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Cultura y Educación
Culture and Education
ISSN: 1135-6405 (Print) 1578-4118 (Online) Journal homepage: http://www.tandfonline.com/loi/rcye20
Construir la identidad en los márgenes de
la globalización: educación, participación y
aprendizaje
Cristóbal Ruiz-RomÁN, Ignacio Calderón-Almendros & Francisco J. Torres-
Moya
To cite this article: Cristóbal Ruiz-RomÁN, Ignacio Calderón-Almendros & Francisco J.
Torres-Moya (2011) Construir la identidad en los márgenes de la globalización: educación,
participación y aprendizaje, Cultura y Educación, 23:4, 589-599
To link to this article: http://dx.doi.org/10.1174/113564011798392398
Published online: 23 Jan 2014.
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Construir la identidad en los márgenes de la
globalización: educación, participación y
aprendizaje
CRISTÓBAL RUIZ-ROMÁN, IGNACIO CALDERÓN-ALMENDROS
Y
FRANCISCO J. TORRES-MOYA
Universidad de Málaga
Resumen
El presente artículo pretenderá aproximarse desde una perspectiva interpretativa-crítica a los modos en que se constru-
yen las identidades en la sociedad globalizada, con especial énfasis en la escuela. Ésta constituye un entorno fundamental
desde el que se forja la identidad en las etapas de formación básica de toda persona. Sin embargo, esta institución atiende
a los valores, cultura y necesidades del proyecto hegemónico cultural y obvia por insignificantes y residuales a las minorí-
as, sus aportes y todo el horizonte de posibilidades que una sociedad más inclusiva conlleva. Por ello es necesario analizar
las vías que el alumnado perteneciente a colectivos minoritarios utiliza para construir su identidad, y reflexionar sobre la
función que, en la sociedad globalizada, está desempeñando la escuela con estos grupos en desventaja. La institución esco-
lar puede y debe ser un lugar de encuentro en el que a través de la participación y el aprendizaje el alumnado se interprete
y proyecte en comunicación con los otros, a pesar de que en la actualidad se aleje de estas ideas.
Palabras clave: Grupos minoritarios, pluralismo cultural, justicia social, globalización, identificación, cultu-
ra escolar, participación del alumnado.
Constructing identity in the margins of
globalisation: Education, participation and
learning
Abstract
This article aims to take a closer look at the ways in which identities are constructed in a globalised society, from an
interpretive-critical perspective and placing a special emphasis on schooling. School is a fundamental setting from which
identity is built in the early stages of a person’s formation. However, this institution is guided by the values, culture and
needs of the hegemonic cultural group, and it sidesteps minorities and their contributions as insignificant and residual,
along with a whole variety of possibilities that would come with a more inclusive society. That is why it is important
and necessary to analyse the channels that students from minority collectives use to construct their identity, and to reflect
on how schools are working with these disadvantaged groups, in the globalised society. The school institution can, and
must, be a place where participation and learning enable students to interpret themselves and present themselves in
communication with others, despite the fact that its current position is a long way from such ideas.
Keywords: Minority groups, cultural pluralism, social justice, globalisation, identification, school culture,
student participation.
Correspondencia con los autores: Universidad de Málaga. Facultad de Ciencias de la Educación. Dpto. Teoría e Historia de la
Educación. Campus de Teatinos s/n. 29071-Málaga. E-mail: xtobal@uma.es
© 2011 Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 1135-6405 Cultura y Educación, 2011, 23 (4), 589-599
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Objetivos de la reflexión
La identidad constituye la fuente de sentido de los colectivos y las personas, al estar
formada por un conjunto de significados con los que las personas y grupos se reconocen
a sí mismos y son reconocidos por los demás. En la actualidad estas fuentes de sentido se
están construyendo dentro de un mundo globalizado, donde no todos los grupos y per-
sonas están en la misma situación de partida, ni tienen idénticas posibilidades para
desarrollar un proyecto con el que sentirse felizmente identificados. Resulta obvio que
la globalización no afecta de la misma manera a payos y gitanos, habitantes del norte y
del sur del planeta, pobres y ricos, etcétera.
Tampoco todos los chicos y chicas tienen las mismas oportunidades para tener éxito
en la escuela y en la vida, ya que el currículum apenas se trabaja desde el conocimiento
acumulado por los más pobres, por los que proceden de otras naciones (especialmente de
aquellas económicamente más débiles), por los que viven en las zonas rurales, por los
que tienen algún tipo de handicap, por las mujeres, etcétera. La cultura que se busca en
la escuela es por tanto una cultura, no la cultura, y no todos tenemos las mismas posibi-
lidades de acceder a ella, comprenderla y transformarla.
Partiendo de estas ideas, el presente trabajo pretenderá aproximarse desde una pers-
pectiva interpretativa-crítica a los modos en que se construyen las identidades en la
sociedad globalizada, con especial énfasis al papel que tiene la educación en este proceso.
