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BOLETÍN DEL MUSEO CHILENO DE ARTE PRECOLOMBINO
Vol. 13, N° 2, 2008, pp. 57-75, Santiago de Chile
ISSN 0716-1530
* Cecilia Sanhueza Tohá, Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo R. P. Gustavo Le Paige s. j., Universidad Católica del Norte, Gustavo
Le Paige 380, San Pedro de Atacama, Chile, email: msanhueza@ucn.cl
Recibido: septiembre de 2008. Aceptado: octubre de 2008.
INTRODUCCIÓN
Las características geográficas y su gran diversidad
ecológica influyeron fuertemente en la percepción y
organización del espacio en las culturas andinas. Las
considerables diferencias que se manifiestan en los dis-
tintos pisos altitudinales, la microdiversidad que puede
presentarse en espacios relativamente reducidos y la
variabilidad y dispersión de los recursos, contribuye-
ron a generar no sólo una percepción no homogénea
o discontinua del espacio y el territorio, sino también
diferentes estrategias sociales y productivas. Desde esa
perspectiva, es necesario comprender la ocupación del
espacio andino a partir de patrones de asentamiento
discontinuos, dispersos y socialmente heterogéneos
(Pease 1978; Masuda et al. 1985).
Si bien la documentación etnohistórica y arqueológica
permite identificar espacios o áreas “nucleares”, es decir,
donde se concentraba la mayor densidad poblacional
de determinados “grupos étnicos” o unidades políticas
(p. e., curacazgos), los espacios o recursos ocupados o
explotados por ellos, trascendían sus supuestos límites
territoriales, ubicándose también en tierras pertenecientes
a otras cabeceras políticas. En este sentido, el manejo
del espacio en los Andes debiera abordarse desde una
perspectiva político-social más que estrictamente territorial.
En otras palabras, en las sociedades andinas en general y
ceciliA sA n h u e z A To h á *
A partir de una discusión sobre las prácticas andinas de
organización de espacios, recursos y territorios se proponen
las lógicas políticas y territoriales que pudieron haber operado
en Tarapacá (Región de Tarapacá, Chile) en el contexto del
Tawantinsuyu y en los inicios del período colonial. Se problematiza
la aplicación de los deslindes político-administrativos impuestos
por el virrey Francisco de Toledo identificando, a pesar de
las evidentes rupturas provocadas, ciertas continuidades o
readaptaciones de las lógicas territoriales y de las prácticas
rituales y simbólicas de organización espacial prehispánicas.
Palabras clave: territorialidades andinas, organización
simbólica del espacio, demarcaciones coloniales
Following a discussion on early Andean space, resource and
territorial organizational practices we propose the political and
territorial logics that might have operated in Tarapacá (Region
of Tarapacá, Chile) during the Tawantinsuyu and the early
Colonial period. Despite abundant evidence of ruptures caused
by the political-administrative divisions imposed by Viceroy
Francisco de Toledo, we were able to identify certain continuities
or readaptations of the territorial logics and symbolic practices
of spatial organization.
Key words: Andean territorialities, symbolic spatial
organization, Colonial demarcations
TERRITORIOS, PRÁCTICAS RITUALES Y DEMARCACIÓN DEL
ESPACIO EN TARAPACÁ EN EL SIGLO XVI
TERRITORIES, RITUAL PRACTICES AND SPATIAL DEMARCATION IN 16th
CENTURY TARAPACÁ
58 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
en el estado Inka en particular, el principio organizativo
de la administración política no era el territorio en sí,
sino la jurisdicción (Harris 1997: 357; Murra 1999). En el
caso de los grandes “señoríos” del altiplano surandino,
se advierten ciertos patrones de ocupación espacial que
abarcaban distintos pisos ecológicos que, si bien no res-
pondían a un concepto continuo de territorio, tendían a
organizarse bajo el predominio político de determinadas
autoridades étnicas que controlaban recursos en tierras
más bajas, incluyendo valles y zonas yungas orientales
como quebradas y oasis de los desiertos costeros del
Pacífico (Platt 1987: 79-81; Harris 1997). Sin embargo, el
problema de la jurisdiccionalidad, al tratarse de extensos
espacios donde, a su vez, había poblaciones locales, da
lugar a permanentes revisiones y discusiones que no
necesariamente adhieren a una unicidad política en el
control de dichas interdigitaciones.
1
Estos antecedentes manifiestan la complejidad del
concepto de territorio que operaba en las culturas andinas.
Sin embargo, contamos con suficientes referencias para
afirmar que en los Andes prehispánicos la demarcación
y el establecimiento de límites y deslindes territoriales a
nivel de recursos locales, de grupos sociales e incluso
–en el marco del Tawantinsuyu– de “provincias”, ad-
quirió gran importancia (Harris 1997: 364). Desde esta
perspectiva, y partiendo de una discusión general sobre
las prácticas políticas y simbólicas que organizaban es-
pacios, recursos y territorios, nos proponemos abordar
la región de Tarapacá (Región de Tarapacá, del actual
norte de Chile) en el contexto del Tawantinsuyu y de los
inicios del período colonial. Por tratarse de una región
de características particularmente desérticas y donde se
manifiesta una significativa heterogeneidad étnica, nuestra
investigación se propone identificar posibles patrones
andinos de organización espacial desde la perspectiva
de las categorías políticas y simbólicas, así como de las
prácticas rituales que legitimaban esas territorialidades.
Atendiendo tanto a las rupturas como a las continuidades
y readaptaciones que pudieron operar en esas lógicas a
partir del período colonial, nuestra información se nutre,
principalmente, de documentación histórica proveniente
de los deslindes establecidos en el siglo x v i , como tam-
bién de las tradiciones y memorias orales registradas en
las fuentes y en relatos actuales.
TERRITORIOS Y “PROVINCIAS”.
LAS PRÁCTICAS DEMARCATORIAS
EN EL ESTADO INKA
Compartimos el análisis crítico de Martínez (1995) respecto
a la interpretación que los españoles hicieron sobre las
“provincias” inkaicas como grandes unidades territoriales,
sociales, culturales y lingüísticas. En general, tendieron
a homologar el nombre asignado a una “provincia” con
un espacio continuo y homogéneo, con sus respectivas
fronteras, y donde habitaba un supuesto único grupo o
“nación”. Es discutible, además, que esta clasificación fuera
de origen inkaico dadas sus profundas diferencias con
las prácticas andinas descritas. Sin embargo, es posible
que el concepto de “provincia” aplicado por los inkas
respondiera a una estrategia político-administrativa que,
en base al principio de jurisdiccionalidad y del estable-
cimiento de determinadas alianzas políticas, adquiriera
también connotaciones territoriales precisas. En el caso
del altiplano surandino, donde existían unidades políticas
centralizadas y con importantes concentraciones demo-
gráficas, es posible esbozar límites espaciales a partir
de sus áreas de mayor influencia y ocupación, pero a
la vez identificar dentro de ellas zonas con patrones
multiétnicos de asentamiento (véase Harris 1997). En
ese contexto, se puede pensar la organización espacial
de dichas cabeceras como “provincias” creadas por los
inkas en cuanto unidades administrativas que podían
incluir grupos pertenecientes a distintas “naciones” en-
cabezadas por aquellas autoridades que ejercían mayor
poder político o cultural a la llegada del Tawantinsuyu.
Pero no habría que confundir este criterio político inkaico
con supuestas homogeneidades étnicas o identitarias.
2
¿Cómo se implementaba este sistema de autoridades
con la discontinuidad de los asentamientos y con la
interdigitación social que, a su vez, se vio complejizada
con los movimientos y traslados de mitimaes en las
distintas regiones?
Son numerosas las fuentes coloniales tempranas que
aluden a los deslindes y amojonamientos efectuados
por los inkas, que regulaban y organizaban espacios
políticos, sociales, productivos y ceremoniales (Harris
1997; Sanhueza 2004b). Por una parte, se distribuían los
derechos de acceso de los diferentes grupos o unidades
políticas a determinados recursos comprendidos o no
dentro de su territorio “nuclear”. Existían también recursos
y espacios apropiados por el estado en las “provincias”
los que eran deslindados y protegidos. También se es-
tablecían límites en espacios de ocupación multiétnica,
especialmente donde se habían trasladado mitimaes
y donde el Inka había “redibujado” el mapa étnico y
territorial, tanto en contextos ecológicos de valles bajos
y costa, como de puna y valles orientales (Espinoza
Soriano 1987; Schramm 1995; Rostworowski 2004). Por
último –y la categoría que presenta tal vez mayores di-
ficultades para ser comprendida–, el Inka “amojonaba”
las “provincias” o espacios políticos, administrativos y
jurisdiccionales que, probablemente, él mismo creaba
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 59
o ratificaba para efectos estatales (Pärssinen 1992: 228;
Harris 1997: 364-367; Murra 1999: 94-95; Julien 2004). Sin
embargo, sabemos que no todos los espacios y recursos
representaban la misma importancia. La creación de
“provincias” o de entidades político-territoriales no tuvo,
necesariamente, continuidad geográfica. La arqueología
ha podido dar cuenta de la discontinuidad espacial
que presenta la dominación inkaica en aquellas áreas
con menor densidad poblacional o donde los recursos
disponibles estaban muy focalizados o extremadamente
dispersos. En zonas hiperáridas como los desiertos de
Tarapacá y Atacama o su vecina región altiplánica de
Lípez, la presencia inkaica se identifica como una prác-
tica particularmente discontinua y donde las estrategias
de dominio no respondían a la intención de controlar
y demarcar todo el territorio (Berenguer 2007). Desde
esta perspectiva, quizás debiéramos imaginar la carto-
grafía del Tawantinsuyu como un complejo mosaico de
espacios, nichos productivos y territorios “salpicados”,
dispersos, interdigitados social y políticamente, pero (al
menos en el discurso oficial) “ordenado”, “amojonado”
y “controlado” por el Inka.
