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Thémata. Revista de Filosofía Nº47 (2013) pp.: 329-337.
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Bering, J.: The belief instinct: the psychology of souls,
destiny, and the meaning of life. New York: W.W. Nor-
ton, 2011, 252 páginas.
Teresa Bejarano
Universidad de Sevilla (España)
Este libro se encuadra en el nutrido conjunto de los que actualmente se
dedican a defender el ateísmo. Por eso, para empezar, conviene contraponerlo
tanto a los autores que ven en la creencia religiosa un virus cultural (caso de
Boyer, que elabora la epidemiología de Sperber) como igualmente a los que la
consideran un efecto secundario –no adaptativo– de un rasgo biológico adapta-
tivo (caso de Dawkins). Frente a esas posturas, Bering propone que la creencia
religiosa es un rasgo innato que fue seleccionado por su valor adaptativo. El
título del libro –El instinto de la creencia– reeja así lo que lo distingue de las
otras apologías del ateísmo.
En realidad, el énfasis en el valor adaptativo de las ideas sobrenatu-
rales aparece sólo en el capítulo 6. El lenguaje habría obligado, se explica ahí,
a nuestros antepasados a abandonar el tipo de conducta de los animales, esa
conducta guiada sólo por los impulsos primarios que a nosotros nos parece
“carente de vergüenza”. El temor a que lo visto por cualquier congénere débil
y sin poder coactivo alguno llegue a los oídos de todo el grupo –el temor al
chismorreo– habría sido el desencadenante de los recursos neurales inhibi-
torios. Y como refuerzo denitivo de esos recursos habría surgido el instinto
de creer en un ser superior que nos vigilaría permanentemente. En ese sen-
tido las creencias en lo sobrenatural habrían sido adaptativas. Pero en otros
capítulos, que quizá recojan trabajos anteriores del autor, no se habla en
absoluto de valor adaptativo. El destino (capítulo 2) o los mensajes desde el
otro mundo (capítulo 3) son presentados como una mera sobreextensión de la
capacidad humana de captar estados mentales ajenos, es decir como un mero
efecto secundario de la ‘Teoría de la Mente’. Así, el que Bering privilegie en la
Introducción la utilidad adaptativa de las creencias sobrenaturales es lo que
le permite diferenciarse nítidamente desde el principio frente a los otros de-
fensores actuales del ateísmo. (Aunque, respecto al tono general –peso de lo
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autobiográco, citas de Sartre y Camus–, esa diferencia está clarísima para
todos los capítulos del libro).
¿Por qué me he puesto a reseñar este libro? Si ahora añado que yo sí
creo en Dios y que la diferenciación entre ciencia y fe se me aparece como un
asunto muy bien estudiado, el lector podrá ponerle un poco de curiosidad a la
anterior pregunta. La respuesta tiene que ver con el papel que en el libro se le
asigna a la ‘Teoría (o captación que el sujeto tiene) de la mente (ajena)’. Creo
que eso supone un acierto dentro del cual que tendremos que diferenciar y aco-
tar niveles. Pero vayamos poco a poco.
Resulta sorprendente que Bering, al contrario que la mayoría de los
defensores del ateísmo, opte por subrayar más bien la separación entre los
animales y el ser humano que no la continuidad darwiniana. Ciertamente él
se adhiere, claro está, al consabido rechazo de la scala naturae: “No se trata
de si los humanos son “mejores” o “más evolucionados” que otras especies o
cualquier otro sinsentido de errónea progresión lineal” (p. 26). Sin embargo, a
la hora de enfocar la capacidad de captar la mente ajena, preere claramente
caracterizarla como una capacidad anterior a toda cultura y exclusivamente
humana (pp. 27-33). Invoca para ello incluso a un autor que ha sido repetida-
mente acusado en los últimos tres años de “teísmo fundamentalista”, o, al me-
nos, de “acabar favoreciendo ese teísmo”, a saber, Povinelli -autor principal de
“Darwin’s Mistake: Explaining the discontinuity between human and nonhu-
man minds”, 2008. Entre paréntesis, comento que yo, a diferencia de Povinelli,
preero ver en los primates no humanos y principalmente en los chimpancés
un prólogo, remoto, sí, pero no por ello menos prólogo, respecto a la capacidad
de captar estados mentales ajenos. Pero retengamos lo importante: La defensa
de Bering del ateísmo resulta atípica en el sentido de que necesita subrayar la
exclusividad humana, pues sin esa exclusividad no podría darse el instinto de
la creencia.
