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Tensión en el sistema de metáforas epistemológicas de la cultura contemporánea

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Abstract

En este trabajo tratamos de analizar de una manera unificada, a medio camino entre un análisis filosófico y otro sociológico, varias de las líneas de evolución del pensamiento contemporáneo que en general suelen ser analizadas como autónomas. En particular, la articulación social de los sistemas de metáforas epistemológicas denominados racionalista y romántico respectivamente, resulta clave a la hora de entender la tensión, no sólo ética como Charles Taylor se ha encargado de demostrar, sino también epistemológica de la cultura occidental contemporánea. Permite también identificar las líneas de continuidad y de ruptura de los distintos desarrollos filosóficos contemporáneos en relación con su herencia cultural y su contexto social. 1 ICM (CSIC) 2 Introducción. Gran parte de la antropología de este siglo, como gran parte de la sociología, la filosofía y el arte, serían incomprensibles sin el racionalismo socrático e ilustrado y sin la revolución romántica y modernista, formas principales en las que las relaciones y esperanzas que hemos elegido vivir expresan sus metáforas esenciales. La tensión entre ambos sistemas de metáforas está generando aún las principales líneas de evolución de nuestra capacidad creadora de mundos habitables. Es conocida la descripción que hace Nietsche de los orígenes de la actitud racional en la Grecia de Sócrates y Eurípides [Nietsche, El Nacimiento de la tragedia]. Para el griego de tiempos de homero, el cuerpo estaba animado por una fuerza vital que salía del cuerpo cuando éste moría, sin embargo, este aliento vital era algo aparentemente no unificado por una pulsión principal. Era propio de los estados superiores de ánimo el estar como infundido de energía superior, a la que se daba procedencia divina ("Era Marte que me cegó"). La ética homérica exaltaba un estado de inspiración maníaca, que era también aquella en la que los poetas creaban.
1
Tensión en el sistema de metáforas epistemológicas
de la cultura contemporánea
Antonio García-Olivares1
Revista Arbor 621, 1997. Pagina 25 – 45.
Resumen
En este trabajo tratamos de analizar de una manera unificada, a medio camino entre un análisis
filosófico y otro sociológico, varias de las líneas de evolución del pensamiento contemporáneo
que en general suelen ser analizadas como autónomas. En particular, la articulación social de los
sistemas de metáforas epistemológicas denominados racionalista y romántico respectivamente,
resulta clave a la hora de entender la tensión, no sólo ética como Charles Taylor se ha encargado
de demostrar, sino también epistemológica de la cultura occidental contemporánea. Permite
también identificar las líneas de continuidad y de ruptura de los distintos desarrollos filosóficos
contemporáneos en relación con su herencia cultural y su contexto social.
1 ICM (CSIC)
2
Introducción.
Gran parte de la antropología de este siglo, como gran parte de la sociología, la filosofía
y el arte, serían incomprensibles sin el racionalismo socrático e ilustrado y sin la
revolución romántica y modernista, formas principales en las que las relaciones y
esperanzas que hemos elegido vivir expresan sus metáforas esenciales. La tensión entre
ambos sistemas de metáforas está generando aún las principales líneas de evolución de
nuestra capacidad creadora de mundos habitables.
Es conocida la descripción que hace Nietsche de los orígenes de la actitud racional en la
Grecia de Sócrates y Eurípides [Nietsche, El Nacimiento de la tragedia]. Para el griego
de tiempos de homero, el cuerpo estaba animado por una fuerza vital que salía del
cuerpo cuando éste moría, sin embargo, este aliento vital era algo aparentemente no
unificado por una pulsión principal. Era propio de los estados superiores de ánimo el
estar como infundido de energía superior, a la que se daba procedencia divina (“Era
Marte que me cegó”). La ética homérica exaltaba un estado de inspiración maníaca, que
era también aquella en la que los poetas creaban.
El giro de la época de los sofistas consistió en la invención del alma [Escohotado 1975].
Para Platón, que articula filosóficamente ese concepto y actitud, el alma es la Idea de la
vida en cuanto el viviente participa de ella, e incluye facultades racionales, facultades
apetitivas y facultades pasionales. Pero la experiencia de estar constituidos por una
pluralidad de lugares es una experiencia de error e imperfección. Por el contrario, hay
una capacidad en el espíritu humano que es la de verse a sí como uno, a pesar de la
multiplicidad de sus determinaciones y experiencias. Esta capacidad es interpretada por
Platón como un signo de su afinidad en naturaleza con lo eterno y uno, que para él es
superior a lo cambiante y efímero. Esta capacidad es la facultad racional del alma. Al
igual que el cuerpo tiende a la salud, el alma tiende a un estado de orden donde la razón
está en primer lugar. La razón es la capacidad de ver el Orden de las cosas.
La persona no-racional está en stasis (guerra civil) en su interior, con sus deseos en
conflicto perpetuo, mientras que el racional es uno consigo mismo. El primero está
angustiado, el segundo calmado. El primero es arrastrado desordenada e
imprevisiblemente por sus deseos sin fin; el segundo no trata de saciarse con objetos
finitos y cambiantes y por tanto es capaz de establecer objetivos realmente superiores y
llevarlos a cabo sin dispersarse. Platón hace explícitos pues varios de los rasgos
principales de lo que constituirá la actitud racional contemporánea: tomar una actitud
desapasionada y distante frente a las cosas y actividades posibles y mantener la
suficiente serenidad y autocontrol como para realizar hasta el final lo decidido. También
explicita la actitud de temor que se debe tomar frente al caos y a la libertad pulsional
del cuerpo.
Como enfatiza Taylor [Taylor 1989], la ética aristocrática-guerrera del noble aqueo
valoraba la fuerza, el coraje, la capacidad de concebir y ejecutar grandes empresas, la
vida orientada a la gloria y la fama. Estos valores son integrados en la filosofía de
Platón, cuando éste introduce entre la razón y el deseo ese espíritu capaz de emprender
y llevar a cabo (thumos), que está subordinado a la razón pero es un auxiliar de ella. Su
modelo de alma está concebido a imagen de la estructura de clases básica que los
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propios griegos veían en sus polis: El liderazgo político, que controla la actividad de un
cuerpo de guerreros, el cual garantiza la dominación e intercambio ordenado con un
hinterland de agricultores. La descripción que hace Aristóteles de lo que es necesario
para la ciudad (Política, 128) es elocuente en este sentido.
Lo que San Agustín añadirá a esta actitud es la idea de que no basta con entender cual
es el Bien para perseguirlo. La voluntad puede ser débil frente a la naturaleza corporal,
y puede ser perversa, prefiriendo el bien particular al universal. La única manera de
luchar contra esto es volviéndose hacia la luz interior que se revela cuando nos
serenamos y recogemos dentro de nosotros mismos y que sólo puede proceder de Dios.
