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Resumen
La “llegada” del tercer milenio tuvo profundos significados que redefinen nuestra comprensión de mu-
chas cosas, incluyendo la posición de nuestra especie en la naturaleza y el papel que jugamos en la
construcción del futuro del planeta. El reconocimiento de habitar una nueva época geológica, y del
fracaso de las aspiraciones del ambientalismo global hechas en la conferencia de Rio de Janeiro de
1992, nos puso de cara a una realidad distinta a aquella con la que fuimos educados. En un planeta
dominado por humanos, es preciso entender que hemos atravesado varios umbrales de sostenibilidad,
que los ecosistemas han sido reconstituidos en gran medida y que nuestros imaginarios de naturaleza
pueden no corresponder con la configuración de este nuevo “Nuevo Mundo”. Esto hace necesarias una
revisión crítica de las bases conceptuales de la gestión de la biodiversidad y una agenda de investiga-
ción que permita entender las dinámicas de las nuevas configuraciones ecológicas de nuestro entorno.
Y exige aceptar la falsedad de la alienación cultura - naturaleza como requisito para establecer metas
alcanzables de conservación.
Palabras clave: ecosistemas emergentes, líneas de base cambiantes, conservación, homogeoceno.
El homogeoceno y el fracaso
del ambientalismo del siglo XX
A finales del siglo pasado los ambientalistas del mundo nos vimos abocados a reconocer, con desma-
yo, el avance incontenible de la degradación ecológica en todo el planeta. Ya no se trataba simplemen-
te de las amenazas todavía remotas que dieron inicio a la causa ecologista, sino de la constatación
irrefutable del cambio global. Vitousek et al. (1997:494) señalaron que entre un tercio y la mitad de
la superficie terrestre ha sido transformada por la acción humana, afirmación que ha sido corrobo-
rada una y otra vez en los últimos años. Los expertos convocados por la evaluación de ecosistemas
del milenio no solamente la sustentaron, sino que además señalaron, de manera explícita, algunas
características distintivas de la insostenibilidad de los patrones actuales de uso de la mayoría de los
servicios ecosistémicos.
Las graves consecuencias de un impacto antrópico de tal magnitud han sido señaladas en detalle
(Foley et al., 2005) e incluso se ha afirmado recientemente que la humanidad ya ha traspasado tres
de los umbrales planetarios que definen las condiciones mínimas que le permiten vivir con cierta se-
guridad: el cambio climático, la tasa de pérdida de biodiversidad y los cambios del ciclo global del
nitrógeno (Rockström et al., 2009). Sin duda, haber llegado hasta este punto demuestra el fracaso
de las aspiraciones esbozadas en la cumbre mundial sobre desarrollo sostenible de Río de Janeiro en
1992 (Foster, 2003) y sustenta la idea del advenimiento de una nueva época geológica —sea esta el
Homogeoceno de Putz (1998) o el Antropoceno propuesto por Crutzen & Stoermer (2000)— demarcada
por la magnitud de las alteraciones ambientales producidas por nuestra especie que nos ha convertido
en una verdadera fuerza geofísica.
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A pesar de este consenso respecto a la huella ecológica contemporánea de nuestra especie y a la
urgencia de decisiones drásticas para reducirla, muchas de las implicaciones teóricas y prácticas de
estas voces de alarma continúan siendo ignoradas no solamente por la sociedad en general, sino por
muchos de quienes tienen en sus manos la tarea de gestionar el manejo de la base de recursos. Por
ejemplo, la agenda de la conservación continúa centrada, en gran medida, en la preservación de am-
bientes “naturales” definidos como aquellos ajenos a la intervención humana, dejando de lado el pa-
pel esencial que tienen los paisajes culturales en el mantenimiento de los servicios ecosistémicos.
