LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD POLÍTICA
Religión, nacionalismo, derecho y el legado de las culturas imaginadas de Europa
Del cristianismo como identidad cívica a la génesis de la identidad nacional
INTRODUCCIÓN
Esta obra ofrece al lector el esfuerzo por explorar los laberintos políticos de la identidad de los europeos, sometidos a dos fuerzas ideológicas de opuesta naturaleza y difícil equilibrio, el nacionalismo y el cosmopolitismo. Laberintos en los que confluyen historia y mitos, hechos y leyendas, ideologías y símbolos, derecho y estructuras de poder tanto político como religioso. Un legado complejo y controvertido sobre el que se asientan las culturas europeas y sus identidades. Identidades que reciben un legado cultural pre-moderno construido, mitificado e imaginado a lo largo de la historia política, jurídica y religiosa de Europa, especialmente cuando cobra fuerza la ideología que enlaza ese legado con la génesis del Estado-nación y las emociones patrióticas que propicia. Emociones servirán de cauce cultural para el desarrollo de los nacionalismos que emergen desde finales del siglo XVIII.
En los últimos años asistimos a un cambio de terminología y formulación en el binomio religión y política. Mientras que a finales del siglo XX bajo la ideología secularista imperaba la tesis de reconducir la religión al ámbito privado, en la primera década del siglo XXI constatamos que tal ideología se atempera por una formulación que tiende a reconocer el espacio público de la religión, y así la nueva narrativa se acomoda a una valoración positiva de lo religioso . Valoración que se presenta como cooperación y no separación Iglesia-Estado, con el empleo de una terminología que ofrece una alternativa a la utilizada por los modelos políticos revolucionarios republicanos del XVIII. Y así se transita desde el secularismo y el laicismo, como ideologías combativas que se desarrollaron para protegerse de la tiranía religiosa y del monopolio de la religión oficial, hacia la secularidad y la laicidad, como principios constitucionales del Estado posmoderno. Sin abandonar por ello el principio de no confesionalidad del Estado, una vez que parece superada la doctrina de la separación hostil entre la Iglesia y el Estado, típica de los modelos laicos y seculares que nacen en el siglo XVIII antagónicos al modelo confesional. Así se abre la puerta al diálogo social y a la convivencia multirreligiosa sin renunciar a la separación institucional. Un diálogo que requiere en la sociedad posmoderna la secularización del Estado -para garantizar su neutralidad religiosa y los derechos fundamentales de libertad e igualdad religiosa de sus ciudadanos- pero que debe distinguirse de la secularización de la sociedad , pues no son sinónimos, si bien el primero ha permitido el segundo. A la vez que asistimos a la formación de nuevas formas de intolerancia religiosa asentadas en el miedo que canaliza formas contemporáneas de islamofobia, cristianofobia y judeofobia.
Por ello, este proyecto investigador aspira a comprender mejor los vínculos entre identidad religiosa y cívica de la historia política europea a la luz de su legado historiográfico. Un legado religioso, jurídico y político que busca su compresión unificada a partir de nuevas investigaciones interdisciplinares. Y con ello proponer un espacio de reflexión fértil que facilite descubrir los laberintos de la identidad política desde muy diversas perspectivas interrelacionadas, buena parte de ellas poco conocidas o exploradas a causa de los límites impuestos por las metodologías y ramas del saber creadas artificialmente en el siglo XIX.
Desde finales del siglo XX una nueva generación de especialistas en las llamadas humanidades y ciencias sociales, y sus periferias, han tomado una vía investigadora que se distancia del academicismo estereotipado en el siglo XIX que impregnó buena parte del siglo XX y construyó una interpretación de la historia y la sociedad dividiéndola en compartimentos estancos. Un academicismo dominado por un etnocentrismo vertebrado a partir de una estructura político-económica colonial iniciada en el siglo XVI que canalizó los movimientos nacionalistas europeos desde el siglo XVIII.
Un legado político que se mueve entre dos polos, el colonialismo y el nacionalismo, un legado que deviene envenenado por ideologías que se asientan en una supremacía civilizadora tan implacable como arrogante y que propician el desarrollo de nacionalismos tan ciegos como intolerantes.