PERCEPCIÓN SIMBÓLICA DE
UN ESPACIO DISCONTINUO.
FRONTERAS, LÍMITES Y RITUALIDAD
El espacio andino y sus variaciones ecológicas ad-
quirieron también connotaciones en el plano de las
categorizaciones espaciales y productivas. Las formas
andinas de pensar el espacio tenían (tienen) un profun-
do contenido simbólico según el cual cada lugar, hito
geográfico o territorio ocupaba un sitio en la estructura
del orden cósmico y de sus representaciones míticas.
En el caso de los llamados “señoríos” del altiplano,
que controlaban y explotaban recursos diseminados en
un extenso territorio, cada espacio ecológico adquiría
una particular identidad y significado y se organizaba
según un complejo sistema de dualidades, oposiciones
y complementariedades (adentro-afuera; arriba-abajo;
masculino-femenino) que permitían dar sentido y ordenar
el paisaje (Molinié-Fioravanti 1986-1987; Platt 1987: 67;
Bouysse-Cassagne 1987).
Es en ese contexto en el que deben entenderse la
organización y las demarcaciones territoriales. Los con-
tenidos míticos y rituales asociados a la idea de espacio
y de límite o frontera eran un factor muy relevante en
los discursos y prácticas políticas y sociales. El estado
inkaico, por ejemplo, recurría a complejos “instrumentos
simbólicos” apelando a la presencia de las divinidades y
al poder del ritual para legitimar un determinado orden
espacial. El concepto andino de “límite” comprendía
además consideraciones topográficas, geográficas y
ecológicas seleccionando determinados hitos o lugares
a los que se otorgaba una significación particular y un
carácter sagrado. Ciertos rasgos específicos de la topografía
(manantiales, cerros, altas cumbres, pampas, portezuelos
o cualquier particularidad del medio) podían constituir
dispositivos simbólicos para la organización del espacio
y el territorio (Molinié-Fioravanti 1986-1987).
En ese sentido, el culto a las guacas era un factor
relevante en la organización del espacio y las prácticas
sociales. Las guacas eran el referente mítico que otorgaba
a cada grupo social un profundo sentido de pertenencia
identitaria y territorial. En el discurso inkaico sobre la
expansión del Tawantinsuyu, el “amojonamiento” del
territorio se simbolizaba a través de la imposición de
nuevas guacas o lugares ceremoniales, como también
de la incorporación al panteón estatal de guacas locales
social y políticamente relevantes (Sanhueza 2004b). Esta
estrategia de instauración o de apropiación de lugares
de culto ratificaba o reformulaba una determinada
organización del espacio, estableciendo y deslindando
los territorios correspondientes al estado y a las co-
munidades locales. En ciertas circunstancias, el ritual
del sacrificio y la creación de nuevas guacas permitían
adjudicar tierras a grupos aliados del Inka. Es decir,
podía refundar nuevas territorialidades, jurisdicciones
y/o derechos a recursos (véase Rostworowski 2004: 207,
283-310; Sanhueza 2004b).
A pesar de sus profundos contenidos rituales y sim-
bólicos, la importancia que mantuvieron estos deslindes
en tiempos coloniales se evidencia en la documentación
temprana, cuando algunas comunidades (incluso después
de haber sido reducidas por Toledo) reivindicaron los
mojones establecidos por los inkas para legitimar sus
derechos sobre un territorio mayor (Beyersdorff 2002).
En otros casos, conflictos interétnicos generados a partir
del amojonamiento inkaico resurgieron en pleitos judi-
ciales, puesto que se intentaba reestablecer el linderaje
que había existido “previo” a los inkas, especialmente
donde se habían instalado mitimaes. Incluso, en varias
oportunidades, el virrey Toledo y funcionarios adminis-
trativos posteriores ratificaron límites de jurisdicciones de
comunidades que habían sido establecidos por el Inka
(Espinoza Soriano 1987; Schramm 1995; Rostworowski
2004; Platt et al. 2006: 642).
Es indiscutible que el proceso de reducciones y la
creación de nuevas unidades administrativas como los
corregimientos generaron profundas transformacio-
nes en las lógicas y estrategias andinas de ocupación
territorial. A veces se fragmentaron unidades sociales
mayores y otras se redibujaron nuevos espacios étnicos
60 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
que dieron origen a procesos de redefinición identitaria
(Abercrombie 1991). Sin embargo, a niveles más locales
y sobre todo en aquellos espacios que no contaban con
grandes concentraciones demográficas o cuyos recursos
no eran de particular interés para los grupos dominan-
tes, parecen haberse mantenido algunas de las pautas
anteriores de organización espacial. Estos antecedentes
nos permiten iniciar una discusión respecto a las lógicas
etnoterritoriales que operaban en la región de Tarapacá
a la llegada de los españoles.
TARAPACÁ HACIA LOS INICIOS DEL
PERÍODO COLONIAL
El territorio denominado en tiempos coloniales como
Tarapacá comprendía desde la quebrada de Camarones,
al norte, hasta el río Loa, al sur. Las poblaciones de la
región se distribuían entre la costa, los oasis piemon-
tanos y quebradas altas cordilleranas, explotando una
diversidad de recursos (marinos, agrícolas, ganaderos y
de recolección). Arqueológicamente se ha identificado
un complejo cultural denominado Pica-Tarapacá, que
incluía también asentamientos en las quebradas de
Camiña y Guatacondo, entre otras, y en el valle de
Quillagua y la desembocadura del río Loa en su ex-
tremo meridional (fig. 1). Sin embargo, este complejo
cultural, caracterizado como sociedades segmentarias,
jerarquizadas e históricamente dinámicas, evidencia
además claras conexiones o vínculos con poblaciones
altiplánicas de origen pacaje, carangas y lipes, entre
otros (Núñez 1983; Odone 1994: 32; Uribe 2006).
Según la documentación colonial temprana, las
poblaciones del valle de Tarapacá y de los oasis de
Pica formaban “una misma nación” y hablaban la misma
lengua. Además, las autoridades de Tarapacá parecen
haber tenido una mayor jerarquía política respecto a
las de Pica (Martínez 1998: 82). Sin embargo, según
el título de encomienda otorgado por Pedro Pizarro a
Lucas Martínez Vegazo en 1540, la situación étnica de
la región era bastante más compleja:
[...] y con el cacique del valle de Tarapaca que se llama
Tuscasanga y con los pescadores y en un pueblo que se
llama Pachica e otro que se llama Puchuca e otro Guavina
que estan en el valle de Cato e con el señor que se llama
Opo y en el valle de Carbiessa y el pueblo de Camyna y el
caçique Ayavire con otro que se llama Taucari e otro pueblo
que se dice Omaguata y el señor Ayavile e otro Chuyapa con
el señor Chuquechambe con novecientos indios […] (AGI
Justicia, 401, f. 258v).
A partir de este documento y de los análisis de otros
investigadores (véase Odone 1994) podemos distin-
guir, en el sector central de la región de Tarapacá, al
menos tres zonas geográficas o espacios sociopolíticos
sujetos a distintas autoridades. El “valle de Tarapacá”
que, al parecer, incluía también sectores del litoral y/o
poblaciones pescadoras, tenía por cacique principal a
Tuscasanga. El “valle de Cato”, correspondiente a un
sector ubicado algo más arriba, incluía las localidades
de Pachica, Puchurca y Guaviña, y estaba bajo el mando
del cacique Opo. Más al norte, el “valle de Carbiessa”
se ubicaba en la actual quebrada de Camiña (Odone
1994: 71). En esta última se encontraba el pueblo de
Camiña con “el cacique Ayavire con otro que se llama
Taucari”, cuyos nombres son de origen aymara y pa-
recen haber ejercido un sistema dual de gobierno.
3
Se
menciona luego otro pueblo “que se dice Omaguata y
el señor Ayavile”, asentamiento que pudo corresponder
a la actual comunidad de Usmagama, en las cabeceras
de la quebrada de Tarapacá (Mauricio Uribe, comuni-
cación personal, 2008). Por último, estaba el llamado
pueblo de Chuyapa o Chiapa, ubicado en la quebrada
de Aroma, sujeto al cacique “Chuquechambe”. Chuqui
Chambi era también el nombre del señor de la mitad
de arriba [Alaasaya] de todos los carangas, cuyo asiento
estaba en la localidad altiplánica de Turco (Hidalgo
2004). Es muy probable, entonces, que al menos esta
autoridad (sino también las de Camiña) haya sido de
origen caranga y haya dependido jurisdiccionalmente
de ese señorío. Como se verá más adelante, el nombre
Chuqui Chambi seguirá siendo el del cacique principal
de Chiapa al menos hasta las primeras décadas del
siglo
x v i i .
Como sus vecinas de más al norte, la región de
Tarapacá parece haber tenido una presencia significa-
tiva de poblaciones carangas. En 1569, por ejemplo, la
Audiencia de Charcas solicitaba a la corona incorporar
a su jurisdicción los distritos de Arica y Tarapacá (de-
pendientes de Lima), señalando que ello favorecería
particularmente a la provincia de los Carangas, ya que
“tenían puestos sus mitimaes en las cabezadas e altos
de aquellos valles para hacer sus sementeras de mayz”
(Maurtúa 1906: 175-176).
De acuerdo al estudio de Odone (1994), todavía en
el siglo x v i i persistía una importante movilidad hacia
la región de Tarapacá de poblaciones provenientes de
los corregimientos de Carangas, Pacajes y Lípez; y en
menor medida de Quillacas y de Atacama. Se trataba
de grupos o unidades domésticas dedicadas no sólo
a labores relacionadas con las exigencias tributarias
coloniales, sino también a la explotación de recursos
agrícolas y ganaderos. Estas estrategias de desplaza-
miento parecieran obedecer a determinadas pautas de
distribución territorial (p. e., los “forasteros” registrados
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 61
Figura 1. Actuales regiones de Arica y Tarapacá.