Esto le pone en el camino del cogitare (recolectar y ensamblar) los recuerdos innatos
que le permitirán discernir el Orden general sin esa permanente desviación de las
pasiones.
Tras el agustinianismo puritano y la nueva ciencia, el Orden Universal y teleológico de
las Ideas empieza a ser visto como inverosímil a medida que el modelo dominante del
Cosmos pasa a ser el de un sistema mecánico muerto y, por tanto, sin sentido en sí
mismo. Para Descartes la Razón es más bien nuestra capacidad (dada por Dios) de dar
un Orden significativo e indudable para nosotros y por tanto instrumental y funcional a
ese Cosmos. Las cosas del mundo están ahí fuera, como en las teorías platónicas o
aristotélicas, pero sus cualidades no son todas intrínsecas a ellas: algunas han sido
asignadas por el observador racional, en sus representaciones, con el fin de que nuestro
uso de ellas ofrezca certidumbre. Como la racionalidad es ahora una propiedad interna
del pensar subjetivo (razón procedimental) podría conducirnos a conocimientos
desviados o falsos, si un Dios no engañador no garantizara la correspondencia de ese
orden interior con un orden universal, cuya existencia demuestra Descartes mediante el
paralogismo de que una idea a priori como la de Dios debe tener una causa
proporcional a ella. Sin embargo, lo más duradero de la propuesta de Descartes fue lo
que éste compartió con el neo-estoicismo de su época: el ideal de un agente humano que
tiene la habilidad de tomar una actitud distanciada hacia sus propiedades, deseos,
inclinaciones, tendencias, hábitos de pensamiento y sentimiento, de modo que puedan
ser trabajados a conveniencia, eliminando unos, fortaleciendo otros. Esta actitud, cuyos
frutos más sorprendentes eran proporcionados por los victoriosos ejércitos permanentes
de los primeros Estados absolutistas [García-Olivares, 1997], influyó en las técnicas
disciplinares de muchas instituciones de la época, tal como ha sido investigado por
Foucault.
La actitud cartesiana fue un precipitante para la que acabó siendo la ciencia
institucionalizada, del conocimiento distinguible y claro en términos universales, que
donde fue posible, constituyó la base para el control instrumental. Sin embargo, ya antes
que él, un autor como Montaigne estaba proponiendo usar la introspección para el auto-
descubrimiento. Su aspiración fue la de relajar la obligatoriedad de tales categorías y
procedimientos “normales” y liberar al propio auto-entendimiento del peso de las
interpretaciones universales, de modo que nuestra propia originalidad pueda aparecer a
la vista y lo particular, fuente se belleza y de conocimiento, no pase desapercibido ante
una atención centrada en exclusiva en lo general. Mientras Descartes invita a un radical
distanciamiento de la experiencia ordinaria, Montaigne invita a un compromiso más
profundo con nuestra particularidad.
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La recuperación de la naturaleza como fuente del bien.
El rechazo naturalista de la existencia de Dios, producto final de la crítica ilustrada a las
instituciones y creencias del antiguo Régimen, tuvo como uno de sus efectos el cargar
sobre el concepto de naturaleza muchas de las funciones desempeñadas por las antiguas
metáforas teístas y deístas.
Charles Taylor ve a Hume explorando una posible respuesta a la pérdida de la visión
providencialista del mundo. La actitud utilitarista era que si ya no podemos dar
significado a nuestras actividades y logros cotidianos como partes de un diseño divino,
debemos dejar de creer en su significado y ver el dominio natural simplemente como un
instrumento a usar para maximizar la eficacia de nuestra búsqueda de la utilidad, porque
siguiendo nuestros instintos de conservación y sensualistas, creamos familias, buscamos
la procura existencial e intercambiamos, todo lo cual redunda en un Bien General. Sin
embargo, Hume explora otra posibilidad: la de considerar nuestros logros cotidianos
como significativos aún en un mundo no-providencial. El significado descansaría
simplemente en el hecho de que son nuestros; de que los seres humanos no podemos
sino, por nuestra propia constitución natural, otorgarles significado a nuestros actos, y
que el camino de la sabiduría pasa por aceptar esta naturaleza nuestra. En otras
palabras, si debemos rechazar a los dioses no es para convertirnos en distantes
autodidactas sino para ser capaces de tomar nuestras vidas como son, sin miedos. En
esto, Hume es más auténticamente Epicúreo de lo que decían ser los utilitaristas
ilustrados. La liberación no lleva a una maravillosa, útil, optimizadora y lucrativa
autoeducación de la propia alma, sino a “una especie de retorno al jardín casero,
agradecida aceptación de un espacio limitado, con sus propias irregularidades e
imperfecciones, pero dentro del cual algo puede florecer” [Taylor 1989, p. 346].
El paso del deísmo al naturalismo desequilibró el antiguo sistema de metáforas aún en
otro sentido, como muy bien muestra Taylor: En el dualismo cartesiano por ejemplo, la
idea dominante es la de la pureza de los seres pensantes y su radical heterogeneidad con
respecto a la ciega e inerte naturaleza física, y la de su trascendental estatus superior.
Sin embargo, en el naturalismo, la creencia de que los seres pensantes son parte de un
vasto orden físico puede despertar una especie de temor reverencial, misterio e incluso
compasión. El modelo dominante desde Diderot es el de que los pensamientos,
sentimientos, aspiraciones morales, todos los vuelos intelectuales y espirituales de los
logros humanos, surgen de las profundidades de un vasto universo físico que es, en la
mayor parte de su inmedible extensión, sin vida, insensible en modo extremo a nuestros
propósitos, y que sigue su curso por inexorable necesidad. “El respeto reverencial es
despertado en parte por el tremendo poder de este mundo que nos empequeñece; pero
también lo sentimos ante el extraordinario hecho de que de este vasto silencio ciego, el
pensamiento, la visión, el habla, han podido evolucionar” [Taylor, p. 347].
Este triple estremecimiento que acompaña a la conciencia del inmenso vacío que nos
rodea, del poder misterioso de generación de la naturaleza, con la que estamos en
relación de filiación, y de nuestra excepcionalidad radical, acompañarán al hombre
naturalista y post-naturalista, y es claramente una fuerza creadora de nuevas metáforas,
como se verá con los románticos.
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Otro de los precursores del romanticismo, en lo que hace a su expresivismo es Juan
Jacobo Rousseau. Contra Descartes, afirma que no somos transparentes a nuestro yo, y
en particular, a los factores que mueven nuestra voluntad. Acusa a los ilustrados de
haber abanderado una visión demasiado simplista tanto de la razón como de la voluntad
humana. Simplificando un tanto su propuesta podríamos decir: el hombre no sólo busca
el placer, también puede buscar la soberbia, y ésta no es la clase de cosa que desaparece
con sólo aumentar la instrucción y la actitud racional. Es más: la Razón y su Verdad son
el primer alimento de esa soberbia, y cuando la benevolencia está presente en nuestra
personalidad, no suele ser nuestro interés (bien o mal entendido) la causa de dicha
benevolencia. “La gente desapegada y guiada por la Razón abstracta suele ser mala”,
viene a decir.