Coincido con la afirmación de Patrick O´Geary que la historia moderna nace en el siglo XIX concebida y desarrollada como instrumento de la ideología nacionalista . Una ideología moldeada por el tiempo y las circunstancias que surge inicialmente en Europa en la etapa de la formación de los estados-nación, a partir del siglo XIV, que impulsa la construcción de comunidades imaginadas , afianzadas con el empleo progresivo de las lenguas vernáculas en las obras impresas haciéndolas accesibles a un público extenso en una particular comunidad lingüística. Una ideología que instrumentalizó a la religión tras la reforma protestante para ponerla al servicio bien del monarca erigido tutor y cabeza de la Iglesia nacional, como los monarcas escandinavos o ingleses, bien mediante alianzas con el papado, como los monarcas españoles y franceses. Ambas ideologías político-religiosas, catolicismo y protestantismo, reclamaban fórmulas de confesionalidad excluyente para reforzar las diversas unidades nacionales que finalmente cuajan en Europa con la Paz de Westfalia.
Y la historia se nos contó por cronistas e historiadores desde esa perspectiva. Se nos ofreció una visión parcial que no fue inmune a las corrientes ideológicas dominantes en un momento u otro de la historia, ya sea el Humanismo del siglo XV, ya sea la Ilustración del XVIII, o el Romanticismo del XIX, en las que desde entonces está presente la ideología nacionalista que penetra en la esfera política y se formula bajo las circunstancias del momento y la retórica que más convenga a los intereses políticos y económicos.
En todo caso la fuerza motriz de los nacionalismos europeos, impulsados por la división territorial de Europa tras la paz de Westfalia, se arraiga en una premisa ideológica común, la presunta superioridad científica, económica, política, religiosa, moral e intelectual de los europeos occidentales y su cultura imperialista , antes enraizada en el cristianismo constantiniano y carolingio, después en el secularismo republicano francés y angloamericano de los colonos europeos recién independizados. Una superioridad cultural que se muestra como el progreso civilizador de entonces, a partir de la ideología colonial firmemente arraigada en el imperialismo político y económico. Un dramático legado que el siglo XX ha mostrado con creces su error.
Un siglo XX que tras la II Guerra Mundial permitió a los victoriosos de la contienda dividir Europa en dos identidades políticas segregadas, simbólicamente representadas por el muro de Berlín que rompe a la derrotada Alemania en dos identidades políticas que a su vez dividen a Europa en dos bloques de poder.
La Europa sometida al poder soviético y al monopolio del partido comunista y su ideología excluyente y estática, tras la cortina de hierro y el Pacto de Varsovia. Una Europa de consignas y censuras que incentiva el ateísmo de Estado, la obediencia al partido y la glorificación de sus líderes, que resulta distante, desconocida y hermética para el occidente europeo durante la guerra fría.
La Europa occidental construye durante esa etapa una identidad dinámica cuyos estados reciben progresivamente el legado republicano francés y estadounidense y un paradigma democrático pluralista que reclama derechos fundamentales, entre ellos la libertad de pensamiento, conciencia y religión. Una Europa con su mirada puesta en el modelo político y económico estadounidense como referente, cuya cultura se exporta con éxito a través de la poderosa industria cinematográfica, que ejerce una influencia social notable, un American way of life progresivamente mitificado por los medios de comunicación que invita al consumismo ilimitado que el modelo económico potencia. Un estilo de vida imitado por los europeos, cuya cultura social posmoderna parece residir en los centros comerciales.
Por otra parte, el occidente europeo generó desde mediados del siglo XX la búsqueda de una identidad dinámica y expansiva apoyada en dos proyectos políticos incluyentes, construidos desde el europeísmo ideológico, que revalorizan el común legado cultural europeo. El Consejo de Europa, cuya vitalidad política se apoya en el Convenio de Roma, y la Comunidad Económica Europea, cuyo impulso institucional aspira a una Europa de integración y tratados de adhesión que se expande progresivamente hasta transformarse en la Unión Europea.