Figure 1. Present-day Arica and Tarapacá regions.
en la localidad de Camiña eran mayoritariamente de
origen caranga y pacaje, mientras que los provenientes
de Lípez –y que constituían una cantidad significativa
de la población foránea– tendían mayoritariamente a
ocupar nichos ubicados en valles y quebradas interme-
dias y bajas como Guatacondo, Pica, Mocha, Mamiña.
El historiador Cúneo Vidal, señala también la presencia
de “colonias” o asentamientos dependientes de grupos
altiplánicos específicamente en los valles agrícolas de
Sibaya, Pica y Quillagua, esta última ubicada en el borde
norte del río Loa Inferior (Llagostera 1976: 206-207).
Esta movilidad colonial parece estar dando cuenta de
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la continuidad de ciertos patrones tradicionales de
acceso a espacios y recursos locales.
Por su parte, los valles, cabeceras y altos de Arica,
como también los de la región de Tacna, presentaban
un panorama étnico y político bastante complejo.
Específicamente en el caso del valle de Lluta, en Arica,
las autoridades carangas habrían ejercido un importante
poder local durante el dominio inkaico. El cacique Cayoa
(Cayuca o Cayoca en otras fuentes), señor del valle de
Lluta era también de origen caranga o estaba bajo la
directa tutela de autoridades carangas, puesto que de-
pendía del mencionado Chuqui Chambi, uno de los dos
mallkus principales de ese señorío (Hidalgo 2004: 472).
Las poblaciones sujetas a Cayoa se ubicaban en distintos
pisos altitudinales del valle hasta la costa y parecen haber
correspondido no sólo a grupos carangas, sino también a
poblaciones locales “yungas”, y a poblaciones costeras o
“pescadoras” que habrían sido integradas a la estructura
política y jurisdiccional de los archipiélagos carangas. La
presencia de este señorío altiplánico se situaba princi-
palmente en los “altos” o piso de sierra (sobre 3500 m)
y en las cabezadas o cabeceras del valle (2000 a 3500
m), desde donde habrían gobernado sus principales
autoridades (Durston & Hidalgo 1999).
Por otra parte, el panorama étnico en los valles y
costas de Arica y Tacna era aun más complejo ya que
se registra una presencia política y demográficamente
significativa de grupos lupacas, carangas y pacajes.
Además, en la costa de Arica y en los valles de Tacna
se encontraban mitimaes pescadores y agricultores
provenientes de Tarapacá (véase Hidalgo 2004: 541).
El desplazamiento de estas poblaciones ilustra tanto
la heterogeneidad étnica a la que nos hemos referido
como también las complejas redes de alianzas, traslado
de mano de obra y acceso a recursos que se daban en
el marco del sistema estatal inkaico.
De acuerdo a la cédula de encomienda otorgada a
Lucas Martínez –y a diferencia de las poblaciones del
valle de Lluta, encabezadas por un cacique caranga o
sujeto a esas autoridades altiplánicas– en los valles de
Tarapacá parece presentarse una jerarquía encabezada
por autoridades locales (“y con el cacique del valle de
Tarapaca que se llama Tuscasanga [que sumaba, con-
tando todos los asentamientos y autoridades descritos]
novecientos yndios”). Este cacique (al igual que Cayoa en
Lluta), no aparece explícitamente adscrito a un pueblo en
particular, lo que sugiere que estaría representando, en el
documento, la máxima autoridad de ese repartimiento.
4
Esto, no obstante que su principal asentamiento haya
correspondido muy probablemente a Tarapacá Viejo,
poblado de origen preinkaico que posteriormente fue
el principal asentamiento o tambo inkaico en la región,
como también lo sería en el período colonial (Núñez
1983) ¿Se trata de una jerarquización política antojadiza
establecida por Pizarro al otorgar esta encomienda? Al
respecto hay que considerar que hasta ese momento
había un gran desconocimiento español sobre esta región.
En la fecha de la encomienda (efectuada en enero de
1540 y desde la distancia), la expedición conquistadora
de Pedro de Valdivia hacia Chile aún no se había rea-
lizado. Aparentemente, los únicos antecedentes que se
conocían venían de la expedición de Almagro que, en
condiciones muy deplorables, había pasado con su gente
de regreso al Perú. Por eso, nos parece muy sugerente la
posibilidad de que hayan sido fuentes orales y registros
de quipus los principales informantes sobre esta región
y sus tributarios (véase Trelles 1991: 148-149). Por ende,
la supremacía de este cacique pudo haber respondido
también a una política inkaica.
Además, de acuerdo a la documentación conocida
hasta el momento, a principios del siglo
x v i i
el cacique de
Tarapacá figuraba como la principal autoridad indígena
del repartimiento, secundada por el cacique del pueblo
de Chiapa que, como hemos sostenido, parece haber
sido caranga. En documentos de 1612, que se describen
más adelante, figuran ambas autoridades acordando
deslindes en sus respectivas tierras de labranza como
también en territorios altiplánicos y son consignados
como “Don Felipe Mariano Locay, Gobernador y Casique
principal del pueblo de San Lorenzo de Tarapacá, [y]
segunda persona y gobernador del pueblo de Chiapa,
Don Juan García Chuquichambe”.
5
Es posible que estas jerarquías políticas menciona-
das en los documentos sean de origen colonial como
consecuencia de la ruptura de los anteriores vínculos
con los señoríos altiplánicos. No obstante, en el caso
de Lluta (Arica), si bien las poblaciones originalmente
carangas terminaron fragmentándose en forma definitiva
de sus autoridades de tierras altas, fueron sus sucesoras
las que asumieron las altas jerarquías de los nuevos
cacicazgos coloniales y las poblaciones locales sólo
los cargos secundarios (Durston & Hidalgo 1999). Por
lo tanto, mantenemos nuestra pregunta inicial respecto
a la aparente mayor jerarquía, o al menos autonomía,
del cacique de Tarapacá con respecto a los caciques
altiplánicos encomendados en 1540. ¿Da cuenta esto de
otras formas de organización política durante el perío-
do inkaico? Estos antecedentes, que requieren aún de
mayor información, pueden estar indicando una política
de alianzas (y dominio) por parte del estado inkaico
que, independientemente de la presencia de mitimaes
altiplánicos inkaizados, se haya establecido también
directamente con las autoridades de los valles tarapa-
queños. Es posible, en ese sentido, y como lo sugieren
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 63
los antecedentes que exponemos a continuación, que
operara un “sistema de jurisdicciones territoriales inter-
digitadas” y no necesariamente la supremacía política
de uno sobre otro.
GRUPOS ALTIPLÁNICOS, GRUPOS
LOCALES: INTERDIGITACIÓN Y
TERRITORIALIDADES SALPICADAS
Con la administración colonial, la región de Tarapacá
fue incluida como tenientazgo dentro del corregimiento
de Arica y se subdividió en cuatro doctrinas. Al norte,
la parroquia de Camiña con cabecera en el pueblo ho-
mónimo (2380 m) abarcaba el curso superior e inferior
de la quebrada integrando también territorios y loca-
lidades costeras, y los poblados de Chiapa (3200 m) y
Sotoca (3000 m) en los altos de la quebrada de Aroma.
Además comprendía las localidades altiplánicas de
Isluga y Cariquima, que bordean los 4000 m. Luego,
la parroquia de Tarapacá, con capital en ese pueblo
colonial (1350 m), abarcaba buena parte de la quebrada
incluyendo también espacios costeros. La parroquia de
Sibaya (2700 m) correspondía al curso superior de la
quebrada de Tarapacá y, por último, la doctrina de Pica
(1500 m) se extendía hasta la desembocadura del río
Loa (Odone 1994). La reorganización territorial hispana
provocó, sin duda, importantes transformaciones en las
lógicas anteriores de ocupación del espacio y sus distin-
tos pisos ecológicos, tanto en los grupos locales como
en los altiplánicos, como lo ilustran las peticiones de
amparo de tierras efectuadas por diferentes autoridades
indígenas durante los inicios del siglo
x v i i
. En 1612,
por ejemplo, don Juan García Chuquichambe, Cacique
Principal de Chiapa, solicitaba a las autoridades de Lima
el resguardo de tierras agrícolas ubicadas en los valles
del sector inferior de la quebrada de Camiña:
[Este cacique] posee en las tierras que le pertenece de derecho
en el valle de Tana, junto a la comunidad real de arriba, tiene
poseído aparte estas tierras que serán como fanegada y media
las cuales hubo y heredó de sus padres [...] y otro pedazo que
tiene en Corsa aparte, y otro pedazo en Quisña [Quiuña], con
su riego [...] (Paz Soldán 1878: 25; énfasis nuestro).
Los derechos a estas tierras eran reclamados por
el cacique, no en forma individual, sino “junto a la
comunidad real de arriba”. Es posible que esta expre-
sión se refiriera a una condición no sólo de “colonia”
altiplánica, sino también de antiguos mitimaes del Inka.
Pero también su comunidad gozaba del acceso a recur-
sos agrícolas en la quebrada de Tarapacá. Ese mismo
año, el gobernador y cacique principal del pueblo de
San Lorenzo de Tarapacá, y el cacique y gobernador
del pueblo de Chiapa, acordaron con el amparo del
corregidor de Arica, el amojonamiento de tierras perte-
necientes a la jurisdicción del primero, pero explotadas,
probablemente desde tiempos prehispánicos por las
poblaciones sujetas al segundo:
[…] en la misma quebrada de Pachica hay veinte y siete topos
de tierra sembradura de trigo, que es perteneciente del pueblo
de Sotoca [...] como tambien en el pueblo de San Antonio de
Mocha, anexo de Camiña hay mas de seis topos de tierra del
Pueblo de Chiapa […] (Paz Soldán 1878: 27).