La escuela es, sin duda, un entorno fundamental desde el que se forja la identidad en las
etapas de formación básica de toda persona. Sin embargo, la institución escolar constitu-
ye un espacio de conflicto en el que (desde relaciones desiguales) se “negocian” los signi-
ficados y las identidades. Por ello, trataremos de analizar las estrategias que utiliza el
alumnado que pertenece a colectivos minoritarios para construir su identidad, así como
la función que, en la sociedad globalizada, está desempeñando la escuela con estos gru-
pos en desventaja. Finalizaremos con algunas reflexiones acerca de los retos que tiene la
educación para promocionar la construcción de las identidades minoritarias en el con-
texto de globalización, que hoy por hoy aún dista mucho de ser equitativo.
Marco científico-conceptual de referencia: Identidad, cultura y el conflicto
como posibilidad de ser
La búsqueda de la identidad, sus crisis y su desarrollo han constituido y constituyen
uno de los centros de preocupación fundamentales del ser humano. A lo largo de la his-
toria de la humanidad y de cada historia personal, las mujeres y los hombres hemos sen-
tido la necesidad de responder a la pregunta de quién soy yo. Y es que el existir del ser
humano reclama ocupar y dar sentido a nuestra existencia en el mundo.
Para comprender este proceso de otorgar sentido a la existencia personal es necesario
analizar y comprender las experiencias vividas en las interrelaciones con los otros, así
como comprender el contexto o los diversos contextos en que se han desarrollado tales
experiencias. Como afirma Giddens (1991), “el hecho de que desde el nacimiento hasta
la muerte interactuemos con otros condiciona, sin ninguna duda, nuestra personalidad,
los valores en los que creemos y el comportamiento que desarrollamos” (p. 72). Cada
persona construye sus esquemas de interpretación y actuación a partir de los otros, de la
cultura y de los esquemas de interpretación y acción legitimados en sus comunidades
culturales.
Los seres humanos no vivimos en un solo ambiente, sino que nos movemos entre dis-
tintos contextos y fuentes de experiencia. “Nadie queda nunca limitado a un solo medio
de experiencia moral
1
. En cualquier momento de su proceso vital, los individuos se
encuentran en relación de pertenencia con más de un medio y a la vez están influidos
por otros medios a los que no pertenecen directamente” (Puig, 1996, p. 166).Es decir,
el proceso de construcción de la identidad de las personas está fuertemente condiciona-
do por los otros y los contextos sociales. Si bien éstos no determinan la identidad perso-
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nal, sí que tienen una gran influencia para orientar lo que cada persona acaba significan-
do y valorando en su existencia. Autores de distintas disciplinas han coincidido en seña-
lar la importancia que tiene el entorno sociocultural en la conformación de la identidad
de los grupos sociales y las personas: Bernstein (1988, 1989, 1996) y Castells (1998)
desde la Sociología; Bruner (1997), Cole (1996), Erikson (1968) y Vygotsky (1979)
desde la Psicología; Geertz (1990, 1996) desde la Antropología; Freire (1985, 2001)
desde la Pedagogía… De manera metafórica, podríamos decir que la identidad es el
puente que une a las personas con su entorno. Por ende, las personas construimos nues-
tra identidad desde la multifiliación a distintos entornos o contextos de experiencia.
Ahora bien, ni todos los sistemas sociales tienen la misma capacidad de influencia, ni
ejercen este condicionamiento del mismo modo, ni albergan los mismos significados,
vivencias, hábitos y normas, ni los valoran y jerarquizan del mismo modo.
De acuerdo con las premisas anteriores, parece que el conflicto en el proceso de cons-
trucción de la identidad de los seres humanos es inevitable. Y es que si las personas esta-
mos condicionadas por un número difícil de determinar de contextos, y éstos se organi-
zan en torno a diferentes significados y valores, parece lógico que el ser humano sienta el
conflicto ante los diversos tipos y formas de condicionamiento de los ambientes en los
que se desenvuelve.
Partimos de la idea de que el conflicto es algo connatural al ser humano, en tanto se
genera gracias a la diversidad del género humano. Ahora bien, el conflicto que suele ser
entendido con connotaciones negativas, no tiene por qué serlo. Entendemos que este
acontecimiento debe ser pensado y vivido como una posibilidad de los seres humanos
para enriquecerse en su proceso de desarrollo personal, ya que se constituye como una de
las principales fuerzas motivadoras de nuestra existencia que provoca el cambio social
(Galtung, 1981). Sin embargo, al taparse el conflicto se diluyen las luchas existentes: al
evitar el conflicto cognitivo favoreciendo aprendizajes poco significativos y relevantes,
se reduce a la persona en su competencia crítica; al eludir el conflicto social, reduciendo
la realidad colectiva al individualismo, se desprovee a la ciudadanía de la capacidad de
mejora colectiva.
