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63 ISSN: 0214-400X
“Intersección de procesos nacionales”.
Nacionalización y violencia política en el País
Vasco, 1937-1978
Fernando Molina aparicio
Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea
fernando.molina@ehu.es
Recibido: 08/05/2013
Aceptado: 10/06/2013
RESUMEN
En las décadas de 1960 y 1970 se produjo una intersección de procesos de nacionalización, uno de signo
vasquista y el otro españolista. En ambos jugó un papel esencial la violencia. Ésta se había constituido
en referente esencial del promovido por la dictadura, mediante la activación de políticas de memoria
ancladas en la exaltación de la victoria en la Guerra Civil como mito fundacional del “Nuevo Estado”.
Sin embargo, en el tiempo en que este patriotismo guerrero comenzó a declinar fue cuando el naciona-
lismo vasco intensicó el suyo al completar su discurso belicista con el activismo armado. Este proceso
nacionalizador ascendente se materializó en una primera fase simbólica, que buscó la destrucción del
imaginario españolista. A partir de 1968 a esa fase sucedió otra más propiamente asesina, en la que la
violencia se amplió a los individuos que representaban esa memoria, intensicándose este proceso diez
años después, en plena transición democrática. La memoria abertzale recorrió, así, un camino muy di-
ferente de que denió la memoria colectiva que inspiró el proceso de transición democrática en España.
Palabras clave: España, País Vasco, Guerra Civil, franquismo, transición, nacionalismo español,
nacionalismo vasco, violencia política.
A Crossroad of National Processes. Nationalization and Political Violence
in the Basque Country, 1937-1978
ABSTRACT
In the 1960s and 1970s Basque and Spanish nationalizing projects overlapped in the Basque Country,
with violence exerting a major role in both of them. Franco’s Dictatorship used violence as a prominent
tool to promote policies of memory extolling the Civil War as the foundational myth of the “New State”.
But when this bellicose patriotism started to wane Basque nationalism created its own version with a
belligerent discourse accompanied by a call to arms. This raising nationalistic project had a rst and
symbolic stage dedicated to destroy the Spanish imaginary. It then, since 1968, evolved into a new and
violent phase characterized by the killing of prominent individuals who symbolized that memory. That
campaign of violence intensied during the transition to Democracy, helping us to understand why the
abertzale memory followed a different path from that of the collective memories recalled to support
Spain’s democratic transition.
Key words: Spain, Basque Country, Civil War, Francoism, Transition to Democracy, Spanish Nationa-
lism, Basque Nationalism, Political Violence.
Cuadernos de Historia Contemporánea
2013, vol. 35, 63-87 http://dx.doi.org/10.5209/rev_CHCO.2013.v35.42649
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Fernando Molina Aparicio “Intersección de procesos nacionales”...
Cuadernos de Historia Contemporánea
2013, vol. 35, 63-87
Referencia normalizada
Molina Aparicio, Fernando (2013). “Intersección de procesos nacionales: Nacionalización y violencia
política en el País Vasco, 1937-1978”. Cuadernos de Historia Contemporánea, 35, pp. 63-87.
Sumario: 1. Introducción: Memoria y nacionalización. 2. La renacionalización franquista: los caídos. 3.
Intersección de procesos nacionales. 4. La destrucción de la memoria de los caídos. 5. El aniquilamiento
de su memoria viva. 6. Conclusión.
“Los hombres son camaleones. En una sociedad sana, parecen sanos, en una enfer-
ma, como la nuestra, parecen enfermos. Y en realidad no son ni una cosa ni la otra.
Son mero relleno.”
(Carta de Helmuth von Moltke a su esposa, Alemania, 8 de noviembre de 1941)
Ha habido ¡vaya que si ha habido! Vencedores y Vencidos; ha triunfado la España,
una, grande y libre; (…).Sobre los falsos ídolos, arrojados de sus pedestales por las
bayonetas de nuestros soldados, se levantará el edicio del nuevo Estado.
(Jose María de Areilza, Discurso en el Teatro Coliseo Albia, 8 de julio de 1937).
El exterminio de los agentes de la desnacionalización es una obligación que la natu-
raleza demanda de todo hombre. Más vale vivir como hombres que vivir como bestias
desnacionalizadas por España y Francia.
(Federico Krutwig (bajo seudónimo), Vasconia. Estudio dialéctico de una naciona-
lidad, Buenos Aires, 1962)
“Se necesita sangre y tiempo para hacer un pueblo”
(Jose Manoel Pagoaga Gallastegi “Peixoto”, Punto y Hora de Euskal Herria, 1982)
1. Introducción: Memoria y nacionalización
Desde nales del pasado siglo, el repunte del género biográco y la individualización
de la historia social han alimentado una nueva historiografía del nacionalismo que
ha sometido a revisión los postulados más funcionalistas del paradigma modernista
y que ha rescatado al individuo de su posición de recipiente pasivo de la identidad
nacional, reconvirtiéndolo en sujeto activo en la elaboración de esta. Esta evolución
teórica fue, a su vez, inducida por el “giro cultural” 1. En España también se vive este
tiempo de cambio de paradigmas, en el que “el aire está dando la vuelta”, si bien el
éxito de la tesis del “nacionalismo banal” tiene mucho que ver con la capacidad se-
ductora que aún ejerce la contemplación vertical de los procesos de nacionalización 2.
El franquismo y la transición democrática son, en todo caso, un periodo señalado a la
hora de calibrar la idoneidad o no del “cambio de paradigma”. Y es que la sociedad
de este tiempo mostró que la efectividad con que la nación es asimilada socialmente
1 MOLINA APARICIO, Fernando: “La nación desde abajo. Nacionalización, individuo e identidad
nacional”, en Alejandro Quiroga y Ferran Archilés (eds.), “La nacionalización en España”, Ayer, nº 90, vol. 2
(2013), pp. 39-63.
2 MOLINA APARICIO, Fernando y CABO VILLAVERDE, Miguel: “Donde da la vuelta el aire.
Reexions sobre la nacionalització a Espanya”, Segle XX, nº 4 (2011), pp. 139-140.
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depende en gran medida de la voluntad de los individuos por apropiarse de ella y
reformularla como parte de su narrativa personal, seducidos por el relato que consu-
men con el n de dar sentido a su identidad 3. Sin esto no puede comprenderse cómo
naciones como la vasca o catalana, que habían carecido de un soporte institucional y
político durante la dictadura, pudieron constituirse en referente de derechos políticos
de una sustancial parte de los españoles, mayoritaria en los territorios en que luego
fueron armadas de la mano del Estado de las Autonomías.
De las nuevas propuestas “horizontales” de comprensión de los procesos de na-
cionalización pueden tomarse ciertas reexiones. Primera, que todos ellos actúan a
través de tres esferas interdependientes: la pública, vinculada a las instituciones del
Estado y a la opinión mediática “nacional”; la semipública, que afecta tanto a los
espacios de socialización local como a aquellos que responden a segmentaciones de
signo religioso, social o político; y la privada, de ámbito familiar o sentimental, que
tiene como eje al individuo-ciudadano 4. Éste se inserta en estas esferas y “experimen-
ta” en ellas la nación como relato de identidad y repertorio de símbolos y mitos que
le permiten concebirse como tal ciudadano e imaginarse como “nacional” 5. Cuando
la violencia se vincula a la nacionalización lo hace a través de todas estas esferas,
sustancialmente en la pública y semipública. En ambos espacios su efecto es devasta-
dor pues subvierte el sentido integrador de los procesos liberales de nacionalización,
reconvirtiéndolos en prácticas de imposición cultural, de persecución política e ideo-
lógica y de anulación de los derechos individuales. La violencia, además, introduce
criterios trascendentes en un terreno secularizado como es el de la política liberal,
condicionando la variada forma en que los individuos interactúan con la nación y
contribuyendo a expulsarlos, en variables proporciones, de las dos primeras esferas,
forzándolos a recluirse en la íntima, si no a desaparecer de todas ellas mediante prác-
ticas genocidas, de represión y castigo de la disidencia o meramente terroristas.
La naturaleza histórica de los procesos de nacionalización convierte éstos en au-
ténticos procesos de “renacionalización”. Y es que una vez logrado un nivel genera-
lizado de identicación de los individuos con una determinada nación, todo lo suce-
dido posteriormente es un proceso de sucesivas y competitivas renacionalizaciones
en un sentido liberal o integrista, derechista o izquierdista, democrático o autoritario,
marxista o liberal, estatal o sub-estatal 6. Esas renacionalizaciones no tuvieron que ser
complementarias por el mero hecho de que tuvieran un mismo referente de identica-
ción (caso de España). Y es que una de las cuestiones más importantes aún por incidir
en el análisis histórico es la abstracción inherente a términos como “nacionalismo” o
“nacionalización”, conceptos que sirven a los historiadores para integrar (y, en igual
3 MOLINA APARICIO, Fernando: “La nación desde abajo”…, p. 51.
4 QUIROGA, Alejandro: “La nacionalización en España. Una propuesta teórica”, en Alejandro Quiroga y
Ferran Archilés (eds.), “La nacionalización en España”, Ayer, nº 90, vol. 2 (2013), pp. 17-38.
5 ARCHILÉS, Ferrán: “¿Experiencias de nación? Nacionalización e identidades en la España
restauracionista (1898-c. 1920)”, en Javier Moreno (ed.), Construir España. Nacionalismo español y procesos
de nacionalización, Madrid, CEPC, 2007, pp. 127-130.
6 QUIROGA, Alejandro, “La nacionalización en España”…, p. 29
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medida, difuminar) procesos múltiples, muchas veces competitivos unos con otros,
que pueden llegar a anularse, por mucho que tengan un mismo referente territorial 7.
En este texto voy a trasladar estas nuevas concepciones sobre la nacionalización al
País Vasco en el franquismo y los inicios de la transición. Tras explicar ciertas carac-
terísticas del proceso nacionalizador franquista y sus potenciales concomitancias cul-
turales con una parte de los “derrotados”, me voy a centrar en la época en que entró
en decadencia mientras que otro alternativo, el vasco, inició su pujanza social. Son
los años que podemos enmarcar entre la fundación de ETA, 1958, y la aprobación
de la Constitución de la democracia, 1978. En estos años el contacto que los vascos
tuvieron con la nación se denió por dos movimientos nacionalizadores que se in-
terceptaron en las tres esferas aludidas de la mano de la memoria y la violencia. Uno
“desde abajo”, liderado simbólicamente por ETA y capitalizado por el movimiento
autonomista e independentista en los años de la transición democrática. Y otro vincu-
lado a la dictadura, puesto en marcha “desde arriba” “desde abajo”, pero que se fue
encontrando sin estos últimos referentes al compás del cambio social.
En la intersección entre ambos procesos tuvo lugar una disputa por la memoria
colectiva en la que medió la violencia insurgente contra la dictadura. Precisamente
esta permite denir una de las claves que decantaron el triunfo de un proceso nacio-
nalizador vasquista respecto de otro españolista: el relato guerrero que el primero
formalizó de la mano de ETA, precisamente cuando el segundo había comenzado a
prescindir de dichos componentes discursivos y a retirarlos del espacio público. A
ésta fase simbólica siguió la destrucción de la memoria de la “españolidad” vasca
mediante una estrategia de asesinato selectivo de quienes la simbolizaban. Este pro-
ceso permitió laminar, como había ocurrido antes con la República, una memoria
patriótica considerada como “enemiga” a condición de poner las bases de un régimen
de terror y coacción social que impulsó el proceso de nacionalización abertzale pero
que dicultó su arraigo en una cultura política cívico-liberal.