Otro contraste entre Bering y muchos de los defensores actuales del
ateísmo -un contraste que va en una dirección más bien opuesta a la del pá-
rrafo anterior- tiene que ver con la libertad moral. Él la niega –pg. 43 y sobre
todo la nota 5 colgada de esa página. Ahí presenta la semejanza y la diferencia
entre Sartre, por un lado, y los teóricos recientes de la evolución. La semejanza
estriba, claro está, en que todos ellos “arguyen que el bien y el mal, el alma, la
inmortalidad o Dios son fantasmas de la mente humana”. Las diferencias son
dos. Por un lado, Sartre infravaloraba el papel de la biología. Por otro -y esto
es lo que nos interesa-, mientras que “muchos teóricos de la evolución se es-
fuerzan denodadamente por articular una moralidad no determinística que le
deje algún espacio a la libre voluntad”, Sartre mantenía “la opinión –correcta,
si uno aprecia las implicaciones losócas completas de la interacción compleja
de biología, genética y psicología– de que una explicación biológica excusaría
al individuo de responsabilidad en el dominio moral”(la cursiva es mía). Y, tras
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concretar con un ejemplo particularmente duro, concluye: “Las decisiones de
ese hombre dependen de su siología en ese momento, y de sus experiencias
previas y su entorno cultural en interacción con un genotipo particular;(...) ese
hombre desempeña meramente el papel de un espectador (...); hay solamente
la corporalidad de un hombre incapaz de actuar de cualquier modo que sea
contrario a su naturaleza particular”. Yo, a diferencia de Bering, creo en la li-
bertad moral, pero coincido con él en que los recientes esfuerzos de los teóricos
de la evolución para hacer posible any room para la voluntad libre (el Elbow
room de Dennett, p. e.) no me parecen precisamente ecaces. (Las líneas que
acabo de transcribir merecen todavía otro comentario. El “meramente”, el “so-
lamente” que ahí encontramos se repiten a menudo en el libro respecto a otros
asuntos –p. 71, 75, 133, 137, 153: las cosas, la vida, nosotros, simplemente son).
Pasemos por n a comentar los capítulos uno a uno. En La historia de
un contenido engañoso, se dedica, primero, a defender la exclusividad humana
de la ‘Teoría de la mente’. A continuación estudia la frecuencia con que esta
capacidad humana se sobreextiende, y cita, por ejemplo, el antiguo experimen-
to de Heider donde los sujetos veían a cuadrados y triángulos acosar, huir, o
buscar. Al nal, anuncia la propuesta general del libro: Dios y su mente toda
-su voluntad que nos comportemos de una particular manera, su observarnos
y conocernos, su querer comunicarse con nosotros, su intención de encontrarse
con nosotros después de nuestra muerte-, todo ello sería sólo el producto de tal
sobreextensión. Aquí, como en la Introducción y como en los restantes capítu-
los también, reconoce que hay una encrucijada: “No se puede nunca descartar
la posibilidad de Dios diseñó cada detalle de la evolución del cerebro humano
de modo que nosotros pudiéramos llegar a verle a Él más claramente, algo así
como un divino rayo láser contra la miopía”. Pero acaba: “De un modo o de otro,
nosotros ahora, a diferencia de todas las generaciones anteriores, poseemos
los instrumentos intelectuales para observar a nuestras mentes funcionando
y comprender cómo Dios ha llegado a estar ahí”. (Al lado de esos repetidos
reconocimientos de la encrucijada, hay también a lo largo del libro –es éste
el momento de señalarlo- varias argumentaciones lamentablemente fulleras,
como la de la pg. 60, que en esencia había sido usada por Dennett, y a la que yo
replicaría que por qué entre lo no falsable no va a poder haber una jerarquía
de verosimilitud.)
El segundo capítulo ataca la idea de un Creador inteligente, y sobre
todo de los propósitos de ese creador respecto a cada uno de sus productos.
