que se convirtió en un verdadero cementerio con todo el pavimento
cubierto de lápidas tan interesantes como las de doña Teresa de Ayala, Juana de la Espi-
nosa o los hijos de Pedro I el Cruel: los infantes don Diego y don Sancho.
Independientemente del lugar de enterramiento, el monumento funerario, más
allá de su valor funcional, es un objeto simbólico con una clara intención comuni-
cativa. En un periodo como el de referencia, en el que el individuo elude la muerte
espiritual, pero también la social, no es de extrañar que la escultura funeraria se
conciba como un elemento didáctico-memorial.12 De ahí que su ornamentación y
belleza atraiga todas las miradas y se mantenga vivo el recuerdo del difunto entre
las generaciones venideras; de ahí, también, que la tumba, la domus aeterna del
finado desde el instante en que recibe sepultura, marque el lugar preciso de culto al
que tienen que acudir los familiares para orar y llevar ofrendas porque:
“Sólo la sepultura mantiene juntos, hasta donde es posible, el cuerpo y el recuerdo del
muerto. Y por eso sepultamos a nuestros muertos, para tener un lugar donde seguir jun-
tando lo que queda de su cuerpo y de su identidad mediante nuestro cuidado de ese sitio y
de esos recuerdos. Evitar que los restos y los cuidados se dispersen hasta perderse es dar
sepultura: velar su identidad depositada en recuerdos y su cuerpo convertido en lugar”13.
10 LOP OTÍN, María José, El cabildo catedralicio. Aspectos institucionales y sociológicos, Madrid, Fun-
dación Ramón Areces, 2003, pp. 276-277.
11 Ibid.
12 ARIÈS, Philippe, El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983, p. 173.
13 MARTÍN, Higinio, “Muerte, memoria y olvido”, en Thémata. Revista de Filosofía, 37, 2003, p. 313.
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La escultura funeraria, por tanto, adquirió durante los siglos del gótico un ran-
go de privilegio y contribuyó, mejor que cualquier otra manifestación artística, a
conseguir la fama póstuma tan anhelada por las clases altas14. Tal es así, que los
monumentos funerarios eran encargados a los artistas más cualificados y prestigio-
sos del momento que, en el caso toledano, fueron Ferrand González, Egas Cueman
y Sebastián de Toledo15. Pero no bastaba con que la decoración del sepulcro fuera
14 ESPAÑOL BELTRÁN, Francesca, “Sicut ut decet. Sepulcro y espacio funerario en la Cataluña bajo-
medieval”, en AURELL, Julia y PAVÓN, Jaume (eds.), Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la
España medieval, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 2002, pp. 147-148.
15 Ferrand González dirigió el taller escultórico toledano más importante del siglo XIV, especializado en
sepulcros. Las características formales de todos los sepulcros realizados en este taller, presentan unas carac-
terísticas propias, como la escasa altura de las camas y su decoración a base de medallones polilobulados o la
presencia de leones sosteniendo entre sus garras figuras humanas y animalillos, que han permitido atribuir a
este taller un buen número de sepulcros ubicados dentro y fuera de la provincia de Toledo, como el de María
de Orozco, en el convento toledano de San Pedro Mártir, Juan Alfonso de Ajofrín, en el convento de Santo
Domingo el Antiguo, también en Toledo, el de Pedro López de Ayala y su esposa, en el monasterio de Que-
jana, el de Lorenzo Suárez de Figueroa, en el Panteón de Sevillanos Ilustres de la Universidad de Sevilla, el de
Diego de las Roelas, en la catedral de Ávila o el de Juan Serrano, en el monasterio de Guadalupe. La primera
autora que se encargó de catalogar todos estos sepulcros fue PÉREZ HIGUERA, Teresa, “Ferrand González y
los sepulcros del taller toledano (1385-1410)”, en Boletín del Seminario de Arte y Arqueología, 44, 1978, pp.