Tras la simbólica caída del muro de Berlín en 1989, la Europa creada por el Pacto de Varsovia disuelve su identidad política comunista para integrarse en una Europa políticamente más libre, socialmente más integrada y económicamente más competitiva.
Una nueva Europa que ha facilitado la comunicación, la migración y convivencia entre los europeos, gracias a la libre circulación de personas y bienes dentro de la UE. Lo que ha potenciado el desarrollo de una identidad europea común, más allá de identidades nacionales excluyentes. Turismo, inmigración y proyectos culturales, académicos y económicos comunes han facilitado el nacimiento de una nueva cultura común europea que emerge en los albores del siglo XXI dispuesta a superar, tanto la historia político-religiosa de una Europa enfrentada y segregada durante más de un milenio, como el legado de la guerra fría entre los bloques oriental y occidental.
A su vez la globalización, que simultáneamente genera los cambios políticos, económicos y tecnológicos de la primera década del siglo XXI, propicia el gran reto cultural y económico del futuro inmediato.
El mundo postcolonial actual, multirracial, multisocial, multirreligioso, camino de una multipolaridad que deja a Europa progresivamente sin liderazgo, nos ofrece un punto de vista más global y menos etno-eurocentrista, y la humildad se impone por goleada en el europeísmo ideológico que reclama su identidad colectiva tras la II Guerra Mundial. Una identidad que aspira a combinar nacionalismo y europeísmo bajo el paraguas político de la democracia como paradigma político excluyente e indiscutible desde finales del siglo XX. Un paradigma que convive con el anterior, que propició el desarrollo ideológico de la noción romántica de naciones, nacionalidades y nacionalismos que, tras la estela del modelo de Estado nacional configurado en la Paz de Westfalia, emergió a finales del siglo XIX con la erosión de los modelos imperiales y monárquicos absolutistas de entonces. Y así un neonacionalismo idealizado por la literatura, la historia y la filología, que unifica y exalta la lengua y recrea la propia historia, cobra impulso con enorme fuerza en la era postcolonial, ante la necesidad de una identidad cultural diferenciada que acepta el segregacionismo etno-cultural como principio ideológico de homogeneidad, y se asienta en una historia mitificada y manipulada con una clara finalidad de adoctrinamiento principalmente político. Como ejemplificó en la primera mitad del siglo XX la radical, extremista e intolerante ideología nazista, que aspiró a imponer la superioridad racial germana en Europa y con ella un neocolonialismo imperialista, que la derrota del III Reich en la II Guerra Mundial impidió llevar a cabo . Una ideología supremacista agravada por la inhumana persecución y erradicación de los judíos europeos, a quienes la ideología nazi culpó de ser la causa de los males de la sociedad alemana. Una ideología cuyo intenso adoctrinamiento sembró odio y recogió dolor.
La implacable persecución contra los judíos es un hecho multisecular ya presente en Europa desde el Imperio Romano, después en los reinos bárbaros, particularmente en el Reino Visigodo y en la mayoría de los reinos medievales europeos, que reclamaban la unificación religiosa como elemento de identidad en un substrato firmemente arraigado en el antijudaísmo social desde la era constantiniana en los albores del Imperio Romano cristianizado.
Tal vez el actual Estado de Israel constituya el ejemplo más paradójico de fusión del neocolonialismo y neonacionalismo que justifica la ocupación de un territorio por derecho divino. En él confluye una ideología extraordinariamente combativa, segregacionista y secularista, el sionismo, con una supuesta etnicidad religiosa común y diferenciada, asentada en la creencia religiosa de ser el pueblo elegido por la divinidad para poseer la Tierra Prometida, Palestina . Ésta última enlaza con una multisecular tradición rabínica ultraconservadora que reclama la superioridad del pueblo judío, representada en la actualidad en el Estado de Israel por grupos ultra-ortodoxos y a menudo violentos, identificados como Haredim, tanto askenazí como sefardí (denominados en la actualidad orientales), que cobran protagonismo político tras las elecciones de 1988, particularmente Agudat Israel, Gush Emunim, Shas y Kach .