En su Emilio, Rousseau parece recuperar además ciertos modelos estoicos. La
malevolencia surge de una orientación mala de la voluntad. Cuando se investiga el
origen de esa orientación se descubre que deriva de haber centrado la atención en la
apariencia y la opinión de los otros, en lugar de en nuestras auténticas necesidades de
nuestra personalidad y sentimientos íntimos. Cuando uno se concentra en sí mismo y
olvida “el qué dirán” descubre que sus necesidades son mucho más sencillas de lo que
se suele decir y que es fácil estar contento tal como uno es. Es esta conciencia personal
la que nos redime por encima de las bestias, no la actitud racional. Así, la antigua
distinción agustiniana entre conciencia buena y conciencia depravada ha sido asociada
con la distinción entre dependencia de uno mismo y dependencia de los otros, una
perspectiva que tendrá gran influencia hasta nuestros días. La libertad subjetiva que
institucionalizó la cultura de la reforma es propuesta ahora como fuente moral. Lo que
añadirán los románticos a esto es solamente lo siguiente: la voz interior de mis
sentimientos verdaderos define lo que es el bien. Rousseau no dio este paso: para él, la
voz interior debe ser escuchada en tándem con el reconocimiento intelectual del orden
objetivo de la providencia, como en Hutcheson.
El giro expresivista. El romanticismo.
Contra el énfasis clásico en el racionalismo, la tradición y la armonía formal, los
románticos afirmaron los derechos del sentimiento, lo individual y la imaginación.
Si consideramos a la naturaleza como un conjunto de fuerzas o de flujos que atraviesan
y constituyen todo el mundo y que emergen en nuestros propios impulsos interiores, y si
estos impulsos son una parte indispensable de nuestro acceso a esa fuerza, tal como
proclamaron Montaigne, los neo-platónicos de Cambidge, Rousseau y Hume, escuchar
a la voz de la naturaleza dentro de nuestros sentimientos se convierte en algo de gran
importancia intelectual y moral. Esto conecta con otra idea cercana, que es el
expresivismo: la encarnación de la naturaleza dentro de nosotros es también una forma
de expresión.
Expresar algo es hacerlo manifiesto en un medio dado. Pero hacer manifiesto no implica
que lo que es así revelado estuviera completamente formulado antes. Esto puede ser el
caso algunas veces, pero no lo es en el caso de una obra de arte, o en el juego, o en la
creación de una teoría, o de una nueva metáfora. En todos estos casos la expresión
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misma será parte de “lo que tengo que decir”, que estaba previamente sólo parcialmente
formado, por lo que la distinción entre medio y mensaje es poco útil.
Mientras en Aristóteles la naturaleza siempre muestra lo que ya tenía en potencia, en el
modelo expresivista la expresión a la vez manifiesta y define. En este sentido, para los
románticos, los hombres somos seres capaces de auto-articulación, idea que se
prolongará hasta Heiddegger. Para el romántico cada individuo es diferente y original, y
esa originalidad determina como él o ella debe de vivir. Se puede encontrar un
antecedente de esta actitud en el concepto puritano de “vocación”, pero, primero, el
romanticismo no considera al contenido de la vocación predefinido, sino siendo
definido por el sujeto con su propia vida, y segundo, cada individuo es original e
irrepetible, por lo que tiene cada uno su propia medida o forma de sentir y ver las cosas.
La naturaleza que encarnamos nos impulsa a mostrarla, pero no sabemos qué estamos
mostrando antes de haberlo hecho. Y tras hacerlo, la descripción conceptual de lo que
hemos mostrado no agota nunca completamente lo creado, tal como se evidencia en las
obras de arte. La persona, como el artista, hace de su vida su propia obra de arte. Una
posible línea de desarrollo de esta idea es la idea de que nadie tiene derecho a decir a
otro cómo debe comportarse, y debe de concentrarse en lo que considera que debe
hacer él. Esta posibilidad se ha plasmado de hecho en la decadencia moderna de la
valoración de la Moral y un paralelo aumento de la valoración del concepto de Ética.
Otra línea de desarrollo de la actitud expresivista es la que culmina en nuestro siglo con
la generación de las flores de los años 60: Nuestros logros sensuales se interpretan
como conteniendo una significación más alta que en el racionalismo y la buena vida se
define como una perfecta fusión de lo sensual y lo espiritual. Como corolario, se
considera que la benevolencia surge de modo natural de esta actitud.
Otra de las grandes aspiraciones heredadas de la era romántica es la de la reunificación
con la naturaleza, superando de algún modo las divisiones entre razón y sensibilidad,
entre cuerpo y mente y entre la gente entre sí, denunciadas por Schiller en su sexta carta
estética. Esta aspiración es visible en las actuales controversias sobre política ecológica.
La revolución expresivista indujo un desarrollo prodigioso de la interioridad post-
agustiniana, en su sentido auto-exploratorio. El agustinianismo racional de Descartes, la
auto-exploración religiosa y moral de los puritanos y la actitud distanciada y
(auto)manipuladora de Locke y el racionalismo posterior fueron también prácticas que
constituyeron un dominio interior. Pero sólo con el expresivismo vemos aparecer un
dominio interior que es concebido como teniendo profundidad insondable, esto es, que
se prolonga, no se agota, más allá de nuestras expresiones más logradas.
Al final del s. XVIII esta característica se ha incorporado al sujeto moderno, que ya no
se define sólo por su capacidad de control racional distanciado sino por esta nueva
capacidad de auto-articulación expresiva también, capacidad que desde el romanticismo
ha sido adscrita a la imaginación creativa. El subjetivismo es así más profundo, pero,
como dice Taylor, las dos capacidades que lo constituyen están en tensión, pues son
cualitativamente distintas, y tomar la actitud necesaria para una de ellas todo el tiempo
implica hacer imposible la otra. Por ello muchos hombres modernos que reconocen
ambas capacidades como valiosas están constitucionalmente en tensión [Taylor, p. 390].