En cualquier caso, esta visión crítica del conflicto necesita tener en cuenta el poder
como clave para la comprensión de las relaciones humanas, ya que está a la base de la cons-
trucción de los contextos en los que se desarrollan las personas. Las diferencias no pueden
entenderse lejos de la desigualdad que las condiciona (Ball, 1989; Carr y Kemmis, 1986;
Foucault, 1999; Tyler, 1991). Gracias a estos desequilibrios de poder, las instituciones
educativas se convierten, como mostraron las teorías de la reproducción y las teorías de la
correspondencia, en espacios privilegiados en los que principalmente el Estado y las clases
dirigentes mantienen un determinado orden social, relacionado con el sistema productivo.
Desde la perspectiva que nos brinda el conflicto, Foucault (1999) mostró cómo no se trata-
ba de un proceso de reproducción de identidades, sino que la escuela constituye un lugar
en el que determinadas fuerzas sociales producen las identidades que convienen para el
futuro, lo cual puede llevar implícito un cambio, aunque no sea democrático. Finalmente,
las teorías de la resistencia nos han ayudado a ver cómo las bases se encuentran en diálogo y
continua negociación con los poderes que las someten, aunque el desequilibrio de poder
que caracteriza a dichas relaciones hace la lucha a menudo demasiado ineficaz. Todas estas
teorías, desde concepciones diferentes coinciden en mostrar la dificultad de participar real-
mente en la construcción de identidades, entendiéndolas como sitios de esperanza y lucha
(Freire, 1985 y 2001). Ahí está la principal labor de la educación.
Estado actual de la cuestión y problemas existentes: construir la identidad en
los márgenes de la globalización
Entender que la identidad, ya sea colectiva o individual, es una mediación de la cul-
tura –entendida ésta como red de significados que se van construyendo y compartiendo
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(Bruner, 1997; Geertz, 1990; Mead, 1972)– implica que nos referimos a un acondicio-
namiento de la cultura a las personas y de éstas a aquélla. La cultura es impersonal y
demasiado amplia para definir los estilos de vida, las formas de entender el mundo y las
relaciones, especialmente en el mundo globalizado. Por ello, los grupos sociales y las
personas necesitan posicionarse frente a ella, seleccionarla, operativizarla y darle forma
mediante la identidad individual o colectiva. Como iremos viendo, los seres humanos
adoptamos diferentes formas de afrontar dicha tarea que facilitan nuestra posición res-
pecto de las directrices culturales más amplias, pero a la vez suponen acciones y reaccio-
nes condicionadas por fuerzas políticas, ideológicas, filosóficas, antropológicas, biológi-
cas, morales, afectivas, lingüísticas, etcétera, que dominan a los grupos que adoptan
dichas identidades o que han emergido de su configuración como colectivo.
Dentro de estos colectivos, y generalmente participando en más de uno, se ubican las
personas. Los colectivos van suministrando a “cada sujeto unos contenidos que, de
manera informal y escasamente consciente, van troquelando su personalidad, la van
socializando” (Puig, 1995, p. 113). Mediante este mecanismo, los colectivos enseñan y
reproducen los significados, valores y normas que les son propias y que le dan sentido,
perpetuando la propia estructura socializadora.
Los colectivos y comunidades, a través del poder y el control simbólico de la realidad
(Bernstein, 1996), tratan de imponer unas interpretaciones sobre otras y en función de
ello proclaman como legítima una identidad colectiva que les sea acorde: la identidad
legitimadora (Castells, 1998). La legitimidad de las ideas y actuaciones está especial-
mente influenciada por los dictámenes de los grupos que ocupan situaciones de poder
para la producción de significados. Obviamente, nada tiene que ver la influencia que
ejercen los grandes empresarios y las capas sociales más altas, con las que desarrollan los
grupos sociales más humildes. Si bien es cierto que ambos grupos producen, no es igual
la influencia de unos y otros; finalmente, las clases sociales más bajas se ven influencia-
das por los patrones establecidos por aquéllos que ocupan los puestos más altos de la
escala social, sin que éstos tengan la necesidad de conocer los modelos creados por las
bases sociales. Como muy bien sostienen Hargreaves (2004) y Bourdieu (1998), final-
mente son las esferas sociales más altas las que establecen los criterios del gusto. Por
todo ello habría que hablar, más bien, de producción hegemónica.
Mediante este proceso se va generando el concepto de normalidad, tachando como
inadaptadas, fuera de la norma o del grupo, a las personas que construyen su identidad
reaccionando en contra de lo hegemónico. Es decir, las identidades legitimadoras se
hacen desde los diferentes poderes y sus agentes –la escuela entre ellos– y tratan de anu-
lar la valía de otras identidades.
En el ámbito educativo tenemos un claro ejemplo de lo que estamos argumentando.
