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Abstract

The roles of territory and borders in the genesis of conflicts have come under increased scrutiny in international relations and political geography over the past ten years. In this paper I want to focus on three intellectual trends that indicate a rapprochement between scholars in both fields over the "way forward" beyond a number of the previously more stereotyped positions concerning the persisting relevance of territory and borders to world politics. One of these is an increased resistance to and articulation of alternatives to a simple state-centrism. A second is an emphasis on the persistence/revival of geographical imaginations at work in world politics even as particular historic examples of these associated, for example, with specific geopolitical configurations (such as those of the
ENTRE LA GEOGRAFÍA Y LAS RELACIONES
INTERNACIONALES
(Between Geography and IR)
JOHN AGNEW
1
University of California, Los Angeles, UCLA (Estados Unidos)
2
jagnew@geog.ucla.edu
Artículo de reflexión Recibido: 04 de agosto de 2006 Aceptado: 27 de septiembre de 2006
(Traducción del manuscrito en inglés de María Luisa Valencia)
Resumen
En los últimos diez años, en las relaciones internacionales y la geografía política, los roles
del territorio y las fronteras se han visto sometidos a un mayor escrutinio al estudiar la
génesis de los conictos. En este artículo, quiero centrarme en tres tendencias intelectuales
que muestran un acercamiento entre los académicos en ambos campos sobre el «camino
que debe seguirse» más allá de varias posiciones previas más estereotipadas relativas a la
persistente relevancia del territorio y las fronteras en la política mundial. Uno de ellos es
una mayor resistencia a un simple estadocentrismo y la articulación de alternativas a tal
perspectiva. Otro es un énfasis en la persistencia o resurgimiento de ciertas ideas geográ-
cas preconcebidas que entran en juego en la política mundial, aun cuando han caído en
desuso ejemplos históricos particulares de éstas asociados, por ejemplo, con conguracio-
nes geopolíticas especícas (como las de la Guerra Fría). Finalmente, hay una tendencia
importante y es la reorientación de la discusión sobre la espacialidad de la política mundial
desde el uno o el otro del territorio contra las redes y ujos, hacia la apreciación del efecto
que estos elementos ejercen entre sí.
Palabras clave: Territorio, imaginación geográca, estadocentrismo, espacialidad.
Abstract
The roles of territory and borders in the genesis of conicts have come under increased
scrutiny in international relations and political geography over the past ten years. In this
paper I want to focus on three intellectual trends that indicate a rapprochement between
scholars in both elds over the “way forward” beyond a number of the previously more
stereotyped positions concerning the persisting relevance of territory and borders to world
politics. One of these is an increased resistance to and articulation of alternatives to a
simple state-centrism. A second is an emphasis on the persistence/revival of geographical
imaginations at work in world politics even as particular historic examples of these
associated, for example, with specic geopolitical congurations (such as those of the
1
Ph.D. Geography, Ohio State University.
2
Department of Geography.
Tabula Rasa. Bogotá - Colombia, No.5: 85-98, julio-diciembre 2006 ISSN 1794-2489
SUESCA, 2006
Fotografía de Marta Cabrera
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No.5, julio-diciembre 2006
Cold War) are in abeyance. Finally, an important trend is a reorienting of the discussion
about the spatiality of world politics away from the either/or of territory versus networks
and ows to an appreciation of their mutual effects.
Key words: Territory, geographical imagination, state-centrism, spatiality.
En los últimos diez años, ha aumentado el escrutinio de los roles del territorio en
general y las fronteras en particular a la hora de analizar el origen de los conictos
en las áreas de las Relaciones Internacionales (RRII) y la geografía política. Parte
de esto parece ser reacción a los impactos de los escritos sobre la globalización,
que han tendido a ver un mundo emergente en el que el territorio es menos
importante en el conicto, y otra parte parece ser el auge de ideas como la de la
«paz democrática» en la que los estados democráticos están menos interesados
que otras formas de estados en la conquista de territorios y cada vez más buscan
la cooperación en lugar del conicto entre ellos. Para los geógrafos, la cuestión
de los territorios y las fronteras difícilmente es un descubrimiento reciente. Pero
es justo decir que sólo recientemente han comenzado a avivar su interés en lo
que otros tienen por decir sobre estos asuntos. Se ha observado evidencia de al
menos cierto aprendizaje mutuo.
Quiero centrarme en tres tendencias que, aunque quizá no sean tan inmediatamente
relevantes para algunos de estos debates, pueden indicar sin embargo una continua
aproximación entre algunos estudiosos en las áreas de las RRII y de la geografía
sobre «el camino que debe seguirse» más allá de varias de las posiciones más
estereotipadas en relación con la pertinaz relevancia del territorio y las fronteras en
la política mundial. Una de ellas es la mayor resistencia a un simple estadocentrismo
y la articulación de alternativas a aquél, aun cuando se asiste a lo que parece ser
su resurgimiento tanto entre los constructivistas de las RRII como entre los
realistas. Los ejemplos que presento los he tomado de mis escritos recientes
sobre territorio y regímenes de soberanía. Otra tendencia es cierto énfasis en la
persistencia de la imaginación geográca que interviene en la política mundial
aun cuando estén cayendo en desuso ejemplos históricos particulares de aquélla,
asociados por ejemplo con conguraciones geopolíticas especícas (como las de
la Guerra Fría). Acudo al ejemplo del surgimiento de la religión como base de
imaginaciones geográcas nuevas o revividas en la política mundial. Finalmente,
una tendencia importante, que hace coincidir a algunos geógrafos y teóricos de
las RRII, es la reorientación de la discusión sobre la espacialidad de la política
mundial, distanciándose del uno o el otro del territorio versus las redes y ujos,
hacia una apreciación de su inuencia recíproca. Este trabajo tiene inuencia de
una relectura de Foucault para hacer énfasis en el funcionamiento contemporáneo
del poder soberano y el poder difuso. Para desarrollar este punto, me basé en un
artículo que escribí en coautoría con Mathew Coleman.
