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Stendhal viajero:
Memorias de un turista
Juan B
RAVO
C
ASTILLO
Universidad de Castilla-La Mancha
RESUMEN
El presente trabajo analiza el recorrido que, siguiendo la estela de los grandes románticos fran-
ceses, Stendhal realizó por Italia, sentida como su verdadera patria, y donde se hizo escritor, y
por Europa. Las obras relacionadas con estos viajes se alejan de los clichés de las guías turísti-
cas de la época, y plantean la necesidad de ver las cosas a través del prisma de sus propias ideas,
en busca de paisajes insólitos que satisfagan sus anhelos espirituales, o por necesidades mera-
mente profesionales.
Palabras clave: Stendhal, Literatura de viajes, Romanticismo, Roma, Nápoles y Florencia, Pa-
seos por Roma, Memorias de un turista.
ABSTRACT
This article analyzes the route that Stendhal, following the great French Romantic authors, made
through Italy - which he thought was his real homeland and where he began to write - and Euro-
pe. The works related to these journeys move away from the tourists’guides clichés of that time,
and express the need for a personal look on things and places, seeing unusual landscapes which
can satisfy his spiritual wishes, or travelling just for professional reasons.
Key words: Stendhal, Travel Literature, Romanticism, Roma, Nápoles y Florencia, Paseos por
Roma, Memorias de un Turista.
Desde siempre a los hombres les ha encantado viajar, venciendo dificultades
de toda índole, por exigencia o por gusto, por una especie de necesidad de explo-
rar regiones desconocidas. Durante siglos, desde los primeros albores del Renaci-
miento, el viaje a Italia se erigió en el complemento y la culminación de la forma-
ción intelectual, primero del artista, y posteriormente del «honnête homme», hombre
probo, ciudadano del mundo, deseoso de conocer otras civilizaciones y culturas.
A lo largo del siglo XVIII, con el advenimiento de las Luces, surge la figura
del viajero ilustrado cuyo deambular responde (según la filosofía preconizada por
la Ilustración) a una finalidad de observación y de análisis de los fenómenos socia-
les para poder superar la ignorancia, el fanatismo y la miseria mediante la instruc-
ción del pueblo y la acción del Estado. Esta visión instrumental y racionalista del
viaje es la que mueve, por ejemplo, a Jovellanos, modelo del viajero ilustrado, que,
a partir de 1790, redactó varios «Diarios» en los que iba anotando las observacio-
nes y experiencias de sus periplos por diversas regiones de España. Para él, el via-
je, más que un fin, era un medio de observación al servicio de los ideales de la
Razón, de la difusión de conocimientos útiles que harían posible las necesarias
reformas de la sociedad.
Revista de Filología Románica ISBN: 84-95215-60-8
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Con el Romanticismo, la filosofía del viaje cambia rotundamente de signo. Los
románticos, como indica Juan Herrero
1
, son los hijos rebeldes de la Ilustración y de
la civilización burguesa, que no reconocen la hegemonía de la Razón, ni conciben
el Universo como un mecanismo reductible a leyes abstractas. Para ellos, el hom-
bre, la Naturaleza y el Universo forman parte de un dinamismo cósmico y vital.
Inmersos en un mundo que se les antoja vacío, presa de esa nueva dolencia que dan
en denominar el «mal du siècle», buscan, como modo de romper la insatisfacción y
la monotonía del «aquí» y del «ahora», la exaltación intensa de la sensibilidad y del
espíritu, y se sienten atraídos por todas las manifestaciones que adopta el dinamis-
mo misterioso de la vida universal en el presente y también en el pasado. Lejos,
pues, de todo ideal pragmático, el «yo» romántico buscará en su deambular un moti-
vo inapreciable de emoción y de exaltación de la sensibilidad. Viajar por el mundo
se convierte así en un fin en sí mismo. Lo esencial para el romántico es cultivar la
sensibilidad y exaltar la emoción de alma ante el sugestivo y mágico encanto de los
paisajes impresionante y exóticos; sentir la emoción de la aventura y del riesgo ante
situaciones imprevistas, difíciles o soprendentes; poder descubrir y admirar el valor
humano o el sabor pintoresco de las tradiciones y de las costumbres de los pueblos
extranjeros; contemplar sus monumentos y soñar ante el encanto peculiar de sus
obras de arte. «Inicia así el Romanticismo —como escribe Ortega Cantero
2
— un
entendimiento distinto, una cultura diferente de la naturaleza y del paisaje cuyas
notas esenciales recorren todo el siglo XX y llegan hasta hoy. El sentido cultural
que ambos adquieren en la modernidad, nuestros modos de ver y expresar lo natu-
ral y lo paisajístico se relacionan con la perspectiva romántica».