Algunas décadas más tarde, Felipe Arabire, Cacique
Principal del pueblo de Chiapa, solicitaba amparo y
resguardo de “nuestros pastos que pertenecen en todos
nuestros anexos y que ningún Cura ni Corregidor nos
perturbe ni inquiete”, reafirmando la amplia cobertura de
sus derechos de explotación como también su autoridad
en diferentes localidades del corregimiento (Paz Soldán
1878: 25). Estos derechos incluían también recursos
ubicados en sectores altiplánicos que quedaron bajo la
jurisdicción del corregimiento de Arica (Tarapacá). En
1578, al realizarse el deslinde y amojonamiento entre éste
y el de Carangas se señala al “paraje” de Cerrito Prieto
(ubicado en las cercanías del actual pueblo de Isluga),
como “carpa perteneciente del valle de Chiapa” (Paz
Soldán 1878: 51). En los vocabularios aymara y que-
chua de la época, carpa se asocia a la idea de “toldo” o
“ramada”, lo que puede ser interpretado como “vivienda
anexa o espacio secundario”, como señalan González y
Gundermann (1997: 37), planteando que la población
de Chiapa pudo tener acceso a pastizales ubicados en
las cercanías del paraje mencionado, específicamente en
las vegas de Pisiga. Pero carpa remite, además, a la idea
de espacio habilitado para el riego, lo que podría sugerir
también la posibilidad (no excluyente de la anterior) de
algún cultivo de altura en esa localidad.
6
Es interesante
señalar que Pisiga aparece mencionado en el “Título de
encomienda de los indios carangas a Lope de Mendieta,
otorgado por F. Pizarro en 1540” (AGI Justicia 658),
donde se lo señala como un asentamiento o estancia
de la “Parcialidad de Tarapacá”, ocupado por indígenas
carangas (Gilles Rivière, comunicación personal, 2008).
Como se verá más adelante, Pisiga es también señalado
como uno de los lugares donde se establecieron mojones
en 1578 (Paz Soldán 1878: 28).
Con respecto a este sector altiplánico que fue in-
corporado al corregimiento de Arica, prácticamente no
contamos con información temprana. Sabemos que las
localidades de Isluga y Cariquima no fueron incluidas en
el repartimiento de Tarapacá de 1540 y tampoco en la
mencionada encomienda de Carangas. La incorporación
64 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
de estas poblaciones (consideradas “urus” por las auto-
ridades) fue más lenta y tardía. Hacia 1588, el párroco
de Aullagas (sudoeste del lago Poopó) señalaba que la
mayoría de los urus de su doctrina no estaba reducida
ni adoctrinada, y que los de Isluga ni siquiera contaban
con sacerdote porque aún no estaba clara su pertenencia
jurisdiccional eclesiástica (Álvarez 1998: 399-400). Hacia
fines del siglo
x v i
o a principios del
x v i i
, Isluga y Cariquima
se constituyeron en anexos de la parroquia de Camiña,
aunque bajo la dependencia directa de la iglesia de Chiapa
(Odone 1994: 57). Este vínculo con Chiapa parece ser
coherente con una cierta organización territorial local y,
eventualmente, con alguna dependencia política anterior.
Como se señalaba más arriba, los habitantes de Chiapa
tenían derechos sobre recursos (carpa) ubicados en la
zona de Isluga. González y Gundermann (1997: 37-38)
sostienen que esto pudo sustentarse en una lógica de
“verticalidad” administrada desde las cabeceras de las
quebradas ocupadas por carangas (Camiña y/o Chiapa).
Este nexo podría explicar los motivos por los cuales una
localidad como Isluga habría quedado dentro del corregi-
miento de Tarapacá, considerando que por su ubicación
geográfica bien podría haber constituido un anexo del
de Carangas. Como señalan estos autores, Chiapa pudo
haber sido no sólo una “colonia” de ese señorío, sino
que habría reproducido un esquema de verticalidad a
“escala propia”, mediante el acceso a pastizales y tierras
agrícolas ubicados más arriba, como también a recursos
de valles más bajos y posiblemente a recursos costeros.
Es posible, incluso, que las poblaciones urus de Isluga
hayan estado bajo la tutela de las autoridades de Chiapa.
Desde esta perspectiva, adquiere sentido el vínculo polí-
tico y eclesiástico colonial entre esa cabecera de valle y
las tierras altas vecinas, vínculo que, como se verá más
adelante, se mantiene aún en la memoria histórica de los
habitantes de Isluga.
De tal manera que la localidad de Chiapa, ubicada
a unos 3200 m (quizás también la de Camiña, respecto
a la cual prácticamente no tenemos antecedentes),
parece responder a una lógica similar a la que se daba
en Arica, donde autoridades altiplánicas situadas en
cabeceras de valles (2000 a 3500 m) habrían gobernado
y organizado desde allí el movimiento de poblacio-
nes y el acceso a ciertos recursos (en un contexto
de jurisdiccionalidades interdigitadas). Sin embargo,
y como se ha planteado, en el caso de Tarapacá el
poder ejercido por las autoridades “locales” –que a
su vez participaba de esa interdigitación– pudo haber
determinado la aplicación de estrategias inkaicas
diferentes, como lo sugiere la condición de máxima
autoridad reconocida al cacique de Tarapacá desde
los primeros años coloniales.
TERRITORIALIDADES, JURISDICCIONES
Y DESLINDES. EL CULTO A LOS
ANTEPASADOS
Desconocemos las prácticas concretas que regulaban
los derechos de asentamiento y de acceso a recursos
agrícolas y ganaderos en las poblaciones que fueron
incluidas en el tenientazgo de Tarapacá. Sin embargo,
contamos con antecedentes que permiten proponer la
existencia de “deslindes” o “límites” establecidos con
anterioridad a la administración colonial. Sea a partir
de la negociación y/o del conflicto directo (intercomu-
nitario o “interétnico”), la documentación disponible
permite reconocer la institución de algunos límites de
carácter político, social, simbólico y ritual que operaban
en algunos puntos de este gran territorio. Una fuente
importante a este respecto proviene del amojonamiento
efectuado en 1578 por el corregidor de Arica, Alonso de
Moro y Aguirre, en las tierras altiplánicas del interior de
Tarapacá, quien deslindó los corregimientos de Arica,
Pacajes, Carangas, Lípez y Paria (Paz Soldán 1878).
Por encargo del virrey Toledo se señalaron los límites
meridionales del corregimiento de Arica a la altura del
valle de Quillagua, en el río Loa. Desde allí se trazaba
una línea imaginaria transversal hacia la cordillera de
los Andes y, aproximadamente desde el nevado de
Sillillica (20° 08’) por el sur, hasta el de Sajama (18° 05’)
por el norte, se establecieron unos cuarenta mojones
identificados por accidentes geográficos, hitos de piedra
u otros dispositivos (fig. 2).
7
El deslinde de corregimientos dio inicio a la
constitución de grandes unidades administrativas y
territoriales coloniales creadas bajo criterios europeos
de organización espacial. Sin embargo, en ciertos sec-
tores o espacios étnicos de carácter más local, estos
deslindes no habrían sido del todo arbitrarios respecto
a demarcaciones anteriores. Sabemos que en 1581,
tres años después del amojonamiento efectuado por el
corregidor de Arica, el entonces corregidor de Lípez,
Márquez de Moscoso, a su vez bajo instrucciones del
virrey Toledo, realizó diligencias de confirmación de
los deslindes del corregimiento de Lípez con respecto al
de Carangas (hacia el norte) y al de Tarapacá (hacia el
oeste). Acompañado de algunos caciques, el corregidor
se situó en el cerro de Coipasa (ubicado en el salar
homónimo), definido como “mojón general” de esas
provincias y fue reconociendo cada uno de los hitos
establecidos. Pero también, curiosamente, entre ellos
fue ratificando lo que denominó como algunos “mojones
antiguos” o “linderos de otros siglos”. En ciertos casos
éstos consistían en accidentes geográficos y en otros,
en “morros de piedra” (véase Risopatrón 1910: 74). De
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 65
acuerdo a la información que nos ha proporcionado
el antropólogo Alonso Barros (comunicación personal,
2008), quien tuvo acceso a una copia más completa del
documento de Márquez de Moscoso, ese reconocimiento
e incorporación de linderos anteriores se efectuó en
un recorrido guiado, según los distintos segmentos,
por caciques carangas, por autoridades pertenecientes
al nuevo corregimiento de Lípez (como las de Tuca
y Palaya) y por los caciques de Chiapa, Tarapacá y
Pica.
8
Probablemente este amojonamiento fue, en
gran medida, una creación colonial. Sin embargo, se
ratificaron también mojones anteriores reconocidos o
defendidos por los respectivos caciques quienes, en
señal de reconocimiento, “arrancaron yerbas i tiraron
piedras” (ritual de posesión al que nos referiremos más
adelante). Estas prácticas políticas nos corroboran que
los deslindes hispanos no fueron siempre “caprichosos”
y que las autoridades indígenas tuvieron un importante
rol como informantes de los límites preexistentes como
también negociando los nuevos límites coloniales.