Adicionalmente, esta postura epistemológica —que aunque no es universal está todavía amplia-
mente extendida— no tiene en cuenta que muchos de los espacios que escogemos como objetos de
conservación porque en ellos, teóricamente, reside la capacidad de dar continuidad a la vida como la
conocemos, son en realidad productos culturales que reflejan la evolución histórica de los imaginarios
de naturaleza. Por último, es una manifestación del legado occidental de alienación de los seres hu-
manos con respecto al resto de la naturaleza, en contravía del enfoque ecosistémico del Convenio de
Diversidad Biológica (CDB, 2004) que hace reconocimiento explícito de su invalidez. En este ensayo,
hago una sucinta revisión de estas implicaciones como punto de partida para algunas reflexiones so-
bre la manera como abordamos actualmente el reto de conservar la biodiversidad.
Descubriendo un nuevo “nuevo mundo”
De acuerdo con estimaciones recientes, más de tres cuartas partes de la superficie de la Tierra li-
bre de hielo muestran evidencia de alteración resultante de las actividades humanas (Ellis & Ra-
mankutty, 2008). En este mundo dominado por los humanos, surgen con frecuencia combinaciones
nuevas de especies que a su vez dan como resultado la aparición de los llamados ecosistemas
emergentes (Lugo & Helmer, 2004), entendidos como la respuesta biótica a las condiciones abióti-
cas inducidas por los humanos y/o a elementos bióticos novedosos, tales como la degradación de
la tierra, el enriquecimiento de la fertilidad del suelo y la introducción de especies invasoras, entre
otros factores (Hobbs et al., 2006).
En la literatura sobre el tema, este fenómeno suele asociarse con las modificaciones antrópicas
recientes, al considerar que los impactos de las sociedades pre-industriales sobre su entorno no difie-
ren significativamente de las modificaciones “naturales” que tienen lugar en ausencia de intervención
humana. Sin embargo, esta apreciación desconoce que muchas de estas sociedades provocaron cam-
bios ambientales considerables y que, por lo tanto, es razonable pensar que el fenómeno de los eco-
sistemas emergentes es parte integral de la dinámica natural de los grandes paisajes terrestres y, en
algunas circunstancias, de aquella propia de algunos ambientes marinos (Roberts, 2007). Por ejemplo,
los remanentes de ecosistemas silvestres en paisajes tan diversos como los de la región cafetera de
la cordillera Central en Colombia o aquellos de las vegas del río Amazonas y sus tributarios en Brasil,
son en realidad el resultado de siglos de ocupación amerindia seguida de un período más breve de
interrupción de la intervención. En el primer caso, se ha demostrado que los ricos bosques que fueron
destruidos y fragmentados por la colonización antioqueña del siglo XIX eran en gran medida el resulta-
do de sucesión secundaria posterior a la desaparición de densos asentamientos indígenas durante el
siglo XVI (ver al respecto Parsons, 1961); y en el segundo, que áreas ribereñas de la amazonia brasilera
colonizadas recientemente también estuvieron extensamente pobladas antes de la llegada de los eu-
ropeos y la distribución, frecuencia y configuraciones de sus comunidades biológicas ya habían sido
profundamente alteradas para esa época (Heckenberger et al., 2007).
En los ecosistemas emergentes se presenta la extinción local de muchas poblaciones de animales,
plantas y microbios y la llegada de otras poblaciones previamente ausentes, por lo cual se establecen
nuevas combinaciones de especies que no se presentan en áreas vecinas del mismo bioma (Lindenma-
yer et al., 2008). Los paisajes fuertemente modificados por impactos antrópicos directos (e.g. remoción
del suelo natural, construcción de presas, extracción, polución) e indirectos (e.g. erosión debida a la
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pérdida de vegetación o el sobrepastoreo) alteran la disponibilidad de propágulos1, crean barreras a la
dispersión para muchas especies o previenen el restablecimiento de los conjuntos de especies exis-
tentes antes de una perturbación (Hobbs et al., 2006).