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I. Soberanía y territorio
La concepción de soberanía que ha predominado en la teoría política moderna se basa
en la idea de la autoridad política exclusiva ejercida por un estado sobre un territorio
determinado. Esta idea reeja el concepto de soberanía que surgió de Westfalia y
se desarrolló posteriormente junto con la Ilustración y los ideales ronticos de la
autoridad popular y el patriotismo. Muchos gobiernos continúan actuando como si
el concepto describiera realmente el mundo contemporáneo. Pero esta concepción
esndar es una guía insuciente para el análisis político. Es una «verdad» que siempre
ha ocultado más de lo que ha revelado. En un mundo que tiende a la globalización,
esta confusión es especialmente problemática. No podemos aplicar con pleno sentido
la concepción ortodoxa de soberanía al ejercicio condicional de los poderes relativos,
limitados y parciales que ahora ejercen las comunidades y actores locales, regionales,
nacionales, internacionales y no territoriales.
En un artículo del 2005, he propuesto una alternativa a la perspectiva ortodoxa
sobre la soberanía que surge de críticas recientes de la comprensión de la autoridad
política en la ortodoxia, a la cual he añadido una crítica de su comprensión de la
espacialidad como territorialidad absoluta (Agnew, 2005a). Este modelo alternativo
se funda en la idea de los «regímenes de soberanía» o combinaciones de grados
de autoridad de un estado central y una territorialidad abierta o consolidada.
Pero la redistribución de la base territorial de la soberanía y el reto a la autoridad
central mediante la desterritorialización en el plano del estado a escalas local y
supranacional de poder infraestructural y despótico son desiguales en el mundo.
No se observa la tendencia que algunos han llamado «migración de la autoridad»
(Kahler y Lake, 2003). Y, como señaanteriormente, tales tendencias no equivalen
invariablemente a la erosión sin más de la soberanía territorial estatal. Lo que
se necesita, por consiguiente, es una tipología de las principales formas en las
que se ejerce actualmente la soberanía para tener en cuenta: (1) su construcción
social; (2) su asociación con la subordinación jerárquica, y (3) su despliegue en
formas territoriales y no territoriales. Las dos dimensiones básicas de la tipología
están denidas por la fuerza relativa de la autoridad del estado central (un poder
estatal despótico) en un eje y su consolidación relativa en la territorialidad estatal
(poder estatal infraestructural) en el otro. Lo primero implica un juicio sobre hasta
qué punto un estado ha adquirido y mantiene un aparato de dominio efectivo y
legítimo. Lo segundo se reere al grado en el cual la provisión de bienes públicos
y el funcionamiento de los mercados están muy regulados por el estado y limitados
territorialmente. Consideradas como construcciones sociales, estas dimensiones
denen tanto el alcance de la autonomía del estado como el grado de territorialidad
de su práctica. Con el cruce de categorías continuas más que discretas, las dos
dimensiones denen cuatro casos extremos que pueden identicarse como tipos
ideales para propósitos de la discusión teórica y el análisis empírico. Tienen un
89
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carácter relacional, relacionado con la forma como se ejerce de manera efectiva la
soberanía en el tiempo y el espacio, en vez de categorías territoriales discretas en
las que pueden encajarse de manera ordenada los estados existentes. Me reero
a estos cuatro tipos ideales como regímenes de soberanía, sistemas de soberanía
efectiva, reconociendo que cualquier caso que ocurra en el mundo real no tiene
que ajustarse exactamente a un régimen particular.
De los cuatro casos ejemplares, el ejemplo clásico es uno de los más cercanos a la
historia que suele contarse sobre la soberanía del estado, aunque aun aquí puede
haber complicaciones (por ejemplo, en Hong Kong y Taiwán por China). Es
un sentido de poder despótico e infraestructural que aún se ejerce con bastante
frecuencia dentro de un territorio estatal encerrado entre fronteras (aun cuando
dependa cada vez más de la inversión extranjera directa y los mercados exteriores
para sus exportaciones) y un elevado grado de autoridad estatal política central
efectiva. La China contemporánea es un buen precedente sobre cuánto tiempo
puede soportar la soberanía absoluta las presiones de la divisibilidad y la necesidad
de establecer una legitimidad democrática de estado cuando se abre cada vez más
al resto del mundo. El segundo caso se parece mucho a una historia que hace
énfasis en la jerarquía existente en la política mundial, pero con un alcance que
se conecta en el espacio en vez de hacerlo en el control territorial directo. Este
régimen imperialista es en todos los aspectos el opuesto del caso clásico. No sólo está
cuestionada gravemente la autoridad estatal por la dependencia y la manipulación
externas y por la corrupción y la mala administración crónicas, sino que también la
territorialidad del estado está sujeta a amenazas separatistas, insurgencias locales y
una deciente integración por la infraestructura. El poder infraestructural es débil
o inexistente, y el poder despótico a menudo se encuentra de hecho en manos
externas (incluyendo instituciones internacionales, como el Banco Mundial, así
como estados distantes, pero más poderosos). Es imperialista; aun cuando también
depende de la aceptación y la cooperación de las elites locales, ya que la práctica
de la soberanía está inevitablemente ligada al estado de dependencia político-
económica que soportan muchos estados en regiones como el Medio Oriente, el
África subsahariana y América Latina, en los cuales es prevaleciente.