En efecto, el currículum escolar lleva implícitas la transmisión de un tipo determinado
de ideas, valores y conceptos que de forma general pertenecen a colectivos dominantes,
ya sea a causa del género (Martínez García, 2007; Márquez y Padua, 2009), la nacionali-
dad (Esteve, Ruiz Román y Rascón, 2008; McCarthy 1997; Torres, 2008; Van Dijk,
2007), la capacidad (Barton, 1998; Calderón y Habegger, 2011) o la clase social (Apple,
2004 y 2005; Bernstein, 1996; Olmedo, 2007; Willis, 1988). Así, excluyendo los valo-
res y significados de las culturas minoritarias, de las clases populares... se silencian en la
escuela otros valores culturales.
Distintos autores (Althusser, 2003; Baudelot y Establet, 1975; Bernstein, 1988,
1989, 1996; Bourdieu y Passeron, 1977; Bowles y Gintis, 1976) han argumentado
cómo este currículum sesgado y hegemónico está sirviendo para legitimar y promocio-
nar a unas identidades y colectivos, persuadir y normalizar a otras (Foucault, 1999) y
excluir o poner fuera de la norma a otros. En efecto, los alumnos que, por su procedencia
familiar, social, económica y cultural, están más cercanos a la cultura escolar que han
seleccionado y legitimado los grupos dominantes en y para la escuela, tienen mayores
posibilidades de superar las selecciones que se realizan a partir del aprendizaje o no de
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tales saberes. De esta manera, la escuela con este sesgo cultural corre el riesgo de promo-
cionar al alumnado que proviene de un contexto sociofamiliar medio-alto y postergar al
alumnado que proviene de contextos culturales marginales.
Todo esto se desarrolla a través de complejos y sutiles procesos de legitimación y
apropiación de las personas y los grupos. De este modo, a través de la identidad legiti-
madora se despliega el canje para incluir o no a las personas dentro de un colectivo.
Mediante dicha transacción, la identidad legitimadora insta a las personas a aceptar e
interiorizar los significados de la comunidad cultural como la opción más viable y que
más garantiza su integración y desarrollo en la misma. El potencial de la norma es preci-
samente la apropiación que el colectivo hace de ella, que acaba siendo entendida como
algo generado por el grupo, desligándolo de las presiones ejercidas desde instancias más
altas.
Todo ello hace que construir la identidad personal a través de la adaptación a las nor-
mas sociales sea por una parte lógica, en tanto que la inercia de la socialización nos sitúa
en las coordenadas hegemónicas que los poderes fomentan, y por otra cómoda, en tanto
que no supone una oposición a lo genéricamente compartido. Así pues, la construcción
de la identidad individual por adaptación sería aquella forma de desarrollarse mediante la
adhesión al proyecto hegemónico cultural.
Sin embargo, el adaptarse a lo legitimado no significa que sea lo mejor, lo más edu-
cativo ni lo más rentable. Sin duda, vivir conforme a lo establecido ofrece ciertas garan-
tías de estabilidad social y emocional, pero dicha socialización puede ser perjudicial si
obstaculiza procesos de aprendizaje más educativos, en los que las personas construyen y
adquieren los significados con los que desean identificarse de manera más autónoma,
lejos de las presiones sociales. Además, la adscripción inconsciente y condicionada a la
identidad colectiva legitimadora puede ser especialmente perjudicial en aquellos casos
en los que se ocupan las peores posiciones sociales y se ostentan escasos o nulos privile-
gios. Es fácil comprender que no ganan lo mismo al adaptarse a las normas escolares, por
ejemplo, un alumno de familia humilde que uno de clase alta, ya que los primeros tie-
nen mucha mayor probabilidad de fracasar en la escuela (Calero, 2008). Por tanto, al
adaptarse al sistema escolar, ambos ganarían cosas esencialmente distintas, puesto que
cada uno estaría apostando por la continuidad de sus situaciones, siendo éstas claramen-
te desiguales desde el inicio. En este sentido, adoptar esta vía para construir la identidad
significa, especialmente para el segundo de los casos, hipotecarla
2
.
Pero las personas siempre tenemos la capacidad de discriminar lo que los grupos nos
ofrecen y de posicionarnos ante ellos. Esto no significa que, como ya se ha visto, los gru-
pos y las fuerzas sociales legitimados no ejerzan presiones que condicionen nuestros
modos de pensar y de actuar (en ocasiones tan fuertemente que no encontramos la forma
de deshacernos de ellas), sino que siempre tenemos en nuestras manos la última palabra.
Sin embargo, hay presiones que son tan sutiles que apenas pueden ser atisbadas: las gra-
máticas sociales, los entresijos culturales en los que nos circunscribimos habitan en
muchas ocasiones la parte inconsciente de nuestro conocimiento, nuestro sentir y nues-
tro hacer. Del mismo modo, las identidades sociales pueden suponer horizontes de iden-
tificación apenas vislumbrados mientras no se genera alguna alternativa cultural. Es
cierto que en estas ocasiones –especialmente intensas en entornos con importantes dese-
quilibrios de poder– puede ser más difícil salir de las prescripciones sociales, pero siem-
pre existirá la posibilidad de superar las fronteras. Los seres humanos siempre contamos
con la esperanza de afrontar las dominaciones que nos coaccionan aunque no seamos del
todo conscientes de su existencia ni de que nuestras formas de proceder supongan un
verdadero posicionamiento frente a dichas directrices.