Una paradoja explicable a la luz de la feroz persecución de los judíos llevada a cabo por una ideología antijudía firmemente asentada en la historia europea desde el Imperio Romano cristiano, cuyo última manifestación enlaza con el triunfo del ultra-nacionalismo germano en Europa a mediados del siglo XX. Una Europa fanatizada y violenta que ensalzó la supremacía de la inventada raza aria frente a las llamadas razas inferiores. Ideología antisemita también presente y muy popular no sólo en Europa, sino también en Estados Unidos desde finales del siglo XIX . Situación que, a su vez, generó el sentimiento de culpa por omisión que nace entre los europeos ante semejante atrocidad, pues muchos de ellos prefirieron ignorarla al amparo de la arraigada convicción de la supremacía civilizadora de Europa occidental. Culpa colectiva que se pretende purgar con la famosa resolución 181 de la ONU del 29 de noviembre de 1947, a costa de desposeer de la mayor parte de su territorio al pueblo palestino, entonces mucho más numeroso que el judío. Nunca una injusticia se justifica con otra, algo que conscientemente ignoró la comunidad internacional regida por los victoriosos de la contienda. Y continúa ignorando ante la tragedia palestina .
Pero la tragedia de la desposesión, del desplazamiento y exilio, de las migraciones violentas o pacíficas pero irrefrenables, de la limpieza étnica o de la erradicación de las minorías en aras a una presunta homogeneidad religiosa, étnica o racial, es tan antigua como la propia historia de la humanidad. Europa es un ejemplo incuestionable de ello. Conquista, expulsión y repoblación han sido los elementos de disgregación más comunes en la historia de los europeos.
Las tribus bárbaras confederadas –godos, hérulos, vándalos, suevos, hunos, francos, longobardos, anglos, sajones, vikingos, normandos, eslavos, búlgaros, magiares, gépidos, ávaros, jázaros, pechenegos, cumanos… y muchas más -ocuparon y sometieron los territorios que invadieron y conquistaron, como ya antes había hecho el civilizado Imperio Romano y después propició la expansión musulmana desde el liderazgo árabe a lo largo de las costas mediterráneas.
El proceso desde la segregación a la integración entre las tribus bárbaras y la población indígena fue multisecular, complejo y doloroso, en el que lengua y religión fueron elementos determinantes pero siempre dinámicos, siempre en transformación. Un proceso del que formó parte el derecho, bien como instrumento de separación, bien de unificación.
La Península Ibérica fue lugar de batallas entre musulmanes y cristianos durante ocho siglos. A finales del siglo XV los victoriosos Reyes Católicos, sentaron las bases de un estado-nación católico excluyente y por ello expulsaron o forzaron a la conversión a los vencidos, y también a las minorías judías. Pocas décadas después, la Europa dividida entre gobernantes católicos y protestantes ocasionó un enorme número de refugiados, las migraciones forzosas más numerosas de la Edad Moderna europea, y un mapa europeo asentado en la segregación religiosa como identidad política. La Europa colonial en las Américas repitió el patrón de invasión, conquista/ocupación y sometimiento o exilio. Las guerras napoleónicas y el expansionismo germano del II y III Reich aspiraron sin éxito al mismo objetivo. En ambos casos la religión no fue ya el elemento de identificación sino la lengua. Francofonía y germanidad como identidades diferenciadas que aspiran a la superioridad y el dominio.
La historiografía política nos muestra que se sigue repitiendo este patrón una y otra vez. Pero la historia política y social no es estática, es dinámica, las comunidades se transforman continuamente, la propia retroalimentación ideológica contribuye a esa dinamicidad. Los estudiosos de las ciencias sociales y las humanidades no pueden aferrarse a estructuras inmóviles, conceptos rígidos y divisiones estáticas para comprender la sociedad y su historia política, la lengua y la religión, pues la propia evolución y transformación social deviene falseada en su formulación, creándose mitos, leyendas y estereotipos que construyen identidades imaginadas, con frecuencia al servicio de ideologías que reclaman identidades diferenciadas, que ignoran conscientemente que la historia de las comunidades es un proceso en continua transformación, permeado por corrientes culturales transversales que facilitan el desarrollo de capas culturales que se superponen en una misma identidad. Las migraciones son un elemento determinante para explicar esta superposición cultural. Las migraciones en Europa constituyen la fibra inicial sobre la que se desarrolla la identidad europea, una identidad –insisto- dinámica, ágil, mutable y asentada en capas culturales superpuestas.