Los otros dos casos son menos familiares en relación con las perspectivas crítica
y convencional sobre la soberanía del estado. El tercer régimen es el integrativo,
representado por la Unn Europea. En este caso, la soberanía presenta complejidades
relacionadas con la coexistencia entre diferentes planos o instancias de gobierno y
las áreas funcionales diferenciadas que están representadas de manera distinta en
los varios planos, desde el grueso de la Unn Europea hasta el estado-nación y la
regn subnacional. Pero el carácter territorial de parte de su poder infraestructural
es difícil de negar (considérese la Política Agrícola Común, por ejemplo), aun cuando
la autoridad estatal central de toda la Unión y los estados miembros sea más débil
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Entre la geografía y las relaciones internacionales
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que cuando cada estado era un ente independiente. Es muy evidente que muchos
de los estados del sistema westfaliano se han unido para crear una entidad mayor y,
hasta ahora, políticamente inclasicable que desaa la soberanía estatal existente en
formas funcionalmente complejas y a menudo no territoriales.
Finalmente, el cuarto régimen es el globalista (Agnew, 2005). El mejor ejemplo que
tenemos en la actualidad es la soberanía de hecho que ejercen los Estados Unidos
dentro de sus fronteras nacionales nominales y más allá de ellas y por medio de
entidades internacionales en las cuales son particularmente inuyentes (como
el FMI). Lo cierto es que Gran Bretaña adoptó en el siglo XIX una versión de
dicho régimen. Pero en ambos casos, se han hecho intentos de enganchar otros
estados a su régimen, por cooptación y aceptación o por coerción. Sin duda,
puede considerarse la globalización como el proceso (junto con los cambios
tecnológicos y económicos necesarios) de reclutamiento de los estados en el
régimen de soberanía globalista. Desde este punto de vista, el estado globalista se
funda en la hegemonía, en el sentido de una mezcla de coerción y consentimiento
activo, para ejercer presión sobre otros según sus objetivos. La revolución en las
tecnologías de la información y las telecomunicaciones se ha aliado al término
del sistema monetario de Bretton Woods a comienzos de los 70 para reducir los
costos de transacción en los centros nancieros e incitar la desregulación de los
estados nancieros hasta el punto de que diversos centros nancieros globales (en
Nueva York, Londres y Tokio, en particular) se han ido convirtiendo en el centro
colectivo del régimen globalista. Aunque la autoridad estatal central estadounidense
se mantiene relativamente fuerte (a pesar de los problemas del constitucionalismo
republicano para afrontar su rol global), su papel central en la política mundial
lo atrapa entre dos impulsos políticos en conicto: una que lo presiona a un
imperio disperso (como en Irak) y otra que lo impulsa a mantener los Estados
Unidos como una economía abierta. La base de su hegemonía es la acogida de
los inmigrantes y la inversión y los productos extranjeros y el fomento de estas
tendencias por doquier, pero al mismo tiempo la sujeción cada vez mayor a la
sobreextensión scal en cuanto trata de intervenir globalmente y además atiende
las demandas de su población en prestaciones de pensiones y atención en salud.
Los estados diferentes del hegemónico que ingresan al régimen globalista no tienen
muchas probabilidades de experimentar la tensión, pues pueden limitar sus gastos
militares y así beneciarse del régimen globalista en tanto conserven un grado
de autoridad del estado central relativamente alta. En otras palabras, las fronteras
abiertas pueden ser de benecio en tanto los estados conserven la capacidad de
cerrarlas. De otro modo, siempre existirá el peligro de que el régimen globalista
se convierta en imperialista para estados diferentes al dominante.
91
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He ilustrado de manera empírica la ecacia de esta perspectiva para desenredar los
impactos de la globalizacn en la territorialidad estatal examinando diversas formas
en las que la soberanía monetaria, quizá la de un simbolismo más evidente al igual
que una importante manifestación material de la soberanía del estado, funciona
de manera efectiva. He identicado cuatro procesos monetarios distintivos bajo las
actuales condiciones globales político-económicas: territoriales, transnacionales,
compartidos y sustitutos, que pueden rastrearse en los cuatro tipos de regímenes
de soberanía, respectivamente, clásico, globalista, integrativo e imperialista. Esta
tipología tiene la virtud de diferenciar diferentes formas en las que la globalización
se cruza con la territorialidad estatal para producir modos muy diferentes de
soberanía existente en la realidad o de hecho en el mundo actual. No vivimos
en un mundo particularmente imperialista, globalista, integrador o westfaliano.
La tipología ofrece además una forma de medir las diferencias del signicado de
soberanía en el tiempo y el espacio y por ende de movernos más allá del debate
estéril sobre si se está socavando alguna especie de «soberanía estatal» universal.
Cuando dejan de funcionar los presupuestos sobre la naturaleza ja y universal de
la territorialidad para asignar un lugar a la soberanía, comenzamos a ver, para bien
o para mal, que existe una autoridad política más allá de la construcción soberana
del espacio territorial.