De acuerdo con la teoría ecológica, es lógico suponer que estos cambios en la composición de
especies de un ecosistema dan como resultado alteraciones, a veces importantes, de su estructura y
función. En muchos ecosistemas alrededor del globo la intervención deliberada o accidental de los se-
res humanos podría estar causando alteraciones tan significativas como la clásica cadena de eventos
desatada por la extirpación de las poblaciones de nutrias marinas (Enhydra lutris) en el Pacífico norte
de los Estados Unidos a finales del siglo XIX y que es frecuentemente citada en libros de texto. La cace-
ría excesiva de este animal disparó la explosión demográfica de una de sus presas, los erizos de mar
(Strongylocentrotus sp.), que entonces diezmaron las algas pardas, lo que a su vez dio como resultado
una serie progresiva de cambios en la composición de las comunidades costeras en la región (Estes &
Palmisano, 1974).
Algunos de estos cambios son más evidentes que otros por la cercanía de las intervenciones huma-
nas, pero otros permanecen poco entendidos dado que sus causas próximas no delatan de inmediato
este papel. Así por ejemplo, muchas de las alteraciones recientes de los arrecifes coralinos del mar
Caribe pueden atribuirse a causas tan distantes como la agricultura industrializada o el desarrollo cos-
tero (Mora, 2008).
En ocasiones, algunos ecosistemas emergentes se repiten en distintos lugares del mundo, en ra-
zón de los patrones dominantes en el uso de la tierra. Al fin y al cabo los monocultivos representan
la expansión deliberada en las coberturas de algunas especies seleccionadas y muchos organismos
asociados a ellos, tales como las plantas arvenses y algunas plagas, igualmente amplían su distribu-
1. Cualquier parte de un organismo, producido sexual o asexualmente, la cual es capaz de dar origen a un nuevo individuo (Lincoln et
al., 1986).
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ción geográfica facilitada por la acción antrópica. La redundancia de los ecosistemas emergentes es
sin duda preocupante, pues la simplicidad de los sistemas agroindustriales de producción ha dado
como resultado la progresiva homogenización biótica —definida como el incremento en la similitud de
la composición de especies a lo largo del tiempo (Olden & Poff, 2003, Olden et al., 2004—. Es frecuen-
te que en este proceso organismos especialistas sean reemplazados por especies de alta tolerancia
ecológica, lo que en últimas amplifica la homogenización biótica de los ecosistemas (McKinney & Loc-
kwood, 1999) y por tal razón los neoecosistemas suelen tener una diversidad de especies inferior a la
de aquellos que los precedieron (Laiolo, 2004; Smart et al., 2006).
Algunos autores (e.g. Brandeis et al., 2009; Lugo, 2009a) señalan que, a pesar de las consecuencias
negativas que conlleva su aparición, los ecosistemas emergentes pueden continuar brindando servi-
cios ambientales esenciales como protección del suelo, reciclaje de nutrientes, hábitat para especies
silvestres, almacenamiento de carbono y regulación hidrológica. Sin embargo, aunque su funciona-
lidad y su capacidad de autoperpetuarse en ausencia de la intervención humana revelan la adapta-
ción progresiva de la biota a las condiciones ecológicas impuestas por aquella (Lugo, 2009b), dichas
características no pueden ser tomadas como justificaciones de la progresiva homogenización de los
ecosistemas. Por el contrario, las propiedades de los nuevos ecosistemas son un llamado a una inter-
pretación cuidadosa de sus dinámicas que permita asumir con responsabilidad el reto de manejarlos
en forma sostenible (Andrade, 2008; Lindenmayer et al., 2008). Existe suficiente evidencia para afirmar
que las perturbaciones antrópicas a gran escala tienden a disminuir su productividad y/o su diversi-
dad (Leigh Jr. & Vermeij, 2002) y se ha advertido que la homogenización biótica puede representar el
menoscabo de la calidad de vida para las sociedades humanas al reducir el valor estético de las comu-
nidades biológicas (Olden et al., 2005).