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Uno de los modos en que se plantea esta tensión es en el hecho de que para la actitud
racionalista la verdad es un valor por encima de la libertad, mientras que para la actitud
romántica la libertad es un valor por encima de la verdad. Para conseguir esto segundo,
la Verdad es rebajada de su pedestal y se contempla como una perspectiva más entre
otras, un modelo o metáfora útil de los muchos posibles, como se llegará a decir desde
el marco del pragmatismo ya en nuestro siglo. A la vez que la Libertad deja de ser
definida como potencial realización de la capacidad racional del hombre, o sea,
realización de su “auténtica libertad” que es la de comportarse óptimamente en el
cálculo de beneficios futuros versus actuales dentro del Orden Racional de las cosas, y
pasa a ser contemplada como una capacidad creativa, no sólo causa eficiente
disparadora de lo que estaba en potencia: también la capacidad de crear órdenes
presentes eventualmente indiferentes a los fines y razones del pasado propios de la
libertad racionalista. Esto es dar a la libertad una capacidad poiética: la de generar
órdenes en cualquier momento del presente dentro de los cuales los fines y razones del
pasado no tienen sentido. Esta interpretación y valoración ascendida de la libertad
llevaron a algunos herederos del romanticismo, como Bergson y Thomas Mann, a
hablar de la existencia de distintos niveles de temporalidad, aparte del transcurso de los
relojes de la objetividad oficial.
La discusión contemporánea acerca de la posibilidad de que los computadores puedan o
no llegar a alcanzar la inteligencia humana se enmarca en esta tensión entre las dos
contenidos más valorados del alma occidental. La metáfora del ordenador ha tenido
tanto éxito para describir el propio alma humana porque los ordenadores tienen
precisamente alma racional. Esto es, la estructura de von Neumann de la mayoría de los
computadores actuales incorpora en su diseño lo esencial de lo que el racionalismo
socrático e ilustrado cree que es el alma humana: Un buscador iterativo de máximos y
mínimos dentro de unas restricciones definidas a priori, cuya obtención dentro de unos
criterios de éxito/fracaso constituye la solución del problema, la certeza, y el Bien
Racional. La optimización de los propios recursos internos con vista a la obtención de la
solución va siendo también paulatinamente incorporada en algunas máquinas.
Lo fundamental de la disputa entre los que creen que los ordenadores llegarán a pensar
y los que creen que la inteligencia humana nunca podrá ser alcanzada por los
ordenadores estriba en que para los primeros mente humana es esencialmente
racionalidad en el sentido ilustrado, mientras que para los segundos mente humana es
algo más que racionalidad. Si prescindimos de los deístas en esta discusión, que piensan
que el alma humana dispone de un poder de iluminar lo material que no puede surgir de
lo material, ese “algo más” es el alma romántica: capacidad de epifanía expresiva, de
contribuir al despliegue del mundo, de poiesis. Para este último grupo, los ordenadores
tienen alma socrática, pero no alma romántica, luego son cualitativamente distintos de
los humanos. Aunque a diferencia de los deístas, muchos de ellos dejan abierta la
posibilidad de que el alma romántica pudiera aparecer asociada a estructuras distintas a
la de von Neumann, como pretenden algunos investigadores que aplican el paradigma
de sistemas autoorganizativos en Inteligencia Artificial.
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La recuperación del tiempo distenso
Algunos autores no occidentales recomiendan no hacer Zen o Yoga como un medio
para quitar el estrés o para conseguir cualquier otro fin. Esto es casi una recomendación
paradójica para un occidental, porque nuestra cultura valora en extremo las decisiones
optimizadas. En ello se trasluce la duradera influencia de la actitud racionalista
propuesta por Descartes, Locke y los ilustrados, y que los estados y empresas
burocráticos han fomentado sistemáticamente.
La actitud de etiquetar y valorar toda pulsión o movimiento del cuerpo y de la mente
como una “capacidad” y un “medio” potencialmente útil para fines superiores es la
actitud instrumental característica del racionalismo socrático. El agustinianismo
cristiano y luego laico, de Descartes, los protestantes, Locke y Bacon, añade a ella la
actiud ascética de “poner a trabajar” (con el “sudor de la frente”) a esos medios con
vistas al fin superior llamado “salvación de la comunidad de creyentes” o “bien en la
Tierra” o “bien común”. En la práctica, ha sido la organización estatal conducida por
sus dos programas (del poder y de desarrollo del capital) el que ha definido, propagado
y promovido esos fines superiores. Los análisis de Weber [Weber 1987], Carlos Moya
[Moya 1977] y Sánchez Ferlosio [Sanchez Ferlosio 1992], deberían ser suficientes para
demostrar esta afirmación. La actitud racionalista, siendo tan arbitraria como otras
muchas (por ejemplo la taoísta; o en occidente, la cínica, la epicúrea, la de Montaigne,
por poner algunos ejemplos de actitudes “no triunfantes”) se ha propagado y mantenido
sin embargo a lo largo de generaciones en amplios grupos sociales. Una de las razones
principales de ello es porque ha sido simbiótica desde el principio de su formulación
(Descartes) y expansión (siglo XVI y ss.) con los citados programas promovidos por las
elites estatales.
En general, la actitud de “poner a trabajar” a la potencialidad instrumental del ser de las
cosas-percibidas-por-un-sujeto con vistas a fines predefinidos, es la que produce el
“tiempo tenso” que Sánchez Ferlosio achaca a la mayoría de los occidentales [Sanchez
Ferlosio 1992]. Desde una actitud que atiende exclusivamente a fines e impulsos
definidos desde la experiencia propia y de grupos cercanos, tales fines superiores
pueden carecer de valor. Y tal es el caso en la actitud romántica, que recoge y sintetiza
las propuestas actitudinales y éticas del epicureísmo antiguo y de Montaigne y en parte
Hume [Taylor 1989]. Un “tiempo distenso” es también posible sin embargo, y los
románticos y post-románticos vuelven a recuperar esa posibilidad dejada de lado
progresivamente desde San Agustín.
Las causas del éxito social de la actitud racionalista parecen claras tras los trabajos
citados. Sin embargo, ¿qué condujo a las metáforas románticas a su amplia propagación
social y a su incorporación en la cultura contemporánea? Nuestra hipótesis provisional,
que dejamos para una posterior investigación es: Los grupos situados fuera de
posiciones dirigentes de los dos programas que constituyen el Programa del Progreso no
consiguen interpretar todas las consecuencias que perciben como emergiendo de la
racionalización de la sociedad, como un Bien General. Consecuencias como por
ejemplo la división en clases sociales en lucha y la monopolización de la expresión
política y cívica por grupos muy minoritarios de las clases superiores y medias. El
romanticismo surgiría pues como una ideología de grupos instruidos pero no
triunfadores, y se extendería a clases medias y bajas, así como a grandes sectores de las
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antiguas clases aristocráticas desbancadas por los nuevos programas de desarrollo social
conducidos por las nuevas elites. El mismo concepto de tutelaje de un proceso de
desarrollo natural o social es reinterpretado por el romanticismo y post-romanticismo en
un sentido desvalorativo. En la misma línea, la fácil identificación oficial entre manera
racional de hacer las cosas, tal como se encarna en las instituciones, y progreso
automático hacia el Bien General, dominante desde la Revolución Puritana, es atacada y
desacreditada por los románticos.