Por otra parte, las fuentes nos indican que varios
de estos deslindes se establecieron a partir de hitos
sacralizados, ya fueran naturales o elaborados como
los morros de piedra mencionados, que pudieron estar
asociados a divinidades o antepasados. Los ancestros
(personajes históricos o héroes míticos) representaban
los orígenes arquetípicos de cada comunidad otorgán-
dole su sentido de identidad y de pertenencia. En ese
sentido, los hitos sagrados que organizaban el paisaje
andino creaban también lazos con el pasado (Del Río
2005: 15-16). Probablemente, en muchos casos, los
mojones arriba descritos fueron anteriores al Inka y es
posible que éste los haya ratificado como se describe
en las Relaciones Geográficas de Indias:
[…] e que los dichos antiguos valientes, que iban buscando
tierras y ganándolas en sus guerras, amojonaban con unas
piedras diferenciadas de las otras y mandaban a sus sucesores
que de allí tuviesen memoria de ellos […] así lo hacían hasta
que el Inka los sujetó y hizo averiguación a qué adoraban antes
que el viniese, y hallando esto les mandó que adorasen por
señor al sol […] y que así mismo prosiguiesen en adorar a las
piedras que pusieron sus antepasados […] (Citado por Kumai
2002: 627; énfasis nuestro).
Por otra parte, en la lengua quechua y aymara existía
una diversidad de denominaciones referentes a los des-
lindes (sayhuas, chutas, tupus, entre otras), reconocidas
por las fuentes históricas como los “mojones del Inka”,
que cumplían una función relevante en la simbología de
frontera y específicamente para designar los dispositivos
de demarcación territorial y vial.
Sayhua: mojón de tierras
Sayhuani sayhuacuni: amojonar tierra, hacer linderos
QuellInka, sayhua, chuta: el montón de piedras puesto por
mojón
Chuta, sayhua: término en cada cien braças de tierra en quadro.
Y señal de las leguas
Chutatha, sayhuatha: ponerle y señalar las leguas de camino,
como hazían en tiempo del Inga (González Holguín 1952;
Bertonio 1984 [1612]; énfasis nuestro).
Figura 2. Deslindes del Virrey Toledo en 1578 (línea punteada naranja).
Figure 2. Viceroy Toledo’s boundaries in 1578 (orange dotted line).
66 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
Estas denominaciones parecen haber sido más
abundantes en la lengua aymara, a la vez que eran más
explícitas en cuanto a la relación de los deslindes con
los antepasados (achachis):
Mojón levantado o raya para división de las tierras: sayhua,
chuta, quellinka, achachi, corpa
Mojonar: sayhuatha, chutatha, quellinkatha, queyllatha,
achachi, saattaatha, corpatha
Achachi: abuelo
Achachi: la cepa de una casa o familia
Achachi: término o mojón de las tierras. Achachi saattaatha,
ponerle
Saattaatha: enderecar o leuantar una coluna, o un palo, o un
bolo [trozo de palo labrado, de forma alargada], etc. (Bertonio
1984 [1612]; énfasis y destacado nuestro).
En el proceso de construcción de la nueva cartogra-
fía colonial los criterios de selección de los puntos de
deslinde parecen haber respondido, al menos en ciertos
casos, a estos principios de organización espacial no sólo
en el sector altiplánico sino también en las tierras más
bajas. Así puede percibirse, incluso, en el extremo meri-
dional del corregimiento de Arica, señalado por el curso
inferior del río Loa y el valle de Quillagua. Este último,
aunque no es mencionado entre los deslindes de 1578,
figura frecuentemente en la documentación posterior
como perteneciente a la jurisdicción de Tarapacá y como
un espacio de frontera entre ésta y el corregimiento de
Atacama, al sur. Este valle y sus recursos, como antes se
señaló, se caracterizaba por una ocupación multiétnica
y debió requerir de la aplicación de pautas sociales de
regulación de los derechos territoriales, ya fueran pro-
ducto del conflicto abierto y/o de la negociación política.
Arqueológicamente se puede identificar allí la presencia
de grupos provenientes del altiplano, de grupos catego-
rizados como locales y también de la región de Atacama
(Agüero et al. 1997). Documentación del siglo
x v i
, señala
que los indígenas de Atacama poseían derechos y explo-
taban recursos agrícolas en el valle de Quillagua, a la vez
que accedían a recursos naturales como los bosques de
algarrobos, abundantes en esa localidad (Martínez 1998:
123-124). Según fuentes del siglo
x v i i i , los derechos de
acceso estaban claramente normados:
[...] están divididas las jurisdicciones, en una punta para abajo
en que está el pueblo antiguo pertenece a esta jurisdicción y de
ahí para arriba a la de Atacama, en una y otra parte ha habido
siempre algarrobos y los hay; los de arriba desde dicha punta han
poseído y poseen los indios de Atacama, y los de Abajo los indios
de esta parcialidad sin permitir unos ni otros en sus cosechas que
siempre las han ido a coger sin que se propasen de sus linderos
(año 1742, en Paz Soldán 1878: 55; énfasis nuestro).
Como han señalado otros autores (Odone 1995;
Martínez 1998: 124-125), el punto divisorio entre ambas
jurisdicciones estaba señalado por un elemento de la
topografía (punta o loma) que habría cumplido la función
de límite, en cuanto espacio de transición. Pero, además,
esa división y organización territorial se materializaba
en la presencia de una guaca o dispositivo sagrado
establecido desde los tiempos de “la gentilidad”:
[...] en las tierras que pertenecen a esta jurisdiccion, que son las
de abajo por que las de arriba son pertenecientes a Atacama y
las divide una lomada que hace, en la cual hay un palo muy
grueso bien acepillado formado de la gentilidad en donde
está una pintura, arriba de él, que en una y otra parte hay
algarrobos, los de abajo, desde dicho lindero pertenecen a
esta jurisdicción hasta el mar, y los de arriba a la de Atacama,
y en esto, en los muchos años que tiene no ha visto hayga
diferencia, sino que unos y otros han cogido sus cosechas sin
propasarse del lindero (año 1742, en Paz Soldán 1878: 56;
énfasis nuestro).
Contamos con un valioso material arqueológico que
nos permite proponer una posible identificación del tipo
de dispositivo ceremonial que señalaba esta frontera,
correspondiente a personajes esculpidos o labrados en
troncos de algarrobo y que probablemente representaban
a antepasados (fig. 3). Esta división territorial continuó
hasta avanzado el período republicano. Aparentemente
la guaca colonial habría sido reemplazada por un árbol
o soporte “natural”, del cual desconocemos si mantuvo
un carácter sagrado para la población local. No obstante,
sí manifiesta la continuidad de una memoria territorial
originada en prácticas políticas indígenas. Como se
consigna en un documento de 1874:
[…] cerca de dos quilómetros al sur de la iglesia de Quillagua
y en la margen izquierda del río Loa se halla un lugar llama-
do la parte o la otra banda, donde hay un algarrobo poco
coposo, conocido con el nombre de Arbol de la Raya [...] y
que según todos los vecinos del lugar sirve de mojón de la
línea divisoria entre el Perú y Bolivia (en Paz Soldán 1878:
70; énfasis nuestro).
Otras sugerentes referencias respecto a la demarcación
a través de este tipo de elementos sagrados provienen
del mencionado amojonamiento general de 1578 que
se extendió por las tierras altas del borde oriental del
corregimiento de Arica. En la localidad de Pisiga, por
ejemplo, donde se registraba en el siglo
x v i la presencia
de población de la encomienda de Carangas, y que se
ubicaba en un sector señalado como “carpa”, es decir de
recursos utilizados por la población de Chiapa, el deslinde
oficial describía al mojón que lo dividía del corregimiento
de Carangas como “un palo de algarrobo enterrado en la
misma ciénega” (Paz Soldán 1878: 28). Desconocemos si
este deslinde operaba desde tiempos prehispánicos. En
todo caso, Bertonio señala este tipo de dispositivo en los
amojonamientos andinos, definiéndolo como Achachi
saattaatha: “columnas, palos o bolos” que remitían a los
antepasados, a los abuelos, a una memoria colectiva.
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 67
Figuras 3a y b. Columna de madera de algarrobo y detalle, con la representación pintada de una divinidad o antepasado en su parte superior
(Museo Municipal de María Elena). 3c. Detalle de otra columna de algarrobo. Estas figuras, diseñadas para estar de pie y enterradas en su
parte inferior, son muy frecuentes en sitios prehispánicos de la zona correspondiente al río Loa Inferior (gentileza de J. L. Martínez).
Figures 3a and b. An algarrobo (carob tree) wood painted statue and detail, representing a divinity or forebear. 3c. Detail of other algarrobo
wood statue. These representations, which were designed to stand by being partially buried, are often found in the zone’s pre-Hispanic
sites in the lower Loa River Valley (courtesy of J. L. Martínez).
a
c
b
68 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
DEMARCADORES COLONIALES Y
DISPOSITIVOS CEREMONIALES EN
LOS DESLINDES DEL ALTIPLANO
TARAPAQUEÑO
Existen interesantes referencias respecto a otro tipo de
dispositivos o lugares sagrados que “participaron” en la
demarcación de Toledo en 1578. Por ejemplo, se señalan
dos lugares en los que sendas “piedras esquinadas” fueron
establecidas como deslindes fronterizos. Una de ellas,
ubicada en un cerro llamado “Hizo” en el borde sudoeste
del salar de Coipasa (véase fig. 2), era descrita dentro
de una secuencia de hitos como “[…] mojon llamado
Hizo; en la misma lomada hay una piedra esquinada,
en ella conversan los gobernadores de Tarapacá y Llica,
que es mojón general” (Paz Soldán 1878: 51).
¿Qué puede significar este hito y por qué los “gober-
nadores” (las principales autoridades indígenas coloniales)
“conversaban” allí? Más de dos siglos después, en 1826,
el intendente de Tarapacá, con el propósito de ratificar
los deslindes de Toledo y evitar conflictos entre las
comunidades vecinas, describe esta “piedra esquinada”
como “una mesa cuadrada en su superficie y sostenida
en un solo pie o espigón en el suelo de la misma piedra
y toda su circunferencia hueca y libre para transitar los
vientos de una y otra parte” (Paz Soldán 1878: 69).