Tal es, en resumidas cuentas, la filosofía que inspira a los grandes románticos
franceses, desde Chateaubriand a Théophile Gautier, pasando por Mérimée, Nodier
e incluso Alexandre Dumas. Paralelamente, en los países del Norte, en especial en
Inglaterra —país viajero donde los haya—, desde finales del siglo XVII, se había
puesto de moda una modalidad de viaje de carácter más bien pedagógico y con-
trastivo, que se dio en denominar «Gran Tour» por cuanto que su objetivo era un
vasto recorrido por Francia, país que por entonces se había erigido en centro cul-
tural del mundo. Posteriormente, ya en el siglo XVIII, ese mismo término —«Gran
Tour»— pasó a designar un dilatado circuito por Europa —que incluía Francia, Sui-
za, Italia, Alemania y los Países Bajos. Este periplo, durante décadas, como decí-
amos, resultó una experiencia indispensable para la educación de los jóvenes de
familias acomodadas, y dio muy pronto lugar al desarrollo de una prolífica litera-
tura de viajes, fomentada por editores que no dudaban en pagar elevadas sumas de
dinero a autores prácticamente desconocidos que narraban sus andanzas por las
zonas más insospechadas, como es el caso de España, que muy pronto se pone de
moda por su singularidad. Semejante modalidad de lectura va a hacer que, con el
Juan Bravo Castillo Stendhal viajero: Memorias de un turista
1
Herrero Cecilia, J., Ciudades y paisajes de La Mancha vistos por viajeros románticos, Ciudad Real,
Biblioteca de Autores y Temas Manchegos, 1994, p. 26.
2
Ortega Cantero, N., «El paisaje de España en los viajeros románticos», ERIA, n.º 22, Universidad
de Oviedo, Departamento de Geografía, p. 125.
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advenimiento del siglo XIX, el viaje se convierta en una práctica abierta, no exclu-
siva de las clases aristocráticas. Poco a poco el «Gran Tour», como experiencia
educativa, irá desapareciendo, suplantado por el viaje indiscriminado. Pasamos así
del «Gran Tour» a lo que, ya en plena época romántica, de forma más o menos
arbitraria, se conocerá como turismo, entendido como pura diletancia.
Por lo que a Francia se refiere, el Romanticismo ofrecerá todavía una variante
del «Gran Tour» puesta de moda por Chateaubriand en su Itinéraire de Paris a Jéru-
salem (1811), con la apertura del recorrido exótico hacia Oriente —recorrido que
se aprestarán a seguir, entre otros, Lamartine, en 1835 y Nerval, en 1856, atraídos
por los prestigios de las culturas milenarias—. Pero, de lo que no cabe duda es de
que el objetivo primordial de la generación romántica es el Gran Sur, en especial
Italia y España, espacios todavía no contaminados por el estigma de la industriali-
zación desenfrenada y los excesos de una civilización que tiende a ajar las almas.
Tal es la opinión declarada de Henri Beyle, Stendhal, de vocación europea, y que,
con sólo diecisiete años, incapaz de someterse a una disciplina concreta, cruzaba
el Gran San Bernardo y descubría su patria de elección, Italia, donde, en adelante,
y con las intermitencias propias de su quehacer, iba a dedicarse a lo que siempre
le fascinó, la diletancia. Su destino junto a Napoleón le llevará por los caminos de
Europa —Alemania, Polonia, Austria, Rusia— pero su corazón y su sensibilidad,
una y otra vez, le retrotraerán a su querida Italia, su verdadera patria.
En Italia descubrirá su identidad; en Italia completará su educación artística;
en Italia se enamorará; en Italia se entregará a sus dos pasiones favoritas: la músi-
ca y la pintura; en Italia empezará a sentirse ciudadano del mundo, copartícipe de
esa élite que ignora las fronteras creadas artificialmente por los Napoleones y los
Metternichs, de esa aristocracia nueva, abierta, que empezaba a sustituir a aquella
otra, cerrada, de la sangre; en Italia, finalmente, se hará escritor, primero esbozan-
do biografías, haciendo un recorrido por la pintura italiana; luego, recorriendo sus
ciudades, presa de su pasión ambulatoria, de esas ansias de conocer que, ya en 1807,
le mueven a escribir a su hermana Pauline: «De todas mis pasiones muertas, la úni-
ca que me queda es la de ver cosas nuevas».