Verdades particulares versus universales
Una importante consecuencia de la valoración romántica dada al expresionismo y a la
libertad frente a la verdad, considerada como meramente instrumental, ha sido la
revalorización de las verdades particulares de grupo, en contra de la actitud derivada del
racionalismo, que ha sido siempre reluctante a las verdades particulares y ha valorado
los saberes válidos universalmente.
Para la actitud romántica que trata de incorporar el racionalismo a su expresivismo,
supeditándolo a éste, los saberes universales, instrumentales, se pueden implementar
pragmáticamente como series de gestos prácticos sin pretensión de que ellos desvelen
una verdad universal e independiente de esa epifanía particular que es la relación
instrumental con las cosas. Esta epifanía particular que es el saber objetivo puede ser
amada por su belleza, por ejemplo, por la hermosa manera como organizan las
expectativas de percepciones futuras de nuestro ego en distintas circunstancias.
Se crea pues un amplio hueco para otros saberes grupales, cuya única legitimación es
estética (su belleza) y pragmática (la utilidad de su uso práctico). Esto ha conducido a
una creciente valorización del relativismo cultural y a la proliferación de movimientos
sociales subculturales que en la cultura cristiana de hace unos siglos hubieran sido
interpretados como una amenaza al orden por parte de las elites estatales. Incluso los
irracionalismos encuentran su lugar como un tipo de epifanía más grupalmente
organizada, que se tolera mientras no entre en conflicto con valores más centrales como
la Libertad, el Progreso o las prácticas instrumentales.
El interés por las epistemologías orientales y la recuperación del Ser
La tensión que caracteriza al sistema de metáforas ontológicas del hombre occidental
desde el romanticismo ha generado también una mayor tolerancia hacia la idea de que
hay múltiples bienes y no un único Bien. Ello ha derivado de la dualidad, a veces
multiplicidad, de las fuentes del bien en el alma occidental contemporánea y de la
conciencia de que ninguna de las actitudes básicas que la componen puede ser
sacrificada sin una pérdida. Esta nueva tolerancia posibilitó un acercamiento a las
filosofías orientales, que rápidamente se tornó en interés, dados los evidentes puntos de
convergencia que se establecen con éstas filosofías tras la revolución romántica.
En efecto, la ontología dominante en occidente durante siglos, el platonismo cristiano,
había tendido a fundamentar el Bien sobre la Verdad, y no sobre el Ser. La ecuación
sería: Bien igual a Verdad, y Ser (auténtico) fundado sobre la Verdad. Por el contrario,
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las principales filosofías chinas e hindú tienden a fundamentar la Verdad, así como el
Bien, en el Ser y su despliegue. En el taoísmo por ejemplo, es el desplegarse de la vida,
como un ser vivo que crece, el que nos va diciendo en cada momento cómo merece la
pena vivir, y no el adecuarse a un orden verdadero establecido desde el principio por un
Dios trascendente. Estas metáforas ontológicas han lastrado también al teísmo, el
deísmo, y las filosofías occidentales secularizadas posteriores, en la forma por ejemplo
de la gran máquina universal ilustrada que debe obedecer a unas Leyes de la Naturaleza
dictadas a priori.
Desde Montaigne y luego el romanticismo se asiste en cambio a una recuperación de las
filosofías que vuelven a fundamentar el Bien y la Verdad en el desplegarse de la vida, y
no este desplegarse en los dos primeros. Este cambio de metáforas ontológicas ha sido
esencial para la historia de la cultura. En el caso romántico, la nueva importancia ética y
epistemológica del desplegarse de la vida va unida a la centralidad que tiene el concepto
de sujeto individual, heredado del agustinianismo de los reformistas. Ambas metáforas
convergen en la metáfora romántica del expresar la propia profundidad interior. La
dignidad del hombre individual no procede sólo de su radical heterogeneidad con
respecto a la naturaleza inanimada que le rodea, como pretendía el racionalismo, deísta
o naturalista. Más fundamentalmente, deriva de que cada uno de nosotros, con nuestras
vidas, somos formas en las que lo vivo tantea e investiga modos de vivir que podrían
merecer la pena, y que previamente estaban indefinidos. El Bien y la Verdad son pues
revelados por el Ser en su desplegarse, pero ese desplegarse se hace y se entiende a sí
mismo como valioso a través de los individuos particulares.
Este fundamentar el Bien y la Verdad en el Ser en su desplegarse, en lugar de
fundamentar el Ser en una verdad preestablecida, tiene derivaciones importantes: Una
de ellas es que la historia de la humanidad no puede ser ya interpretada con la misma
facilidad a partir de un conjunto de reglas de interpretación, o verdades, dadas a priori.
Sentimos minadas estas reglas debido a su propia producción histórica y social. Más
bien, tendemos a interpretar estas reglas y verdades vigentes en cada momento cultural
como producto de ese desplegarse del ser. Ello permite por ejemplo, que estilos de vida
del pasado muy diferentes del vigente, dejen de ser interpretados como un caso
particular de lo que dice nuestro actual sistema de razones y valores, y tratamos más
bien, de entender y encarnar lo que de únicos y entrañables, y por tanto de valorables,
tuvieron (o tienen) aquellas formas de vida. Ello ha posibilitado reinterpretaciones como
las de Polanyi [Polanyi 1989],, Sahlins [Sahlins 1983],o P. Clastres [Clastres 1981],, de
las formas económicas y sociales del pasado, no como formas incompletas de la
economía y sociedad actual, ni como formas particulares de lo que hoy entendemos por
economía, sino como formas originales y valorables de vivir, en circunstancias distintas
de las actuales, cuyos valores culturales y parámetros de felicidad son irreducibles a los
nuestros y deben ser entendidos desde sus propios esquemas generadores de su mundo,
o dicho de otra manera, desde sus propias posibilidades epifánicas.
El post-romanticismo.
A lo largo del s. XIX, y debido a las contribuciones de las ciencias biológicas y físicas,
la naturaleza cuyo impulso percibimos en nuestro interior y la naturaleza que vemos en
el exterior aparecen como cada vez más distintas. Esta última es presentada por la
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ciencia como lejana e indiferente, pero también amoral y a veces cruel para con los
deseos e ideales de sus criaturas vivas y de los hombres. La descripción científica y la
concepción de naturaleza como fuente de belleza y fundamento moral parecen cada vez
más lejanas. La gran corriente de la naturaleza a la que nosotros pertenecemos no se ve
ya como algo comprensible, familiar, cercanamente relacionado al yo, y benigno, y es
vista cada vez más como vasta, indomable, extraña y amoral. Ese impulso interior en el
que Rousseau nos invitaba a concentrarnos deja de ser contemplado como bondadoso.