Y es que al igual que la identidad se puede construir a partir de la adscripción a los
significados de una comunidad cultural, también puede elaborarse a partir de la con-
frontación o la resistencia a los significados de las comunidades culturales. La identidad
de resistencia es “generada por aquellos actores que se encuentran en posiciones/condicio-
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nes devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación, por lo que construyen
trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a
los que impregnan las instituciones de la sociedad” (Castells, 1998, p. 30). La adscrip-
ción, en este caso, se hace hacia unos significados que a menudo son estigmatizados, y
en general son desvalorados por la cultura, comunidad o sociedad hegemónica.
La construcción de la identidad a través de la resistencia ocupa un importante espacio
en la conformación de los grupos y en el desarrollo individual de las personas, ya que la
identidad de resistencia otorga sentido a la existencia de las personas mediante la con-
frontación a la cultura hegemónica. Además, este proceso puede constituir un espacio
de resistencia con significados que compartir entre aquellas personas que se encuentran
en la misma situación de oposición o exclusión al grupo hegemónico. Así se edifican los
nuevos contextos culturales de los que habla Castells. El intercambio y puesta en común
de experiencias, sentimientos, conocimientos, acciones... hará de estos espacios nuevos
entornos de resistencia colectiva, que a su vez supondrán un nuevo ámbito de construc-
ción de identidad personal.
Como decimos, la resistencia es el modo a través del cual la persona se rebela a la
socialización, y puede ser motivada por múltiples razones. De la misma forma que la
adaptación puede ser simplemente aceptada como una opción pensada, como una resig-
nación ante los idearios imperantes o como una afiliación inconsciente, en el caso de la
resistencia no siempre tiene las mismas connotaciones. El caso más extremo –el más
ilustrativo– diferencia los dos grandes modelos de resistencia. Nos referimos a la posi-
ción que se ostenta respecto a la idea de necesidad.
En cualquiera de nuestras ciudades podemos encontrar personas y grupos que aún
viven apremiados por la urgencia de las situaciones, hostigadas por la crudeza de sus
necesidades, ya sean de pura subsistencia biológica –incrementadas en periodos de cri-
sis– o de supervivencia sociocultural. Por ello, la necesidad marca las dos posiciones más
claras dentro de la identidad de resistencia: por un lado, estarían las personas y grupos
que, habiendo superado los estados de necesidad, se oponen con conciencia política al
proyecto hegemónico cultural. Por otro lado nos encontraríamos con las personas y gru-
pos que, oprimidos por las situaciones a las que el proyecto social imperante les somete,
se ven forzados de alguna manera a oponerse a lo que se les viene encima.
Ya hemos visto pues, dos vías de construcción de la identidad individual en relación
con dos modos de identidades colectivas: la primera, la adaptación, es una forma de ads-
cribirse a la opción legitimada social y políticamente, mientras que la segunda, la resis-
tencia, es desde su raíz una opción excluida, en tanto que siempre es contrahegemónica.
La primera juega con el favor social e histórico, mientras que la segunda necesita de
grandes dosis de fortaleza, puesto que va contracorriente.
Paul Willis (1988) argumentó cómo en el contexto escolar también se generan cul-
turas de resistencia entre el alumnado. No en vano, una buena parte de los conflictos
escolares se producen cuando a la cultura académica de la escuela se enfrentan las cultu-
ras de los alumnos pertenecientes a colectivos desfavorecidos, que aparecen como cultu-
ras dominadas. Los chicos pertenecientes a estos colectivos desfavorecidos se resisten a la
cultura que legitima la institución escolar (Calderón Almendros, 2011). Esta cultura no
engarza con sus necesidades y posibilidades cotidianas. Por eso, muchos niños de clases
desfavorecidas muestran su desatención y rechazo al proyecto que les propone la institu-
ción escolar. Algunos de estos niños pueden “pasar doce años en una escuela sin que lle-
guen a leer y escribir correctamente. Sólo aprenden las cosas que sienten útiles en fun-
ción de su condición de explotados. ¿Para que podrían interesarles los quebrados desde
su óptica? Sin pretenderlo se impermeabilizan para ciertas áreas que vivencian como
inútiles y abrumadoras mediante un sencillo mecanismo de negación” (Martínez
Reguera, 1999, pp. 64-65).