2. La renacionalización franquista: los caídos
El estudio académico sobre el franquismo vasco es muy deciente en cuantía de
investigaciones y está metodológicamente retrasado en comparación con el de otros
territorios así como geográcamente descompensado (los mejores trabajos se han
hecho en Álava y Guipúzcoa, y el mayor número en la primera provincia). Por lo
demás, políticamente se ha centrado en la comunidad nacionalista, fundándose en
investigaciones de signo sociológico muy inducidas por la memoria del nacionalismo
vasco. Todo esto hizo que estos estudios coincidieran en reforzar una narrativa que
7 MOLINA APARICIO, Fernando y CABO VILLAVERDE, Miguel: “Historiograa y nacionalització a
Espanya. Reexions nals”, Segle XX, nº 4 (2011), pp. 161-169; PICKEL, Andreas: Nationalism and Violence:
a Mechanismic Explanation, Center for the Critical Study of Global Power and Politics, Working Paper CSGP
07/1, Trent University, sin fecha, pp. 4-8.
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incidía en presentar una sociedad “inmune” a las políticas de consenso de la dictadu-
ra, con el n de explicar las razones del surgimiento de ETA 8.
Esta historiografía, a fuerza de incentivar la singularidad de lo ocurrido en el País
Vasco, ha alimentado un relato abstraído de las pautas de análisis que se siguen en
otros territorios, anclado en el canon interpretativo de los años setenta y ochenta. Y
éste establecía que el “código de guerra” tuvo que ser el eje de la “legitimación” del
nuevo Estado, dado que ni siquiera la religiosidad podía ser efectiva en un territorio
“en donde la Iglesia y la religión estaban fundamentalmente en el bando vencido” 9.
Este es el planteamiento aún hegemónico y el que transmite, por ejemplo, la única
síntesis disponible sobre este periodo 10.
Éste “código” era la única explicación que se aducía (y aduce) para la no manifes-
tación pública de un disenso político que se interpreta como mayoritario y que se da
por descontado si de lo que se habla es de la comunidad abertzale. Síntesis históricas
recientes han superado los tópicos de la narrativa clásica: desde la (magnicada) re-
presión franquista sobre la comunidad abertzale a la impermeabilidad de la sociedad
vasca a los criterios de adaptación impuestos por la dictadura. No en vano una de
las pocas investigaciones (curiosamente, inédita) sobre la cuestión ya señaló que la
mayoría del personal local y provincial del nuevo Estado fue de extracción local 11.
La nacionalización en el franquismo no se ha abordado de manera monográca
sino mediante estudios dispersos, centrados en una perspectiva vertical y fuertemente
institucional, atenta a la evaluación de agencias nacionalizadoras (educación, cultura
popular, clase política, administración, etc.) 12. Uno de los escasos ensayos que deen-
den una aproximación “desde abajo” plantea que el nacionalismo fue el elemento nu-
clear que unicó las familias políticas que cimentaron el nuevo régimen, y que tuvo
“un papel fundamental dentro del conjunto de discursos y recursos legitimadores de
la dictadura” 13. Por descontado, esta hipótesis (orientada a pensar la “experiencia de
nación” del tardofranquismo) no es operativa para una sociedad como la vasca, en
la que hubo un nacionalismo que denió la “cultura y (consiguientes) políticas de la
Victoria” y dos más (el español liberal-obrero y el católico vasco) que fueron derro-
tados y perseguidos. Pero la religiosidad sí pudo jugar un papel impulsor de cara a
8 PÉREZ AGOTE, Alfonso: La reproducción del nacionalismo. El caso vasco, Madrid, Siglo XXI, 1984;
GURRUCHAGA, Ander: El código nacionalista vasco durante el franquismo, Madrid, Anthropos, 1985.
9 PÉREZ-AGOTE, Alfonso: La reproducción del nacionalismo…, p. 79.
10 Caso de VILLA, Imanol: Historia del País Vasco durante el franquismo, Madrid, Sílex, 2009, pp. 61-
88.
11 Me reero a CALVO, Cándida: Poder y consenso en Guipúzcoa durante el Franquismo, 1936-1951,
defendida en la Universidad de Salamanca, en 1994. Las dos síntesis más expresivas en este tono desmiticador
son DE PABLO, Santiago: “De la Guerra Civil al Estatuto de Guernica (1937-1979)”, en Iñaki Bazán (dir.),
De Túbal a Aitor. Historia de Vasconia, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002, pp. 589-663; Jose Luis, DE
PABLO, Santiago y RUBIO POBES, Coro, Breve historia de Euskadi. De los fueros a la autonomía, Madrid,
Debate, 2012, pp. 192-203.
12 Un estado de la cuestión en NÚÑEZ SEIXAS, Xose Manoel: “Nacionalismo español y franquismo:
una visión general”, en M. Ortiz de las Heras (ed.), Culturas políticas del nacionalismo español, Madrid, La
Catarata, 2009, esp. pp. 26-30.
13 FUERTES, Carlos: “La nación vivida. Balance y propuestas para una historia social de la identidad
nacional española bajo el franquismo”, en Ismael Saz y Ferrán Archilés (eds.), La nación de los españoles.
Discursos y prácticas del nacionalismo español en la época contemporánea, Valencia, PUV, 2012, p. 282.
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la integración de una porción de los derrotados en la “cultura de la Victoria”. Ésta
habría actuado como una “pasarela ideológica” que conectó a católicos vencidos con
vencedores en el marco de una nueva nación que, de hecho, tuvo en ambos elemen-
tos (nacionalismo y religión) sus pilares ideológicos y culturales. La violencia pudo
intervenir, por lo demás, en fomentar la reunión de todos los miembros del “pueblo
de Dios” en la nueva comunidad “nacional católica”. La identidad que denió a ésta
funcionó como una suerte de camino gregario que siguió una mayoría de ciudada-
nos, fundamentalmente porque resultaba más gravoso quedar excluido de ella que
integrarse plácidamente en sus convenciones y marcos simbólicos, especialmente
cuando éstas eran compartidas por todos ellos 14.
Una importante dimensión de la “renacionalización” franquista en el País Vasco
tuvo lugar en el plano de la memoria. El recuerdo “ocial” de la Guerra Civil fue
jado por el Estado en el calendario conmemorativo, incorporándole un ceremonial
de impronta nacionalcatólica que interactuó uidamente con la memoria local y fami-
liar, alentando un ritual de marcado acento fúnebre. Celebraciones eclesiales, misas
de campaña, procesiones, congresos eucarísticos, rogativas, vía crucis, traslados de
guras religiosas mutiladas, jornadas de desagravio y puricación de edicios afec-
tados por la “maldad roja”… Todo este repertorio movilizador sirvió para armar la
condición nacional del “nuevo Estado”, especialmente en su particular dimensión
como “comunidad de sufrimiento y sacricio” 15. Esta memoria colectiva se fundó en
la intolerancia como “programa de autorrealización nacional” 16. De ahí que la “Cru-
zada” funcionara como el mito fundador que interactuaba con la identidad local. Las
ruinas de los templos destruidos o los edicios donde los republicanos practicaron
masacres se convirtieron en lugares de memoria y marcos privilegiados de las movili-
zaciones patrióticas. Mientras, los “caídos” y “·excautivos” locales fueron expuestos
en el espacio en donde tenía lugar la reunión política del ciudadano (la iglesia parro-
quial) con el n de marcar el ejercicio del recuerdo local destinado a hacer “patria” 17.
Este factor local es esencial para comprender el sentido de la memoria franquista
y su penetración en la vida vasca de la posguerra. Por supuesto, sólo se recordó a una
parte de los muertos en la contienda, los caídos “por Dios y por España”. El recuerdo
selectivo privilegió, ya de entrada, el relato fundacional de la dictadura y el “deber de
intolerancia” de su nacionalismo. Si esto realzaba un proyecto político que no preten-
día la integración sino la sumisión de los vencidos, su capacidad de inserción social
residió en que estos “caídos” fueron emplazados en un universo local. Una investi-
gación ya clásica demostró la integración de una parte importante de los insurrectos
vascos del 18 de julio en una cultura católica y campesina, radicada en patrones de
14 FORTI, Steven, El peso de la nación. Nicola Bombacci, Paul Marion y Óscar Pérez Solís en la Europa
de Entreguerras, tesis doctoral, Departamento de Historia Moderna y Contemporánea, Universidad Autónoma
de Barcelona, 2011, pendiente de publicación; MOLINA APARICIO, “Anidades electivas…”
15 LANGEWIESCHE, Dieter: La época del Estado-nación en Europa, Valencia, PUV, 2012, pp. 68-70.
16 Ibídem pp. 106-107.
17 MOLINA APARICIO, Fernando: “Anidades electivas. Franquismo e identidad vasca”, en Xose
Manoel Núñez y Stéphane Michonneau (eds.), Imaginarios nacionalistas en la España del siglo XX, Madrid,
Casa de Velázquez, 2013, en prensa.
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signo local, clientelar, casticista e integrista 18. Y todo esto es ampliable al recuerdo
colectivo de los que “cayeron”, reconvertidos en símbolo de la narrativa de martirio
y renacimiento nacional del régimen.
Frente al caso de muchos de los vencidos, especialmente los implicados en la cau-
sa de la República, los “mártires por Dios y por España” disfrutaron de la ventaja de
ser ubicados en espacios de sociabilidad pequeños (pueblos, aldeas, villas semiurba-
nas, etc.). Su recuerdo fue jado por el ritual conmemorativo en forma de lugares de
memoria (lápidas, estatuas, estelas, egies, bustos, etc.) coronados por (o integrados
en) cruces que fueron instaladas, las más de las veces, en los espacios centrales de la
vida local: las iglesias parroquiales 19.
La realidad social del cristianismo español (y, dada su impronta rural, más aún del
vasco) estaba dominada por la parroquia. Ésta constituía el lugar central en la vida del
individuo. En sus registros se consignaba su nacimiento, matrimonio y defunción; en
su interior sagrado el católico se encontraba con los sacramentos que la convertían en
el centro de su vida espiritual 20. Y presidiendo la celebración de estos sacramentos,
adornando el altar, reposaron en estos años banderas nacionales y estandartes de las
diversas fracciones políticas que participaron en la pasada guerra y que mostraban un
determinado vínculo con la localidad en cuya parroquia fueron emplazadas. Más aún,
el párroco que dirigía este enclave sagrado era aquél que conducía la vida espiritual
y evaluaba el comportamiento social de los individuos, aquél a quien habían acudido
con el n de obtener informes favorables para evitar o moderar la violencia punitiva
de los vencedores y para respaldar cualquier gestión que requiriera de la participa-
ción del Estado. La parroquia constituía, pues, el primer eslabón del “ejército del
bien” frente al “ejército del mal”, imaginario que había sido exportado de la historia
sagrada a la memoria nacional 21. De ahí que los muros, internos o externos de sus
iglesias fueran el lugar predilecto para colocar las estelas y lápidas que recordaban a
los mártires locales, a los “caídos” de ese “ejército”.
