La Policía es una de esas instituciones con las que una sociedad debe convivir mediante relaciones complejas, contradictorias, incómodas. Desarrollada históricamente para proteger a las clases poseedoras de los peligros ocasionados por las «clases peligrosas» y a la sociedad en su conjunto de la criminalidad, la institución posee una tendencia bastante generalizada a desarrollar formas variadas de delincuencia y corrupción. Su papel de «Estado en las calles» la hace especialmente vulnerable a un sin fin de tentaciones. Su relación directa con el criminal y el delincuente, los habitualmente malos salarios de los agentes, la escasa valoración social que la ciudadanía le concede, y el hecho de circular armada y con un poder frecuentemente incuestionado en medio de la gente del común, son fuentes casi insalvables de desviación de sus funciones legales. En Colombia estas circunstancias se agravan por el hecho de que el Estado mismo ha contribuido a crear las facilidades de esta tendencia. Dos caras tiene la debilidad estatal a este respecto: de una parte, su privatización por los intereses de los pode-rosos se traduce en que la incapacidad de servir de árbitro para dirimir conflictos entre ciudadanos y la negligencia para realizar las acciones necesarias que faciliten el acceso a bienes y servicios para el grueso de la población, es un poderoso estí-mulo para la distorsión de la policía. De la otra, la incapacidad de conservar un or-den público en el que se desarrollen patrones consensuales de convivencia ciuda-dana, se traduce en la construcción permanente de enemigos ante los cuales el Es-tado responde con una conflictivacombinación de represión e inacción que alimen-ta tanto los resentimientos ciudadanos como las tendencias a la resolución privada de conflictos.