Resulta significativo que, antes de llegar a ser el gran novelista, mundialmente céle-
bre, que conocemos, Stendhal fuera conocido por un hermoso libro de viajes, Roma,
Nápoles y Florencia, escrito en 1817 —el primero, por cierto, que firma con el pseu-
dónimo con el que lo conocerá la posteridad—, y donde, por primera vez, encuentra el
que en adelante será su tono, caracterizado por una mezcla heteróclita de impresiones
de viaje, anécdotas de toda índole, informaciones de naturaleza práctica, comentarios
de música, de teatro, de pintura. Todo ello en un estilo desenfadado, vivo, espontáneo
y tremendamente personal. Era su tarjeta de presentación. El diletante sui generis que
no dejará de ser hasta el final de sus días, se mostraba ya aquí en plena posesión de sus
facultades. A diferencia de tantos y tantos libros sobre Italia que no eran más que sim-
ples guías, que se limitaban a hablar únicamente de sus monumentos y a describir cua-
dros y estatuas, Roma, Nápoles y Florencia, como pone de relieve Martineau
3
, se pre-
3
Martineau, H., L´Oeuvre de Stendhal, París, Albin Michel, 1951, p. 158.
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ocupaba, sobre todo, de las costumbres «morales» y de algo que para Beyle será fun-
damental: «el arte de ir a la caza de la felicidad». Lo esencial, para él, lejos de cual-
quier obsesión por el detalle exacto, era ver las cosas a través del prisma de sus pro-
pias ideas y de sus preocupaciones del momento, confiando, desde luego, en una
perspicacia que rara vez le falló.
Vemos, pues, hasta qué punto el libro de viajes es parte constitutiva del tamiz
narrativo de la obra de Stendhal. No es casual que nuestro autor se sienta atraído
desde los veinte años por los libros de viajes como género literario por excelencia.
El viaje, ya para entonces, tras su infancia grenoblesa, era para él consustancial a
su espíritu inquieto. Como romántico, se deleitaba comparando culturas y civili-
zaciones, y el placer personal que extraía descubriendo nuevos lugares y costum-
bres tenía mucho que ver con esa fascinación. Pero, a diferencia de muchos de sus
colegas románticos, Stendhal nunca fue un simple hedonista en busca de sensa-
ciones nuevas y de impresiones amenas. Como hombre del siglo XVIII que siem-
pre fue, su búsqueda constantemente se caracterizó por su honda naturaleza. Sen-
tía intuitivamente que uno de los más profundos anhelos del espíritu humano es su
pasión por lo desconocido, por lo extraño. Y nada como el viaje para satisfacer su
necesidad de cambio, de ir de ciudad en ciudad, de descubrir nuevos sitios; de con-
templar paisajes insólitos, y, sobre todo, para dar pasto a su insaciable avidez por
las ideas: «Necesito —escribe en 1834— tres o cuatro metros cúbicos de ideas nue-
vas al día, de la misma forma que un barco de vapor necesita carbón».
Doce años después de la aparición de Roma, Nápoles y Florencia, Stendhal,
poco antes de ponerse a escribir El rojo y el negro, publicará un nuevo libro, Pase-
os por Roma, es el que la estructura del viaje propende a la que caracteriza a las
típicas guías que utilizan los viajeros. La gestación de esta curiosa obra, que aún
sigue constituyendo, por cierto, un apasionante complemento para quien se aven-
tura por primera vez en la Ciudad Eterna, tiene mucho que ver con lo que los fran-
ceses denominan «littérature alimentaire». En febrero de 1827, Stendhal daba a la
luz una segunda edición de Roma, Nápoles y Florencia —su único éxito editorial
hasta ese momento—. El editor, sin embargo, por necesidades de edición, le había
obligado a recortar numerosos fragmentos de su manuscrito. Acuciado por las nece-
sidades económicas, Beyle pensó entonces en la posibilidad de utilizar tales frag-
mentos desgajados en otro libro, que fuera una especie de continuación del prime-
ro, y con el que entregarse al deleite de hablar de su entrañable Italia. El objetivo,
ahora, no obstante, sería más bien de orden práctico, ya que aspiraría a servir de
guía a los jóvenes viajeros, sobre todo, británicos, que, en gran número, visitaban
Roma.
