Fig 1 - uploaded by Sonia Morales Cano
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Lápidas del coro del monasterio de Santo Domingo el Real , siglos XV y XVI, alabastro y pizarra, Toledo (España). 

Lápidas del coro del monasterio de Santo Domingo el Real , siglos XV y XVI, alabastro y pizarra, Toledo (España). 

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Context 1
... para erigir las capillas de San Ildefonso y de Santiago, hubo que derribar sus dos inmediatas para monumentalizarlas; o el traslado de la capilla de Reyes Nuevos desde las proximidades al Pilar de la Descensión, hasta su emplazamiento actual en la girola. Este mismo criterio se puede observar en el coro del convento de Santo Domingo el Real ( fig. 1), en Toledo, que se convirtió en un verdadero cementerio con todo el pavimento cubierto de lápidas tan interesantes como las de doña Teresa de Ayala, Juana de la Espinosa o los hijos de Pedro I el Cruel: los infantes don Diego y don ...
Context 2
... el anhelo por alcanzar la vida eterna, así como el miedo a lo desconocido, hizo que los hombres y mujeres de todas las condicio- nes sociales se prepararan para el momento del óbito porque en el cristianismo, a diferencia de los que ocurría en el paganismo, la muerte se sacralizaba y se pre- sentaba como una celebración litúrgica y un misterio de fe 4 . Todo ello generó un universo de valores que se materializó de forma muy diversa durante toda la Baja Edad Media: desde las mandas testamentarias a la liturgia de los funerales, pasando por la elección de sepultura; sin olvidar su implicación en el inventario artístico y literario: libros de Horas, frescos, sepulcros o portadas ofrecen sendos programas alusivos a la buena y a la mala muerte; también a los tres espacios mentales más significativos: infierno, paraíso y purgatorio. Pero, a pesar de que la idea de la muerte y los sentimientos que produce son comunes a todos los cristianos, hay que tener en cuenta que, en los siglos del gótico, se muere según la condición social a la que se pertenece: el lugar de enterramiento, la liturgia de los funerales y la fama póstuma que sólo lograron alcanzar unos pocos, así lo demuestra. Si en la Alta Edad Media se había prohibido, en muchas ocasiones, la inhumación en el interior de los templos, claustros y otras dependencias eclesiásticas, en la Baja Edad Media se convirtió en una práctica habitual para aquéllos que, haciendo gala de su riqueza, linaje y religiosidad, se lo pudieron permitir, que no fueron otros que los reyes, nobles, miles Christi y eclesiásticos y personas muy cercanas a ellos. El enterramiento en el interior de las iglesias y monasterios ofrecía algunas venta- jas muy atractivas para el fiel cristiano: su carácter sacro iba acompañado de la pro- tección de los santos; además, hacía que los vivos se acordasen más fácilmente de los muertos al acudir a los oficios litúrgicos y, por último, los demonios tenían más dificultades para acercarse a sus sepulturas 5 . Se creaba, de esta forma, un circuitos mortuorum en contacto subterráneo con el espacio sagrado 6 . Y si la jerarquía de clases era muy marcada, incluso en el ámbito funerario, dentro de las iglesias también se puede hablar de jerarquización, en este caso, espacial: el presbiterio era el lugar más codiciado y el sepulcro exento el más ostentoso. Aún así, la opción predominante durante la Baja Edad Media entre la nobleza fue la adquisición de una capilla funeraria propia 7 que no dificultaba la celebración de la liturgia y, además, servía a los más pudientes para demostrar su posición privilegiada intentando, incluso, superar los panteones de sus contemporáneos: la capilla de don Álvaro de Luna, en la catedral de Toledo, con la que no sólo quiso emular, sino también, superar la de San Ildefonso, en la que está enterrado el cardenal Gil Álvarez de Albornoz, es un buen ejemplo; no hay que olvidar que, hasta entonces, la concesión de un lugar tan distingui- do, en la cabecera de la catedral de Toledo, había estado reservado a la realeza. Junto a las capillas, otro de los lugares más requeridos como lugar de enterramiento era el coro, porque era el espacio en el que el clero cantaba solemne y perpetua- mente el oficio divino a imitación de la corte celestial y el oficio de difuntos incluido en el rezo de las Horas desde el siglo X 8 . Unos cantos y rezos que reconfortaban las almas de los difuntos cuando pasaban por encima de su tumba. A partir de ahí, los enterramientos se iban sucediendo hacia los pies del edificio y, consecuentemente, el coste del terreno se abarataba, lo cual no dejaba de ser un lujo que sólo podían permi- tirse unos cuantos 9 . Los claustros, también fueron lugares habituales de inhumación. De su éxito da buena muestra el claustro catedralicio de Toledo, mandado construir a fines del siglo XIV por el arzobispo Pedro Tenorio. Con frecuencia, quienes optaban por este recinto eran los capellanes, racioneros, familiares y criados de los benefi- ciarios, escribanos, médicos, notarios y demás personal auxiliar de la catedral . El claustro, entonces, se convirtió en un auténtico camposanto, en una necrópolis de lujo donde podían reposar familias enteras, tras solicitar el correspondiente permiso del cabildo para la apertura de la tumba. En la catedral de Toledo: De esta forma, los templos pronto se llenaron de tumbas y la fisonomía de esos espacios se vio cada vez más alterada. Se puede afirmar, en este sentido, que en la Baja Edad Media, la iglesia llegó a ser un lugar tanto de los muertos como de los vivos; así lo ponen de manifiesto las reformas llevadas a cabo en la catedral de Toledo donde, para erigir las capillas de San Ildefonso y de Santiago, hubo