129-141. Posteriormente, FRANCO MATA, Ángela, adelantó la fecha de inicio de la actividad de este taller
Fig. 1. Lápidas del coro del monasterio de Santo Domingo el Real, siglos XV y XVI, alabastro y pizarra,
Toledo (España).
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espléndida para perpetuar el reconocimiento social alcanzado en vida; eran necesa-
rios algunos recursos que ayudaran a la identificación del finado como las inscrip-
ciones, los escudos heráldicos y las estatuas yacentes que, en ocasiones, constituían
verdaderos retratos.
La identidad del difunto: las inscripciones y los escudos heráldicos
Los primeros epitafios medievales manifiestan la necesidad de autoafirmación
del individuo. Es su seña de identidad, el documento que acredita su existencia.
Los epitafios más antiguos se reducen a una leve alusión a la identidad del finado
y, a veces, contienen alguna palabra elogiosa16. Pronto, al nombre del difunto se
añadiría la fecha del fallecimiento, con fórmulas escritas frecuentemente en latín,
sobre todo en los siglos XII y XIII. Suelen comenzar con la fórmula Hic jacet. En el
siglo XIV, se diferencian dos clases de epitafios: por una lado, el nombre y apellido,
su función en el mundo de los vivos, en ocasiones con una breve palabra elogiosa
como honrable, la fecha de defunción y, a veces, la edad con la que contaba cuando
murió; por otro lado, puede aparecer una plegaria a Dios por la salvación del alma
del difunto como, por ejemplo, que Dios misericordioso tenga en su seno17.
Un siglo después, las inscripciones no sólo aludirán a la memoria individual
del difunto, sino que se hará mención a su familia para tratar de dejar constancia
del linaje al que pertenece y del que se siente orgulloso. Los epitafios de los reyes,
además, debían expresar virtudes tan importantes como la justicia y la sabiduría
porque, en definitiva, eran los máximos representantes del poder temporal y tenían
que ser el espejo en el que mirarse los súbditos para el bien común y, especialmen-
te, para la defensa de la fe cristiana en vistas a alcanzar la salvación. Así se refleja
en el epitafio de Enrique III, situado en la capilla de los Reyes Nuevos, en la cate-
dral de Toledo:
“AQUI YAZE EL MUI TEMIDO I JUSTICIERO/REI DON ENRIQUE DE DUL-
ZE MEMORIA DE DIOS DE SANTO PARAISO HIJO DEL CATHOLICO REI/DON
JUAN NIETO DEL NOBLE CAVALLERO DON ENRIQUE EN 16 AÑOS QUE REINO
de 1385 a 1374, “El sepulcro de Don Pedro Suárez III (siglo XIV) y el taller toledano de Ferrand González”,
en Boletín del Museo Arqueológico Nacional, tomo IX, 1 y 2, 1991, pp. 87-100. La escuela escultórica de
Sebastián de Toledo, discípulo de Egas Cueman, cuyos sepulcros se caracterizan por la incorporación de pajes
y doncellas a los pies de las estatuas yacentes y orantes, en sustitución a los tradicionales perros, también ha
sido objeto de estudio en varias ocasiones: CARRETE PARRONDO, José, “Sebastián de Toledo y el sepulcro
de Don Álvaro de Luna”, en Revista de Ideas Estéticas, 231 1975, pp. 232-237; AZCÁRATE, José María, “El
maestro Sebastián de Toledo y el Doncel de Sigüenza”, en Wad-al-Hayara, 1, 1974, pp. 7-67 y MIRANDA
GARCÍA, Carlos, “La idea de la fama en los sepulcros de la escuela de Sebastián de Toledo”, en Cuadernos
de Arte e Iconografía, II, 3, 1989, pp. 117-124.
16 ARIÈS, Philippe (1983), op. cit., p. 185-187.
17 Id. y ARELLANO CÓRDOBA, Alicia, En torno a inscripciones toledanas, Toledo, Obra Cultural de
la Caja de Ahorros Provincial, 1980, p. 115.