II. Imaginaciones geopolíticas tras la Guerra Fría: religión y geopolítica
La religión y la geopolítica siempre han estado ligadas de una u otra forma
3
. Gran
parte del nacionalismo y el imperialismo han
hallado un propósito y una justicación en las
diferencias religiosas y el proselitismo. Cuando
se fundaron los modernos estados-nación
europeos en los siglos XVI y XVII, el fanatismo religioso era a la vez causa y
consecuencia de la concentración del poder del estado y de las rivalidades entre las
naciones. En Inglaterra, las tensiones que caracterizaron el reinado de la protestante
Isabel I culminaron en el melodramático intento de los activistas católicos (con
vínculos españoles y franceses) —cuyo principal artíce fue Guy Fawkes— de
hacer volar al sucesor a la corona, Jaime I, y a las cámaras congregadas de los lores
y los comunes en el Palacio de Westminster en Londres. Ésta fue la Conspiración
de la Pólvora de 1605, que aún se conmemora cada 5 de noviembre, aunque la
mayoría de las personas probablemente tienen poca idea del acontecimiento original
o entienden el abierto matiz anticatólico de su celebración. El imperialismo ruso,
español, francés, holandés, británico y estadounidense ha hallado siempre cierta
lógica en la conversión de nativos o en el uso de las diferencias religiosas para
explicar porqué debe subyugarse a otros.
3
Véase la edición especial: “Religion and
Geopolitics” Geopolitics, 11, 2 (2006), de
próxima aparición.
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Hoy en día, la avanzada del cristianismo fundamentalista (Cutting Edge) en los
Estados Unidos no es el Evangelio Social de Jesús, y da prioridad a las parábolas
o máximas de éste como guía para la vida cotidiana y las relaciones con los demás.
Más bien se organiza en torno a una visión de la segunda venida, dramatizada
en la gran venta de la serie de novelas Left Behind. Hasta la fecha se han vendido
más de 50 millones de ejemplares de esta serie. En la primera novela, titulada Left
Behind (Dejados atrás) al igual que la serie, millones de cristianos renacidos de
todo el mundo son llevados sorpresivamente al cielo durante el Rapto, mientras
el resto de la humanidad «queda atrás». En el periodo subsiguiente, según esta
historia premilenaria, estalla una guerra entre los seguidores de un anticristo,
cuyas adulaciones son resistidas sólo por la llegada justo a tiempo del Comando
Tribulación conformado por creyentes tardíos. Al nal, el Día del Juicio Final,
Cristo arroja a todos los no creyentes (en especial a los creyentes en otras
religiones) al fuego perpetuo del inerno. Esta lectura apocalíptica de la biblia
cristiana, basada en una sustancial prioridad del Cristo de la Revelación sobre
el Jesús de Lucas, ha sido durante mucho tiempo característica del milenarismo
cristiano que periódicamente ha resurgido en épocas de cambio radical en las
sociedades europea y estadounidense.
Entre el caos apocalíptico de los libros de Left Behind, se encuentra una agenda
geopolítica no muy oculta, que reeja la tendencia a largo plazo del milenarismo
de adoptar una expresión geopolítica en términos de donde el mal acecha y donde
las fuerzas de la rectitud nalmente entrarán en conicto con el anticristo y sus
servidores. No sorprende que la ONU (aunque haya sido en gran parte una
creación estadounidense) se considere el vehículo del poder del anticristo. Todas
las agencias internacionales y las monedas supranacionales son obra del demonio.
Cuando los reyes de la tierra «dan su poder y su fuerza a la bestia» (Libro de las
revelaciones 17:13), la prostituta de Babilonia se sienta sobre «siete montañas»
(Libro de las revelaciones 17:9). Roma tiene siete colinas, y el Tratado de Roma fue
el documento fundador de la Unión Europea. Por ese hecho, la Unión Europea
es obra del demonio. Incluso el calentamiento global puede servir un propósito
divino al acelerar el deshielo de los cascos polares que, en esta versión, jugarán un
papel importante en la Tribulación. Entre paréntesis digamos que lo que en últimas
es divino o satánico en todo esto es cuestión de interpretación. Para terminar, el
momento decisivo, el Armagedón, ocurrirá, como era de esperarse dada la autoría
de la biblia, en Israel, cuando los judíos hayan establecido un estado para mismos.
Esto es necesario antes de que Cristo pueda retornar en todo su esplendor. Ahora,
puede ser reforzado conectar lugares y eventos tan disparatados en un relato actual
tomado de una historia de dos mil años de antigüedad escrita poco después de la
caídad de Jerusalén frente al ejército romano en el año 70 d.C., pero puede verse
adónde se dirigen los autores con ello. Están ofreciendo nada menos que una
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geopolítica basada en la biblia para la política estadounidense sobre un vasto rango
de aspectos, desde tomar una posición en el conicto entre Israel y Palestina y no
hacer nada para remediar el calentamiento global hasta el signicado obviamente
diabólico de los ataques terrorisas del 11 de septiembre del 2001
4
. Y más aún: no
albergan dudas. Ésta es para los tibios y los no creyentes
5
.