Durante las tres primeras décadas del nuevo siglo la parroquia había sido conce-
bida por la Iglesia no como una división territorial o un conjunto de edicios religio-
sos, sino como una “pequeña cristiandad”, concepción que se radicalizó en los años
treinta, a medida que la atmósfera laicista impulsó a los católicos a refugiarse en ella
con el n de acordar cómo defenderla de los embates de la “República atea” 22. Lle-
gada la guerra y la posguerra, esta “pequeña cristiandad” se convirtió en metonimia
de la “nación”. Junto con la familia se convirtió en el símbolo de esta más cercano al
individuo. De ahí que la renacionalización franquista no consistiera únicamente en
una serie de políticas impuestas “desde arriba” sino que contara con un alto potencial
de enraizamiento local. Los caídos eran personas conocidas en un universo en donde
18 UGARTE, Javier: La nueva Covadonga insurgente. Orígenes sociales y culturales de la sublevación de
1936 en Navarra y el País Vasco, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998.
19 CASTRO, Luis: Héroes y caídos. Políticas de la memoria en la España contemporánea, Madrid, La
Catarata, 2008, pp. 87-137.
20 PELLISTRANDI, Benoît: “La realidad social y antropológica del catolicismo y los orígenes religiosos
de la Guerra Civil”, en Jaume Aurell y Pablo Pérez (eds.), Católicos entre dos guerras. La historia religiosa
de España en los años 20 y 30, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, pp. 128-129.
21 Ibídem, p. 137.
22 La “pequeña cristiandad” en Ibídem, p. 139.
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funcionaban hábitos de sociabilidad y comunidad fundados en el patronazgo y la
tradición. Aquel que guraba en la lápida colocada en la entrada de la iglesia o en el
muro que anqueaba el altar era una persona con rostro. No era un “soldado desco-
nocido” abstraído en una lista de caídos, era un vecino cuya familia era conocida y
que, en tanto que “mártir”, compartía con la parroquia que lo honraba la gloria de la
victoria al compás del calendario conmemorativo jado por el nuevo Estado.
El impacto de este recuerdo no se reduce, sin embargo, al ámbito de la parroquia.
Los monumentos que evocaban a los caídos propios y que reproducían simbólicamen-
te los valores característicos de la narrativa fundadora del nuevo Estado (exclusión
del vencido, exaltación del vencedor en su calidad de héroe y mártir) se emplazaron
en otros muchos sitios, al compás de la denición de un nuevo urbanismo que tam-
bién se convirtió en parte de la “cultura de la victoria” y que renombró calles y plazas,
reconstruyó éstas ubicando en ellas estos monumentos y destruyó, a la par, cualquier
lugar de memoria que pudiera recordar que había existido otra nación española al-
ternativa. Todos estos monumentos llevaron incorporado el simbolismo de la cruz,
en tanto eran concebidos como “monumentos a la muerte, que pretendían perpetuar
la memoria de los excombatientes, de los caídos, de los que (…) se habían inmolado
por la salvación de la nación, los que se habían sacricado por los que todavía vivían.
(…) Nada mejor que la cruz para simbolizar (…) el carácter ejemplicador y útil de
su sacricio… pero también su resurrección y salvación” 23.
La versatilidad y enraizamiento local de este recuerdo monumental ha sido estu-
diado en la ciudad de Bilbao a través del caso de los doscientos veinticinco asesina-
dos por milicianos incontrolados en ella en la sangrienta jornada del 4 de enero de
1937. Esta fecha se convirtió en una de las más señaladas del calendario conmemo-
rativo local, en el marco de la conversión de la contienda en el mito fundacional del
nuevo régimen 24. De ahí que en Bilbao la jornada adoptara un tinte excepcional en
el marco del calendario conmemorativo patriótico, formado por la conmemoración
de los caídos, de los Mártires de la Tradición o las festividades del 18 de julio, de
la “liberación” de la villa, etc. Todas estas conmemoraciones incorporaron cortejos
fúnebres que recorrían los lugares en que se cometieron los crímenes de octubre de
1936 o enero de 1937 y nalizaban en la cripta-mausoleo y el monumento en memo-
ria de sus víctimas 25.
La pervivencia de estos lugares de memoria y su contribución al sostenimiento
de un relato institucional que convertía a los caídos en “mártires” de España depen-
dió de una comunidad social, afectiva, que se encargó de promover el recuerdo, de
gestionarlo y de perpetuarlo. Las delegaciones de excautivos de cada provincia, las
hermandades de excombatientes y las secciones locales del Movimiento Nacional
participaron, junto con la Iglesia, en esa tarea, en un programa de conmemoraciones
23 DEL ARCO, Miguel Ángel: “Las cruces de los caídos: instrumento nacionalizador en la «cultura de
la victoria»”, en Jorge Marco, Carlos Fuertes, Claudio Hernández y Miguel Ángel del Arco (eds.), No solo
miedo. Actitudes políticas y opinión popular bajo la dictadura franquista (1936-1977), Granada, Editorial
Comares, 2013, (en prensa) [agradezco al autor su consulta].
24 AGUILAR, Paloma: Políticas de la memoria y memorias de la política, Madrid, Alianza, 2008, p. 99
25 LANDA, Carmelo: “Bilbao, 4 de enero de 1937. Memoria de una matanza en la Euskadi autónoma
durante la Guerra Civil española”, Bidebarrieta, vol. 18, (2007), pp. 79-115.
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que reunieron periódicamente a miles de ciudadanos en Bilbao o San Sebastián, y
a la práctica totalidad de los habitantes de las localidades más pequeñas. Por ello
insisto que por debajo de la nacionalización vertical existió otra de signo horizontal,
practicada en el marco de la esfera semipública (hermandades de excombatientes, pa-
rroquias, iglesias, cofradías religiosas, cuadrillas de amigos) y de la privada-familiar.
Los testimonios de presos y combatientes y las semblanzas de los mártires y caídos
llenaron de contenido cotidiano la prensa, alimentaron folletos y libros, nombraron
el callejero urbano y las iniciativas escultóricas locales y nutrieron los exordios y
exaltaciones de los sermones parroquiales y discursos institucionales en los años 40
y 50 26.
3. Intersección de procesos nacionales
En los años sesenta, este tipo de políticas del recuerdo comenzaron a fosilizarse al
cambiar el canon narrativo del régimen, que comenzó a adoptar un sentido más neu-
tro, centrándose en la paz y difuminando el componente de victoria 27. En los años del
desarrollismo tuvo lugar un declive del “discurso fuerte” de nación, que fue sustitui-
do por otro centrado en la España “diferente y optimista”. Se ha interpretado como
un intento de buscar una mayor conexión entre el discurso de la nación y el de una
ciudadanía despolitizada, en la que una nueva generación joven y dinámica carecía
de memoria personal de la guerra y buscaba un relato del pasado menos sectario 28. La
narración épica y maniquea entró en crisis y fue cobrando fuerza en el discurso públi-
co y el ceremonial patriótico la apelación a la guerra con un signicado más trágico e
integrador. Esta transformación fue oportunista y, cuando fue necesario, la narrativa
de la “Victoria” volvió a reproducirse 29.
Surgió, en todo caso, en ciertos ámbitos minoritarios un nuevo relato que cues-
tionaba la “legitimidad de origen” de la dictadura y sus tonos guerreros. Fue impul-
sado especialmente desde posiciones intelectuales y políticas católicas aperturistas,
e interactuaba con el que, desde posiciones antifranquistas, impulsó la política de
“reconciliación nacional” del Partido Comunista. Una nueva generación de hijos de
vencedores y vencidos se unió a una generación de padres descreídos de la dictadura
y comenzó a recusar la narrativa nacional franquista, inaugurando un lenguaje polí-
tico integrador fundado en nuevos valores (democracia, amnistía, ciudadanía, liber-
tad). El nuevo proyecto político democrático “interno” requirió de un nuevo recuerdo
colectivo centrado en una gura narrativa: la reconciliación 30. Ésta “vino a ser, pues,
como un relato que liquidaba todos los grandes relatos. A partir del momento en que
opositores y disidentes sólo pudieron encontrarse hablando un lenguaje de democra-
cia, la razón del gran relato, fuera cual fuese, se disolvió en el aire”. Ese “gran relato”
26 Es la misma tesis que propone DEL ARCO, Miguel Ángel: “Las cruces de los caídos”…
27 AGUILAR, Paloma: Políticas de la memoria…, p. 114.
28 FUERTES, CARLOS: “La nación vivida”, p. 284.
29 CASTRO, Luis: Héroes y caídos…, pp. 133-134.
30 JULIÁ, Santos: “De «Guerra contra el invasor» a «Guerra fratricida»”, en Santos Juliá (Coord.),
Víctimas de la Guerra Civil, Madrid, Temas de Hoy, 1999. pp. 43-47
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era el de la nación franquista y, en efecto, el cambio en el recuerdo de la guerra sim-
bolizó su crisis en estos años 31.
En el País Vasco, el cambio social, la llegada masiva de inmigrantes, la seculariza-
ción abrupta y la industrialización y urbanización aceleradas transformaron la propia
cartografía del recuerdo público. Lo recordado siempre va intrínsecamente asociado
a un paisaje y a una cultura que se encarga de dotarle de signicado nacional 32. Y en
el País Vasco de los 60 y 70 este paisaje y cultura se transformaron radicalmente. El
convento de El Carmelo de Bilbao donde se había producido una de las masacres
de presos políticos del 4 de enero de 1937 fue rodeado, a nales de los sesenta, de
enormes bloques de hormigón y ladrillo que alojaban enjambres de trabajadores, la
mayoría inmigrantes, que arrasaron las huertas y pequeños caseríos e importaron sus
propios recuerdos, que carecían de vínculo alguno con el trauma allá vivido años
antes e incorporaban uno más propio: el de la pérdida de sentido vital del campesino
en un paisaje ajeno como era el industrial.
Surgió un nuevo País Vasco, el país de la urbanización “geocida” a que se refe-
ría Julio Caro Baroja, de enormes ujos inmigrantes llegados a poblar los mismos
espacios continentales y costeros donde el tradicionalismo católico había ido repro-
duciéndose desde los inicios de la revolución liberal. Un país abruptamente secula-
rizado, con una nueva Iglesia de jóvenes implicados en el horizonte reformador del
Vaticano II y entusiastas, como muchos de sus feligreses, de nuevos dioses seculares
(la clase obrera, la nación vasca), que emplearon como canalizadores (si no sustituti-
vos) de una divinidad cada vez más difícil de incorporar a su experiencia íntima. Un
país en el que la imposición pública de una moralidad religiosa conculcadora de dere-
chos y libertades individuales fue perdiendo sentido entre sus habitantes más jóvenes,
muchos de ellos secularizados. Transformado el marco rural en que el catolicismo
tradicionalista se había reproducido sociológicamente, falta de orientación política y
social su religiosidad integrista que había articulado culturalmente a los simpatizan-
tes de la insurrección militar de julio de 1936, secularizada la vida pública por efecto
de la urbanización e industrialización, el franquismo vasco comenzó a desaparecer
sociológicamente 33.