La amnesia generacional y las líneas de base cambiantes
Cada época tiene una visión diferente del mundo o una estructura conceptual particular que determina
las características del conocimiento en ese período, las cuales se conocen como formación discursiva
e incluyen, sin duda, la percepción, la conceptualización y la construcción social de la naturaleza (Coa-
tes, 1998). Dentro de esta última, el llamado “sentido de lugar” juega un papel fundamental, pues no
solamente refleja las dimensiones humanas de los ecosistemas sino que además enlaza las experien-
cias sociales con áreas geográficas particulares (Galliano & Loeffler, 1997).
La biodiversidad contribuye a la formación de vínculos afectivos de las personas con sitios espe-
cíficos y se convierte así en una parte esencial de su identidad. De esta forma, la pérdida, destruc-
ción o cambio en una localidad tiene el potencial de afectar el
bienestar sicológico de un individuo y de cambiar la identidad
y el sentido de sí misma que tiene una comunidad (Horwitz et
al., 2001), problema que es al mismo tiempo ético y estético,
pues es posible que la percepción de la armonía y la belleza
como expresiones de idoneidad sea un universal de la especie
humana (Andrade, 2008).
Por otra parte, los paisajes culturales configuran el imagina-
rio de naturaleza de sus habitantes y los elementos dominantes
de su fisonomía constituyen algunos de los atributos que ellos
valoran como objetos de conservación, pues las experiencias de
los sitios que habitamos, lo mismo que de aquellos en los que
hemos vivido o visitado, afectan la forma como vemos el entor-
no y como adoptamos prácticas orientadas a la conservación
(Olden et al., 2005). Esto puede ser problemático cuando cada
“...Se ha advertido que
la homogenización
biótica puede representar
el menoscabo de la
calidad de vida para las
sociedades humanas al
reducir el valor estético
de las comunidades
biológicas...
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nueva generación acepta como “natural” el ambiente que recuerda de su juventud y compara los cam-
bios subsiguientes en relación con esta “línea base”, enmascarando el alcance real de la degradación
ambiental (Pauly, 1995).
Este fenómeno, denominado por Pauly (1995) el síndrome de las líneas de base cambiantes2, no so-
lamente puede presentarse cuando las percepciones de una sociedad con respecto a su ambiente son
renovadas de una generación a otra y se olvidan las condiciones del pasado (amnesia generacional),
sino también cuando un individuo actualiza, a lo largo de su vida, lo que considera “normal” (amnesia
personal) (Papworth et al., 2009). En ambos casos, la sociedad puede llegar a validar la pérdida pro-
gresiva de la biodiversidad, al ignorar lo que ha dejado atrás a medida que modifica su entorno. Este
problema se magnifica en razón de la dificultad, en un mundo que cambia rápidamente, de establecer
una línea base a partir de la cual el impacto de una formación social específica pueda ser rastreado en
el ambiente que la rodea (D’Souza, 2003).
Es importante señalar que el síndrome de las líneas de base cambiantes no solamente se refiere
a los cambios drásticos recientes de los ecosistemas, que aún pueden ser señalados por quienes los
vivieron. Como señala Roberts (2007), en muchos ecosistemas los impactos antrópicos datan de hace
varios siglos y gran parte de la declinación de muchas poblaciones sujetas a explotación tuvieron lugar
antes del nacimiento de quienes estamos vivos actualmente. Al hablar de los cambios de los ecosis-
temas marinos, este autor dice que los científicos se han ocupado de entender su funcionamiento, sin
darse cuenta que están describiendo lugares que hace tiempo se apartaron de la condición de natura-
lidad que ellos asumen.