que derribar sus dos inmediatas para monumentalizarlas; o el traslado de la capilla de Reyes Nuevos desde las proxi- midades al Pilar de la Descensión, hasta su emplazamiento actual en la girola. Este mismo criterio se puede observar en el coro del convento de Santo Domingo el Real (fig. 1), en Toledo, que se convirtió en un verdadero cementerio con todo el pavimento cubierto de lápidas tan interesantes como las de doña Teresa de Ayala, Juana de la Espi- nosa o los hijos de Pedro I el Cruel: los infantes don Diego y don Sancho. Independientemente del lugar de enterramiento, el monumento funerario, más allá de su valor funcional, es un objeto simbólico con una clara intención comuni- cativa. En un periodo como el de referencia, en el que el individuo elude la muerte espiritual, pero también la social, no es de extrañar que la escultura funeraria se conciba como un elemento didáctico-memorial. 12 De ahí que su ornamentación y belleza atraiga todas las miradas y se mantenga vivo el recuerdo del difunto entre las generaciones venideras; de ahí, también, que la tumba, la domus aeterna del finado desde el instante en que recibe sepultura, marque el lugar preciso de culto al que tienen que acudir los familiares para orar y llevar ofrendas porque: La escultura funeraria, por tanto, adquirió durante los siglos del gótico un rango de privilegio y contribuyó, mejor que cualquier otra manifestación artística, a conseguir la fama póstuma tan anhelada por las clases altas 14 . Tal es así, que los monumentos funerarios eran encargados a los artistas más cualificados y prestigio- sos del momento que, en el caso toledano, fueron Ferrand González, Egas Cueman y Sebastián de Toledo 15 . Pero no bastaba con que la decoración del sepulcro fuera espléndida para perpetuar el reconocimiento social alcanzado en vida; eran necesarios algunos recursos que ayudaran a la identificación del finado como las inscripciones, los escudos heráldicos y las estatuas yacentes que, en ocasiones, constituían verdaderos retratos. Los primeros epitafios medievales manifiestan la necesidad de autoafirmación del individuo. Es su seña de identidad, el documento que acredita su existencia. Los epitafios más antiguos se reducen a una leve alusión a la identidad del finado y, a veces, contienen alguna palabra elogiosa 16 . Pronto, al nombre del difunto se añadiría la fecha del fallecimiento, con fórmulas escritas frecuentemente en latín, sobre todo en los siglos XII y XIII. Suelen comenzar con la fórmula Hic jacet. En el siglo XIV, se diferencian dos clases de epitafios: por una lado, el nombre y apellido, su función en el mundo de los vivos, en ocasiones con una breve palabra elogiosa como honrable, la fecha de defunción y, a veces, la edad con la que contaba cuando murió; por otro lado, puede aparecer una plegaria a Dios por la salvación del alma del difunto como, por ejemplo, que Dios misericordioso tenga en su seno 17 . Un siglo después, las inscripciones no sólo aludirán a la memoria individual del difunto, sino que se hará mención a su familia para tratar de dejar constancia del linaje al que pertenece y del que se siente orgulloso. Los epitafios de los reyes, además, debían expresar virtudes tan importantes como la justicia y la sabiduría porque, en definitiva, eran los máximos representantes del poder temporal y tenían que ser el espejo en el que mirarse los súbditos para el bien común y, especialmen- te, para la defensa de la fe cristiana en vistas a alcanzar la salvación. Así se refleja en el epitafio de Enrique III, situado en la capilla de los Reyes Nuevos, en la catedral de Toledo: El afán de los más privilegiados por diferenciarse del resto de la sociedad, incluso en el ámbito de la muerte, se vio reforzado con la utilización repetitiva de emblemas heráldicos que daban buena cuenta del linaje al que pertenecía el difunto o que él mismo había fundado 18 . El surgimiento de la heráldica se debe a la necesidad de diferenciar unos ejércitos de otros en las batallas: los escudos defensivos se utilizaron para pintar en su superficie unos signos distintivos. En el siglo XII, las familias comenzaron a utilizar los mismos signos para identificarse y los transmitían a sus herederos 19 . Un siglo más tarde, se adoptaron las armas de los progenitores añadiendo algunas figuras para que los hermanos se pudiesen diferenciar. A partir de esos momentos, el escudo dejó de tener un carácter guerrero y pasó a convertirse en un elemento de prestigio para los miembros más destacados de la sociedad: la milicia, el clero y la nobleza 20 . La Iglesia, que en un primer momento se mostró reticente a incorporar signos que habían sido creados fuera de su influencia, fue aceptando los blasones progre- sivamente, de tal modo que llegaron a formar una parte fundamental en la liturgia y escenografía funeraria. Los obispos fueron los primeros en implementar escudos de armas y, más tarde, los canónigos, clérigos seculares, abades y las comunidades monacales, de tal manera que, en el siglo XIV , los edificios religiosos se convir- tieron en verdaderos museos de blasones expuestos en los muros, vidrieras, rejas, techumbres, objetos de culto y ropas litúrgicas 21 . Don Pedro de Cardona, arzobispo toledano que vivió en la segunda mitad del siglo XII, ...

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Citations

... 23 Martínez Caviró, 2000, p. 227. 24 Martínez Caviró, 2000 Morales Cano, 2011, p. 357. 26 Martínez Caviró, 2000 ornamentación completa de sus cuatro lados, decorada con medallones tetralobulados que contienen en su interior motivos heráldicos, alternando los escudos de los Orozco y los Figueroa. ...
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