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FUE CASTILLA TEMIDA I HONRADA/NACIO EN BURGOS DIA DE SAN FRAN-
CISCO MURIO DIA DE NA/BUIDAD EN TOLEDO IENDO A LA GUERRA LOS
MOROS/CON NOBLES DEL REINO FINO AÑO DEL SEÑOR DE 1407”.
El afán de los más privilegiados por diferenciarse del resto de la sociedad, in-
cluso en el ámbito de la muerte, se vio reforzado con la utilización repetitiva de
emblemas heráldicos que daban buena cuenta del linaje al que pertenecía el difunto
o que él mismo había fundado18. El surgimiento de la heráldica se debe a la necesi-
dad de diferenciar unos ejércitos de otros en las batallas: los escudos defensivos se
utilizaron para pintar en su superficie unos signos distintivos. En el siglo XII, las fa-
milias comenzaron a utilizar los mismos signos para identificarse y los transmitían
a sus herederos19. Un siglo más tarde, se adoptaron las armas de los progenitores
añadiendo algunas figuras para que los hermanos se pudiesen diferenciar. A partir
de esos momentos, el escudo dejó de tener un carácter guerrero y pasó a convertirse
en un elemento de prestigio para los miembros más destacados de la sociedad: la
milicia, el clero y la nobleza20.
La Iglesia, que en un primer momento se mostró reticente a incorporar signos
que habían sido creados fuera de su influencia, fue aceptando los blasones progre-
sivamente, de tal modo que llegaron a formar una parte fundamental en la liturgia
y escenografía funeraria. Los obispos fueron los primeros en implementar escudos
de armas y, más tarde, los canónigos, clérigos seculares, abades y las comunidades
monacales, de tal manera que, en el siglo XIV, los edificios religiosos se convir-
tieron en verdaderos museos de blasones expuestos en los muros, vidrieras, rejas,
techumbres, objetos de culto y ropas litúrgicas21. Don Pedro de Cardona, arzobispo
toledano que vivió en la segunda mitad del siglo XII, fue el primer personaje ligado
a la “ciudad del Tajo” en ostentar la heráldica familiar en su escudo. El segundo
prelado que tuvo escudo propio —un castillo de oro en campo de sinople— fue
don Rodrigo Jiménez de Rada, fundador de la catedral Primada. A partir de enton-
ces es cuando se desarrolla la heráldica castellana, se fija la de los arzobispos de
Toledo22, y se incluye en la escultura gótica castellana sobretodo porque, a partir
del siglo XIII, comienza la exaltación del linaje y cada individuo privilegiado trata
de permanecer unido a los suyos, incluso después de la muerte, a través de los bla-
18 YARZA LUACES, Joaquín, “La Capilla Funeraria Hispana en torno a 1400”, en NÚÑEZ, Manuel
y PORTELA, Emelindo, La idea y el sentimiento de la Muerte en la Historia y el Arte de la Edad Media, I,
Santiago de Compostela, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Santiago de Compostela, 1988, pp.
68-69 y ARIAS NEVADO, Javier (2006), op. cit., p. 55.
19 MOLÉNAT, Jean-Pierre, “La volonté de durer: majorats et chapellenies dans la pratique tolédane des
XIIIe -XVe siècles”, en En la España Medieval, 5, 1986, p. 696.
20 LEBRIC GARCÍA, Ventura, “La heráldica arzobispal toledana”, en Toletvm, 23, 1989, p. 10.
21 PASTOUREAU, Michel, Una historia simbólica de la Edad Media occidental, Buenos Aires, Katz,
2006, pp. 247-248.
22 LEBRIC GARCÍA, Ventura (1989), op. cit., p. 11.
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sones que lucen sus sepulturas23. Se permitía, así, que aquéllos que no sabían leer
las inscripciones supieran a quién pertenecía el monumento que contemplaban24.