Hay una tensión hacia un romanticismo menos cercano al providencialismo, y menos
panglosiano, bucólico e ingenuo. El pensamiento de Baudelaire y la filosofía de
Schopenhauer son para Taylor ejemplos de respuestas a esta tensión. Salvando las
distancias, ambas respuestas pueden considerarse formas nuevas de reeditar la respuesta
que daba el agustinianismo radical al humanismo cristiano.
Baudelaire, profundamente influido por la idea agustiniana de una naturaleza caída, se
rebela de los románticos llamando fea a la naturaleza y a los impulsos corporales, y se
vuelve hacia la naturaleza creativa del espíritu humano como salvación de esa fealdad.
Afirma un expresivismo cuyos resultados son sometidos siempre a la evaluación de una
estética y una razón individual siempre arbitrarias pero que nos permiten construirnos
islas de pureza artificial en medio del caos de la naturaleza orgánica.
Schopenhauer reinterpreta también el expresivismo romántico de una manera poco
complaciente. La naturaleza sigue concibiéndose como una energía que se expresa en
nosotros, pero deja de ser fuente del bien. En su obra El mundo como voluntad y
representación, nos muestra a la naturaleza como una fuente o Voluntad que se expresa
en las cosas, objetivizándose en los difererentes entes percibibles, muchos de ellos
capaces de percibir. Esta compulsión cósmica a la actividad y a la interacción, la
Voluntad, “se nutre de sí misma” sin contemplaciones para con sus formas
momentáneas, que se destruyen unas a las otras mientras tratan de realizar su propias
voluntades parciales. Salvaje, ciega e incapaz de satisfacción definitiva, como en el
incendio con que la parábola budista identifica a nuestras vidas, nos arrastra al igual que
a los demás entes, consumiendo nuestra energía, hacia objetivos arbitrarios en el mejor
de los casos, que nunca merecen el esfuerzo sacrificado y que perpetúan el sufrimiento
en uno mismo y en los otros.
Como único modo auténtico de escape Schopenhauer propone explícitamente la actitud
budista: soslayar en cierto modo la urgencia de la Voluntad, tal como se objetiva en la
voluntad de nuestro yo, apagando la pulsión de yo. Lo que queda según el budismo es la
presencia plena de una conciencia que percibe sin apegarse a nada.
Otro modo de aquietar la voluntad que Schopenhauer propone es la transfiguración a
través del arte. La contemplación artística es aquella capaz de olvidar las relaciones de
manipulación que tiene el objeto contemplado con el yo propio. Lo que de este modo
captamos según Schopenhauer son las Ideas platónicas, o formas eternas que subyacen
bajo los ejemplos particulares que vemos en el mundo de objetivaciones de la voluntad,
en sus varios niveles, inorgánico, orgánico o humano. La contemplación artística es
análoga para Schopenhauer a la que establece la memoria sobre muchos recuerdos
lejanos de infancia que aparecen como idealizados y recubiertos por tintes dorados. Ello
sería consecuencia de que sólo recordamos ya la relación pura de percepción de un
objeto por un sujeto, pero no la manera concreta como en aquel momento nos tensaba y
12
angustiaba la relación de esos objetos con la propia voluntad, pues otras múltiples
expectativas, caprichos y soberbias han constituido a nuestro ego desde entonces.
Reproducir en el presente esa relación con las cosas es para Schopenhauer, como para
las tradiciones budistas, la clave de la felicidad.
A pesar de la respuesta de Baudelaire y Schopenhauer, mucho ha sobrevivido del
expresivismo romántico original. La naturaleza, eso sí, ha dejado de ser la reserva y el
origen de lo bueno y de lo bello. Es salvaje, caótica, amoral y arbitraria. Pero sigue
siendo la fuente de todas las voluntades, incluida la nuestra, que es lo único con lo que
podemos contar cuando actuamos. Y para muchos después de Schopenhauer, renunciar
a la naturaleza, separarse de ella, lleva fácilmente a la alienación, al aletargamiento, a
una vida insustancial y vacía, al egotismo y a la cobardía. Tal como lo expresa
Nietzsche, el principal discípulo -luego renegado- de Schopenhauer, no podemos
separarnos de lo “dionisiaco”, tal como fácilmente hacemos en nuestra civilización
basada en la razón socrática y cristiana, sin convertir nuestras vidas en insignificantes.
Bergson con su filosofía de la irreductibilidad de la experiencia a la explicación externa
y de la duración al tiempo “espacializado” de la explicación física; Heiddegger con su
fenomenología y sus influencias diltheianas; Wittgenstein con sus influencias
schopenhauerianas; todos ellos hablan desde el alma expresivista del modernismo
cuando rechazan la hegemonía de la razón distanciada y el mecanismo universal. Por su
parte, Nietzsche no sólo mantiene el concepto de auto-expresión, sino que considera
tanto al racionalismo socrático-cartesiano como a las virtudes de origen puritano de la
benevolencia y la solidaridad, como estorbos para una autoexpresión no-reactiva de lo
viviente, que para él es la clave de una vida más libre y plena.
Las derivaciones contemporáneas de la tensión en el sistema de
metáforas.
El realzamiento de la importancia de la interioridad, de la atención sobre ella y de sus
productos tras el romanticismo y el modernismo lleva asociada una tentación
permanente, que es la celebración autocomplaciente de mi profundidad interior, de mi
voluntad que la explora, de mi expresión creativa. Tendencialmente eso podría conducir
a una cultura de engolados en las que todos se ven y tienden a actuar como dioses. Algo
de esto es perceptible en la cultura contemporánea.
Sin embargo, en un mundo cada vez más poblado de otros dioses individuales obligados
a establecer relaciones burocráticas entre sí, el choque múltiple de voluntades parciales
y el control burocrático de todos por todos, se encarga de deshacer las expresiones
individuales de cada uno en particular, por lo que el mantener largo tiempo y en una
misma dirección una voluntad expresiva acaba provocando una segura frustración. La
dificultad de conciliar el individualismo expresivo con las prácticas racional-
burocráticas ha conducido al ensayo de varias actitudes alternativas: (i) Un
mantenimiento de la valoración de la voluntad individual de expresión unido a un
realzamiento de lo efímero, como en el caso de muchos seguidores de la moda y de las
nuevas modas urbanas, entendidas como ética y estética vital; o bien, (ii) ha conducido,
en algunos grupos minoritarios, a una relajación de la valoración dada a la voluntad de
13
expresión y a su producto, la expresión, en tanto que mías, y a un realzamiento de una
expresión y sus productos más descentrada, grupal y cultural.