Ahí Bering tiene ocasión de apuntarse un buen tanto contra Dawkins. Mien-
tras que éste compara la pregunta de ‘¿cuál es el propósito de la vida?’ con el
preguntarse por las cualidades de los unicornios, Bering señala que a la gente
normal no le importan los unicornios, y en cambio, le preocupa y mucho la
cuestión del propósito de la vida. Así pues, “el misterio auténtico es por qué
esa cuestión es tan seductora y tan recalcitrante frente a la ciencia”. A conti-
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nuación aparece (pg. 47 o 59) un asunto que se repetirá en varios capítulos, a
saber, el de las inacabables tentaciones religiosas que pueden darse incluso en
cientícos y lógicos (ver pp. 87-88, 164, o 200). La propuesta del ‘instinto de la
creencia’ puede, a diferencia de otras defensas del ateísmo, reconocer sin empa-
cho alguno que “nuestro gemelo ilógico secreto piratea a veces nuestro cerebro
cientíco” (p. 90). Pero, aparte del propósito de la vida en general, en este capí-
tulo se enfoca el propósito de la vida de cada individuo. En relación con esto, se
recuerda a Sartre y a su rabiosa indignación contra la idea de que Dios habría
modelado a cada uno de nosotros para que cumpliera una función en la vida.
“Gracias a que Dios no existe somos libres para denirnos a nosotros mismos”
(pg. 42): Ese grito exultante sartriano es recogido con cierto agrado, aunque,
como ya vimos arriba, Bering borrará de ahí la libertad. No habrá libertad,
pero, al menos, el desenmascarar el sesgo teleo-funcional, siempre (a cualquier
edad) tan dominante en nuestros pensamientos, puede suponer, nos dice, un
alivio. Y aquí Bering, muy proclive siempre, como ya anuncié, a las confesiones
autobiográcas, nos cuenta el miedo que al principio le embargaba de que se
supieran sus inclinaciones homosexuales, inclinaciones que iban contra la su-
puesta ‘jeza funcional’ que tendemos a atribuir a cada cosa.
En el capítulo tercero, que se centra en la facilidad humana para detec-
tar por doquier mensajes del otro mundo, se dedican algunas páginas (81-85) al
autismo. La propuesta de que las ideas sobrenaturales son producidas por una
sobreaplicación de la ‘Teoría de la Mente’ (o capacidad de captar las mentes
ajenas) hacía obligado intentar evaluar la predicción de que los autistas serían
menos proclives a la religión. Y, para ese intento, Bering, como es lógico, escoge
el asunto de los mensajes, que, con su carga comunicativa, se puede sospechar
que estarán particularmente ausentes en los autistas (ver también pp. 162-
163, en otro capítulo). Otro asunto es la discusión con la propuesta (de Barrett)
de que la causa de esa indiscriminada percepción de mensajes estribaría en la
hiperactividad del mecanismo de detección de agencia. Frente a eso, Bering
arguye muy sensatamente que en ese tipo de fenómenos no estamos captando
que alguien se mueve, sino que alguien quiere comunicarse con nosotros. Así
pues, es a la hiperactividad de la ‘Teoría de la Mente’ a lo que hay que acu-
dir para explicarlos. A continuación, y por primera vez en el libro, se traen a
colación trabajos empíricos de Psicología realizados por el propio autor. “Los
niños desde los siete años eran capaces de captar ese tipo de mensajes sobre-
naturales, mientras que los de tres o cuatro años no podían, con lo que éstos
resultaron, irónicamente, ser los más cientícos de todos.” Esto se corresponde,
claro está, con las edades de adquisición de la ‘Teoría de la Mente’, que es lo
que se quería probar. (Los resultados de la edad intermedia –o sea, cinco o seis
años– son los que ocupan más párrafos. Esos niños, mientras contestaban que
las cosas extrañas que sucedían en el laboratorio –los apagones de luz o los
ruidos– las hacía de seguro la Princesa Alicia –una amable princesa mágica
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que, se les contaba a los niños, estaba en la habitación–, eran incapaces, sin
embargo, de ver en esos sucesos mensaje alguno. Es decir, si con la primera de
su contestación se diferenciaban de los niños más pequeños, con la segunda, en
cambio, se diferenciaban de los niños mayores, quienes interpretaban los suce-
sos como mensajes que la Princesa Alicia les dirigía para guiarlos hacia la caja
con premio. Bering propone que el requisito que les fallaba a estos niños era
la captación del estado mental de segundo orden ‘La Princesa Alicia sabe que
yo no sé dónde está el premio’. Yo no estoy de acuerdo en que ese estado men-
tal de segundo orden sea en absoluto necesario. Y sugiero que la explicación
estriba en que una tarea de evocación agota a los niños de esta edad y los deja
incapaces del plus que aquí se les exige, a saber, el de pensar que ese contenido
evocado esté dirigiéndose a ellos. Pero este detalle, por mucho que conecte con
intereses míos, no tiene en realidad nada que ver con el argumento de esta
reseña. Perdón, pues, y sigamos.) La última parte de este capítulo, volcada ya
en un plano ya más general, nos ofrece la trabajada formulación siguiente: “Lo
que es irónico es que usemos nuestra teoría de la mente (theory of mind), que
ha evolucionado sin sentido alguno (mindlessly), para dotar de signicado a lo
carente de signicado (to make meaning of the meaningless)”.