El mensaje de las imágenes
Las inscripciones y los escudos heráldicos bastaban para identificar al difunto
pero, los más pudientes, quisieron que la estatua yacente colocada sobre su tumba
se convirtiese en un retrato que se les pareciese25. En el siglo XIII, estas imágenes
se representan con un rostro idealizado y joven, con gesto sereno y, a veces, en ac-
titud sonriente, a la espera de la Salvación: en estos momentos iniciales del gótico,
no sólo se busca la belleza individualizada en las estatuas yacentes porque se piensa
que, el día de la resurrección, todo los hombres renacerán a la edad perfecta de
unos treinta años, que era la edad aproximada con la que contaba Cristo al morir26.
La imagen del yacente aparece, con frecuencia, con los ojos abiertos porque
simboliza que el representado está vivo en el más allá; y cuando aparecen con ellos
cerrados se hallan sumidos en un profundo sueño dulce: existe la esperanza de que,
al despertar, se habrá alcanzado la vida eterna. La apariencia de personajes vivos se
subraya porque sostienen en sus manos un libro o una espada y, en otras ocasiones,
las unen en posición orante. Además, los pliegues de los vestidos, en la centuria de
referencia caen rectos: como si estuvieran de pie y no tumbados. Esta idealización,
poco a poco tiende hacia el realismo hasta que, en el siglo XV, se consigue realizar
verdaderos retratos gracias, en buena medida, a la utilización de máscaras mor-
tuorias27. Una verosimilitud en los rostros que alcanzará su punto más álgido en el
siglo XVI28. Y todo porque “fijar sus rasgos en la piedra significaba protegerlos de
los estragos de la muerte, vencer las fuerzas destructoras, perdurar” 29.
Las estatuas yacentes representan al difunto ataviado con la indumentaria propia
de su ocupación en vida porque, lo que en realidad se pretendía, era perennizar la
gloria terrenal pero, también, elevar el vestuario a una categoría simbólica, al privi-
23 CENDÓN FERNÁNDEZ, Marta, “El poder episcopal a través de la escultura funeraria en la Castilla
de los Trastámara”, en Quintana, 5, 2006, p. 177 y YARZA LUACES, Joaquín (2003), op. cit., p. 113.
24 MENÉNDEZ-PIDAL DE NAVASCUÉS, Faustino, Los emblemas heráldicos. Una interpretación his-
tórica, Madrid, Real Academia de la Historia, 1993, p. 49.
25 DUBY, Georges, Fundamentos de un nuevo humanismo: 1280-1440, Barcelona, Carroggio, 1996, p. 125.
26 GÓMEZ BÁRCENAS, María Jesús, Escultura funeraria gótica en Burgos, Burgos, Diputación Pro-
vincial de Burgos, 1988, p. 27.
27 FRANCO MATA, Ángela, “La imagen del yacente en la Corona de Castilla (ss. XIII-XIV)”, en Bole-
tín del Museo Arqueológico Nacional, 20, 2002, p. 125.
28 GÓMEZ BÁRCENAS, María Jesús. “Pervivencias góticas en los monumentos burgaleses del siglo
XVI”, en REINOSO ROBLEDO, Luciano (ed.), Arte Gótico Postmedieval, Segovia, Caja de Ahorros y
Monte de Piedad de Segovia, 1987, p. 198.
29 DUBY, Georges, La época de las catedrales: arte y sociedad, Madrid, Cátedra, 1995, p. 242.
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legio de una élite30. Tal es así, que los caballeros se distinguen por su traje militar,
con el que proclaman una actitud de orgullo y prestigio que se pone de manifiesto
al mostrar sus armas: el miles Christi, además, se representa con la espada que,
dispuesta sobre su pecho, adopta la forma de crucifijo en señal de su religiosidad
y su entrega a la fe cristiana31. El escultor que realiza monumentos funerarios es
consciente de que debe expresar la muerte-sueño del caballero y su pertenencia
socio-profesional. Debe conseguir, por tanto, plasmar el principio de inmortalidad
espiritual y lograr, al mismo tiempo, la inmortalidad social del difunto.