Por ello, cuando los chicos sienten que se les trata de normalizar con lo que no pue-
den ni saben asimilar, reaccionan con conductas de rechazo, reafirmándose en los patro-
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nes culturales que conocen y dominan. De este modo potencian su propia cultura, desa-
rrollada en sus desfavorecidos contextos de origen y altamente contaminada por los
valores de la cultura social, por tanto con altas dosis de autoritarismo, sexismo, violen-
cia, etcétera, como forma de compensar su posición de debilidad en lo académico. Estos
chicos, resistiéndose a la cultura académica, reproducen de forma activa –no pasivamen-
te como dirían los teóricos de la reproducción–, su cultura. Sin embargo, la producción
de su cultura de resistencia no produce efectos progresivos o de cambio en la estructura
social, ayudando así a su reproducción. Es decir, a estas identidades de resistencia les
falta poder y competencias para convertirse en identidades conscientemente diseñadas y
coherentemente asumidas, para llegar a ofrecer una alternativa a la reproducción.
La última vía de construcción de la identidad colectiva que vamos a trabajar en este
texto es la identidad proyecto. Ésta se genera “cuando los actores sociales, basándose en
los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine
su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura
social” (Castells, 1998, p. 30). Esta identidad colectiva guarda correspondencia con lo
que denominamos la identidad individual de interpretación en tanto que supone una forma
de proyección elaborada de la persona. La hemos llamado identidad de interpretación
por implicar una capacidad personal para descifrar los códigos de los contextos en los
que se desenvuelve a la vez que una forma de proyectarse a sí mismo de manera relativa-
mente autónoma a partir de la lectura que hace de la realidad. Este camino de construc-
ción de la identidad es mucho más educativo por cuanto comporta y exige que la perso-
na tenga un dominio de los códigos que sustentan a la sociedad o a determinados grupos
sociales, así como la capacidad de éste para utilizarlos de acuerdo a los intereses subjeti-
vos o a los generales. Es decir, trata de situarse respecto al poder socializador de las
comunidades culturales mediante la comprensión de la situación conflictiva. Así, es
necesario distinguir entre lo legitimado por los grupos dominantes, lo que la persona
necesita y con lo que desea identificarse. Por todo ello, esta vía hace uso de las dos ante-
riores, pero su articulación viene dada por un alto nivel de elaboración.
Así es, desde la identidad de interpretación se trata de reconocer, consciente o incons-
cientemente, los códigos culturales que se manejan en las distintas comunidades. Sin
embargo, y como se puede deducir, ello implica que las normas, valores, y significados
en general de los distintos contextos, sean cuáles sean éstos, puedan ser conocidos desde
la vivencia directa en las distintas comunidades, condición que no siempre se da.
De hecho, en ocasiones, algunos de los códigos culturales de las comunidades con-
frontadas pueden resultar inaccesibles, bien porque la lejanía entre ellos sea demasiado
grande, bien porque una de las comunidades ponga trabas para dificultar la apropiación
de dichos códigos en referencia a determinados intereses. Y en muchas ocasiones, estos
intereses confluyen en la intención de conformar comunidades exclusivas, con conoci-
mientos, formas de relación, privilegios, etcétera, inaccesibles para otros y distintivos de
su condición de afiliados a dicha comunidad: clases sociales, primer y tercer mundo,
urbanos o rurales son algunos de estos casos en un mundo que se autoproclama globali-
zado. Sirva como ejemplo para ilustrar la cuestión en el ámbito educativo, el caso de
muchos de los chicos y chicas tildados de ser “fracasados escolares”. En estos casos, la
escuela obligatoria, que se presupone que tiene que compaginar comprensividad con
atención a la diversidad mantiene las distancias entre la “cultura oficial” de la escuela y
la que a menudo adquiere este alumnado en el seno de sus familias y sus grupos de
pares. La gran distancia entre ambas culturas, y el poder que ejerce la escuela mante-
niendo dicha separación, apenas da lugar a la identidad de interpretación. En estos
casos, como decíamos anteriormente, los alumnos se repliegan en las culturas traídas
desde sus ámbitos sociales de pertenencia y continúan construyendo su identidad en
base a la resistencia, puesto que les resulta imposible acceder a los códigos de la cultura
académica. Esto explicaría cómo dichas poblaciones mantienen lenguajes de fuerza en el
contexto escolar (Sepúlveda Ruiz y Calderón Almendros, 2002).
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El segundo requisito de la identidad de interpretación radicaría en la habilidad para
comprender que existe un conflicto para compatibilizar y practicar los significados cul-
turales de las distintas comunidades en uno y otro contexto. Y más allá de eso, que entre
ambas comunidades existen relaciones de poder, que cada una de ellas permitirá la
inclusión o exclusión de la persona en algún ámbito concreto de la estructura social, y
que tanto la una como la otra ejercen distintos mecanismos de presión y sanción sobre la
persona. Continuando con el ejemplo anterior, los niños procedentes de clases desfavore-
cidas necesitarían saber que en la escuela el uso continuado de la fuerza física –tan utili-
zada en su vida social fuera de ella– tiene consecuencias nefastas no sólo a corto plazo y
en la institución escolar, sino para la vida futura, circunscribiéndolos a esferas de escaso
poder y relegándolos a las posiciones más bajas en la escala social. Del mismo modo,
tendrían que percatarse de que el uso de la cultura académica con el grupo de pares o
para relacionarse en la familia puede desubicarlo dentro de su cultura social, ganando
con ello riñas, burlas o palizas, perdiendo el respeto y la reputación ganada en dichos
contextos y, finalmente, siendo excluido de sus comunidades.