El capítulo cuarto, Curiosamente inmortal, insiste en la dicultad –o
más bien, imposibilidad– de imaginarnos a nosotros mismos muertos. La teoría
de que las creencias en la vida después de la muerte se explican por la necesi-
dad de aliviar el terror exigiría que hubiese correlación entre miedo a la muer-
te y creencia en la inmortalidad, pero las investigaciones no han encontrado ni
rastro de tal correlación (p. 114 y 129). Por eso, “la clave hay que buscarla en
que, como señala Nichols, 2007, tratar de imaginar mi propia no existencia me
exige nada menos que imaginar que yo percibo o sé mi propia no existencia”
(p. 115). Y respecto a la inmortalidad de los demás, el factor decisivo sería la
‘permanencia de las personas’, o sea, el hecho de que desde que éramos bebés
hemos aprendido que cuando no vemos a mamá, es que mamá está en otro sitio
(p. 126). De nuevo en este capítulo como en los anteriores, se insiste en que la
cultura transmitida puede ser responsable de los detalles de que en cada caso
se revisten las creencias en lo sobrenatural, pero no lo es en absoluto ni de la
existencia ni de la fuerza de tales creencias. Por eso, acaba Bering, “es sólo
a través de esfuerzo intelectual y después de incontables milenios de pensar
intuitivamente lo contrario, como podemos llegar hoy al más obvio de todos los
silogismos posibles: La mente es lo que el cerebro hace; el cerebro se para con la
muerte; en consecuencia, el sentimiento subjetivo de que la mente sobrevive a
la muerte es una engaño de nuestra psicología. Para ir contra esto, habría que
demostrar que una u otra de las dos premisas es falsa.” (cursiva en el original).
Con este querer ponerse tan estrictamente lógico, Bering no ha elegido dema-
siado bien. El pensamiento no monotónico, que añadiría a la conclusión un ‘a
menos que’ (o, para concretar, un ‘a menos que nuestro tiempo, el de momentos
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sucesivos que se van, no sea lo único’), se le ocurre bien pronto al lector, máxi-
me en un terreno tan ignoto como el del tiempo.
El capítulo 5, sobre las catástrofes naturales, tras subrayar cómo se ha
tendido a ver en ellas el castigo divino por los pecados, menciona una sugeren-
cia (Gray & Wegner, 2010) en el sentido de que, “al ser nosotros una especie
tan profundamente social, es lógico que cuando suceden cosas malas, empece-
mos inmediatamente a buscar quién fue el responsable, y así, cuando no hay
un agente humano obvio, se verá la mano de Dios”. Después expone la teoría
de que el logro de explicaciones en cualquier terreno, lo ha hecho placentero la
evolución, y que, por eso, incluso algo tan vago como ‘Dios tendrá sus razones’
es mejor que nada. Sin embargo, tal teoría no basta -replica con razón Bering-
pues a veces sabemos perfectamente el cómo y por qué causa sucedieron las
cosas -la construcción del puente era defectuosa, p. e. Por eso, la verdadera
clave sería aquí de nuevo la imparable actividad de nuestra teoría de la mente.
Pero aquí para concretar, invoca muy oportunamente un tema de investigación
que, arrancando quizá en Bruner, aparece hoy prometedor y oreciente -las
narrativas de la propia vida. Si hubiera yo de escoger una línea de este capítu-
lo, sería ésta: “Seguimos preguntándonos por qué aquello tuvo que sucedernos
precisamente a nosotros. Ahí es donde el razonamiento causal se cruza con el
pensamiento acerca del lugar único e individual de uno en el mundo natural”
(p. 134).
