El 10 de octubre de 1990, The Journal of the American Medical Association (JAMA) publicó un singular artículo del neuroanatomista Frank Lynn Meshberger sobre el fresco del genial Michelangelo Buonarotti, conocido como La creación de Adán, que se encuentra en la bóveda de la Capilla Sixtina, en el Vaticano. Meshberger la sometió a un exhaustivo análisis y descubrió que la imagen de Dios con los ángeles representa, con gran detalle, un cerebro y su unión con la columna vertebral. Casi cinco siglos después de La Creación…, más precisamente en el año 1991, la artista conceptual inglesa Helen Chadwick desarrolló una transparencia fotográfica en la que se ven las dos manos de una mujer sosteniendo un cerebro, y que lleva el sugestivo título de Self-Portrait (Autorretrato). Esta obra representa la siguiente idea: el cerebro constituye el centro de nuestra identidad. En otras palabras, nuestro yo es, esencialmente, nuestro cerebro. Todas nuestras percepciones, nuestros sentimientos, nuestras creencias y nuestros pensamientos son producciones de nuestro cerebro. En este sentido, tanto el análisis neuroanatómico de Meshberger en torno a la obra de Michelangelo, como así también el trabajo de Chadwick, son un fiel reflejo del impacto que la neurociencia ha venido teniendo en la cultura durante las últimas décadas. De hecho, transitamos una época en que la neurociencia se ha apropiado del liderazgo que antes tuvieron la física y la genética entre las disciplinas científicas. La abrumadora cantidad de nuevos éxitos en este campo ha generado un nivel de expectación en cuanto a su capacidad explicativa como pocas veces se ha visto (tanto en la comunidad científica como en la opinión pública). Dichos éxitos están directamente relacionados con el avance de las matemáticas, la física, la biología y la informática, pero sobre todo, con el desarrollo de las nuevas técnicas de neuroimagen. Así, la neurociencia ha experimentado, desde los años ochenta, una auténtica revolución tecnológica. Desde aquellos años se ha abierto un vasto horizonte de posibilidades para las investigaciones sobre el Sistema Nervioso. Difícilmente encontremos un aspecto de la naturaleza humana que haya permanecido ajeno a ese campo de investigación. Prueba de ello ha sido la aparición de líneas de investigación que apenas treinta años atrás hubieran resultado inimaginables: neuroeconomía, neuroeducación, neuroarte, neuropolítica, neurohistoria, neuroderecho y neuromarketing (entre muchas otras… ¡hasta neurogastronomía!). Como es de imaginar, las experiencias religiosas, dada su extraordinaria importancia en la vida de los individuos y de las sociedades, no quedaron al margen del auscultamiento de la neurociencia. De esto tratará, en efecto, el presente artículo. ¿Es aceptable la idea de una neuroteología? ¿Cómo convendría definir dicho término? ¿Es razonable suponer que la neuroteología constituye la mejor fuente de explicación de las experiencias religiosas? ¿Qué aporta de interesante y qué peligros entraña? ¿Qué configuración epistemológica y metodológica debería poseer para no incurrir en fáciles reduccionismos? ¿Cuáles han sido sus hallazgos más significativos hasta el momento? ¿Qué disciplinas científicas deberían tomar parte en sus investigaciones? ¿Sólo la neurociencia, o también podrían incluirse otras? ¿Cuáles son sus posibilidades? ¿Cuáles son sus límites? Lo que sigue a continuación es un intento por responder a estas complejas preguntas que, básicamente, se compendian en siete apartados. El primero aborda el problema semántico y presenta el status quaestionis. El segundo se centra en la dimensión interdisciplinar y propone el desarrollo de una neuroteología holística siguiendo las directrices sugeridas por Aldous Huxley (el creador del término). El tercero examina la noción de experiencia religiosa atendiendo especialmente a su modo de comprensión en el marco de las investigaciones neuroteológicas. El cuarto consiste en una revisión historiográfica de la disciplina. En ese contexto, describe