Todo ello explica que, aunque se dé el primer paso y se comprendan los códigos cul-
turales, a veces se opte por no practicarlos. En muchos casos no se pueden practicar los
diversos códigos de distintas comunidades culturales –que dan acceso a las mismas–,
bien por la presión de los juicios sociales de las comunidades, bien por peligros materia-
les o imposibilidades físicas. En ocasiones, y sobre todo en el caso de los adolescentes, la
salida a este conflicto se realiza a través del camuflaje. Cuando los chicos se ven forzados
a combinar comunidades con códigos muy contradictorios (como es el caso de los hijos
de inmigrantes marroquíes al combinar los valores de su comunidad familiar y los del
grupo de iguales de chicos nativos) (Esteve et al., 2008) o cuando se ven forzados a cam-
biar repetidas veces de contextos (al desembocar, por ejemplo, en centros de menores,
familias de acogida, centros de estudios, etcétera), los chicos no tienen más remedio que
optar por el camuflaje. Es decir, terminan por interpretar o expresar en cada uno de los
contextos culturales sólo aquellos rasgos de su identidad que les ayudarán a integrarse
en dicha comunidad.
Conclusión
En estas páginas nos hemos acercado a los modos en que se construyen las identida-
des en una sociedad globalizada, en la que la hegemonía entra en conflicto con la diver-
sidad y la subjetividad. En la base de todo el esquema planteado podemos entrever
algunos retos y oportunidades que tiene la educación para atender a la construcción de
las identidades minoritarias y que éstas no queden en los márgenes de la globalización.
El análisis que hemos realizado nos induce a pensar que la cultura de la sociedad glo-
balizada está dominada por ciertos grupos y colectivos, y que en ella apenas se reconocen
los aportes de los colectivos desfavorecidos. La cultura y el currículum sobre los que se
sustenta la institución escolar tampoco son neutrales, ni asépticos, ni recogen los apor-
tes, valores y significados de los grupos y comunidades culturales que en ella conviven.
Como afirma Bruner (1997), “los currículos escolares y los ‘climas’ del aula siempre
reflejan valores culturales no articulados así como planes explícitos; y esos valores nunca
están muy apartados de consideraciones de clase social y género, o de las prerrogativas
del poder social” (p. 45).
De ahí que como hemos visto, se produzcan conflictos entre el mundo de significa-
dos de la institución escolar (identidad legitimadora), y el mundo de significados de los
alumnos procedentes de colectivos desfavorecidos (identidad de resistencia). Y el con-
flicto al que tendríamos que abrir los ojos está servido. En 2006, la popular revista
XLSemanal publicó un reportaje muy significativo sobre esta realidad. Bajo el título
“Profesores en pie de guerra”, un grupo de docentes hablaba de “sabotaje de las clases”,
llevado a cabo por “los objetores escolares, que van sin libros y están allí como muebles o
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molestando” (Navarro, 2006, pp. 24, 28). El alumnado en desventaja, por su parte, nos
ha reiterado en diferentes investigaciones ideas similares a la que nos muestra a conti-
nuación Francisco, un alumno de ESO: “(Los profesores) Son todos iguales (...) En mi
instituto están zumbados, no explican una cosa, a lo mejor no la entendemos y nos
ponen un control: vamos a suspender y nos echan las culpas a nosotros por no estudiar, y
no nos explican a nosotros bien. ¿Nosotros qué culpa tenemos si no lo entendemos?”
(Sepúlveda Ruiz y Calderón Almendros, 2002). Se trata de un conflicto que enfrenta a
dos grupos, los docentes y el alumnado que sufre fracaso escolar, con diferentes intereses
y un alto grado de incomunicación. Ambos grupos están construyendo y consolidando
sus identidades mediante la adaptación y la resistencia. La pregunta es ¿cómo dar una
salida crítica e interpretativa a ambos colectivos y a las personas que los integran, de
modo que podamos salir airosos de un momento de crisis? Ante estos conflictos, y si
queremos propiciar una escuela más inclusiva que respete y atienda a las diversas identi-
dades, la solución más educativa no es seguir obviando el conflicto.