La sociedad bajomedieval sabía que los caballeros podían morir de dos formas
muy diferentes entre sí: de manera honrada en el campo de batalla, defendiendo la
fe, o de modo violento, por una condena pública principalmente32. Don Juan Al-
fonso de Ajofrín, falleció en la batalla de Aljubarrota y fue sepultado con todos los
honores en el convento toledano de Santo Domingo el Antiguo (fig. 2); Don Álvaro
30 NÚÑEZ RODRÍGUEZ, Manuel, “El discurso de la Muerte: Muerte épica. Muerte caballeresca”, en
Archivo Español de Arte, 68, 1985, p. 19. Son muchas las publicaciones referidas a la indumentaria medieval
como distintivo social que han visto la luz, como Id., “La Indumentaria como Símbolo en la Iconografía Fune-
raria”, en NÚÑEZ RODRÍGUEZ, Manuel y PORTELA SILVA, Ermelindo (coords.), op. cit., pp. 9-20; sobre
el atuendo como símbolo de humildad y acatamiento a una Orden, ECHÁNIZ SANZ, María, “Austeridad
versus lujo. El vestido y los freiles de la Orden de Santiago durante la Edad Media”, en Anuario de estudios
medievales, 23, 1993, pp. 357-382; sobre el bonete masculino, BERNIS, Carmen, “El tocado masculino en
Castilla durante el último cuarto del siglo XV: los bonetes”, en Archivo español de arte, 81, 1948, pp. 20-42
y, de la misma autora, “Indumentaria española del siglo XV: la camisa de mujer”, en Archivo español de arte,
119, 1957, pp. 187-209.
31 NÚÑEZ RODRÍGUEZ, Manuel, “El Discurso de la Muerte: Muerte épica, Muerte caballeresca”, en
Archivo Español de Arte, 68, 1985, p. 19.
32 Ibíd., p. 18.
Fig. 2. Ferrand González, sepulcro de don Juan Alfonso de Ajofrín, siglo XIV, mármol, Toledo (España), Coro
del convento de Santo Domingo el Antiguo.
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de Luna, por su parte, fue decapitado públicamente en la plaza de Valladolid y no
tuvo un entierro digno, a pesar de que su espléndido sepulcro expresa todo lo con-
trario. Y es que la hija del Condestable, doña María de Luna, hizo todo lo posible
para que su padre tuviera una sepultura digna, acorde a su estatus social, para que
se recuperase su buena fama: por este motivo esperó hasta 1489, treinta y seis años
después de la muerte de su padre, para contratar su sepulcro a Sebastián de Toledo,
una vez que se había olvidado, en cierto modo, el trágico final de don Álvaro de
Luna. En el contrato, ordenó que el monumento funerario estuviera decorado con la
personificación de las Virtudes y que en los ángulos se colocaran cuatro caballeros
santiaguistas de bulto redondo cuya pose manifestara que acaban de depositar el
sepulcro en su morada definitiva después de un sepelio acorde a su estatus (fig. 3).
Los monarcas castellanos, por su
parte, quisieron que sus estatuas ya-
centes mostraran la indumentaria que
vistieron el día de su coronación para
expresar su rango como se puede apre-
ciar en la imagen de Enrique III, actual-
mente en la capilla de los Reyes Nue-
vos de la catedral de Toledo. El manto,
era un distintivo de las clases sociales
más altas y, en el caso del manto real,
era una prenda que, desde antiguo, se
consideró como regalía, un símbolo
del poder del soberano, al igual que la
corona33. El poder temporal de los re-
yes se refuerza con una serie de atri-
butos que indican su influencia en los
designios del reino, incluso después de
muertos: la corona, el cetro o la espada
son los más destacados34.