El capítulo 6, Dios como espejismo adaptativo, ya lo comentamos arri-
ba. Toma como punto de partida la idea, que muchos autores han defendido, de
que la fe en un Dios vigilante serviría para frenar nuestras tendencias egoístas
y para evitarnos así el peligro de ser excluido del grupo. Y esa idea la combina
con la propuesta de Dunbar de que, cuando en los homínidos empezó a aumen-
tar el tamaño del grupo, el despiojado, que había sido siempre en los primates
el mecanismo de cohesión social, ya no pudo desempeñar esa función y fue
sustituido por el chismorreo, para el cual precisamente se habría originado
el lenguaje. El chismorreo, continúa Bering, habría convertido en sumamente
peligrosa la falta de inhibición conductual, y ése sería el origen de las ideas
sobrenaturales. (Un comentario que yo aquí haría es que el lenguaje capaz de
informar de sucesos, y no sólo de pedir o llamar, el lenguaje predicativo, en
denitiva, ya requiere la captación de la interioridad del interlocutor: ¿Por qué
íbamos a contar cómo es el mundo si no creyéramos que el interlocutor tiene
unas creencias diferentes de las propias nuestras? Así pues, incluso antes del
chismorreo pudo ya haber el pensamiento de que alguien tiene pensamientos
sobre mí, y de ahí quizá también pudo haber un comienzo o atisbo de vergüen-
za y de las otras ‘emociones secundarias’. Pero es muy verdad que el lenguaje
predicativo aumentaría y reforzaría tal atisbo. Acepto, pues, “la combustiva
coevolución de ‘teoría de la mente’ y lenguaje” de p. 173.) En denitiva, en los
seres humanos “hay una peligrosa fricción entre las viejas funciones del cere-
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bro -las previas a la teoría de la mente- y las nuevas, o posteriores a la teoría
de la mente” (p. 172 y 184), y “la idea de Dios, engendrada por nuestra teoría
de la mente, fue una solución muy importante para el problema adaptativo del
chismorreo” (p. 192).
En el séptimo y último capítulo, “Y luego tú mueres”, se enfrenta a
una dicultad que se adivinaba, sobre todo en el capítulo anterior. Si las
ideas sobrenaturales son adaptativas, “¿qué sucede ahora que nosotros sa-
bemos la verdad acerca de Dios, acerca de nuestras almas, o acerca de la
vida de ultratumba?” (p. 201). Aquí Bering vuelve a insistir en que a nivel
emocional es muy difícil liberarse de esas ideas, incluso para el ateo más
intelectualmente convencido. Además (añade contradiciéndose un poco a sí
mismo), “con o sin creencias sobrenaturales, las consecuencias por actuar
egoístamente son un factor tan disuasorio como lo han sido siempre: los que
no sigan las reglas sufrirán –por lo general y a menudo– las consecuencias
humanas”. Pero a continuación propone una distinción histórica. “Mientras
que en tiempos de Voltaire, aquello de que ‘si Dios no existiera, habría que
inventarlo’ sonaba lógico, ahora en nuestros días las cosas son diferentes:
Carnet de identidad, Internet, cámaras ocultas, huellas dactilares, softwa-
re de reconocimiento de voz, detectores de mentira, expresión facial, DNA y
análisis de caligrafía son sólo algunas de las ecaces tecnologías reguladoras
de conducta que están hoy presentes en nuestro mundo.” (p. 202) (Esta dis-
tinción histórica ya aparecía en la nota 23 del capítulo anterior, aunque en
esa nota se esbozan más bien tres fases. En la Prehistoria, con los humanos
viviendo en grupos sociales todavía pequeños y de los cuales era casi impo-
sible emigrar, el chismorreo tenía mucha fuerza controladora; después con
las ciudades grandes y la posibilidad de emigrar, esa fuerza disminuyó y la
moralidad religiosa se habría intensicado; hoy, con las tecnologías actuales
del tipo de internet, la fuerza del chismorreo se habría hecho global.) Eso sí,
como la evolución –vuelve a insistir Bering– es más lenta que el avance de la
tecnología, es verosímil que el instinto de la creencia siga siendo una parte de
nuestro perl cognitivo. Cuando vemos en los párrafos citados la insinuación
de que la tecnología moderna puede afortunadamente compensar el declive
-el parcial declive, al menos- de las ideas sobrenaturales, el lector no puede
sino recordar con cierto asombro que en el capítulo 6, justo tras insistir en la
carencia de ‘teoría de la mente’ en los chimpancés, se volvían a dedicar varias
páginas a Sartre, y precisamente a su “El inerno son los otros”.