Dada la prevalencia contemporánea de los ecosistemas emergentes, ejemplificada en la clasifica-
ción de los biomas antropogénicos del mundo (Ellis & Ramankutty, 2008), cabe preguntarse entonces
hasta qué punto la amnesia generacional pueda hacer que las estrategias y planes de conservación
2. En inglés, “shifting baseline syndrome”.
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y restauración a escala de paisaje tomen como ecosistemas de referencia configuraciones espaciales
y composiciones de especies que no necesariamente representan una condición de baja intervención
antrópica. Podría pensarse que en ocasiones las iniciativas de conservación escogen ecosistemas de
referencia bajo el supuesto, tal vez insostenible, de unas condiciones de integridad ecológica y de la
dificultad de preservar una condición momentánea de un sistema muy dinámico cuya trayectoria futura
es impredecible precisamente en razón de la pérdida de atributos esenciales acaecida en una época
anterior a la intervención de conservación.
Pero esta duda no implica un juicio de valoración negativo de las estrategias de conservación o
restauración que se llevan a cabo actualmente ni invalida la adopción de ecosistemas transformados
por la acción de los humanos como objetos de conservación. Por una parte, muchos de ellos son to-
davía importantes reservorios de biodiversidad a pesar de las modificaciones que han sufrido (Lugo,
2009a) y de hecho pueden ser las últimas fuentes disponibles a partir de las cuales se pueda esperar
el repoblamiento futuro de los espacios circundantes. Por otra parte, algunos autores (Brandeis et al.,
2009 y Myers, 1996 entre otros), han señalado que mientras algunos atributos de los ecosistemas
(como por ejemplo las coberturas y la biomasa) se mantengan por encima de unos umbrales mínimos,
los ecosistemas transformados todavía pueden proveer servicios básicos como la regulación hídrica,
el funcionamiento de ciclos biogeoquímicos y la regulación del clima regional. Además, la selección de
Foto: ©Emmanuelle Brisson
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ecosistemas transformados como referentes e incluso como objetos de conservación puede ser válida
desde el punto de vista cultural, cuando su configuración espacial o sus atributos más sobresalientes
contribuyen a mantener el sentido de lugar para un colectivo social (Olden et al. 2005).
Paradojas y contradicciones de la conservación
A pesar de haberse demostrado repetidamente que la huella de la especie humana abarca casi la
totalidad del planeta, las sociedades contemporáneas aún mantienen imaginarios de naturaleza que
reflejan un mayor o menor grado de distanciamiento entre los espacios permanentemente ocupados
por nuestra especie y los paisajes moldeados por procesos ecológicos espontáneos. Herederos de una
larga tradición de extrañamiento con el resto de la naturaleza (ver, por ejemplo Serje, 2002 y Ulloa,
2002), mantenemos la noción de que “allá afuera” existen todavía selvas “vírgenes”, nieves “perpe-
tuas” y mares “inexplorados”, libres de la influencia nefasta de la actividad humana.
Esta concepción desconoce que la naturaleza es un producto social heredado de las prácticas cul-
turales de las generaciones anteriores continuado por las actuales (Böhme 1997). La suspensión de la
dimensión histórica de la naturaleza nos impide comprender nuestro entorno y sus paisajes como pro-
ducto de nuestra propia intervención (Serje 2002). Al ignorar nuestra pertenencia a los lugares que ha-
bitamos, permanecemos ciegos ante las evidencias que señalan la larga y compleja historia de interac-
ciones en las cuales las sociedades han moldeado, voluntaria e involuntariamente, los ecosistemas. El
“descubrimiento” reciente de los ecosistemas emergentes discutido anteriormente, es entonces una
manifestación más del extrañamiento hombre - naturaleza. A este respecto, resultan particularmente
reveladoras las afirmaciones de Serje (2002:190), cuando dice:
Las selvas no son áreas ‘naturales’ y prístinas, sino el paisaje social de las sociedades que conviven
con ellas. El hábitat y el paisaje de cada sociedad no son únicamente producto de la ‘oferta natural’ de
los suelos, el clima y la altitud; también son producto de un conjunto de dispositivos sociales a través
de los cuales algunas especies se valoran, reproducen, seleccionan y preservan, mientras que otras
resultan desfavorecidas.