Por fortuna, aquí, como en Roma, Nápoles y Florencia, Stendhal, lejos de ate-
nerse a la rigidez sistemática de la guía de viajes, recurrió, una vez más, a la típi-
ca estructura digresiva, siguiendo un itinerario que respondía más al capricho del
autor y a imperativos de estética literaria, que a necesidades históricas o geográfi-
cas; nada de exploraciones sistemáticas por barrios y menos aún por épocas (la
Roma antigua, la cristiana, la barroca, etc.), sino dejándose llevar por el deseo, para
él su mejor guía. Nadie mejor que Sainte-Beuve para explicar la peculiar idiosin-
crasia de este libro: «De las diversas obras que hasta ahora ha publicado Beyle y
Juan Bravo Castillo Stendhal viajero: Memorias de un turista
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que se pueden llevar en un viaje —escribe Martineau
4
—, ninguna mejor que sus
Paseos por Roma. Es exactamente la conversación de un cicerone, hombre de talen-
to y de verdadero gusto, que les indica en todo momento el detalle hermoso, lo sufi-
cientemente claro para que lo sientan como algo propio en caso de que sean dignos;
que mezcla continuamente a lo que ve sus recuerdos, sus anécdotas, que introduce en
caso de necesidad una digresión, no excesivamente larga, que instruye y que jamás
aburre. Frente a esa naturaleza «en la que el clima es el mejor de los artistas», sus
Paseos por Roma tienen el mérito de ofrecer la nota viva, rápida, elevada; leánlos
mientras viajan en calesa, en el puente de un barco de vapor, o por la noche, tras haber
visto lo que el autor les ha indicado; hallarán ustedes la impresión verdadera, ideal,
italiana o griega: hay en este libro como relámpagos de sensibilidad natural o de enter-
necimiento sincero, que inmediatamente elude, pero que sin duda transmite».
Es ya, como vemos, el espíritu del turista, que, más que someterse a minucio-
sas descripciones monumentales y a sistemáticos despliegues de datos, se entrega
a un continuo menudeo de detalles, de «petits faits», de disquisiciones, de percep-
ciones únicas, que inmediatamente quedan grabadas en el alma del que lo escucha.
De ahí que lo de menos sea la precisión de los datos, la acumulación de hechos y
fechas. Él mismo, haciendo gala de honradez, nos advierte: «Me gustaría que el
lector no creyera nada de lo aquí dicho a pie juntillas y sin haberlo comprobado
previamente; que desconfiara de todo, incluso de este itinerario». Defectos que que-
dan ampliamente compensados por la perspicacia y agudeza del autor, por la viva-
cidad de su estilo y por su ampitud de miras. No en vano dedica el libro a los
«happy few», receptores ideales de su obra, destinatarios de élite como Mme. Roland,
Mlle. de Lespinasse o el propio Napoleón.
Habrán de transcurrir ocho años para que Stendhal, tras un período felicísimo
de inspiración narrativa y autobiográfica, vuelva a la «écriture alimentaire» con el
que sin duda será su libro más conocido y destacado —además del más sugesti-
vo—, fuera de su obra novelesca. El libro en cuestión lleva por título Memorias de
un turista, y debe su notoriedad, como apunta V. Del Litto
5
, además de sus indu-
dables cualidades literarias, al hecho de ocupar un lugar de privilegio en la histo-
ria del turismo, fenómeno que empieza a tomar auge por aquel entonces, en la medi-
da que ya no sólo una minoría de ciudadanos opta por hacer el «Gran Tour», sino
que el viaje se convierte en experiencia habitual de las clases burguesas.
Al igual que ocurriera con los Paseos por Roma, las Memorias de un turista
son consecuencia de un proyecto de índole comercial, sin que se sepa con exacti-
tud si la iniciativa partió del propio autor o del editor. Lo cierto es que, como el
propio Stendhal reconoce al principio del libro, su objetivo era llenar un hueco: del
mismo modo que no existía en librería una obra que orientara a los que viajaban a
Roma, tampoco, según el autor, había en ese momento una guía con las suficien-
tes garantías para el curioso que deseara visitar Francia. Afirmación un tanto exa-
4
Martineau, H., op. cit., p. 366.