La creación y expansión de la Unión Europea ha facilitado el movimiento migratorio pacífico y legítimo de ciudadanos de unos estados europeos a otros, así como la inmigración de mano de obra barata procedente de países más pobres de dentro y fuera de la UE. Ambos procesos migratorios han creado un nuevo tejido social multicultural no exento de fuertes tensiones internas, y las expresiones de ultranacionalismos y xenofobias son cada vez más frecuentes ante el antagónico y multisecular temor al otro, que se aferran a homogeneidades que siempre han sido temporales y transitorias.
¿Quién tiene más derecho a un territorio, quien ha nacido en él, por ius soli, aunque sus orígenes sean por inmigración, o quién accede a tal derecho por descendencia, por ius sanguinis?
Nosotros y los otros siempre ha sido una forma de egocentrismo colectivo de comunidades en busca de una identidad distintiva en un territorio que se reclama como propio, pero cuya puesta en práctica a largo plazo resulta inviable, lo fue en la Antigüedad, en la Edad Media, en la construcción de los estados-nación y en el actual mundo globalizado cultural y económicamente. La historia pasada y contemporánea nos muestra su inviabilidad, pues conduce a una confrontación y disgregación inevitables, sobre todo si en él viven comunidades diversas que tal ideología margina y excluye, cuando no demoniza como estrategia en la retórica del poder que reclama derechos multiseculares de identidad, superioridad y/o propiedad imaginados.
El modelo político democrático se ha expandido progresivamente hasta transformarse en la posmodernidad en un dogma de fe política incuestionable, que el derecho ha dotado de estructuras e instituciones para facilitar el complejo equilibrio político y social entre los ciudadanos. Sin embargo es un modelo disfuncional en mayor o menor grado, cuya representatividad tiende a ser plutocrática y partidocrática, en el que la opinión pública y los votantes son manipulados con facilidad, y los principios de justicia e igualdad quiebran con frecuencia al tutelar insuficientemente a las minorías y a los más débiles.
El paradigma político de la democracia en el siglo XXI aún sigue siendo disfuncional en la casi todos los países en los que se implanta entre los siglos XIX y XX tras los ejemplos revolucionarios francés y estadounidense de finales del XVIII. No es el fin de la historia, como nos profetizaba Francis Fukuyama en 1992, al sostener que las democracias liberales y el mercado libre del modelo capitalista representan el fin del desarrollo político-económico de la humanidad. Una teoría que, con el inicial beneplácito de su autor, hace suya el neoconservadurismo estadounidense, y entra en crisis tras la debacle económica que arrasa con los mercados bursátiles en 2008 y propicia un efecto dominó subsiguiente y respecto al que todavía no se ha dado con las claves de su resolución. La gran recesión global del 2009 ha probado la falsedad de tal afirmación. Sociedades disfuncionales, naciones disfuncionales, economías disfuncionales, políticas disfuncionales, asentadas en ideologías igualmente disfuncionales. Es la propia disfuncionalidad creciente, y el proceso de concienciación social que conlleva, la que parece evidenciar un cambio de paradigma en el que confluyen cultura, política y economía, un cambio que el derecho no puede ignorar.
El mundo actual posiblemente se encuentra en un momento histórico que afronta el fin de un paradigma existencial que quiebra y otro que emerge y cuyos rasgos propios aún nos resultan desconocidos e impredecibles.
Un momento histórico que reclama una evolución en la visión de la historia política desde otras coordenadas interpretativas diversas a las que desarrolló el modelo colonial europeo del siglo XIX y neocolonial estadounidense del siglo XX. Modelos coloniales que se imponen al calor de las transformaciones políticas y económicas que hicieron colapsar el modelo del viejo régimen a finales del XVIII. La propia crisis del modelo colonial imperialista europeo permitió la emergencia de un neonacionalismo que cobra impulso con el movimiento intelectual del romanticismo europeo, por el que la burguesía y la aristocracia se aferran a un revival del clasicismo grecolatino, fascinadas por la cultura clásica y su legado del que se sienten exclusivas herederas directas.