No todos los tipos de geopolítica religiosa se basan en tal exégesis textual. En
muchos casos, simplemente hay un reclamo de un territorio basado en una
justicación religiosa o concesión divina. Es el caso del deseo de al-Qaeda de
restablecer por medios violentos una umma (comunidad de creyentes) islámica
separada de la polución social de los ineles. Esto se preguraba de alguna manera
en la designación de «el gran Satán» que el Ayatollah Khomeini de Irán impuso a
los Estados Estados en la época del derrocamiento del Shah en 1979. Distintos
grupos que se adjudican credenciales islámicas, como la sanguinaria milicia de los
janjawiid en Darfur, Sudán, se adhieren a credos prestados, incluyendo la noción de
que sólo los descendientes en línea directa del profeta Mahoma y su tribu Qoreish
tienen derecho a gobernar las tierras musulmanas. Al nal, sin embargo, como lo
plantea el jurista Khaled Abou El-Fadl: «Las ciudades sagradas de la Meca, Medina
y Jerusalén se encuentran en el centro mismo de los reclamos territoriales. Sin
embargo, más allá de los lugares sagrados, me parece que cualquier otro límite
territorial tiene una importancia secundaria para el imperativo moral universal de
la Shari’ah [ley Islámica]» (El-Fadl, 2003:226). El problema es que en la ley islámica
clásica, no se esperaba que los musulmanes vivieran permanentemente entre no
musulmanes. En realidad, se esperaba que emigraran a las dar-al-islam (o tierras
islámicas). En consecuencia, la cohabitación con no musulmanes en el mismo
territorio se convierte en un dilema importante en tales términos. En el caso del
judaísmo, existe también cierta disputa sobre la vital importancia de la tierra para
la identidad y la práctica religiosa de los judíos, que tiene obvias implicaciones
para el Sionismo y la posibilidad de intercambiar «tierra por paz» en el conicto
con los Palestinos. Si, por ejemplo, la tierra sagrada de Israel es esencial para el
judaísmo por Menachem Lorberbaum («La tierra prometida originalmente a
4
Véase, para tener un buen ejemplo reciente sobre el género, Evans, 2004. Nunca se explica porqué Dios
debe favorecer a los estadounidenses ricos y poderosos cuando el Jesús de los Evangelios, para uno, siempre
tendió a estar del lado de los pobres y oprimidos. Tal vez vez no sea coincidencia que los fundamentalistas
estadounidenses se hayan impresionado tanto con las Crónicas de Narnia, de C.S. Lewis (a pesar de derivarse
del literalismo bíblico), donde el personaje que representa a Jesús es Aslan, un león, en lugar de, por ejemplo,
los animales más favorecidos por Jesús: el cordero o el burro. Como ha señalado Adam Gopnik (en «Prisionero
de Narnia: mo escapó C.S. Lewis». The New Yorker, 21 de noviembre (2005:92) «La fuerza moral de la historia
cristiana es que los leones están todos del otro lado».
5
El entrevistador Daniel Yankelovich, Poll Positions: What Americans Really Think about U.S. Foreign Policy.
Foreign Affairs, (septiembre/octubre 2005), p. 10, asegura que al menos por ahora una parte importante de
la población estadounidense acepta las imágenes apocalípticas extremas: «En las mentes de los protestantes
evangélicos, la nación se enfrenta a una amenaza apocalíptica».
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Entre la geografía y las relaciones internacionales
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Abraham [por Dios]», para Daniel Statman la
tierra de Israel no es sagrada en misma; en
realidad, «Según el texto bíblico, la buena tierra
como la encontraron los israelitas es más un
obstáculo para una vida de santidad [debido a
su riqueza] que una inspiración» (Lorberbaum,
2003:23; Statman, 2003:42)
6
.
En otros casos también, como en el hinduismo y el confucionismo, en los que no
hay un texto como la Biblia, la Torá o el Corán, de los cuales extraer inspiración
geopolítica, puede haber sin embargo implicaciones decididamente geopolíticas
para el pensamiento religioso, ampliamente interpretado. La creación mental de un
«hinduismo» distintivo, por ejemplo, se ha convertido en un elemento importante
del nacionalismo hindú en la India, representado por una serie de movimientos
aliados, de los cuales no es el menor el partido político BJP. En competencia con el
hasta ahora dominante estado secular indio, este nacionalismo proclama una Gran
India denida en referencia explícita a la enseñanza hindú según la cual la India
es un «antiguo país, cuyos límites naturales van de el Indo hasta el Mar Oriental
y de los Himalayas (incluyendo a Cachemira, por supuesto) hasta Kanyakumari»
(Corbridge, 2002:157). En contrapartida, el confucionismo, en sus manifestaciones
clásica y postcolonial, exhibe poca de dicha especicidad territorial. Elevado desde
el umbral confuciano, el emperador chino (o China misma) «presidía como Padre
Celestial con todos los Otros como sus hijos liales o hermanos menores» (Ling,
2003:88). Presumiendo que todos los otros pudieran ser convencidos de adoptar el
orden mundial confuciano, «No se reconocía ningún afuera absoluto, sólo grados
relativos de proximidad a un centro» (Hevia, citado en Ling, 2003:88). Así, en esta
interpretación del confucionismo, se valora la unidad sobre todo lo demás. En un
mundo ideal, el «poder moral» de un gobernante sabio «eventualmente atraería a
quienes habitan tierras lejanas, lo que traería paz a todo el mundo y es de esperar
que haría innecesarios los límites territoriales entre estados» (Bell, 2003:59). Que
este cálculo hegemónico tenga mucho o poco que ver con la geopolítica china
actual o la de Asia oriental de manera más general es una pregunta abierta.