Acabado el comentario por capítulos, empecemos a encarar la tesis ge-
neral del libro. La tesis de Bering de que la superactiva capacidad humana
que se viene llamando ‘teoría de la mente’ estaría en la base de las creencias
animistas o de la inmortalidad a la egipcia me parece acertada. En realidad,
mucho antes de que se empezara a estudiar el desarrollo en el niño de esa ca-
pacidad o a discutir si es o no una capacidad exclusivamente humana, mucho
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antes de que se inventara siquiera el rótulo ‘teoría de la mente’, ya se denían
los ritos animistas como intentos de inuir sobre las intenciones del río que
había que cruzar, o de los animales que se cazaban, o de la tormenta y la lluvia,
es decir como intentos de inuir sobre las mentes de esos elementos. E igual-
mente los ajuares funerarios que datan del Paleolítico Superior nos permiten
pensar que la primitiva idea de la inmortalidad tuvo que estar vinculada a un
rasgo nuclear de la exclusividad humana. Habría, sí, un vínculo entre ‘teoría
de la mente’ y el pensamiento animista, mágico o supersticioso. Pero eso no es
todo. ¿Qué es lo que yo quiero proponer?
La capacidad de la ‘teoría de la mente’ incluye el captar las necesidades
de quienes están en mi órbita de conducta, y como consecuencia a inferir qué
es lo que las aliviaría. En cuanto se llega ahí, surge en el interior del ser hu-
mano un choque inédito en toda la evolución anterior. Por un lado, la atención
a esas necesidades ajenas las presenta como semejantes a las nuestras. Pero,
por otro lado, y a pesar de esa semejanza, carecen de la conexión inmediata
con nuestras acciones y nuestras emociones de la que gozan las necesidades
propias nuestras. Los seres humanos no podemos dejar de sentir cómo hay ahí
un desfase o inconsistencia dentro de nosotros. Y a partir de eso puede surgir la
idea de que podría haber una mirada que, no como la de cada uno de nosotros,
nos viera igualmente a mí y al otro por dentro.
Igualmente, la capacidad de la teoría de la mente me permite pensar
creencias ajenas diferentes a las que yo tengo sobre la misma parcela de rea-
lidad de la que se trate. Y, a partir de ahí es como la función comunicativa de
predicar (o también de preguntar) empieza a ser concebible. Pero lo que me
interesa ahora es un paso ulterior a ése. Mediante el diálogo, se puede llegar a
una situación en que, sin haber cesado de estar en desacuerdo con las creencias
ajenas, he llegado a sentir insatisfacción también de las mías propias. A partir
de eso, puede surgir la idea de que podría haber una sabiduría que, no como
nuestras mentes limitadas, conozca la verdad completa.
Asimismo, la capacidad de la teoría de la mente nos permite evocar el
pasado e imaginar el futuro. Pero, cuando hacemos esas cosas, notamos que
las urgencias del presente tienen siempre en nosotros una fuerza que no es ni
remotamente comparable a la de las evanescentes imágenes que nuestro ‘viaje
mental en el tiempo’ puede ofrecernos. Y, sin embargo, nosotros sabemos que
en su momento aquel pasado era tan presente como el de ahora. Y no podemos
menos de sentir que hay un choque entre ese sentir y ese saber, y que somos
incapaces de hacer plena justicia a aquello que sabemos. A partir de eso, puede
surgir la idea de una mirada que, no como las nuestras, lo viviera todo a la vez.
En denitiva, la ‘teoría de la mente’ le permite al hombre sentir sus
limitaciones, y, por lo mismo, le lleva a anhelar –al menos eso, anhelar– una
forma de vida superior. El decidirse a optar por ese anhelo sería el requisito
de la fe. La fe sería, pues, una tarea difícil y exigente, muy al contrario de las
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espontáneas y casi instintivas creencias animistas o mágicas. El explicitar el
contraste entre esa dicultad y esa facilidad es algo que está ausente a veces
en los libros de teología. Yo, por cierto, al leer alguna introducción teológica a la
fe, he echado de menos el que no se aludiera a esa diferencia. Ahora, al acabar
esta reseña del libro de Bering, podemos formular esa diferencia como la que
habría entre dos tipos de derivaciones de la capacidad humana de la teoría de
la mente. Por un lado, la derivación directa de la actividad de la teoría de la
mente daría lugar, como Bering señala, al pensamiento animista o mágico, es
decir, daría lugar a las creencias sobrenaturales que son fáciles e instintivas.
Por el otro lado, a través de la experiencia de las propias limitaciones y, más
allá, a través del anhelo de superación de tales limitaciones, la teoría de la
mente tendría una derivación de un tipo muy diferente, a la que, por supuesto,
el libro de Bering es completamente ajeno, una derivación difícil y exigente en
la que se podría ver el terreno abonado para la fe.