La cultura política de este franquismo (compuesta de fascismo, tradicionalismo
católico, regionalismo provincialista, nacionalismo oposicional e ideal contrarrevo-
lucionario), alimentada por una narrativa heroica y apocalíptica, imbuida de religio-
sidad, carecía de sentido en una sociedad modernizada y secularizada. Los alcaldes
más representativos de los grandes municipios carlistas (Baracaldo, Durango, Berga-
ra, Azpeitia, Tolosa) fueron sustituidos en estos años por tecnócratas con una actitud
diferente ante el pasado, desconectada de lo que la “Tradición” había signicado
para la clase política implicada en el golpe del 18 de julio. Y mientras esto ocurría, el
31 JULIÁ, Santos: Historias de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2005, p. 462.
32 CASTIÑEIRA, Ángel: “Naciones imaginadas. Identidad personal, identidad nacional y lugares de
memoria”, en J. R. Resina y U. Winter (eds.), Casa encantada. Lugares de memoria en la España constitucional
(1978-2004), Barcelona, Verduert, 2005, pp. 54-56
33 MOLINA APARICIO, Fernando: “De la historia a la memoria. El carlismo y el problema vasco (1968-
1978)”, en El carlismo en su tiempo: geografías de la contrarrevolución, Pamplona, Gobierno de Navarra,
2008, pp. 190-191.
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nacionalismo vasco crecía impulsado por una juventud que lo convirtió en cauce de
comunicación intergeneracional, en tanto que opción que contaba con el carisma de
haber sido “antifascista” y, a la par, de haber mantenido una tradición que ahora se
veía dúctil a las nuevas modas ideológicas y políticas impulsadas por el marxismo.
Las anidades entre la cultura de la derecha católica que respaldó la insurrección
del 18 de julio de 1936 y la del nacionalismo vasco conservador que se posicionó en
contra, explican la acomodación al “nuevo Estado” de la memoria abertzale (frente al
caso de la republicana, que fue laminada, como lo fueron sus respaldos sociales), ins-
talada en el marco de la esfera semipública (asociaciones religiosas, culturales y de-
portivas) y privada (familia). Esta memoria reprodujo la misma narrativa franquista,
fundada en referentes de orgullo nacional, causa sagrada, trauma colectivo y ánimo
de revancha. Una memoria que se explica por ser la propia de vencidos cómodamente
reubicados en la comunidad de vencedores. Una memoria como “imperativo cate-
górico” diferente a la de los “rojos”, que a partir de la aceptación de su derrota total
había evolucionado a un “olvido activo” que impulsó, en buena medida, la cultura de
la futura transición democrática 34.
Así, mientras los parámetros épicos, belicistas y revanchistas de la memoria fran-
quista empezaron a verse solapados a otros referentes (Paz, Prosperidad, Moderni-
dad) tuvo lugar el resurgimiento de un movimiento nacionalista vasco cuyo discurso
acerca del pasado no se había movido un ápice del de la propaganda bélica: la guerra
como producto de una invasión española con la que los vascos no colaboraron; el
franquismo como una cultura política alienígena (en tanto que fascismo), traída por
españoles invasores; la guerra como un instrumento para el genocidio de los vascos,
simbolizado en la villa mártir de Guernica. Y todo ello colocado como parte de una
cadena épica que enlazaba con las guerras carlistas y la lucha milenaria del “pueblo
vasco” en pos de la independencia nacional 35.
Esta trama narrativa es la que ETA asumió en sus elaboraciones doctrinales y la
que sus miembros adoptaron como relato personal, identicando su suerte con la de
los luchadores nacionalistas en la guerra y irteando con el ideal del martirio por la
patria. En 1963, uno de sus líderes más importantes, Txabi Etxebarrieta, había escri-
to un poema en el que imaginaba su muerte en lugares en los que se habían librado
combates durante la pasada guerra, identicándose con los “gudaris” allí caídos. La
revancha permeaba el relato del pasado del nuevo nacionalismo vasco. Cuando este
joven muriera en un enfrentamiento armado cinco años después, tras haber asesinado
poco antes a un guardia civil en nombre de “Euskadi”, fue convertido por esta co-
34 MOLINA APARICIO, Fernando: “Lies of Our Fathers”… El recuerdo compartido de los herederos
de los republicanos y su transformación en narrativa nacional de la transición, en JULIÁ, Santos: “Echar
al olvido: Memoria y amnistía en la transición a la democracia en España”, en J. C. Davis e Isabel Burdiel
(eds.), El otro, el mismo. Biografía y autobiografía en Europa, siglos XVI-XX, Valencia, PUV, 2005, pp. 347-
370. Coincide con prácticas sociales que se han considerado más “sanadoras” que las que se refugian en la
“memoria como imperativo categórico”: RIEFF, David: Against Remembrance, Melbourne, University of
Melbourne Press, 2011, p. 127.
35 FERNÁNDEZ, Gaizka: Héroes, heterodoxos y traidores. Historia de Euskadiko Ezkerra, 1974-1994,
Madrid, Tecnos, 2013, pp. 46-48.; DE PABLO, Santiago: “Guerra Civil”, 447-448, 450-451; MURO, Diego:
“The politics of war memory in radical Basque nationalism”, Ethnic and Racial Studies, vol. 32, nº 4 (2009),
pp. 659-678.
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munidad política en lo que había aspirado a ser en ese poema: un nuevo gudari que
recogía el testigo patriótico dejado por los caídos tres décadas antes. En 1964, ETA
había recordado, en uno de sus textos propagandísticos, a “los gudaris de todos los
tiempos que ofrendaron su vida por la independencia de Euzkadi. En especial, los de
la guerra 36/37”, de los que sus activistas se consideraban herederos. En 1965, tuvo
lugar la primera jornada conmemorativa en memoria de estos luchadores, el “Gudari
Eguna”. No fue convocada por ETA sino por el Gobierno Vasco en el exilio y reunió
a antiguos gudaris del PNV con jóvenes aspirantes a tal condición, simpáticos a los
ideales de ETA. Se reunieron en lugares similares a los que Etxebarrieta había evoca-
do. Demasiadas coincidencias que muestran que existía una atmósfera “mnemónica”
que estaba preparando narrativamente el derramamiento de sangre que pronto iba a
tener lugar. En unas hojas volantes distribuidas por el PNV con motivo de esa cele-
bración el ejemplo de los gudaris caídos fue reivindicado como “aliento de los que
siguen en lucha, [y] la incorporación de los que aún no están en ella” 36.
El “gudarismo”, la exaltación del militarismo abertzale como tradición legitima-
dora de la particular “guerra” que una nueva generación pretendía librar contra la
dictadura, fue el relato esencial de la narrativa del recuerdo que alimentó la nueva
“liturgia mnemónica” del nacionalismo vasco radical. Pero la clave reside en que ésta
no era privativa de esta sección de la comunidad abertzale, sino de la totalidad de
ella. No hubo transición en esta comunidad a un discurso conciliador, como ocurrió
en el caso de los llamados “rojos”. El canon narrativo violento se mantuvo incólume
y alimentó el discurso y la práctica política de una nueva generación que se autorre-
presentó como una peculiar “Resistencia” antifascista, asimilando esta memoria a
nuevos inujos ideológicos (marxismo, anticolonialismo, etc.) 37.
Este relato contribuyó a suplir el silencio que muchos “gudaris” habían adoptado
respecto del trauma que habían vivido. Su “recuerdo común” no cuestionó el “re-
cuerdo compartido” de la contienda de las generaciones de nacionalistas vascos que
coincidieron en estas décadas de 1950 y 1960 38. La transmisión de un recuerdo perso-
nal forzosamente subjetivo hubiera ayudado a cuestionar los mitos propagandísticos
abertzales tan anes a los franquistas en su común fundamento en guras maniqueas,
de martirio y épica, adoptadas mediante tropos narrativos como la metonimia (la cau-
sa del Gobierno Vasco como causa propia de “los vascos”) o la sinécdoque (la gura
de los gudaris como representativa de la de “todos” los vascos combatientes). Sin
embargo, la suplantación del relato personal por el grupal permitió que se mantuviera
incólume un repertorio narrativo sobre la guerra formalizado en la esfera íntima, a
través de las “historias (de) nacionalistas” que se transmitían en ella 39.
36 CASQUETE, Jesús: “Txabi Etxebarrieta”, en Santiago de Pablo y otros (coords.), Diccionario ilustrado
de símbolos del nacionalismo vasco, Madrid, Tecnos, 2012, p. 276, “Gudaris”, en ibídem, p. 432.
37 FERNÁNDEZ, Gaizka: Héroes, heterodoxos y traidores. pp. 46-48. CASQUETE, Jesús: En el nombre
de Euskal Herria. La religión política del nacionalismo vasco radical, Madrid, Tecnos, 2009: 135-177;
MURO, “The politics of war memory”…, p. 669.
38 LIES of our fathers …; MARGALIT, Avishai: Ética del recuerdo, Barcelona, Herder, 2002.
39 MOLINA APARICIO, Fernando, “Lies of our fathers”…; QUIROGA, Alejandro: “La nacionalización
en España”, pp. 26-28; NUÑEZ SEIXAS, Sobre memoria, minorías nacionales y nacionalismos sin estado»,
en F. Gómez (ed.), El derecho a la memoria, Zarautz, Diputación Foral de Gipuzkoa, 2006, pp. 451-452;
JUARISTI, Jon: El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos, Madrid, Espasa, 1997, pp. 18-20;
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Así, en la opción que la nueva generación abertzale hizo por la violencia política
tuvo un peso fundamental una “cultura de derrota” fomentada en la esfera familiar
pero que alimentó también la semipública durante las décadas de 1950 y 1960 (parro-
quias, asociaciones deportivas, montañeras y juveniles, cuadrillas de amigos y estu-
diantes). En ambos espacios tuvo lugar una “renacionalización” abertzale alimentada
por un recuerdo revanchista, fundado en mitos como el de Guernica, la “villa mártir”
que reejaba el genocidio de unos “vascos” identicados con la militancia abertzale
vencida, cuya represión resultaba magnicada al no encontrar contraste alguno con
una memoria republicana disuelta por la violencia estatal implacable de la guerra y
la posguerra 40.
Si la violencia fue, para los jóvenes etarras de estos años, “una pantalla en blanco
en la que cada cual tenía el derecho a proyectar sus propios fantasmas”, esos fan-
tasmas fueron convocados por una memoria ocial reformulada desde posiciones
de signo marxista-leninista y anticolonial 41. En esa memoria lo que se olvidaba era
tan importante como lo que se recordaba de manera que, como en el caso de Mario
Onaindia, los sufrimientos de un padre asimilado a los miticados gudaris alimenta-
ban el anhelo de venganza del hijo a la hora de apuntarse a esa suerte de “Resistencia
vasca” descontextualizada que representó la ETA de esos años 42.