5
Del Litto, V., Stendhal. Mémoires d´un Touriste en Dauphiné, Grenoble, Éditions Glénat, 1989,
p. 11.
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gerada, en opinión del propio Del Litto. Existían, sin duda, obras de esa naturale-
za anteriores a las Memorias de un turista, en especial desde el momento en que,
a principios de siglo, el célebre viajero inglés A. Young, y al que siguieron J. Moo-
re, lady Morgan y el conde Orloff, despertaran en Francia el interés por recorrer
sus distintas regiones y apreciar sus bellezas. Sabemos, incluso, que Stendhal se
sirvió, a la hora de redactar su libro, de datos tomados de determinadas obras que
circulaban en ese momento, como el Voyage dans les départements du Midi de la
France d´Aubin Louis Millin, L´Hermite en province d´Étienne de Jouy, los Voya-
ges pittoresques et romantiques dans l´ancienne France de Charles Nodier, I. Tay-
lor y A. De Cailleux, y, sobre todo, de dos sólidas obras de Prosper Mérimée, ami-
go íntimo suyo y a la sazón inspector de los Monumentos históricos, Notes dans
le Midi de la France (1835) y Notes d´un voyage dans l´ouest de la France (1836),
además de la Guide pittoresque du voyageur, que Stendhal guardaba celosamente
en su biblioteca.
Sea como fuere, lo cierto es que, ilusionado, olvidándose de los achaques que
por aquel entonces empezaban a agobiarle, y haciendo caso omiso de los inconve-
nientes y molestias que conllevaban los viajes en aquella época, con la llegada de
la primavera de 1837, Beyle inició, libreta en mano, un amplio periplo de Norte a
Sur, siguiendo las agujas del reloj, y volviendo a París por la costa atlántica hasta
llegar a Bretaña. Era una espléndida oportunidad de retomar los viejos tiempos. De
siempre le habían encantado los viajes, las visitas a los lugares curiosos, las tre-
guas en los cafés, las comidas en las posadas, las veladas en cualquier ciudad de
provincias, matando el tiempo en cualquier humilde teatro, soñando a su antojo, y
hasta las noches en cualquier parador perdido. Era la forma ideal para él de saciar
su inagotable curiosidad, su amor por la aventura, su disponibilidad siempre abier-
ta a cualquier contingencia, su afabilidad y su innata sociabilidad con cualquier
posible compañero de viaje con quien conversar a sus anchas, y también, cómo no,
su gusto por las artes y las costumbres.
Con el material recogido en este viaje, y sirviéndose asimismo de sus cuantio-
sos recuerdos personales de otros viajes de antaño y de sus múltiples lecturas, tal
como había hecho a la hora de redactar Roma, Nápoles y Florencia, y Paseos por
Roma, Stendhal, nada más regresar a París, en el verano, se puso a escribir, y, a prin-
cipios del año siguiente, la obra empezó a imprimirse. En marzo de 1838, decidido
a continuar su obra, tras corregir las pruebas, parte hacia el Sur, llegando incluso a
Hendaya, y vuelve por Suiza, Alemania, los Países Bajos y Bélgica, entrando en
París el 22 de julio. A su llegada, sin embargo, su editor le anunció que renunciaba
a publicar lo que habría de ser la continuación de un vasto proyecto editorial del que
únicamente verá la luz, en junio de 1838, en dos volúmenes, las Memorias de un
turista. Ya fallecido Stendhal, en 1854, su primo y albacea, Colomb, incluyó, en su
edición de las obras completas, una revisión, corregida y aumentada, de las Memo-
rias de un turista, que contaba, además de con un prefacio y una introducción, con
veintiún capítulos nuevos. Ésta es la edición que durante décadas utilizaron los stend-
halistas, hasta que, en 1981, V. Del Litto, en su edición de la Pléiade, incluyó el
Journal d´un voyage dans le midi de la France, verdadero diario de un verdadero
viaje, en el que el turista que acabó siendo Stendhal brilla con todo su fulgor.