Cuando en las aulas se eluden o anulan los conflictos existentes entre las diversas
identidades que conviven dentro de ella, la institución escolar pasa a convertirse en un
mero agente socializador de las identidades legitimadoras, sometiendo a los chicos y
chicas a interiorizar a la fuerza un sistema de valores, normas y significados que, aunque
legitimados por los grupos hegemónicos, en muchas ocasiones son injustos y no dan res-
puestas a sus necesidades materiales y simbólicas. En este sentido, la institución se con-
vierte en un espacio de dominación, en el que las personas son represaliadas –a través del
sistema productivo y de las sanciones puntuales que desarrolla la escuela a través del
profesorado– si no se adaptan o se resisten a las pautas culturales que la definen. Con ello
la escuela queda lejos de ser ese lugar de encuentro en el que el alumnado (se) interprete
y proyecte, de forma autónoma y libre a través de la comunicación con los otros. Por eso,
la escuela, para cumplir una función más educativa, debe propiciar la construcción de
identidades de interpretación.
Para ello, es muy ilustrativo el modelo ecológico de Doyle (1977), que reconoce la
configuración de dos subsistemas interdependientes en la escuela: la estructura de tareas
académicas y la estructura de participación social. Respecto a la primera, resulta obliga-
do, a la vista de lo argumentado en estas páginas, revisar nuestra concepción del currícu-
lum escolar, demasiado centrado aún en materias, dominado por el modelo transmisivo
y estructurado por niveles, presuponiendo un desarrollo homogéneo del alumnado.
Basar el trabajo académico en metodologías de enseñanza que potencien el descubri-
miento, la experimentación y la investigación ofrecería la oportunidad de acercar la cul-
tura escolar a las realidades del alumnado, lo que resulta imperioso en los casos que
abordamos en este artículo. Los chicos y chicas en desventaja –inmigrantes, personas
con hándicap, chicos y chicas procedentes de contextos marginales, etcétera– demandan
poner en contacto sus culturas de procedencia con la que se pretende desarrollar en la
escuela. Esta es la única forma en que puede tener lugar el conflicto socio-cognitivo para
desarrollar aprendizajes significativos y relevantes. Sólo así pueden poner en crisis los
nuevos significados aportados por la escuela, cuando tienen que ver con su conocimien-
to y estructura cognitiva previa. Por ello, la situación demanda de nosotros redefinir
nuestra concepción del profesorado y la docencia (Esteve, 2003 y 2010; Pérez Gómez,
1997), entendiendo que nuestra labor está en provocar aprendizajes más que en profun-
dizar en la transmisión, ya sea ésta a través de métodos tradicionales o mediada por las
nuevas tecnologías.
Sin embargo, esta visión de la enseñanza se queda coja. Al hacer mención a la estruc-
tura de participación queremos hacer hincapié en la necesidad de reestructurar las rela-
ciones que se establecen en el entorno escolar. La educación dialógica es la que se con-
vierte en la piedra de toque de la construcción de identidades más allá de la hegemóni-
ca, porque posibilita la transformación de visiones al poner en contacto real a las
diferentes partes implicadas en los conflictos que sufrimos docentes y alumnado.
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Esto pasa por facilitar a las personas y los grupos que desarrollen la cultura a partir de
sus necesidades, referentes y circunstancias habituales, que en diálogo crítico con los de
los demás, amplíen sus horizontes ideales y materiales, y sirvan como reactivo para
mejorar sus contextos (Ruiz Román, 2003). Por lo tanto, para la construcción de identi-
dades desde la interpretación, el conflicto no se debe anular ni obviar, sino que de éste se
debe hacer un momento educativo para que, a través del diálogo, las personas puedan
interpretar los significados que se ponen en juego en el mismo, para posteriormente
proyectarse de manera autónoma. Educar desde el diálogo supone asumir de manera
clara la dimensión política de la educación (Freire, 1985) haciendo hincapié en dos de
los pilares de la actividad educativa: aprender a vivir juntos, y en un contexto en el que
todos podamos participar, aprender a ser (Delors, 1996). Educar desde el conflicto supo-
ne entender que la realidad debe ser construida entre todos, y que con ello todos saldre-
mos ganando, ya que la educación es un proceso en el que la forma juega un papel deci-
sivo. Educar desde el conflicto parte de la intención de construir un mundo mejor, en el
que cada alumno y alumna pueda decidir cómo ser, pero esto nos exige a los docentes
una apuesta decidida: andar caminos inexplorados, que nos exponen a la incertidumbre,
pero que nos sitúan ante la esperanza de dar sentido a nuestra función como docentes; de
reconstruir nuestra identidad como docentes acercándonos a los márgenes de la globali-
zación.
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Notas
1
Esta afirmación cobra relevancia en la sociedad globalizada contemporánea, caracterizada por la facilidad con la que podemos
quedar expuestos a los significados de contextos que no tenemos próximos físicamente.
2
Originalmente hemos tomado el concepto de hipoteca de identidad de los trabajos de Marcia (1980), como la adhesión ciega
a los significados en los que uno es socializado.
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