Esta memoria colectiva formó parte de la adecuación del nacionalismo vasco al
nuevo ciclo de protesta política y social contra la dictadura a cuyo frente se puso
ETA a partir de 1968. Y es que el relato del pasado que alimentó el recuerdo com-
partido abertzale vinculaba los asesinatos y represalias de la guerra, magnicados y
recordados selectivamente, con los nuevos actos represivos que las acciones de ETA
generaron: las muertes de activistas y de ciudadanos inocentes en episodios de vio-
lencia policial, las redadas policiales masivas, la tortura sistemática de los detenidos,
los estados de excepción, la ocupación del espacio público por efectivos policiales
apresuradamente importados de fuera del País Vasco. Se trataba de una memoria útil
con la que recordar un pasado no vivido a partir de la experiencia del presente, do-
tando a ésta (y a los que la protagonizaban) de un sentido (nacional) sagrado, épico
y trascendente 43.
Ésto es lo que explica por qué un joven inmigrante pudo sentirse tentado a impli-
carse en la lucha armada de ETA y hacer suya una memoria que no era “común” a
él pero sí “compartida” por él. Una memoria con la que, además, podía rellenar el
silencio familiar sobre la guerra practicado por su padre, (de origen vasco y militan-
cia republicano-socialista) represaliado tras la guerra, dando también con un hilo de
continuidad entre su lucha y la de éste, entre su identidad personal y la memoria fami-
liar. Este antiguo militante de ETA ha recordado cómo el “voluntarismo que creíamos
revolucionario era hijo de la misma cultura nacional católica que nos habían incul-
40 MOLINA APARICIO, Fernando, “Lies of our fathers”…
41 ONAINDIA, Mario: Guía para orientarse en el laberinto vasco, Madrid, Temas de Hoy, 2003, p. 212.
42 MOLINA APARICIO, Fernando: Mario Onaindia (1948-2003). Biografía patria, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2012, pp. 82-87.
43 MOLINA APARICIO, Fernando: “Lies of our fathers”…; AGUILAR, Paloma: “La guerra civil española
en el discurso nacionalista vasco. Memorias peculiares, lecciones diferentes”, J. Ugarte (ed.), La transición en
el País Vasco y España. Historia y memoria, Bilbao, UPV, 1998, p. 137.
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cado y nos había convertido en (…) bastardos del propio régimen. Nuestro lenguaje
y comportamientos eran los mismos de nuestros enemigos” 44. Y eran “los mismos”
porque estaban guiados por una misma forma de recuerdo inspirada en la común cul-
tura católica que había alimentado a ambos nacionalismos. De ahí que el mismo afán
que el franquismo se aplicó en destruir la memoria de la comunidad republicana lo
abrazara este nuevo nacionalismo vasco en hacer lo propio con la franquista.
4. La destrucción de la memoria de los “caídos”
Cualquier recuerdo compartido por una comunidad que se proclama nacional tiende
a ir vinculado a una tradición. Es un recuerdo cerrado, que ja la única versión del
pasado aceptada por el canon narrativo de la nación. Por ello apelará al creer más que
al saber. La alta signicación de su relato empujará a la comunidad a convertirlo en
una experiencia de vida para los “creyentes”, en un elemento revivicador, en el sen-
tido de que da vida al recuerdo y, consiguientemente, a los antepasados idealizados 45.
Esta revivicación es esencial en cualquier “renacionalización”, especialmente en
un contexto de cambio social. Tal es el sentido que tuvieron determinadas prácticas
simbólicas que precedieron y acompañaron la violencia etarra.
A partir de 1967, la dirección de ETA atacó sistemáticamente los lugares de me-
moria del franquismo vasco con el n de destruir el imaginario de una patria que con-
sideraba ajena a los vascos. Esa destrucción formaba parte de uno de los principios
fundamentales que adoptó la organización: “regenerar” una patria que consideraba
que había entrado en un proceso de decadencia nacional por efecto de las transforma-
ciones sociales y económicas ocurridas en esos años y por la acción “genocida” de la
dictadura y sus políticas de nacionalización 46. Regeneración, revivicación y rena-
cionalización compusieron un mismo programa político plasmado en la destrucción
de los lugares de memoria de la nación “enemiga”.
Se ha subrayado ampliamente la contextualización de estos hechos en una determi-
nada “violencia de resistencia” que pretendía dar testimonio de la existencia de una
contestación política y nacional a ésta. Menos se ha subrayado, en cambio, que toda
actividad “resistente”, por muy delirante que resulte, utiliza la violencia y la intimi-
dación como parte de un lenguaje político cuyo objetivo es la “utopía nacional” 47.
Es más, el propio contenido revolucionario, “antifranquista” y anticolonial no cons-
tituyeron sino canales con que manifestar un proyecto nacionalizador. Un proyecto
que no tenía que ser compartido por la generalidad de la militancia ni ser el n fun-
damental del discurso que ésta elaboraba en tanto que “organización”. Bastaba con
que fuera presentado como tal por los intelectuales que ubicaron sus acciones en la
44 URIARTE, Teo: Mirando atrás. De las las de ETA a las listas del PSE, Barcelona, Ediciones B, 2005,
pp. 60, 67
45 MARGALIT, Avishai: Ética del recuerdo…
46 JÁUREGUI, Gurutz: Ideología y estrategia política de ETA. Análisis de su evolución entre 1959 y 1968,
Madrid, Siglo XXI, 1981, pp. 139-143.
47 FARALDO, Jose María: La Europa clandestina. Resistencias a las ocupaciones nazi y soviética, 1938-
1948, Madrid, Alianza, 2011, pp. 42-44.
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narrativa de nación, colocándolas como la respuesta a una supuesta “desnacionaliza-
ción” maquinada, supuestamente, por el “Estado colonial” franquista a través de la
llegada masiva de inmigrantes. Así lo formuló Jose Luis Álvarez Emparantza dentro
de la organización ETA y así lo hizo, en su arrabal intelectual, Federico Krutwig,
cuya obra (“Vasconia: estudio dialéctico de una nacionalidad”, 1963) fue celebra-
da por la organización y denió buena parte del relato patriótico que ETA terminó
adoptando como discurso legitimador. En una de sus diatribas a favor de la violencia
revolucionaria, Krutwig había armado que era “una obligación (…) oponerse a la
desnacionalización aunque para ello haya que emplear la revolución, el terrorismo
y la guerra”. La violencia fue adoptada, pues, como un instrumento nacionalizador
tanto o más que revolucionario 48.
La primera etapa de “renacionalización” buscó imponer en el espacio público la
nueva memoria “compartida” y depurar el paisaje de símbolos que pudieran cuestio-
narla en tanto que “tradición nacional” 49. La memoria participa en la construcción
nacional del paisaje y determina, especialmente, la conversión de éste en un receptá-
culo simbólico del ayer en el hoy de la nación 50. En junio de 1959, miembros de una
autodenominada “Resistencia vasca” tacharon las inscripciones de los caídos locales
colocadas en el Sagrado Corazón de Jesús de Bilbao y los monumentos consagrados
a estos en Getxo, Baracaldo y Sestao; en abril de 1963, aparecieron pintadas con las
siglas de ETA en el Sagrado Corazón de Jesús. Finalmente, en 1967, la organización
puso en marcha más de un centenar de acciones violentas en otros tantos municipios
de Vizcaya y Guipúzcoa dirigidas contra las placas que recordaban a los vascos caí-
dos por Dios y por España 51. Sobre el sentido que tenían estas prácticas para quienes
las llevaron a cabo, uno de ellos ha recordado: “romper una lápida (para lo que re-
sultaba suciente una bola de hierro, alguien con la fuerza suciente para arrojarla
y una persona para vigilar) desencadenaba un proceso político que considerábamos
concienciador porque inmediatamente el cura denunciaba el atentado pero también
la parcialidad de que en la lápida guraran solo la mitad de los muertos en una con-
tienda civil” 52.
Este antiguo militante ponía el ejemplo de Mondragón, donde la lápida fue des-
truida en dos ocasiones, por dos miembros de la ETA de entonces, naturales de esa
localidad 53. La negativa del párroco a apadrinar la nueva placa conllevó un agrio
enfrentamiento entre el Consejo Presbiterial y las autoridades provinciales, así como
48 FERNÁNDEZ, Gaizka y LÓPEZ, Raúl: Sangre, votos, manifestaciones: ETA y el nacionalismo vasco
radical, 1958-2011, Madrid, Tecnos, 2012, pp. 53-54, 265, 255 y 271.
49 HOBSBAWM, Eric: “Introduction: Inventing Traditions”, en Eric Hobsbawm y Terence Ranger (eds.),
The Invention of Tradition, Cambridge/NY, Cambridge UP, 1992 (1983), pp. 1-14.
50 CASTIÑEIRA, Ángel: “Naciones imaginadas”, pp. 54-55.
51 ABC, 6 diciembre 1970. LANDA, Carmelo: “Bilbao, 4 de enero de 1937, p. 107. Recuentos periódicos
de estas acciones aparecen en los informes que los servicios de inteligencia de la policía cursaban al Gobierno
Civil (Fondo del Archivo Histórico del Gobierno Civil de Vizcaya, depositado en el Dpto. de Historia
Contemporánea de la UPV/EHU, Partes informativos trimestrales y Boletines informativos semanales, 1966-
1970).
52 ONAINDIA, Mario: El precio de la libertad. Memorias (1948-1977), Madrid, Espasa, 2001, pp. 260-
261
53 BARROSO, Anabella: Sacerdotes bajo la atenta mirada del régimen franquista. Los conictos
sociopolíticos de la Iglesia vasca de 1960 a 1975, Bilbao, DDB, 1995, pp. 207-208.
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la invasión del pueblo por centenares de falangistas y requetés con motivo de la fes-
tividad en recuerdo de los caídos, cuya celebración provincial se trasladó a ella con
ánimo de “resacralizar” un lugar de memoria patria que había sido “desacralizado”.
En este contexto se promovieron “misas de desagravio” que buscaban volver a puri-
car estos símbolos. Sin embargo, este programa de “ocupación” del paisaje “nacio-
nal” impulsado por las autoridades locales reejó un escaso eco popular. Y es que la
mayoría de las lápidas no volvieron a levantarse de nuevo o bien, cuando lo hicieron,
el ritual de desagravio tuvo lugar ante una audiencia cada vez más mermada, lo que
reejó una clara falta de sintonía entre la política nacionalizadora “desde arriba” y su
recepción “desde abajo”. La razón es obvia: la Iglesia y la comunidad tradicionalista
(los pilares locales del régimen que hubieran podido movilizar las masas) atravesa-
ban un periodo de aguda crisis interna.
La Iglesia local se encontraba sumamente afectada por las consecuencias que el
Vaticano II generó en su discurso pastoral, y no era para menos: “el Concilio fue el
acta de defunción del nacionalcatolicismo como idea y como proyecto político (…).
La defensa de los derechos humanos y políticos, la libertad religiosa o el pluralis-
mo no encajaban con los postulados del modelo nacionalcatólico abrazado por el
régimen” 54. A ello se sumó el conicto cultural entre la generación más joven, afín a
estos presupuestos y encargada de catequizar los cambios conciliares, y la de la gue-
rra civil (a su vez dividida entre un sector integrista y otro, más ancho, socialcatólico,
que había apostado por una despolitización de sus acciones pastorales) 55. Ésta ruptura
tuvo su dimensión patriótica, pues la nueva generación se implicó activamente en el
proceso de “renacionalización” vasca. En los informes secretos policiales se aprecia
la preocupación por las acciones de un “clero separatista” desaante. Estas afectaban
(como no podía ser menos) al programa renacionalizador del “nuevo Estado”. Un
ejemplo fue la actitud (claramente acordada) de coadjutores y miembros de parro-
quias locales vizcaínas y guipuzcoanas de retirar la bandera española del interior de
sus iglesias parroquiales, bajo el argumento de “despolitizar” estos espacios, así como
su rechazo a celebrar misas en recuerdo de los caídos o a reconstruir sus lápidas 56.