La alienación de los humanos con respecto al resto de la naturaleza
fue, desde un comienzo, parte sustancial de la paradoja contestataria
de la conservación. En esa forma de ver las cosas, las modificaciones
al orden y disposición de los elementos que componen el universo no
se consideran naturales (Rivera et al., 2007). Así, es muy común que los
esfuerzos por la conservación de la biodiversidad se enfoquen prima-
riamente en la preservación de condiciones ecológicas prístinas y, de
manera marginal, en una gestión de ecosistemas intervenidos en la que
se busca corregir prácticas erróneas llevadas a cabo por la intrusión de
los humanos en la naturaleza, desconociendo la imposibilidad de esta-
blecer una delimitación entre lo natural y lo cultural e incluso tomando
como naturales ambientes que fueron construidos como artefactos cul-
turales (D’Souza, 2003).
La adopción del enfoque ecosistémico del Convenio de Diversidad
Biológica y el marco conceptual de la evaluación de ecosistemas del mi-
lenio buscaron remediar esta aproximación al reconocer que la gente
forma parte integral de los ecosistemas y que las condiciones cambian-
tes de las sociedades humanas son los impulsores directos e indirectos
de las dinámicas de los ecosistemas que a su vez son responsables por
“...la evaluación del
milenio hizo explícito
que las intervenciones
que hacemos sobre
los ecosistemas no
solamente resultan
de la búsqueda
del bienestar
para la sociedad,
sino también de
consideraciones acerca
de su valor intrínseco,
independientemente
de su utilidad...
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los cambios en el bienestar de nuestra especie. Y, de manera aún más significativa, la evaluación del
milenio hizo explícito que las intervenciones que hacemos sobre los ecosistemas no solamente resultan
de la búsqueda del bienestar para la sociedad, sino también de consideraciones acerca de su valor in-
trínseco, independientemente de su utilidad (Millenium Ecosystem Assessment, 2005).
Pero a pesar de estos esfuerzos, aún no acabamos de aceptar que somos habitantes de una nueva
época geológica (Crutzen & Stoermer, 2000; Putz, 1998) y rehusamos revisar muchas de las bases con-
ceptuales sobre las que hemos construido el pensamiento ambiental y las estrategias de conservación
de la biodiversidad. No aceptamos nuestra pertenencia a una naturaleza que seguimos contemplando
desde la ventana de nuestro intelecto, ni la irreversibilidad de la historia. No reconocemos el nuevo
mundo en el que vivimos, ni la responsabilidad que nos compete como sus artífices directos e indirec-
tos. Y permanecemos ciegos a las voces de alarma acerca del futuro que nos acecha, encerrados en
nuestra supuesta invulnerabilidad de animales culturales.
La conservación de la biodiversidad: ¿ética y estética?
Si alguna lección queda de los apocalípticos anuncios acerca del futuro ambiental en el planeta Tierra,
es la de que somos habitantes de un mundo nuevo en el que la tipología de biomas y ecosistemas
que desarrollamos hasta ahora no se corresponde con la realidad contemporánea de las unidades es-
paciales que reconocemos a nuestro alrededor. De acuerdo con la información de la que disponemos
actualmente, es preciso admitir, de una vez por todas, que las dinámicas de los ecosistemas proceden
ahora a un ritmo diferente al que consideramos propio de las condiciones de estabilidad relativa del
holoceno y por lo tanto debemos estar preparados para una miríada de cambios ecológicos.
Ante este panorama, Lugo (2001) se muestra optimista y plantea la construcción deliberada de nue-
vos ecosistemas que puedan suplir las necesidades futuras de la humanidad, en un proceso análogo
a las promesas de la ingeniería genética en el que la ecología de la restauración y la biología de la
conservación señalarían el camino a seguir. Pero si bien es cierto que estamos frente a un universo por
descubrir como resultado de las intervenciones y procesos desencadenados por la acción humana a
lo largo de su historia, también lo es que nuestro conocimiento ecológico es aún incipiente como para
pretender este papel rector en la construcción de los ecosistemas del futuro.