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Pero, vayamos por partes. Memorias de un turista, aunque presenta, como vamos
a ver, una serie de innovaciones apreciables con respecto a sus libros de viajes ante-
riores, por lo que a su método de elaboración se refiere no entraña, como apuntá-
bamos, prácticamente ninguna novedad. Partiendo del bien provisto arsenal de su
memoria, Stendhal establecía una amalgama en la que figuraban cosas vistas, remi-
niscencias, observaciones personales, préstamos tomados de libros de otros viaje-
ros anteriores, e incluso detalles que le proporcionaban sus amigos expertos en arte
y arqueología. Ahora, sin embargo, la primera novedad introducida es de orden
estructural: Stendhal, por primera vez, adopta la forma del diario y aprovecha todas
las ventajas que le reporta este modo de expresión. El diario, como pone de relie-
ve Del Litto
6
, no sólo ofrece una garantía de espontaneidad y de autenticidad —se
escribe un diario para sí, no para los demás—, sino que también otorga al autor una
serie de libertades, concretamente, la de escribir por medio de alusiones rápidas,
consignar impresiones sin verse obligado a desarrollarlas, abandonar una idea recién
esbozada y volver posteriormente a ella sin temor a repetirse o a contradecirse,
puesto que, por definición, el diario refleja el humor del momento, fruto de mil
motivaciones contingentes. El diario de viaje, además, tiene la ventaja de reflejar,
por definición, lo cotidiano, lo inmediato, y, además, la frontera entre este subgé-
nero y el diario íntimo es más bien vaga: relatar lo que se acaba de hacer o de ver,
un espectáculo al que se acaba de asistir, implica necesariamente la intervención
del yo, que sin cesar habla de sí mismo, emitiendo juicios de valor.
Segunda novedad importante es la introducción de ese curioso narrador que se
dirige a nosotros en primera persona y que es nada menos que un comerciante de
ferralla. El hecho de que Stendhal se encubra detrás de tan bizarra personalidad fue
considerado a menudo, por parte de la crítica, como una de sus típicas fantasías.
Es de sobra conocida la propensión del grenoblés por la mistificación, que le lle-
vó a utilizar casi un centenar de pseudónimos antes de adoptar definitivamente el
de «Stendhal». Sin embargo, como observan Del Litto
7
y Béatrice Didier
8
, tan apa-
rentemente caprichosa elección está íntimamente relacionada no sólo con el «turis-
ta» cuyas memorias refiere el título del libro, sino también con el hecho de que ese
«turista», más que recorrer lugares excelsos, realiza su periplo por las provincias,
tan desdeñadas ellas, y que aquí son consideradas como una parte verdaderamen-
te representativa de Francia, dejando de lado París, sus salones, sus prejuicios y su
esterilizante superioridad.
Stendhal sabía muy bien el riesgo en que incurría titulando su libro Memorias
de un turista. Se sabe que él no fue el inventor de semejante anglicismo, cuyas hue-
llas pueden rastrearse en determinados libros y artículos sobre Inglaterra desde los
albores del siglo, y que sin duda es un derivado del ya aludido «Gran Tour», a
medida que el término se fue generalizando. Si se decidió a hacerlo es no sólo por
el carácter novedoso que pretendía darle a su libro, con respecto a sus anteriores
6
Del Litto, V., Stendhal. Mémoires d´un Touriste en Dauphiné, op. cit., p. 15.
7
Del Litto, V., Stendhal. Mémoires d´un Touriste en Dauphiné, op. cit., p. 18.
8
Didier, B., Stendhal, París, Ellipses, 2000, p. 103.
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libros de viaje, sino también, cómo no, por su declarada afición por los anglicis-
mos —“Nous nous anglisons», decía a menudo—, que le indujo a adoptar el tér-
mino «egotismo»; o por los neologismos, como es el caso de la célebre «cristali-
zación». El mérito que nadie puede discutirle es el de haber contribuido de una
forma decisiva a la difusión del término y a su implantación al ponerlo en la por-
tada de su libro, con las consiguientes críticas, como la que aparece en la Gazette
de France nada más ver la luz el libro: «Je ne peux digérer “touriste” en tête d´un
livre français», escribe un comentarista.
Ahora bien, lo que este comentarista no entendía es que la elección de dicho
término por parte de Stendhal no tenía nada de gratuito, como tampoco la elección
de tan peculiar narrador. El término «turista», lejos de ser el producto de una for-
ma de snobismo, es, en palabras de Del Litto
9
, el signo, y el testimonio, de exi-
gencias nuevas. El viaje del que aquí se trata no es algo reservado a una élite, a un
elenco de privilegiados. Sin excluir el placer de los ojos, es, ante todo, una incita-
ción a la reflexión. Permite conocer sobre el terreno determinados problemas pre-
cisos que ayudan a aprehender mejor determinadas situaciones generales y a abor-
dar cuestiones que se plantean a toda cabeza pensante. La elección por parte de
Stendhal de un vendedor de ferralla posee, por consiguiente, la doble ventaja de
aportar al «yo» un estatus preciso, democrático como el que más, y de ser reflejo
de una época en que el hierro era el rey, imprescindible para acometer los grandes
proyectos ferroviarios en marcha, la navegación de vapor en plena expansión por
aquel entonces, etc.