Al compás en que los lugares de memoria nacional eran despiezados, la parroquia,
el principal espacio de la nacionalización franquista, comenzaba a desintegrarse y,
con ella, esa esfera local en la que el “nuevo Estado” había conseguido jar su idea
de nación. Mientras, la comunidad política que se había reproducido en ella, el tradi-
cionalismo católico, había entrado en crisis, con una nueva generación que apostaba
nada menos que por reubicar su “tradición” en la extrema izquierda marxista de la
mano del “carlismo autogestionario” 57.
A principios de los setenta ETA prosiguió la destrucción de los lugares de memoria
del franquismo local, una vez se había reforzado gracias al Juicio de Burgos. Su re-
cuperación explica la mayor capacidad destructiva de sus acciones. Ya no fueron solo
lápidas sino los propios monumentos a los caídos los que fueron volados mediante
cargas explosivas. Tal fue el caso de la Cruz de los Caídos del Monte de Lemona y
54 LOUZAO, Joseba: “Nación y catolicismo en la España contemporánea…”, p. 85.
55 Idem, pp. 86-87.
56 BARROSO, Anabella: Sacerdotes bajo la atenta mirada … pp. 202-214.
57 MOLINA, Fernando: “De la historia a la memoria”… pp. 190-191.
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del monumento a los caídos de Zeanuri, en Vizcaya; o el del monumento a los caídos
de Tolosa y el busto en memoria de Juan Tellería (autor del “Cara al sol”) en Zegama.
A tal punto llegó la desesperación de las autoridades locales que en 1972 se fundó, a
instancias de la diputación provincial, una asociación guipuzcoana para “la defensa
y preservación de los monumentos a los muertos por la patria”. Su objetivo fue pro-
gramar los actos de desagravio y reconstrucción de los monumentos destruidos 58. Y
es que el ritual de desagravio patriótico reunía cada vez menos público local, por lo
que su diseño ceremonial dependía de la puesta en marcha de autobuses de tradicio-
nalistas y falangistas provenientes de toda la geografía vasca y alrededores. Esto fue
lo que ocurrió durante la inauguración del nuevo busto a Juan Tellería en Zegama.
En esta localidad guipuzcoana se reunieron, con ocasión de este acto, alcaldes y jefes
locales del Movimiento, representaciones de los consejos locales y ayuntamientos de
toda la provincia, hermandades de excombatientes, y demás delegaciones y organi-
zaciones del Movimiento 59.
Sin embargo, pese a que este cambio en la gestión de la movilización mejoró la
programación de estos ceremoniales, la desorientación de esta comunidad política
en crisis era total. Así lo reejó el Consejo del Movimiento de Tolosa durante la
preparación del acto de desagravio y reparación de la Cruz de los caídos que había
sido dinamitada en esta localidad. En su convocatoria pública mostró un discurso
dubitativo, en el que los patrones guerreros tradicionales se mezclaban con vagas
apelaciones a los vencidos: “En los solemnes funerales que todos los años se celebran
en esta basílica por el eterno descanso de los caídos de nuestra provincia, un grupo de
guipuzcoanos rezamos por todos ellos y nunca preguntamos ni quien es el que reza
ni por qué reza. Lo hacemos por todos ellos sin discriminación alguna. Hace algunos
años que aprendimos a respetar el abrazo de nuestros muertos. Por eso, queremos
expresar nuestro deseo de que, bajo esa cruz y esa bandera, en el monumento a los
muertos de nuestra Cruzada que vamos a reconstruir guren los nombres de todos los
muertos de Tolosa entre 1936 y 1939 por la España que todos anhelamos” 60.
El nuevo recuerdo institucional entraba en contradicción con una comunidad polí-
tica y un régimen que habían hecho de una victoria bélica teñida de escatología cató-
lica la trama narrativa fundamental de su discurso de nación. De ahí que la alusión a
la Cruzada casara con dicultad con el afán por recordar a “todos” los muertos y no
solo a aquellos que habían legitimado, con su “martirio”, la dictadura. Esta apuesta
por un nuevo recuerdo compartido carecía, además, del fundamento cívico que le
pudiera dotar de sentido político. A partir de 1976, iniciada la transición democrática,
la mayoría de lápidas y monumentos que no habían sido volados por ETA fueron
desapareciendo junto a las asociaciones creadas para perpetuar su memoria. En julio
de 1976 el monumento a los caídos de Bilbao fue volado por ETA y sus restos fueron
desmantelados en mitad del desinterés general, lo mismo que en pocos años ocurrió
con el conjunto del callejero franquista 61.
58 Informaciones, 3 y 4 abril 1972, 17 junio 1972, 13 julio 1973.
59 Informaciones, 18 abril 1972.
60 Informaciones, 14 abril 1972.
61 El País, 1 agosto 1976; LANDA, Carmelo: “Bilbao, 4 de enero de 1937”…, pp. 107-109.
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5. El aniquilamiento de su memoria viva
La violencia tiene una función pedagógica esencial. Facilita la agrupación de los
individuos en bloques supuestamente homogéneos, separándolos entre puros e im-
puros y, consiguientemente, patriotas y “traidores”. Cuando un discurso como el del
nacionalismo vasco, obsesionado desde sus orígenes con jar una frontera étnica
entre lo propio y lo extraño, se dota de un repertorio narrativo y, sobre todo, de una
acción colectiva de signo violento, esta función pedagógica adquiere un papel funda-
mental en la práctica del proyecto nacionalizador. Mario Onaindia, militante etarra a
nales de los sesenta, recuerda que “no nos sentíamos pedagogos. No creíamos que
teníamos que enseñar al pueblo algo concreto que sólo sabíamos nosotros, sino que
la violencia desencadenaba un proceso en el que la gente aprendía por sus propios
medios” 62. Sin embargo, toda violencia es un ejercicio de pedagogía que permitirá a
la “gente” aprender. Pero no por “sus propios medios”, sino guiados por una violencia
que podía o no afectarles según cómo se posicionaran ante ella en el espacio público.
En 1968, ETA había decidido, en base a su particular memoria patriótica, cons-
truir un enemigo a base de destruirlo. Un enemigo cuya eliminación dotaba de sen-
tido a la nación que pretendía regenerar. Se ha subrayado el contexto internacional
que alimentó esta opción por la violencia, racionalizada en la conocida estrategia de
acción-represión-acción 63. Pero no creo que se haya reexionado lo suciente cómo
esta estrategia pudo ser una adaptación lógica de la memoria patriótica que se había
construido en las décadas pasadas en el seno de la comunidad nacionalista. La cele-
bración de los caídos propios fue canalizada mediante tempranos rituales conmemo-
rativos (Gudari Eguna, Eusko Gudariak, honras funerarias de activistas de ETA en
las iglesias) y, pocos años después, terminó ocupando el espacio callejero en forma
de pintadas o carteles. Todo fue nutrido por una narrativa (de nación) que celebraba
la violencia pasada como celebraba (o disculpaba, en su nombre) la presente, seña-
lando, de paso, a sus potenciales destinatarios. Ésta fue la cultura subyacente a la
práctica de la violencia que sería adoptada como referente de identidad por una parte
sustancial de la comunidad abertzale.
La violencia, por tanto, no sólo fue impulsada por una determinada cultura polí-
tica marxista-leninista, revolucionaria y anticolonial que se encargó de construir el
enemigo en tanto instrumento del Estado colonial (policías, militares) o comunidad
de traidores que contribuía, en su doble condición explotadora (de nación y de clase),
a celebrar el antifascismo virginal del pueblo vasco (la “oligarquía vasca”, la “bur-
guesía monopolista”) y su futura redención como “clase trabajadora”. Fue, también,
impulsada por una “política de la memoria”, pues sus acciones y prácticas fueron
guiadas por el “recuerdo compartido”. Cuando se decidió el asesinato del enemigo, la
denición de éste reprodujo los parámetros narrativos de la memoria abertzale. Así,
los primeros seleccionados fueron los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguri-
dad. A su eliminación discrecional se añadieron preceptivos elementos patrióticos,
62 ONAINDIA, Mario: El precio de la libertad…, p. 261.
63 GARMENDIA, José María: “ETA: nacimiento, desarrollo y crisis (1959-1978)” y JAUREGUI, Gurutz:
“ETA: orígenes y evolución ideológica y política”, en Antonio Elorza (coord.), La historia de ETA, Madrid,
Temas de Hoy, 2006, pp. 142-150 y 242-248.
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caso de las ikurriñas que ocultaban cargas explosivas y que mataron o mutilaron a
decenas de guardias civiles y policías en el nal de la dictadura y los inicios de la
transición.
Por lo demás, cuando la destrucción de los lugares de memoria franquista co-
menzó a reducirse tuvo lugar la intensicación de una violencia “renacionalizadora”
caracterizada por el asesinato ejemplarizante de aquellos que, biográcamente, re-
presentaban la memoria destruida. Este colectivo reunió a quienes habían desempe-
ñado cargos públicos durante la dictadura; a los ciudadanos que manifestaron pública
delidad a ésta y trataron de conservar sus últimos restos institucionales; así como a
quienes se apuntaron a las nuevas organizaciones derechistas o ultraderechistas que
reivindicaban su legado y que surgieron al compás del cambio político.
Este variado colectivo fue construido en esos años en torno a la categoría enaje-
nadora de “fascismo”, pregurada por la narrativa abertzale del pasado, que había
denido la guerra civil como una guerra entre los vascos y el “fascismo” invasor 64.
Desde 1978 esta identidad destinada a la destrucción recibió un nuevo aporte: mili-
tantes o simpatizantes de partidos como UCD o AP, que se convirtieron, también, en
destinatarios preferentes de los atentados terroristas que una ETA desgajada en dos
organizaciones y una tercera residual, los Comandados Autónomos Anticapitalistas,
dirigieron periódicamente contra ciudadanos vascos. Entre 1978 y 1982 más de dos
decenas de cargos públicos o simpatizantes de estos partidos fueron asesinados me-
diante acciones que tenían como objetivo anular opciones políticas cuya tradición
era negada por la memoria abertzale. El resultado fue una desarticulación total de
la opción política más reticente a asumir el imaginario político que fue conferido al
proyecto estatutario 65.
Un aporte nal fue el de una variada gama de individuos que, categorizados como
“chivatos”, fueron seleccionados con criterios ejemplarizantes, acusados de no haber
seguido las normas de comportamiento social que implicaban desde la estigmatiza-
ción de la identidad española (y su repertorio simbólico) en el espacio público a la
prohibición de cualquier crítica a las acciones terroristas, pasando por el aislamiento
forzoso de los policías y guardias civiles que, despersonalizados en torno a otra cate-
goría, la de “perros”, constituyeron siempre el principal objetivo a eliminar.