Al parecer, este deslinde colonial representaba un
sitio ritual de importancia política posiblemente para
las negociaciones entre autoridades de distintas jurisdic-
ciones. Sin embargo, debemos expresar algunas dudas
respecto a la referencia al “gobernador de Tarapacá”.
Sobre todo respecto a un hito ubicado en un espacio
que, presumimos, era gobernado por autoridades de
tierras altas ¿era posible que el cacique de los valles
de Tarapacá cumpliera ese rol en tiempos inkaicos o
tuviera tal grado de significación política en momentos
coloniales tan tempranos? Como se dijo, los documentos
recopilados por Paz Soldán son copias o traslados que
quedaron en manos de las comunidades del sector y es
posible que se hayan producido alteraciones posterio-
res para legitimar sus respectivas jurisdicciones. Como
hemos señalado varias veces, no debiéramos interpretar
este tipo de deslindes desde la lógica que adquirieron
en tiempos coloniales. Es muy probable que original-
mente éstos organizaran espacios étnicos, políticos o
sociales más locales y no territorialidades continuas
de la envergadura de los nuevos corregimientos. No
obstante, y más allá de quienes efectivamente estable-
cieron relaciones políticas en dicho lugar, nos interesa
destacar las características y la funcionalidad simbólica
y ritual de esta demarcación territorial incorporada al
amojonamiento toledano.
Aunque no podemos profundizar mayormente
respecto a las connotaciones de este sitio en parti-
cular, se deduce su función como una “mesa” (misa)
característica de la ritualidad altiplánica, asociada a la
realización de ofrendas a las divinidades y a los cerros.
Esa connotación de lugar de “conversación” entre au-
toridades o personas notables de grupos distintos y su
asociación, como veremos más adelante, con el ritual
del amojonamiento nos aproxima a la lógica andina de
construcción de espacios y fronteras.
Encontramos otro caso de características similares en
una localidad ubicada al norte de Isluga que se describe
en 1578 como “mojon llamado Caraguano, hay una piedra
labrada y esquinada, en ella hay unas letras en la misma,
y es pampa de Parajaya […]” (Paz Soldán 1878: 52). Como
sucedió con el deslinde anterior, en 1810 un comisionado
verificó la existencia de éste y otros hitos del sector. La
iniciativa se hizo a petición de las autoridades indígenas
de Sabaya (Carangas) y de los caciques y principales
de Isluga y Cariquima que estaban en conflicto por sus
respectivas jurisdicciones. Sin embargo, al momento de
la verificación del amojonamiento las autoridades de
Carangas no se presentaron puesto que “carecían de
títulos”. Como relata el comisionado en su informe:
[Los caciques de Isluga y de Chiapa] me condujeron una legua
adelante en la propia pampa al sitio que nombran Caraguano,
y allí encontré una piedra labrada, dividida en dos partes, cada
una a distancia de una cuadra y habiéndome dicho el cacique
y demás principales de Isluga, que aquella piedra era el mojón
que señalaba aquél sitio, para mi mejor inteligencia mandé
juntar los dos trozos y hallé, había sido un mismo cuerpo con
algunas señales de que había tenido letras y este quedó puesto
y unido en un solo cuerpo en el sitio que me dijeron había
estado antes […] (Paz Soldán 1878: 31).
Sin duda el problema de los deslindes y de los dere-
chos a recursos fue motivo de conflicto desde siempre
en las comunidades andinas, como se manifiesta en este
caso. Pero especialmente en el período republicano y con
el surgimiento de las fronteras nacionales se sancionó
de manera definitiva el nuevo orden territorial afectando
las lógicas de interdigitación o de jurisdiccionalidades
“salpicadas”. Pero lo que nos interesa destacar aquí es
la importancia simbólica que se reconocía a ese dispo-
sitivo de demarcación, razón por la cual fue destruido
por una de las partes interesadas.
La memoria de este tipo de dispositivos ceremoniales
asociados a organizaciones espaciales se manifiesta hasta
la actualidad. Así también su vinculación (acertada o no)
con la presencia del Inka. Los actuales habitantes de Isluga
suelen asociar las cumbres de montañas y cerros con las
“mesas del Inka”. Sin embargo, la idea del “Inka” no sólo
se refiere al Tawantinsuyu, sino que en general se asocia
a un “tiempo antiguo”, a los antepasados, identificándolos
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 69
con los mallkus y con los cerros (Martínez, G. 1976). Una
situación similar se aprecia en la región del Loa Superior
(interior del antiguo corregimiento de Atacama), ubica-
da al sur de nuestra área de estudio, donde en ciertas
cumbres se encontrarían las “mesas del reinka”. Según
relatos orales recopilados en las últimas décadas, en las
mesas de las cumbres el Inka “conversaba con los cerros”
y desde allí “revisaba a su tierra” (Castro 1992: 148-149).
Como relata una pastora:
Una mesa es hecha en una piedra así, cuadrada, así entonces
atrasito tiene una piedra así como asiento, ahí se sentaban y
en esa mesa yo no sé que coquearán, tomarán; así echando
coca, ahí, los rey Inka (en Castro 1992: 149).
El acto de la autoridad de “revisar” sus tierras, la
conversación ritualizada, las correspondientes ofrendas,
la mesa como un dispositivo simbólico, nos recuerdan
también ciertos rituales actuales de las comunidades
altiplánicas asociados a la ratificación de deslindes. En la
comunidad caranga de Sabaya, se realiza una ceremonia
en la que se reúnen las autoridades de los cuatro ayllus
que la conforman. Al iniciarse el mes de enero cada una
de las autoridades entrantes (jilakatas) debe recorrer los
respectivos ayllus con sus estancias y hacer un recono-
cimiento de los mojones que los delimitan. Esta “vuelta”,
como se le llama, permite a estas autoridades reafirmar
simbólicamente su poder y control sobre la población
y su territorio. Al regreso de su recorrido, los jilacatas,
junto con sus esposas y el cacique, ascienden a la cima
del cerro Pumire y se reúnen en torno a una mesa ritual
acondicionada para la ocasión, llamada Pusi Suyu (Cuatro
Suyus). La organización cuatripartita de las ofrendas allí
depositadas representa los cuatro ayllus de la comunidad
y, en definitiva, el “orden” y el equilibrio cósmico. Durante
el festejo, los participantes proclaman sus deseos por una
buena convivencia, armonía y respeto entre los linajes allí
representados (Rivière 1983: 55-57).
9
Es interesante señalar,
sin embargo, que esta vez la “mesa” consiste –como en
la mayoría de los casos registrados (véase Martínez, G.
1987)– en una base o continente compuesta por una o
más piezas tejidas y no está representada por un soporte
de piedra como los que hemos analizado. ¿Pudieron co-
rresponder estas estructuras a una práctica prehispánica?
O, por el contrario, ¿pueden ser los dispositivos de piedra
descritos en el período colonial una representación de la
“mesa” occidental o del “altar” católico? (figs. 4a y b).
LÍMITES COLONIALES Y MEMORIA
SOCIAL. LOS RECORRIDOS RITUALES
Más allá de estas dudas, la mesa ritual andina, como
concepto, parece estar asociada entre otras funciones a la
culminación de un recorrido, a una ratificación simbólica
del territorio de una comunidad y al ceremonial políti-
co que lo respalda. El “muyuriy”, “recorrido”, “vuelta”,
“recorreo” según los diferentes nombres con que se le
conoce en la actualidad, consiste en la realización de
caminatas o peregrinajes a través de los mojones que
deslindan el territorio de una comunidad, realizando
gestos o depositando ofrendas. Su importancia política y
ritual ha sido descrita en numerosos casos (véase Harris
1997; Abercrombie 1998). Aunque generalmente estos
deslindes se originaron en las demarcaciones coloniales
de las reducciones, el ritual de recorrido o peregrinación
sugiere una fascinante readaptación o redefinición de
instituciones de origen español y andino. Por una parte,
la realización de un recorrido por todos los mojones
que deslindaban el territorio de un pueblo o comuni-
dad era una práctica castellana fuertemente arraigada
(Abercrombie 1998: 9). Estos recorridos, realizados por
una comitiva de autoridades locales, se efectuaban en
determinadas épocas del año, frecuentemente asociados
al calendario agrario como, por ejemplo, en época de
carnaval. El circuito por los mojones era minuciosamen-
te registrado en actas por un escribano (Guillet 2006).
Aparentemente, de ese mismo contexto proviene el
acto de “arrancar yerbas y tirar piedras” como señal de
posesión y de reconocimiento de la legitimidad de los
deslindes (Abercrombie 1998: 9). Este tipo de ceremonial
castellano parece haberse incorporado tempranamente
a las prácticas rituales andinas (véase p. e., Platt et al.
2006: 590, 637), adquiriendo, probablemente, nuevas
connotaciones, matices y significados. Como en su
origen hispano, la presencia del escribano y su registro
descriptivo de cada uno de los hitos que delimitaban
un territorio también se convertiría en un elemento
constitutivo de este procedimiento ritualizado en los
Andes. En ese sentido, el resultante “título de posesión”
formaría parte desde los inicios del período colonial de la
construcción y reconocimiento colectivo de un “archivo
de la memoria” (Abercrombie 1998: 9). Sin embargo,
tenemos también antecedentes que permiten sostener
la existencia de rituales similares –con contenidos
muy diferentes, por cierto– en las “peregrinaciones” o
recorridos efectuados a través de las guacas del Cusco.