Semejante máscara justifica, por lo demás, toda clase de observaciones, digre-
siones, y también alguna que otra divagación inesperada, inexplicable desde el
punto de vista estrictamente turístico. En efecto, este viajero, a diferencia del clá-
sico viajero romántico, ha emprendido su periplo no para entretener sus ocios, o
para matar el tedio, sino por necesidades meramente profesionales. Circunstancia
a la que alude una y otra vez para que nadie se llame a engaño. Son frecuentes,
efectivamente, las alusiones a su «profesión», a su condición de «simple comer-
ciante». Como excusándose, declara: «Lamento no ser más que un simple curioso,
un negociante». Nada extraño, pues, que sea particularmente sensible a los pro-
blemas económicos. Lo cual no es óbice para que, de vez en cuando, demuestre ser
un hombre de talento, buen gusto e instruido, además de poseer un alma sensible,
no demasiado alejada de la del propio Stendhal, como cuando escribe: «Amo los
bellos paisajes; a veces, incluso, producen en mi alma el mismo efecto que un arco
perfectamente manejado sobre las cuerdas de un violín; generan en mí sensaciones
locas; incrementan mi gozo y tornan la desgracia más soportable». Y como Stend-
hal, el viajante no desdeña visitar un museo, ir a una función de teatro, o platicar
de literatura, pintura, arquitectura, historia, etc. Aun perteneciendo, por su profe-
sión, a la nueva casta de los «industriales», este vendedor de ferralla permanece
vinculado a los valores tradicionales, hermanándose de ese modo con aquel otro
cofrade suyo que, diez años antes, había publicado el panfleto titulado D´un nou-
Juan Bravo Castillo Stendhal viajero: Memorias de un turista
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Del Litto, V., Stendhal. Mémoires d´un Touriste en Dauphiné, op. cit., p. 20.
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veau complot contre les industriels, en el que denunciaba los peligros y estragos
de la industrialización, ese Moloch moderno presto a devorar a los hijos de aque-
llos que lo habían adorado.
Tales son las virtualidades de tan peculiar turista, más cercano al cosmopolita
decimonónico, escéptico e irreverencial que fuera el propio Stendhal, que al puro
y simple rastreador de emociones y paisajes exóticos. Y es que este «turista», por
más que se encubra bajo el disfraz del comerciante, nos recuerda de una forma
extraordinaria al novelista que, dos años antes, había establecido como marco de
las ensoñaciones de su héroe Lucien Leuwen, la sociedad de Luis Felipe de Orlé-
ans, evocando con una maestría incomparable la colusión del poder y el dinero.
Fuera de eso, las Memorias de un turista presentan ese sello indeleble, tan pura-
mente stendhaliano, de la escritura en libertad. El deambular del viajero y sus suce-
sivos encuentros le sirven al autor para introducir toda clase de reflexiones intro-
ducidas al hilo del relato, de recuerdos contados con gracia y donaire, de opiniones
escasamente ortodoxas. El resultado, un libro fascinante, lleno de encanto y un tan-
to anacrónico, como siempre ocurriera con los libros de Stendhal —de ahí que él
anunciara que había que esperar a 1880 o a 1935 para que fueran estimados en su
justo valor, como así fue —. Ha habido, en efecto, que esperar hasta la época pre-
sente para que el lector moderno apreciara como es debido la libertad, el encanto
y la variedad que se desprenden de sus páginas, cualidades derivadas, en gran
medida, de las singularísimas fuentes en que se inspiró Stendhal a la hora de poner-
se a escribir estas Memorias de un turista, y que no son otras que la del Sterne del
Viaje sentimental y la del Montesquieu de las Cartas persas. Dos ancestros hono-
rables que supieron contemplar el mundo con mirada exenta de perjuicios y que
supieron deleitar instruyendo.
Juan Bravo Castillo Stendhal viajero: Memorias de un turista
Revista de Filología Románica
197
2006, anejo IV, 189-197