Todos estos aportes (fundados en categorías interactivas, que se solapaban y aso-
ciaban, pues no denían otra cosa que la identidad del ejecutor y de su colaborador
necesario) nutrieron la espiral de violencia que, entre 1968 y 1978, la ETA de la
dictadura y las ETAs de la transición convirtieron en el instrumento más potente de
renacionalización del espacio público. Esta violencia permeó la vida social mediante
un repertorio de usos cotidianos que abarcó desde estas locales a manifestaciones
políticas, pasando a impregnar las formas de ocio colectivo y la propia estética calle-
64 DE PABLO, Santiago: “Guerra Civil”, en Santiago de Pablo y otros (coords.), Diccionario ilustrado de
símbolos …, pp. 444-467; NÚÑEZ SEIXAS, Xose Manoel: “Los nacionalistas vascos durante la Guerra Civil
(1936-1939). Una cultura de guerra diferente”, Historia Contemporánea, nº 35, vol. II (2007), pp. 582-590;
AGUILAR, Paloma: “La guerra civil española en el discurso nacionalista vasco”…, pp. 121-154.
65 FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, Javier: “La derecha escamoteada. Desvanecimiento y reaparición de un
espacio político en el País Vasco, 1975-1995”, Leviatán, nº 61 (1995), pp. 5-26.
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jera 66. La violencia terrorista actuó como una “política de la venganza” que alcanzó
su plena operatividad a partir de 1978, cuando afectó con mayor intensidad a los indi-
viduos identicados con la memoria estigmatizada. Esto contribuyó a difuminar aún
más a un colectivo político, el franquista o posfranquista, en declive ideológico y en
progresiva desconexión con las nuevas culturas políticas. De esa manera, la realidad
social fue forzada a adaptarse a la peculiar memoria de la oposición a la dictadura,
que negaba cualquier implicación de la sociedad vasca en el entramado político e
institucional de la dictadura y en las causas que condujeron a su institucionalización
durante la guerra civil.
El recorrido cronológico por los principales hechos que denieron esta última fase
de la “política de la venganza” del nacionalismo vasco se inicia en el año 1975. Los
principales lugares de memoria franquistas habían sido ya destruidos y los que que-
daban comenzarían, en breve, a ser desmantelados. Fue en ese año cuando comenzó
una segunda etapa del proyecto renacionalizador abertzale. La biografía colectiva
que las lápidas de los caídos habían reejado estaba representada, aún por entonces,
por miles de simpatizantes de los principios ideológicos y el proyecto político de la
dictadura. Y estos individuos recibieron una primera advertencia cuando ETA militar
asesinó a un vecino de la localidad guipuzcoana de Itziar: Carlos Arguimberri. Su
asesino le llamó “perro” antes de pegarle varios tiros en la cabeza sin dar tiempo a
que parara el autobús que conducía.
Carlos había sido convertido en “víctima propiciatoria” por el nuevo nacionalis-
mo que había arraigado en el espacio semipúblico de Itziar (parroquia, cuadrillas,
asociaciones deportivas y culturales). Fue aislado socialmente, amenazado de forma
anónima, atacado en sus negocios y, nalmente, asesinado. Él y su familia, de sim-
patías carlistas, habían desempeñado trabajos marginales en una comunidad rural, lo
que facilitó el poder colocarlos fuera de la norma colectiva. Por lo demás, a medida
que el carlismo había ido declinando sociológicamente, su lugar había sido ocupado
por el nacionalismo vasco, que compartía con él una similar consideración de la iden-
tidad vasca y de su signicado político. Este proceso de sustitución, al coincidir con
la nueva estrategia liquidadora de ETA, signicó una sentencia de muerte en diferido
para Carlos.
Desde nales de los sesenta, en los mismos años en que las lápidas de los caídos
eran reventadas a decenas en Guipúzcoa o Vizcaya, se había corrido el rumor de
que era un chivato y, consiguientemente, un perro. En su proceso de expulsión de la
condición de sujeto moral participó la propia Iglesia. Jóvenes de un grupo parroquial
local habían realizado en 1972 (el mismo año en que el Consejo del movimiento
de Tolosa había manifestado su ambigua posición respecto a qué pasado recordar)
pintadas con el lema “Carlos hil” (muerte a Carlos). El pueblo mudó en silencio una
vez fue asesinado y cuando se vio forzado a razonar su muerte públicamente lo hizo
de forma similar a como había interpretado, en el pasado, la violencia institucional
franquista: “estaba metido en política” 67.
66 FERNÁNDEZ, Gaizka y LÓPEZ, Raúl: Sangre, votos y manifestaciones…, pp. 271-278.
67 ZULAIKA, Joseba: Basque Violence: Metaphor and Sacrament, Las Vegas/Reno, University or Nevada
Press, 1988 (ed. española, 1989), pp. 74-87.
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Lo ocurrido a Carlos comenzó a reproducirse en una geografía rural y urbana en
la que las listas de condentes y “chivatos” se manejaban con ánimo coactivo e inti-
midatorio en compañía de amenazas veladas o públicas 68. Una geografía en que las
lápidas de los caídos habían sido sustituidas por carteles y pintadas que decoraban
los muros y lonjas de cada pueblo, recordando a los militantes de ETA caídos, presos
o “refugiados” en Francia. En esos espacios de memoria se advertía a vecinos de sus
conductas o se les requería para que abandonasen la localidad. Este proceso de nacio-
nalización “desde abajo” arraigó en las “escuelas sociales” fundadas por sacerdotes
jóvenes, en las parroquias que estos dirigían y sus grupos de jóvenes católicos, en
las organizaciones políticas y sindicales clandestinas que ocuparon con hábito o sin
hábito, en las cuadrillas de amigos, en las familias, en las estas locales, en los clubs
de montaña y de deporte, en las nuevas “ikastolas” legalizadas 69.
Se trató de un proceso de “construcción de un pueblo” en el que ETA buscaba
“despertar” a éste a la conciencia (supuestamente dormida) de ser una nación. Ese
proceso de renacionalización llevó aparejada una política de la memoria que dic-
taminó qué había que recordar y qué era mejor olvidar. No había que recordar que
muchos vecinos habían sido afectos a un franquismo considerado extraño en tanto
que “fascismo español”. Sí había que recordar que otros estaban presos o en la clan-
destinidad. Y ese recuerdo, como cualquier otro, estaba compuesto por “historias”
que vinculaban los itinerarios y experiencias del individuo a la nación. Las mismas
“historias de nacionalistas” que se habían contado desde la Guerra Civil en el marco
de la comunidad abertzale 70.
El camino abierto con Carlos fue recorrido especialmente a partir de 1978, cuando
la violencia fue practicada a una escala masiva, permitiendo “acumular” cerca de tres
centenares de asesinatos en una estrategia destinada a forzar al Estado a negociar el
proyecto político del nacionalismo vasco radical. Ésta espiral incentivó a la población
a apartarse de cualquier individuo susceptible de ser incorporado a las categorías que
conducían a la destrucción 71. Esta intensicación de la violencia mejoró su potencial
nacionalizador, al dotar a esta de una cadencia repetitiva y redundante fundamental
a la hora de conferirle una capacidad pedagógica que hasta entonces había sido muy
limitada. Son estos los años en que puede hablarse de una activa renacionalización
vasca ajena a los canales institucionales, que tomaba forma en el espacio público y
semipúblico y que se fundaba, como la franquista, en la violencia política. Es por ello
que se dotó de su mismo repertorio discursivo y que estuvo también arropada por una
amplia masa social.
Cerca de sesenta ciudadanos vinculados a la dictadura o a partidos derechistas fue-
ron asesinados por las dos ETAs, sustancialmente por la rama militar, entre los años
68 FERNÁNDEZ, Gaizka y LÓPEZ, Raúl:, Sangre, votos, manifestaciones…, pp. 271-272, 278-281. El
arraigo local dela gura del “chivato” en HEIBERG, Marianne: The Making of the Basque Nation, Cambridge,
Cambridge, 1989 (hay ed. española), pp. 149-150.
69 FERNÁNDEZ, Gaizka y LÓPEZ, Raúl:, Sangre, votos, manifestaciones…, p. 333.
70 CASTIÑEIRA, Ángel: “Naciones imaginadas”, p. 46; JUARISTI, Jon: El bucle melancólico. Historias
de nacionalistas vascos, Madrid, Espasa, 1996, pp. 17-34..
71 FERNÁNDEZ, Gaizka y LÓPEZ, Raúl:, Sangre, votos, manifestaciones…, pp. 278-280.
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1976 y 1980, la mayoría en pequeñas localidades 72. Unos en tanto que encarnación de
la “oligarquía”, caso de Javier de Ybarra, secuestrado y asesinado de manera ritual en
junio de 1977. Otros, por haberse signicado por su delidad a la dictadura, caso de
Esteban Beldarrain, teniente alcalde de Castillo-Elejabeitia, asesinado en marzo de
1978 y que se había hecho famoso por haber disparado contra una ikurriña que se izó
en la plaza de su pueblo una vez la enseña fue legalizada. O el de Jose María Maderal
Oleaga, Presidente de la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios de Vizcaya,
asesinado en marzo de 1979. Su hermano, Andrés Maderal, había fallecido en la gue-
rra de Sidi-Ifni y contaba con una estatua en su Erandio natal, inaugurada en 1966 en
memoria de su “heroico fallecimiento” en acción de guerra. La estatua era esporádi-
camente ensuciada con pintadas en las que se acusaba al “héroe” local de “asesino de
vascos”. Un año después del asesinato de Jose María, en agosto de 1980, en mitad de
las estas de la localidad, fue arrojada a la ría del Nervión por los vecinos 73.
A la par, se practicó una eliminación ejemplar de esos otros “fascistas” considera-
dos como tales por vincularse a partidos derechistas no abertzales. Estos asesinatos
tuvieron un componente patriótico fundamental. Vicente Zorita, militante de Alianza
Popular de Santurce, fue asesinado por ETA militar en noviembre de 1980. Su asesi-
nato incorporó una particular cadencia ritual. Fue secuestrado, torturado y asesinado
con siete tiros en la cabeza. Su cuerpo fue abandonado en el portal de su casa. Su
cráneo destrozado estaba tapado por un gorro de lana. Su boca había sido amorda-
zada con una bandera española 74. Dos años después, la misma organización asesinó
en Getxo a otro simpatizante de Alianza Popular, Aberto López Jaureguizar. Como
en el caso de Zorita había sido un individuo poco sensible a respetar los códigos de
silencio y gestualidad del nuevo tiempo nacionalizador. Si Zorita había destacado por
criticar públicamente a ETA y calicar de asesinos a sus miembros, López había ido
más lejos: colocaba una bandera española con un crespón negro en su terraza cada
vez que un policía o guardia civil eran asesinados 75.
6. Conclusión
La evaluación del “éxito” nacionalizador franquista es objeto de disputa por los his-
toriadores. Unos sancionan que “fracasó en sus objetivos”, como constataría la per-
sistencia de los nacionalismos subestatales y su reforzamiento en los últimos años del
régimen, la crisis del nacionalismo español en la transición y la posición dubitativa
72 ORELLA, José Luis Orella: Los otros vascos: historia de un desencuentro, Bilbao, Grate, 2003;
MERINO, Antonio y CHAPA, Álvaro: Raíces de libertad, Fundación Bilbao, Popular de Estudios Vascos,
2011.