Justamente, como señala Del Río (2005: 77), se pueden
advertir ciertas analogías estructurales entre el recorrido
“colonial” por los mojones, con el seguimiento y sucesión
de puntos o guacas que conformaban los ceques del
Cusco, apoyado también por la lectura y relato oral del
quipu (véase también Abercrombie 1998; Beyersdorff
2002). Es decir, se trataría también de una peregrinación
asociada a la práctica de “leer” en quipus y de memorizar
esas líneas imaginarias que se organizaban en torno a
70 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
Figuras 4a y b. Mesa andina ubicada en una loma cercana al poblado de Quebe, a unos 20 km de Isluga (gentileza de G. Pimentel).
Figures 4a and b. Andean ritual table (mesa) on a slope near the community of Quebe, roughly 20 kilometers from Isluga (courtesy
of G. Pimentel).
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 71
un centro político, religioso y administrativo. El “quipu
y relación” (lectura mnemotécnica y relato oral) que se
registra frecuentemente en el siglo
x v i
, pudiera ser tam-
bién la continuidad colonial de la utilización del quipu
en su función de representación cartográfica.
En efecto, varias de las “composiciones de tierras”
de fines del siglo
x v i
provinieron de la información
almacenada en los quipus combinada con la memoria
oral de personas notables de cada comunidad. En ciertos
casos, estas últimas recordaban la participación del Inka
en los recorridos de demarcación, como es el caso de los
caciques de Cocha Laraos (1597), quienes ratificaban su
territorio señalando que el propio Inca Yupanqui había
efectuado y establecido el recorrido: “él mismo había
caminado desde el lindero […] para que caminemos sin
equivocarnos” (Beyersdorff 2002: 54).
Del Río (2005: 72-73) analiza la lista de mojones
correspondientes al territorio de los Soras de Paria que
habrían sido, según el testimonio oral, ordenados por
Huayna Capac y que se encontraban vigentes hacia
fines del siglo
x v i
. Como señala la autora, estos mojones
operaron como formas imaginarias de representación del
espacio étnico, señalando linderos a nivel interétnico,
intraétnico o incluso entre ayllus. En muchos casos, estos
estaban confirmados “por las sepulturas de sus antepasados
quienes simbolizaban simultáneamente los orígenes, el
orden social y las fronteras interétnicas”. Como señalaba
un testigo indígena sora, precisamente en esos mojones
construían sus sepulturas “por partición del dicho ynga
e hasta el día de hoy en sus moxones e deslindes tienen
sus sepulturas [...]” (Del Río 2005: 789).
Los mojones (naturales o elaborados) operaban como
dispositivos que permitían “fijar” y a su vez “recordar” en
la geografía local eventos o mitos asociados al pasado y
a los ancestros. En ese sentido constituían elementos “na-
rrativos” del paisaje generando un sentido de pertenencia
y legitimidad sobre un territorio (Abercrombie 1998; Del
Río 2005: 15-16). Hasta el presente, los mojones de origen
colonial son sacralizados como sitios de memoria social
en cuanto recuerdan el vínculo entre los actuales grupos
sociales y las generaciones fundadoras (Abercrombie 1998:
290). Esta memoria era y es salvaguardada y legitimada
por las comunidades en eventos ceremoniales, como los
recorridos anuales y como aquellos, descritos anterior-
mente, que culminaban en mesas ceremoniales.
En definitiva, parece tratarse de un conjunto de tra-
diciones de distintos orígenes que fueron integradas y
resignificadas por los pueblos andinos desde los inicios
coloniales. Dados todos estos antecedentes, presumimos
que el amojonamiento efectuado por encargo de Toledo
en 1578 en nuestra región, así como el recorrido que
hizo posteriormente el corregidor de Lípez en compañía
de diferentes caciques para ratificarlo, debieron haberse
realizado dentro de este proceso de incorporación y
resignificación, pero también de continuidad y legiti-
mación de esta percepción del espacio y sus prácticas
rituales asociadas.
Así, todos los antecedentes descritos nos llevan a
integrar en la discusión la presencia de prácticas inkaicas
de demarcación asociadas a estos deslindes. En efecto, en
el amojonamiento colonial de Tarapacá se hace referencia
a un sistema inkaico de medición de distancias entre
los hitos seleccionados. En otro lugar hemos discutido
la importancia y significados de los demarcadores o
“mojones del Inka”, de los sistemas de “medición” de
tiempo y distancias, del concepto de “legua del Inka”
asociado a ellos y del simbolismo de frontera, temas que
por razones de espacio no podemos desarrollar aquí
(Sanhueza 2004a). Sabemos, por ejemplo, que en una
zona del señorío de los Colla, los mojones establecidos
por Huayna Capac estaban organizados entre sí en
distancias denominadas “chasquis” o “leguas del Inka”
(Espinoza Soriano 1987). Así también, sabemos que, en
nuestra zona de estudio, el deslinde de Toledo usó como
referencia de distancias entre unos y otros mojones las
mediciones o “leguas del Inka” que, al parecer, ya estaban
establecidas, como señala el corregidor:
Estas partes [mojones] las pongo por las leguas que tienen puestas
en cada legua tiene seis mil seiscientas y sesenta y seis varas
enteras a una legua en cada mojón, está puesto en tres en tres
[cada tres] leguas de Inga y algunas leguas de seis [...].
10
Sabemos que el sistema castellano de amojonamiento
“medía” por pasos o por varas las distancias entre uno y
otro hito para hacerlas coincidentes (Guillet 2006: 64).
Sin embargo, ¿por qué se utiliza aquí la legua del Inka
como referente? Es pertinente, entonces, sugerir que
pudieron haber operado no sólo criterios españoles y
criterios andinos locales de demarcación, sino también
algún tipo de participación previa del estado andino en
el establecimiento de mojones.
DEMARCACIONES LOCALES
COLONIALES Y LA IMPRONTA ESPACIAL
DEL INKA
Podemos señalar también una aparente intervención
espacial inkaica en las territorialidades establecidas al
interior de lo que posteriormente fue el tenientazgo
de Tarapacá. Esto podría expresarse en la continuidad
de algunos ordenamientos territoriales asociados a las
nuevas reducciones. Como se dijo anteriormente, en 1612
los caciques de Tarapacá y de Chiapa reconocieron por
72 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
escrito los derechos de Chiapa y Sotoca sobre tierras
agrícolas de la quebrada de Tarapacá (en Pachica y
Mocha).
11
Pero también ambas autoridades refrendaron
lo que serían los límites jurisdiccionales entre Chiapa y
Sotoca y entre Isluga y Cariquima:
Damos posesiones convenientes, mojones y linderos en la
misma palca que es tierra comunicante con las de Chiapa y
Sotoca, y de la quebrada para arriba son de Chiapa, para abajo
son de los sotocas, de esta misma palca coje para la lomada
al dar al cerro de Patactaña [continúa el amojonamiento hacia
el oriente] pampa de Quitana […] Inganta [mina del Inka]
Ingacota [laguna del Inka] y Cerro Prieto, allí comunican con
la linda grande, este es el partimiento con los Chiapas de Isluga
y Cariquima con los de Sotoca que son los anexos de Camiña
(Paz Soldán 1878: 29-30; énfasis nuestro).
12
¿Cuáles fueron los criterios aplicados por los caciques
para establecer estos deslindes? Es factible que algunos
de éstos se basaran en antecedentes prehispánicos y
en una posible organización y control territorial inkai-
co. El amojonamiento abarcaba 21 hitos de los cuales
hemos destacado dos topónimos alusivos al Inka y,
en especial, el lugar señalado aquí como “pampa de
Quitana” y en otro documento contemporáneo como
“pampa” y “cerro de Quetani” [hoy Queitani]. Todavía
en los inicios del siglo
x x se consignaba a este cerro,
perteneciente al cordón divisorio de aguas continentales,
como uno de los antiguos linderos de las comunida-
des de Isluga y Cariquima (Risopatrón 1910: 53, 219).
Aunque hay versiones diferentes respecto de algunos
de los restantes topónimos de este deslinde, el cerro
Queitani parece no haber sido sometido a discusión.
Es sugerente, justamente, que al pie del cerro Queitani
y a unos 4280 m de altura se encuentre el tambo de
Inkaguano, localmente conocido como Inkamarka. El
sitio, que consta de unas 48 estructuras, incluye una
kallanka, una kancha, una plaza y qolqas, presentando
un notable estado de conservación (fig. 5) (Berenguer et
al. 2008 Ms). De acuerdo a los resultados preliminares
de las excavaciones allí realizadas, el tambo presenta
una interesante mezcla de componentes Pica-Tarapacá,
Altiplano-Tarapacá y alfarerías Cusco Polícromo e Inka
Local. Por su ubicación parece haber estado conectado
a un ramal transversal del camino inkaico que unía a
Figura 5. Kallanka del sitio Inkaguano-2, altiplano de Tarapacá (gentileza de J. Berenguer).
Figure 5. Inkaguano-2 site kallanka, Tarapacá altiplano (courtesy of J. Berenguer).
Territorios, prácticas rituales y demarcación en Tarapacá / C. Sanhueza 73
Tarapacá Viejo (o tambo de Tarapacá) con el altiplano
de Carangas. Su importancia política se expresa en la
gran cantidad de material asociado a festines y agasajos
propios de las estrategias administrativas y diplomáticas
estatales (Berenguer et al. 2008 Ms; Uribe 2008 Ms).
Aunque no es del todo claro qué población específica
estuvo bajo la esfera de este centro administrativo, la
presencia de materiales correspondientes al componente
Pica-Tarapacá y Altiplánico sugiere que su ubicación estaba
vinculada también a una necesaria posición de control
y de organización espacial de este territorio en cuanto
“bisagra” entre tierras altas y bajas. El tambo inkaico, cuyo
emplazamiento coincidiría posteriormente con uno de los
puntos relevantes del deslinde acordado por los caciques
de Tarapacá y Chiapa, pudo haber sido un dispositivo
de organización territorial entre las principales zonas
habitadas de la región, cuya contraparte en los valles más
bajos habría estado en el tambo de Tarapacá.