III. Poder difuso y soberano en la política mundial
Un libro que confronta abiertamente la relevancia actual del territorio en la
política mundial, Empire (2000), Hardt y Negri, ofrece también una sospechosa
explicación de la espacialidad del poder, que borra las particularidades geográcas
de la práctica geopolítica (Hardt y Negri, 2000). Su discusión del poder es la de
un calendario espacializado de modos de gobierno sucesivos en los que hay una
absoluta transición de la modernidad a la postmodernidad. En un artículo escrito
6
Tal vez el análisis más brillante sobre las
consecuencias de la «prisión de las raíces»
para los judíos en particular, pero también
para todos en general, es Jean Daniel, The
Jewish Prison: A Rebellious Meditation on the
State of Judaism. Traducido del francés por
Charlotte Mandell. (Nueva York: Melville
House, 2005).
95
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en coautoría con Mathew Coleman, la crítica básica es que el calendario espacialidad
del poder de Hardt y Negri nos deja con una explicación improductivamente
polarizada de cómo podría funcionar espacialmente el poder (Coleman y Agnew,
2006). En términos de Empire, el poder funciona o bien de acuerdo a un modelo
(ahora extinto) de poder soberano y sus fronteras estrictas entre mismo y el otro,
el adentro y el afuera, o funciona siguiendo una lógica postmoderna antitética que
elimina los mites entre el mismo y el otro, el adentro y el afuera. Esta inadecuada
ilustración del tipo uno u otro para el poder político —como centrada en los estados
o descentralizada en redes— impide llegar a una apreciación mucho más compleja
de la reterritorialización o redimensionamiento del poder estatal en la modernidad
tardía, un tópico retomado recientemente por los geógrafos políticos.
El calendario espacial del poder desarrollado por Hardt y Negri se basa en una
interpretación selectiva —y creemos que profundamente errada— de la obra de
Foucault sobre subjetividad y gobierno. La línea de partida es que aunque el análisis
de Hardt y Negri en apariencia sigue a Foucault, en realidad perjudica su sutil
comprensión de cuándo y dónde podemos esperar hallar alteraciones al modelo
hobbesiano del poder de estado. De hecho, un ejemplo de quizás el grueso de la
escritura sobre Foucault en lo que se reere al aspecto del poder, Hardt y Negri
emplean las perspectivas de Foucault sobre los modos de gobierno soberano-
jurídico, disciplinario y biopolítico para estudiar cómo uno supera y reemplaza
al otro en una sucesión temporal de modos de gobierno. Podría decirse que esta
periodización del poder debe más a pensadores como Carl Schmitt, para quien el
siglo XX está marcado por una transición decisión del gobierno (estatal) soberano
al legal (global), que a Foucault, para quien tales transiciones de época serían
fundamentalmente a-genealógicas. En tal sentido, Coleman y yo sugerimos que
Foucault se interpreta mejor no como historiador de grandes épocas, sino más bien
como lósofo, y a partir de esto, de que su interrogación losóca del poder y la
subjetividad se origina más espacial que temporalmente, o en otras palabras en la
base de que las relaciones de poder se hacen maniestas con mayor claridad en el
espacio que de manera secuencial en el tiempo. El proyecto, entonces, es evaluar
las hipótesis de Hardt y Negri sobre el Imperio contemporáneo y yuxtaponerlas
a la genealogía del poder de Foucault, con el n de ofrecer lo que vemos que es
una explicación mucho más compleja del poder y sus espacialidades. En el nivel
más amplio, la meta es examinar nuevamente con mayor detalle las armaciones y
equivalencias teóricas regadas en Imperio con el objeto de buscar cómo podríamos
reconceptualizar la geografía del gobierno (neo)imperial contemporáneo.
Para nosotros, el argumento geográco-político crucial de Foucault en su análisis
del gobierno y la subjetividad es repensar las relaciones de poder s allá del estado,
o para decirlo más exactamente, más allá del estado como un aparato de intereses y
estrategias desde ya y siempre centralizado que, en el mejor de los casos, tiene que
JOHN AGNEW
Entre la geografía y las relaciones internacionales
96
ver sólo tangencialmente con los individuos y sus vidas cotidianas. Por ejemplo,
un blanco recurrente en la obra de Foucault es el modelo de gobierno articulado
en el Leviatán de Hobbes. Foucault calica de deciente este modelo, en tanto
amalgama temas en una masa contractual y luego los olvida en esencia, o al menos
asume su anuencia, estimabilidad u obediencia en tanto cuerpo colectivo, unicado
del estado. Para Foucault, si la política es una especie de guerra clausewitziana
inscrita en «instituciones sociales, en desigualdades económicas, en el lenguaje, en
los mismos cuerpos de todos y cada uno de nosotros», la cuestión del orden y la
estabilidad políticos necesariamente exceden una relación territorial estática entre
sujetos soberanos (concebidos como un ente singular, coherente) y su soberano.
Como lo argumenta Foucault:
No creo que debamos considerar el estado moderno como una
entidad que fue desarrollada por encima de los individuos, ignorando
lo que son y su misma existencia, sino al contrario, como una
estructura muy sosticada a la que pueden integrarse los individuos
(Foucault, 1982:334).