73 La Vanguardia, 19 junio 1966 y 4 septiembre de 1968; El País, 23 junio 1977; Informaciones, 17 marzo
1978; El Correo Español, 17 marzo 1979.
74 El País, 16 noviembre 1980.
75 El País, 17 julio 1980. La intrahistoria de estos asesinatos en el documental Olvidados, dirigido por
Iñaki Arteta en 2004 y en http://www.testimoniosvictimasterrorismo.com/asp/quicktime.asp?video=0479&id
datos=479&nombre=VICENTE.
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de las izquierdas españolas ante este 76. Recientemente esta apreciación ha sido cues-
tionada mediante un manejo más complejo del concepto de “proceso de nacionali-
zación”. Así, la nacionalización franquista habría fracasado en su dimensión “auto-
ritaria” pero no en su carácter “renacionalizador”. Para ello se propone “diferenciar
entre la efectividad de la nacionalización en el sentido más básico —transmisión de
la idea de pertenencia a la nación española— y la efectividad de la nacionalización
especícamente franquista —transmisión de los concretos contenidos asociados a
los nacionalismos franquistas”. Así, los mecanismos informales de nacionalización
(esfera pública, cultura popular y de masas, festividades e identidades de signo sub-
estatal) siguieron “saturados de españolidad” tanto en esos años como en los de la
democracia. Algo parecido se ha defendido para las elites intelectuales e izquierdistas
de la época 77.
La trayectoria histórica vasca cuestiona este segundo posicionamiento. De nuevo
el País Vasco “dinamita” (y el verbo es penosamente ilustrativo) cualquier consenso
historiográco acerca de los modos y formas de la nacionalización española, como
ocurre con la evaluación de su dimensión trivial y cotidiana 78. No creo fácil separar
cualquier nación de su contenido ideológico y simbólico, y en este sentido la falta de
sintonía de la nación española en tanto que “proyecto autoritario-totalitario” con una
nueva generación de nativos e inmigrantes, fue esencial en los años sesenta y setenta
a la hora de comprender por qué esta “audiencia” eligió la vasca y se dejó seducir por
su narrativa, convirtiéndola en la hegemónica en el espacio público.
La nacionalización no puede pervivir únicamente en la esfera privada sino que
precisa de un emplazamiento mínimo de sus discursos y prácticas simbólicas en el
ámbito público y semipúblico. Desde los años setenta tuvo lugar en el País Vasco un
progresivo abandono de la simbología española en ambos espacios, a la par que sus
valedores fueron asesinados o forzados al silencio, la emigración o el exilio. Mien-
tras, los inmigrantes instalados en estas tierras mostraron una activa absorción de los
símbolos, ritos y mitos de la nueva cultura abertzale 79. Estos dos hechos reejan que,
siquiera en este territorio, no se puede hablar de un éxito renacionalizador españolista
desde el momento en que la cultura política que lo soportó entró en crisis generacio-
nal. A partir de entonces, este proyecto se vio sumido en una crisis cultural sobre la
que incidió una violencia patriótica de signo expiatorio, en un sentido cualitativo (no,
obviamente, cuantitativo) similar a lo que sufrió en la guerra e inmediata posguerra
el españolismo republicano en estas tierras.
76 NÚÑEZ SEIXAS, Xose Manoel: “Nuevos y viejos nacionalistas: la cuestión territorial en el
tardofranquismo, 1959-1975”, Ayer, nº 68 (2007), p. 87.
77 Citas tomadas de FUERTES, Carlos: “La nación vivida”, p. 281 y ARCHILÉS, Ferrán: “Melancólico
bucle. Narrativas de la nación fracasada e historiografía española contemporánea”, en Ismael Saz y Ferrán
Archilés (eds.), Estudios sobre nacionalismo y nación en la España contemporánea, Zaragoza, Prensas
Universitarias, 2011, p. 287.
78 MOLINA APARICIO, Fernando: “La nación desde abajo”…, pp. 47-48.
79 SHAFIR, Gerson: Inmigrants and Nationalists. Ethnic Conict and Accommodation in Catalonia, the
Basque Country, Latvia, and Estonia, Nueva York, State University of New York, 1995, pp. 19-27, 120-121;
KASMIR, Sharryn: The Myth of Mondragon. Cooperatives, Politics, and Working-Class Life in a Basque
Town, Nueva York, State University of New York, 1996, pp. 104-120 (hay ed. española).
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El hecho de que el proceso renacionalizador fuera similar en ambos casos, cen-
trado en la imposición de la nación mediante un discurso excluyente que alentó la
violencia como práctica política, hizo que la dinámica de sustitución de un proyecto
por otro fuera brutal. La guerra civil, en un caso, y la estrategia terrorista, en el otro,
pueden considerarse contextos anes de oportunidades políticas que permitieron la
movilización y homogeneización de las masas en torno a dos proyectos de nación
alimentados por el “deber de intolerancia” respecto del otro. En ambos casos, estos
proyectos fueron sustentados por “comunidades de violencia”, es decir, comunidades
políticas que se dotaron de una identidad fundada en repertorios narrativos agresivos,
revanchistas y victimistas acerca del pasado, permeados de sacralidad y que favore-
cían la conversión de una parte importante de sus miembros en ejecutores y colabo-
radores entusiastas de la violencia política.
El escritor Bernardo Atxaga recuerda que, en 1964, “tenía trece años cuando escu-
ché por primera vez la palabra Euzkadi. (…) Mi compañero de pupitre (…) declaró:
Nik bizia emango nikek Euzkadiren alde. Es decir: ‘yo daría la vida por Euzkadi’.
(…) Gu ez gaituk espainolak, gu euskaldunak gaituk, añadió el compañero (…). ‘No-
sotros no somos españoles, nosotros somos vascos’ (…). Lo ocurrido aquel día me
marcó profundamente, (…). No fui un caso aislado, sino uno más de los muchísimos
que se dieron en aquella época (…). Todos supieron de la existencia de un país oculto,
y a todos les emocionó la noticia cuando, al igual que lo había hecho mi compañero
de escuela, los encargados de transmitirla se mostraron tristes y soñadores: tristes al
principio de la conversación, cuando se trataba de hablar de la guerra perdida y del
pueblo sojuzgado por un dictador obsesionado con destruir todo lo vasco; soñadores
después, cuando se explicaba el ideal, que no era otro que la liberación de Euzkadi
(…). Sin embargo, por muy emotiva que nos resultara, por muy enamorados que es-
tuviéramos de ella, la idea era en gran parte falsa. (…) De vez en cuando, el azar nos
presentaba un caso que no encajaba en nuestra precaria ideología, pero nosotros no
reparábamos en ello. Recuerdo por ejemplo que un campesino, hablando de una de
las primeras víctimas de la guerra, un conocido carlista, dijo: Banderan dena bilduta
ekarri ziaten, ‘lo trajeron totalmente envuelto en la bandera’. Nosotros pensamos que
se refería a la verde, roja y blanca. (…) No hubo dudas ni averiguaciones, y nuestra
idea —nuestro sentimiento—, de lo que era Euzkadi se mantuvo incólume” 80. El
editor Xabier Mendiguren también recuerda que, diez años después de estos hechos,
“en la escuela, en la catequesis, nos decían que matar estaba mal, pero eso valía para
cuando uno mataba a otro, no sin embargo para el caso en que uno de ETA mataba
a un policía: eso era la guerra, y nosotros ya sabíamos, porque lo teníamos visto en
mil películas, que en la guerra el bueno mata al malo, porque se lo merece y porque
tiene que ser así” 81.
En ese intervalo de tiempo, entre 1964 y 1975, el espacio semipúblico y privado
vasco vivió un proceso de renacionalización acelerada en el que la memoria fue reu-
tilizada como fuente de alimentación de la violencia de ETA. De esa manera esta or-
80 ATXAGA, Bernardo: “De Euzkadi a Euskadi”, en Josetxo Beriain y Ramón Fernández (eds.), La
cuestión vasca. Claves de un conicto cultural y político, Barcelona, Anthropos, 1999, pp. 64-66 (cursivas
mías, salvo las que indican las traducciones al castellano del euskera).
81 MENDIGUREN, Xabier: Gure barrioa 1975, San Sebastián, Elkar, 1998, p. 26.
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ganización y su comunidad de violencia jaron en el espacio público de la transición
democrática qué recordar y cómo ubicarlo en la memoria colectiva. Los carlistas se
convirtieron en gudaris, fosilizándose el pasado en ese continuo histórico de enfren-
tamiento sagrado con España que hoy día se denomina “conicto vasco”. Y la vio-
lencia fue esencial a la hora de dictar qué recordar y qué olvidar. El asesinato de los
últimos carlistas o falangistas, así como de todos aquellos que manifestaran público
disentimiento con el recuerdo compartido, favoreció el silencio y el olvido acerca del
pasado incómodo.
En los años que median entre el recuerdo de Atxaga y el de Mendiguren se produjo
una “intersección de procesos nacionales” que fue evocada por José Ramón Recalde
en un artículo que publicó pocos años después. Su concepción de tal intersección se
fundaba en presupuestos teóricos modernizadores, en una metodología marxista y en
la narrativa historiográca de la “nación (española) fracasada”. Sobre todo ello aca-
baba de escribir un voluminoso libro teórico cuya aplicación práctica al caso vasco
planteaba en este articulito 82. Su tesis era que, dado que los nacionalismos creaban
las naciones, tanto España como Euskadi eran naciones con aspiraciones unitarias
fracasadas. En el primer caso, por el diseño centralista del Estado, representado de
forma paradigmática por el franquismo; en el segundo, por su diseño cultural esen-
cialista, reejado en el proyecto político de ETA. La intersección de ambos procesos
históricos había generado un conicto entre nacionalismos que reivindicaban una
similar política “asimilacionista” que imposibilitaba “resolver de forma armónica la
construcción de la nación vasca dentro de la comunidad nacional española” 83. Su
compromiso con tal proyecto “armonizador” le había empujado a la cárcel en tiem-
pos del franquismo y le llevaría, años después de publicar este artículo, a sufrir un
atentado terrorista que estuvo a punto de acabar con su vida. El título y contenido de
su articulito siempre me cautivó por su didactismo acerca del contexto histórico que
permitió que se sucedieran en tierra vasca dos proyectos nacionales de signo depre-
dador. Su experiencia biográca de victimización por ambos constituye, de hecho,
el mejor testimonio de la dimensión fúnebre que ambos procesos de nacionalización
han tenido. Sobre ella he tratado de reexionar en estas páginas. Lo que puedan tener
de interés va a él dedicado.
82 RECALDE, Jose Ramón: “Estudio del conicto español-vasco. Intersección de procesos nacionales”,
Estudios de Historia Social, nº 28-29, (1984) pp. 77-84; La construcción de las naciones, Madrid, Siglo XXI,
1982. El inujo de esta obra en una nueva generación intelectual y académica crítica con los planteamientos
políticos del nacionalismo vasco en ONAINDIA, Mario: Guía para orientarse …, p. 233.
83 RECALDE, Jose Ramón: La construcción de las naciones…, pp. 412-415 y 448-449.