Con anterioridad, el descubrimiento a finales del siglo XV de la obra de Tácito, Germania, permitió a los humanistas alemanes recrear su unidad cultural y exaltar su identidad diferenciada de otros europeos, especialmente de los franceses, también dispuestos a la glorificación de la cultura propia sobre todo en la era napoleónica. Posteriormente, durante las guerras franco-prusianas la germanización en el ámbito educativo permeó ambos nacionalismos que incentivan los estudios históricos y filológicos, que florecen a finales del siglo XIX. Franceses y alemanes, como otros pueblos europeos, reclaman que identidad y etnicidad se definen por la lengua, toda vez que en el siglo XIX la religión deja de ser signo distintivo de identidad política. Y es entonces cuando los filólogos, como ya habían hecho los historiadores, se ponen al servicio de los nacionalismos emergentes, que reclaman la unidad lingüística como signo distintivo de una unidad política y cultural forzada, que aspira a ser una identidad nacional con derecho a la autodeterminación. Para ello no se duda en echar mano de ancestros propios y diferenciados, así los celtas, los galos, los anglos, los lombardos, sirven de vínculo artificialmente creado y mitificado para reclamar una parcela tribal y territorial propia, independiente y segregada desde una construcción estática de una historia selectiva. Una construcción tan artificial como ficticia, que no es sino mitohistoria.
La historia y la filología se ponen así al servicio de la ideología dominante para construir memorias colectivas de identidad nacional. Relatos épicos y lenguas vernáculas subliman emociones que se desatan con facilidad ante símbolos y narrativas construidos o utilizados para tal finalidad. Algunos verán en ello la perversión del saber y la cultura, otros la escusa para tener un sentido de pertenencia e identidad, subyugados ante emociones ficticias como las provocadas por el drama recreado en una novela. Ambos aprovechan el oportunismo que brinda el momento para criticar o enaltecer un legado que con frecuencia sirve sobre todo a propósitos políticos. Ninguno es consciente o quiere serlo de manipular o ser manipulado. Ese es el poder de la historia que los cronistas y los historiadores han recreado e interpretado una y otra vez.
¿Cómo salir del laberinto?
Este es el reto que proponen los nuevos investigadores conscientes de la necesidad de deconstruir triunfalismos y ortodoxias que glorifican un pasado imaginado, una mitohistoria cuya finalidad antes fue la exaltación del cristianismo imperial, el catolicismo romano, el protestantismo nacional, el nacionalismo patrio, y ahora busca la exaltación de neonacionalismos más localistas.
Neonacionalismos de una Europa que busca su unidad pero reclama micronacionalidades que se aferran a una identidad cultural estática y regional, que exigen la segregación política para poder expresar plenamente una identidad cultural selectivamente elaborada para un eficaz adoctrinamiento. Y así la ideología nacionalista que canalizó la génesis de los estados-nación se retroalimenta de un nacionalismo más localista, un micronacionalismo que reclama su identidad diferenciada como estado-nación, alimentado por un calculado y cultivado patriotismo emocional, que penetra en la conciencia colectiva de una particular comunidad, en la que a partir de entonces sus miembros puede ser adoctrinados con docilidad, utilizando no ya una religión o confesión particular, sino la cultura diferenciada, una identidad imaginada y estática.
Pero las sociedades son dinámicas y las identidades culturales también, siempre lo han sido y las diferencias con frecuencia son transitorias, bien porque se superan, bien porque se sustituyen por otras . La identidad es una noción inseparable de la transformación. Las identidades estáticas, pasadas o presentes, son siempre imaginadas.
Es el reto una vez más de la búsqueda de la verdad. La verdad es esquiva pues nos dejamos engañar con facilidad por argumentos, conceptos y retóricas persuasivas con las que se visten las ideologías. Tal vez la respuesta está más allá de un mundo de ideas, conceptos y pensamientos, pero en él se agota el territorio al que el intelecto alcanza.