Los olvidados en las teorías canonizadas sobre el estado se convierten, para
Foucault, en sujetos por medio de quienes —en lugar de sobre quienes— se
ejerce el poder:
Debemos tratar de captar la sujeción en su instancia material como
una constitución de sujetos. Ello sería el opuesto exacto del proyecto
de Hobbes en el Leviatán ... Piensen en el esquema de Leviatán: en
la medida en que es un hombre fabricado, Leviatán no es otro que
la amalgama de cierto número de individualidades separadas que
se encuentran reunidas por el complejo de elementos que van a
conformar el Estado; pero en el corazón del Estado, o mejor dicho,
en su cabeza, existe algo que lo constituye como tal, y ello es su
soberanía, la cual dice Hobbes que es precisamente el espíritu de
Leviatán. Bien, en lugar de lamentarnos por el problema del espíritu
central, creo que debemos intentar estudiar las miríadas de cuerpos
que están constituidos como sujetos periféricos como resultado de
los efectos del poder (Foucault, 1980:98).
De aquí viene la citada armación de Foucault de que «debemos evitar el modelo
del Leviatán en el estudio del poder» (1980:98). Sin embargo, el llamado de Foucault
a «cortar la cabeza del rey» (1980:98). no es un rechazo del estado o un argumento
para su disolución, como se ha armado a menudo. En lugar de ello, su petición
es a teorizar la subjetividad en términos que van más allá del ejercicio coercitivo
de la fuerza hacia abajo o la transferencia consensual de derechos hacia arriba por
parte de individuos unicados los cuales han dominado las explicaciones liberal
97
TABULA RASA
No.5, julio-diciembre 2006
y marxista sobre el poder. Para Foucault, el problema de la subjetividad moderna
requiere entender el poder de manera diferente como un campo de estructuración
omnipenetrante que se ltra por debajo y por fuera del alcance autorizado al
soberano pero que sin embargo se cruza con el poder soberano-jurídico. El
objeto principal de Foucault, podríamos decirlo, es reintroducir el problema de la
subjetividad en el del gobierno o, en otras palabras, reestablecer la relación entre
el soberano y sus sujetos, como aquel que señala que el mapeo binario del poder,
dividido en soberanía/obediencia, puede complicarse con explicaciones alternas
de la manera como funciona el poder y como se forman los sujetos.
IV. Conclusión
He señalado tres tendencias que tienen que ver con la espacialidad de la política
mundial compartida entre la geografía y las RRII. El tema central es el deseo común
de evitar la lógica del uno u el otro en relación con el territorio y las fronteras
que ha incomodado gran parte del debate sobre ambos en la teoría actual sobre
las RRII. Aún hay mucho por hacer. Lo evidente, sin embargo, es que la trillada
aseveración del «n de la geografía», por un lado, y nada ha cambiado en el mundo,
el territorio sigue siendo la base de la política mundial, por el otro, se mantienen en
la necesidad de confrontación y reemplazo. Las tres tendencias que he identicado
muestran algunas maneras de hacerlo.
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Article
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I propose a concept of effective sovereignty to argue that states participate in sovereignty regimes that exhibit distinctive combinations of central state authority and political territoriality. Two basic conclusions, drawing from recent research in political geography and other fields, are that sovereignty is neither inherently territorial nor is it exclusively organized on a state-by-state basis. This matters because so much political energy has been invested in organizing politics in general and democracy in particular in relation to states. Typically, writing about sovereignty regards sovereignty as providing a norm that legitimizes central state authority. Unfortunately, little or no attention is given as to why this should always entail a territorial definition of political authority and to why states are thereby its sole proprietors. The dominant approach continues to privilege the state as the singular font of authority even when a state's sovereignty may be decried as hypocrisy and seen as divisible or issue-specific rather than “real” or absolute. I put forward a model of sovereignty alternative to the dominant one by identifying four “sovereignty regimes” that result from distinctive combinations of central state authority (legitimate despotic power) on the one hand, and degree of political territoriality (the administration of infrastructural power) on the other. By “regime” I mean a system of rule, not merely some sort of international protocol or agreement between putatively equal states. I then examine the general trajectory of the combination of sovereignty regimes from the early nineteenth century to the present. The contemporary geography of currencies (specifically exchange-rate arrangements) serves to empirically illustrate the general argument about sovereignty regimes. Finally, a brief conclusion suggests that the dominant Westphalian model of state sovereignty in political geography and international relations theory, deficient as it has long been for understanding the realities of world politics, is even more inadequate today, not only for its ignoring the hierarchy of states and sources of authority other than states, but also because of its mistaken emphasis on the geographical expression of authority (particularly under the ambiguous sign of “sovereignty”) as invariably and inevitably territorial.
Chapter
"The Land of Israel is Holier than all other Lands" (Mishnah Kelim 1:6) Introduction What kind of a good is territory? How do we reason about land? The concept of territory has a unique role to play in the manner in which we think about land issues. Ordinarily we speak of territory as if it were analogous to a private individual's real estate holding. People sell and purchase territory and people inherit the land of their ancestors. Upon closer examination, however, the analogy breaks down. Consider the case of inheritance. Rules of inheritance guide the intergenerational movement of accumulated wealth. The point of transition between the generations is determinable, and the relevant agents can be individuated. The death of a parent occasions inheritance by a child. Territory does not move in the same way between generations. The line demarcating a generation is not the line between an individual parent and child. Generations are marked off in hindsight, and the process is closer to a process of periodization in history. In fact, territory does not “move” at all. The role of the concept “territory” is to transcend generational difference. Like the concept of a people or a nation, territory is transgenerational and connotes continuity over time. Territory is a political concept; it cannot be privatized.Discussions of territorial boundaries usually relate to one of two sets of considerations. First, is a discussion of territory in terms of the geographical, topographical, or defensive integrity of a sovereign polity.