LOS ANTIGUOS DESLINDES EN LA
MEMORIA Y TRADICIÓN ORAL ACTUAL
El cerro Coipasa, ubicado en el salar homónimo, fue
establecido como “mojón general” y tenía una especial
jerarquía en el deslinde de Toledo de 1578, puesto que
era un hito que comunicaba los cuatro corregimientos
creados por la administración española en la región:
“Mojón llamado en la punta del cerro de Cuipasa, hahí
se comunican los cuatro corregimientos de los Lipes,
Paria, Carangas y el de Arica, que es mojón general
dicho cerro que está en una pampa del salitral el solo”
(Paz Soldán 1878: 51).
Esta condición y jerarquía parece estar presente en
la memoria actual de sus habitantes, no obstante que ya
no constituya un hito fronterizo. Dentro de la jerarquía
de cerros o mallkus reconocidos y venerados por la tra-
dición local, se distinguen aquellos ubicados en los altos
de quebradas como Camiña, Chiapa, Sotoca, Chusmiza.
Entre ellos, Jachur Mallku o Tata Jachura de Chiapa es
considerado como uno de los más importantes de la
región. Además, están los “grandes mallkus generales”
que se sitúan tanto en actual territorio boliviano como
chileno. Uno de ellos es el Coipasa (Winchan Mallku),
respecto al cual G. Martínez nos relata una sugerente
tradición oral de los “abuelos” de Isluga:
[…] en la cima del Winchani hay una roca, donde están cuatro
pisadas grabadas, con distintos tipos de calzado (abarcas,
ojotas): Una corresponde a una abarca boliviana, otra a una
chilena, otra al tipo de ojota que usan los chipayas –esa repre-
senta al “Corregimiento de Chipaya”– y una última, al calzado
de los Chiapa, que representa el “Corregimiento de Chiapa”
(Martínez, G. 1976: 277).
Este relato parece ser una resemantización del amo-
jonamiento colonial. Además, es interesante recordar
que en esa zona había también deslindes prehispáni-
cos y “mojones antiguos” o “de otros siglos” como lo
certificaba el corregidor de Lípez en 1581, al iniciar
desde el Coipasa su “recorrido” de reconocimiento
con los caciques locales. Probablemente las camina-
tas ceremoniales por los nuevos y antiguos deslindes
fueron adquiriendo cada vez mayor importancia a
partir del siglo x v i . En ese sentido, no podemos dejar
de sugerir que la metáfora de las “pisadas” en la cima
del cerro Coipasa pudiera estar relacionada con estas
peregrinaciones rituales.
Así también, la referencia al “corregimiento de Chiapa”
parece ratificar la importancia de esta localidad y de sus
autoridades en la memoria política, social y ritual de la
población de Isluga. Esto no significa, sin embargo, un
sentimiento de identificación o de relación identitaria,
puesto que sus actuales habitantes asocian a los chiapas
(como también a los chipaya) con los “gentiles”, no en
cuanto antepasados sino como “gente muy antigua” y
distinta a ellos (Martínez G., 1976: 279). Finalmente, la
distinción entre las cuatro “pisadas” nos sugiere un orde-
namiento espacial cuatripartito, propio del pensamiento
andino y de su organización y equilibrio espacial, social y
cósmico (Rivière 1983). También nos expresa la incorpo-
ración y resignificación de categorías históricas como las
nacionalidades (boliviana y chilena) construidas a partir
del siglo
x i x , así como la reinterpretación de categorías
“étnicas”, que pudieron ser de origen colonial o prehis-
pánico: urus (chipayas) y carangas (Chiapas).
LAS PREGUNTAS
Hemos intentado una estrategia de aproximación que,
si bien nos ha dejado más preguntas que respuestas,
permite abordar el estudio de una región sobre la cual
la documentación es sumamente escasa. Nos propusimos
identificar y problematizar históricamente aquellos patrones
andinos de organización espacial que pudieron operar en
la región que a partir de mediados del siglo x v i se consti-
tuyó en el tenientazgo de Tarapacá. Nuestra perspectiva
se situó principalmente en las categorías simbólicas y
en las prácticas políticas y rituales que legitimaban esas
territorialidades. Nuestra mirada y metodología diacró-
nica nos llevó, necesariamente, a intentar identificar las
rupturas, continuidades y readaptaciones que pudieron
operar en esas lógicas a partir del período colonial. No
ha sido nuestra intención establecer o determinar lo que
pudo ser la estructura y organización territorial específica
que presentaba la región de Tarapacá al momento de la
74 Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Vol. 13, N° 2, 2008
conquista. Más bien se trataba de identificar y discutir
las lógicas de organización espacial que operaron antes
y después de la llegada de los españoles. Curiosamente,
un estudio pormenorizado de los nuevos deslindes es-
tablecidos en el siglo
x v i parece –contradictoriamente a
lo que suele suponerse– un punto de partida pertinente
y enriquecedor para abordar una historia prehispánica
de espacios y territorios en Tarapacá.
Un factor relevante en la construcción de terri-
torialidades fue y continúa siendo la memoria y su
inscripción en el espacio o el paisaje. La estrecha
vinculación con los ancestros así como con episo-
dios y relatos míticos que vinculan el presente y el
pasado son, hasta hoy, el sustento que legitima un
sentido de pertenencia, de identidad y de derechos
adquiridos sobre un territorio. De esta manera, nos
encontramos con interesantes continuidades, pero
también con importantes transformaciones producto
de la incorporación cultural de nuevas categorías de
construcción del territorio. Sin embargo, no podemos
soslayar las preguntas que quedan aún sin respuesta
de acuerdo a los objetivos que nos trazamos en este
trabajo. ¿Cuánto hay de hispano y cuánto de andino
en estas primeras definiciones espaciales coloniales y
en la implementación de territorialidades políticas es-
tablecidas a partir de categorías tan diferentes? ¿Cuánto
hay de hispano y cuánto de andino en las prácticas
rituales asociadas a la conmemoración y ratificación
de espacios colectivos? ¿En cuánto difiere la irrupción
del texto español, asociada no obstante, a prácticas
orales y rituales (“arrancar yerbas y arrojar piedras”),
calendáricas y “paganas” (carnaval) –como se verifica
en el siglo
x v i castellano y en su implementación en
América–, respecto a prácticas andinas de registro
(quipu) y oralidad, de peregrinación y memoria, de
ritualidad y narración (sensu Abercrombie 1998) para
reconfirmar los mojones territoriales?
RECONOCIMIENTOS Este artículo es producto del Proyecto f
o n D e c y t
N° 1050276: “El Inkañán en el altiplano tarapaqueño y la dominación
Inka en el norte de Chile”. Agradezco muy especialmente a los
evaluadores de este trabajo por sus importantísimos aportes.
NOTAS
1
Hidalgo (2004: 473) sostiene la existencia de “jurisdicciones
territoriales compartidas” por diferentes cabeceras altiplánicas;
véase también discusión de Gundermann (2003: 94).
2
Julien 2004. Harris (1997) propone, por ejemplo, que el
“señorío” o “federación” de los Quillacas, constituido por siete
parcialidades y por tres idiomas diferentes, pudo haber sido creado
por la administración Inka con el objeto de equilibrar las fuerzas
sociales regionales.
3
Aunque suponemos que esta dualidad también se daba en
las otras unidades políticas (Odone 1994).
4
Para una interpretación similar, véase también Trelles 1991:
165-166.
5
Paz Soldán 1878: 29, 27. No podemos desechar la posibilidad
de que se hayan omitido otras autoridades mencionadas en el docu-
mento original (el que no ha sido encontrado). La documentación
recopilada por Paz Soldán, que citamos aquí, presenta errores
producto de sucesivas copias realizadas por las comunidades in-
dígenas. No obstante, es posible afirmar que los nombres y cargos
aquí registrados corresponden en efecto a la segunda década del
siglo x v i i (Gundermann 2003: 101).
6
“Carppa: toldo o ramada; Karpani: regar la chacra”
(González Holguín 1952); “Carpatha: hacer toldo; Carpatha: regar;
Carpaquipatha: regarlo todo” (Bertonio 1984 [1612]: 37).
7
Respecto a este deslinde y los hitos que lo componían existen
algunas variantes entre la versión que ocupamos aquí (Paz Soldán
1878) y otras copias de dicho documento (Risopatrón 1910: 48).
8
Las localidades de Tuca y Palaya se ubican en los bordes de
lo que se ha consignado como el territorio de Quillacas-Asanaques
y, por lo tanto, probablemente entremezcladas con poblaciones
adscritas a ese señorío (véase Martínez 1995: 294).
9
La comunidad de Sabaya se origina en el proceso de re-
ducciones de las poblaciones Carangas efectuado por el virrey
Toledo hacia 1575.
10
Paz Soldán 1878: 52; énfasis nuestro. Los españoles intentaron
fijar equivalencias a la “legua del Inca” con sus propios sistemas de
mensura asociándola, por ejemplo, a una determinada cantidad
de “pasos” o “varas”. Pero las mediciones andinas no podían ser
estandarizadas según estos patrones puesto que estaban determina-
das por una multiplicidad de factores que las hacían muy relativas
(véase discusión bibliográfica en Sanhueza 2004a).
11
La comunidad o pueblo de Sotoca parece haber estado bajo
la autoridad directa del cacique de Chiapa, posiblemente desde
tiempos prehispánicos.
12
Pallca (bifurcación de caminos) es el topónimo donde se
bifurcan las quebradas de Aroma y de Sotoca y es el hito que
señala el origen del lindero entre ambos pueblos. Como todos
los accidentes geográficos de estas características, el lugar debió
tener connotaciones sagradas. Respecto a la “linda grande”, ésta
se refiere al amojonamiento general del corregimiento con los de
Carangas y Lípez (1578).
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