Las estatuas de las damas siempre
cubren la cabeza con una toca, una
prenda propia de las monjas que tam-
bién podían utilizar las mujeres viu-
das: la efigie de doña Juana Pimentel,
esposa de don Álvaro de Luna, ente-
rrada en la capilla de Santiago de la catedral y la de doña María de Orozco, esposa
33 FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Etelvina, “Las galas del ajuar funerario”, en BANGO TORVISO, Isidro
Gonzalo (dir.), Monjes y Monasterios. El Císter en el medievo en Castilla y León, catálogo de la exposición
(Soria, 1998), Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998, p. 345.
34 NÚÑEZ RODRÍGUEZ, Manuel (1988), op. cit., p. 18.
Fig. 3. Sebastián de Toledo, detalle del sepulcro de don
Álvaro de Luna, 1489, alabastro, Toledo (España), capi-
lla de Santiago de la catedral.
Sonia Morales Cano La escultura funeraria gótica en la provincia de Toledo
Anales de Historia del Arte 363
2011, Volumen Extraordinario 353-364
de don Lorenzo Suárez de Figueroa, son buenos ejemplos. Las reinas, además,
lucen una corona sobre la toca: así se aprecia en las estatuas de doña Catalina de
Lancáster y doña Juana Manuel, ambas sepultadas en la renombrada capilla de los
Reyes Nuevos.
Los eclesiásticos, dependiendo de su cargo, llevan un bonete o una mitra. Esta
última es utilizada por los obispos pero, según la costumbre antigua, puede ser
utilizada por los cardenales y, con privilegio papal, por abades y otras dignidades
eclesiásticas35. Se trata, en definitiva, de un elemento que simboliza el honor, la ma-
jestad y la jurisdicción. Junto a estos elementos simbólicos, no podía faltar el bácu-
lo y el anillo, un objeto, este último, que estaba en relación con las sumisión y que,
cuando era besado por otros miembros de la jerarquía eclesiástica o por los fieles,
significaba que éstos reconocían su poder con ese gesto. Estos atributos religiosos,
que tenían un gran contenido simbólico y una importancia trascendente el día de
la consagración del obispo, se representan de manera fidedigna en las estatuas ya-
centes porque, en la ceremonia de la toma de posesión de su cargo, la Divinidad ha
estado muy presente y se busca su clemencia en el momento de la muerte.
La estatua que representa al difunto, obviamente, necesitaba un apoyo icono-
gráfico que atendiera a sus virtudes y su alcurnia haciéndole merecedor, de este
modo, del reconocimiento social perpetuo. Ya se ha mencionado más arriba que la
personificación de las Virtudes forma parte de la decoración del sepulcro de Álvaro
de Luna: su hija, sabía que eran los mejores elementos parlantes para elogiar las
cualidades de su padre y rendirle homenaje. Pero existen otro tipo de recursos que
hacen alarde de la posición económica del difunto: en primer lugar, cabe mencio-
nar a los tradicionales perros que, normalmente, aparecen a los pies de las estatuas
yacentes y que, como es bien sabido, simbolizan la fidelidad36, al tiempo que alu-
den a una de las actividades feudales más prestigiosas: la caza. Sin embargo, estos
tradicionales animales son sustituidos, a partir del siglo XV, por pajes y doncellas
en los sepulcros de la escuela de Sebastián de Toledo. Estas figuras, simbolizan la
fidelidad a su amo y ponen de manifiesto el rango de su señor.
Y, como el sepulcro con estatua yacente no es sino una prolongación pétrea de la
ceremonia de las exequias éstas, y cuanto más asistentes participaran en la misma,
mayor era la importancia del finado, a veces, se esculpían en la cama sepulcral:
35 CENDÓN FERNÁNDEZ, Marta (2006), op. cit., p. 181.
36 La leyenda del can de don Pedro Suárez de Toledo, de la que se hizo eco Amador de los Ríos, expresa
muy bien la asociación de este animal con la fidelidad. Según esta leyenda, don Pedro murió en 1385 en la
batalla de Troncoso. El perro que le acompañaba, cogió la mano que habían cortado los portugueses a su
señor y la llevó hasta el convento toledano de Santa Isabel de los Reyes, donde estaba su hija, doña María “La
Pobre”, quien comprendió el mensaje e hizo trasladar los restos de su padre para que recibiera honrada sepul-
tura. Y, como reconocimiento a la labor del perro fiel, mandó colocar a los pies de su señor el bulto del can,
AMADOR DE LOS RÍOS, Rodrigo, Monumentos Arquitectónicos de España: Toledo, Madrid, E. Martín y
Gamoneda, 1905, p. 300, n. 1. En la actualidad, este magnífico sepulcro gótico, labrado en el taller de Ferrand
González, se halla expuesto en el Museo Marés de Barcelona.
Sonia Morales Cano La escultura funeraria gótica en la provincia de Toledo
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en ellas participaban, de manera general en el caso de personajes de alta alcurnia,
familiares, plañideros, gritadores, numerosos pobres a los que el difunto había or-
denado, mediante testamento, dar de comer y vestir el día del sepelio, clérigos,
representantes de órdenes religiosas y un cortejo civil37. Con todo, el tema de las
exequias fúnebres no alcanzó mucho éxito en la escultura funeraria gótica toledana:
los mejores ejemplos los encontramos en los sepulcros de Gil Álvarez de Albornoz
y Álvaro de Luna.
En definitiva, las clases sociales altas pusieron todos los medios a su alcance
para perpetuar su poder y, sobretodo su memoria y la de los suyos, incluso después
de la muerte. Y la manera más adecuada de conseguirlo fue a través de sus enterra-
mientos. Al mismo tiempo, fueron un buen ejemplo para que sus contemporáneos
tuvieran esperanza en la vida eterna: quienes contemplaban los sepulcros góticos
toledanos, advertían que la muerte era inevitable pero, al mismo tiempo, recibían
un mensaje positivo porque, en estas manifestaciones artísticas, no se incide en
aspectos desagradables que tienen que ver con la representación de cadáveres, sino
en la idea de la muerte con un sentido redentorista gracias a la representación de
escenas como la Coronación de la Virgen o el Juicio Final38.
37 FRANCO MATA, Ángela, “Iconografía funeraria gótica en Castilla y León (siglos XIII-XIV)”, en De
Arte: Revista de Historia del Arte, 2, 2003, pp. 64-65.
38 Un estudio sobre la representación de la Coronación de la Virgen en el gótico español en AZCÁRATE
LUXÁN, Matilde “La coronación de la Virgen en la escultura de los tímpanos españoles”, en Anales de His-
toria del Arte, 4, 1993-1994, pp. 353-363. El tema iconográfico elegido para decorar el tímpano que conforma
el gablete del arcosolio de arzobispo Juan Martínez de Contreras es la Coronación de la Virgen, un tema que
cierra el ciclo de su muerte y glorificación que determina su entrada en el Cielo y, por consiguiente, el triunfo
sobre la muerte. Durante toda la Baja Edad Media, la Virgen desempeña una función redentorista, junto a su
Hijo; de ahí que esta escena se asocie, a menudo, a las representaciones del Juicio Final que es el que aparece
representado en el monumento funerario de Íñigo Carrillo de Mendoza, virrey de Cerdeña: en el centro apa-
rece Cristo Varón de Dolores, con las manos levantadas y el torso desnudo para dejar al descubierto sus llagas,
en señal del martirio que ha sufrido para salvar a la Humanidad de la muerte eterna. A su lado, la Virgen y
San Juan, flanqueados de ángeles que portan los instrumentos de la Pasión, actúan como intermediarios entre
la Divinidad y el difunto. Esta composición repite el mismo esquema que la Puerta del Juicio Final, también
llamada Puerta de los Escribanos, situada en la fachada occidental de la catedral: la diferencia es que, en la
representación del sepulcro, sólo tienen cabida los bienaventurados y se ha omitido la escena de los condena-
dos en el infierno. Ambos enterramientos se pueden contemplar en la capilla de San Ildefonso, en la catedral
de Toledo.