Dentro de esta última actitud, que trata de concurrir en y hacia una expresión, los
propios objetos materiales pueden ser entendidos como voluntades parciales
contribuyendo a la expresión colectiva de nuevas formas de vivir, de sentir y de
percibir. Es lo que Taylor [Taylor 1989] identifica en la actitud estética y
epistemológica de post-románticos como Ezra Pound o Rainer María Rilke con la
denominación de marcos epifánicos.
Como resultado de esta segunda solución, “el centro de gravedad epifánico comienza a
ser desplazado desde el yo al flujo de la experiencia, a nuevas formas de unidad, al
lenguaje concebido en una variedad de modos” [Taylor 1989].
El ensamblaje de pensamientos, fragmentos culturales, imágenes, recuerdos históricos,
que Ezra Pound nos ofrece en sus Cantos con el fin de revelar y hacer surgir una nueva
característica oculta, una nueva forma de sentir y entender la realidad, es coherente con
la actitud citada.
Heredero del realismo y la anticomplacencia schopenhaueriana, el hombre modernista
va tendiendo a ver la propia voluntad de expresión como análoga a cualquier otra
voluntad parcial, esto es, como arbitraria y cambiante, como en la imagen de un niño
que juega con un insecto, o en la del cuento contado por un idiota de Shakespeare; esta
clase de analogía impide apegarse excesivamente a ninguna de sus manifestaciones. Y
sin embargo y a la vez, tal voluntad parcial es la contribución de mi existencia única,
insustituible e irrepetible, a la epifanía que realizan colectivamente lo viviente y lo
inorgánico.
En mayor grado aún, el hombre contemporáneo, tras la experiencia de todo el siglo XX,
no es ya tan ingenuo como para confiar en las consecuencias de dejar campar a las
voluntades de los yoes individuales ni colectivos, ya sean éstos modelados como almas
racionales o románticas; y sin embargo éstas son las dos actitudes básicas con las que
cuenta cuando actúa.
La solución de la situación no es fácil. La inconsistencia parcial a la que han derivado
las metáforas epistemológicas básicas de nuestra cultura dejan al sistema de metáforas
en una situación abierta, y por tanto, potencialmente muy creativa, a diferencia de
sistemas metafóricos cerrados como el clásico y el cristiano.
Al menos cuatro líneas de desarrollo son visibles en la actual cultura contemporánea.
Algunos contemporáneos se han inclinado por una actitud racional de grupo, como la
compartida por la comunidad científica, como guía menos mala de sus vidas, aún
aceptando su falta de fundamento definitivo, y la falta de garantía acerca de que sus
productos institucionalizados vayan a traer realmente el Bien, esto es, un progreso
deseable; pero valorando en especial la capacidad de la Razón de crear mundos
artificiales ordenados, un poco a la manera de la actitud de Baudelaire. Otros, como
hemos visto, se inclinan hacia formas de epifanía más colectivas y descentradas. Para
los sectores más radicales de este grupo, ésto implica la conveniencia de alejarse de la
metáfora, hasta hace poco central, de la propia identidad como algo básico,
14
centralmente valioso e imprescindible. Esto implica una exploración de formas de vida
y acción que abandonan, aunque sea intermitentemente, la identidad unitaria. Nietzsche
fué uno de los primeros en mostrar que el yo puede verse también como una
multiplicidad de pulsiones. La narrativa de Joyce puede considerarse un ensayo en esta
línea. D.H. Lawrence dió voz también a la propuesta dionisíaca de Nietzsche. Hulme,
Musil y Proust ensayaron también posibilidades en esta línea, como ha mostrado Taylor
[Taylor 1989]. Y la obra de Proust por su parte, nos muestran cómo la epifanía y su
producto, la Verdad que se expresa en ella, no surgen de un objeto en su percepción por
un sujeto, sino entre ese acontecimiento y su recurrencia a través de la memoria.
Finalmente, una cuarta actitud, socialmente minoritaria, se acercaría al concepto
oriental de no-acción como solución del problema o a lo que Nietzsche llamaba
nihilismo schopenhaueriano.
Varias de las líneas de desarrollo en filosofía y ciencias humanas más interesantes de las
últimas décadas muestran rasgos claramente tributarios de las cuatro posibles líneas de
resolución comentadas.
En particular, la Sociología del Conocimiento Científico de Latour [Latour 1991], con
sus redes de actantes , o las redes de traducción de Callon [Callon 1994] o la ingeniería
heterogénea de Law [Law 1987],y Hughes [Hughes 1987] pueden enmarcarse en lo que
hemos descrito como análisis de lo que constituyen los marcos epifánicos, en los que el
sujeto individual participa como un contribuyente más junto con artefactos, fuerzas
materiales e ideas-guía.
Por otra parte, analizábamos una posibilidad aún más radical, que era la de analizar lo
que constituye el proceso epifánico sin centrarse en la contribución unitaria de los yoes
participantes, sino más bien en la contribución de las fuerzas que constituyen a los yoes,
y a otras (meta)estabilidades objetivas, tal como el proceso del habla. Pues bien, el
psicoanálisis lacaniano, el deconstruccionismo sistémico de Mony Elkaïm [Elkaïm
1996], gran parte de los análisis del discurso y deconstructivismos continuadores de
Foucault, y que culminan en el post-modernismo, el paradigma autoorganizativo en
ciencias humanas y el enactivismo de Varela, todos ellos pueden ser considerados
tributarios de esta posibilidad de investigación creativa.
En tercer lugar, la actitud partidaria de explorar hasta sus últimas consecuencias la
actitud desapegada racional sigue siendo la más numerosa, pero debe de contar sin
embargo con las actitudes alternativas que hemos analizado. Ello se traduce en las
llamadas insistentes de este grupo hacia una demarcación de los saberes obtenidos por
vía racional con respecto al resto de lo considerado saber. Atlan por ejemplo, enfatiza la
necesidad de ser conscientes en cada caso del juego que se está jugando, con el fin de
no confundir las ventajas e inconvenientes de los productos obtenibles de distintas
actitudes cognitivas. La actitud racional pertenecería a la clase de los games, o juegos
de reglas fijas y bien definidas; mientras que la mayoría de las actitudes que hemos
llamada con Taylor epifánicas, pertenecerían a la clase de los playing, o juegos no
estructurados, en los que las reglas van siendo descubiertas sobre la marcha, en el mejor
de los casos.