De hecho, bajo las circunstancias actuales muchas de las viejas preguntas de la ecología son más
urgentes que nunca. Los factores que determinan la estabilidad y la complejidad de las comunidades
ecológicas, las reglas de ensamblaje de las redes tróficas, las causas de la abundancia relativa de las
especies, entre otros muchos interrogantes, permanecen vigentes (May, 2010) y adquieren nueva rele-
vancia con el surgimiento acelerado de neo-ecosistemas. Por esta misma razón, la agenda de investi-
gación orientada a la conservación de la biodiversidad debe abordar preguntas específicas sobre las
dinámicas de los ecosistemas emergentes, como las sugeridas por Lindenmayer et al. (2008) acerca de
los criterios que deben guiarnos para decidir hasta qué punto estos sistemas ecológicos representan
un motivo de preocupación para la conservación de la biodiversidad y para identificar medidas adecua-
das para remediar las situaciones de riesgo.
Lo que sí resulta claro es la necesidad de una gestión de los ecosistemas centrada en el mantenimien-
to de los bienes y servicios requeridos por la humanidad bajo condiciones de alta incertidumbre (Chapin
et al., 2009). Y dado que los procesos ecosistémicos en los biomas antropogénicos son funciones de las
poblaciones humanas y están mediados por ellas, Ellis & Ramankutty (2008) han señalado la necesidad
de ir más allá de la medición de la huella ecológica de la humanidad para interpretar adecuadamente el
rol que jugamos en la dinámica de los ecosistemas. Sin duda, los esfuerzos de conservación deben bus-
car la preservación de los procesos ecológicos y evolutivos más que la de condiciones específicas de los
ecosistemas, ya que resulta imposible pretender ambas cosas simultáneamente (Botkin, 2001).
Por otra parte, vivir en un mundo mucho más dinámico de lo que habíamos imaginado nos enfrenta
a la modificación recurrente de aquellos atributos del entorno que definen nuestro sentido de lugar.
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Este fenómeno atenta contra algunas de las causas más profundas de la identidad individual y colec-
tiva (Olden et al., 2005) y por lo tanto contribuye a una erosión cultural progresiva que eventualmente
puede retroalimentar la pérdida de la valoración social de los ecosistemas. Urge por lo tanto desarrollar
estrategias para reconectar la gente con el resto de la naturaleza, para combatir esta alienación que
hoy está exacerbada por la progresiva concentración de la población humana en los centros urbanos y
en el entorno virtual de la globalización (Pyle, 2003).
La búsqueda de un futuro sostenible para el planeta demanda al mismo tiempo una nueva ética
de la naturaleza en la que además de reconocernos como parte de ella encontremos nuestros propios
límites y una estética de la conservación (Naranjo, 2006), como la invocada por Stephen Jay Gould
(1998:9).al referirse a las alarmas frente a la expansión de las plantas exóticas:
La defensa contra todas estas posiciones, desde las moderadas hasta las virulentas, se encuentra en
una noción profundamente humanística, tan antigua como Platón, que con frecuencia esgrimimos como
una disculpa avergonzada pero que debiéramos honrar y valorar: la idea de que el arte debe ser definido
como la modificación cuidadosa, inteligente y de buen gusto de la naturaleza para la utilidad respetuosa
de la humanidad. Si podemos practicar este arte en asocio con la naturaleza, en vez de explotarla –y
si además dejamos aparte grandes áreas con una perturbación rígidamente mínima, de forma tal que
nunca olvidemos y podamos continuar disfrutando lo que la naturaleza logró durante casi la totalidad
de su historia sin nosotros– entonces podremos alcanzar un equilibrio óptimo3.
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