Chapter
Holiness and Boundaries According to Menachem Lorberbaum, central to the Jewish tradition “is the conceptualization of the land in terms of its holiness.” In his view, this conceptualiztion plays a key role in determining the tradition's view on the making of boundaries. Unlike other traditions that view territory as merely “a functional substratum,” in the Jewish tradition, territory – more accurately its own territory – is viewed as “an independent good.” Thus, contends Lorberbaum, an inquiry into the connection between this Jewish, nonfunctionalist conception of the land and the attitude to the making of boundaries might enable us to make some general observations about the way nonfunctionalist conceptions of land govern reasoning about boundaries. I am not sure, however, that this is the best conceptual framework for a discussion on the Jewish attitude to the making of boundaries. Let me start by presenting a different view on the Biblical perception of the land of Israel. According to Lorberbaum, in essence, the land is perceived as holy: “The land of Israel is the Holy Land.” Yet, surprising as this might be for some readers, in the Bible the root Q-D-SH, which denotes holiness in Hebrew, never once refers to the land of Israel! In particular, the expression “the holy land” ( erets ha-qodesh ) is nowhere to be found in the Bible. In the book of Isaiah (52:1), we find the term “city of holiness” referring to Jerusalem, but no reference to any land of holiness.
Article
Debates on the proper balance in Islamic theology between political boundaries and moral communities are premised on assumptions that are rarely made exact or explicit. The issue of whether political boundaries are necessary to protect and safeguard moral communities is formulated in the Islamic tradition in terms of whether God's morality must necessarily be actualized through a political community dedicated to fulfilling this morality. If God's morality is expressed through a set of laws, the question becomes: Does God's law need a political community and a plot of land in which it has jurisdiction and sovereignty? Is it possible to give effect to God's moral imperatives without achieving sovereignty over a piece of land that grants God's law full dominion? The problem that plagues these debates is what may be called competing comprehensive views about the nature and role of Shari'ah and its relation to political and moral communities. There is no doubt, as Sohail Hashmi and Rashid Rida point out, that the Qur'an and Sunna exhibit considerable hostility to the ethos of blind loyalty to a tribe, clan, family, or even a piece of land. The Qur'an, for instance, commands Muslims to commit themselves to justice, even if that means being forced to testify against their own families, clans or tribes. It also condemns the moral corruptness of blind loyalty to ancestoral practices, and calls such loyalties the “cant of ignorance ( hamiyyat al-jahiliyyah ).” Significantly, Islamic theological doctrine has consistently claimed moral superiority over normative systems that are based on loyalty to a king, to an institution (such as a church), or to ethnic or racial affiliations.
Article
Introduction Dan Bell has provided us with a comprehensive survey of Confucian treatments of territorial boundaries. Professor Bell has accomplished this task, moreover, despite the tremendous range that exists within what is considered “the Confucian tradition,” both temporally (over two millennia of interpretation and reinterpretation) and substantively (“neo,” “post,” “reformist,” “orthodox,” and so on). In this regard, Professor Bell has given us not only what the Confucian canons say on the subject of territories and borders (particularly in light of the different methods of boundary alteration discussed in the Introduction to this volume), but a taste of how contemporary societies in China, Taiwan, and Hong Kong draw on Confucian principles to decide policy issues. At the same time, it is necessary to underscore the hybrid nature of “third world” traditions such as Confucianism. In our enthusiasm for multicultural equality (itself an artefact of Anglo-American liberalism), we must be careful not to wish away, inadvertently, the impact of almost five centuries of Western colonialism and imperialism on societies outside the West. One may note, for instance, that while Confucianism today has integrated liberal notions of “the public” as a distinct sphere of governance from “the private,” liberal theory shows no trace whatsoever of absorbing Confucian concepts such as filial piety or virtuous rule. Put differently, we cannot pretend that the political traditions of the colonized have developed in the same hegemonic fashion as those of the colonizers.
Article
Introduction More than 2,500 years ago, a political thinker named Master Kong (Latinized name: Confucius; c. 551–479 BC) left his native state of Lu, hoping to find a ruler more receptive to his ideas about good government. Unfortunately, Confucius did not have any luck, and he was forced to settle for a life of teaching. Several generations later, a pupil of Confucius's grandson named Master Meng (Latinized name: Mencius; c. 390–305 BC) committed himself to spreading Confucius's social and political ideas. Like the old master, Mencius wandered from state to state, looking for opportunities to put his political ideals into practice. Mencius had slightly more success – he served briefly as Minister of the State of Ch'i – but he eventually became disenchanted with political life and reluctantly settled for a teaching career. Several hundred years later, however, the social and political ideas of Confucius and Mencius – as recorded in The Analects of Confucius and The Works of Mencius – proved to be literally world transforming. They slowly spread throughout China, Japan, and Korea, and by the late nineteenth century, the East Asian region was thoroughly “Confucianized.” That is, Confucian values and practices informed the daily lives of people in China, Korea, and Japan, and whole systems of government were justified with reference to the ideals of Confucius and Mencius. Confucianism has fared less well in the twentieth century – most notably, the Chinese Communist Party did its best to extirpate every root and branch of the Confucian worldview – but more than one scholar has argued that long-entrenched Confucian habits continued to provide the background assumptions and values even during the darkest days of the Cultural Revolution.