En efecto, lo importante en la forma de pensar del racionalismo, en su versión
cartesiana, es descomponer el problema en proposiciones cada vez más simples hasta
15
llegar a la certeza en cada una de ellas: ello se produciría cuando todas las
proposiciones hubieran sido construidas de forma coherente y consistente con las
metáforas básicas de la propia cultura, esa “moral superior” de la que hablaba
Nietzsche. Como ha mostrado de forma fructífera Lakoff y Johnson [Lakoff y Johnson
1991], los indemostrable últimos en los que puede fundamentarse un constructo teórico
axiomatizado pueden ser considerados también como metáforas, pero antes de que
existan teorías todo sistema cultural cuenta con metáforas ontológicas y relacionales de
todo tipo. Lo que el racionalismo hace es dar por bueno el sistema cultural de metáforas
y proyectar cualquier experiencia personal en muchas proposiciones que combinen esas
metáforas. Esto se puede hacer aleatoriamente y sin reflexión, pues hay muchas
metáforas básicas y muchas maneras de combinar y de seleccionar lo que va a ser
combinado. A continuación, la reflexión racional, tal como la propone Descartes, va
modificando el conjunto de proposiciones (modificando los modalizadores “si”,
“cuando quiera que”, adverbios, adjetivos, ...) para ir haciendo al conjunto lo más
coherente posible con el sistema de metáforas inicial. El usar una y otra vez el método
racional permite explorar todas las posibilidades que tiene un sistema de metáforas dado
para guiar nuestra experiencia siempre ambigua hacia certezas.
Sin embargo, en las actitudes que hemos llamado epifánicas, que se vienen utilizando
en toda la historia del saber, pero conscientemente sólo desde los románticos, lo más
importante no es el jugar únicamente a eso, sino jugar a establecer nuevos marcos:
sistemas nuevos de metáforas que relacionen de forma estética y sorprendente
experiencias hasta entonces lejanas o disconexas, permitiendo una nueva base para un
proceso de descripción de experiencias alternativo, descripción que se podrá hacer al
modo racional o de otros modos. El contexto de descubrimiento de Popper se podría ver
como una de las formas que asumen las epifanías cuando su producto es una nueva
teoría científica o un nuevo paradigma de investigación para describir un campo de
fenómenos. La voluntad que mueve esta búsqueda no es la de generar formulaciones
que produzcan certeza en cualquier otro “yo” racional que comparta los mismos
presupuestos culturales que nosotros, sino más bien generar un nuevo marco de
metáforas, dentro de un campo de experiencias por ejemplo, que genere en otros la
misma atracción estética hacia “una nueva forma de ver lo mismo” que hay indicios
para pensar que merece la pena usar, y dentro del que, intuimos, por algunas de sus
consecuencias más visibles, merecerá la pena construir teoremas y saberes mediante
procesos racionalizadores y de otro tipo.
Es detectable una demanda social general de obtener soluciones a los problemas, que
deriva de las esperanzas despertadas por el programa del Progreso. Ahora bien, esta
demanda planteada sobre los especialistas del conocimiento presiona a éstos en la
dirección de ensayar nuevos contextos de descubrimiento además de repetir la clase de
soluciones habituales. Pero las actitudes tipo playing, que pueden ser consideradas
formas de epifanía, son una guía más fértil hacia nuevos sistemas de metáforas
potencialmente fructíferos que la construcción de sistemas de metáforas isomorfas con
las que han sido ya ensayadas.
Los marcos epifánicos aparecen pues instalados en el corazón mismo, no sólo de la
cultura, sino de la propia racionalidad occidental.
16
Referencias
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Escohotado, A., De Physis a Polis. Ed. Anagrama, Barcelona 1975.
García-Olivares, A., 1997, Sobre el cambio de metáforas en la transición feudalismo-
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traducida ha sido publicada en 1997 por Paidós, con el título: Fuentes del yo.
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Ensayos y artículos II, Destino, Barcelona
Weber, M., Economía y Sociedad. De. Fondo de Cultura Económica, Mexico 1987.
... En este sentido, el estudio de las fiestas y su relación con los procesos de identificación colectiva ha sido una de las temáticas más recurrentes de los estudios científicos de las últimas décadas tanto en España como en Andalucía ( Brisset, 1992). Pero, como advierte Prat i Carós (1999), a menudo encontramos que las nociones de folklore, cultura popular y patrimonio cultural hacen referencia a unos mismos objetos de estudio ( García-Olivares, 1997). Y uno de esos referentes, uno de esos objetos, ha sido la Fiesta. ...
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... En otro lugar (García-Olivares 1997) describimos los componentes psicológicos de la actitud racional y sus orígenes históricos en la Grecia socrática, el estoicismo y el cristianismo medieval. Gran parte de estos componentes fueron sintetizados por el concepto estoico de Logos y formaban parte del hombre renacentista y reformista. ...
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Introducción Como afirmaba Weber (1920, p. 562), "intereses (materiales e ideales), y no ideas, son los que dominan in-mediatamente la acción de los hombres. Pero, muy frecuentemente, las imágenes del mundo, que son cons-truidas mediante ideas, han determinado como guardagujas las vías a través de las cuales la dinámica de los intereses movió la acción humana". Entre los siglos XI y XVII algunas de las imágenes del mundo medievales sufren modificaciones importantes y se ensamblan entre sí de un modo diferente, constituyendo una imagen del mundo y facilitando unas prácticas de gran influencia secular hasta la actualidad. Denominaremos "pro-grama del Progreso" a este conjunto formado por: (i) prácticas económicas desarrollistas, (ii) prácticas de acumulación y centralización del poder y (iii) imagen del mundo progresista. Tres imágenes medievales del mundo son las precondiciones de esta nueva cosmovisión: El Orden establecido por Dios; el milenarismo; la mentalidad burguesa. La peculiar síntesis que propone el puritanismo a partir de estos tres marcos metafóri-cos está en el origen de la nueva ideología progresista. Y el que esta ideología alcanzase la hegemonía cultu-ral se debe a su ensamblaje dentro del citado sistema de prácticas. En las cuatro próximas secciones analizaremos estos marcos metafóricos previos. A continuación, se analiza la síntesis que tuvo lugar tras la revolución puritana. En la sección siguiente, se estudia el papel de los na-cientes estados nacionales en la articulación entre prácticas desarrollistas y fomento del poder nacional, así como el ensamblaje de la ideología puritana-progresista dentro de esos sistemas de prácticas. La última sec-ción analiza el proceso de racionalización capitalista y la evolución del programa del Progreso entre la revolu-ción industrial y la actualidad, momento en que puede estar entrando en crisis de forma definitiva.
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El filósofo Arthur Schopenhauer (1788- ) nació en Danzig, Alemania. Hijo de un próspero comerciante, la muerte prematura de su padre lo liberó de dedicarse a la actividad comercial y le procuró un patrimonio que le permitió vivir de sus rentas, consagrándose de lleno a la filosofía. Enemigo personal y filosófico de Hegel despreció siempre el idealismo alemán y se considero a sí mismo como el verdadero continuador de Kant, en cuya filosofía encontró la clave para su metafísica voluntarista. Su filosofía no conoció la fama hasta pocos años después de su muerte, en 1860. Entre sus obras destacan: Dialéctica erística, Crítica de la filosofia kantiana (apéndice a El mundo como voluntad y representación) y Metafísica de las costumbres.